Dios ha muerto. Lo hemos matado. El saber sobre los sacrificios en la exposición girardiana de la teoría mimética. Tesis de licenciatura de Juan Manuel Escamilla

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Descripción

UNIVERSIDAD PANAMERICANA FACULTAD DE FILOSOFÍA Y CIENCIAS SOCIALES ESCUELA DE FILOSOFÍA

DIOS HA MUERTO. LO HEMOS MATADO EL SABER SOBRE LOS SACRIFICIOS EN LA EXPOSICIÓN GIRARDIANA DE LA TEORÍA MIMÉTICA

TESIS PROFESIONAL QUE PRESENTA

JUAN MANUEL ESCAMILLA GONZÁLEZ ARAGÓN PARA OBTENER EL TÍTULO DE

LICENCIADO EN FILOSOFÍA DIRECTOR DE LA TESIS DR. LUIS XAVIER LÓPEZ-FARJEAT CIUDAD DE MÉXICO, DF PASCUA, 2013

DIOS HA MUERTO. LO HEMOS MATADO EL SABER SOBRE LOS SACRIFICIOS EN LA EXPOSICIÓN GIRARDIANA DE LA TEORÍA MIMÉTICA

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A mi esposa, Natalia.

A Juan Francisco Sicilia Ortega y a las víctimas de la “guerra contra el narco”, in memoriam.

Mas el que peca contra mí defrauda su alma. Todos los que me aborrecen aman la muerte.

Proverbios, 8, 36

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AGRADECIMIENTOS A mi esposa, Natalia, quien entreteje nuestros días con el Cielo, valiéndose de un amoroso hilo que ella sabe. A mis padres. Su amor incondicional inspira mi vida y permanece como ejemplo de dichosa entrega, de servicio y perdón en el amor, de trabajo a favor del bien y la paz. A mis hermanos, a quienes tanto amo y admiro. Junto a ustedes he descubierto la gran maravilla que es el mundo y, en nuestros juegos, aprendí, y aún lo hago, a vivir: José Pablo, Daniel, Rafael y Santiago. A Martín, donde esté. A Lucía Molatore, quien encontró el orden del caos y la belleza donde nadie la vio, y a Ernie Stengel, cuya generosidad me ha sacado de más de una; por el cariño y la fe que nos tienen. A Fede, por destapar la felicidad con el simple truco que es su nariz de clown. Al Cisav, donde el agua emana de las piedras. A los cisavitas. A Rodrigo Guerra. Sin sus constantes invitaciones, este trabajo seguiría en el tintero; porque nos une el mismo aliento que transforma los corazones y la Historia. A Pablo Castellanos, sileno admirable, quien sufrió mis preguntas y las desgranó con paciencia; además debo a su desvelo haber podido concentrarme en escribir este trabajo. A la Universidad Panamericana. Su jardín conventual, sus jacarandas, sus piedras siempre estarán en mi memoria. A mis maestros, de quienes no solamente aprendí métodos de investigación y análisis, sino la fidelidad en el amor a la Verdad. A Luis Xavier López-Farjeat, quien, contra cualquier expectativa, apostó por mí y, aún más que dirigir mi tesis, maestro y amigo, me acompañó en los 8

avisperos a los que me metí. A Vicente de Haro, quien en sus clases esclareció para mí la doctrina girardiana y siempre ha sido un interlocutor maravilloso. A José Alberto Ross, quien me enseñó la cosmología aristotélica y a leer filosofía. A Alejandro Llano Cifuentes, a quien debo el primer interés en René Girard y a Carlos Kramsky, con quien tanto discutimos su filosofía de la historia. A Héctor Zagal, viejo amigo. A José Luis Rivera: juro que mi desorden mental no es su culpa y si algo de orden tiene, a él se lo debo, junto a tantas cosas. A Virginia Aspe: su pasión por la filosofía novohispana me enseñó a recorrer los recovecos de una tradición de la que me siento orgulloso. A Maricarmen Elvira y Ma. Elena García Peláez por todas los fardos administrativos que cargaron por mi culpa. A Jorge Medina. Sin la dicha de habérmelo encontrado, seguramente detestaría en quién me hubiera convertido, pues a él debo, junto a tantas risas, cien felices reconciliaciones. A mis compañeros. De ambas generaciones. A Oscar Ramírez, por lo mucho que me acompañó; al trío calavera; a Alfonso Ganem, Venancio Ruiz, mi doble mimético, también en el fallido proyecto de la tesis que quería pensar la mansedumbre del Cordero. A Luis Guerrero y a la Universidad Iberoamericana, quienes me acogieron; a Carlos Mendiola: su seminario de Kant, aunque tan desaprovechado por mí, fue asombroso; a Rafael García Pavón, por su magnífico seminario sobre cine y filosofía. A la Editorial Jus, donde aprendí tanto como en la universidad; a Bernardo Domínguez, quien se la jugó conmigo. A Felipe Garrido, de quien aprendí el oficio editorial. A Javier Sicilia, a quien está cosido mi corazón. A Isolda Osorio, dulce y 9

querida. A Jean Robert, querido amigo cuya libertad envidio y admiro. A Fausto Zerón-Medina, con quien comparto el secreto de las jacarandas y tantos gozos. A los consejeros de Conspiratio, en quienes, como en aquellas aguas de la indefinición primera, aletea el Espíritu. Al Club Chesterton. Muy especialmente, a Pablo y Anabel Baños. Su generosidad conmigo sólo el Cielo podría pagarla a precio de obra de misericordia. A José Chávez por lo que él y yo sabemos. A Diana E. Ibarra, de quien aprendí mucho más que feminismo y repostería, y a “Marido”, Alex Ordóñez, quien me enseñó uno de los secretos más importantes para alcanzar la felicidad. Su presencia ha sido valiosísima. A quienes tengo el honor de llamar mis amigos, pero son mis maestros: James Alison, Carlos Díaz, Antonio Calcagno, Alejandro Serani, Ángel Méndez, Carlos Mendoza. Gracias por alentar mi esfuerzo y ayudarme a elaborar este trabajo. A mis amigos, con quienes tanto quiero; mi tan caro monasterio ambulante. Si pudieran pronunciarse, ¡les diría tantas palabras! Unum cor et anima una: Salvador Cárdenas Gutiérrez, Santiago Floresmeyer, Gabriel García Jolly, David González Ginnochio, Álvaro Lujambio, Alonso Rodríguez, Diego I. Rosales, Akihisa Namba, Antonio Pérez Fonticoba, Pablo Soler Frost.

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ÍNDICE Introducción a este trabajo .......................................................................... 14 0.1.Introducción a la teoría mimética ............................................................. 14 0.2. Plan de la presente obra ........................................................................ 20 0.3. Fuentes de esta obra ............................................................................ 23 0.4 Límites de esta obra.............................................................................. 26 CAPÍTULO I ............................................................................................. 30 MIMESIS, MITOLOGÍA Y FILOSOFÍA ...................................................................

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I.1 Introducción ....................................................................................... 30 I.1.1. Aproximaciones a una caracterización de la mitología ..................................... 33 I.1.2 La filosofía como un saber derivado del religioso ............................................. 35 I.2 La cuestión de la mimesis en la filosofía de Platón .......................................... 40 I. 2.1. Polémica de Aristóteles y Platón en torno a la mimesis. Crítica de arte y Teoría de la acción. ................................................................................................ 40 I.2.2 Censura platónica de lo arcaico primitivo. La expulsión de los poetas para la preservación del orden social ....................................................................................... 46 I.3. La racionalidad mítica frente a la filosófica .................................................. 51 I.3.1 Surgimiento de la racionalidad filosófica frente a la mitológica ............................ 52 I.3.2 Crítica girardiana a los postulados platónicos sobre la mimesis. Los mitos y la violencia .. 61 CAPÍTULO II ............................................................................................ 72 LO QUE EL MITO SABE................................................................................. 72 II.1. Mistificación y verdad en los mitos .......................................................... 72 II.1.1. Comentario sobre las fuentes de la hermenéutica textual de la teoría mimética ........... 72 11

II.1.2. La escena del crimen del asesinato fundador ................................................ 77 II.2. La búsqueda del significado del mito al modo de un proceso criminal ................. 82 II.2.1. De cómo el mecanismo del chivo expiatorio es una máquina de asesinar inocentes y fabricar dioses .................................................................................................. 84 II.2.2 Representaciones litúrgicas y poéticas del sacrificio originario .............................. 91 II.2.3. Lo que sobre los mitos nos enseñan los relatos de persecución unos años después ........... 98 II.3. El saber del mito ............................................................................... 101 II.3.1. Estereotipos presentes en los relatos mitológicos ........................................... 101 II.3.2. El saber del mito ............................................................................ 102 II.3.3. Dios ha muerto. Lo hemos matado ......................................................... 106 CAPÍTULO 3 ........................................................................................... 126 La Teoría Mimética en la obra de René Girard: de una teoría general del deseo a una teología natural ....................................................................................... 126 III.1. El deseo es mimético ......................................................................... 126 III.1.1. La no originalidad del deseo .............................................................. 128 III.1.2. El deseo es mimético ....................................................................... 135 III.1.3. Instinto y deseo ............................................................................ 138 III.1.4. Prestigio e imitación ....................................................................... 141 III.1.5. La reciprocidad articula las relaciones entre las personas ................................ 143 III.1.6. Mediación externa: imitación deliberada de modelos tutelares .......................... 147 III.2. El saber sobre la violencia de la teoría mimética: la rivalidad y el mecanismo del chivo expiatorio ...................................................................................... 151 III.2.0. Una precisión metodológica ............................................................... 151 III.2.1. Mediación interna y rivalidad ............................................................ 153 12

III.2.2. Las crisis de indiferenciación: la “guerra de todos contra todos” ......................... 160 III.2.3. Selección victimaria: la “guerra de todos contra uno” .................................... 166 III.2.4. La víctima sacrificial como chivo expiatorio .............................................. 174 III.3 Los sacrificios ................................................................................... 178 III.3.1 No definitividad del mecanismo del chivo expiatorio ..................................... 186 CONCLUSIONES ....................................................................................... 190 Una teoría que tiene mucho por hacer ........................................................... 190 BIBLIOGRAFÍA ......................................................................................... 210 Bibliografía mínima ............................................................................. 210 Bibliografía ampliada ........................................................................... 211 Artículos consultados........................................................................... 213

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INTRODUCCIÓN A ESTE TRABAJO

0.1.

Introducción a la teoría mimética

Acaso valga la pena comenzar a hablar de la teoría mimética haciendo un primer análisis, aunque sea breve, de la propia expresión “teoría mimética”, para obviar lo más evidente y luego proceder desde ahí hacia un desarrollo más amplio. En primer lugar, llama la atención cómo Girard ha decidido llamarle al saber que reclama haber descubierto: “teoría”. Ello evidencia, de inmediato, la pretensión de cientificidad de su discurso. Se presenta como un conocimiento fijo, estable y cierto de las cosas, acerca de lo que les es más esencial, y a las que explica por sus causas. La teoría mimética, como la ha elaborado René Girard versa acerca de la mimesis como marco explicativo de los fenómenos del deseo relacionados con la violencia. Y ello se refiere a que la singularidad de esta teoría radica en la postulación del deseo en tanto que mimético, en oposición a cierta comprensión romántica del deseo como autónomo. Aunque solemos estar seguros de que nuestros deseos son nuestros, sin embargo, nada hay más falso, de acuerdo con la posición de Girard, que esta seguridad que tenemos sobre la procedencia de nuestros deseos. Hete aquí que mi propio deseo no es propiamente mío, sino del vecino: del prójimo a quien convertí en modelo de mis deseos. Es decir: del otro con quien guardo una relación: a quien imito. Este supuesto atraviesa todo el corpus girardiano y arroja luz sobre cualesquiera fenómenos relacionados de alguna manera con el deseo. 14

Ahora intentemos caracterizar la obra de René Girard. A lo largo de su obra, ha expuesto los principales rasgos de una teoría general del deseo, por un lado, y de una teodicea, por otro, al insistir en la investigación de dos nociones: “mimetismo” y “chivo expiatorio”. Para Girard, ambas están íntimamente relacionadas entre sí y con la condición humana, y operan en teoría mimética como un fulcro que permite atender a una amplísima serie de fenómenos sociales y personales ––en realidad: a cualquier fenómeno social o personal. La relación de un elenco de los tópicos tratados por Girard puede ayudarnos a hacernos una idea sobre los contenidos que comprehende la teoría mimética, como él la ha desarrollado. Su elaboración de la teoría mimética pretende dar razón de: 1. el carácter mimético del deseo, 2. el comportamiento de los animales más evolucionados, 3. el origen evolutivo de la especie humana, 4. la fundación histórica de las comunidades humanas en la violencia sacrificial, 5. las instituciones culturales como representaciones del sacrificio fundador, 6. el origen de la cultura y su transmisión, 7. la génesis y el desarrollo de la violencia, 8. las condiciones de su contención; 9. el comportamiento de las sociedades humanas; 10. la formación de la identidad personal, 11. la naturaleza de las relaciones interpersonales, 12. los problemas relativos al bien y el mal (y la cuestión del pecado y la gracia); 13. las relaciones entre la violencia y lo sagrado (la ambivalencia del sacrificio); 14. la singularidad de la revelación cristiana y la excepcionalidad de lo santo, 15. la revelación judeocristiana como teoría crítica de la autonomía del deseo; 16. las relaciones del cristianismo con la Modernidad, 16.

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el sentido de la Historia humana; 17. el conocimiento (en el sentido epistemológico), 18. el aprendizaje. La mayoría de los tópicos referidos podrían agruparse ampliamente, por mor de la asepsia epistémica, bajo la rúbrica vaga de “antropología” (filosófica, cultural, religiosa). Incluso la teodicea de Girard es una antropología. Sin embargo, René Girard no ha hecho más que “tocar oro”: señalar un nuevo venero que no agota, mostrando algunas de sus afluentes. Es, desde la formulación girardiana, una disciplina formada por muchos saberes de distintas procedencias, aunque relativos a los mismos fenómenos: el mimetismo y la violencia sagrada; en toda regla, un saber, si bien unitario en su relato, “interdisciplinario” en sus fuentes, que modela a partir del saber sobre los sacrificios que descubre, como paradigma de todo saber. Los trabajos de René Girard atienden eminentemente, pues, a la estructura del deseo humano y al mecanismo del chivo expiatorio. Sin embargo, lo hace desde distintas disciplinas, a la vez que sus intuiciones rebasaron muy pronto el corpus girardiano, adquiriendo cierta autonomía. Los estudios que adoptan la intuición mimética han venido a llamarse “teoría mimética” y comprehenden ulteriores elaboraciones de la doctrina girardiana en los más dispares saberes. La han adoptado pensadores de las más diversas sedes del conocimiento y el quehacer humanos, que van desde la teología hasta la economía. Por eso anotemos también desde ahora que las consecuencias de la teoría mimética, naturalmente, afectan al saber de diversas disciplinas. Con razón, pues, se lo acusa con alguna justicia de teólogo agazapado, crítico literario, filósofo, etnólogo, psicólogo, psicoanalista, sociólogo (de las religiones, de las culturas).

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Intentemos una primera aproximación a sus contenidos que se refieren a lo que podemos designar ampliamente como “mecanismo” o “ciclo mimético” y que se compone de dos intuiciones centrales: el mimetismo del deseo y el mecanismo del chivo expiatorio. Comencemos por abordar el primer postulado ––que, aunque es demostrado, opera como un axioma de la teoría mimética––, relativo al carácter no originario del deseo: “La sustancia misma de las relaciones humanas, cualesquiera que sean, está hecha de mimetismo” (afirma Barahona en su “Prólogo” a GIRARD, 2006b: 11). Este juicio, que aquí conserva su ambivalencia en relación con la positividad o negatividad del resultado de una interacción mimética cualquiera, en la obra Girard, siempre adquiere de inmediato una extraña familiaridad con el mal y la violencia, aún con el pecado. Nos conduce, por sí mismo, a la segunda intuición de Girard: el mecanismo del chivo expiatorio: el deseo mimético a menudo entraña conflictividad: Si usted me pregunta qué es el mimetismo, le respondo: es más bien el orgullo, la cólera, es la envidia o los celos. Son los pecados capitales. La lujuria también, ya que la sexualidad humana sigue siendo muy importante. Nunca hay periodos de calma en los hombres. Es la rivalidad la que alimenta al deseo (GIRARD, 2006b: 22). ¿Qué significa este lenguaje, de coloratura moral y religiosa, que aquí usa Girard? Señala, sin más, al pecado. ¿Qué podría significar, en nuestros días y para la filosofía, esta expresión? Aquí, la clave viene dada por la rivalidad: por la peculiar relación en la que entramos con quienes erigimos en modelo de nuestros 17

deseos. En efecto, si el deseo es siempre imitativo, propicia el conflicto, la competencia, la rivalidad: cuando deseo lo mismo que mi vecino, ambos estamos en un problema, porque el objeto de nuestro deseo se convierte en ocasión de nuestra animosidad. Si no reprimimos mi vecino o yo nuestro deseo y ambos nos conducimos a satisfacerlo, esta dinámica nos introduce a una relación de reciprocidad negativa: al observar que mi vecino no renuncia al objeto de su deseo (espoleado a causa de mi deseo del mismo objeto), yo confirmo que, en efecto, vale la pena desear aquello que deseo. La rivalidad desemboca en un conflicto mimético entre dos sujetos. Aunque el mimetismo del deseo no solamente interviene, para Girard, en la rivalidad que origina los conflictos, tiene, sin embargo, una estrecha ligazón con la violencia, en un primer momento, y con su sacralización, a continuación. La imitación se presenta en la teoría mimética como configuradora de nuestro deseo: “Lo que llamamos deseo o pasión no es mimético, imitativo, accidentalmente o de vez en cuando, sino todo el tiempo. Lejos de ser lo más propiamente nuestro, nuestro deseo proviene de otro. Es eminentemente social…” (GIRARD, 2006b: 17). Así, un fenómeno que tiene su origen en la interacción entre los individuos de una comunidad, propicia el desbordamiento de los conflictos individualmente considerados, pues “aunque de manera individual los hombres no estén fatalmente condenados a las rivalidades miméticas, las comunidades, por el gran número de individuos que contienen, no pueden escapar de ellas” (GIRARD, 2006b: 17). La preocupación principal de Girard está en torno a la cuestión de la violencia. No habla tanto de la violencia del hombre como del hombre, quien 18

puede ser y a menudo es, entre otras cosas, violento. Tal vez la insistencia de Girard en estos asuntos tenga que ver con la muy comprensible perplejidad ante el descubrimiento del mecanismo del chivo expiatorio que, si admitimos como hace Girard, revela algo muy inquietante sobre la condición humana, y en particular sobre el deseo: la facilidad con la que nos convertimos en perseguidores, la prontitud con que estamos dispuestos a sacrificar a los otros, es muy perturbadora. Recién aquí comenzamos a observar el cuerpo de lo que Girard llama el “mecanismo mimético”. Esta expresión designa cuatro fenómenos (GIRARD, 2002a: 51-52): a. los procesos que se inician partiendo del deseo mimético, b. la rivalidad mimética, que surge en las relaciones entre dobles miméticos, pero a escala social se desborda puede derivar, en momentos críticos, en la guerra de todos contra todos, c. la crisis sacrificial, por la que el todos contra todos se convierte en un todos contra uno, y la multitud unánime asesina, expulsa o castiga a una víctima que, por definición, es inocente de lo que se la acusa y d. la resolución, por la que el sacrificio de un inocente restablece, aunque sólo temporalmente, la paz y la concordia en la comunidad, transformando a los antiguos perseguidores en fieles de un nuevo culto que diviniza a la víctima sacrificada. Los procesos que tienen su procedencia en el mimetismo del deseo, explican, para Girard: 1. el comportamiento de los animales más evolucionados, 2. el origen evolutivo de la especie humana, 3. el origen de la cultura y su transmisión, 4. la génesis y el desarrollo de la violencia, 5. las condiciones de su contención, 6. el comportamiento de las sociedades humanas, 7. la formación de la

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identidad personal, 8. la naturaleza de las relaciones interpersonales, 9. los problemas relativos al bien y al mal, 10. el conocimiento y 11. el aprendizaje. Los siguientes tres momentos del mecanismo mimético, a los que la expresión “chivo expiatorio” designa, dan razón, a su vez, de: 1. la fundación histórica de las comunidades humanas en la violencia sacrificial, 2. la representación del sacrificio fundador en la formación de las instituciones, 3. la génesis y el desarrollo de la violencia, 4. las condiciones de su contención, 5. el comportamiento de las sociedades humanas, 6. los problemas relativos al bien y al mal. La mostración del mecanismo del chivo expiatorio, por su parte, revela 1. la singularidad de la revelación cristiana y la excepcionalidad de lo santo, 2. las relaciones de la violencia y lo sagrado, 3. las relaciones del cristianismo y la modernidad, que posibilitan la mostración del mecanismo mimético y 4. el sentido de la Historia humana.

0.2. Plan de la presente obra Este trabajo está dividido en dos partes. La primera la componen los dos primeros capítulos. Versa sobre qué clase de saber es el de la racionalidad religiosa y busca formularlo en un lenguaje filosófico, a la luz de la teoría mimética. El tercer capítulo compone la segunda parte. En ella se expone de forma unitaria el relato sobre la violencia que resulta de la teoría mimética en la elaboración de su fundador, René Girard. 20

La primera parte tiene varios momentos. El primer capítulo introduce la cuestión de la mimesis en relación con la mitología, cuyo tratamiento se reconoce en la disputa entre Platón y Aristóteles acerca de la acción humana, particularmente en torno a su original crítica del arte mimético, bajo la persuasión de que esta genealogía pueda esclarecer la cuestión general de la relación entre la filosofía y el saber religioso. Exponemos con algún detalle la crítica platónica a la racionalidad mítica (Homero y Hesíodo) y el recurso a una nueva fundación, ya no mítica sino racional, de los saberes relativos a los sacrificios. A continuación, la lectura que Girard hace de la censura platónica de la poesía nos ayudará a descubrir lo que puede observarse desde el aparato crítico de la teoría mimética, a saber: aunque como ningún filósofo griego señala sus amenazas, la razón platónica es insuficiente para esclarecer el origen de la violencia en la enfermedad del deseo que enciende los fuegos de la envidia y alimenta los incendios de la guerra, al fuego sagrado de la violencia. Esclarecer el significado de la ambigüedad de lo divino arcaico, que censuró Platón, nos lleva a buscar descifrar el saber del mito. A ello se aboca el segundo capítulo al relacionar los mitos con el culto. Descifrar los mitos con el propósito de traducir el saber que entrañan a un lenguaje que lo pueda hacer inteligible desde una racionalidad que supera la del mito, la filosófica, es el propósito de este capítulo. El saber que resultará de este procedimiento es aquel relativo al asesinato fundador. Aquí, atendemos con algún detalle al método (detectivesco) por el que la elaboración girardiana de la teoría mimética procede en la interpretación de los mitos y señalamos tres de las principales fuentes modernas del pensamiento de nuestro autor: Freud, Levi-Strauss y Nietzsche. En 21

este capítulo intentamos señalar el orden impuesto por la violencia sacrificial, el orden sagrado, como una forma estable y consistente de saber. Un saber sobre los sacrificios que tiene implicaciones antropológicas, políticas y teológicas que aún son más o menos insospechables. En el tercer capítulo, que comprende la segunda parte de este trabajo, comenzaremos por exponer la imitación como constitutiva del deseo humano. René Girard reconoce en la mimesis ––que descubre en la estructuración de cualesquiera relaciones interpersonales––, lo mismo que Platón, una cierta ambivalencia, una indeterminación que puede bien encaminar el deseo a procesos de colaboración benévola o a procesos de rivalidad. La obra de Girard ha insistido en la investigación de los rasgos conflictivos del deseo, en la rivalidad de los gemelos y la volubilidad de las turbas. Ha elaborado un relato muy preciso sobre el deseo, la violencia y los sacrificios, que aquí intentamos reconstruir de una forma más sistemática de lo que el propio Girard lo hace en sus obras. Intentamos, con ello, mostrar la unidad del relato de la teoría mimética para poder mejor confrontarlo a las críticas que ésta recibe de dispersión y falta de sistema. La segunda parte de este trabajo, desarrollada en el tercer capítulo, tiene, a su vez, dos partes. La primera podría caracterizarse como una aportación a la exploración del deseo para la antropología filosófica: el carácter mimético del deseo, que constituye una teoría general sobre el deseo. La segunda constituye, sin embargo, un saber más alto y tal vez debería caracterizarse como una teodicea racional muy particular, donde no el movimiento de los entes, sino la Historia del hombre en su búsqueda de Dios, una generalmente asociada a la competencia y a las guerras, a los sacrificios, constituye el objeto material de la investigación. De la 22

teología racional que elabora Girard, sin embargo, solamente expondremos una parte. El de Girard es un discurso que intenta pensar la crisis. El que narra el ciclo mimético (es decir: el mecanismo del chivo expiatorio), alega Girard, es el secreto mejor guardado de la evolución humana. Ningún otro mecanismo de selección natural ha sido tan benéfico y maléfico como este.

0.3. Fuentes de esta obra Se pueden observar dos géneros principales en las publicaciones de Girard: ensayos y entrevistas. En los primeros, firma como autor o coautor; en los segundos, como entrevistado. Sus ensayos largos a menudo están compuestos por ensayos más breves a los que se les quiere dar un sentido de cuerpo. Por estos libros suele ser acusado de asistemático. Además, el uso de las fuentes en la exposición que Girard hace en la mayoría de sus libros de autor es bastante libre. No tiene reparos en acudir, en el desarrollo del mismo argumento, a la literatura, profana o sagrada, a los trabajos etnológicos y antropológicos, a las obras filosóficas o teológicas––; también son muy libres las transiciones que hace de una a otra disciplina ––salta sin más de la argumentación filosofía a la crítica literaria, introduce una digresión etnológica, vuelve a la hermenéutica de los textos, increpa al lector, refuta a un adversario… Este compartimiento estilístico, tan característico de la prosa girardiana, es el blanco de una de las críticas más que más frecuentemente recibe el método girardiano. Su prosa es más hija del ensayo de Montaigne o del discurso erasmiano; no obstante, aquello que su prosa señala es perfectamente “sistematizable”. Las 23

exposiciones más claras de la teoría mimética se las debemos a algunos estudiosos de la obra girardiana, quienes, y un poco a la fuerza, lo han orillado a volverse más sistemático en su exposición, o a sacar de ellas consecuencias ulteriores de sus desarrollos previos. En este trabajo acudiremos a ambos géneros de publicaciones. De las que hemos descrito en primer lugar, principalmente a: El chivo expiatorio (1986), Veo a Satán caer como el relámpago (2002), Geometrías del deseo. Entiendo el riesgo de dispersión que corre el escritor novato y distraído, como es el caso de quien suscribe, al elegir una bibliografía principal tan vasta. Sin embargo, he decidido, en la medida de lo posible, observar el desarrollo y la maduración de algunas posiciones que Girard fue puliendo conforme su investigación procedió. Conviene recordar que Girard no hacía más que seguir el método que en los últimos siglos había conducido a la división del cristianismo occidental, la búsqueda sobre el saber más auténtico acerca de las religiones y del hombre como animal religioso. Fue más allá que la mayoría de la investigación católica en esta materia en la que la hermenéutica protestante había dado tan sensacionales resultados en una tradición que había comenzado por buscar retratar al Cristo histórico y terminó por querer desmitologizar el relato cristiano, sin advertir del todo en que ya el solo gesto era solamente posible debido al acontecimiento cristiano, como descubriría Girard. Al acometer la audacia de comparar seriamente los mitos y las Escrituras, encontró que la trama era idéntica: la estructura era la misma. A diferencia de la protestante, que encontró la comparación natural, pero en el sentido de desmitologizar ambos grupos de textos, Girard volvió a proponer la exégesis de los mitos como pasiones, encontrando en esa interpretación una solución que le 24

permitiera la comparación que, hasta que él la hizo, muchos católicos habían temido. A pesar de que la estructura del relato es la misma, la perspectiva desde la que los mitos y las Escrituras los relatan era opuesto. Su conversión al cristianismo está relacionada con este hecho fundamental y su comprensión de la revelación cristiana madura, naturalmente, con el tiempo. Es por eso que he decidido acudir más bien a las publicaciones más importantes de los últimos años y relacionar el contenido de los libros a través de tópicos generales, lo que me permite observar desde un espíritu de cuerpo el tratamiento que hace en cada caso y ofrecer una lectura propia de su obra, en diálogo con sus fuentes, atento a las valoraciones que el propio Girard hace de sus exposiciones. Del segundo grupo de trabajos, principalmente acudimos a dos libros de entrevistas, que obligan a Girard a explicarse puntualmente para esclarecer diversos aspectos de su teoría, complejos o polémicos, o que son suscitados por el diálogo con nuevos autores o por otras investigaciones relacionadas: Aquel por el que llega el escándalo (2006), Los orígenes de la cultura (2006). En este trabajo también tratamos, aunque seguramente con mayor torpeza, trabajos de Platón y Aristóteles. Principalmente, La República y La poética, ahí donde pudimos rastrear el tratamiento que hacen de la mimesis y reconstruir la discusión que sostuvieron sobre la acción poética del hombre (crítica del arte). El resto de la obra de estos autores no fue, sin embargo, considerada, y la bibliografía secundaria sobre las discusiones alrededor de estas discusiones fueron tal vez demasiado benévolas con la postura girardiana, pues en su mayoría fueron trabajos escritos a partir de la teoría mimética. Hubiera sido deseable ampliarla. 25

También leemos con algún detenimiento Moisés y la religión monoteísta (2006), de Freud, en donde rastreamos la hipótesis del asesinato del padre legislador como pacto fundacional de la cultura y la religión. Ignoro cualquier otra relación de la teoría mimética con el psicoanálisis, aunque las hay, no menores y varias. De Levi-Strauss también leímos acerca de su interpretación de la mitología y el método al que dio lugar, pues el propio Girard es, en ello, discípulo del estructuralismo, aunque constantemente enfatiza la distancia que guarda respecto de quien es, no obstante, uno de sus autores más admirados. Acudimos a sus trabajos Mito y significado (1986) y Antropología estructural (1995). A Nietzsche, finalmente, fue a quien acudimos para descifrar el sentido de los sacrificios humanos por los que divinizamos a las víctimas de nuestra violencia. Recogimos dos pasajes muy cuidadosamente elaborados de su obra, donde aparece formulado con gran precisión su saber sobre los sacrificios.

0.4 Límites de esta obra Ya he dejado constancia del diseño y estado en que esta obra fue abandonada por su autor. Me gustaría ahora señalar algunos de sus (seguramente hartos) límites. Lamentamos dejar fuera un apartado largo sobre el teatro como arte derivado del quehacer litúrgico al servicio del culto divino. Al asistir al teatro y al rito, entre otras cosas, los espectadores, los fieles, buscan purgar un malestar por el recurso a la catarsis. Encontramos una brillante exposición de Levi-Strauss sobre la catarsis, donde observa que los fenómenos operados por el teatro son aquellos 26

que producen una curación en el paciente tanto del psicoanálisis como del chamanismo. Sin embargo, y por mucho que hubiéramos querido, esa investigación quedó pendiente y aquí solamente aparece, y no tan cuidadosamente como sería deseable, la caracterización girardiana de la conversión. El mérito de este trabajo, si alguno tiene, es el de intentar señalar la evolución de una polémica sobre la mimesis que surgió hace siglos entre Platón y Aristóteles y el rumbo que esta polémica toma en el modelaje de la teoría mimética. El aspecto más polémico y excepcional de este tratamiento, que es la comparación entre la mitología y las Escrituras judeocristianas, quedará excluido de este estudio. En este trabajo he privilegiado, en la medida de lo posible, los argumentos girardianos que no apelan directamente al saber recogido por la tradición judeocristiana, ni siquiera como él lo hace y con los límites que se impone, con la intención de mostrar que el relato que ofrece la teoría mimética se sostiene suficientemente sin un recurso a la revelación; recurso que, sin embargo, hace deliberadamente René Girard, aunque siempre manteniendo el lenguaje de la antropología religiosa. Sin embargo, esta omisión es un poco forzada, pues el saber que Girard descubre no es otro que la “ciencia de la Cruz”. Es ella la que le permite discernir la tragedia (género paradigmático del saber sacrificial sagrado) del drama (género paradigmático de la concepción cristiana) en el análisis de la acción humana. Es ella la que denuncia al ciclo mimético y nos permite reconocerlo también en el orden sagrado que funda, y rechazarlo. La perspectiva que este trabajo ofrece sobre la teoría mimética es, pues, por fuerza, no solamente tentativa sino incompleta, y ruego al benévolo lector que 27

lo tenga presente. Por fuerza, una la fenomenología del deseo que atendiera a todos los aspectos del problema no debería detenerse solamente en sus aspectos conflictivos. Escribe Girard: Leonardo Boff trata el mismo tema: ‘Sigo creyendo que habría que subrayar más el otro polo del deseo mimético’. Estoy refiriéndome al deseo que, a lo largo de la historia, ha aportado algo bueno. Está, por un lado, un mecanismo mimético que produce víctimas y que crea una cultura histórica fundada sobre ellas. Pero, por otro –y al mismo tiempo– existe un deseo englobante que se orienta a un mimetismo solidario, destinado a hacer posible, en el seno de la historia, la generación de bondad y de vida’”; cf. H. Assman (ed.), René Girar com Teólogs da Liberacao. Un dialogo sobre ídolos e sacrificios, Vozez, Petróplis, 1991, pp. 56-57” (GIRARD, 2006a: 78).

JME Cuaresma de 2012

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CAPÍTULO I MIMESIS, MITOLOGÍA Y FILOSOFÍA

I.1 Introducción ¿Cómo es posible que todas las generaciones humanas hayan acudido al sacrificio (también humano)? ¿Cómo es posible que aún hoy seamos ciegos a la multitud de formas en las que nos sacrificamos unos a otros? En su Breve tratado sobre el sacrificio, De Maistre se hace las mismas preguntas que Girard en su obra y yo aquí: ¿cómo es posible que creamos en los sacrificios? Su eficacia, muchas veces comprobada, cada vez es menor. Tal vez a causa de la convicción que tenemos sobre nuestra culpabilidad: Tal fue la creencia antigua, y tal es todavía, bajo diferentes formas, la creencia universal. Los hombres primitivos, de los que el género humano en su conjunto ha recibido sus opiniones fundamentales, se creyeron culpables: todas las instituciones generales se basaron en ese dogma, de manera que los hombres de todos los siglos no han dejado de reconocer la degradación primitiva y universal, y de decir como nosotros, aunque de manera menos explícita: nuestras madres nos concibieron en pecado (DE MAISTRE, 2009: 12).

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Esta situación parece ser verificable en todas las culturas humanas: “La historia nos muestra al hombre persuadido en todo tiempo de esta espantosa verdad: que vive bajo la mano de una potencia irritada, y que esta potencia no puede ser aplacada sino por medio de sacrificios.” (DE MAISTRE, 2009: p.11). ¿Qué clase de persuasión es ésta? Como veremos adelante, Girard le concede razón a tal seguridad: es cierto que el mecanismo sacrificial es fundamental para la Historia. Le debemos mucho más de lo que nos haría sentir cómodos. Incluso es cierto que aún necesitamos, para subsistir como especie, lo mismo que nuestros antepasados, de los sacrificios. Es más: “según Girard, el motor de todo nuestro saber, de toda nuestra ciencia y de toda nuestra tecnología, es el sacrificio” (ANTONELLO y DE ROCHA en la “Introducción” a GIRARD: 2006a: 13). Los dioses de las religiones arcaicas son simultáneamente buenos y malos, causantes de la dicha y el espanto. Reúnen en sí aspectos diabólicos y angélicos. Lo divino arcaico está presente en los relatos mitológicos de buena parte de los mitos primitivos. Conforme los mitos pierden su fuerza, con el paso del tiempo, y la comunidad que los admite se desarrolla, llega un punto en el que no parece admisible la ambigüedad moral de los dioses, lo que suscita una crítica de los mitos y la distinción de los aspectos buenos y los malos, que se atribuyen a demonios y ángeles, a dioses buenos y malos. En la República, Platón reacciona contra la poesía por relatar lo divino arcaico. Para mostrar este proceso crítico, nos valemos de la expulsión de los poetas de la república platónica, exposición que también nos ayudará a abordar las relaciones entre los mitos y la filosofía, como una forma de

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racionalidad derivada y deudora de la que representan los mitos, pero crítica respecto de ésta. Si, como Girard sostiene, todos nuestros saberes proceden de los sacrificios, y los relatos mitológicos son los relatos sobre la fundación de nuestras comunidades en sacrificios, los mitos resultan una exposición de nuestros saberes más originales, de los que tal vez podamos aprehender su forma. En este primer capítulo intentaremos rastrear una de la hipótesis de la teoría mimética, a saber: que todo saber es derivado del saber sobre los sacrificios, humanos y animales, que las comunidades humanas han realizado a través de los tiempos. Aparentemente, ha sido en torno a los sacrificios que nuestra raza ha aprendido, en el camino tan largo como se quiera que va del homo al hombre, las habilidades precisas para hacer música, para desarrollar el lenguaje, para organizar la sociedad. Si esto es cierto, entonces todo saber, también el filosófico, ha derivado de un saber de naturaleza religiosa. Aunque el saber propio de la filosofía tiene unas exigencias muy claras de cierta autonomía respecto de las explicaciones propias del saber religioso, ello no significa por lo pronto que se trate de saberes contrarios, sino solamente distintos. Las relaciones entre la filosofía y la religión son estrechas y hay, ya desde el inicio de la filosofía, un ir y venir de la filosofía a la religión y viceversa. Para rastrear la validez de esta hipótesis, en este primer capítulo intentaremos reconstruir y entender, a la luz de la polémica sobre la mimesis que inauguraron Platón y Aristóteles, la crítica del primero a la razón mitológica, excluyendo aposta otros pasajes de la obra platónica donde el carácter en alguna medida 32

religioso de su filosofía es patente, como el de la tercera navegación y tantos otros. Al final de este primer capítulo introduciremos la búsqueda del saber que nos enseña el mito, que encontraremos propio de cierta racionalidad, dirigiéndonos a, en el tercer capítulo, una reconstrucción de dicho saber, pero traducido a un lenguaje emancipado respecto del religioso (del que procede), que crea (o descubre) una nueva forma de racionalidad: la racionalidad filosófica. Con el recorrido que nos proponemos queremos dar solución a dos interrogantes principales: qué clase de relatos son los mitos y qué nos enseñan. I.1.1. Aproximaciones a una caracterización de la mitología

Tal vez lo primero que podríamos decir sobre los mitos es que la mitología es considerada un “género literario” bajo el que se pueden agrupar una multitud de textos de distintas procedencias, con una serie de elementos comunes, por los que se los puede discernir de, por ejemplo, las tragedias o los códigos legales. De las características de este género, el más inmediatamente relevante es el que describe qué clase de textos son aquellos reconocibles como mitos. La forma de los mitos es, invariablemente, la de los relatos, originalmente orales, transmitidos “de generación en generación” como una herencia cultural, un legado precioso. Los mitos son unos relatos muy peculiares, pues pretenden dar cuenta en su narración del origen de una comunidad en el principio de todas las cosas: se trata de relatos genealógicos; por otro lado, su recepción es sorprendente: para la comunidad, que atesora sus relatos fundacionales, éstos representan la auténtica y verdadera narración de cómo llegaron a ordenarse el cosmos, por un lado, y el orden social, 33

por otro. Explican, por complicadas teologías, los frágiles equilibrios que permiten al orden subsistir y, sobre todo, determinan el sitio de cada miembro en el cuerpo social y el culto ritual que exige la celebración constante de sacrificios humanos y animales. Los relatos mitológicos no son tratados por quienes los aprenden y viven bajo su amparo, solamente como posibles relatos sobre el origen, sino que estructuran su vida social y religiosa, al punto que hay una relación muy estrecha entre la mitología y los ritos. El mito, entre otras cosas, indica quiénes sean los destinatarios de los sacrificios, por ejemplo, o las fiestas de la comunidad. Los personajes de los relatos mitológicos tienen una estrecha relación con el destino de los hombres, como podemos apreciar, por ejemplo, en la Ilíada, donde a menudo aparecen los dioses y deciden la suerte de las batallas. Los mitos son relatos que exigen ser creídos y que explican para quien los cree las peripecias de su vida. La palabra “Veda”, con la que los hindúes designan el cuerpo de su mitología, significa, justamente, “saber”, “ciencia”. ¿Pero ciencia sobre qué? Un mito siempre es un relato sobre el origen: de una comunidad humana, sus dioses y el comercio entrambos. Los mitos ordenan, pues, un cierto saber de naturaleza religiosa, sobre el origen de la comunidad y del mundo que ésta reconoce. Ello significa, también, una forma peculiar de racionalidad. La educación en el mundo antiguo es, invariable y eminentemente, religiosa. Y el vehículo por el que se transmite el saber son los mitos. Los mitos juegan un papel central en la educación de las sucesivas generaciones humanas: en los mitos, los hombres han encontrado una fuente perenne de sabiduría y asombro.

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I.1.2 La filosofía como un saber derivado del religioso

Es evidente la admiración que tanto Platón como Aristóteles sienten por los relatos mitológicos, y aún la enorme deuda que con ellos tienen. Nada menos, por ejemplo, la doctrina platónica sobre la inmortalidad del alma y su dualismo son herencia de su concepción religiosa del mundo. En su Aristóteles, Werner Jaeger deja una clara constancia de las relaciones entre el la mitología, propia del pensamiento religioso, y el origen del pensamiento filosófico (JAEGER, 2002: 146 y ss.). Al exponer la distancia que Aristóteles toma respecto de la doctrina de las ideas de su maestro, Jaeger reconstruye la genealogía que el propio Aristóteles hizo del proverbio délfico “Conócete a ti mismo” más allá de los Siete Sabios: Aristóteles empezaba con el desarrollo histórico de la filosofía. No se confinaba en los filósofos griegos desde Tales en adelante, que despliegan una verdadera continuidad y que eran puros investigadores que procedían sin supuestos a lo largo de las líneas definidas. Contrariamente a su proceder en la Metafísica, retrocedía al Oriente y mencionaba sus antiguas y gigantescas creaciones con interés y respeto. En el libro primero de la Metafísica se limita a aludir a los sacerdotes egipcios y a los servicios que prestaron a la matemática, en razón del ejemplo de ocio y contemplación filosófica que daban a los griegos. Pero en su diálogo penetraba hasta los más antiguos tiempos ––si seguimos su propia cronología–– y hablaba de los 35

Magos y de su enseñanza. Venían luego los venerables representantes de la más remota sabiduría helénica, los teólogos, como él los llama; a continuación, las doctrinas de los órficos y sin duda de Hesíodo, aunque éste no aparece en los fragmentos; y por último la sabiduría proverbial tradicionalmente atribuida a los Siete Sabios, de conservar la cual se había cuidado especialmente el dios de Delfos”. (JAEGUER, 2002: 151). El vínculo descubierto por Aristóteles en la máxima délfica, entre el principio ético de la religión apolínea y la reflexión socrática revela el claro vínculo que hay entre la religión y la filosofía, ya desde la fundación de la filosofía (cfr.: JAEGUER, 2002: 153-154). Refuerza esta tesis la evidencia sobre relaciones entre el mundo oriental y el helénico, y hasta la presencia de un caldeo en la Academia, como en las siguientes páginas argumenta Jaeguer. Filipo de Opunte, discípulo y secretario de Platón, importa al mundo helénico la sabiduría caldea y siria y está detrás, según esto, del paralelo de las cuatro virtudes platónicas y la ética de Zaratustra, de la teología astral, “del dualismo religioso de los Parsis, que parecía prestar apoyo a la metafísica dualista de la vejez de Platón. El alma del mundo que se opone a la buena en las Leyes es un homenaje a Zaratustra, hacia quien se sentía atraído Platón a causa de la fase matemática en que había acabado por entrar su teoría de las Ideas, y a causa del dualismo intensificado envuelto en ella (JAEGUER, 2002: 154-155). Aún más, el propio Aristóteles es quien establece una analogía entre Zaratustra y a su maestro, movido por un “evidente deseo de enlazar a Zaratustra y a Platón, como dos fenómenos históricos esencialmente similares” (JAEGUER, 36

2002: 156). Un gesto claro de admiración del discípulo hacia el maestro, sí, pero también la afirmación implícita aquí, que aparece explícita en De la filosofía, de la idea “de que todas las verdades humanas tienen sus ciclos naturales y necesarios” (JAEGUER, 2002: 156). Es interesante observar la aparición de esta noción, según la cual los hombres extraordinariamente somos capaces de alcanzar ciertas cumbres espirituales, culturales, en un momento dado, mientras la situación es oportuna, pero eventualmente ese saber se olvida o se pierde. Una caracterización semejante del saber religioso y filosófico nos presenta un modelo de razón que está siempre amenazado, pues el caos todo lo devora y, luego de la vuelta al inicio, una vez que lo hemos devorado todo, volver a alcanzar las cimas de la inteligencia humana en su florecer de géneros y edificaciones, parece resultar tarea de siglos. A continuación, Jaeguer analoga esta situación en Atenas con el entusiasmo por la filosofía hindú de Schopenhauer que “llevó a la conciencia histórica de sí que tenía la escuela [la Academia] a pensar que la doctrina platónica del Bien como un principio divino universal había sido revelada a la humanidad del Este por un profeta oriental miles de años antes” (JAEGUER, 2002: 157). Por lo pronto, va quedando claro que tanto por la génesis histórica de la filosofía como por los temas que trata, ésta se relaciona de forma directa y hasta derivada con el saber religioso propio de los mitos. Pero pensemos en una aporía, mirando con suspicacia semejante identificación, tan intempestiva y que sienta tan mal a nuestros oídos ilustrados. Siempre podría aducirse que el talante religioso de Platón, tan obvio en toda su obra, afecta su forma de hacer filosofía e incluso que él mismo puede llegar a ser 37

víctima de su propia crítica de los mitos, pues exponiendo bellamente sus argumentos y acudiendo a relatos, se vale de “la prestidigitación y todos los demás artificios de esta índole” (PLATÓN: 602 a d 4) y, contagiándonos, se abandona al poderoso hechizo que producen estas cosas. Porque si se desnudan las obras de los poetas del colorido musical y se las reduce a lo que dicen en sí mismas, creo que sabes el papel que hacen (...) Se parecen a esos rostros que son jóvenes pero no bellos, tal como se los ve cuando han dejado atrás la flor de la juventud (PLATÓN: 601 b 2 y ss.). Esta actitud sería incomparable, podría decirse, a aquella más científica y sobria de Aristóteles. En efecto, su obra parece mucho menos arrebatada por lo religioso, más naturalista, más crítica.1 Y, sin embargo, en las cumbres de su doctrina sobre el primer motor, se vale de metáforas para explicar, precisamente, cómo éste es garante del movimiento en el universo al dirigirlo “como un general a su ejército” (Met. XII, 1069a-1070a) o atraer a primer grupo de astros “como objeto de deseo” (Met. XII, 1069a-1076a). Comoquiera, tal vez sea mucho más elocuente que solo en el exilio y al final de sus días, escribiera: “Cuanto más solitario y aislado estoy, tanto más he llegado a amar los mitos”. Jaeger, quien recoge este fragmento (JAEGER, 2002: 368) para disuadir a quien pueda llamarse a engaño por conocer solamente las obras sistemáticas del Estagirita y reconociendo que, a pesar de saber tanto sobre él, tal vez sepamos más bien poco, anota: 1

Aquí es importante recordar que, en las mil peripecias que somos capaces de reconstruir 38

Según Aristóteles, están mito y filosofía estrechamente relacionados. Era un problema que había tomado de Platón (Met., A 2, 982b 17): “Un hombre que está perplejo y se admira, se cree ignorante. De aquí que hasta el amante de los mitos sea en cierto sentido un amante de la Sabiduría, pues el mito está compuesto de cosas que admiran”. Naturalmente, una cosa es ver elementos filosóficos en el amor al mito, y otra que el filósofo se recree, como hace Aristóteles en este fragmento, en volver después de su larga lucha con los problemas del lenguaje semi-oculto, ilógico, oscuro, pero sugestivo, del mito (JAEGER, 2002: 368). El filósofo es filomitos, y no puede no serlo: el mito representa, en el mundo antiguo, la sede de las representaciones sobre el bien y el mal, la virtud y el vicio, y un relato sobre cómo llegamos a apropiárnoslos: los aprendizajes, arduamente adquiridos y conservados, que una comunidad determinada ha hecho acerca de lo humano y que, proponiéndonos los comportamientos ejemplares y censurando los indeseables, nos son dados en herencia como una hipótesis sobre lo que es importante acerca de nosotros mismos. El filósofo es filomitos porque el hombre lo es: los relatos nos son indispensables para aprender quiénes somos, por el complejo juego de las identificaciones y contraidentificaciones miméticas por las que nos reconocemos o rechazamos en los personajes que representan situaciones que bien podrían ser las nuestras.

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La prueba más contundente sobre la utilidad de los mitos, y otros relatos, para la filosofía, está en que, eventualmente y aunque los critiquen, los filósofos de hecho se valen de ellos, como podemos constatar, en Platón, por ejemplo, con el mito de la caverna, el mito del carro alado, y tantos otros. Sin embargo, los filósofos hacen de los mitos un uso peculiar, que no podríamos identificar sin más con aquel propio de los relatos mitológicos. Intentemos esclarecer a continuación este “problema tomado de Platón”: la relación del mito, con su “lenguaje semi-oculto, ilógico, oscuro, pero sugestivo”, con el prístino y científico saber científico propio de la filosofía. Para ello, abordaremos la crítica de Platón a los mitos, que concluye en la propuesta que el Platón hace de un nuevo mito. En este ejercicio intentaremos discernir qué sea lo propio del saber filosófico respecto del saber religioso que promueven los mitos y que ya hemos caracterizado, aunque sea insuficientemente. Ello significa, entonces, que hablaremos de la mimesis.

I.2 La cuestión de la mimesis en la filosofía de Platón I. 2.1. Polémica de Aristóteles y Platón en torno a la mimesis. Crítica de arte y Teoría de la acción. En Mimesis. The New Crital Idiom, Matthew Potolsky (2006) reconoce el origen de la teoría mimética en la disputa acerca de la mimesis que tuviera lugar entre 40

Platón y Aristóteles. Mientras que Platón tiene a la mimesis por peligrosa y corruptora de la realidad, Aristóteles la toma por un aspecto fundamental de la naturaleza humana. A la vez que Platón asocia la imitación a la violencia y lo irracional, para Aristóteles resulta una práctica completamente legítima. Las posiciones adoptadas por cada uno de estos filósofos frente a la polémica (principalmente recogidas en la República y la Poética), escribe Potolsky, “definen el contorno del debate sobre la mimesis en la cultura occidental e incluso configuran las discusiones sobre el valor del arte” (2006: 7). La genealogía de la palabra “mimesis” ha de remontarse al griego arcaico y hasta el siglo V a. de C., aunque su uso antes de que Platón lo popularizara y definiera, resulta aún opaco y permanece objeto de discusión. Se deriva de la raíz “mimos”, un adjetivo que parece haber señalado desde el principio tanto al imitador como el género de teatral fundado en la imitación de arquetipos. Aunque el analogado principal de este término parece designar eminentemente la representación teatral, también parece que ya desde el principio los analogados secundarios referían otras varias formas de semejanza y emulación, desde la semejanza fisiológica hasta la correspondencia entre el mundo y su representación en nuestro conocimiento. Para Vernant, Platón convierte la noción “mimesis” en un término técnico de alto alcance que define al arte representativo como tal, con lo que se convierte ésta en “la primera teoría general de la imitación” (en POTOLSKY, 2006: 180). Erich Auerbach va más lejos en Mimesis. The Representation of Reality in Western Literature al atribuirle al tratamiento platónico de la mimesis la primera elaboración de una teoría sobre la acción humana (praxis) que le atribuye alguna 41

agencia sobre sí. Argumenta que la literatura de la Antigüedad presenta el mundo como un escenario estático donde los cambios en la suerte de los personajes son atribuidos a la acción divina, que éstos los admiten como su destino. Mientras que Platón, al relacionar la imitación del arte por parte de los ciudadanos con el origen de la violencia, racionaliza la imitación como la razón de la inestabilidad política, lo que presume cierta conciencia de la capacidad humana de transformar la situación social (cfr.: 1974: 32). Platón coloca la imagen en un campo semántico de fenómenos y comportamientos que habían sido entendidos, hasta antes de su abordaje, en sí mismos: “La mímica, la emulación, las pinturas, los espejos, las sombras, los ecos, los sueños, las reflexiones y hasta las huellas, son, así, tomadas por representaciones. Son agrupadas en función de su diferencia respecto de, pero en relación con su semejantes a, los objetos reales” (1991: 166). El arte queda, así, redefinido en función de su apariencia, como una representación (y una bien problemática) de lo verdaderamente real. Define, pues, el arte como una categoría reconocible de la acción humana, a la vez que, sin embargo, le niega autonomía. Es por ello que a Potolsky no le parece una exageración admitir el arte, en tanto que producto específicamente humano, como una invención platónica (2006: 15). Esta afirmación refiere un sentido novedoso de la acción humana, comprendida no como el acto de producir algo (poiesis), sino como aquello que ha sido producido y que es un cierto producto deliberado y autónomo de la acción humana, cuya característica más esencial es la de ser imitativo de la naturaleza: una representación.

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En mi opinión, habría que matizar esta afirmación de Potolsky, pues si bien, Platón tal vez sea el primer teórico del arte y, sin duda, ha inaugurado y determinado el sentido de cualesquiera discusiones sobre el arte, es Aristóteles quien le concede carta de autonomía. No olvidemos que esa autonomía ––siempre relativa y frágil––, que defiende contra su maestro Aristóteles, le es exigida al arte, ya propiamente definido en el sentido que le damos los modernos, desde Vassari hasta Danto. De otro modo, el arte se reduce, como en el comunismo soviético, a un dispositivo del poder. La imitación deliberada que los hombres hacen de modelos tutelares o paradigmas ejemplares,2 como los héroes y los dioses, es el género de deseo mimético sobre el que más trataron Aristóteles y Platón. En la República es muy evidente, como iremos arguyendo y ya observamos, cómo Platón cuenta con la ejemplaridad paradigmática de los modelos para la articulación de su doctrina del arte como imitación y de las prevenciones que tuvo hacia las representaciones de la hybris, así como el valor educativo y civilizatorio que le reconoce a la representación de lo proporcionado, virtuoso y bueno En su República, Platón aborda la mimesis en dos momentos. Primero en los libros II y III y a continuación en el X. No define el arte en ninguno: aunque seguramente éste sea el primer texto que exponga una teoría del arte, no obstante no es el arte en sí mismo lo que está investigando. En ambos capítulos, la mimesis surge en el contexto de discusiones más amplias, acerca de la organización política, la educación, el ideal de justicia y la naturaleza del conocimiento filosófico. 2

El fenómeno al que Girard llama “mediación externa”. 43

Aristóteles tratará la mimesis como una categoría artística, para argüir contra Platón la autonomía del arte a lo largo de la Poética.3 Después de todo, para Aristóteles es claro que somos imitadores (cfr. 1448b, 4-10). Sin embargo, para Platón, lo que hay que decir acerca de la mimesis es que representa una amenaza para el orden social y sus ideales de razón y justicia. Al inicio del diálogo, Sócrates sugiere la construcción de una ciudad ideal con miras a discernir la constitución del alma humana. Esta sugerencia representa un pretexto de Sócrates para exponer su ideal de la razón en un contexto más amplio que el que ofrece el alma humana. Comienza, pues, por promover la noción de una ciudad en donde cada cual desarrolle una tarea de acuerdo a su naturaleza y por el bien común. Cuando concluye su exposición sobre lo que parecería imprescindible para la virtud, y una muy austera, le oponen que los ciudadanos de semejante ciudad la abandonarían pronto no encontrando en ella ningún placer. Así, en lugar de la ciudad sana que expone al principio, ofrece la 3

La Poética es el libro más influyente en la tradición de la crítica literaria de Occidente y,

junto a la República, representa el texto fundacional de la comprensión de la mimesis. Toma la doctrina platónica sobre la mimesis, sin cuestionar que la esencia del arte sea la representación, y la reelabora, cuestionando su naturaleza y efectos: “Lo mismo que Platón, Aristóteles agrupa todas las artes bajo la rúbrica de la mimesis. Y, de nuevo, lo mismo que Platón, contrasta las artes representacionales con otros relatos del saber humano que convencionalmente se han asociado a la realidad y a la verdad, como la historia o la ciencia. Su defensa de la mimesis también versa sobre una preocupación fundamentalmente platónica: la razón. Aristóteles contradice el aserto platónico que contrapone razón y mimesis y argumenta, en cambio, que la tragedia ofrece aproximaciones cuasi-filosóficas de la acción humana” (Potolsky, 2010: 33). 44

descripción de otra, que tilda de “enferma” (cfr. 372d-3473), cuya característica principal es que, contrariamente a como procede con la primera, a ésta había que proveerla de algunos lujos. El primero de ellos es, nada menos, la mimesis. Inmediatamente la relaciona con la necesidad de adquirir un mayor territorio, lo que la conduce a rivalizar con las ciudades vecinas por éste y, por lo tanto, a poseer un ejército para hacer la guerra: Entonces, ¿no será necesario agrandar el Estado? Porque aquel Estado sano no es ya suficiente, sino que debe aumentarse su tamaño y llenarlo con una multitud de gente que no tiene ya en vista las necesidades en el Estado. Por ejemplo, toda clase de cazadores y de imitadores, tanto los que se ocupan de figuras y colores cuanto los ocupados en la música; los poetas y sus auxiliares, tales como los rapsodas, los actores, los bailarines, los empresarios (PLATÓN: 373b; las itálicas son mías). La lista sigue, asociando a la mimesis la superficialidad, lo afeminado, la violencia, lo teatral y las jerarquías. Aún antes de definir el arte como mimético, ya asocia la mimesis con lo sentimental, lo irracional y lo accidental, con los placeres en oposición a la verdad, la virtud y la razón. La mimesis vuelve a ser invocada en el diálogo en el mismo libro un poco más adelante, al abordar el problema político de la indispensable defensa de la ciudad, para la que los guardianes se vuelven imprescindibles. Sócrates teme que éstos puedan representar, a su vez, una nueva amenaza social, si se aprovechan de su capacidad bélica para abusar de los ciudadanos a quienes debían defender. Así 45

surge la urgencia de educarlos, y Sócrates desarrolla la currícula en la que todo guardián ha de ser “moldeado y marcado con el sello con lo que se quiere estampar a cada uno” (377b 2). ¿Y qué se quiere “estampar” en ellos? Nada menos que los mitos. ¿No acaba Sócrates de relacionar la mimesis con aquello que es indeseable y hasta peligroso para la ciudad? ¿Y no dice a continuación que nada hay mejor para educar a alguien que el uso de historias, es decir: de representaciones? Aún más: ¿no es el propio género en el que estos argumentos son vertidos, a su vez, un relato? Esta tensión marca la postura platónica sobre la mimesis. La abordaremos a continuación.

I.2.2 Censura platónica de lo arcaico primitivo. La expulsión de los poetas para la preservación del orden social La posición platónica sobre la poesía parece contradictoria, de momento. Por un lado, está prevenido contra el talante mistificador de las obras poéticas más célebres de la Hélade, las cuales proponen personajes divinos moralmente ambiguos que pueden ser peligrosamente imitados por los ciudadanos; y, por otro, alaba a los poetas a quienes, por cierto, él mismo imita ¡también en sus pretensiones políticas de colaborar a constituir una ciudad ideal!, valiéndose para ello, entre otras cosas, de relatos. Y todos sabemos en qué medida los relatos platónicos han moldeado efectivamente no sólo la cultura sino particularmente la política de Occidente. 46

Platón reconoce en los autores de los mitos, en los poetas, una amenaza para su ciudad ideal y, a pesar de usar él mismo los mitos, está prevenido contra ellos. Incluso los expulsa de su república, aunque luego los readmite, eso sí: con restricciones harto claras sobre qué escribir y qué censurar, reconociendo su importancia en la educación de los ciudadanos. Cuando Platón argumenta a favor de la expulsión de los poetas, les niega capacidad de educar, rechazando que hayan tenido discípulos que se ocuparan de ellos, como sí los tuvieron otros eminentes próceres de la tradición helénica (cfr.: PLATÓN: 598d 5-602c). Aunque, más adelante, al readmitirlos, reconoce no sólo su capacidad de educar, sino que han educado a Grecia: Por lo tanto, Glaucón, cuando encuentres a quienes alaban a Homero diciendo que este poeta ha educado a la Hélade, y que con respecto a la administración y educación de los asuntos humanos es digno de que se le tome para estudiar, y que hay que disponer toda nuestra vida de acuerdo con lo que prescribe dicho poeta, debemos amarlos y saludarlos como a las mejores personas que sea posible encontrar, y convenir con ellos en que Homero es el más grande poeta y el primero de los trágicos, pero hay que saber también que, en cuanto a la poesía, sólo deben admitirse en nuestro Estado los himnos a los dioses y las alabanzas a los hombres buenos (PLATÓN: 606e-607a). Los mitos juegan un papel indispensable en la educación de las nuevas generaciones de ciudadanos y, por lo tanto, son determinantes en la conformación 47

de su identidad y su destino común (Cf.: PLATÓN, 376c y ss.). En efecto, Platón establece una relación entre “el modo en que debemos criar y educar” a los infantes y “cómo nacen en el Estado la justicia y la injusticia”: “...primeramente contamos a los niños mitos, y éstos son en general falsos, aunque también haya en ellos algo de verdad” (PLATÓN, 377a 4-6). Aquello que es falso en los mitos, para Platón, es lo que ofrece una imagen distorsionada de los dioses, atribuyéndoles comportamientos injustos; lo que en ellos hay de verdadero es todo aquello que promueve en los ciudadanos las virtudes domésticas y cívicas, como la piedad, la valentía, la templanza, etc. (PLATÓN, 386a y ss.). Pero también hay razones de peso, ontológicas, para rechazar las representaciones de los poetas. Veamos cuáles son los argumentos en su contra. El primero de los argumentos que aporta (595a-602c) lo funda en su doctrina acerca de las Ideas. Distingue entre la forma ideal, aquella realizada a partir de ésta por el artífice (demiurgo, artesano) y la que, a partir de esta segunda, imita a su vez quien la vuelve a representar (el pintor, el poeta). Resulta, así, que el poeta no puede sino representar una apariencia de aquello que es representado: “Dejemos establecido, por lo tanto, que todos los poetas, comenzando por Homero, son imitadores de imágenes de la excelencia y de las otras cosas que crean, sin tener nunca acceso a la verdad; antes bien, como acabamos de decir, el pintor, al no estar versado en el arte de la zapatería, hará lo que parezca un zapato a los profanos en dicho arte, que juzgan sólo en base a colores y figuras” (PLATÓN: 600e 3-601a 4). Conque “el imitador, por ende, no tendrá conocimiento ni opinión recta de las cosas que imita, en cuanto a su bondad o 48

maldad” (PLATÓN: 602a 8-10), sino que “no le falta nada para el embrujamiento” (PLATÓN: 602d 3), pues sus representaciones son, en realidad, ilusiones, producidas por un efecto análogo a la apariencia de las cosas, según se las contemple dentro o fuera del agua, “por el error de la vista relativo a los colores”. El segundo argumento (cfr.: PLATÓN: 602c-608c) se refiere a lo que de conmovedor tiene la poesía, y ya lo hemos usado (en contra su autor). Al ser lo más imitable, o al menos lo que más imitan los poetas, aquello que se refiere a las pasiones humanas, la poesía se asocia con la parte inferior del hombre, en lugar de la superior, que es la racional: “Es la parte irritable la que cuenta con imitaciones abundantes y variadas, en tanto que el carácter sabio y calmo, siempre semejante a sí mismo, no es fácil de imitar, ni de aprehender cuando es imitado, sobre todo por los hombres de toda índole, congregados en el teatro para un festival” (PLATÓN: 604 e 1 y ss.). Las auténticas razones de la expulsión de los poetas no son las que Platón alude en el libro X de la República, donde efectivamente los expulsa, sino las que ya referimos y se refieren a la falsificación que hacen de los dioses, presentándolos como viciosos y no como buenos. En cualquier caso, en el décimo de la República aduce una argumentación ––que más parece una racionalización–– apoyando sus auténticas razones. Platón no puede prescindir de los poetas. Pero tampoco puede admitirlos sin más. Si el arte imita la naturaleza, el arte censurado por Platón debe imitar en la naturaleza aquello que es bueno y censurar lo que es malo. La admisión de los poetas es matizada y permanece sujeta al escrutinio del Estado. Los poetas serán readmitidos según los acrediten las credenciales que pueda presentar la poesía para 49

el beneficio del Estado (cfr.: PLATÓN: 607d 4-608b3), en cuyo caso, dice Platón de quienes puedan demostrar que no sólo es placentera, sino beneficiosa, “los escucharemos de buen grado”; pues la poesía es “hechicera” y promueve los afectos y las pasiones, y no las razones y la mesura; no obstante la escucha prometida al poeta está advertida de que ha de ser cauta: la de quien sabe que está escuchando mentiras: “Quede dicho que, si la poesía imitativa y dirigida al placer puede alegar alguna razón por la que es necesario que exista en un Estado bien gobernado, la admitiremos complacidos, conscientes como estamos de ser hechizados por ella” (PLATÓN: 608c 3 y ss.). La posición platónica frente a la poesía, como hemos dicho ya, es ambigua: se ve obligado a readmitir a los poetas: si no ellos, ¿quién nos mostrará qué es lo ejemplar, a través de la representación de los dioses tal como son: buenos y causantes del bien (cfr.: PLATÓN: 379a y ss.)? La vía de las leyes es útil, pero no suficiente: prohíbe ciertos comportamientos inejemplares, más que promover los buenos. ¿Los filósofos? Difícilmente las masas serían permeables a sus argumentos complejos y sus largas disquisiciones. Verdaderamente, una representación dice más que mil palabras: precisamos de los poetas. Sin sus relatos, la educación de los ciudadanos estaría gravemente comprometida. ¿Y cómo es que Platón relaciona los contenidos de los relatos con el comportamiento de sus oyentes, que es donde observa la amenaza de los relatos que cantan los poetas? Naturalmente, a través de la imitación. En la República (cfr.: 3397 d) describe la lucha por convertirse en un modelo ejemplar, indicando que la imitación puede ser un principio positivo en la crianza y la educación. En Las leyes (PLATÓN: 7817 b.), su Estado ideal es descrito como una imitación de 50

la vida noble y perfecta, lo que no dista mucho de su posición frente al mito y la tragedia. Concebidas como amenazantes las representaciones “inmorales”, peligrosas y capaces de crear desordenes sociales terribles, Platón cede el juicio sobre la justicia de una representación a quien puede entender de su utilidad social y de la amenaza que representa: la república. Llama la atención que ceda ese poder a quien lo tuvo para quitarle la vida a su maestro. No parece muy razonable. ¿No sería, pues lo inaugura, más razonable cederle el juicio sobre asunto tan delicado a la propia razón? Si bien, es cierto que se trata de la ciudad ideal, no olvidemos que ésta se derrumba apenas comienza el diálogo, por la necesidad en que se ven quienes la pergeñan de dejar entrar a su ciudad, entre otras baratijas, la mimesis… Sin embargo, tal vez la cuestión no quede ahí zanjada, como otro gesto contradictorio del filósofo, sino, y puesto que el dirigente ideal de semejante ciudad es el príncipe filósofo, el juicio quedaría en manos de quien reúne ambas condiciones: conocer el bien y el mal que amenazan a la res pública y la familiaridad con el amor a la sabiduría, por los que cultiva la ciencia y la virtud del filósofo.

I.3. La racionalidad mítica frente a la filosófica Los antropólogos nos enseñan a discernir algunas etapas en el desarrollo de las religiones, desde las que desarrollan las más primitivas en las comunidades más arcaicas, en donde las divinidades presentan rasgos ambiguos, como en Homero y Hesíodo, hacia la asociación con los dioses de aquellos aspectos que acerca de las 51

divinidades primitivas son buenos con los dioses y de aquellos que son malos con los demonios, como lo demuestra la evolución de la religión brahmánica, por ejemplo. 4 Girard asocia esta evolución religiosa a la maduración de las civilizaciones, en la que llega un momento en que a los hombres no les satisfacen más las explicaciones del mito y buscan entonces discernir los modelos de moralidad buenos de los malos. Ese es el gesto que se observa en las críticas de Platón, que revelan la descomposición de lo religioso primitivo, traducido en la tendencia dualista que exige retener de los dioses solamente su aspecto benéfico y rechazar como demoniacos los malos. Esta consciencia puede observarse en el siguiente pasaje: “dado que Dios es bueno, no podría ser causa de todo, como dice la mayoría de la gente; sería sólo causante de unas pocas cosas que acontecen a los hombres, pero inocente de la mayor parte de ellas. En efecto, las cosas buenas que nos suceden son muchas menos que las malas, y si de las buenas no debe haber otra causa que el dios, de las malas debe buscarse otra causa” (PLATÓN, 379c 1 y ss.). I.3.1 Surgimiento de la racionalidad filosófica frente a la mitológica

Al final de la República, Platón incluso concibe que nos es dado, aunque pobremente, imitar a los dioses,5 e incluso que somos capaces de estar en la 4

En Los orígenes de la cultura, Girard elabora una argumentación cuidadosa de este

argumento en los textos sagrados de los hindúes. Girard tiene un texto reciente, Sacrifice, donde habla específicamente de esta evolución de la espiritualidad brahmánica. 5

“Cabe suponer, por consiguiente, respecto del varón justo, que, aunque viva en la

pobreza o con enfermedades o con algún otro de los que son tenidos por males, esto 52

amistad con ellos. El fragmento que concluye el libro X de la República y el diálogo, y que recoge la enseñanza del mito de Er, con el que Platón critica a la mitología mediante el uso de un nuevo mito, pero filosófico, es muy bello. Relata el retorno del mundo de los muertos de un hombre, Er, al mundo de los vivos, y cómo le fue dado conservar la memoria de lo que había visto y aprendido ahí, y sobre todo, cómo puede éste sernos de provecho, y hasta salvarnos si le hacemos caso.6 Platón articula, en el mito de Er, un discurso escatológico donde habla desnudamente del hondísimo anhelo de felicidad humana, concebido aquí como la imitación de los dioses, como una elevación, un endiosamiento. Esa divinización de lo humano es planteada a través de la imitación deliberada y hasta apasionada (“pone su celo”) de la vida justa y virtuosa, elección ardua y trabajosa, que parece terminará para él en bien, durante la vida o después de haber muerto. Pues no es descuidado por los dioses el que pone su celo en ser justo y practica la virtud, asemejándose a Dios en la medida que es posible a un hombre” (PLATÓN: 613a 3-613b 2). 6

De este modo, Glaucón, se salvó el relato y no se perdió, y también podrá salvarnos a

nosotros, si le hacemos caso, de modo de atravesar el río del Olvido manteniendo inmaculada nuestra alma. Y si me creéis a mí, teniendo al alma por inmortal y capaz de mantenerse firme ante todos los males y todos los bienes, nos atendremos siempre al camino que va hacia arriba y practicaremos en todo sentido la justicia acompañada de sabiduría, para que seamos amigos entre nosotros y con los dioses, mientras permanezcamos aquí y cuando nos llevemos los premios de la justicia, tal como los recogen los vencedores. Y, tanto aquí como en el viaje de mil años que hemos descrito, seremos dichosos (PLATÓN: 621 c y ss.). 53

exigir ciertas circunstancias dadas y una ascesis, una comunidad de pares, el estudio de las tradiciones y los relatos. Las imágenes que inhieren tan íntimamente como para que muchos de los mejores de los hombres sean en efecto buenos y virtuosos, heroicos, en que tuvieran una vida memorable, ciertamente deben ser muy poderosas y remitir a algo más allá de ellas mismas, secreto y muy persuasivo, pues son capaces de moldear el talante moral de quienes así imitan estas imágenes al punto de que su educación del deseo los conduce a renunciar a su vida si ello sirve a la verdad que reconocen tan vivamente, como no puede sino tener muy presente Platón. Es de la mayor importancia, entonces, recurrir, en la educación de quienes se encargarán de cuidar la ciudad, de los ciudadanos, del cuerpo social, si se quiere que en los lazos sociales reinen la concordia y la prosperidad, en la medida de lo posible. Las imágenes que se apartan de éstas o que se le oponen, por eso, han de ser censuradas, pues, en lugar de promover la imitación de los dioses, promueve la de unos personajes ambiguos, simultáneamente autores del bien y del mal (humanos, demasiado humanos). Inquieto por la ambigüedad de lo divino arcaico en el mito, Platón lo critica y, al buscar reformarlo, salvando la bondad de lo divino, y la justicia, en el juicio sobre la vida del hombre, en la relación del mérito y la recompensa,7 7

––“¿Y no convendremos en que para el amado de los dioses todo cuanto procede de

estos resulta del mejor modo, salvo que le corresponda un mal necesario procedente de una falta anterior? ––De acuerdo. ––Cabe suponer, por consiguiente, respecto del varón justo, que, aunque viva en la pobreza o con enfermedades o con algún otro de los que son tenidos por males, esto terminará para él en bien, durante la vida o después de haber 54

confecciona el propio mito sobre el origen: el mito de Er, que atribuye la responsabilidad sobre el mal a la libertad. En otras palabras: confiere la responsabilidad sobre el todo a cada uno de los involucrados, si bien enfatiza el papel que el discernimiento de los sabios sobre la viabilidad de una educación cívica, moral, que permita a los ciudadanos reparar en ello. Y, sin embargo, la descripción de los hombres que el relato representa eligiendo la vida que tendría en función de la que había tenido, no es ni mucho menos, una galería de ejemplos vivos de vida lograda. El relato nos representa inmersos en ciclos de caída y purificación, por los que nuestra alma transmigra entre el cielo (topos ouranos), donde se encuentran las almas y los arquetipos de este mundo, y la tierra, tan impura y material ella, a lo largo de un tiempo exasperantemente clausurado, encerrado en sí mismo por sucesivos ciclos interminables. (Es interesante de observar que, para Platón, la caída ontológica no implique un acto culpable nuestro, sino la volubilidad del azar: algo así como un accidente de tránsito celeste nos desploma a esta tierra, donde, encarcelada, nuestra alma anhela volver al gozo celestial del que procede y donde ha sido plena, pues de otro modo, si no tuviera ese gozo ya de alguna manera presente, aún en medio de la pena que, sin embargo ha de expiar, no lo buscaría). Sin embargo, y a pesar de la inmortalidad del alma y de las sucesivas transmigraciones que atraviesa a través de los ciclos, lo que ha

muerto. Pues no es descuidado por los dioses el que pone su celo en ser justo y practica la virtud, asemejándose a Dios en la medida que es posible para un hombre” (PLATÓN: 612e 4-613a 4). Destaquemos la posibilidad que Platón reconoce, aunque matizándola, de que los hombres se asemejen a los dioses imitándolos en su bondad... 55

aprendido en el recorrido le es arrebatado por el olvido, aunque permanece de alguna forma, en los hábitos: Dijo Er [quien sabía de esto porque le había sido dado ver el lugar al que van los muertos y cómo las almas eligen el destino de su vida antes de descender a la tierra], pues, que era un espectáculo digno de verse, el de cada alma escogiendo modos de vida, ya que inspiraba piedad, risa y asombro, porque en la mayoría de los casos se elegía de acuerdo con los hábitos de la vida anterior (PLATÓN: 619e 4-620a 3). La caracterización de la vida de unos hombres que siempre vuelven a elegir respecto de sus elecciones anteriores, con lo que a menudo se condenan a vivir destinos crueles, está en el contexto de una invitación a atender cierto conocimiento que puede resultar salvífico, “si le hacemos caso”. Este mito tiene en común con el resto de los relatos mitológicos no solamente que exige una atención análoga a la que se le presta al mito, pues se trata de una que puede darle sentido a la vida, sino que también es un relato sobre nuestro origen ––que, por tanto, también explica nuestro fin––. Otro elemento común a este mito y a otros es que el relato da cuenta de nuestra condición caída, de la culpa que solemos expiar mediante sacrificios. Otra coincidencia formal la encontramos en la presunción del tiempo cíclico. Aún más que convencional en las culturas antiguas, lo peculiar es que absolutamente todas lo afirman. En la cosmología griega, el mundo se presenta como eterno, y la vida de los hombres transcurre entre la repetición inagotable de ciclos sucesivos. Con algunas 56

diferencias, pero todas las culturas no judeocristianas afirman que el tiempo es cíclico. 8 Es muy notable, sin embargo, en este fragmento, que a pesar de 8

Cierta experiencia del tiempo y la naturaleza, que por otro lado era generalmente

compartida en el mundo antiguo y hoy comienza a resquebrajarse, es bastante consistente con esta concepción. En efecto, y en la mayoría de las latitudes terrestres hasta hace al menos relativamente poco tiempo, se puede observar en el vals cósmico cómo las estaciones se suceden regularmente, los astros se trasladan de acuerdo a un ritmo, los individuos nacen y mueren, pero las especies permanecen; las tierras, las hembras y las mujeres, sin la intervención humana, son fecundas según tiempos y momentos. Y, como los procesos de los sujetos individuales, los colectivos parecen responder a cierta proporción de nacimiento, crecimiento y muerte. Puede ser útil, para comprender el sentido que le hemos atribuido al tiempo desde una perspectiva histórica, la reconstrucción genealógica que Daniel J. Boorstin hace de su medición y de los saberes a los que han florecido en torno de este arte en el primer libro de The Discoverers (Crítica, 2006). Su historia de la historia es fascinante y está en el libro cuarto. Argumenta a favor de la siguiente caracterización general: la humanidad ha interpretado sobre todo de dos maneras el sentido del tiempo. Pueden caracterizarse bajo las etiquetas de “tiempo cíclico” y “tiempo lineal”. No es sino hasta el surgimiento de las tradiciones religiosas abrahámicas que se dan las circunstancias que permiten concebir al tiempo como lineal; sin este esquema, nuestra ciencia no sería concebible: articula todos nuestros saberes y hoy nos permiten vivir bajo el mismo calendario en todo el globo. El tiempo cíclico está caracterizado por el inmovilismo, pues el individuo se pierde en interminables ciclos, físicos y cósmicos, de modo que su noción de la tradición apaga toda creatividad fuera de los márgenes de ella misma, y promueve un quietismo que separa al individuo entre el aquí y el ahora y lo trascendente, que entra como un recurso a la enajenación que hace posible soportar vivir bajo un tiempo clausurado. Por ejemplo, “el confucianismo, fundado en el culto a los antepasados, alentaba el registro de datos para las genealogías. 57

promover una concepción cíclica del tiempo, reconoce al arbitrio del hombre, contrariamente al resto de los relatos que afirman un tiempo cíclico, una agencia sobre su destino, si bien cada cual está en alguna medida predestinado en función de las elecciones que ha hecho previamente. Cuando Platón concibe su república perfecta, y en la medida en que reconoce cierta agencia del hombre sobre su destino, atiende, pues, con mucho cuidado, a los medios de transmisión de las virtudes, civiles y domésticas, imprescindibles para la preservación del orden social. Su inquietud es eminentemente moral y política. Así, no es por razones estéticas que, en un momento dado, exilia a los poetas de su república, sino por razones que, aunque se le escapan al propio Platón en toda su dimensión, son perfectamente inteligibles, pues proponen a los ciudadanos la admiración de unos dioses adúlteros, rapaces, que caen en todos los desórdenes que los hombres: Lo que Varrón, a partir de Platón, denomina la teología de los poetas, es lo sagrado auténticamente primitivo, es decir, lo doblemente sagrado que une lo maldito y lo bendito. Todos los pasajes de Homero criticados por Platón hablan tanto de los aspectos maléficos de la divinidad como de los benéficos.

Los confucianos no consultaban el pasado para averiguar cómo podían cambiarse las instituciones sino para hallar el ideal al que debían ser devueltas, y los modelos de virtudes que debían imitar”. En cambio, “el descubrimiento cristiano de la historia, con raíces en los Evangelios, fue un producto de la revelación de la razón, de la crisis y de la catástrofe”, y se lo atribuye a Agustín (BOORSTIN, 2006: p. 545). 58

La voluntad diferenciadora de Platón no tolera esta ambigüedad moral de lo divino” (GIRARD, 2002a: 104). El mito de Er (PLATÓN: 614,b y ss.) propuesto por Platón como crítica escatológica a los ritos oficiales de la cultura griega, representa una alternativa mitológica inédita en el escenario helénico, atribuible a la crítica de la razón mítica que hace la filosofía, al considerar como nulos en el mito aquellos rasgos que las demás religiones atribuyen a los demonios. Apela, en el mismo gesto, a que esos rasgos han sido posteriormente añadidos a una religión más original, que en realidad solamente representan una exigencia, surgida a posteriori y confeccionada desde un orden moral y temporal posterior, de reconocer un origen más puro, “remitiendo este ideal a un pasado puramente imaginario. Por una parte, este rechazo es lo que transfigura la crisis original 9 en idilio y en utopía. Lo indiferenciado conflictivo se invierte en función afortunada” (GIRARD, 2002a: 106). Este es el mismo gesto que se puede reconocer en la postulación (renacentista e ilustrada) de la Arcadia, como origen de lo humano en un sitio bienaventurado, en el que no existía la belicosidad y todo era armonía y concordia. Así, la concepción moderna del mito como un relato fantástico, imaginario, puede reconocerse como un gesto filial de este sentido de rebeldía, simultáneamente crítico y creativo. Admitir, sin criticarlo, lo sagrado primitivo, implicaría, para Platón, admitir en la educación de los ciudadanos de su república un discurso moral 9

Esto es: una situación que podría ser descrita con la fórmula de Hobbes: “la guerra de

todos contra todos”: una crisis de violencia al seno de una comunidad cualquiera. 59

ambiguo, que, respecto del mismo sujeto, promoviera (y, en cierto sentido, justificara) tanto la virtud como el vicio. “Los poetas” (es decir: sobre todo los mayores, o sea: Homero y Hesíodo, ahí donde hablan de divinidades arcaicas) son mentirosos en la medida en que nos engañan sobre lo que es ejemplar. Concretamente, Platón critica en la República (PLATÓN: 376c y ss.) las representaciones de los dioses como criminales y como rivales que combaten entre sí. La censura del deseo mimético rivalístico es clarísima. De la censura que hace Platón de los mitos antiguos y su propia propuesta de un nuevo mito, filosófico, podemos aprender por qué, si bien, el filósofo es “filomitos”, no obstante, Platón privilegia sobre la racionalidad mítica la filosófica, aquí, donde descubre falso el saber religioso oficial. Se trata de un gesto, por un lado, osado, y, por otro, magnánimo. Y, sin embargo, un tanto fútil, pues no alcanza a descifrar la verdad detrás de lo divino arcaico, sino que postula un nuevo comienzo, apelando a un saber más originario, verosímil pero indemostrable, propiamente poético y, por ende, sujeto a su propia crítica. Se trata, en algún sentido, de una “mentira piadosa”, demasiado optimista. Al respecto, escribe Girard: La etapa platónica no consiguió una auténtica refundación del mito, pero no por ello carece de carácter fundador. Se ha fundado otra cultura que, estrictamente hablando, ya no es mitológica, sino “racional” y “filosófica” (GIRARD, 2002a: 104).

60

Intentemos ver qué aprendemos de este gesto. Aristóteles ya ha observado en su Poética, contra la censura platónica de la poesía y a favor de la autonomía del arte, que la trama de un relato (el argumento propio de los géneros poéticos) es quasi-filosófica, como por otro lado demuestra el propio intento platónico de refundar el mito, al concatenar los elementos del relato no tanto en función de su realismo como de su inteligibilidad. Está señalando que las leyes por las que se rige la poesía son de suyo tan exigentes como las que se impone la filosofía. Ello abona a la conmensurabilidad entre el relato del saber mitológico y el relato del saber científico (filosófico). Platón elabora una muy elegante crítica de la sofística y siguiendo la vía de la episteme, constantemente discernía los alcances del significado que quería otorgarle a sus palabras, algunas de las cuales jamás fueron escritas. En la Poética, Aristóteles afirma que la poesía es más filosófica y más seria que la historia, pues la poesía habla de lo que es universal y la historia de lo que es particular. Aristóteles establece esta comparación desde el aparato crítico del Órganon, que le permite analogar la trama (el argumento) y el silogismo: es decir, se observa, ante el mito, un desarrollo, por parte de la filosofía, de una racionalidad autónoma, crítica, exigente. I.3.2 Crítica girardiana a los postulados platónicos sobre la mimesis. Los mitos y la violencia Lo que representa la gran crítica de Girard a Platón es al mismo tiempo la causa de su admiración hacia el filósofo: aunque se defiende su presencia en los mitos, lo que implica un grado de advertencia, no alcanza a reconocer suficientemente la 61

mediación interna, también llamada por Girard “mimesis de apropiación”, y su relación con la rivalidad. Esto es muy peculiar porque, a diferencia de Aristóteles – –para quien la imitación no representaba ningún problema y define al hombre como el más mimético de los animales, reconociendo que nada nos gusta tanto como imitar (ARISTÓTELES, Poética: 1448b, 4-10)––, Platón funda toda una ontología sobre la mimesis: “Para él toda la realidad es imitativa, y sin embargo, ve la imitación humana deficiente, e incluso peligrosa. Parece que la desdeña, pero visiblemente le tiene temor” (GIRARD: 2006b: 18-19).10 Naturalmente, se trata del temor a la violencia.11 Por eso, de los filósofos griegos, es quien más dice sobre ella, aunque ocultándola, revelando, a su pesar, más que todos los demás: “Con relación a los presocráticos, ve mucho mejor el peligro de la violencia. Esta comprensión es un hecho esencial, vital en Platón” (GIRARD, 2006b: 122). Puesta en crisis la teología del mito y con la pretensión de concebir una república perfecta, Platón revela un gesto distinto: el utópico. Acomete un gesto noble, heroico, aunque un tanto ingenuo: no admite como válida y suficiente la explicación mitológica, se rebela frente a ella y se da a la tarea de confeccionar un 10

“Clearly Plato considers mimesis as a powerful force, as a threat to the stability of his

ideal state. Therefore mimesis both as copying, imitating and representing is clearly forbidden in the ideal Republic. This shows the emphasis Plato puts on the acquisitive and contagious nature of mimesis. Girard claims that in Plato’s work there is no theory of mimetic rivalry. Plato fears mimesis more than he despises it. But in so doing, he thereby recognizes its force. Plato’s mimesis works both good and bad, it is a pharmakon” (GRANDE, Björnar: p. 2). 11

Misma que sufrió una y otra vez en sus empeños sucesivos por realizar sus ideas

políticas, en Siracusa, de donde, significativamente, el exiliado fue él. 62

origen análogo al destino que él mismo propone, sin ser consciente del todo sobre el significado de su gesto.12 Escribe Girard: Al igual que todos los puritanismos, el de Platón no acierta en su objetivo, que debiera ser la revelación del mecanismo victimario, la desmitificación de las representaciones persecutorias, pero tiene en cualquier caso mayor grandeza y profundidad que el laxismo moral de los poetas o el esteticismo de los glosadores contemporáneos, que disuelve lo más esencial de la problemática. Platón no sólo protesta contra la atribución a los dioses de todos los crímenes estereotipados, sino también contra el tratamiento poético de esos crímenes que ocasiona que sólo sean vistos como faltas menores, simples diabluras, travesuras sin importancia” (GIRARD, 2002a: 108). La razón filosófica de Platón se subleva ante lo divino arcaico, ante las “travesuras” de los dioses. Sin embargo, respecto de la racionalidad verdaderamente desmitologizada que pretende la teoría mimética, la racionalidad platónica resulta demasiado optimista, poco atenta a la violencia desencadenada por la mimesis. Escribe Girard sobre los griegos: “Defendían la razón, pero no oían las amenazas que planeaban sobre ella (...) Tal vez sería necesario definir la razón

12

En este sentido, no andaba tan errado Nietzsche en su genealogía de las religiones, ni en

atribuírle a Platón una suerte de protocristianismo que explicaría el origen de toda la teología cristiana, que para Nietzsche es mero platonismo. Tampoco andaba descaminado en reconocer la religión como una filosofía de masas, como veremos a continuación. 63

en relación con aquello que la amenaza en el terreno de lo social (...) Los mecanismos informadores de la razón no son accesibles a la multitud, que funciona según los mecanismos del chivo expiatorio” (GIRARD, 2006b: 125-126). Si la teoría mimética está en lo correcto, como intentaremos argumentar en el siguiente capítulo, la razón mitológica, i.e.: la racionalidad religiosa del mundo antiguo surge siempre ante la amenaza inminente de la destrucción de una comunidad, como una justificación del asesinato de un inocente si lo que se obtiene a cambio es la salvación de la mayoría. Las que los mitos presentan como “simples diabluras” de los dioses, intentaremos demostrar, en realidad son los crímenes de los hombres en contextos tales de horror que es precisa una virtud muy probada de quien se encuentra en semejantes circunstancias para no envilecerse, para poder permanecer firmemente afianzado a lo que es bueno, bello y verdadero de lo humano, como, por ejemplo, sólo lo logra una minoría de los personajes en La peste de Camus. Esta resistencia moral parece serle tan consustancial a la filosofía como proceder de la admiración o buscar la verdad. Es importante recordar aquí que en el excepcional contexto cultural y social de Platón y Aristóteles, las instituciones educativas, encargadas de contener la violencia y promover la concordia entre los hombres, eran la religión, aún casi indiscernible del orden civil, las leyes, que ya habían ganado cierta autonomía respecto de la religión, y el teatro (singularmente, la comedia, la tragedia y la epopeya).13 Los mitos, sin embargo, seguían ocupando un lugar central en la cultura: representaban el relato fundacional y constituían el 13

Desde luego, merecen singular mención el autoexilio de Heráclito, las sectas órficas, las

escuelas sofísticas, el Liceo y la Academia, en la educación aristocrática. 64

centro de la herencia común; si bien, por otro lado, a la distancia (histórica), habían ido perdiendo su fuerza y aún habían llegado a ser criticados, 14 por promover en la sociedad comportamientos viciosos mediante su representación en los comportamientos de los dioses. También es importante recordar la situación de excepcionalidad en que se desarrolla la vida de los filósofos griegos, sobre todo en el esplendor de su civilización, durante su época más próspera, que es, naturalmente, en la que viven y pueden desenvolverse Sócrates, Platón y Aristóteles. Inmediatamente después de ellos, vendrá el principio del fin de la civilización helénica aparejado a la expansión del imperio por Alejandro, lo que suscitará que la capital de la filosofía deje de ser Atenas y adquiera relieve Alejandría. Es importante recordar que el final de la vida de Aristóteles está amargamente marcado por la muerte de Alejandro, lo que vuelve tan frágil la situación de su maestro que, no queriendo cargarle a su amada Atenas dos crímenes contra la filosofía, huye. La situación de excepcionalidad en que se desarrollan la Academia y el Liceo viene dada por la condición aristocrática de la mayoría de sus integrantes, pero también por su resistencia a imitar a los sofistas en subordinar el saber a la utilidad y conveniencia políticas. Si bien, no todos los discípulos de Platón o Aristóteles tenían esa posición social, no obstante podían, de hecho, vivir como si la tuvieran. Ya el propio Aristóteles había reconocido que era o indispensable o al

14

Por ejemplo por Eurípides en Bacantes, según cierta interpretación que apela a un

intento por parte del autor de hacer una denuncia de la violencia ínsita en la religión. 65

menos muy conveniente, para el cultivo de la filosofía,15 desenvolverse más allá de la subsistencia: es decir, “tener hacienda”. Virginia Woolf, de este lado de la Historia, también observó que para la vida creativa de un escritor era indispensable un cuarto propio. Quien necesita dedicar la mayor parte de su vida a trabajar para poder comer, difícilmente podrá gozar del ejercicio de la ciencia y la contemplación.16 Ahora bien, la hacienda, de suyo, no basta. Es preciso que a la hacienda la acompañe la posición: pertenecer a la jerarquía de la aristocracia significaba, entre otras cosas, ser par de quienes hacen e interpretan las reglas, y con ello la pertenencia a un grupo cerrado de defensores que se reconocen mutuamente y se vuelven así garantes de cierto orden que permite y promueve, entre otras cosas, la conquista de lo humano en lo que de más alto tiene. Dice Girard: Tomemos a Aristóteles. ¿No es esencial que gente como él haya sido protegida de los movimientos multitudinarios? Su condición aristocrática hacía que estuviese rodeado de defensores. No tenían necesidad ni de

15

Y, en fin, de la virtud, la amistad, la política y demás actividades propias de las altas

cumbres del Espíritu. 16

Al menos no en las condiciones muy singulares que se han determinado a lo largo de la

tradición filosófica. Esto, sin embargo, es relativo. Cualquiera pueda gozar del deleite de la sabiduría: también hay otras formas en que ésta se presenta, aunque no sean estrictamente filosóficas. Es decir: aunque así parezca presumirlo, Aristóteles, en este sentido sectario, la filosofía no es la única forma ni de vida lograda, ni de delectación del bien, ni de acceso a la verdad. 66

servirse de sus manos ni de tener en cuenta movimientos de multitudes irracionales (GIRARD, 2006b: 125-126).17 No es extraño, por eso, que ante las muchas adversidades que los padres de la filosofía enfrentaron, hayan desarrollado otra de las características que el relato filosófico admite y emula del relato mitológico: su carácter existencial, que le es esencial a ambos. La filosofía se presenta, entre otras cosas, como un hábito que ha de cultivarse, y que ha de ejercitarse en un contexto comunitario: una ascesis. A esta luz, parece natural que existieran (y que sigan existiendo) “sectas filosóficas” como las hay religiosas; que en esto también imite el relato filosófico al mitológico: en exigirle una actitud determinada al oyente del relato; aquí: una frágil amistad contra la volubilidad tempestuosa del entorno. La filosofía se presenta a sí misma, lo mismo que la religión, como un hábito que ha de cultivarse, y que ha de cultivarse en interacción con otros, como una ardua conquista de las virtudes epistémicas que la hacen viable y que no permanecen como meros contenidos teóricos, sino que, efectivamente, perfeccionan a quien los posee, entrenándolo para, entre otras cosas, no ser víctima de los sofismas propios de los movimientos de masas, de la doxa y trascender los mil caminos por donde la humanidad yerra.

17

Esto es, de nuevo, bastante relativo, el asesinato de Sócrates sí que cumple con las

características. De forma legal, desde la defensa de cierta racionalidad que quiere proteger a la colectividad de un sujeto tan corrosivo y amenazante para el orden que promueve esa racionalidad, pero gesto colectivo, al fin. 67

Esta experiencia no permanece como un dato ajeno a la reflexión sobre el hombre ni de Platón ni de Girard, quien, siguiendo de cerca al padre de la teología política, Carl Schmitt, observa en esta sede lo que en otro sentido sería sencillamente afirmar la prioridad ontológica sobre la lógica o decir que la riqueza del ser siempre excede nuestra capacidad de apropiárnoslo, de conocerlo. Si esto es cierto sobre un ser tan ínfimo como lo es una mosca, infinitamente más perfecta que nuestro conocimiento sobre ella, ¡cuánto más será esto cierto de las pesquisas que hacemos sobre el hombre! Conviene, pues, comenzar humildemente cualquier estudio sobre el hombre reconociendo la insuficiencia del intento, por meritorio que resulte, frente a la infinita riqueza de lo humano y el misterio de su libertad. La libertad humana hace, al menos, problemático cualquier intento de acceder a su condición, que la vuelve en alguna medida inasible, imprevisible. Sobre todo si consideramos que el saber, cualquier saber, requiere de regularidades para proceder. Todo saber construye, ordena los elementos que trata, aunque no los imponga ni los ingenie, sino que los reconozca. Así, el saber humano y sobre el hombre, como cualquier saber, es siempre un discurso, un relato, sobre el orden. Escribe Girard: Carl Schmitt señala que la única ciencia social posible para el mundo de la Ilustración era la ciencia del orden. Esta ciencia del orden no es el orden. Se trata de un discurso sobre el orden. Lo que dice Carl Schmitt es válido para todas las ciencias del hombre (…) las ciencias del hombre jamás han logrado pensar la crisis. Y, no obstante, es la crisis la que señala “who is in charge”. Pensar la crisis es volver a una noción de circularidad pre-socrática. La 68

filosofía ilustrada jamás lo enfoca desde este ángulo, porque hace de la crisis una ruptura accidental del orden, algo puramente irracional que consiguientemente no es pensable. Carl Schmitt ha visto algo muy importante para todas las ciencias del hombre” (GIRARD, 2006b: 102-103) ¿Cómo captar lo que es esencial de lo contingente? ¿Cómo elaborar un discurso del orden en donde parecen reinar el caos o el azar? ¿Cómo pensar la crisis? La teoría mimética intenta “pensar lo imposible”: la crisis: el mecanismo del chivo expiatorio. Admitamos su ruta: el realismo, y releamos la crítica de Platón a la poesía: se trata de pensamientos de la crisis (cfr.: GIRARD, 2006b: 103). Si todos nuestros saberes proceden, efectivamente, de los sacrificios, y éstos son una solución de la razón amenazada, la del chivo expiatorio, a crisis de violencia incontenibles, a situaciones de guerra de todos contra todos, a catástrofes naturales, entonces la sugerencia girardiana de medir la razón frente a sus amenazas puede que no esté del todo descaminada, también para caracterizar a la filosófica. Si bien es cierto que la razón es lo que nos hace más capaces de construirnos un mejor futuro, también es la que más capaces nos hace de amenazarnos con aniquilarnos unos a otros. La del relato mitológico es una racionalidad que surge enfrentada a la crisis más terrible: aquella en la que no solamente el individuo, sino la especie, puede extinguirse y desaparecer para siempre. Hemos aprendido de Platón que el mito es en parte es verdadero y en parte falso, lo que es tanto como decir que el relato mitológico, por definición, posee elementos cuya intención es decir la verdad, y una de importancia no menor, tal vez capaz de salvarnos y preservarnos, y 69

elementos cuya presencia consiste en una mistificación. ¿Cómo discernir una de otra y traducir, si cabe, el relato mitológico a otro, capaz de satisfacer las exigencias de la racionalidad filosófica? Y, sobre todo, ¿cómo hacerlo sin quedar atrapado en las fantasías del idealismo estructuralista? El procedimiento de la teoría mimética se enraíza de muchas formas en lo que tienen en común el método filosófico y el científico con el proceso judicial. Tanto para el historiador como para el juez, el científico y el filósofo, la única vía practicable es la que procede a través de evidencias. ¿Y qué evidencias hay que buscar en el mito para comprenderlo? “La prueba criminal es la evidencia más pertinente” (GIRARD: 2006a: 180).18 Con lo dicho, ya podemos admitir sobradamente la enorme relevancia del mito para la filosofía, aún si lo hacemos con la cautela que nos recomienda Platón. Sin embargo, ¿cuál sería el lugar del mito? ¿Qué podríamos aprender de él a estas alturas de la Historia, “en los días del automóvil y la electricidad”, como llamaba a los nuestros, ya hace tiempo, Rudolf Bultmann? ¿Cómo acceder al significado de este “lenguaje semi-oculto, ilógico, oscuro, pero sugestivo, del mito”?

18

Los hechos que niega la antropología cultural, como los sacrificios humanos que se

llevaron a cabo en el pasado, son confirmados por los antropólogos que trabajan para la justicia, capaces de llevar a cabo una reconstrucción de los actos que ocurrieron realmente, a partir de un esqueleto o de una momia. La antropología legal es una ciencia que permite reconstruir crímenes, y para explicitar el mecanismo del chivo expiatorio hay que realizar un trabajo detectivesco, pues todo el mundo miente pero nadie es consciente de que lo hace (GIRARD: 2006a: 180). 70

71

CAPÍTULO II LO QUE EL MITO SABE

II.1. Mistificación y verdad en los mitos

II.1.1. Comentario sobre las fuentes de la hermenéutica textual de la teoría mimética La correcta interpretación del sentido de la historia está en el fondo del esfuerzo que significa la crítica de la teoría mimética a la mitología. La historia también deriva del saber sobre los sacrificios, en la medida que representa un esfuerzo análogo al de la poesía en la representación del significado de los hechos que reconocemos como fundacionales. Si bien es cierto que el sentido de la historia, ya entendida como la disciplina historiográfica es un esfuerzo moderno, los griegos desarrollaron un sentido de historia muy próximo al nuestro. La palabra proviene del griego y, como tantas otras, es adoptada por los latinos. Su sentido primitivo, Boorstin lo rastrea allá en el siglo VI a.C., donde parece equivaler al de “investigación” o “resultado de una investigación”, y su significado sobrevive en nuestra “historia natural”. Muy notable para nosotros parece el esfuerzo de Hecateo de Mileto, pionero de la literatura histórica griega, quien compiló y estudió las genealogías de las grandes familias míticas, pues le parecía que “las historias de los griegos son 72

numerosas y, a mi entender, ridículas” (en BOORNSTIN, 2006: p. 540). Esta actitud se revela crítica de inmediato. Le opone al mito una distancia, lo trata como objeto de estudio para intentar descifrar el sentido de ese lenguaje fascinante y oscuro. Pero el marco cultural dado hasta entonces no permitía florecer este nuevo movimiento de la razón. La forma poética, que en esta literatura se presenta en la versificación del relato, lo que permite a la memoria retenerlo, había sido útil en la transmisión oral de los relatos míticos. Sin embargo, parecía poco adecuada para los “logógrafos” de la ilustración jónica, así llamados por escribir, sorprendentemente, en prosa. Broomstein los caracteriza como “figuras de transición entre los poetas épicos y los historiadores críticos, que seguían narrando las vicisitudes de los dioses, los héroes y los legendarios fundadores de ciudades” (2006, p. 540). Este espíritu crítico, que privilegia la objetividad histórica del relato sobre el sentido de su saber, lleva a Evémero (300 a.C.) a defender una hipótesis que no puede sino asombrarnos, pues no es otra investigación que la que la teoría mimética emprende. En su Historia sagrada, este siciliano tuvo la audacia de bajar los dioses a la tierra. Defendió que éstos, originalmente, eran personas reales, héroes o conquistadores, que luego habían sido deificados. Para él, por ejemplo, Zeus y los dioses no eran sino la representación de una antigua familia de reyes cretenses. Los primeros cristianos se apropiaron de esta doctrina, (evemerismo) para demostrarle a los príncipes y a las potestades de este mundo que la mitología pagana era solamente una invención humana. En parte, este es el mismo esfuerzo que emprende la investigación de Girard, aunque no se agota en esta hipótesis. Veamos. La teoría mimética es 73

deudora, entre otros, de tres autores: Nietzsche, Freud y Levi-Strauss. Aunque me encantaría tratar con mayor hondura de qué manera los adoptó Girard, sería asunto de toda una nueva investigación. Las trataremos, sin embargo, brevemente. Si bien, la teoría mimética probablemente no existiría sin los trabajos de estos autores, lo primero que hay que anotar es que, para Girard, el criterio de verificación de sus posiciones no son sus propios marcos referenciales, sino la literatura, particularmente la que llama “novelesca” (y que, en otro sentido, podríamos llamar “dramática” en contraposición con la “trágica”) y, sobre todo, la Pasión de Cristo como relato de relatos. Así como la literatura trágica está construida en imitación del paradigma que representan los mitos, la literatura dramática, construida según esto en imitación de las Escrituras, son los principales veneros de la teoría mimética ––y particularmente los relatos sobre la Pasión, el pasaje del siervo sufriente de Isaías, los salmos y El libro de Job––. Estas variables textuales son leídas como antropología y no inmediatamente como teología. Forman una suerte de aparato crítico a partir del cual se juzgan las doctrinas de los filósofos con quienes debate Girard. En Nietzsche está ya prácticamente íntegra la teoría mimética: le reconoce Girard una inteligencia preclara sobre el significado del mito y la radical oposición en que se encuentra con el cristianismo, aunque el francés tome la posición exactamente opuesta frente a estas cosas de la que Nietzsche adopta. De Freud admira, entre otras cosas, el trabajo que hizo promoviendo la hipótesis del asesinato fundador, lo que le abrió camino a la interpretación de la teoría mimética. Freud prestó oído a las sospechas de que tal vez Moisés haya sido

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sacrificado por sus hijos; aunque no lo haya descubierto él, sino confirmado. Dice Girard que en su obra, aparte de la tesis del asesinato colectivo que considero genial, el mayor descubrimiento de toda la etnología antigua, no he admirado nunca nada dentro de Tótem y tabú. Ese asesinato, desgajable por lo demás del resto de la obra, no es el origen de mi propia hipótesis sobre el asesinato colectivo. Este origen, como usted sabe, es la Crucifixión. (GIRARD, 2006b: 112). De Levi-Strauss 19 recibe el concepto de diferencia, la pasión por el reconocimiento de estructuras, la audacia hermenéutica y la hipótesis sobre la

19

“Lévi-Strauss es uno de los grandes poetas de la etnología. Convirtiendo a sus lectores en

“pensadores salvajes”, les traslada realmente a otros mundos. Cambió mucho más nuestra mirada que las descripciones realistas del siglo XIX” (GIRARD, 2006b: 106). En el siguiente apartado podremos ver cómo se despliega en la teoría mimética esta mirada que Girard aprendió del antropólogo. Anotemos aquí la que Girard considera su mayor deuda hacia este pensador: “[Levi-Strauss] me ha enseñado a pensar en términos de diferencia (différence) en un sentido que se ha expandido mucho desde entonces, pero que él fue el primero en usar” (GIRARD, 2006b: 107). Sin embargo, la recepción que Girard hace de este término no pasa acríticamente. Aunque la cita es larga, vale mucho la pena: “R.G.No buscando más que la diferencia, Lévi-Strauss, tiene algo de razón en un plano puramente lingüístico, pero en el plano de la cultura está equivocado. No es una diferencia entre otras las que los gemelos significan en los mitos, sino la pérdida de las diferencias, esto es, la identidad. Si las culturas nunca hablan francamente de esto, no es porque no puedan, sino porque se sienten amenazadas permanentemente por la identidad. M.S.B75

unidad del relato. Sin embargo, le critica a sus seguidores no trascender el idealismo alemán y empantanar al estructuralismo en una hermenéutica sin recurso a la realidad, sin “referente”. Al propio Levi-Strauss, de quien reconoce el valor que para el lenguaje tienen sus observaciones, le critica que éstas no sean vigentes para lo cultural.20 La cuestión de la diferencia representa la mayor deuda de

¿Por qué este temor a la identidad? R.G.-Por las mismas razones que todos nosotros, pienso, por las mismas razones que el propio Lévi-Strauss. Lo idéntico es la guerra terrible que libran permanentemente los gemelos, hasta el instante en que uno de los dos logra matar al otro, a no ser que logren matarse mutuamente primero, como en Los siete contra Tebas, y entonces estemos ante la pura tragedia: lo que triunfa es entonces el contagio de la violencia mimética. Cuando esta se expande se convierte en la famosa guerra de todos contra todos de la que hablaba Hobbes. (...) me volví sobre los gemelos de la tragedia, Etéocles y Polinices, y los gemelos cómicos del teatro antiguo. Estos gemelos trágicos y cómicos son la primera, la más poderosa, e, incluso, a decir verdad, la única interpretación fuerte de los gemelos míticos, y sostienen la idea de una indiferenciación violenta, de una crisis mimética de la cultura, fundamental en mi teoría. No se accede realmente a estas ideas más que por la intermediación de la diferencia lévi-straussiana.” (GIRARD, 2006b: 108-109; las itálicas son mías). 20

El lenguaje es simbólico en un sentido que Lévi-Strauss conoce mejor que yo,

ciertamente. Pero respecto al punto que nos ocupa, nuestro diferencialismo, nuestro “linguisticismo” inventa barreras que sólo en apariencia proceden del lenguaje. Éste, en suma, es más apto para decir la verdad de lo que desea el nihilismo contemporáneo. La verdad es que el lenguaje transgrede saltándose, desde siempre, todas las prohibiciones diferenciales que tratamos de oponerle. Las de Lévi Strauss no son tan eficaces como las culturales y, sin embargo, incluso las culturas más vigorosas terminan por recaer en el famoso caos de Anaximandro. El fragmento más célebre de este pensador afirma que todas 76

Girard hacia Levi-Strauss, a la vez que es objeto de su mayor diferencia con él. Le dice Girard a Stella B.: Quería aprovechar lo mejor de Lévi-Strauss sin sucumbir a la dictadura de la diferencia, en la que se precipitaron a continuación los últimos años del siglo XX, que terminaba muy mal, a mi entender. Para seguir mi idea es necesario introducirse primero en la literatura y dejarse instruir por ella (…) La literatura me ha hecho comprender que el desorden y la violencia son lo mismo que la pérdida de las diferencias. Esta es la experiencia de la que Lévi-Strauss no quiere ni oír hablar, por supuesto, y no se le puede culpar por ello (GIRARD, 2006b: 109).

II.1.2. La escena del crimen del asesinato fundador Retomemos el hilo por donde lo habíamos dejado cuando observábamos cómo la racionalidad filosófica critica a la mítica, ahí donde Platón denostaba los vicios criminales que vemos cometer a los dioses mitológicos y le corregía la plana a los teólogos, proponiendo un dualismo que, por cierto, ya también observamos en su relación con aquel de Zaratustra. Nos dice Girard, contra el procedimiento platónico, acerca de las injusticias que vemos a los dioses arcaicos de todas las las cosas emergen primero del caos, apeiron, para enseguida, diferenciarse, para, en otros términos, convertirse en cosas, pero finalmente recaen todas en el abismo del que salieron, a causa de su violencia recíproca, mimética: ‘castigándose las unas a las otras por su perfidia según el orden del tiempo’, dice Anaximandro. Este fragmento extraordinario (...) trata también sobre el diferencialismo y la indiferenciación contemporánea” (GIRARD, 2006b: 111). 77

culturas cometer: “No se trata de suprimir inicialmente el crimen del dios (...) Los consumidores serios de la mitología entienden perfectamente que la violencia infringida a su dios se justifica por la falta previamente cometida por él” (GIRARD, 2002a: 110). La clave para descifrar los mitos y acceder a “las cosas ocultas desde la creación” no implica buscar ningún objeto particularmente oculto: la encontramos en uno de los elementos que le son comunes a los mitos más primitivos: justamente en los crímenes de que se acusa a las divinidades arcaicas. La llave del mito ha estado ahí todo este tiempo, y no es raro que las verdades que más fácilmente se nos escapan sean precisamente aquellas que tenemos precisamente frente a nuestros ojos, como ocurre en La carta robada de Poe, o como gusta de recordar Chesterton: la mejor forma de ocultarse es aparecer a plena luz de día y frente a todos, en el café de una calle concurrida. En efecto, “la sobreabundancia de pruebas impide que nos demos cuenta de la universalidad del deseo mimético y del mecanismo sacrificial” (GIRARD, 2006a: 16), que son los temas de los que invariablemente tratan los mitos, según René Girard. Para discernir la mistificación presente en todos los relatos mitológicos, Girard nos propone leer los mitos como relatos policiacos cuyo crimen ha quedado sin resolver,21 pues su ciencia lo es sobre un acontecimiento, pero sobre uno peculiar, que invariablemente se oculta:

21

“Yo suelo comparar mi propia investigación con una especie de novela policiaca de

intriga, sobre todo teniendo en cuanta que no hay que desentrañar un solo asesinato, sino muchos crímenes análogos” (2006a: 183). 78

Estoy, en efecto, totalmente convencido de que hubo un acontecimiento real que fue ocultado, disimulado, y cuyas huellas se borraron. Pero creo también que hay que afirmar, siguiendo a Freud (...), que el hecho de borrar las huellas ¡también deja huellas! (GIRARD, 2006a:184). La referencia que la última cita hace se encuentra en Moisés y la religión monoteísta: “En la deformación de un texto sucede algo semejante a lo que ocurre en un crimen. La dificultad no está en cometerlo, sino en borrar sus huellas (FREUD, 2006, p. 52). Ahí, Freud da a entender que no es posible cometer el crimen perfecto: que es imposible ocultar el asesinato del padre, pues el intento de borrar las huellas deja constancia de la intención de hacerlo. ¿Y por qué querrían un grupo de hermanos terminar con su padre? Fundamentalmente, porque, escribe Freud, no sólo odiaban y temían al padre, sino que también lo veneraban como modelo, y (…) en realidad cada uno de los hijos quería colocarse en su lugar. De tal manera, el acto canibal se nos torna comprensible como un intento de asegurarse la identificación con el padre, incorporándose una porción de él mismo (FREUD, 2006, p. 100). Lo que quiere decir es que el crimen por el que se funda una comunidad ––su auténtico “contrato social”–– no se puede ocultar, y mucho menos en un relato que versa precisamente sobre ello. Desde esta perspectiva, el mito aparece como un intento por borrar las huellas del asesinato fundador del que, sin embargo, es el 79

mejor testimonio que tenemos: la defensa que los perseguidores hacen de sí mismos luego de cometer el crimen, representando su trama, eso sí, transformada, cifrada, oculta en el follaje de su polisemia poética. Esta hipótesis, que para Freud es vigente acerca del sistema inconsciente, Girard la adopta para la teoría mimética, no sin admitir el carácter de inconsciencia de semejante procedimiento. Para él, los mitos son, auténticamente, rastros del ciclo mimético, presente en la fundación de todas las culturas y manifiesto en sus ritos, como ya explicaremos más adelante en este capítulo. Aunque en la inteligencia del mito, Girard debe mucho a Levi-Strauss –“La mitología es un juego de transformaciones. Lévi-Strauss ha sido el primero en mostrarlo y su contribución es preciosa” (GIRARD, 2002a: 99)–, es a Freud a quien mira con la intención de elaborar una prueba hermenéutica sólida en antropología: Se suele pensar que [Freud] llegó a concebir la idea del crimen único primordial debido a su visión del padre, lo cual sólo es verdad hasta cierto punto. Pienso que en Tótem y tabú, así como Moisés y la religión monoteísta, descubrió realmente el asesinato colectivo a partir de rituales, aunque luego no los interpretó correctamente. Si nos ponemos a analizar los textos que reúne y cita, percibiremos enseguida la unicidad del crimen original, a pesar, claro está, de que las formas concretas de dar muerte son extremadamente diversas. Lo que tiene en común todos estos asesinatos es su carácter colectivo, y no la víctima. Además, vemos que de Tótem y tabú a Moisés se da un cambio en Freud, que pasa del crimen único a una multiplicidad de crímenes que, además, no considera ya que sean copias del 80

primero. En lugar del crimen primordial único, que situaba en el arranque mismo de la historia, ahora plantea un crimen original para cada una de las culturas, situado en su inicio; se trata de una idea a la que se ve conducido forzosamente a partir de la interpretación que hace de la muerte de Moisés… (GIRARD, 2006a: 177). Si las pesquisas de Girard y Freud no andan erradas, esta constituiría la prueba de mayor solidez a favor de la teoría mimética: “En toda novela policiaca el enigma que hay que resolver es siempre un asesinato. Sin embargo, la verdad es que en antropología no encontramos uno sino varios crímenes similares, y es justamente esa semejanza asombrosa entre todos ellos lo que constituye la prueba” (GIRARD, 2006a: 179). El acontecimiento que estamos buscando ya sabemos cuál es: un asesinato. Si es posible probar que hay una relación entre el asesinato de “un criminal” a manos de una multitud unánime y los estereotipos victimarios que repudiaba Platón en las divinidades arcaicas,22 habremos descifrado el mito del todo, accediendo a esa “poderosa causa secreta” detrás del hecho de los sacrificios. Lo que la haría identificable esta relación sería la repetición de una serie de estereotipos, el reconocimiento de ciertas estructuras consistentemente presentes

22

La razón por la que estos rasgos criminales están ausentes de los dioses presentes en las

religiones más sofisticadas queda explicada por la evolución de las civilizaciones y el desarrollo de la eventual exigencia de discernir el bien del mal. De ahí que los dualismos estén presentes en tantas concepciones religiosas. Ya hemos observado cómo operó este desarrollo en la censura de Platón a los dioses homéricos. 81

en todos los mitos, en mayor o menor medida: el común denominador de innumerables variables textuales. De aquí resulta no tanto que los relatos mitológicos sean verídicos como que éstos deforman un acontecimiento que realmente ocurrió en cada caso y que esta deformación puede ahora ser descubierta y superada. Esta hipótesis nos encamina a la solución de la espantosa pregunta de tan difícil solución que De Maistre se hacía en su Tratado sobre los sacrificios y que, en fin, tal vez colabore a dar cuenta de la espeluznante universalidad de los sacrificios: ¿De dónde habrían tomado los antiguos esta idea del renacimiento espiritual por la sangre? ¿Y por qué se habría escogido, siempre y en todas partes, para honrar a la Divinidad, para obtener sus favores, para desviar su cólera, una ceremonia que la razón no sugiere en absoluto y que el sentimiento rechaza? Es preciso recurrir necesariamente a alguna causa secreta, y esta causa era muy poderosa. (DE MAISTRE, 2009: 28).

II.2. La búsqueda del significado del mito al modo de un proceso criminal En nuestros días, luego de los trabajos antropológicos y etnográficos del XIX y el XX, del cuidadoso escrutinio al que se han sometido los relatos mitológicos, ningún lector familiarizado con la hermenéutica de los mitos que se ha hecho a través de los siglos, se conformaría con la solución platónica. Girard, desde luego, 82

no lo hace. Para el lector perspicaz de los mitos hay una justificación para la ambigüedad benéfico-maléfica atribuible a los dioses arcaicos, que se puede descubrir al reconocer que hay una serie de constantes que nos permiten acceder al núcleo de la racionalidad mitológica al descifrar los elementos comunes a todos los mitos. La presencia de los mismos elementos en todos los relatos análogos de todas las culturas lleva a Levi-Strauss a proponer y demostrar la hipótesis de la unidad del relato: es siempre el mismo, narrado de distintas formas. Una consecuencia que podría sacarse de la admisión de esta hipótesis, más que referirse a la sorprendente unidad de los relatos sobre el origen de nuestras comunidades, podría derivar de esa unidad otra hipótesis, sumamente plausible y demostrada en muchas otras sedes con otros argumentos, que van desde lo biológico a lo simbólico: la unidad de la estructura, individual y social, de lo humano. Esta hipótesis daría razón de por qué una obra de arte de otra cultura, cuyo lenguaje y símbolos me son ajenos, puede resultarme tan íntimamente familiar: porque hay que presumir un continuum de lo humano en todos los hombres y, por lo tanto, en todas las culturas. Pero hay otra consecuencia de la hipótesis sobre la unidad del mito, que confirmaría sublimemente la veracidad de la hipótesis clásica sobre el arte: el arte imita la naturaleza: la re-presenta: el mito tiene un correlato en un acontecimiento histórico. Así, el mito, más que una colección de fantasías imaginarias a las que las comunidades humanas absurdamente han dotado de un prestigio tal que las los admiten como genealogías válidas de ellos mismos, es un relato que cumple lo que promete: da cuenta del origen. El mito sería, así, el relato del acontecimiento que lo suscitó. Ese acontecimiento sucedió verdaderamente, en cada caso. 83

II.2.1. De cómo el mecanismo del chivo expiatorio es una máquina de asesinar inocentes y fabricar dioses Así como el deseo mimético es el basamento de la teoría mimética, pues explica la “enfermedad del deseo”, el chivo expiatorio es el cuerpo de la doctrina que propone la teoría mimética, al derivar como consecuencia de esta enfermedad la genealogía de lo humano en los sacrificios: la hipótesis del “asesinato fundador”. Hemos llegado aquí a la segunda hipótesis más fecunda de Girard y al asunto del que pretende dar cuenta la reflexión acerca del chivo expiatorio. La teoría mimética es, en este sentido, radicalmente análoga a la literatura detectivesca: “el enigma que hay que resolver es siempre un asesinato” (GIRARD: 2006a: 96): un sacrificio. ¿Cómo dar razón de la relación que buscamos entre la hipótesis del asesinato fundador y los rasgos criminales de las divinidades arcaicas? El método que tradicionalmente sigue Girard para demostrar esta relación y, en fin, descifrar los mitos consiste en, sencillamente, leerlos a la luz de la Pasión de Cristo,23 en

23

Por ejemplo: en Veo a Satán caer como el relámpago, así expone su método: “Creo que

todas las violencias míticas y bíblicas hay que entenderlas como acontecimientos reales cuya recurrencia en cualquier cultura está ligada a la universalidad de cierto tipo de conflicto entre los hombres: las rivalidades miméticas, lo que Jesús llama los escándalos. Y pienso asimismo que esta secuencia fenoménica, este ciclo mimético se reproduce sin cesar, a un ritmo más o menos rápido, en las comunidades arcaicas. Para detectarla, los 84

donde descubre de forma perfectamente esclarecida, todos los momentos del proceso social que representa el mecanismo del chivo expiatorio ––método que aquí queremos eludir, al menos hasta haber mostrado en otra sede la validez de este procedimiento–. Una vez reconocido “el referente”, es decir: el acontecimiento al que señala la presencia de ciertos elementos fijos en estas narraciones, procede a descubrirlos en varios relatos análogos. Su demostración procede tanto por la consistencia estadística de este procedimiento como por la verosimilitud de la propia interpretación en cada caso: en efecto, al ser así leídos, los relatos mitológicos adquieren una claridad inusitada: sus elementos más irracionales y mágicos quedan develados por el descubrimiento de un saber estable sobre ellos.24 Al inicio del capítulo anterior, ya sugeríamos que las potencias irritadas anhelosas de la sangre de los sacrificios que nuestros antepasados creían divinidades, somos en realidad nosotros mismos. El desciframiento de los mitos Evangelios resultan indispensables, puesto que sólo allí se describe de forma inteligible dicho ciclo y se explica su naturaleza” (GIRARD, 2006b: 15). 24

La justificación del procedimiento que sigue Girard radica no tanto en la frecuencia con

que se describen los mismos eventos en relatos de tan distintas procedencias, como en la consistencia con que los elementos falsos y los verdaderos se explican unos a otros: “Este carácter estadístico [de la prueba] no significa que la certidumbre se base en la pura y simple acumulación de unos documentos, todos ellos en la pura y simple acumulación de unos documentos, todos ellos igualmente inciertos. Esta certidumbre es de calidad superior. Todo documento de tipo del de Guillaume de Machaut tiene un valor considerable porque coinciden en él lo verosímil y lo inverosímil, dispuestos de tal manera que lo uno y lo otro explican y legitiman su recíproca presencia” (GIRARD, 2002a: 16). 85

nos ha conducido en este sentido: la primera huella que dejó el crimen que el mito relata está íntimamente ligada al primero de los fenómenos de los que el relato mitológico mismo pretende dar cuenta: el origen de los dioses. Sin embargo, ya vamos viendo de dónde surgieron nuestras divinidades y, con ello, el origen de nuestros cultos. Esos dioses son las víctimas de nuestros sacrificios y los asesinatos fundadores, el origen de nuestras religiones primitivas y, por lo tanto, de nuestras culturas. Feuerbach25 no hace sino continuar la vocación crítica de la filosofía en relación con la racionalidad mitológica al sugerir que no han sido los dioses quienes crearon a los hombres, sino que los hombres han creado a los dioses. Y no vemos más que razones para darle la razón. La postura de Evémero y de Girard ha sido defendida, si bien en otros contextos, por Feuerbach, como hemos dicho, y por Nietzsche. Ahora bien, Girard ha seguido el camino de interpretar los relatos mitológicos como pasiones más bien al modo de los cristianos bizantinos y de los evemeristas, aún más que como, aunque también, lo hizo Simone Weil. Por eso puede descubrir no solamente que los mitos relatan acontecimientos que realmente sucedieron sino, y con harta seguridad, en qué orden se sucedieron los acontecimientos hasta el asesinato de un inocente o una minoría a manos del odio unánime de toda la comunidad. La violencia de todos contra uno deriva en el sacrificio victimario de aquel que ha sido designado como chivo expiatorio. Esa víctima es emisaria de las culpas de la comunidad que la sacrifica. Al ser sacrificada, destruida, lapidada, despedazada, desmembrada, entregada a la divinidad, opera súbitamente una 25

Junto a Feuberbach, en esta tradición hermenéutica, están, Nietzsche y, aunque en otro

sentido, Simone Weil. 86

misteriosa reconciliación de los que sólo unos momentos antes habían formado una turba enardecida y, por el ensalmo de los efectos restauradores del sacrificio, ahora ha vuelto a ser la apacible comunidad que hasta antes de la crisis había sido. Las cosas vuelven a la normalidad y las jerarquías y diferencias se rehabilitan. Sin embargo, y por la misma razón por la que los victimarios no habían sido capaces de identificar su propia culpa y actuaban desde la inconsciencia al designar a una víctima propiciatoria, ahora no se reconocen los autores de esa súbita reconciliación: Los perseguidores ignoran que su súbita concordia, como su anterior discordia, es producto del mimetismo (…) Así pues, el todos contra uno mimético o mecanismo victimario tiene la asombrosa, espectacular propiedad, por lo demás lógicamente explicable, de traer de nuevo la calma a una comunidad momentos antes tan perturbada que nada parecía capaz de apaciguarla (GIRARD, 2002b: 58). No siendo capaces de reconocerse los autores del nuevo orden por la deposición unánime de la belicosidad, luego de haberla sublimado al dirigirla contra un enemigo común, más bien le atribuyen a la víctima del sacrificio el mérito por la paz conquistada que, verdaderamente parece sobrehumana: “Son los mismos homicidas, en suma, quienes sacralizan a su víctima” (GIRARD, 2002a: 120) que, habiendo desaparecido, es divinizada inmediatamente. El mecanismo del chivo expiatorio explica, así, cómo el que ha sido designado como supremo delincuente “se transforma en pilar básico del orden 87

social” (GIRARD, 2002a: 61). Es más: no sólo el transgresor se convierte en restaurador del orden social, sino auténticamente, en “fundador del mismo orden que ha transgredido” (GIRARD, 2002a: 60). El mito es, como ya referíamos y afirmaba Levi-Strauss, un juego de transformaciones. ¿Y en qué consisten esas transformaciones? Ya estamos en posición de advertirlo más allá de lo que el propio Levi-Strauss podía ver. Tanto la violencia colectiva que dio inicio al proceso social descrito por el mecanismo del chivo expiatorio como la reconciliación final que lo concluye son percibidos como fenómenos allende las fuerzas humanas, supranaturales, sobrenaturales, tanto como su poder destructor y su poder creador. Así, designar al chivo expiatorio como culpable único de la crisis que origina, por ejemplo, una peste, es tanto como atribuirle, al convertirlo en causa única de la crisis, potestad sobre ésta: el chivo expiatorio es, pues, el dueño de la peste, su autor y amo: su dios, y por ello puede disponer de ésta a su capricho, para castigar y recompensar (cf..: GIRARD, 2002a: 65). ¿Pero ese grandilocuente autor de la peste, que ha sido vencido por las piedras cada uno le ha arrojado, por los dardos que herían su piel, no lo ha asesinado la propia comunidad? ¿No está muerta la víctima? Es más: ¿no consiste en eso el sacrificio mismo? Esta explicación racionalista nada tiene que hacer en una comunidad primitiva o frente a una turba. Lo mismo que los efectos de la crisis son percibidos como sobrenaturales por quienes la experimentan en primera persona, los efectos reconciliadores del asesinato fundador son tenidos por favores que proceden del mismo sitio que los efectos nocivos que se querían eludir en primer lugar, por mucho que fueran tan obviamente atribuibles a la propia comunidad 88

como lo serían para nosotros. Para la comunidad sacrificial, lo cierto no es el cadáver de la víctima consagrada al sacrificio, si aún hay tal, si la comunidad no lo ha esparcido o devorado. Lo radicalmente cierto para la comunidad sacrificial son los efectos benéficos de la acción que la víctima ejerce sobre ella, desde dondequiera que ahora esté: Si esta víctima puede esparcir sus favores sobre los que la han matado más allá de la muerte es porque ha resucitado o porque no estaba realmente muerta (...) Para no renunciar a la víctima en tanto que causa, la [comunidad la] resucita si es preciso, la inmortaliza, por lo menos durante un tiempo: inventa todo aquello que nosotros llamamos trascendente y sobrenatural (GIRARD, 2002a: 63). Hay una explicación a por qué no encontramos en los mitos el relato del asesinato fundador, sino la representación de una interpretación de este acontecimiento, manipulado para justificar la razonabilidad del sacrificio a posteriori; es por eso que en los relatos mitológicos, las víctimas resultan monstruosas y su poder es fantástico. Es que, habiendo “sembrado” el desorden, primero, lo “restablecen” para convertirse, luego, en ancestros fundadores o divinidades (cf..: GIRARD, 2002a: 76): Entre lo que ha ocurrido realmente y la manera de verlo de los perseguidores, media una distancia que aún debemos aumentar para entender la relación entre los mitos y los rituales. Los ritos más salvajes nos muestran una multitud desordenada que poco a poco se polariza en contra 89

de una víctima y acaba por abalanzarse sobre ella. El mito nos cuenta la historia de un dios terrible que ha salvado a los fieles mediante algún sacrificio, o muriendo él mismo, después de haber sembrado el desorden en la comunidad (GIRARD, 2002a: 77). Pero, para que esto pueda ocurrir, para que la víctima sacrificada efectivamente “ascienda” y su potestad consiga preservarse, es precisa, de nuevo, la unanimidad mimética por la que cada miembro de la comunidad se convence de la divinidad de su víctima. Una creencia tan fuerte en el poder maléfico de la víctima entre quienes han participado de su sacrificio depende de la eficacia en la reconciliación de la comunidad, de que ésta pueda atribuirle el efectivo desvanecimiento de las sospechas, tensiones y represalias que, durante la crisis, habían gobernado la acción de cada uno como una fuerza externa y ajena a cada cual (cf..: GIRARD, 2002a: 60; 2002a: 76).26

26

“No habría chivo expiatorio si no se pasara de la mimesis del objeto deseado, que divide,

a otras mimesis, que permite, por su parte, que se establezcan todas las alianzas posibles contra la víctima. Sobre este peculiar giro reposa, antes que nada, el mecanismo del chivo expiatorio. Lo que importa, para resolver una crisis, es pasar del deseo del objeto, que divide a los imitadores, al odio del rival, que reconcilia cuando miméticamente todos los odios se polarizan sobre una sola víctima. Tras la resolución victimaria, esta unanimidad persiste y no implica conflicto alguno, ya que la víctima única polariza en torno a ella, siempre miméticamente, a toda la comunidad. La mimesis realizadora y conflictiva se trasforma, espontánea y automáticamente, en mimesis de reconciliación.” (GIRARD, 2006a: 63) 90

Sublime racionalismo, la crítica de la filosofía a la racionalidad mítica, que ya hemos visto cómo articula la teoría mimética, descubre el auténtico origen de las divinidades, y que no es más que el origen de las instituciones culturales que las predican, que no pueden haber surgido de la nada; pero para verlo hay que recurrir a la repetición ritual del asesinato colectivo (cf..: GIRARD, 2002b: 122). Así las cosas, “no hay nada en las religiones mítico-rituales que no se desprenda lógicamente del mecanismo del chivo expiatorio” (GIRARD, 2002a: 76). De tal suerte, el mecanismo del chivo expiatorio resulta una máquina de fabricar, por un lado, a) dioses y, por otro, b) relatos sobre estas producciones, los mitos y, en tercer lugar, c) la representación ritual del acontecimiento relatado por los mitos, cuidadosamente reproducido porque, si bien el ocultamiento a ojos de la comunidad sacrificial de la naturaleza de su persecución es indispensable para que opere esta máquina, también es cierto que en la repetición ritual del sacrificio original hay una carga bastante evidente de conocimiento sobre su significado. Tanto es así que, si las comunidades que perpetran los sacrificios, ya no originarios sino rituales, no estuvieran persuadidos de su eficacia, sencillamente no los celebrarían: “Es verdad que los ritos son unas acciones misteriosas, incluso y sobre todo para quienes los practican, pero son unas acciones deliberadas e intencionales. Las culturas no pueden practicar sus ritos inconscientemente. Los ritos son tanto temas como motivos en el seno del vasto texto cultural” (GIRARD, 2002a: 161). II.2.2 Representaciones litúrgicas y poéticas del sacrificio originario Girard reclama para la teoría mimética haber instituido el único esquema explicativo de los rituales primitivos y, de nuevo, es el deseo mimético el que hace 91

inteligible la relación entre el rito y el mito. Si la estructura general del rito, particularmente en los rituales arcaicos y en los ritos más primitivos que aún hoy tienen sitio, no es más que una simple repetición del acontecimiento que descubrimos en el relato mitológico que hemos descifrado, tenemos ahí otra confirmación de la pertinencia de este procedimiento hermenéutico, por un lado, y una demostración de que el origen de los ritos está en el asesinato fundador, pues éstos no hace más que imitarlo. Para demostrar la precisión interpretativa de la teoría mimética acerca del rito como revés del mito, basta mirar un documental sobre un ritual en una comunidad primitiva.27 En efecto, “todas las actividades mencionadas en el texto aparecen en los ritos y culminan, por regla general, en una inmolación sacrificial” (GIRARD, 2002a: 184).

27

Es precioso para la antropología cultural el trabajo de Leni Riefenstahl en Sudán, quien,

luego de filmar a Hitler y sus portentosos ejércitos, vivió durante ocho meses entre los “nuba” a inicios de los ’70. Produjo entonces dos libros de fotografías y filmó varias imágenes invaluables de sus ritos y costumbres. Algunas de ellas fueron recogidas por Ray Müller cuando acompañó a Riefenstahl de vuelta a Sudán 23 años después, en su documental Leni Riefenstahl: Ein Traum von Afrika (2000). En este magnífico documento, Müller sobrepone algunas fotografías e imágenes de la orgullosa tribu, tomadas por la cineasta en su primer viaje a aquellas que proceden del segundo viaje, dramático porque retrata la decadencia de la comunidad nuba. Entre las imágenes de Riefenstahl las hay suficientes para mostrar la secuencia invariable de los rituales sacrificiales primitivos: las danzas iniciales que imitan la crisis de todos contra todos, los rivales miméticos que se disputan bastante en serio, la expulsión ritual y una danza que lo sigue, de alegría y reconciliación. El documental está disponible en Youtube: http://youtu.be/MJdIM2rU_5o (última revisión: diciembre 11, 2012). 92

Lo que podemos observar en los rituales propios de las religiones arcaicas, no solamente se asemeja, sino que se identifica punto por punto, con el acontecimiento que imitan: se trata de la concienzuda representación del asesinato fundador, de una “indiferenciación pura y simple” (cf.. GIRARD, 2002a: 185). No hay elementos originales ni creativos en los rituales arcaicos: solamente la mera representación, bastante realista por cierto, del mecanismo del chivo expiatorio. Lo único peculiar es el ocultamiento del asesinato fundador que, no obstante, brilla por su presencia en todo el proceso ritual que no hace más que re-proponerlo sin modificaciones, repitiéndolo al punto en que realmente se vuelve a ofrecer una víctima en sacrificio del que, por fuerza, participa toda la comunidad de alguna manera, pues a toda la comunidad involucra. Incluso es elocuente la razón por la que esta clase de ritos ocurren con una frecuencia asombrosa en las comunidades primitivas: Lejos de frenar o de interrumpir el juego mimético de los deseos, la actividad ritual lo favorece y lo arrastra hacia unas víctimas determinadas. Cada vez que se sienten amenazados de discordia mimética real, los fieles entran en ella voluntariamente; liman sus propios conflictos y emplean todo tipo de recetas para favorecer la resolución sacrificial que volverá a ponerles de acuerdo a expensas de la víctima (GIRARD, 2002a: 185). Contribuye a reforzar la tesis sobre el asesinato fundador y su relación con el rito, la sucesiva complicación de las ceremonias rituales, conforme las comunidades que los ofrecen se vuelven más complejas y su cultura se aleja cada vez más, aunque nunca demasiado, del origen violento en que se fundaron. En un inicio, la mistificación ritual, el ocultamiento del sacrificio originario ahí donde se 93

lo representa minuciosamente, no es otra cosa que el ocultamiento del deseo mimético, la huida de la indiferenciación que significa la portentosa violencia desatada de la crisis mimética (cfr.: GIRARD, 2002a: 187). Las comunidades obtienen de la representación mimética de la crisis originaria que cada vez vuelve a fundar el orden social, el espíritu de solidaridad comunitaria y religiosa, cada vez más que el propio sacrificio victimario que, eventualmente ––esto es: mucho más lejos en el tiempo de lo es imaginable, es sustituido por el sacrificio animal bajo los principios, que ya invocábamos, de la virtud redentora de la sangre y el dogma de la sustitución. Así, cada vez más el aspecto festivo y el de convivencia adquieren mayor importancia para el rito (cf.: GIRARD, 2002a: 186), lo que, sin embargo, no hace menos eficiente y aún necesario volver a poner en marcha el mecanismo del chivo expiatorio en toda regla si la repetición ritual no basta para aplacar la potencia del dios irritable que nuestra belicosidad ha creado. Observamos una unidad indisociable del mito y el rito, de la religión y el relato mitológico que expone el origen de nuestras creencias, donde celebramos el misterio que aprendemos del mito. Ambas instituciones tienen un carácter catártico del deseo mimético, primero, y uno educativo sobre sus consecuencias, a continuación. Representan la mejor oportunidad de las comunidades humanas de sobrevivir y de construir una civilización, atajando la violencia mimética. Cuanto mejor opere en la comunidad aquello que el mito le enseña y que al celebrar en los ritos, aprende a creer, mejores son las oportunidades de esa comunidad de alejarse de la violencia generalizada y mantener tales relaciones de reciprocidad positiva que la colaboración le permita dirigirse hacia un refinamiento cada vez mayor,

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hacia la civilización que, no en balde, enfatiza el talante social de la cultura.28 Esta explicación que ofrece la teoría mimética del origen, sentido y evolución de las 28

No pudiendo ya detenerme en el fascinante proceso histórico por el que las

representaciones rituales derivan en legislaciones que prohiben el mimetismo del deseo, quiero solamente referir algunos sitios en donde Girard lo hace. En Veo a Satán caer como el relámpago, interpreta las tablas de la ley judía como una pedagogía que busca educar el deseo, purificarlo; así, lee el decálogo en orden ascendente, desde el primer mandamiento que implica la renuncia a los ídolos, producidos por los sacrificios victimarios, y la admisión insólita de un solo Dios totalmente Otro y trascendente, hasta la prohibición del propio deseo mimético de apropiación en tanto que conflictivo mediante una pedagogía progresiva. La admisión del deseo mimético representa una invitación a la guerra de todos contra todos, mientras que la prohibición del deseo mimético da en la diana sobre lo que es importante para la preservación y armonía de las sociedades: “El legislador que prohíbe el deseo de los bienes del prójimo se esfuerza por resolver el problema número uno de toda comunidad humana: la violencia interna” (GIRARD, 2002b: 25). Habiendo aprendido esto, aún más fascinante resulta releer la hipótesis freudiana, admitida por Girard, del asesinato de Moisés, el legislador, a manos de sus hijos, tan idéntico al asesinato de los gemelos fundadores de Roma y a tantos otros padres de los pueblos. Leemos en El chivo expiatorio: “El personaje de Moisés es un ejemplo de chivo expiatorio legislador. Su tartamudeo es un signo victimario. Aparecen en él unas huellas de culpabilidad mítica: la muerte del egipcio, la falta que provoca la prohibición de penetrar en la Tierra prometida, la responsabilidad en las diez plagas de Egipto que son unas pestes indiferenciadoras. Todos los estereotipos de la persecución están ahí, a excepción del homicidio colectivo, de igual manera que en el caso de Rómulo. Freud no se equivocó al tomar en serio este rumor de homicidio colectivo” (2002a: 222). También: “En el paroxismo del mimetismo conflictivo, la polarización sobre una víctima única puede llegar a ser tan fuerte que todos los miembros del grupo se esfuerzan por participar en su 95

culturas, da cuenta de las condiciones de contención de la violencia, primero mediante el mecanismo del chivo expiatorio, y a continuación, mediante el sistema de representación que surge de él y que tiene en los ritos primitivos, en un primer momento, en la evolución de los sistemas religiosos y legislativos, a continuación, y en la dramaturgia, la arquitectura, la música y la poesía, sus elaboraciones más sofisticadas y cada vez más emancipadas del origen violento de la cultura, que eventualmente pasa desapercibido o es censurado, hasta que los cánones se alejan de la sola imitación de las formas relativas a la crisis, dando lugar a multitud de horizontes. Ya conocemos el destino de los rituales y sus pares, los mitos, conforme se complejiza la comunidad que los celebra y relata. Se trata del procedimiento mediante el que Platón criticaba a las divinidades arcaicas y proponía el dualismo

muerte. Este tipo de violencia colectiva tenderá espontáneamente hacia las formas de ejecución unánimes, igualitarias y a distancia (…). ¿Significa esto que los grandes legisladores primordiales que mencionan tantas tradiciones religiosas no han existido nunca? En absoluto. Siempre hay que tomar en serio las tradiciones primitivas, sobre todo cuando se parecen. Los grandes legisladores han existido pero jamás han promulgado la legislación en vida suya. Coinciden, evidentemente, como los chivos expiatorios cuyo definitivo exterminio es escrupulosamente imitado, copiado y perfeccionado en los ritos, a causa de sus efectos reconciliadores. Los efectos son reales porque esta muerte ya se parece al tipo de ejecución capital que de ella se desprende y que reproduce los mismos efectos, ataja la venganza. Así pues, parece proceder de una sabiduría más que humana y sólo puede ser atribuido a un chivo expiatorio sacralizado, como todas las instituciones que derivan del mecanismo victimario. El legislador supremo es la misma esencia del chivo expiatorio sacralizado” (GIRARD, 2002a: 222). 96

ético, el mismo que previamente produjo, lentamente, las instituciones culturales y las jerarquías sociales que hacen de dique a la mayor amenaza de cualquier comunidad humana: la violencia interna, cuyo origen hemos encontrado en la enfermedad del deseo. El sucesivo alejamiento del asesinato fundador pone en crisis el orden sacrificial que había fundado, dando sitio a una sofisticación de ese mismo orden en otro mucho más civilizado que la confusión en las divinidades sagradas de bendición y maldición. Recapitulemos lo que hemos aprendido acerca de la crítica de la filosofía platónica a la racionalidad mítica. Aunque la cita es larga, vale la pena reproducirla a modo de conclusión de esta sección: A medida que la comunidad se aleja de los orígenes violentos de su culto, el sentido ritual se debilita y se refuerza el dualismo moral. Los dioses y todas sus acciones, incluso las más maléficas, sirvieron inicialmente de modelos para los ritos. Eso quiere decir que las religiones, en las grandes ocasiones rituales, dejan un cierto espacio al desorden, aunque siempre lo subordinen al orden. Llega el momento, sin embargo, en que los hombres sólo buscan unos modelos de moralidad y existen unos dioses limpios de cualquier culpa. No hay que tomar a la ligera las quejas de un Platón o las de un Eurípides, que también quiere reformar a los dioses. Reflejan la descomposición de lo sagrado primitivo, es decir, la tendencia dualista que sólo quiere retener de los dioses su aspecto benéfico; aparece toda una ideología que consiste en rechazar lo sagrado sobre los demonios, en diferenciar cada vez más los demonios de los dioses, como hace la religión brahmánica, o en considerar lo maléfico como nulo y no sucedido, en pretenderlo sobreañadido a una religión más original y la única realmente conforme con el ideal proyectado por el reformador. En realidad, el reformador se confecciona un origen 97

propio, remitiendo este ideal a un pasado puramente imaginario. Por una parte, este rechazo es lo que transfigura la crisis original en idilio y en utopía. Lo indiferenciado conflictivo se invierte en función afortunada (GIRARD, 2002a: 106).

II.2.3. Lo que sobre los mitos nos enseñan los relatos de persecución unos años después En El chivo expiatorio29 expone otra ruta argumentativa hacia el desciframiento del mito, y una que nos es más útil ahora. El camino comienza por la comparación de los testimonios que conservamos acerca de persecuciones de siglos pasados con la información que de ellos tenemos a través de nuestra Historiografía: invariablemente son inconsistentes. Esa inconsistencia es la mayor prueba que tenemos: nosotros sabemos la verdad y, por lo tanto, que los testimonios mienten. Veamos cómo es esto. La historiografía ha reunido constancia de una serie de persecuciones arbitrarias contra minorías o individuos (los judíos, las brujas, los hechiceros), en medio de grandes crisis sociales (pestes, guerras...). Poseemos, por otro lado, ciertos documentos donde algún miembro del bando de los perseguidores relata, justificándola, la expulsión o el asesinato de dichas minorías.30 A los acusados se

29

A ello dedica el primer capítulo.

30

“Lo que engendra la certidumbre es la combinación de dos tipos de datos [es decir:

aquellos que proceden de nuestra Historiografía y aquellos que proceden de los relatos que los propios perseguidores narran explicándonos lo ocurrido]. Si sólo se presentara esta 98

les imputan cosas absurdas, siempre (el incesto, el parricidio, la impiedad, envenenar los pozos y los ríos, por ejemplo), que jamás se encuentran en una relación causal con la crisis que aqueja a la comunidad (¿cómo podría la supuesta relación incestuosa de un individuo provocar una peste en toda regla?). Sabemos, por eso, que tales textos son tendenciosos. Que el autor de esos textos, en todos los casos, está defendiendo su causa: la del perseguidor. Y es que lo más extraordinario de estos relatos es que invariablemente se resuelven en el asesinato violento y colectivo de un individuo o una minoría, o en su expulsión de la comunidad a la que pertenecían, primero, y luego en una reconciliación tras la superación casi mágica de la crisis por el sacrificio.31 De ahí que estos documentos sean llamados por la hermenéutica contemporánea “textos persecutorios”: Entiendo por ello [“textos de persecución”] los relatos de violencias reales, frecuentemente colectivas, redactados desde la perspectiva de los perseguidores, y aquejados, por consiguiente, de características distorsiones. Hay que descubrir estas distorsiones, para rectificarlas y para determinar la

combinación en unos pocos ejemplos, tal certidumbre no sería completa. Pero la frecuencia es demasiado grande para que la duda sea posible. Sólo la persecución real, vista desde el punto de vista de los perseguidores, puede explicar la conjugación regular de estos datos. Nuestra interpretación de todos los textos es estadísticamente cierta” (GIRARD, 2002a: 16). 31

“Sólo me refiero aquí a las persecuciones colectivas o con resonancias colectivas. Por

persecuciones colectivas entiendo las violencias perpetradas directamente por multitudes homicidas, como la matanza de los judíos durante la peste negra” (GIRARD, 2002a: 21). 99

arbitrariedad de todas las violencias que el texto de persecución presenta como bien fundadas (GIRARD, 2002a: 18). El conocimiento histórico de una persecución injustificada permite leer un texto acusatorio como lo que es: un intento por justificar una victimización arbitraria:32 Semejante trabajo hermenéutico ha ganado sobrada legitimidad en los círculos académicos después del estructuralismo. Pero a todos escandalizó que Girard extendiera este procedimiento a los mitos, primero, y luego a las Escrituras. Desde el Renacimiento, el mundo pagano, con la mitología griega al frente, viene gozando de un prestigio de salud, de una reputación de sensatez y transparencia, mientras que la concepción judeocristiana del mundo es observada en su malsana obsesión por la sangre, las víctimas, los culpables.33 La violencia que atraviesa la Biblia se opone a las joviales, olímpicas sonrisas de los dioses del panteón griego, de sus mitos y tragedias, diría la hermenéutica contemporánea. Girard derribó esta concepción ingenua de los mitos en al probar que son relatos de la misma naturaleza que los textos persecutorios.34 32

“Es indudable que tales relatos de persecuciones nos mienten de una manera tan

característica de los perseguidores en general y de los perseguidores medievales en especial que su texto confirma exactamente, punto por punto, las conjeturas sugeridas por la propia naturaleza de su mentira. Cuando lo que afirman los presuntos perseguidores es la realidad de sus persecuciones, merecen que se les crea” (GIRARD, 2002a: 15). 33

La elección de los adjetivos no es casual: quiero señalar la valoración más afectiva que

racional que se hace sobre estos relatos. 34

Este argumento adquiere su mayor fuerza en el descubrimiento de que existe un

continuum en lo humano, que aquí significaría que, en realidad, por mucho que nos 100

II.3. El saber del mito II.3.1. Estereotipos presentes en los relatos mitológicos El sitio de su obra donde más esquemáticamente encontramos indicaciones sobre qué deberíamos buscar en la interpretación de los mitos es, también, El chivo expiatorio. Ahí señala: Cada vez que un testimonio oral o escrito muestra violencias directa o indirectamente colectivas nos preguntamos si ellas suponen además: a) la descripción de una crisis social y cultural, o sea de una indiferenciación generalizada ––primer estereotipo––, b) crímenes “diferenciadores” –– segundo estereotipo––, c) la designación de los autores de esos crímenes como poseedores de signos de selección victimaria, unas marcas paradójicas de indiferenciación ––tercer estereotipo. Hay un cuarto estereotipo, y es la propia violencia (GIRARD, 2002a: 35).

creamos mejores que ellos por la razón que sea, no somos tan distintos de nuestros antepasados como creemos. Nuestra cultura es singularmente diestra en descubrir los chivos expiatorios de los demás, como sugiere el mero apelativo que le damos a los textos que hemos referido, “persecutorios”; y sin embargo a menudo somos bastante menos diestros para describir nuestra propia condición de perseguidores. (Pero ya trataremos esto más adelante). 101

Si el procedimiento interpretativo de Girard es válido, de ello se derivaría, entonces, que, en efecto, los mitos relatan un acontecimiento histórico en cada caso, y que todos los relatos de esta naturaleza describen un acontecimiento idéntico, que repite los mismos patrones y donde siempre se pueden identificar los mismos elementos, que darían razón de por qué los mitos primitivos le atribuyen a las divinidades arcaicas tanto características buenas como malas, aunque aún no hemos visto de qué momento del proceso social que describen procede cada grupo de características, y eso es lo que buscaremos en el tercer capítulo al identificar los momentos que componen el proceso completo del ciclo mimético. Estos momentos son los que nos invitan a buscar en los relatos persecutorios, los mitos y las Escrituras el autor de La violencia y lo sagrado. A continuación, los iremos describiendo: componen el ciclo mimético, también llamado por Girard “mecanismo del chivo expiatorio”.

II.3.2. El saber del mito Ahora sí estamos en posición de reconocer el saber del mito. Ya sabemos que, en las instituciones religiosas y los relatos mitológicos deberíamos buscar una rememoración de la violencia sobre la que se fundaron; violencia que es bastante patente para quien la aprende a ver y la reconoce en sus estereotipos tanto en las instituciones religiosas y culturales como en los relatos escritos bajo la racionalidad mitológica, para descubrir que, por cierto, verdaderamente el arte imita a la naturaleza, pues en éstos se descubre tal como una re-presentación. 102

Ya sabemos también que el juego de ocultamiento y transformaciones en que consisten el mito y el rito se complejiza conforme, de generación en generación, el relato se transforma y depura, discerniendo lo bendito de lo maldito y procurándose solamente paradigmas ejemplares del bien, a la vez que cada vez más profundamente se oculta el secreto sobre la distorsión original (cf.. GIRARD, 2002a: 127). Así, podemos concluir, más que contra Platón, en el sentido de su crítica, pero más allá de lo que él alcanzó a discernir, que para acceder al sentido más hondo del mito, el procedimiento no se trata, como intentó el filósofo griego, de suprimir los crímenes estereotipados de los dioses primitivos, sino en reconocerlos para discernir en la “divinidad todopoderosa tanto para el bien como para el mal” (GIRARD, 2006a: 63-64): a la víctima sacer. Estamos por fin en posesión del saber que relaciona a la divinidad sagrada con la víctima del sacrificio fundador, poniendo en ello la piedra de toque de la arquitectura argumentativa que sostiene el mecanismo del chivo expiatorio en la teoría mimética. Los perseguidores han infligido a su dios una violencia más que justificada, desde su perspectiva, por el crimen tan atroz previamente cometido por él y de efectos tan devastadores para la comunidad. No reconocer, e incluso sustraer, la justificación por la que la comunidad vicaria ––¡tanto o más sagrada que la propia víctima, pues engendra a la comunidad!–– sacrifica a la víctima fundadora, representaría achacarle a los primeros padres, tan admirados y ejemplares, crímenes aborrecibles. Así, el intento moralista y moralizante de exculpar a la comunidad vicaria desenlaza en la presencia inexplicable de matices sutiles de la culpabilidad divina en los textos ya más evolucionados (cf..: GIRARD, 2002a: 110). 103

Si, al contrario de este procedimiento, reconocemos los crímenes estereotipados de las divinidades arcaicas y, en ello, a la comunidad vicaria que diviniza a la víctima de una persecución violenta y arbitraria, estaremos en condiciones de reconocer la radical simetría que hay entre los textos de persecución y los mitos, relación que sus intérpretes estructuralistas no alcanzan a observar y que confirma a una: a) la validez del procedimiento hermenéutico sobre los textos persecutorios y los mitos que propone la teoría mimética, b) la relación íntima entre la violencia y lo sagrado en las comunidades primitivas y arcaicas y, en fin, c) la comunidad de todas las comunidades humanas en asesinatos de esta naturaleza y, por lo tanto, d) la simetría entre el mito y el rito, e) la eficiencia del orden religioso como fuerza civilizadora f) que contiene la violencia, lo mismo que el propio mecanismo del chivo expiatorio y por las mismas razones, a saber, g) que prohíbe el deseo mimético y h) fomenta la dimensión positiva de la imitación (mediación externa). Si el mito es leído como texto de persecución, se descubrirán en él dos momentos, que son, como si dijéramos, los dos momentos del mismo acontecimiento histórico de la creación de lo divino sagrado a manos del hombre (cf..: GIRARD, 2002a: 70): el primer momento se refiere a la acusación y persecución del chivo expiatorio, culpable, maléfico. El segundo se refiere a la reconciliación de la comunidad luego del sacrificio victimario, reconciliación que le atribuyen los perseguidores a la divinidad de la víctima, inventando así la dimensión positiva de su sacralidad. ¿Qué nos revela la presencia constante de lo maléfico en las divinidades primitivas? En las religiones más arcaicas, donde todo procede de los dioses: el 104

bien, el mal, y nuestra suerte dependen de su capricho, en realidad es a nosotros mismos a quienes describen los rasgos que les atribuimos. Son extraordinariamente poderosos. Por ello hay que aplacarlos con sacrificios. O, de otro modo, que la humanidad ha precisado, desde el origen de su historia y hasta ahora, de la efusión de sangre, del mecanismo del chivo expiatorio. Si las conclusiones de la teoría mimética son ciertas, al parecer es cierto que el sacrificio es el motor de la historia y el origen de toda nuestra ciencia.35 Girard reconoce la revelación del mecanismo del chivo expiatorio, junto con los Evangelios, a la obra de Nietzsche, quien fue el primero en referir de forma estable y consistente este saber, en el contexto filosófico moderno. Concluyamos este apartado refiriendo el comentario que René Girard hace del celebérrimo aforismo 125 de La ciencia jovial, tan central para la genealogía de nuestra época: Trato de hacer ver que todo el mundo deforma este texto concreto. En lugar de “Dios ha muerto”, lo que realmente dice Nietzsche es que “lo hemos matado”. Y que, partiendo de ahí, hemos de inventar un ritual de expiación, es decir, una nueva religión. De lo que nos habla Nietzsche es de

35

Aunque en la teoría elaborada por Durkheim no estén presentes ni el ciclo mimético ni

el mecanismo de la víctima única, y aunque no sea capaz de discernir las religiones sagradas del judeocristianismo, Girard reconoce en El chivo expiatorio (GIRARD: 136-137) el mérito que este pensador tiene al reunir dos términos, “trascendencia” y “social”, en su teoría a la que llama “la mejor de las teorías antropológicas de lo social”. Esta doctrina apuntaría a la fusión de lo religioso y lo social, con acierto, en opinión de nuestro autor. 105

una refundación religiosa para la sociedad. Todos los dioses comienzan con morir. Se trata, pues, de un gran texto sobre el eterno retorno (de la religiosidad sacrificial, se entiende), un texto acerca de la creación y la recreación de la cultura, que siempre implica la presencia inicial de un crimen de una muerte fundacional. Hay textos que van más allá del pensamiento explícito del autor, y es justamente el caso del que define el eterno retorno como una sucesión sin fin de ciclos sacrificiales de los que dan referencia los aforismos más conocidos de Anaximandro y Heráclito” (GIRARD, 2006a: 105).

II.3.3. Dios ha muerto. Lo hemos matado Al sistematizar una teoría acerca de los ciclos de violencia y concordia en los que se desenvuelven las vidas de los hombres como en un gran escenario (el de la historia humana), Girard hace lo impensable: pensar la ratio de la crisis: descubrir, en lo que parece escapar a nuestro poder de representación por su radical contingencia, lo que en ello hay de regular. El mecanismo del chivo expiatorio piensa el esquema general de semejantes procesos, cuya clave de lectura descubre en el secreto del origen de las propias crisis: una condición del deseo humano que tiene una tendencia universal a esconderse: la rivalidad que oculta nuestro mimetismo, el equilibrio de la belicosidad que oculta nuestro orden. Sin embargo, aunque la teoría mimética piense lo impensable, no ha hecho más que enfrentarse en clave 106

científica a lo que ya ha sido representado tan constante y consistentemente por todas las culturas humanas. El mérito de la teoría mimética no está en reconocer la figura que trazan los procesos históricos por los que atraviesa el peregrinar humano. Esto ya lo hacen todas las tradiciones religiosas y, en nuestro tiempo, la tradición antropológica del XIX y el XX. No es extraño, si consideramos, como la teoría mimética, que es nuestro saber sobre los sacrificios aquel por el que llegamos a convertirnos en humanos, tanto porque la evolución humana tiene como condición el descubrimiento del mecanismo del chivo expiatorio, como porque a éste le debemos nuestra civilización. De nuestro saber sobre los sacrificios proceden el resto de nuestros saberes, primeramente desarrollados para el enriquecimiento del ritual por el que nos los representábamos, y que está manifiesto tanto en la forma de los ritos como en el relato de los mitos, que invariablemente refieren a un acontecimiento del que son una re-presentación (ritual, textual): la persecución y el asesinato violento de una víctima, perpetrados por una multitud. La frecuencia de su representación y la recurrencia de su ocultamiento son dos datos muy notables acerca del mecanismo del chivo expiatorio. En torno a los sacrificios, hemos aprendido lo que sabemos, aunque hagamos todo por ocultárnoslo. Los antropólogos del siglo XIX tuvieron la audacia de emprender una aventura cultural verdaderamente fascinante al develar lo que habíamos ocultado: se enfrentaron a los mitos y ritos de las comunidades humanas para descubrir aquello que hemos argumentado en el capítulo anterior: la presencia del mecanismo del chivo expiatorio al centro de todas las religiones del mundo. Conforme se aproximaron al núcleo de la religiosidad humana, fueron 107

reconociendo sus semejanzas y patrones ––o, mejor aún: en qué sentido difieren en el mismo sentido los mitos y rituales religiosos. Fue su devoción positivista lo que les permitió, aunque con imprecisión y aproximativamente, transgredir los tabúes por los que se ocultaron durante siglos, y particularmente para quienes dependían culturalmente de ellas, al investigarlas, las formas y el significado de las violentas propias de la religiosidad arcaica, tan idénticas a las nuestras. Sin embargo, fue también su devoción positivista lo que les impidió ir mucho más lejos del mero reconocimiento de la simple equivalencia de todas las tradiciones religiosas. A los positivistas solamente les es dado, estrictamente, tratar con datos. Pero los datos son ciegos. No significan nada. No si no son interpretados. El mérito de la teoría mimética está en haber dado con la interpretación que vuelve inteligible y consistente el saber común a las tradiciones religiosas, más allá del mero reconocimiento de su regularidad. Para reconocer este saber religioso en sede científica, era precisa una hermenéutica, una ciencia judeocristiana. ¿A qué me refiero? (Este no es un mero juego de palabras, por mucho que a cierta herencia positivista, inconsciente de la procedencia de su desmitologización, pueda resultarle un oxímoron). Me refiero a la lectura que permite relacionar en dos relatos aparentemente disímbolos la diferencia que les es común. Los positivistas y Nietzsche dependen de una hermenéutica como la bizantina, capaz de relacionar la figura de Edipo y la figura de Jesús, fundando en las posibilidades de la analogía, que reconoce en dos términos distintos aquello que les es común, lo analogable. Esta hermenéutica procede mediante la precisa definición de paradigmas o modelos, que se convierten en punto fijo para 108

ulteriores comparaciones. Es a este método que los bizantinos, entonces, y ahora Von Balthasar, deben lo revelador de sus obras: “los Bizantinos interpretan toda la literatura antigua como Pasiones” (GIRARD, 2006b: 98). Sobre esta clase de lectura, Michel Serrés, en el discurso con el que da la bienvenida a la Academia Francesa a René Girard, le dice: El origen de la tragedia, que Nietzsche busca sin encontrarlo, lo ha descubierto usted; yacía, a plena luz, en la raíz helénica del término mismo: tragos significa, en efecto, chivo, ese chivo expiatorio que las multitudes dispuestas a la carnicería expulsan tras cargar sobre él los pecados del mundo, los suyos propios, y del que el Cordero de Dios invierte la imagen. (SERRÉS en GIRARD, 2006b: 152). Podríamos decir que el auténtico descubridor del origen de la tragedia en el mundo moderno es Freud: él descubre en la hipótesis del asesinato fundador, primero, y luego de la multitud de asesinatos paralelos, la ratio común a los datos que ya habían sistematizado los antropólogos positivistas. Pero no es del todo justa la valoración del trabajo nietzscheano que hace aquí Serrés. Nietzsche sí que reconoce la dirección que hay proceder para dar con del origen de la tragedia; sin embargo, descubre algo que es mucho más valioso que el origen de la tragedia, y esto sí con una precisión inaudita: su significado. Si creemos contra los estructuralistas, quienes lo miran como si fuera un místico o un mago ininteligible pero interesante, y a favor de Girard, que Nietzsche no está más allá de toda

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posibilidad interpretación, sino que se pueden reconocer en su obra intenciones, discursos y argumentos, habría que reconocer que: Lo esencial de la genealogía nietzscheana es lo religioso. En su genealogía, en lo que tiene de esencial, encuentro los rasgos comunes entre el mito y el cristianismo, así como la diferencia de éste con el mito. Si se da usted cuenta, se trata siempre de la distinción entre hechos e interpretación. Pero, suprimiendo

la

problemática

religiosa

y

la

del

sacrificio,

el

deconstruccionismo evita toda elección… (GIRARD, 2006b: 12-121) Nietzsche ve más lejos que Freud y que los deconstruccionistas al afirmar no solamente que Dios ha muerto, en el sentido que se le da en nuestro tiempo a la expresión: el Dios judeocristiano, que es un dios mortal como el resto de los dioses de los que tenemos noticia, porque nosotros lo hemos creado y depende por tanto de que lo venere una civilización, como la griega veneró a Apolo, va agotando su poder inspirador: el mundo se ha desencantado y hemos reconocido, adultos al fin, que nuestra indigencia y nuestra gloria no tienen mayor trascendencia. Nietzsche no solamente reconoce la falsa trascendencia de los dioses paganos, que quiere volver a proponer porque reconoce el valor que han tenido en la preservación del orden social, sino que entiende el verdadero significado de esa falsa trascendencia al negarse a admitir la identificación, que los positivistas hicieron inmediatamente, lo mismo que Freud, de todas las tradiciones religiosas con la judeocristiana. Escribe Girard: “[Nietzsche] Sabía demasiado sobre la

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mitología pagana como para no rebelarse ante la pobre asimilación de lo judeocristiano a lo pagano” (GIRARD, 2000: 245). Por un lado, Nietzsche da crédito a la operación de los positivistas hasta cierto extremo. Por otro, rechaza la totalidad de la generalización. Es decir: reconoce que hay algunos elementos análogos al mito y la Biblia; por otro, reconoce que hay otros elementos que sería imposible querer tomar por análogos, pues son irreductibles y, aún, contrarios. Leamos a continuación un pasaje importantísimo para entender la inteligencia religiosa de Nietzsche, de donde aprenderemos los términos de esta analogía. El fragmento que leeremos está en La voluntad de poder bajo el número 1052. El título: “Los dos tipos: Dionisos y el crucificado”: Dionisos contra el “Crucificado”: ésta es realmente la oposición. No se trata de una diferencia respecto al martirio, pero éste tiene un sentido diferente. La propia vida, su eterna fecundidad, su eterno retorno, determina el tormento, la destrucción, la voluntad de aniquilar. En el otro caso, el sufrimiento, el “crucificado”, en tanto que inocente, sirve de argumento contra esta vida, de fórmula para su condena. Observemos primero el lenguaje que utiliza ya desde el título. Denuncia el procedimiento intelectual que sigue. Está refiriendo que hablará sobre dos “tipos”; la palabra inmediatamente nos relanza a su épica genealogía: a Platón y su teoría de las ideas; a los arquetipos, a las formas y las esencias, al procedimiento por el que nuestra ciencia procede de diferencia en diferencia, por el que nuestra inteligencia 111

abstrae, es decir separa, discriminando de un ámbito dado unos elementos respecto de otros, como el escultor libera figuras de su encierro de piedra, como en la fundición por cera perdida el molde constriñe la forma hasta obtener un prototipo ejemplar, una forma concreta. Un tipo es el resultado de una discriminación de todo lo ajeno a una forma, y por tanto, de un ordenamiento de esa forma. La escultura es un objeto del mundo. ¿Qué clase de ente es la escultura, su forma, representada en la inteligencia? Una idea, un ente que depende de nosotros para existir, de que nosotros nos la representemos, cosa que podemos hacer más o menos a voluntad. ¿Qué relación hay entre nuestra idea sobre la escultura y la escultura? Lo que les es común, lo que permite la analogía, es la posibilidad de reconocer cierta fijeza de la forma, algo inmóvil que sirve como punto de apoyo. ¿No vemos un juego imitativo? Una es representación de la otra. Ambas formas, entre las que hay una cierta identidad, difieren del resto de los entes del mundo análogamente. A aquello que es reputable como formalmente idéntico, cayendo bajo el mismo molde, y constituye un modelo, es a lo que llamamos un tipo. Un tipo es... una representación. La perfección del tipo depende de con qué tino logre re-presentar aquello que significa: su forma original, a la que imita. ¿Y a qué especie de tipos se refiere Nietzsche en este pasaje? ¿Cuál es el referente de estos tipos, la diferencia que les es común, su identidad? El sujeto de este pasaje, respecto del que se afirman los dos tipos, es el martirio: se trata de un texto sobre el sacrificio, que afirma sobre este un cierto saber, identificable en la oposición representada por los dos tipos ideales de los que se habla. Un tipo está representado por Dionisos, otro por el Crucificado. Cada uno condensa una forma determinada, se convierte en ejemplo de otra cosa. Para la inteligencia humana, 112

“todo es signo de otra cosa”: el signo refiere la re-presentación, la imitación que un objeto puede hacer de otro. ¿De qué es signo aquello que es común a los términos de la comparación? Dionisos y Cristo representan (“stands for”) todo aquello que es idéntico en todos los cultos, de donde se puede concluir con seguridad que su analogía, la pertinencia y validez del uso que se hace de ambos tipos ejemplares. Lo que es común a los cultos es el sacrificio, que aquí llama, nada extrañamente, con el nombre que le da la tradición cristiana: testimonio, martirio. En conclusión, “no se trata de una diferencia respecto al martirio”, que es común tanto a lo que representa Dionisos, las religiones sagradas, como a aquello que representa el sacrificio de Cristo para la santidad. Hasta este punto, Nietzsche valida el procedimiento de los etnólogos y antropólogos positivistas, comúnmente admitida en su tiempo y aún vastamente difundida, y la lectura sacrificial que Freud hace de la fundación de las comunidades humanas y sus religiones. Si el sacrificio es el mismo, ¿cuál es la diferencia que los distingue? Lo dice de inmediato y con toda claridad: “éste tiene un sentido diferente” en cada uno de los términos de la comparación. Es decir: la cuestión se decide en la interpretación que se haga de ambos géneros de sacrificios. ¿Cuáles son nuestras herramientas aquí? ¿Cómo discernir una interpretación de otra si, en fin, tal vez sea cierto que ninguna es mejor que otra, que nuestros signos remiten a otros signos que remiten a otros signos, y permanecemos encarcelados en nuestras interpretaciones, nunca definitivas? ¿Hay que acudir a las leyes de la lógica para verificar cuál es el mejor procedimiento, y seguir de ahí? ¿No es esto lo que hacen a menudo nuestros académicos, sin llegar nunca a una conclusión clara, capaz de iluminar nuestra vida? 113

Tomemos el caso Dreyfus, célebre y polémico. Es útil porque sobre él escribió buena parte de la inteligencia de su tiempo. Quiénes a favor, quiénes en contra. Si revisamos los testimonios que nos dejó este acontecimiento, llegaríamos a la reunión de una serie de relatos sobre su significado. ¿Cuál de esos relatos nos revela el significado auténtico del acontecimiento? Para distinguir la interpretación que declara inocente a Dreyfus de la que lo condena, no hay criterios filosóficos seguros. Pero esta incertidumbre no desacredita la interpretación a favor de Dreyfus; desacredita a la filosofía. Mire, cuando digo “interpretación falsa”, “interpretación verdadera”, en quien sigo pensando es en Nietzsche, quien advirtió que ninguna interpretación es mejor que las demás. Pero él eligió la peor, es decir Dionisio en contra de Cristo. Los deconstruccionistas, que resucitan a Nietzsche, querrían, por el contrario, no tener que tomar posición sobre la genealogía de lo religioso. Ahora bien, la cuestión que yo les propongo es la siguiente: “¿Están ustedes de acuerdo con Nietzsche en decir que es necesario el sacrificio, en el sentido dionisiaco, y que es necesario eliminar los desechos humanos?”. Estar en contra de esto [es decir: de Dionisos] está muy bien en el terreno de la moral pero, desgraciadamente, es totalmente arbitrario en el plano filosófico. De hecho, lo que Nietzsche llamaba genealogía, era la genealogía del cristianismo. Pero no ha podido hacerla más que eligiendo a Dionisos contra Cristo (GIRARD, 2006b: 12-121; las itálicas son nuestras).

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Este pasaje de Girard nos muestra el sentido de la interpretación que Nietzsche hace de los dos relatos resultantes de la comparación. ¿Dreyfus es culpable o inocente? Esa es la verdadera cuestión que está en juego detrás de la polémica. ¿Podemos alcanzar un conocimiento certero al respecto? Desde la filosofía, concebida como método para interpretar este hecho, apenas si podemos caracterizarlo. ¿No podemos, entonces, decir nada al respecto? Sí: desde la moral: es decir: interpretándolo desde alguno de los dos tipos que quedan representados en la oposición que presenta el pasaje de Dionisos y el Crucificado. Llegados a este punto, en realidad, no podemos más que adoptar, en relación con Dreyfus, en relación con cualquier víctima sacrificial o candidato a chivo expiatorio, más que dos posiciones personalísimas: “Hay dos soluciones: adoptar el punto de vista de la víctima o el de los linchadores” (GIRARD, 2006b: 64). Lo que nos enseña este pasaje es que “ésta es realmente la oposición”. Una en la que estamos radicalmente involucrados todos los hombres, no solamente los filósofos, y aún éstos lo están en tanto que hombres, es decir: en tanto que ellos también han de tomar una posición al interpretar cualquier acontecimiento sacrificial. Aún más: la posición que tomen frente al acontecimiento sacrificial determinará su lugar en el mundo, sus convicciones acerca de qué clase de orden es preciso preservar y promover. Esto es así porque cada término de la oposición nos es presentado como un tipo ejemplar y entre ellos, la relación está determinada por una clase de oposición excluyente, tiene la figura lógica de una conjunción exclusiva: o una cosa u otra: “A o B, pero no A y B”. Si la caracterización de los tipos es todo lo extensa que pretende ser, realmente comprehende, entonces, el sentido último de cualquier decisión moral 115

posible. Esto significa que todas las decisiones morales posibles son reductibles a la imitación de uno de dos tipos ejemplares: Dionisos o el crucificado. Conque, la cuestión moral es, en definitiva, religiosa, como el saber acerca de estas cosas, desde la perspectiva de Nietzsche. Es muy interesante de observar, en la descripción brevísima que hace de cada uno de los tipos ejemplares, qué fenómenos les están asociados, según Nietzsche. De Dionisos dice: “La propia vida, su eterna fecundidad, su eterno retorno, determina el tormento, la destrucción, la voluntad de aniquilar”. El sujeto de la oración que describe a Dionisos es “la propia vida”: la vida que nos es dada a cada uno de nosotros, a la vez que la vida en general: lo vivo. El horizonte hermenéutico desde el que Nietzsche está tratando estas cosas es el relato que resulta de cierto peculiar ordenamiento de los resultados de las pesquisas que, a través de los siglos, hemos hecho como especie. Tiene en mente, y no es un secreto, la teoría de la evolución, el mejor recuento (account) sobre nuestro erigen que hemos conseguido confeccionar hasta ahora, según la mayoría de quienes piensan con alguna seriedad estas cuestiones. Vemos hasta qué punto nuestros saberes son relatos, historias: nuestra historia evolutiva, la historia del universo. También nuestras ciencias son relatos. ¿Qué cuentan estos relatos? Primero observemos al personaje del cuento: la vida, que aquí es concebida, como entre los griegos, en dos sentidos: como zoe (irreductible, personal, individualísima, irrepetible: mi vida) y la vida, concebida como bios: lo vivo: el improbable fenómeno de autordenación producido en uno de tantos millones de planetas que gira al rededor de uno de tantos millones de soles que no podemos siquiera imaginarlos todos, el orden que congrega a la sinfonía de los astros, las galaxias, 116

que también nacen, crecen y mueren en medio de los espacios interestelares y que reconocemos en analogía con nuestras vidas como un único orden general, e incluso a menudo una única vida cuya inteligencia nos rebasa y a la que, probablemente por ello, le hemos atribuido a menudo una cierta identidad impersonal al observar su fascinante unidad que, desde Antiguo, llamamos cosmos, y representa el equilibrio general de multitud de escalas identificables por sus tensiones, atracciones y repulsiones. A continuación del personaje, la vida, el pasaje de Nietzsche enuncia un par de fenómenos que le están asociados directamente: a) “su eterna fecundidad” y b) “su eterno retorno”. ¿No es lo que el propio saber religioso asocia a los sacrificios? ¿No dependen “la eterna fecundidad” y el “eterno retorno” de nuestros sacrificios, según el saber religioso de cualquier orden sagrado? La propia filosofía griega, más que fascinada por los misterios orientales, ¿no seculariza este saber que afirman los mitos? ¿No es el esquema cosmológico griego aún más inteligible ahora, asociado al eterno retorno y a la eternidad del mundo, afirmadas por los relatos mitológicos? El caso es que, según nos cuentan los relatos científicos que hemos hecho acerca de nuestro sitio en el universo, el discurso de la vida enmarcado en el tiempo y el espacio cósmicos, ocurre a lo largo de un pestañeo en una ínfima mota de polvo. Lo que llamamos nuestra Historia no es más que la sección de un momento, brevísimo en la escala, de ese discurso de la vida que, antes y aún a pesar nuestro, sigue su curso, cualquiera que éste sea y de donde proceda. La vida parece, en efecto, “eternamente fecunda”. Si, por otro lado, observamos de qué forma ha ocurrido el peregrinaje humano en la Historia y tomamos por válido el relato de evolucionista, que comparten también Nietzsche y 117

Girard, resulta que precedieron a la emergencia de lo humano millones de lentas transformaciones de los seres vivos, desde el primero, en una cadena causal que si bien no es infinita, sí nos resulta inabarcable y muy difícil de representarnos. A diversas escalas, el relato científico se vuelve a representar entre los seres vivos el mismo fenómeno: nacimiento, desarrollo, muerte. Ciclos que se suceden. Unas especies surgen, otras desaparecen, la vida prevalece. Entre los hombres no ha sido distinto: surgen unas civilizaciones, se desarrollan en relación con otras, eventualmente declinan. Hasta aquí, la caracterización del personaje. Pongamos atención ahora al verbo que utiliza Nietzsche a continuación, predicándolo sobre “la propia vida”: “determina” a) “el tormento”, b) “la destrucción”, c) “la voluntad de aniquilar”. El verbo determina inmediatamente nos arroja hacia otra noción griega: la necesidad. Los fenómenos que están determinados, lo están necesariamente: son aquellos de los que Aristóteles decía que ocurren siempre, invariablemente. Principalmente, ciertos fenómenos naturales, como la gravitación, que operan bajo este esquema y están asociados a las “leyes de la naturaleza”, pues son regulares. Hay algo de trágico al respecto. Nietzsche lo nota perfectamente, dando un salto sorprendente de la determinabilidad naturalista hacia la trágica, que está retratada ahí donde se concreta el primer predicado de la oración: “el tormento”. ¿De qué, de quién? ¿Podemos concebir “atormentada” a la lluvia, en su ser atraída irrevocablemente hacia la tierra? ¿Nietzsche está intentando hacer una valoración antropocéntrica de las leyes naturales? ¿Por qué habla, a continuación, de una “voluntad [de aniquilar]”? ¿Afirma un esquema cosmológico panteísta, en el que se le podría atribuir al “orden de la vida” una voluntad? ¿Se tomaría en serio una afirmación en 118

este sentido el gran ateo? ¿No se comprometería con un teísmo? ¿O es que se trata de otra cosa? Es obvio que tiene otra cosa en mente. Observemos los efectos de la vida representada, según el orden sagrado, por el orden sagrado: tormento, destrucción, voluntad de aniquilar. Se trata, en suma, de acciones violentas. Son pensamientos de crisis. Ahora recapitulemos las dos series de fenómenos asociados a “la propia vida” reconocida en el orden dionisiaco: en primer lugar: “su fecundidad, su eterno retorno” y, en segundo, “tormento, destrucción, voluntad de aniquilar”. ¿No volvemos a reconocer aquí los rasgos que los mitos le atribuyen a los dioses, creadores/destructores? ¿No es la misma ambigüedad de los dioses arcaicos? ¿No vemos detrás de esta caracterización aquello que representan los gemelos rivales: la indiferenciación de la violencia, que destruye y crea? Podemos observar que Nietzsche no habla a la ligera. Los pocos elementos que articula este breve texto no están situados sin gran cuidado, y aún meticulosidad. Son ampliamente significativos y sumamente consistentes con aquello que ya hemos descubierto, por otras vías, en el orden fundado en la violencia ––llamado también “sagrado” en contraposición al que surge de la comunión y es “santo”––, que es el orden que afirman los mitos y los ritos; también hemos visto hasta qué extremo es el que ha entretenido a los científicos. Indirecta, pero bastante certeramente, afirma que el orden cósmico, el orden que hace posible y mantiene en equilibrio, entre otras cosas, la existencia del cosmos y nuestra propia existencia, es un orden necesario, independiente a nuestras deliberaciones pues, en efecto, ¿quién, por mucho que quiera, puede mover un milímetro de su órbita cualquier estrella de Orión? Tal vez podamos aniquilarnos, como especie, pero ¿qué efecto tendría este 119

acontecimiento sobre, para no ir más lejos, Marte? El orden del universo es, en verdad, “eternamente fecundo”, o al menos no parecería del todo desproporcionado considerarlo así... pues escapa a nuestra capacidad de representárnoslo a cabalidad. Pero, ¿qué pasa con el otro tipo ejemplar que Nietzsche pergeñó para esta comparación, el otro término que está en relación con aquel al que se refiere el orden sagrado y al que, sin embargo, se le opone? Volvamos a Nietzsche: “En el otro caso, el sufrimiento, el ‘Crucificado’, en tanto que inocente, sirve de argumento contra esa vida, de fórmula para su condena”. Veamos primero: este segundo arquetipo, ¿representa acaso otro género de vida, distinto a aquel del que venimos hablando? De ninguna manera. No hay dos géneros de vida en este pasaje, sino uno solo, y ese es el mismo para ambos tipos; sin embargo, solamente caracteriza a uno, pues el otro, aunque tiene significado en el marco de esta caracterización general, se le opone. ¿De qué manera? Con toda claridad, lo dice Nietzsche: “sirve de argumento contra esa vida, de fórmula para su condena”. ¿Cómo es que el Crucificado se opone al orden por el que nacen y mueren las estrellas en el espacio infinito, los cuerpos se atraen y repelen, nuestra especie ha llegado a construir ciudades, dentro y fuera de su imaginación? ¿Es que es a esa vida, a ese orden a lo que se opone el Crucificado, o a una condición identificable en la forma de proceder de esa vida, de ese orden? Tal vez podamos llegar a esclarecerlo si somos capaces de identificar a causa de qué se opone un tipo al otro, pues identificaríamos la causa que explicaría los efectos antagónicos. La que Nietzsche alude para encontrar una diferencia irreconciliable entre ambos tipos, por lo demás idénticos, es una característica del Crucificado: “su inocencia”. Y ésta 120

es identificada en “su sufrimiento”. El Crucificado sufre, como Dionisos. Ambos sufren un martirio. Son víctimas de un sacrificio. Se trata, pues, de dos interpretaciones acerca del sacrificio. Una está caracterizada por su necesidad: tanto porque es, de alguna manera, trágicamente indispensable para la evolución de nuestra especie y el desarrollo y la preservación de nuestra cultura, como porque imita el orden de la naturaleza, donde también sobrevive el más fuerte y es importante que las mejores estrategias evolutivas se preserven, de modo que también es importante que se desatienda al débil. Sin embargo, la inocencia de la víctima sacrificada “sirve como argumento” para denunciar la arbitrariedad (moral) de este proceder que, a partir del descubrimiento de esa arbitrariedad, se vuelve injustificable. Nietzsche, sin embargo, mira las cosas desde más allá: no admite en el dualismo moral que detesta en Platón, sino que se coloca “más allá del bien y del mal”, al afirmar su íntima ligazón. Tal vez nuestros sacrificios puedan parecer un precio alto, pues la víctima es inocente. Pero es un precio que hay que pagar. La ciencia por la que Nietzsche es capaz de distinguir dos tipos opuestos, Dionisos y el Crucificado, a causa de la inocencia del segundo, procede del propio sacrificio de Jesús. Si la única perspectiva disponible acerca del sacrificio fuera la que representa Dionisos, permaneceríamos bajo la clausura de nuestras falsas divinidades, hijas de nuestros sacrificios, presos de su saber, que nos oculta el dato más importante acerca de ellos: la inocencia de la víctima y la falsa trascendencia de su divinización, que es al mismo tiempo nuestra culpa, porque nos evidencia como cómplices del asesinato o, al menos, beneficiarios de sus efectos. La denuncia del orden sagrado que el sacrificio de Jesús representa es, al mismo tiempo, un 121

saber sobre el sacrificio que lo condena; no admite el precio a pagar, que es sacrificar al inocente: “No solamente lo judeo-cristiano posee una verdad que se les ha escapado a todos los mitos, sino que es el único en saber que posee esta verdad. Nietzsche tenía razón sobre este punto: ninguna religión defiende las víctimas como lo hace el judeo-cristianismo” (GIRARD, 2006b: 53). Cada vez que aparece Dionisos en la mitología, una víctima es asesinada y devorada por sus asesinos. El dios puede ser o víctima o victimario. Esto mismo ocurre en los relatos mitológicos arcaicos. Pero sería inconcebible intentar pensar en Jesús organizando un linchamiento. Más bien, en los Evangelios lo vemos huyendo a menudo de su propio linchamiento, o evitando uno, como ocurre en el relato de la mujer adúltera a la que quieren apedrear los judíos, amparados en la ley mosaica (cf.: GIRARD, 2000: 248). La clase de religiosidad que promueve el sacrificio de Cristo es una bien distinta a la que Nietzsche y el orden sagrado afirman: “Nietzsche vio con claridad que Jesús no murió como víctima sacrificial del mismo tipo que Dionisos, sino contra toda esa clase de sacrificios” (GIRARD, 2000: 249). Distinguió el sacrificio de Cristo no porque sea diferente al de Dionisos, sino precisamente porque no lo es. Tiene que serlo, para poder convertirse en el argumento que Nietzsche encuentra en la muerte de Jesús, para poder denunciar, aunque silenciosa, definitivamente, el orden pagano, caracterizado por lo sagrado: todo orden humano, realmente. Ya que toda la cultura humana está fundada sobre la violencia colectiva, y ésta es denunciada por el sacrificio de Jesús, Nietzsche reconoce que la vida es negada en ese gesto, pues no puede más que organizarse según ese orden, mientras

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que el cristianismo exigiría la fundación de un orden nuevo, distinto, que no sacrifique a los débiles. Un orden que no esté fundado en la violencia. Que no compartamos la valoración de Nietzsche sobre la oposición entre Dionisos y el Crucificado, no significa que no reconozcamos su comprensión de lo religioso. Nietzsche está interpretando los mitos desde la misma perspectiva que los bizantinos leyeron las tragedias como pasiones. De ahí que su posición se distinga de la de los positivistas, de quienes en otro célebre pasaje de su obra, esta vez en La ciencia jovial (el pasaje 125), se burla. Ellos son los ateos oficiales que no pueden distinguir el sacrificio de Caín del sacrificio de Rómulo. Ambos son idénticos, lo mismo que el de Dionisos y el Crucificado. En ambos aparecen los dobles miméticos, hermanos, y uno asesina a otro; en ambos se funda una cultura sobre ese asesinato. En ambos ocurre lo mismo. Es el mismo relato. Sin embargo, hay algo único en el Génesis, que lo distingue: la interpretación: mientras que el de Rómulo es un acontecimiento glorioso para los romanos, es interpretado como un crimen en la Biblia. Esta conciencia, que ya hemos visto cómo tiende a ocultarse, sin embargo está muy clara en la concepción de lo religioso que Nietzsche expone. El loco de La ciencia jovial sabe más que “los que no creían en Dios”: “¿Adónde se ha marchado Dios?”, exclamó, “¡os lo voy a decir! Lo hemos matado, ¡vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! (...) ¡También los dioses se pudren! ¡Dios ha muerto! ¡Dios seguirá muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo consolarnos, nosotros asesinos de todos los asesinos? Lo más santo y más poderoso que el mundo poseía hasta ahora se ha desangrado bajo nuestros

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cuchillos, ¿quién nos limpiará de esta sangre? (NIETZSCHE, 2011, 125; las itálicas son mías). Semejante anuncio, a pesar de su claridad, es ininteligible para estos hombres: “Esta hazaña sigue siendo para ellos más lejana que las más lejanas estrellas, ¡y sin embargo la han hecho!” (NIETZSCHE, 2011: 125). ¿No reconocemos en este pasaje tanto la conciencia clarísima del asesinato fundador y la falsa trascendencia de los dioses sacrificiales, como la paradoja de su ocultamiento? Nietzsche no convirtió lo dionisiaco, su más allá del bien y del mal, en una cuestión trivial. Estaba perfectamente al tanto de sus belicosas consecuencias. Al ponerse del lado de los victimarios, tuvo que aprender a domesticar su ternura para justificar las vilezas que su dios le exigía. Todo para justificar aquello que el orden que este dios impone debe ofrecernos. Esta determinación existencial linda con la locura demoniaca, con la manía, que significa destrucción, furia homicida. Con el tiempo será cada vez más fácil descubrir la verdad que aletea en el sacrificio de Jesús. Cuánto más si cada vez es más fácil reconocer para nosotros, sus creadores, que la máquina de hacer dioses que es el mecanismo del chivo expiatorio, se vuelve contra sí misma. Está por estallar, muy literalmente y con potencia nuclear, en nuestras manos, destruyendo lo que se suponía que debía vivificar. El vitalismo que Nietzsche defendió se vuelve mucho más difícil de afirmar en nuestros días, cuando tenemos por primera vez en la historia humana la capacidad real de aniquilarnos.

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CAPÍTULO 3 LA TEORÍA MIMÉTICA EN LA OBRA DE RENÉ GIRARD: DE UNA TEORÍA GENERAL DEL DESEO A UNA TEOLOGÍA NATURAL

III.1. El deseo es mimético Comencemos por señalar el recorrido que seguirá la segunda parte de este trabajo, comprendida en el capítulo que aquí inicia. Primero, la caracterización del deseo como mimético refutará la concepción individualista del deseo, por la que entre sujeto deseante y objeto de deseo no hay mediación alguna, sino sencillamente un impulso hacia la satisfacción del deseo y, en cualquier caso, una deliberación sobre su posibilidad y conveniencia. Así que demostraremos el carácter mimético del deseo refutando, a la vez, la concepción que Girard califica de “romántica”. Para ello, intentaremos descubrir lo que el deseo tiene de más propiamente humano, es decir: su carácter eminentemente social, determinado por lo tanto por un orden simbólico, al que llamamos cultura. Para ello, discernimos el deseo respecto del instinto y mostramos cómo, aún en el caso del instinto humano, éste es satisfecho siempre en un contexto cultural ––humano, y no meramente animal––. Concluimos esta parte mostrando el carácter mimético del deseo y descubriendo en lo humano la radical dependencia que el hombre tiene de otros, tanto para subsistir como para hacerlo de una forma digna de ser llamada humana.

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En el segundo apartado del tercer capítulo trataremos de reconstruir, también sistemáticamente, el discurso girardiano sobre el mecanismo del chivo expiatorio. Éste rastreará en un primer momento el origen de la violencia, al reconocer las características que vuelven conflictivos nuestro deseo, en la “mimesis de apropiación”, por la que espontáneamente deseamos siempre lo que tiene nuestro vecino, en un momento, e incluso deseamos no ser quienes somos, sino quienes admiramos, si este deseo se radicaliza. A continuación discerniremos la conflictividad del deseo de sus aspectos benéficos, expuestos en el apartado sobre la mediación externa, que consiste en la imitación deliberada de modelos tutelares. Al fin, reconstruimos el mecanismo del chivo expiatorio en cada una de las fases de este proceso social, para por fin intentar acceder a su significado. Comenzamos por exponer las características de las crisis de indiferenciación que desbordan las rivalidades violentas de toda la comunidad dando lugar a la “guerra de todos contra todos”. Si esa violencia desbordada no encuentra un objetivo único, la comunidad corre el riesgo de aniquilarse a sí misma. La salida que a esta crisis han encontrado las comunidades humanas es la transferencia de todos los odios hacia un único sujeto, individual o colectivo, a quien se le atribuyen todas las culpas. Exponemos el proceso de selección victimaria por el que esto ocurre efectivamente y caracterizamos los estereotipos que normalmente reúnen las víctimas que, a continuación, serán ofrecidas a un sacrificio, que convencionalmente consiste en su expulsión o su asesinato a manos de toda la comunidad, reunida contra el que erige en enemigo común. Su sacrificio aplaca la violencia y restituye el orden, creando un “pacto social” que da origen a la comunidad o la confirma en su identidad. Los efectos de semejante conquista de la 127

paz parecen milagrosos, donados por una fuerza superior, a la que la comunidad reconoce como su dios. Este es origen común de todas las religiones y comunidades arcaicas, según la teoría mimética. La representación de los sacrificios constituye todos nuestros saberes La segunda parte de este trabajo pretende, pues, reconstruir la forma que adquiere este saber y cuáles serían sus postulados en la relación con el deseo y el sacrificio, empresa que, si la investigación es cierta, representaría ciertas formas primigenias de todo lenguaje religioso y de los saberes que de éste derivan, como si fueran, quintaesenciadas. III.1.1. La no originalidad del deseo El talante mimético del deseo constituye el núcleo de la teoría mimética y la primera hipótesis sobre la que se funda su argumentación.36 Comencemos, pues, la exposición de la teoría mimética por mostrar el marco teórico en el que Girard

36

Reiteramos que los procesos que tienen su procedencia en el mimetismo del deseo,

explican, para Girard: 1. el comportamiento de los animales más evolucionados, 2. el origen evolutivo de la especie humana, 3. el origen de la cultura y su transmisión, 4. la génesis y el desarrollo de la violencia, 5. las condiciones de su contención, 6. el comportamiento de las sociedades humanas, 7. la formación de la identidad personal, 8. la naturaleza de las relaciones interpersonales, 9. los problemas relativos al bien y al mal, 10. el conocimiento y 11. el aprendizaje. Cómo interviene el deseo mimético en cada fenómeno será abordado a su debido tiempo. 128

hace de su tesis más “original”:37 “El deseo es mimético”. Girard aporta este aserto en contra de la posición que defiende la originalidad del deseo humano, por la que, entre el sujeto deseante y el objeto de deseo no existiría mediación alguna. Según esta posición podríamos afirmar: “Mi deseo es mío”. Este aserto parecería defender lo más obvio: si no mío, ¿de quién sería mi deseo? En efecto, experimentamos los propios deseos precisamente como propios. Es más: frecuentemente, nos resistimos a admitir que nuestro deseo pueda depender de otro, y defendemos, aún acaloradamente, su originalidad: quien desea soy yo. Semejante postura es tildada de “mentira romántica” en la obra girardiana. Mentira, porque para Girard es sencillamente falsa: que percibamos como propio el deseo es una ilusión dóxica. Con un juego de palabras,38 la tilda de romántica

37

La tesis de Girard acerca del mimetismo del deseo es lo que se quiera menos original.

Incluso podría aludirse a esa falta de originalidad de su teoría como un argumento a favor de la teoría mimética. 38

La expresión implica, en el original francés, un juego de palabras: “romanitque”,

romántico, y “romanesque”, novelesco, que apela a un momento de la argumentación girardiana, por un lado, y al contexto en el que el propio Girard descubre el deseo mimético: la perspectiva desde la que se aborda la exposición de una obra literaria es distinta en dos grupos de textos: los hay que toman la perspectiva de los perseguidores y justifican el asesinato de un inocente: estos están persuadidos de la “mentira romántica”, esto es: la originalidad del deseo, por un lado, y la culpabilidad de la víctima sacrificial, por otro; el segundo grupo de textos comprehende a aquellos que narran una conversión: el descubrimiento de la no originalidad del deseo, por un lado, y la toma de conciencia simultánea de la inocencia de la víctima sacrificial y la propia responsabilidad en su 129

porque el Romanticismo (aunque, en otro sentido, podría afirmarse que el proyecto moderno, y aún toda racionalidad mitológica) promueve una concepción autonómica del sujeto.39 Para Girard, el deseo está estructurado por una rígida geometría. Ésta quedaría representada, en su formulación general, por un triángulo cuyos ángulos representarían a dos sujetos en pugna por el mismo objeto. Introduce una mediación entre el sujeto deseante y el objeto de su deseo: el Otro, erigido en modelo del deseo del sujeto deseante. Semejante posición resulta contraria a la experiencia en primera persona de nuestros deseos, que se identifica con la experiencia dóxica del mundo. La teoría mimética lleva, pues, la carga de la prueba, de modo que lo correspondiente sería la demostración de su posición, primero, y a continuación una explicación satisfactoria de por qué es que concebimos nuestros deseos como propios.40 sacrificio, por otro. Así, las exigencias propias del género novelístico revelan aquello que el mitológico oculta. 39

En Mentira romántica y verdad novelesca y en Shakespeare o los fuegos de la envidia, Girard

había discutido en contra de la Modernidad la concepción corriente de la originalidad del deseo. El deseo nunca es originario, como se supondría en el genio romántico que se alza sobre sí mismo desde la hondura prístina de su propio deseo. No, esa es la mentira romántica. La “verdad novelesca” (que Girard aprende de Shakespeare, Dostoievski, Balzac) nos muestra que nuestro deseo siempre es una copia del deseo del prójimo (par mimético y gemelo rival, a quien constituimos en modelo de nuestro deseo). No quiero lo que quiero porque yo lo deseo, sino porque mi vecino lo desea. 40

Según esto, pues, el carácter mimético del deseo es uno de esos casos en los que el

conocimiento científico ha de alejarnos de nuestra percepción ordinaria. 130

Aunque no sería ésta la primera ocasión que las conclusiones de la filosofía se oponen a la opinión de la mayoría, sino que más bien estaría en la mejor tradición del hábito de la ciencia filosófica, si el saber sobre deseo que pretende poseer la teoría mimética es verdadero, ello le impondría al menos dos condiciones: por un lado, sus asertos deberían ser reconocibles desde la experiencia personal de la vida media del hombre y, por otro lado, deberían tener precedentes: no sería verosímil toda una antropología enteramente original. A continuación intentaremos aportar algunos argumentos para mostrar cómo la teoría mimética cumple ambas condiciones. “¿Por qué experimento como propios mis deseos, si en realidad imitan los de mis vecinos?” es una pregunta que se le podría hacer a Girard, y que resulta útil para exponer y someter a prueba la hipótesis central de la teoría mimética. Porque, o bien: estoy engañado al creerlo, o bien, el pretendido saber de la teoría mimética es falso. Para responder a esta cuestión, Girard acude muy a menudo a la argumentación en el medio en el que él mismo descubrió el deseo mimético: la literatura; acude, en definitiva, a la interpretación de los relatos. En un relato, las acciones y motivaciones de un personaje dependen mucho más de una deliberación que toma en cuenta sus interacciones con otros personajes, que de una deliberación abstracta o formal sobre la mera pertinencia de hacer o dejar de hacer en función de la razón de bien de un acto; o por lo menos, en el personaje se desarrolla una tensión entre lo que parece conveniente en un contexto de relaciones dado y aquello que se descubre bueno luego de la consideración filosófica sobre el bien o del dictado de una tradición moral. Y es que los procesos anímicos solamente son inteligibles en el contexto que deliberadamente recrea un 131

relato, pues el medio de la vida humana es el propio de la contingencia histórica y, si bien, las consideraciones sobre el medio en el que se desenvuelve, no dan cuenta cabal de lo humano, sí ofrecen un marco para esclarecerlo. Lo que esta actitud de Girard revela es la exigencia metodológica que se autoimpone de emprender su fenomenología del deseo contemplando al sujeto deseante en el contexto (social) en el que su deseo se despliega. Esta exigencia metodológica parece ineludible si se admite que el deseo humano está siempre ya, y en todos los casos, social y culturalmente determinado. Basta, para mostrar la pertinencia del procedimiento, considerar que venimos al mundo en el seno de una comunidad humana preexistente, que ninguno de nosotros ha creado a su voluntad y de la que dependemos radicalmente, tanto al nivel más básico de la subsistencia como al más complejo de la herencia cultural o las relaciones humanas. Así, ni siquiera quien ha conquistado la autonomía moral es absolutamente autónomo. La concepción moderna del deseo no solamente supone falsamente que éste es originario, sino que además le atribuye al propio deseo un significado ulterior: el de ser expresión del yo auténtico del sujeto deseante. La teoría mimética también critica esta hipótesis, de donde resulta que el deseo no sería algo propiamente “perteneciente” al individuo, sino una suerte de cruce de caminos de apetencias e intereses míos y de otros.41

41

En las conclusiones de Mimesis: The New Critical Idiom, se ofrece un mapa bastante

comprensivo de los diversos autores que afirmarían esto en algún sentido. Destacamos particularmente el pensamiento de Tarde y los “memes” de Dawkins. 132

Se tiene la pretensión de que el deseo es estrictamente individual, único. Y tal cosa implicaría que el apego al objeto de deseo estaría, en cierto modo, predeterminado. Porque si el deseo sólo es mío, si únicamente expresa mi propia naturaleza, entonces siempre debería desear las mismas cosas. Un deseo fijado de tal modo, no se diferencia gran cosa del instinto. Para que el deseo posea una cierta movilidad ––en relación, por un lado, con los apetitos y los instintos, y por otro, con el medio social–– hay que añadirle a la salsa un buen pellizco de imitación (GIRARD, 2006a: 52-53). La convergencia del deseo de otros sujetos centra la atención del sujeto deseante sobre determinados objetos del mundo, volviéndolos deseables ––o más deseables que otros semejantes, pero que pasan inadvertidos por no estar intrincados en una red de apetencias––. El “vector” de esta geometría, pues, lo impone el otro, considerado como modelo del propio deseo, el otro que bien puede ser un personaje literario o cinematográfico, un vecino y hasta el “espíritu del pueblo”, manifiesto en la ética y en la moda: la costumbre de una comunidad, lo “pop”. Este es el gran descubrimiento del deseo mimético: la mediación del modelo en la articulación del deseo humano.42 También la explicación de por qué rechazamos espontáneamente el reconocimiento del carácter mediado de nuestro deseo, nuestro afán de originalidad: “No nos resignamos a reconocer a los que

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admiramos cuando los imitamos; se diría que nos avergüenza hacerlo” (GIRARD, 2006a: 54). La concepción girardiana del deseo como mimético evidencia como ilusoria nuestra pretensión romántica de que éste o aquel objeto que deseamos nos “defina” solamente a nosotros. Explica por qué, por ejemplo, un sujeto que pretende ser absolutamente original... se comporta como el resto de la tribu. Somos contagiosamente imitativos. Para quien lo hace, no hay conflicto entre, por ejemplo, usar una corbata para distinguirse de quienes visten overol, a la vez que, paradójicamente, esa diferenciación respecto de los overoles, lo identifica con otros miles de sujetos que también visten saco y corbata... y quienes, probablemente, también se sientan originales por ello.43 Ahora bien, la introducción del factor imitativo en la doctrina sobre la apetencia también clarifica lo que es propio del deseo,44 sin caracterizarlo como 43

Esta hipótesis explicaría perfectamente, por ejemplo, la formación de las identidades en

las ahora llamadas “tribus urbanas”. Un caso paradigmático podrían representarlo en nuestra historia reciente los hippies. Toda una identidad cultural que rompió con aquella que promovía la generación precedente quedó delineada por la representación que cada miembro del colectivo hizo del nuevo paradigma. En esa representación se pueden reconocer una serie de rasgos comunes, como el gusto por el Rock, reconocibles para semejantes y desemejantes. 44

El apetito que se siente por los alimentos o por el sexo no es todavía deseo. Es un mero

asunto biológico, que se convierte en deseo cuando entra en juego la imitación de un modelo; y la presencia de dicho modelo es un factor decisivo de mi teoría. Si el deseo es mimético ––lo que quiere decir “imitativo”––, entonces el sujeto desea el objeto poseído o deseado al que toma por modelo. 134

una sofisticación del apetito al criticar la “paradójica impresión de que ‘seguimos siendo nosotros mismos’”, lo que da razón de por qué creemos que nuestros deseos son originarios. III.1.2. El deseo es mimético Para Girard, los hombres estamos tan implicados en el sistema de relaciones miméticas que éste nos resulta indiscernible, como el pez es incapaz de advertir el medio en el que vive. Ello revela una inconsciencia 45 común a todos los miembros de una comunidad sobre el carácter mediado de su deseo. Esa misma inconsciencia la vemos jugar un papel determinante en los procesos de identificación y contraidentificación de los que dependen el mimetismo del deseo, el proceso del chivo expiatorio y la falsa divinización de la víctima sacrificada. Quien imita no está al tanto de hacerlo a menos de que en él medie un proceso 45

Digamos un poco sobre el uso de esta palabra en la obra girardiana. Aunque Girard

utiliza indistintamente “inconsciencia” y “desconocimiento” para referir el fenómeno por el que el mecanismo mimético se le oculta a quienes están involucrados en él, advierte del riesgo de evocar con el primer término “las farragosas teorías freudianas”: “No estoy de acuerdo, personalmente con anteponerle el articulo determinado, en decir el inconsciente, ya que esto implica un esencialismo del que desconfío. Efectivamente una ausencia de conciencia en el proceso del chivo expiatorio, y esta ausencia es tan esencial como lo es el inconsciente para Freud; pero no se trata de lo mismo, es un fenómeno más colectivo que individual. La noción de inconsciencia es indispensable, pero la del inconsciente que sería una especie de caja negra, se ha mostrado engañosa” (GIRARD: 2006a: 73). 135

propiamente dicho de conversión, cuyo primer momento exige una autorreflexión. Esto revela el carácter existencial de la teoría mimética, a la vez que revela algo sobre el deseo. Abordemos primero el carácter existencial de la teoría mimética y acudamos para ello al distingo que hizo común Kierkegaard y está presente tanto en la obra de Sartre como en la de Heidegger, entre un deseo que sería auténtico frente a otro que resultaría inauténtico, que en otro sentido se remite a la distinción en el discurso de la moral kantiana entre autonomía y heteronomía. El deseo auténtico sería aquel que no reconoce mediación, sino que revela la intimidad del sujeto deseante, para realizarlo, a la vez que el deseo inauténtico sería aquel fundado en la heteronomía, es decir: en el seguimiento de directrices impuestas por otros. Semejante consideración le parece a Girard, junto al individualismo, ilusoria en la medida en que todo deseo es mediado. Así, si bien reconoce que la distinción entre un deseo auténtico y otro inauténtico no carece del todo de fundamento, cuando ésta coincide “con la distinción entre ‘yo’ y ‘los otros’, es más que sospechosa, ya que el exceptuarse a sí mismo de la ley que uno descubre, corresponde a un deseo inauténtico y mimético propio del observador” (GIRARD, 2006a: 49). Esto nos conduce a la exigencia de la conversión personal para superar esta oposición que procede de un conocimiento defectuoso y que tiene consecuencias epistemológicas nada menores, particularmente en los ciclos miméticos, sobre todo en la sacralización de la víctima sacrificada y en el carácter mimético del deseo. No cabe una separación neta entre el observador y el objeto observado, pues, en la medida en que todos estamos implicados en el mecanismo mimético, 136

no podemos sino observar siempre desde alguna perspectiva. Es decir: nuestra comprensión del objeto está determinada por el contexto desde el que lo observamos. El observador está implicado en su observación y si rechaza dicha implicación, tal negativa “engendra problemas epistemológicos y es fuente de errores”, desde el momento en el que el sujeto trata en todo momento de evitar la indiferenciación” (GIRARD, 2006a: 170), que resultaría de reconocer que, más allá de las aparentes diferencias, la estructuración del deseo en todos es común.46 Como hemos dicho, para superar la “mentira romántica” y acceder a la “verdad novelesca”, es imprescindible una conversión personal, el reconocimiento existencial de que el propio deseo es mediado: “se trata de una conversión gracias a la cual el observador se reconoce a sí mismo como implicado en sus propias observaciones. O, lo que es lo mismo, reconoce que él también desea miméticamente” (GIRARD: 2006a: 170). ¿Qué revela sobre el deseo esta condición? Que, si bien es cierto que la mimesis produce representaciones, también es cierto que, en ciertos estadios, las impide: nos encubre nuestra imitación. Así, si bien la imitación es imprescindible tanto en la hominización del hombre como en su apropiación de la herencia 46

“Su teoría contiene otro elemento decisivo, que está relacionado con el problema de la evidencia: se

trata del ‘desconocimiento’, que vuelve aún más complejo este mismo problema. La prueba no sólo es circunstancial, sino que además está velada por al inconsciencia que caracteriza el mecanismo del chivo expiatorio. -Esta es una de las razones por las que es tan difícil presentar pruebas de la teoría mimética. En un contexto judicial, el hecho de borrar pruebas puede funcionar como una ‘superprueba’ o una ‘metaprueba’ puesto que apunta directamente hacia la importancia decisiva del elemento que se ha hecho desaparecer” (GIRARD: 2006a: 182). 137

cultural que le da un marco simbólico en el que comprender el mundo, no es preciso para que esto tenga efecto el advertimiento de que se está imitando, al punto de que el despliegue del deseo incluso parece exigir cierta inconsciencia sobre su mimetismo para tener lugar. ¿Cómo es esto? Una discusión sobre las diferencias entre el instinto y el deseo nos ayudará a responderlo, al reconocer otra característica del deseo: su indeterminación. La indeterminación de los objetos que deseamos implica la intervención de una mediación en la determinación de nuestros deseos: “Los hombres desean intensamente, pero sin saber con certeza qué, pues carecen de un instinto que los guíe [como a los animales]. No tienen deseo propio. Lo propio del deseo es que no sea propio” (GIRARD, 2002b: 33). Esto es: lo propio de la determinación de nuestros deseos es siempre imitativa. No sabiendo qué desear, deseamos lo que posee el prójimo.

III.1.3. Instinto y deseo En este apartado, haremos el siguiente recorrido: para discernir qué elementos del deseo estarían determinados por nuestra condición biológica, compararemos el deseo humano con el apetito animal; a continuación, discerniremos aquello que no podamos explicar mediante un recurso al anclaje biológico del deseo, esto es: la cultura, que hemos aprendido a lo largo de nuestro desarrollo y heredado como uno de los elementos constitutivos de nuestra naturaleza (humana), de la que dependen algunos aspectos del deseo. 138

Una primera aproximación a la distinción que trataremos, y que se aprecia pertinente para designar las semejanzas que hay entre lo humano y lo animal, para luego señalar lo que es propiamente humano, es que se podría afirmar de los animales que poseen instintos fijados de antemano. No que desean (libre, culturalmente). Veamos cómo es esto: A los apetitos y a las necesidades determinados por la biología, comunes a los hombres y a los animales, dotados de objetivos fijos, siempre los mismos por consiguiente, se puede oponer el deseo o la pasión, que son exclusivamente humanos. Hay pasión, deseo intenso, a partir del momento en el que nuestras vagas aspiraciones se fijan en un modelo que sugiere aquello que le conviene al deseo, la mayoría de las veces deseándolo el modelo mismo. Este puede ser la sociedad entera, pero a menudo, también, un individuo que admiramos. Todo aquello a lo que la humanidad dota de prestigio ella misma lo transforma en modelo. Esto es verdad no sólo para los niños y los adolescentes sino también para los adultos (GIRARD, 2006b: 17). Al reconocer que nuestro deseo “no es mimético, imitativo, accidentalmente o de vez en cuando sino todo el tiempo”, lo que hace la teoría mimética es reconocer simultáneamente que es “eminentemente social” y enfatizar la centralidad del papel que juega la inteligencia en la articulación del deseo: “La imitación es la inteligencia humana en lo que ésta tiene de más dinámico; es lo que sobrepasa la animalidad” (GIRARD, 2006b: 17). 139

¿De modo que, entonces, no hay tal cosa como instintos en el hombre, según la teoría girardiana, sino que todo es deseo en ella, imitación del otro? A la crítica que María Stella Barberi le hace a Girard de disolver los instintos en el deseo, cancelando el sitio en lo humano de las necesidades básicas, responde éste reconociendo que, si bien los apetitos no implican imitación, empero en este mundo nuestro, todos los modelos sociales y culturales proclaman sin tregua a los cuatro vientos lo que ‘está de moda’. Toda forma de apetito sufre, pues, una inflexión debida a unos modelos que, cuando los estamos siguiendo, nos da la paradójica impresión de que ‘seguimos siendo nosotros mismos’. Incluso si se está al nivel de las necesidades básicas, cuando entra en juego una rivalidad a propósito de un objeto cualquiera, se carga forzosamente de contenido mimético. Y en tales casos, siempre interviene cierta mediación social (GIRARD, 2006a: 75). La hipótesis del deseo mimético le exige al deseo humano “una cierta movilidad”, tanto en relación con los instintos como con el medio social. Si, como quiere la Modernidad, mi deseo es radicalmente original, 1. entonces se vuelve indiscernible del apetito ––lo que desdibuja lo específicamente humano: cierta indeterminación del deseo–– y 2. nadie más que yo podría desear lo que yo deseo, pues solamente a mí me define ––pero es obvio que los objetos de mi deseo son también los objetos de deseo de una multitud de sujetos––. Así las cosas, es preciso atender, para dirimir esta cuestión, a una dimensión específica de lo humano, a saber: la cultural, que es el reino de lo 140

simbólico. ¿Qué papel juega en la determinación de nuestro deseo su carácter social? La teoría mimética ofrece una explicación.

III.1.4. Prestigio e imitación ¿Cómo dotamos de una carga simbólica los objetos que deseamos? Hace falta la intervención del Otro para ello, pues es el Otro erigido en modelo quien determina como deseable un objeto que, no obstante, podría perfectamente ser considerado con independencia de la mediación del Otro bajo su aspecto de bien, o sea: deseable. En efecto, el objeto de deseo considerado bajo su aspecto de bien explica el dinamismo por el que el sujeto deseante busca hacerse con el objeto, aunque la intervención del mimetismo amplía las atribuciones que el objeto tiene en tanto que deseable, al reconocer la intervención de lo social en la articulación del deseo. Una experiencia muy sencilla puede ilustrar cómo procede el prestigio. Se trata de una escena que cualquier ha visto o vivido alguna vez. Postulemos ahora a un infante, en quien la educación aún no ha terminado de volverse hábito. Hábito conducente al negocio de la cultura, por el que renunciamos a ejercer inmediatamente todos nuestros impulsos, instintos y deseos, en atención a que vivimos con otros. Nuestro niño no es, pues, precisamente civilizado del todo. Lo llamaremos K. Este infante está frente a otro niño más o menos de la misma edad y condición ––tanto es así que están en la misma habitación––, a quien llamaremos Q, en una habitación llena de juguetes. Hete aquí que Q toma un barquito. De 141

inmediato, para K se carga de un atractivo que no le había sospechado antes, mientras jugaba a la pelota. A menudo de inmediato, K se hará a por el dichoso barquito. Supongamos ahora que también hay en la habitación un adulto y una réplica idéntica del barquito, que le es ofrecido a K: todos sabemos que probablemente lo rechace: K quiere el barquito que tiene Q. Basta este ejemplo para mostrar nuestro punto. (Ya volveremos al ejemplo). Al destacar la construcción social del deseo, la teoría mimética introduce un nuevo elemento en la explicación, y uno que potencia su alcance explicativo: el prestigio. En efecto, el prestigio consiste en el valor socialmente atribuido a un objeto. Esta explicación resulta en una paradoja: por un lado, nos avergonzamos de reconocer que deseamos lo que deseamos porque otros lo hacen, pero al mismo tiempo los objetos de nuestro deseo dependen, en alguna medida, de que el deseo de los demás permanezca inclinado hacia los objetos de nuestro deseo, para que éstos preserven la valía que les atribuimos.47 Sin embargo, tal vez el prestigio, que vuelve deseable a un objeto en función de que lo es para otros, tal vez apunte a una condición más honda de lo humano: a la necesidad de reconocimiento que todo hombre tiene para ser auténticamente humano. El reconocimiento es determinante en las relaciones humanas y se construye socialmente en la interacción entre los sujetos.

47

El prestigio es una noción análoga a la de “valor”, desarrollada, entre otros, por

Scheller, y que ha sido objeto de un tratamiento fenomenológico en la filosofía más reciente. Sin embargo, se distingue en que, así como el prestigio depende del reconocimiento social, el valor a menudo se descubre en el objeto como ínsito. 142

La consideración del prestigio en la articulación de los apetitos y los deseos aporta una nueva posibilidad explicativa a la etología y a la antropología. Lo que en los animales viene determinado instintivamente por la ley del dominio del más fuerte como estrategia de supervivencia de la especie, y suscita las redes de dominio, en los humanos configura la vida social y determina las jerarquías y sus modas, etiquetas y éticas. Explica una dimensión de aquello a lo que se refiere la expresión “el jardín de enfrente siempre es más verde”: por qué deseamos los objetos que posee el prójimo, pues da razón de por qué les atribuimos una valía superior a la que poseen nuestros propios objetos, a la vez que evidencia cómo a menudo devaluamos los objetos que son propios, mientras no se conviertan en objeto de una rivalidad que nos confirme su deseabilidad.

III.1.5. La reciprocidad articula las relaciones entre las personas Ya hemos convenido en aquello que postulábamos en la introducción, y que vale la pena retomar aquí por su abstracción, que aún no apunta a la conflictividad del deseo mimético ni a la multitud de formas en las que puede resultar muy beneficioso: “La sustancia misma de las relaciones humanas, cualesquiera que sean, está hecha de mimetismo” (BARAHONA, 2006b:11). De aquí se podría derivar el siguiente principio: si el mimetismo es la forma más espontánea que tenemos de relacionarnos con los demás, en toda interacción entre dos personas, ésta consiste en el intercambio de reciprocidades que ocurre entre ellas. Para Girard, a quien ya acusamos de apasionado de las geometrías, todas las relaciones humanas se 143

estructuran implacablemente bajo una doble imitación (cfr.: GIRARD, 2006b: 23): invariablemente, las interacciones entre los sujetos en que consisten las relaciones humanas, responden al intercambio de reciprocidades que, a cada paso, convierten para el otro a ambos sujetos intrincados en la relación en modelo e imitador, imitador y modelo. Una muy buena explicación al respecto está en Aquel por quien llega el escándalo. Aquí aparece el tratamiento más abstracto y claro que he encontrado en la obra de Girard sobre este fenómeno. Intenta explicar un caso anómalo de su teoría: aquel en que la violencia surge, como de la nada, entre los sujetos menos apasionados, entre quienes, además, no media de ninguna forma la rivalidad determinada por un objeto y ningún deseo común los congrega ni separa, y en quienes, sin embargo, el conflicto estalla y se agrava a una velocidad desconcertante. Plantea una situación de lo más insignificante: el anodino rito del apretón de manos. Cuando un individuo le tiende a otro la mano, de este último se espera que imite el gesto, tendiendo la mano a su vez. Pero pongamos que el segundo individuo decide, sencillamente, hacer otro gesto bastante anodino también, no participar en el rito: no tender la mano. Inmediatamente, quien tuvo la iniciativa de extender la mano imita a quien no admitió el saludo, retirándola. Pero ello ya supondría una reticencia superior a la que mostró quien sencillamente no extendió la mano, lo que ya es una ofensa para él.48 Esta situación puede perfectamente suscitar un altercado entre ambos. Más 48

“Si un personaje denominado B se aparta de A que le tiende la mano, A se siente

enseguida ofendido y, a su vez, rehúsa chocar la mano de B. En el contexto del primero, este segundo rechazo llega demasiado tarde y corre el riesgo de pasar desapercibido. Entonces A va a esforzarse en hacerlo más visible acentuándolo un poco, forzando muy 144

interesante que la solución de la aporía que se plantea Girard es lo que este ejemplo muestra acerca de las relaciones humanas: La mayoría de los mensajes son de pura cortesía y son elaborados para ser simplemente enviados sin modificación. Esto es lo que denominamos la buena reciprocidad. Creemos que reenviamos estos mensajes, sin modificar o modificándolos muy poco, tan sólo para hacerlos más inteligibles, para servir de espejo a nuestro interlocutor, para reenviarle a él aquello que nos parece ser su frialdad. Nunca somos nosotros los que emprendemos iniciativas peligrosas; siempre es el otro. Las relaciones humanas son una doble imitación perpetua, perfectamente definida por una palabra, no tan trasparente, como reciprocidad. La relación puede ser benevolente y

ligeramente la nota. Puede que gire la espalda espectacularmente a B. Lejos de él el pensamiento de desencadenar una escalada de violencia. Desea simplemente ‘acusar el golpe’, hacer comprender a B que el carácter insultante de su conducta no se ha escapado. Aquello que A interpreta como un rechazo descortés podría no ser más que una distracción ligera por parte de B, cuya atención estaba puesta en otro lado. imaginar un insulto deliberado es menos doloroso para la vanidad de A que pasar desapercibido, aunque sólo sea un instante. El malentendido original es minúsculo, pero si B se esfuerza en explicarse ante A, lejos de disiparse, la sombra que se cierne sobre la relación se vuelve impenetrable (GIRARD, 2006b: 23). No deja de ser interesante notar que el lugar común del apretón de manos tiene un significado cortés, representa un gesto de benevolencia que promueve la paz: presentarla al otro desnuda, sin armas, significaría algo así como “Vengo en son de paz: mira, aquí está mi mano: no te deseo ningún mal”. 145

pacífica, y puede ser maliciosa y belicosa, todo ello sin cesar jamás, cosa extraña, de ser recíproca (GIRARD, 2006b: 23). La mayoría de las interacciones entre individuos, por lo que se refiere a los contenidos, representan banalidades sin mayor interés, gestos benevolentes, intercambios de mera cortesía. Un ejemplo muy ilustrativo resulta de dirigirse a un niño o un perro doméstico: éstos son mucho más sensibles al tono que se le imprime a la voz que al contenido que se transmite en el mensaje. ¿Quién, al saludar a un extraño, se siente obligado a utilizar una fórmula literaria bella, pongamos, de Shakespeare? Pero en lo que se refiere a la frialdad o calidez de nuestras relaciones, son termómetros ultrasensibles de la disposición del otro, mucho más importantes desde luego que el contenido de los mensajes intercambiados. De ahí que lo que defina los conflictos humanos no sea la pérdida de las reciprocidades, sino el desplazamiento de las “buenas reciprocidades” (benévolas) a las “malas” (violentas). Este comercio de reciprocidades se observa en absolutamente todas las relaciones humanas y confirma de qué forma el mimetismo las estructura, haciendo intercambiables al modelo y al imitador en cada nueva interacción: “si la imitación del deseo del prójimo crea la rivalidad, ésta, a su vez, origina la imitación” (GIRARD, 2002b: 27). Ya hemos abordado en la primera parte la delicada cuestión de la educación y hemos aprendido que ciertos modelos tutelares pueden resultar muy persuasivos a la imitación. Toda nuestra cultura, y no solamente el saber teológico, está estructurada a partir de las relaciones de reciprocidad, manifiestas en una variedad de ritos: los saludos, las promesas, los contratos, las complicidades, las 146

instituciones. La mayoría de nuestras interacciones son benevolentes y “civilizadas”. Sin embargo, la forma misma de nuestro deseo lo hace virtualmente conflictivo, pues estamos condenados a involucrarnos en tramas conflictivas y rivalísticas. Una caracterización de las consecuencias creativas (no-conflictivas) del deseo y, sobre todo, una lectura completa sobre el deseo, una vez realizada la caracterización, es imprescindible para comprender a cabalidad el alcance de la teoría mimética que René Girard y, en última instancia, el sentido radical del deseo. Él mismo, a nuestro entender, lo ha ido haciendo cada vez más claramente conforme su pensamiento ha madurado. A continuación intentaremos señalar la exposición que sobre los aspectos positivos del deseo hace Girard, sin ningún ánimo omnicomprensivo y a sabiendas de no resolver la cuestión cabalmente.

III.1.6. Mediación externa: imitación deliberada de modelos tutelares No toda mimesis de apropiación es conflictiva y a pesar de que Girard se extienda en el tratamiento de los aspectos conflictivos de la mimesis, tiene muy presente que la mayoría de los fenómenos de imitación son positivos.49 Si el deseo

49

“Nueve veces sobre diez, la imitación cultural no implica rivalidad. Pero no por ello deja

de ser una mimesis de apropiación. Si yo imito su acento, sus modales y también su saber, leyendo los mismos libros que usted de ello no se derivará ninguna tensión de rivalidad entre nosotros. Pues se trata de unos comportamientos eminentemente susceptibles de ser compartidos. Incluso usted se sentirá halagado por el hecho de que alguien le tome como 147

mimético suscita la rivalidad, es también el deseo mimético quien puede apaciguarla. Esta insistencia es muy importante. Es a partir de esta noción que Girard explica el aprendizaje y la transmisión cultural50 y, en última instancia, que la violencia no reine absolutamente sobre la tierra o, en otras palabras, el clima general de concordia que suele reinar en las comunidades humanas, aún por encima de las rivalidades, y sin la cual no serían posibles la cultura y la civilización. Si la imitación produce rivalidad y ésta, a su vez, imitación, análoga a la rivalidad debe haber una forma de relación entre el sujeto y el objeto de su deseo a través del otro que, suscitando también en el sujeto una imitación, no obstante ésta no sea rivalística. A semejante forma de la mimesis de apropiación se refiere la “mediación externa” y, al interior de la teoría mimética es llamada técnicamente

modelo. Pero todo eso no obsta para que la mimesis cultural pueda convertirse también en fuente de rivalidad. Si el autor de un descubrimiento científico que todavía no ha sido publicado, se lo comunica a un admirador, y éste, después de haberlo entendido y asimilado, lo presenta como hallazgo suyo, lo más probable es que el verdadero descubridor se vuelva contra él y además con toda justicia” (GIRARD, 2006a: 78). 50

“––Debemos insistir también en el hecho de que la mimesis no tiene únicamente efectos

perturbadores, como en el caso de la mimesis de apropiación. Se encuentra igualmente en el origen de la transmisión cultural. ––He insistido sobre todo en el aspecto de rivalidad y de conflicto que asocia a la mimesis. Y si he procedido así es porque he llegado a concebir los mecanismos miméticos analizando novelas, en las que es esencial la representación de las relaciones conflictivas. La mimesis “mala” predomina por tanto en mi obra. Sin embargo, en las relaciones entre seres humanos reales, la que predomina es la mimesis “buena” naturalmente. Sin ella, no habría educación, transmisión cultural ni relaciones pacificas” (2006a: 77). 148

“imitación” (cfr.: 2006a: 54-55), mientras que a la “mimesis conflictiva” se la llama, sin más, “mimesis”. La exterioridad a que alude la expresión designa la distancia que hay, en esta modalidad del deseo mimético, entre el sujeto deseante y el objeto de su deseo. Ésta viene determinada porque la distancia no puede ser conmensurable en términos de proximidad o lejanía físicas, pues el modelo a imitar no se desenvuelve, por cualquier razón, en el mismo medio que el sujeto deseante, o si lo hace, por ejemplo, cuando el discípulo imita a su maestro, quien sí se desenvuelve en su medio, lo hace interponiéndole la distancia de la consciencia de su imitación.51 Al no ser disputables los objetos susceptibles de deseo, al no existir la posibilidad de una rivalidad entre los sujetos, esta forma de imitación resulta “positiva”. Así, los modelos son conscientemente admitidos como tales e imitados con toda deliberación. Aún se trata de la mimesis de apropiación: lo que se busca es poseer algo que tiene el otro. En la mediación externa, sin embargo, el sujeto ya no desea un objeto, tanto como un ideal. El ideal deseado (o repudiado) por sí mismo. Lo que caracteriza a este modelaje del deseo frente al que es propio de la mediación interna es que no hay un objeto en medio de los dos sujetos deseantes, no es un deseo de poseer la propiedad del prójimo o de disputársela, sino que observamos una radicalización de este deseo, por la que se interioriza y se convierte en un deseo de ser el otro. De convertirse en otro. Por eso se lo imita, por eso el admirador imita al que constituye en modelo.

51

La asociación de la palabra “estrella” con hombres y mujeres célebres es muy significa a

este respecto: a quienes se admira son tan remotos como los astros. 149

Tanto el ejercicio del deseo caracterizado por la mediación interna como de aquel caracterizado por la mediación interna son susceptibles de un modelaje, de una terapia y de una metanoia, así como son susceptibles de ser moldeados en función de ejemplos de violencia, de codicia y de envidia, de ira. Sin embargo, a nuestro juicio, el proyecto girardiano aún permanece incompleto, pues consistentemente ha eludido hacer el mismo una caracterización análoga a la que hace del mecanismo del chivo expiatorio. Su tratamiento de la imitación del Cordero, nos parece, no es suficiente para identificar los estereotipos de esta forma del deseo en un relato completo. Sin embargo, sí que señala una línea de investigación que algunos han decidido emprender. Entre los esfuerzos más notables que conocemos, señalaremos tres. James Alison piensa en los procesos de reconciliación y ofrece una imagen muy poderosa en el poder de la víctima no resentida, que se sobrepone a relaciones victimarias a partir de la creatividad y la paciencia, del ejercicio del amor; hace una síntesis entre el acontecimiento pascual y la antropología de Girard. Carlos MendozaÁlvarez piensa en el Dios escondido de la posmodernidad. Ensaya una elegante teología fundamental posmoderna que apuesta por discernir “los signos de los tiempos”, concibiendo la tardomodernidad como un lugar teológico inédito, preñado de la epifanía del Señor que anuncia la posibilidad del mutuo reconocimiento entre quienes son capaces de sobreponerse a las relaciones de dominio y logran perdonarse. Ángel Méndez, a su vez, muestra el alcance de la concepción girardiana del deseo en las reflexiones sobre la teología y la comunión, a partir del intento de pensar con seriedad una analogía muy sugerente de esta disciplina y esta forma de reconocimiento con la cocina tradicional del mole, que 150

reúne una multitud de manos e ingredientes en la celebración común de un gesto oferente, que Méndez desarrolla como mistagogía. Tienen en común estas propuestas la renuncia al pensamiento totalizador, el proceder cauto de la teología apofática, que insiste en la primacía ontológica y reconoce la insuficiencia de sus representaciones de un Dios que no somos capaces de asir ni en nuestras más elevadas edificaciones intelectuales, a quien no nos es dado poner a nuestro servicio, sino a quien es preciso servir en el Otro, y singularmente en la necesidad del Otro desvalido, que reclama en el sujeto un gesto de comunión o indiferencia. Concluida esta exposición, que apunta a un aspecto muy importante de la mimesis, pero que en el corpus girardiano es tratado como en el reflejo de un discurso sobre la violencia, retomemos la explicación que el filósofo francés ofrece sobre su origen.

III.2. El saber sobre la violencia de la teoría mimética: la rivalidad y el mecanismo del chivo expiatorio III.2.0. Una precisión metodológica La interpretación del mito, su relación con el rito y la fundación de lo sagrado en la violencia representan el gozne que une las dos intuiciones centrales de la teoría mimética: el deseo mimético y el chivo expiatorio. No es un camino directo, sin embargo, pues Girard ha descubierto la inteligibilidad del mito a través de la Pasión de Cristo, que revela como ninguna teoría o ciencia la verdad tanto sobre el 151

deseo mimético como sobre el mecanismo del chivo expiatorio. Su argumentación presume proceder en sede antropológica, y no teológica. Como consecuencia de este descubrimiento, toda la literatura se abre a la hermenéutica de la Cruz, ampliando las posibilidades y las exigencias de la razón, horizontes hasta antes de Girard relativamente inéditos en la hermenéutica contemporánea, si bien, como hemos expuesto suficientemente ya, no inéditas del todo, pues arraigan en la robusta tradición filosófica de la crítica literaria conduce a Sócrates, a Platón y a Aristóteles, y que ahora reclama para sí la teoría mimética. Sin embargo, como una exigencia metodológica, en este capítulo intentaré eludir todo lo que sea posible el recurso a la argumentación que Girard hace a partir de la Cruz y la literatura que él llama “novelesca”, tanto por un intento de mostrar que la teoría mimética se sostiene suficientemente en argumentaciones en cierto sentido ajenas al acontecimiento cristiano, como por mostrar con mayor claridad su arquitectura. En Aquel por el que llega el escándalo, Girard expone el estado del arte de la cuestión sobre el origen de la violencia, al que se orienta en buena medida la concepción girardiana del deseo mimético. Discierne dos enfoques modernos frente a la violencia. El primero asume que el hombre es bueno por naturaleza y le achaca a la sociedad aquello que contradiga la buena naturaleza humana. Esta posición, política y filosófica, que podría representar la posición de Rousseau, le resulta más bien ingenua. El segundo anda buscando los genes de la agresividad e intenta radicar en lo biológico (o en cierto naturalismo, como Freud, quien se refería al “instinto de muerte”), el origen de la agresividad animal, “que es naturalmente apacible” en palabras de Girard, pues la violencia es privativa de los 152

humanos. “Los dos enfoques se han demostrado estériles. Desde hace años yo propongo un tercero, a la vez muy nuevo y muy antiguo...: imitación” (GIRARD, 2006b: 16). Esta es la sección más original de la teoría mimética y a la que Girard dedica la mayor parte de su obra. Pensar el mimetismo equivale a pensar la condición humana. Implica hacerlo también en lo que de más tenebroso tiene lo humano.

III.2.1. Mediación interna y rivalidad Para tratar el caso paradigmático, en función del que Girard desarrolla su exposición del deseo mimético, volvamos ahora a la habitación donde dejamos hace unos párrafos a K y a Q. En la última escena, la situación era la siguiente: Q poseía un juguete que, en el momento que lo tomó, llamó la atención de K. Lo que ocurrió a continuación fue lo siguiente: también había, por fortuna, un adulto en la habitación, quien los separó luego de los primeros brotes de la violencia y les explicó que no debían rivalizar por el juguete. Tan sencilla como esta experiencia es la explicación que Girard le da al origen de la violencia y del sentido de las instituciones culturales, orientadas a la contención de la violencia mediante la prohibición del deseo mimético, aquí representadas por el adulto que dirime el conflicto. Recordemos que la mayor parte de la obra girardiana está orientada al esclarecimiento del origen de la violencia mediante la comprensión de la naturaleza de esos violentos que también somos los hombres.

153

Los etólogos distinguen entre la agresividad, propia de los altercados entre los animales, de la violencia. Esta primera distinción se antoja pertinente para marcar una diferencia radical entre la dimensión de los conflictos animales y la que pueden llegar a adquirir los conflictos humanos. Desde luego, la agresividad de los animales surge de su necesidad de sobrevivir. Para vivir, tienen que matar. Sin embargo, las estrictas leyes que rigen la evolución han determinado que la agresividad intraespecífica no sea letal para los involucrados. En From Animal to Human. A Conversation With René Girard, Girard comenta: Las rivalidades entre animales, que usualmente consisten en rivalidades por las hembras, son manifiestas: se presentan como peleas que, normalmente, no derivan en la muerte de los involucrados; en los humanos, la rivalidad no es manifiesta, se oculta: es por eso que los hombres precisamos de prohibiciones, de reglas y rituales” (2010: 32’ 02”). Cuando un macho rivaliza con el otro por el dominio de la manada, el alimento o una hembra, el combate concluye cuando uno muestra ser más fuerte que el otro. No se empecinan hasta dar su vida en la pelea. El resultado de la batalla determina quién ocupa el único puesto de macho alfa, y asunto resuelto. La ley del más fuerte. Ya sabemos, por otra parte, lo virulentos y destructivos que pueden ser los enfrentamientos humanos: “En los hombres, los combates intraespecíficos pueden desembocar en una muerte violenta cuya perspectiva no detiene a los combatientes” (GIRARD, 2006b: 18). Civilizaciones enteras han sido aniquiladas por su violencia, o por la que ejerció contra ellas la potencia militar 154

vecina. Los antropólogos y los historiadores nos relatan escenas pavorosas que han tenido y siguen teniendo lugar en la historia humana, desde el canibalismo ritual hasta la bomba atómica, pasando por el refinamiento de la violencia entre las familias poderosas del Renacimiento y de las cortes, los campos de exterminio y la inquietante cultura del snuff. La hipótesis girardiana sobre el origen de la violencia no sólo toma en cuenta, sino que parte de aquello que nos hace más dignos que los animales: La imitación es la inteligencia humana en lo que ésta tiene de más dinámico; es lo que sobrepasa a la animalidad, pero es lo que nos hace perder el equilibrio animal y puede hacernos caer mucho más bajo que aquellos a los que no hace mucho llamábamos nuestros “hermanos inferiores”. En cuanto deseamos aquello que desea un modelo, bastante cerca de nosotros en el tiempo y en el espacio como para que el objeto codiciado por él quede a nuestro alcance, nos esforzamos por arrebatarle el objeto, y la rivalidad entre él y nosotros es inevitable (GIRARD, 2006b: 17). La explicación que Girard elabora de la violencia, radicándola en el deseo, conduce al siguiente razonamiento: “Si los objetos que deseamos pertenecen siempre al prójimo, es éste, evidentemente, quien los hace deseables” (GIRARD, 2002b: 26). ¿No hay algo peculiar, peligroso, en nuestra constitución, una inclinación espontánea hacia situaciones que nos pueden crear conflictos? El origen de los conflictos humanos está, todo parece indicar, en la forma misma en la que se estructuran nuestros deseos, pues suscitan en nosotros el interés en apropiarnos de 155

los bienes ajenos, lo que es bastante peligroso: “si los deseos idénticos convergen hacia un mismo objetivo, por fuerza se obstaculizan” (GIRARD, 2012: 23), engendrando la rivalidad. A este gesto, por el que un sujeto deseante busca hacerse con el objeto deseado en relación con su pertenencia a otro, la teoría mimética lo llama “mimesis de apropiación”.52 Y a la dimensión conflictiva de la mimesis de apropiación, le llama Girard “la enfermedad del deseo”. La elección en el ejemplo precedente de un medio común (la habitación) a los dos infantes hipotéticos ––lo mismo que su semejanza–– no fue inmotivada: si es el modelo quien hace un objeto deseable, es evidente que ese modelo ha de estar relativamente cerca. La presencia real o simbólica del modelo determina dos formas en las que en el modelo media el mimetismo. El ejemplo utilizado se orienta a la exposición de primera forma de mediación, que en la obra girardiana es designada por la expresión técnica “mediación interna”. Si el modelo de mi deseo es mi prójimo, ello supone que éste se encuentra próximo a mí: comparte mi medio y mi situación jerárquica: somos pares. Esta consideración no es menor, porque el deseo mimético se da eminentemente entre pares capaces de reconocerse como tales, que además coinciden en las mismas coordenadas espaciotemporales. En una sociedad donde aún existan las castas, la pertenencia a

52

“Las teorías de la imitación no hablan nunca de la mimesis de apropiación ni de la

rivalidad mimética, y éste es, no obstante, el punto más importante de mi propia perspectiva. Para que resulte evidente, basa con pensar en las interacciones infantiles. El niño mantiene con los adultos una relación de mediación externa o, lo que es lo mismo, una imitación positiva, mientras que la relación que mantiene con los demás niños es de mediación interna, o sea, de rivalidad” (GIRARD, 2002a: 55-56). 156

una jerarquía u otra determina los objetos que se vuelven deseables para el sujeto y también quiénes son candidatos a rivales. Ello se observa muy claramente, por ejemplo, en las estrictas condiciones exigidas para que un duelo (o justa) tuviera lugar. Una de ellas era que ambos contendientes tuvieran la misma posición social. No hubiera sido legal que un siervo retara a duelo a su amo, o viceversa. En ello se jugaba, bajo el pretexto del honor, el reconocimiento social.53 Si el modelo de mi deseo es verdaderamente mi prójimo, entonces sus objetos propios me son accesibles, y si decido perseguirlos, surge la rivalidad. La relación de rivalidad, como la describiremos a continuación, Girard la observa paradigmáticamente en quienes ha venido a llamar “gemelos rivales”, “dobles miméticos” o sencillamente “rivales”: “Cuando un imitador intenta arrebatarle a su modelo el objeto de su deseo común, este último se resiste, desde luego, y el deseo se hace más intenso en ambos. El modelo se convierte en imitador de su imitador, y viceversa. Todos los papeles se intercambian y se reflejan en una doble imitación, cada vez más perfecta, que uniformiza cada vez más a los antagonistas. (…) Este proceso de indiferenciación es inseparable del “cada vez más violencia” que nos amenaza en el momento presente” (GIRARD, 2006b: 18). Hay algo muy peculiar acerca de la rivalidad promovida por la mediación interna: “Los deseos emulativos son tanto más temibles porque tienden a reforzarse recíprocamente. Se rigen por el principio de la escalada y la puja” (GIRARD, 2002b: 25). Esto ya lo hemos observado al referir el tratamiento que 53

En “Amor y odio en Yvain”, compendiado en GIRARD, 2012, hay un muy puntual

análisis de Yvain, de Chrétien de Troyes, a la lupa de estas categorías interpretativas. 157

Girard hace de la reciprocidad y todos tenemos experiencia de cuán difícil es mantener una buena relación con cualquiera otro, en la que las reciprocidades sean positivas y confiadas la mayor parte del tiempo, a la vez que tenemos la experiencia de cómo una nimiedad, un olvido mínimo, puede perturbar nuestras relaciones de manera perdurable. El movimiento contrario, de la mala a la buena reciprocidad, es siempre mucho más arduo. Girard descubre la doble imitación en todas partes, pues estructura la forma conflictiva del deseo mimético, incluso ahí donde, como hemos observado, no media entre ambos sujetos ni siquiera un deseo común (o mimesis de apropiación). La concordia se muda insensiblemente en discordia, a partir de una sucesión de continuas rupturas simétricas, que son devueltas una y otra vez, cada vez más rápidamente, como cuando se colocan, uno frente a otro, dos teléfonos celulares que se devuelven un sonido cualquiera: pronto, la escalada de reciprocidades deriva en un ruido ensordecedor. Más que anularse, se reconstituyen estas hostilidades, alimentándose desde la nada: “Los individuos que hace tan solo un instante intercambiaban cortesías, he aquí que ahora intercambian insinuaciones pérfidas. Y pronto serán injurias lo que intercambiarán, amenazas e incluso puñetazos o disparos de revólver, y todo eso, como ya he repetido, sin perturbar nuca la reciprocidad” (GIRARD, 2006b: 25). Así es como se construye la venganza,54 que en algún momento dado ya ni siquiera sabe qué violencia venga 54

Es posible observar una referencia indirecta a esta observación girardiana sobre la

rivalidad, a esta enfermedad del deseo, en la tradición filosófica que va de Aristóteles a la Escolástica. El apetito sensible irascible se dirige hacia la obtención de objetos arduos, considerados bajo razón de bien, y a éste corresponde remover los obstáculos que lo 158

con una nueva violencia, pero insiste en la escalada, pasando de generación en generación y dándole la vuelta al mundo: es contagiosa.55 Encendida la hoguera de la rivalidad, por “la escalada y la puja”, ésta tiende a incendiarlo todo al seno de la relación y a contagiar la belicosidad a trescientos sesenta grados. En un momento dado del progreso de la rivalidad se puede observar un fenómeno muy peculiar: el objeto que suscitó las animosidades pasa a segundo plano, perdiendo interés: desaparece, y ya solamente queda la rivalidad para alimentarse a sí misma. A este momento le llama Girard “crisis de indiferenciación” pues los roles de sujeto y modelo se reducen a esa rivalidad (cfr. GIRARD, 2006a: 51-52) y ambos son simultáneamente modelos de la belicosidad que alimentan. Para que la mutua imitación opere es preciso que ambos sujetos sean inconscientes de su carácter de imitadores: ellos mismos, al exasperarse, se lo ocultan. Estos fenómenos, suscitados por la rivalidad entre los gemelos, en las impidan, considerados entonces bajo razón de mal. ¿No alcanzamos a advertir ya de inmediato un principio de conflictividad? El propio nombre del apetito suscita ya sospechas. Recibe su denominación de la ira, considerada en De Ánima I (403a 30) y definida por Aristóteles, bajo su aspecto formal, como “el deseo de venganza”, y bajo el material, como “cierta animosidad”. Aún más, para explicar la forma en la que las pasiones irascibles son suscitadas en el apetito concupiscible y a ella vuelven a su término, Tomás señala que “esto sucede con la ira, que nace de aquella tristeza que afecta al sujeto y, lograda su venganza, se convierte en alegría” (q. 81, a. 3). 55

Si bien, Girard cree que la venganza no es propiamente una institución humana, la tiene

por la “causa de que creemos instituciones, que fundamentalmente prohíben la venganza” (GIRARD, 2010c: 34’ 49”). 159

crisis humanas, se contagia de forma sorprendentemente rápida, polarizando las diferencias por las que se aglutina en frágiles equilibrios la sociedad y, en última instancia, indiferenciando a los partícipes del contagio y conduciéndolos a la guerra por la guerra, a la guerra de todos contra todos. Giussepe Fornari ha postulado la noción de “buena mediación interna”. Como hemos visto, la mediación interna explica la procesión del triángulo del deseo mimético hacia la rivalidad hasta la crisis de indiferenciación. ¿Qué sería una “buena mediación interna”? La intervención apasionada de una serie de reciprocidades benévolas. Una cooperación. Esta idea tal vez sea estimulante. No ha sido desarrollada por Girard, quien incluso la considera relativamente equívoca y sugeriría una denominación distinta, para no confundirla con el sentido que ya está fijado para la expresión en la teoría mimética (GIRARD, 2006b: 126-127). Por otro lado, no le hace falta a la teoría mimética la postulación de esta nueva expresión. Ya tiene, para explicar los aspectos positivos de la mimesis de apropiación, la “mediación externa”.

III.2.2. Las crisis de indiferenciación: la “guerra de todos contra todos” El estadio, las grandes congregaciones religiosas, las cofradías, los grupos de autoayuda, las instituciones, los Estados, representan sendos ejemplos de diferenciación con efectos reconociblemente positivos en varios casos; cualesquiera congregaciones de hombres que comparten fines o intereses comunes crean una 160

red de relaciones análogas respecto de aquello que se pone en común como criterio de pertenencia. Estas diferencias constituyen los frágiles equilibrios el tejido social. Cuando las comunidades humanas se ven amenazadas, sin embargo, estas diferencias se disuelven por contagio en solamente unos instantes y el hombre se convierte en el lobo del hombre. La descripción de estas crisis es observada consistentemente en multitud de relatos mitológicos. Las ciencias sobre el hombre suelen versar sobre el orden. No pueden hacer otra cosa, pues solamente es posible hacer ciencia sobre los fenómenos que presentan una regularidad. Solemos pensar en los hombres como civilizados, en buena medida porque esa es una exigencia del pensamiento. Sin embargo, la civilización depende de unos equilibrios mucho muy frágiles, que a menudo se rompen, creando situaciones críticas: la presencia de suficientes recursos accesibles para la mayoría, la jerarquización definida de una comunidad ––lo que le permite a cada miembro reconocer su sitio en ella––, la ausencia de amenazas contra la comunidad ––reales o imaginarias–– o la capacidad de hacerles frente, la fuerza de las instituciones sociales e incluso el clima... Esta enumeración no pretende ser exhaustiva. Solamente ayudar al lector a hacerse una idea de la complejidad que hay detrás de una sociedad que vive, más o menos, en concordia. Sin embargo, los relatos mitológicos, a los que atiende Girard en su argumentación sobre el origen también histórico de la violencia, no relatan los periodos de estabilidad en una comunidad, sino precisamente cómo vinieron a surgir éstos luego de una crisis violenta. En este apartado describiremos dos de los estereotipos del escenario invariablemente descrito tanto en los relatos mitológicos 161

como en los textos persecutorios analizados con algún detalle en el segundo capítulo: un escenario de crisis. Lo primero que estamos buscando, pues, en un relato mitológico, es la presencia de la descripción de una crisis social y cultural, y una crisis que se manifiesta en una violencia generalizada. Veamos a qué se refiere Girard con el primer momento del ciclo mimético, no sin antes anotar el mérito de semejante esfuerzo: significa “pensar la crisis”, “lo impensable”, y el intento de volverlo del todo inteligible: No siempre son las mismas circunstancias las que favorecen estos fenómenos. A veces se trata de causas externas, como epidemias, sequía extrema, o inundación, que provocan una situación de miseria. Otras, de causas internas: los disturbios políticos o los conflictos religiosos. Afortunadamente, no nos planteamos la determinación de las causas reales. En efecto, sean cuales fueren sus causas auténticas, la crisis que desencadenan las grandes persecuciones colectivas, quienes las sufren, siempre las viven más o menos de la misma manera. La impresión más vívida es invariablemente la de una pérdida radical de lo social, el fin de las reglas y de las “diferencias” que definen los órdenes culturales. En este punto todas las descripciones se parecen (GIRARD, 2002a: 22). Nuestro tiempo nos ofrece circunstancias inigualables para reconocer la precisión de la teoría mimética en este punto. Mientras las comunidades permanecen en una cierta concordia, se las apañan suficientemente para preservarla. Sin embargo, cuando hay una crisis, como ocurre a lo largo y ancho de 162

nuestro planeta, aún las instituciones que resultaban más “sólidas”, tienden a disolverse y a perder fuerza. Lo que podría ser sencillamente impensable en tiempos de orden, como el derrumbamiento de un Estado, se vuelve la orden del día en medio de un tiempo de crisis. Incluso los vínculos más estrechos, como podrían serlo los de filiación, pierden su fuerza ante una crisis. Podemos leer, por ejemplo, cómo una madre se ve orillada a comerse a su hijo en medio del asedio de Jerusalén bajo el poder romano, en el relato que sobre este acontecimiento hace Flavio Josefo. Cuando no el orden sino la crisis impera alrededor, estamos hablando al mismo tiempo de la guerra de todos contra todos y de la disolución de las diferencias que la contenían, aún las relaciones más estrechas se disuelven. Se trata de un clima de terror: “Al desaparecer las diferencias, lo que en cierto modo se eclipsa es lo cultural” (GIRARD, 2002a: 24). Las crisis conducen a los hombres a enfrentar decisiones que, en medio del orden, no tendrían cabida. Cuando no ya solamente la cultura, sino incluso la supervivencia están puestas en entredicho, las personas actúan de forma imprevisible e intempestiva. No a todos les es dada la altura moral de no intentar sobrevivir a cualquier precio. El origen de una crisis de esta naturaleza a veces radica en el advenimiento inesperado e imprevisible de un desastre natural: un terremoto, una sequía, un tsunami. La invasión de una potencia extranjera (o, en las comunidades primitivas, más modestamente, el saqueo de una aldea a manos de otra), puede conducir a circunstancias críticas análogas, que pondrían en juego la capacidad de una comunidad a sobreponerse a pesar de la enorme conflictividad a que se vería orillada, conflictividad de la que da cuenta el deseo mimético: 163

Cuando una sociedad se descompone los plazos de pago se acortan; se instala una reciprocidad más rápida (...) También en los intercambios hostiles o “negativos”, que tienden a multiplicarse (GIRARD, 2002a: 23). Cuando la crisis no obedece a causas externas, sino internas, la explicación siempre se conduce hacia la conflictividad del deseo mimético. Tenemos testimonios de sobra sobre esto solamente en el último par de siglos: en nuestra tierra, la Revolución y la Guerra Cristera; en Europa, la Guerra Civil Española y la Revolución Rusa, por no ir más lejos. En estos conflictos, invariablemente se repite la relación de los gemelos rivales entre los sujetos colectivos que conforman a cada una de las facciones enemigas. ¿No vemos en los relatos mitológicos enfrentamientos análogos entre dobles miméticos? Se trata de la condena de los hermanos a la rivalidad por su misma proximidad: Todo comienza como en un mito, con la historia de hermanos enemigos. ¿Tienen los mismos deseos porque se parecen o se parecen porque tienen los mismos deseos? ¿Es la relación de parentesco en los mitos lo que determina la identidad de los deseos, o es la identidad de los deseos lo que determina una semejanza definida como fraterna? (GIRARD, 2002a: 171). Otras veces, se trata de conflictos más amplios, que se asemejan más a las circunstancias ante las que Hobbes escribió su Leviatán: las Guerras de Religión, como las dos guerras mundiales del XX. En cualquier caso, observamos el mismo fenómeno: la crisis vuelve a todos vulnerables y los entrega a su belicosidad en 164

extremos que amenazan con la autodestrucción y la conflictividad del deseo mimético se vuelve la norma. En todos los casos, observamos el mismo fenómeno: la pérdida de las diferencias que hacían viable la convivencia pacífica en las comunidades durante los tiempos de paz, lo que Girard llama “la indiferenciación”: El hundimiento de las instituciones borra o enfrenta las diferencias jerárquicas y funcionales, y confiere a todas las cosas un aspecto simultáneamente monótono y monstruoso. En una sociedad que no está en crisis la impresión de las diferencias procede a la vez de la diversidad de lo real y de un sistema de intercambios que diferencia y que, por consiguiente, disimula los elementos de reciprocidad que necesariamente supone, so pena de dejar de constituir un sistema de intercambios, es decir, una cultura” (GIRARD, 2002a. 23). Cuando ha ocurrido el eclipsamiento de la cultura y una comunidad se ha entregado indistintamente a la “guerra de todos contra todos”, ésta acabará por aniquilar a la comunidad si no se transforma, espontáneamente, en una violencia capaz de rehacer la unidad. Es entonces cuando, extraordinariamente, la belicosidad indiferenciada adquiere un enemigo común: nada une más a una comunidad. La guerra de todos contra todos se transforma en la “guerra de todos contra uno” (cf..: GIRARD, 2002b: 44).

165

III.2.3. Selección victimaria: la “guerra de todos contra uno” En este apartado describiremos el segundo y el tercer estereotipo identificados por Girard y referidos hacia el final del penúltimo apartado. Señalan dos momentos peculiares del ciclo mimético, que lo son singularmente por su carácter de inconsciencia. El proceso que describiremos a continuación es uno que no surge ni puede hacerlo de la fría deliberación de las turbas enardecidas, naturalmente volubles, sino que significa un fenómeno colectivo de contagio mimético inconsciente.56 Para explicar este fenómeno, Girard alude a menudo a términos 56

Sobre el uso de la noción “inconsciente” en la obra girardiana, se puede revisar la

siguiente referencia: “La palabra “inconsciente” puede evocar, en el lector, la farragosas teorías freudianas. Utilizo “desconocimiento” porque es totalmente cierto que el mecanismo del chivo expiatorio desconoce su propio carácter injusto, aunque sin que, por ello, se deje de saber que lo que se hace es dar muerte a alguien. Pienso también que la naturaleza inconsciente de la violencia sacrificial se revela con toda claridad en el Nuevo Testamento, y en particular en el evangelio de Lucas: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (GIRARD, 23,34). Pedro se dirige a gentes que han tomado parte en la crucifixión: “Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho” (Hechos 3,17). No estoy de acuerdo, personalmente con anteponerle el articulo determinado, en decir el inconsciente, ya que esto implica un esencialismo del que desconfío. Efectivamente una ausencia de conciencia en el proceso del chivo expiatorio, y esta ausencia es tan esencial como lo es el inconsciente para Freud; pero no se trata de lo mismo, es un fenómeno más 166

como “contagio” propio de las epidemias, la analoga al poder destructivo del fuego. Así se explica la volubilidad de las masas y los fenómenos como la moda o el prestigio, pero también la unanimidad de la selección victimaria y del sacrificio. Si bien, semejante proceso social puede tener grandes ventajas, a la hora de imitar paradigmas ejemplares, es muy peligroso cuando se trata de crisis violentas: “Es como un torbellino en cuyo seno las violencias más violentas se congregan y confunden” (GIRARD, 2006b: 16). Esta es la clave hermenéutica de los fenómenos de crecida de la violencia: “La violencia parece prisionera de un proceso de escalada que recuerda la propagación del fuego o la de una epidemia” (GIRARD, 2006b: 15). Por eso, la teoría mimética trata el contagio mimético censurándolo: “La violencia que esgrimimos contra el otro es siempre ilegítima porque tiene su origen en reciprocidades miméticas injustificables” (BARAHONA, 2006b:10). Es verdaderamente el momento más sorprendente del mecanismo del chivo expiatorio porque ocurre espontáneamente aún a pesar de la inconsciencia de quienes están involucrados en él. Es más: ocurre precisamente gracias a ese desconocimiento, sin el que no podría operar el procedimiento por el que la violencia colectiva indiferenciada adquiere un único remitente, primero, ¡y luego diviniza a la víctima del sacrificio!, atribuyéndole la reconciliación que su sacrificio opera en la comunidad. A esta unanimidad colectiva frente a la selección victimaria y la divinización de la víctima hay que atribuirle el complejo ocultamiento del

colectivo que individual. La noción de inconsciencia es indispensable, pero la del inconsciente que sería una especie de caja negra, se ha mostrado engañosa” (GIRARD, 2006a: 73). 167

acontecimiento realmente narrado en el mito ––el asesinato fundador, el chivo expiatorio––, mediante el “juego de transformaciones” en que este relato consiste: Para que el mecanismo victimario sea eficaz, es preciso que el apasionamiento contagioso y el todos contra uno mimético, escapen a la observación de los participantes. La elaboración mítica descansa en una ignorancia, o incluso una inconsciencia persecutoria (GIRARD, 2002b: 167). La sorprendente inconciencia de los hombres que participan del sacrificio de un inocente a quien le cargan todas sus culpas y en quien descargan su violencia, exige en ellos la libre elección de Dionisos, el compromiso de su libre arbitrio en la elección de lo que es injusto. Sin embargo, proceden como ciegos: no saben lo que hacen, aunque creen saberlo.57 Esta es la dimensión más difícil de explicar de la teoría mimética y el sentido más oculto de la rivalidad mimética, responsable, según Girard, de la frecuencia e intensidad de los conflictos humanos... Y es la más difícil de explicar porque, también es la más original de su pensamiento: antes de que Girard la descubriera en los Evangelios, había permanecido oculta y nadie la había referido y mucho menos tratado sistemáticamente, si bien no ha escapado a algunos cuantos que el mal se le oculta a quien lo hace: “Hace todo lo posible por ocultarse, incluso 57

Sería muy interesante relacionar esta posición girardiana con la cuestión socrática de la

ignorancia y valorar la responsabilidad moral que podría atribuirse a quienes participamos, aunque ciegos, del orden de los violentos. 168

a los ojos de los principales interesados, y generalmente lo consigue” (GIRARD, 2006b: 17). Ya que la crisis que hemos descrito afecta eminentemente a lo social, suele ser interpretada por quienes la atraviesan como un eclipsamiento del orden moral, en cuyo caso la responsabilidad sobre la crisis se le atribuye vagamente a la sociedad, lo que no compromete a quien se la atribuye a reconocer su propia complicidad en la violencia colectiva, o se dirige contra individuos que parecen particularmente nocivos para el orden cultural y social (cf.. GIRARD, 2002a: 24). Naturalmente, en este último caso, siempre se trata de los que, además de ser distintos, son más débiles que la turba unánime: “Existe un proceso mimético de rechazo cuyas víctimas preferidas son los profetas, como ocurre en alguna medida con todos los seres excepcionales, esos individuos que, por diversas razones, no son como los demás” (GIRARD, 2002b: 46). Aunque las víctimas designadas por las turbas a lo largo de la Historia humana podrían parecer demasiado distintas unas de otras, pronto se reconoce su unidad, lo que tienen en común, ahí donde se descubre su diferencia respecto del grupo social que las designa: “Todos los pueblos tienden a rechazar, con diversos pretextos, a quienes no encajan en su concepción de lo normal y corriente” (GIRARD, 2002b: 46).58 El procedimiento de selección victimaria sucede por contagio mimético ––y de ahí el origen de su inconsciencia: los pequeños 58

Aunque sería fascinante emprender una investigación sobre lo que es común a este

momento de la teoría mimética y a la victimización de “los anormales” que trata Foucault, este no es el sitio para hacerlo. 169

conflictos se van fundiendo con los más grandes y, al final, el más polarizador de todos se va discerniendo de entre los demás, hasta que, al fin, los más fuertes la emprenden unánimemente contra los más débiles (cf..: GIRARD, 2002b: 42). En El chivo expiatorio, Girard agrupa las acusaciones contra los diversos chivos expiatorios que han sido víctimas de violencias colectivas (cf.. GIRARD, 2002a: 24-25) bajo tres categorías generales. En primer lugar, están las víctimas nobles, las que normalmente tendrían algún fuero en una comunidad que atraviesa una etapa de paz, ya sea por su posición, ya sea porque normalmente estarían protegidos por ser los más débiles, y precisamente por ello se vuelven vulnerables en medio una crisis: reyes, patriarcas, nobles, por un lado y, generalmente, los niños, por otro. En segundo y tercer lugar, están quienes son acusados de transgredir los tabúes más rigurosos, y estas son las categorías victimarias más frecuentemente invocadas en los mitos. Las acusaciones contra estos individuos son de dos especies: la primera la forman crímenes sexuales: violadores, incestuosos, bestiales; la segunda es la que conforman los profanadores de tabúes religiosos: los impíos. Todos los rasgos victimarios mencionados tienen en común lesionar los pilares mismos sobre los que se funda el orden cultural y, en última instancia, diferir del resto de la comunidad, configurada por “los normales”: por la media de los idénticos entre sí. Se trata de lo que solemos llamar, en un lenguaje coloquial, “discriminación”, cuyos significados, nada extrañamente, asocian el gesto por el que una comunidad segrega a una minoría y la selección, entre una pluralidad de objetos, de aquellos que pertenecen a una categoría común.

170

No es nada extraño que estén asociados los significados de “ética”, “ethos” y “etnia”. El ethos de cada pueblo representa una media de las costumbres aceptables para una etnia determinada, a la vez que constituye una suerte de canon de buenas costumbres (ética), como una contención que disuade de la violencia por la que podríamos llegar a aniquilarnos, al convertirse en criterio de identificación tribal. Tampoco es extraño que en su origen hostis designara tanto al extranjero como al enemigo. En Aquel por quien llega el escándalo, escribe Girard: La cultura humana consiste esencialmente en un esfuerzo para impedir que la violencia se desencadene separando y “diferenciando” todos los aspectos de la vida pública y privada que, si son abandonados a su reciprocidad natural, amenazan con hundirse en una violencia irremediable (GIRARD, 2006b: 25). Estas consideraciones deberían explicar suficientemente por qué se vuelven tan amenazantes para una comunidad cualquiera quienes no saben diferir, evidenciando la identidad de la indiferenciación colectiva que cualquier comunidad y cualquier individuo trata de negar por cualquier medio para preservar la seguridad de su excepcionalidad. 59 La diferencia, así, se convierte en una

59

La selección victimaria deriva en una paradoja que ágilmente identifica Girard: explica

este diferir de una minoría o un individuo respecto de la totalidad de la comunidad como un gesto vacío: “Nunca se reprocha a las minorías religiosas, étnicas o nacionales su diferencia propia, se les reprocha que no difieran como es debido, y, en última instancia, 171

estrategia cultural para ocultar la reciprocidad que configura todas nuestras relaciones y ocultarnos a nosotros mismos nuestro carácter mimético:60 el hecho de que nos imitamos sin cesar, y que también lo hacemos al seleccionar a una víctima: “Nos esforzamos, en suma, en olvidar lo semejante, lo idéntico, en perderlo literalmente, en extraviarlo en los meandros de diferencias tan complicadas y de diferimientos tan prolongados que nos acabamos perdiendo en ellos” (GIRARD, 2006b: 27).61 que no difieran en nada” (GIRARD, 2002a: 33). Los que difieren lo hacen en la medida en que son incapaces de respetar las “auténticas diferencias”: no captan lo propiamente diferencial: “No es bárbaros quien habla otra lengua, sino quien confunde las únicas distinciones realmente significativas, las de la lengua griega” (GIRARD, 2002a: 33). 60

“Esta clase de rivalidad no destruye la reciprocidad de las relaciones humanas, sino, al

contrario, la hace más perfecta que nunca; por supuesto, en la esfera de las represalias, no en lo referente a los tratos pacíficos. Cuando más desean diferenciarse los antagonistas, más idénticos resultan. La identidad se realiza en el odio de lo idéntico. Es éste el momento paroxístico que encarnan los mellizos o los hermanos enemigos de la mitología, como Rómulo o Remo. Yo lo llamo el enfrentamiento de los dobles” (GIRARD, 2002b: 41). 61

Al respecto, Girard anota: “Claude Levi-Strauss fue el primero que intentó pensar todas

las reglas culturales en términos de diferencias. Hay en ello algo precioso para entender lo cultural, pero incompleto. Es necesario situar las diferencias en su contexto real, el de las relaciones miméticas y su irreprimible poder de indiferenciación, de reducción a lo idéntico (GIRARD, 2006b: 27). Y dice, en otro lado: “Incluso en las culturas más cerradas, los hombres se creen libres y abiertos a lo universal; su carácter diferencial hace que se viva desde dentro como inagotables los campos culturales más estrechos. Todo lo que compromete esta ilusión nos aterroriza y despierta en nosotros la tendencia 172

El origen auténtico de la violencia colectiva nunca tiene que ver con aquel a quien las comunidades acusan de haberla causado: ya sabemos que esta clase de violencia surge a causa de circunstancias que están más allá de la comunidad, como ocurre en los desastres naturales, o en “la enfermedad del deseo” (es decir: en el carácter conflictivo del deseo mimético), que primero enfrenta a los gemelos rivales, polarizando la violencia de unos contra otros que eventualmente se sale de cauce y se convierte en la guerra de todos contra todos;62 sin embargo, el mecanismo por el que las comunidades escapan a ésta es invariablemente el de la selección de una víctima que represente el común enemigo de todos y en quien cada cual pueda descargar toda su belicosidad. Pero esto solamente puede ocurrir si cada miembro de la comunidad victimaria está convencido del engaño por el que, de hecho, persigue al culpable equivocado, que siempre es otro y nunca él inmemorial a la persecución. Esta tendencia adopta siempre los mismos caminos, la concretan siempre los mismos estereotipos, responde siempre a la misma amenaza. Contrariamente a lo que se repite a nuestro alrededor, nunca es la diferencia lo que obsesiona a los perseguidores y siempre es su inefable contrario, la indiferenciación” (GIRARD, 2002a: 34.) 62

“Para comprender por qué y cómo el mimetismo que divide y fragmenta las

comunidades muda súbitamente en un mimetismo que reagrupa y las reunifica contra una víctima única, hay que analizar de qué manera evolucionan los conflictos miméticos. Más allá de cierto umbral de frustración, los antagonistas no se contentan ya con los objetos que se disputan. Mutuamente exasperados por el obstáculo vivo, el escándalo, que cada uno representa entonces para los demás, los dobles miméticos olvidan el objeto de su discordia y se vuelven, rabiosos, unos contra otros. Cada uno de ellos se encarniza con su rival mimético” (GIRARD, 2002b: 41). 173

mismo: Fuenteovejuna. Cualquier grupo de personas de natural apacible bajo circunstancias normales, frente a un enemigo común y en medio de una crisis violenta, son dignas del temor del más valiente. Hemos observado en este apartado cómo y por qué proceden las comunidades envueltas en la “guerra de todos contra todos” a incriminar arbitrariamente a una víctima seleccionada más bien por sus rasgos victimarios, que por los crímenes “indiferenciadores” de los que se les acusa (cf.. GIRARD, 2002a: 32). A Girard le parece suficiente una explicación que alude al mimetismo del deseo, en lo que se refiere a la eficacia con la que las turbas pasan de la guerra de todos contra todos a la designación de una única víctima, y refuerza su argumento llevando a sus últimas consecuencias culturales la posición que Levi-Strauss suscribe para el lenguaje. Sin embargo, nos parece que aún queda sin esclarecer la extraña relación que hacen las multitudes violentas de la purga de esta violencia y el sacrificio de una víctima: si nos ha quedado ya claro que la violencia, en las crisis, no procede de aquellos a quienes se acusa de ella, ¿por qué extraño poder serían capaces los sacrificios de deponer la enorme magnitud de la furia desatada?

III.2.4. La víctima sacrificial como chivo expiatorio Si seguimos de cerca la teoría mimética, descubriremos que lo que, en sede teológica, afirma el epígrafe de este apartado, en sede antropológica significaría que el origen de la persuasión humana de vivir bajo la potencia de dioses irritables y belicosos, que han de ser aplacados mediante sacrificios, representa, en realidad, 174

cierta consciencia sobre nuestra propia naturaleza: esa potencia irritada... somos nosotros mismos. La expresión “chivo expiatorio” designa esta “cierta consciencia”. Si leemos lo que quiere decir para el lenguaje natural este lugar común, descubriremos que, en realidad, ya estamos persuadidos de aquello sobre lo que la teoría mimética quiere convencernos, a saber: que las víctimas son, en realidad, “chivos expiatorios” (cf..: GIRARD, 2006b: 51): Todo el mundo entiende perfectamente esta expresión; nadie titubea acerca del sentido que hay que darle. “Chivo expiatorio” denota simultáneamente a) la inocencia de las víctimas, b) la polarización colectiva que se produce contra ellas y c) la finalidad colectiva de esta polarización. Los perseguidores se encierran en la “lógica” de la representación persecutoria y jamás pueden salir de ella (GIRARD, 2002a: 57). Girard reconoce que los trabajos de Frazer ya se habían aproximado, aunque a tientas, al significado oculto detrás de la expresión “chivo expiatorio”.63 63

En Aquel por el que llega el escándalo, Girard dice: “Tómese a James George Frazer.

Cuando eligió la expresión “chivo expiatorio” para designar toda una categoría de víctimas, creó sus propias categorías, que son un poco dubitativas a veces, pero siempre fue en la dirección correcta. Si se detuvo rápidamente es porque no quería reconocer en su mundo, y en él mismo, al chivo expiatorio. Hoy en día se detectan los chivos expiatorios en Inglaterra victoriana, y no se les detecta ya en las sociedades arcaicas. Está prohibido. Frazer vio lo que los deconstruccionistas no ven. Vio al chivo expiatorio en los otros, no lo vio en la Inglaterra victoriana. Puede decirse que el pensamiento moderno juega 175

Sin embargo, no alcanza a sacar todas las consecuencias de sus descubrimientos pues no ve ––y no puede ver–– más que superstición en los ritos. Así, no llega a universalizar la noción de “chivo expiatorio” para cualquier víctima, para la víctima que sustituye nuestro sitio en la picota. Sin embargo, sin sobresalto y sin que nadie lo notara, todas las lenguas occidentales han alcanzado este desarrollo que ni Frazer ni Levi-Strauss alcanzaron al admitir en la vida cotidiana los significados que éstas le han atribuido al lugar común designado por la expresión “chivo expiatorio”: siempre al escondite para no ver la violencia. Unas veces se la ve en los demás y no en si mismo, otras se le ve sólo en sí mismo y no en los demás. Ahora bien lo mismo da. Pero el hecho de que nosotros la veamos ahora en nosotros es el signo de un agravamiento de la crisis sacrificial, y por tanto podemos espera que estemos caminando hacia la verdad. La mejor manera de demostrar la teoría de chivo expiatorio consiste en relacionar a los hombre del siglo XIX, que no veían la presencia de chivos expiatorios más que fuera de ellos, con nosotros, que no la vemos más que dentro de nosotros y no fuera. Reúnanse las dos perspectivas y tendremos la verdad.” (GIRARD, 2006b: 117). Y en otro sitio, escribe: “Claude Lévi-Strauss piensa que mi recurso a esta expresión revela el diletantismo irrisorio de mi trabajo. La expresión “chivo expiatorio” le irrita. No tiene ninguna importancia en sí misma y la palabra griega pharmakos, o cualquier otro de los términos que designen a las víctimas de expulsiones rituales, serviría perfectamente. A condición, claro está, de que se amplíe el sentido más allá, repito, de lo que lo ha hecho Frazer, más allá de la significación ritual misma, para acceder al fin al fenómeno psico-social que se oculta tras los ritos, y que aparece a plena luz en nuestra sociedad porque ya no está ritualizado. Eso es lo que Frazer ha sido incapaz de hacer. Nunca entendió que detrás de los chivos expiatorios rituales no hay únicamente superstición, sino la tendencia, universal en los hombres, a descargar su violencia acumulada sobre un sustituto, sobre una víctima de recambio” (GIRARD, 2006b: 45). 176

“Esta universalización se hace manifiesta cada vez que cualquier recién llegado da a la expresión “chivo expiatorio”, en la vida cotidiana, el sentido psico-social que la antropología se obstina en no ver” (GIRARD, 2006b: 45). La expresión procede de un rito descrito por el Levítico. Sin embargo, en nuestro lenguaje coloquial, análoga a cualesquiera víctimas de un proceso de violencia mimética con la víctima designada para el rito por el Levítico a) en los ritos análogos existentes en las sociedades arcaicas, en las antiguas y aún en las nuestras ––¿no es ritual también nuestro derecho?, b) y los fenómenos de transferencia colectiva no ritualizados ahí donde ocurran o hayan ocurrido (cf..: GIRARD, 2002b: 206). La mejor argumentación a favor de esta noción, desde nuestro punto de vista, es aquella atribuible a la sabiduría, a la confianza que nos merece y en la que tanto insistía Chesterton, la gente común que ha venido a identificar estos significados con la expresión mediante la que los designa en el lenguaje coloquial, que denuncia, aunque tan tímidamente, el complejo sistema de representación64 fundado en la violencia mimética por medio del mecanismo del chivo expiatorio (cf..: GIRARD, 2002a: 58.). Hemos reproducido la estrategia argumentativa por la que Girard llega, desde el desciframiento de los mitos a la conclusión de diversos asesinatos 64

El “sistema de representación violenta” también denominado como “representación”,

“ilusión persecutoria” o “mentira romántica” en la obra girardiana funciona para la teoría mimética en un sentido análogo al “sistema de representación simbólica” que designa Pierre Bordieu al referir la forma en que los varones han mantenido sujeta a la mujer al través de la Historia. 177

fundadores. Como había prometido la introducción, ésta da razón del origen de la violencia, doméstica y colectiva, en una causa común: la enfermedad del deseo (i.e.: la dimensión conflictiva del deseo mimético). Pero también habíamos dicho que la teoría mimética pretende dar razón de la fundación de las sociedades humanas en dicho asesinato colectivo, y ya lo hemos esbozado. Si logramos probarlo aún con mayor solidez, también habremos probado la hipótesis central de La violencia y lo sagrado, que le atribuye a esta violencia la fundación de las religiones. Quedaría por explicar, entonces, para haber abordado todos los fenómenos de los que pretende dar razón el mecanismo del chivo expiatorio, la contención de la violencia a cargo del orden que establece lo sagrado, y el fracaso de este orden que, invariablemente, vuelve al sitio de donde surgió, explicando por qué nuestras sociedades y nuestras civilizaciones están sometidas a la reproducción incesante de ciclos de violencia.

III.3 Los sacrificios Desde una perspectiva antropológica, seguramente la explicación girardiana es suficiente y aún tal vez pueda explicar como una racionalización el argumento que sobre la cuestión de la eficacia de los sacrificios elabora, eruditamente, De Maistre en su Tratado sobre el sacrificio (DE MAISTRE, 2009: 24-28), y que, convencidos de que puede aportar algo a la teoría mimética ––así sea a la teorización que los teólogos de la Antigüedad y aún los cristianos han hecho de este fenómeno––, reconstruiremos, aunque muy brevemente, a continuación. En cualquier caso, esperemos que la digresión le resulte útil al lector para la mejor comprensión del 178

papel del sacrificio en el mecanismo del chivo expiatorio. De Maistre muestra cómo, desde Antiguo, se ha trazado una relación de identidad entre la vida y la sangre.65 Bajo la persuasión de que aquello que requería para no aplastar a una comunidad la divinidad, de natural irritado y poderoso, era precisamente sangre, a ésta se le atribuyó una virtud expiatoria. Escribe De Maistre: Ahora bien, ni la razón ni la locura han podido inventar esta idea, y todavía menos hacer que se adoptara de forma general. Tiene su raíz en la profundidad más honda de la naturaleza humana; y la historia, en este punto, no presenta una sola disonancia en todo el mundo. La teoría entera se basaba en el dogma de la reversibilidad. Se creía, como se ha creído siempre, que el inocente podía pagar por el culpable, de donde se concluía que, al ser culpable la vida, una vida menos valiosa se podía ofrecer por otra y ser aceptada. (...) La raíz de una creencia tan extraordinaria y tan general debe ser muy profunda. Si no tuviera nada de real, ni de misterioso, ¿por qué el mismo Dios la habría conservado en la ley mosaica? ¿De dónde habrían tomado los antiguos esta idea del renacimiento espiritual por la sangre? (DE MAISTRE, 2009: 25-28). También a nosotros nos sorprende semejante persuasión, por lo que de extraordinario tiene, primero, y porque ha sido universalmente admitida por la humanidad, con excepción de unos cuantos hombres. Aún ahora reconocemos que 65

Al respecto, es fascinante el ensayo que Julio Hubard escribió: Sangre. Notas para la

historia de una idea. 179

es preferible que unos cuantos se sacrifiquen por la mayoría cuando, por ejemplo, admitimos la persecución y muerte de los que tenemos por los peores criminales, a quienes hemos demonizado aún a pesar de nuestras propias creencias laicas, lo que apoyaría la universalidad de la creencia que aquí describe De Maistre. Tal vez lo que podría decir Girard al respecto sería que, efectivamente, semejante persuasión viene de muy lejos en la historia de la evolución humana: él la reconoce incluso en la estructura social de las comunidades animales y la identifica en el lento tránsito del animal al hombre (hominización), a la vez que le atribuye la fundación de las comunidades humanas y, en fin, de la cultura. REFERENCIA Seguramente, argüiría que la relación aludida entre la sangre y su virtud expiatoria no es más que un reconocimiento primitivo de la eficacia del mecanismo del chivo expiatorio y, probablemente, explicaría aquello que De Maistre llama el dogma de la reversibilidad como el reconocimiento del poder catártico sobre las comunidades del rito sacrificial.66 A continuación apunta De Maistre a la conveniencia utilitaria de semejante persuasión: Dos sofismas, parece, extraviaron a los hombres: primero, la importancia de los sujetos de los que se trataba de apartar el anatema. Se decía: “Para salvar a un ejército, a una ciudad, incluso a un gran soberano, ¿qué es un hombre?”. Se consideraba también el carácter particular de dos clases de víctimas humanas ya consagradas por la ley civil política; y se decía: “¿Qué es la vida de un reo o de un enemigo?”. (DE MAISTRE, 2009: 32). 66

Más adelante, De Maistre alude a otro dogma, análogo al de la reversibilidad: el de la

sustitución 180

Ya hemos aprendido que el extranjero, para las comunidades antiguas tanto como para las nuestras es, hasta que se demuestre lo contrario, un enemigo, y en las crisis violentas, uno de los enemigos más comunes por elección popular. Un reo, por otro lado, es un criminal y, como tal, un hombre que ya ha sido procesado y condenado. Es, como si dijéramos, un enemigo oficial.67 Ambos se presentan, pues, como perfectos candidatos a la victimización. Si a las consideraciones que hemos hecho sobre la selección victimaria añadimos otras, de conveniencia meramente pragmática, como hace De Maistre, tal vez tengamos los elementos suficientes para explicar la eficacia del sacrificio: está claro que dependemos demasiado unos de otros como para admitir como una solución llevar la venganza hasta el asesinato del resto de la comunidad. Es obvio que a nadie le conviene, y las comunidades que han seguido este camino se han aniquilado. Tal vez de la funcionalidad de estos procedimientos haya surgido la creencia de que un individuo, o una minoría, bastarían para recuperar la estabilidad puesta en juego por la crisis violenta,68 y si ello ocurre en el marco ritual, y por ello ya sancionado 67

De aquí procede la asociación de criminal con sagrado: de la sacrificabilidad de los

criminales, en las sociedades más desarrolladas de la Antigüedad, pero también del carácter ambiguo de las divinidades primitivas que, a una vez, son benditas y malditas. En este sitio de la argumentación girardiana sería pertinentísima una comparación del tratamiento que Girard hace del chivo expiatorio y el homo sacer que estudia tan brillantemente Giorgio Agamben. Lamentablemente, este no es el sitio para hacerla. 68

En el siguiente pasaje, Girard intenta dar razón de este fenómeno a partir de la narración

del sacrificio de Juan Bautista a manos de Herodes: “Cortar una única cabeza basta a veces para excitar la perturbación universal, y a veces también para calmarla. ¿Cómo es posible? 181

institucionalmente, de un sacrificio, entonces seguramente tendrá el poder que se predica sobre éste. Ahora veamos en qué aventajaría la explicación ofrecida por la teoría mimética a las consideraciones de De Maistre. Si seguimos la explicación que nos da ésta, hemos de concurrir en que, si el mimetismo del deseo, por el contagio, ha desbordado la violencia hasta extremos paroxísticos, el procedimiento por el que cada cual descarga su propia culpa, también por el contagio mimético en que consiste designar colectivamente a otro culpable de lo propio, el engaño prevalece sobre quién es el auténtico culpable ––a pesar de no serlo––. Al prevalecer el engaño sobre la comunidad, un engaño muy conveniente, pues releva a cada cual La convergencia sobre la cabeza de Juan no es más que una ilusión mimética, pero su carácter unánime procura un apaciguamiento real a partir del momento en que la agitación extendida por doquier ya carece de objeto real, y la misma difusión de ese mimetismo, que supone su extrema intensidad, asegura la ausencia completa de objeto real. Más allá de cierto umbral, el odio carece de causa. Ya no necesita causa, ni siquiera pretexto; quedan únicamente unos deseos entrecruzados, enfrentados entre sí. Si los deseos se dividen y se oponen cuanto pueden sobre un objeto que cada cual desearía mantener intacto, para monopolizarlo, como hace Herodes, encerrando al profeta en su prisión, estos mismos deseos convertidos en puramente destructores pueden, por el contrario, reconciliarse. Ahí está la terrible paradoja de los deseos de los hombres Jamás llegan a ponerse de acuerdo para la preservación de su objeto pero siempre lo consiguen respecto a su destrucción; sólo llegan a entenderé a expensas de una víctima (...) Alguien que les reprocha su deseo es para los hombres un escándalo viviente, lo único, dicen, que les impide ser felices. Ni siquiera hoy hablamos de otro modo. El profeta vivo turbaba todas las relaciones y he aquí que, muerto, les facilita convirtiéndose en esa cosa inerte y dócil que circula sobre el plato de Salomé” (GIRARD, 2002a: 193). 182

de admitir su propia culpa, le permite terminar con el problema de una vez por todas al dar muerte o expulsar a aquel a quien se le han atribuido realmente, aunque con falsedad, todas las culpas, de modo que, como afirma la sabiduría popular, “muerto el perro, se acabó la rabia”. La tendencia espontánea que conduce a una comunidad en medio de una crisis a la búsqueda de un culpable explica cómo, aunque los hombres alguna vez tengan alguna consciencia de su propia culpa, nadie quiere saber de ello nada y pretenden que tenga un autor, un origen externo, real y punible: algo que los haya obligado de alguna manera a tomar el bando de los perseguidores violentos, algo que los descargue y juegue el papel de una causa primera, en relación con la cual actúan de forma que su responsabilidad sobre el conflicto general sea indirecto. Así, el engranaje del mecanismo victimario está trabado de tal suerte (es decir: nuestra naturaleza es tal) que, una vez que está operando, detenerlo implicaría el reconocimiento colectivo de la mala reciprocidad por la que cada cual se dejó arrastrar. Pero esto, ¿no sería exigir demasiado? Cualquier libro de Historia de la Primera Guerra reconocería, en la explicación del origen de este conflicto mundial, la tensión preexistente entre las diversas naciones involucradas. Sin embargo, la gota que derramó el vaso fue el asesinato de un sujeto. Uno importante: un archiduque. Pero, en relación con las consecuencias que acarreó, ¿no parece un poco desproporcionada la que se reconoce como causa del conflicto? En efecto, a menudo las razones por las que el equilibrio dado por las buenas reciprocidades se rompe y se da pie a las malas, son realmente insignificantes o, por el contrario, parecen tan coercitivas y masivas que el resultado es equivalente: cada cual es más o menos responsable, pero nadie quiere admitirlo: 183

No cuesta trabajo entender por qué y cómo el mecanismo del chivo expiatorio acaba a veces por interrumpir este proceso. El ciego instinto de las represalias, la imbécil reciprocidad que precipita a cada cual sobre el adversario más cercano o más visible, no se sustenta sobre nada realmente determinado; de modo que todo puede converger en cualquier momento, pero preferentemente en el instante más histérico, sobre cualquier persona. Sólo se precisa un comienzo de convergencia puramente accidental o motivado por algún signo victimario. Basta con que un blanco potencial parezca algo más atractivo que los demás para que el conjunto se incline de repente hacia la certidumbre sin contradictor concebible, la deseada unanimidad reconciliadora... Como en este caso nunca existe otra causa para la violencia que la creencia universal en una causa diferente, basta con que esta universidad se encarne en otra realidad, el chivo expiatorio, que se convierte en el otro de todos los demás, para que la intervención correctiva deje de parecer eficaz y pase a serlo realmente” (GIRARD, 2002a: 115). Si la reconstrucción que hemos hecho de la crítica platónica a los relatos mitológicos es precisa, y de la insuficiencia de esta crítica podemos concluir la mayor penetración de la teoría mimética en el misterio de lo divino arcaico, entonces resulta que la mimesis interviene en varios momentos, de los que caracterizar algunos que resultan particularmente interesantes y útiles para este estudio:

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Ante una crisis violenta, las multitudes unánimes se congregan alrededor del asesinato de una víctima inocente, creando con ello la concordia y un pacto social;



Este evento es re-producido (rito) primero y eventualmente también re-presentado (poética como arte representacional), aunque transformado, mistificado.



Este evento es transmitido tanto a través de los ritos como de las representaciones artísticas a través de sucesivas generaciones que así i) ofrecen medidas profilácticas encaminadas a la no repetición de la violencia fundadora, que actúan mediante la catarsis en quienes presencian la representación (tragedia) y ii) afianzan su identidad en torno a los sacrificios que, a su vez, ofrecen (sacrificio); en ambos casos, se purga el deseo de venganza (mimesis conflictiva) en los ciudadanos mediante la representación.



Al fin, del saber religioso que promueven los mitos y los ritos, los ciudadanos aprenden a imitar y a evitar deliberadamente ciertos actos (ética);

Tal vez este esquema ofrezca la razón de por qué quienes han vivido al amparo de los mitos no pueden sino volver a representarlos, y viven una condena a la repetición de estos relatos en sus propias vidas, lo que los mantiene inmersos en ciclos de violencia y concordia. Tal vez, por otro lado, esto signifique más bien que los hombres, dejados a su naturaleza, como ya hemos visto suficientemente

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en la búsqueda del origen de la violencia, no seamos más que capaces de repetirnos, víctimas del carácter conflictivo de nuestro deseo. III.3.1 No definitividad del mecanismo del chivo expiatorio Ahora que hemos descubierto la naturaleza de los dioses, solamente queda, para concluir la exposición de los asuntos relativos al mecanismo del chivo expiatorio, referir la figura cíclica que resulta de la abstracción en el tiempo de semejante procedimiento cultural y que ya señalábamos en relación con el mito de Er y la interpretación del fragmento de Anaximandro que comentábamos. Este señalaba una identidad entre el inicio y el final de cierto proceso, identidad que, no obstante ser otro el contexto y, por lo tanto, tal vez el sentido, María Estuardo suscribió antes de que Eliot la volviera a señalar en su poema. Volvamos a anotar, sin embargo, porque a la luz del mecanismo del chivo expiatorio adquiere un nuevo relieve, con qué precisión queda efectivamente descrita la historia de las comunidades humanas, amén de la constatación de la regularidad en el mundo natural, bajo la figura de sucesivos ciclos de creación y destrucción que se suceden incesantemente. Esta concepción del tiempo no solamente ha sido afirmada por la sabiduría de todas las civilizaciones no cristianas y a menudo se ha asociado también a una concepción determinista del destino, sino que es la que mejor describen la vida de las civilizaciones humanas. El mejor argumento que se puede presentar para apoyar el carácter pasajero de las civilizaciones es la constatación de la inexistencia actual de las culturas antiguas más célebres, cuya huella, no obstante, permanece en la nuestra. 186

Las comunidades humanas, persuadidas de la importancia de eludir la violencia interna, están muy bien enteradas de quién es su peor enemigo: ellas mismas. ¿Qué es de los egipcios, de la gran Mesopotamia? ¿De Babilonia, de Roma? ¿No sabemos nosotros, mejor que nadie, lo frágiles que son las naciones, los pueblos? ¿No reconocemos en las ruinas de nuestros pasados la fugacidad de nuestras propias edificaciones? La desaparición de grandes y célebres culturas, altamente civilizadas, es un problema irresuelto del todo para nosotros. La teoría mimética ofrece una hipótesis que aquí hemos presentado a varias, acuciantes, preguntas. ¿Qué fue de los antiguos pobladores de nuestras pirámides, que a menudo desaparecieron incluso sin necesidad de la intervención militar de una potencia externa, hace mucho tiempo? ¿Adónde fueron ellos? Girard nos enseña a pensar que seguramente perecieron a causa de una crisis violenta, creada por su propia belicosidad, o por la presencia de una amenaza externa de la que no pudieron sobreponerse; pero aún entonces, tal vez así haya sido a causa de la belicosidad a la que se vieron orillados. Las reflexiones que hasta aquí hemos desarrollado nos conducen en este sentido. Quienes, al declinar su civilización, no consiguen heredarle sus aprendizajes y logros a otras civilizaciones en ascenso, seguramente desaparecerán hasta que alguien más las encuentre. Si bien, el mecanismo del chivo expiatorio es fundador de civilizaciones y se puede echar mano de él para resolver algunos conflictos violentos,69 su ocurrencia, siendo tan universalmente espontánea, no obstante, no es necesaria. El próximo conflicto violento, que amenaza con destruir las civilizaciones, bien 69

Cfr.: GIRARD, 2006b: 47. 187

puede ser el fundador de nuevos órdenes, de nuevas jerarquías: ya sabemos que quien se las apaña para resolver la crisis a su favor decide cuál será el orden en lo sucesivo. Pero también podría ser la última vez que los hijos de una tradición se dejan poseer por la violencia: Conflictos perpetuos entre ciudades e imperios erradicaron Grecia, Egipto y Roma y, en tres guerras sucesivas, a los nacionalismos de Occidente les faltó poco para que cometieran un suicidio (...) Los politeísmos y los mitos asociados reflejan a los colectivas con una eficacia sangrante, pero esta solución, siempre temporal y, por tanto abocada a reiniciarse sin cesar, se desgasta, mientras que esas sociedades perecen. La Antigüedad murió por sus religiones (SERRÉS en GIRARD, 2006b: 165). Que una comunidad cualquiera en medio de una crisis mimética no esté determinada a reconducir la guerra de todos contra todos hacia la violencia de todos contra uno, seguramente ha sido la causa de la aniquilación de más de una comunidad humana. Sin embargo, es al mismo tiempo, y aunque tan espantosamente, una confirmación de la libertad del hombre. Es cierto que podemos elegir, al margen del chivo expiatorio, otras alternativas. Bien puede ser que ellas nos conduzcan a la nada. Pero lo que ya vale la pena señalar al menos es que, para poder elegir exterminarnos, hemos de ser libres: El mecanismo mimético no está determinado de antemano. El mimetismo puede elegir como chivo expiatorio a cualquier miembro del grupo, y puede 188

también no elegir a nadie. Tocamos aquí un punto esencial. Nunca he dicho que el mecanismo mimético obedezca a un determinismo. Se puede incluso suponer que algunos grupos humanos arcaicos no sobrevivieron porque sus rivalidades miméticas no produjeron ninguna víctima que los polarizara lo suficiente como para salvarles de la autodestrucción. Otros quizá no fueron capaces de ritualizar el fenómeno y de crear un sistema religioso duradero. Lo que siempre he afirmado, eso sí, es que el origen de la cultura reposa sobre el mecanismo del chivo expiatorio y que las primeras instituciones propiamente humanas consisten en la repetición, deliberada y planificada, de ese mecanismo (GIRARD, 2006a: 64).

189

CONCLUSIONES UNA TEORÍA QUE TIENE MUCHO POR HACER

La mitología ofrece un saber, aunque oscuro, y una causalidad, aunque aparentemente mágica, que puede descifrarse en sede filosófica si se la comprende como un juego de transformaciones. Si la mitología relata efectivamente, al ocultarlo, un acontecimiento histórico que invariablemente sucedió en cada comunidad y que en todas es el mismo, a saber: un asesinato, y ese asesinato representa verdaderamente el origen de la comunidad, su “pacto social” y la fundación de su cultura, entonces la teogonía que proponen los mitos es sumamente inquietante, asombrosa sin duda. ¡Y qué difícil de asir semejante saber! Intentemos comenzar por representar una vez más el relato sobre los sacrificios de la teoría mimética. Todos nuestros saberes (nuestra cultura) proceden, al menos originariamente, del saber acerca de los sacrificios. Se observa una relación directa entre la concepción cíclica del tiempo y la “cosmología de la violencia” propia de las religiones arcaicas y primitivas, que no es más que una representación mistificada del asesinato fundador. Conforme el relato mitológico pierde fuerza y el orden sagrado primitivo, que reúne el bien y el mal en sus representaciones de los dioses, se desdibuja, suelen surgir reformadores del relato mitológico. Nosotros hemos estudiado cómo la 190

filosofía surge, en algún sentido, de este gesto. Así, representa una emancipación respecto del carácter sagrado del mundo y, por tanto, una crítica a la razón mítica, hecha a partir de un mundo que, en la medida en que está desacralizado, se vuelve inteligible. El filosófico es un saber derivado del originario conocimiento sobre los sacrificios. Su racionalidad está moldeada por la crítica del relato que propone el saber religioso. Así, su fisonomía está definida por los rasgos de la búsqueda del anhelo religioso que conduce a la celebración litúrgica y a la ciencia que aquí hemos intentado señalar. Hay una relación directa entre la concepción lineal del tiempo y la crítica de la cosmología de la violencia propia de la mitología. De una concepción lineal del tiempo ha dependido la elaboración de nuestros saberes y artes, particularmente de los que llamamos “científicos”. El acontecimiento central de la Historia humana, a través del cual queda denunciado el sistema de representación determinado por la cosmología de la violencia, es la Pasión de Cristo: el relato de su asesinato, a manos de los poderes de su tiempo reunidos, al insistir en la inocencia de la víctima sacrificada, muestra la arbitrariedad de su persecución. Este acontecimiento transforma no solamente la concepción que los hombres tenían del tiempo, sino todos sus saberes, pues al evidenciar el orden sagrado, desencanta el mundo,

posibilitando

su

reconocimiento

como

inteligible

(es

decir:

conmensurable con la razón humana). Esto último queda claro al contrastar la tragedia y el mito, como géneros propios del mundo antiguo, y el drama, como género propio y original de nuestra era. Esto es particularmente notorio en la concepción sobre las alternativas existenciales de la vida humana en la tragedia: 191

siempre se trata de una condena, una imposición de las circunstancias sobre la vida personal; a la vez que la libertad (y la responsabilidad sobre los actos, por consiguiente) es una presunción del drama, por un lado, y de la Historiografía, por otro. ¿Cómo convertir en un saber aprovechable para nosotros aquel que parece ser el más generalizado del mundo antiguo, y del que parecen haber derivado casi todas las ciencias y las artes del hombre: el saber sobre los sacrificios? Aún más si aquí hemos desarrollado solamente el saber religioso relativo al orden sagrado, a la muy peculiar estructura por la que somos capaces de representarnos el curso de cierta violencia creativa, caracterizada por la escalada de las reciprocidades en relaciones rivalísticas. Buscar activamente la paz trazando planes, haciendo juicios y tomando decisiones a la luz de la ciencia sobre la paz que nos puede ofrecer este saber sobre la violencia compromete la libertad de los involucrados en la solidaridad con el sacrificio de inocentes. La virtú política es, entre otras cosas, una ciencia sobre los sacrificios y su conveniencia. Sin embargo, y en la medida en que este saber parece aprehender la estructura general de los conflictos humanos que han tenido lugar en la Historia, puede ser útil mirarlo en la arbitrariedad, atender a la injusticia con la que procede, al dolor y la desolación que crean a su paso los dioses demasiado humanos. En cierta medida, la filosofía procede del asombro, sí, pero también del desencanto de una tradición religiosa que se vuelve irrazonable, en la que no se puede creer, como parece ser la experiencia platónica, quien criticó abiertamente 192

las divinidades de Homero. Lo que de bueno y bello preserva el mito provoca el asombro del filósofo y del hombre religioso; los rasgos demoniacos, sin embargo, producen tristeza, pues describen a esos dioses viciosos que somos nosotros mismos. La indignación, la rebeldía frente a semejante estado de cosas, nos ha dado algunos de los relatos más bellos sobre lo humano. La filosofía, como ciencia que busca un saber estable, no puede sino proceder cautamente por demostraciones y argumentos, hacia la reconstrucción de un relato de necesidad y orden con pretensiones de proceder por una investigación científica de la verdad. La narración que hace, a menudo relata una procesión del mundo sensible al inteligible, desde lo más particular hacia lo más general, desde lo más contingente hacia lo necesario. Sin embargo, esa forma de relato científico siempre corre el riesgo de “perder el piso” y, en última instancia, de resultar insuficiente y hasta pantanoso para habérselas con el mundo de lo actual, que siempre es más rico y vasto que la idea que nos podemos hacer de él, por sublime que ésta sea. El rico mundo de la contingencia histórica es, en buena medida, imprevisible, intempestivo, y exige una racionalidad acorde, permeable a la experiencia de lo intempestivo. El saber que hemos caracterizado aquí es un saber sobre la crisis. Un intento por pensar lo impensable, lo vertiginoso: la contingencia. Por encontrar el orden en el caos de nuestra violencia, de la violencia amenazante de la naturaleza. ¿Qué podemos ganar del conocimiento sobre los sacrificios que ofrece la mitología, si no admitimos que nosotros mismos estamos, a nuestra vez, involucrados en la belicosidad que animó su sangrienta redacción? ¿Y cómo superar 193

la experiencia individual de cada persona sobre la violencia, y encontrar lo que en ella hay de universal, de descriptivo de la condición humana, y ponerla a trabajar a favor de la paz? ¿Cómo obtener un saber estable a partir de lo que no presenta, en sí mismo, más que libertad, contingencia, indeterminación: la acción humana? Sobre todo, ¿cómo hacerlo sin realizar esquemas fantásticos que pierden el referente y lo que lo único que les falta es describir la realidad: atrapar su viveza, su riqueza, su variedad, la capacidad del asombro. Girard enfatiza la importancia del contexto en el que se despliega lo humano, reconocible en la acción. Supone, con Aristóteles, que los argumentos filosóficos y los poéticos son análogos, pues son, cada uno en su sede, intentos de explicarse un fenómeno, procediendo en ambos casos con un método propio. Lo mismo que hay reglas que permiten discernir un buen argumento filosófico de uno malo, existen reglas para discernir, en un relato, una buena trama (consecuente) respecto de una mala (inconsecuente). La trama de una historia es su alma y es la que nos permite descubrir al personaje por sus actos, por sus decisiones. Solamente a través de acciones y decisiones se revela un personaje. La trama lo revela no solamente en la medida en que el arte imita a la naturaleza y el relato al acontecimiento narrado, sino que la trama debe dar razón de las acciones del personaje, mostrarlas en su contexto, volverlas razonables, inteligibles. Así, el propósito de la trama es mostrar al personaje actuando para conseguir ciertos fines. La trama está gobernada por la razón y razonar el arte no es distinto a razonar en otros contextos. Esto se vuelve evidente en la consideración de que una de las exigencias de una buena trama es su verosimilitud, que no la identifica con la mera 194

representación, sino con una inteligencia de aquello que se representa, y resulta de la esencial concordia de la narrativa que hace la trama y las reglas que gobiernan nuestra experiencia. De ahí que el método girardiano, que intente deliberadamente encontrar la trama única de todos los relatos mitológicos para extraer de ella las reglas que gobiernan nuestro deseo y su articulación social, resulte tan estimulante y mucho más esclarecedor sobre la acción humana de lo que puede resultar un puntual análisis abstracto de la acción. Es decir: si bien, es cierto que para identificar lo propiamente humano primero es preciso identificar qué lo constituye y, hasta cierto punto, esto se puede hacer considerándolo abstractamente (es decir: separado del ámbito contingente en el que se realiza), en un segundo momento surge la cuestión de cómo es que, en lo humano, se observa una forma distinta de realización de su propio ser respecto a otros seres. En efecto, una silla ya es una silla: le basta la producción de su forma arquetípica (surgida del ingenio de la inteligencia humana) para ser ya y definitivamente lo que es. Sin embargo, la forma propia de lo humano, que le está dada ––en el sentido de que no depende de su propia deliberación, sino que constituye la forma que es, y le es dada en su concepción aunque no sólo nos refiramos aquí a la figura o lo biológicamente determinado de su ser cuerpo, sino, más generalmente, a su forma–– está, como si dijéramos, constitutivamente incompleta, y ha de realizarse mediante la acción. Las potencias merced a las cuales se pone en juego la realización de lo humano ya están, también, dadas, y nos hemos entretenido en aprender acerca de ellas.

195

El esquema explicativo que resultó articula en la forma de lo humano el presupuesto de una cierta falta (privación) ––la forma humana está constitutivamente incompleta––, con la tendencia hacia lo otro que pueda ayudar a cubrir dicha falta mediante el ejercicio de las potencias y sus actos, por los que se conduce hacia objetos de los que necesita, tanto para subsistir (a una escala biológica), como para hacerlo humanamente (a una cultural). La concepción del deseo como originario explicaría la tensión entre el sujeto incompleto y el objeto de su deseo como directa, no mediada. Semejante explicación tiene límites impuestos por la no consideración de todo el ámbito en el que el deseo humano actúa, de modo que resulta explicativo de ciertos fenómenos cuyo ámbito sí contempla, singularmente los que se refieren al deseo considerado en analogía con la apetencia, y descubre la peculiaridad del deseo, irreductible a esta clase de explicación, afirmando su mayor complejidad, dada por la indeterminación del deseo humano, atribuido a que la forma del alma humana admite, en potencia, la apropiación intelectual de cualesquiera otras formas. El marco de referencia de la teoría mimética es más amplio, pues considera la cuestión desde una exigencia fenomenológica: describir el objeto de estudio en su contexto. Y el contexto humano siempre es social, por lo que se refiere a la consideración de la dependencia de la interacción con los otros humanos para su realización y simbólica, en lo que toca al ámbito más específicamente humano, que podríamos llamar, “el reino de los significados”, en una expresión análoga a la kantiana. Así, considerado el deseo en un ámbito más amplio, se vuelve necesaria la introducción de un nuevo factor, que pueda explicar la participación, en la 196

explicación, de los elementos que surgen de la ampliación del marco de referencia, pues esta determinación metodológica introduce en su campo de observación nuevos fenómenos. Estos fenómenos emergentes se refieren al modo en el que la realización de la forma de lo humano exige poner en juego la interacción entre los individuos: sin la socialización, lo humano es irrealizable. Hemos descubierto, por otro lado, que la sustancia de la que las relaciones humanas están hechas es el mimetismo, y hemos mostrado su intervención en los fenómenos de aprendizaje (por los que hacemos propios los aprendizajes que nuestra(s) tradición(es) enfatiza(n), adquiridos lentamente por la especie en el tiempo. El lenguaje, el orden social y nuestro lugar en él, la ética, etcétera): los modelos o arquetipos. La teoría mimética nos ayuda a descubrir en qué proporción la concreción del objeto de deseo de un sujeto cualquiera está determinado por la elección, casi siempre inconsciente, de los modelos cuyo deseo imita, de suerte que lo que en un primer momento parecería un deseo original, se manifiesta, así, como una imitación del deseo de aquel a quien se ha constituido un modelo. Esta imitación bien puede ser deliberada, sin embargo. En esa forma de imitación están fundadas la formación de la identidad, el aprendizaje y la herencia cultural. Si la imitación del otro constituye, a todos los niveles, las relaciones humanas, entonces éstas se forman a partir de las interacciones entre cualesquiera sujetos, mediante el intercambio de reciprocidades miméticas. La imitación del otro es una condición del aprendizaje humano y permite la transmisión de la cultura en el tiempo, al seno de las comunidades humanas. Así, parece ser una condición de posibilidad de la hominización, verificable tanto mediante los estudios 197

arqueológico-sociales, como desde el punto de vista de la teoría de la evolución, a la que aporta, con la hipótesis del mecanismo del chivo expiatorio, una explicación suficiente de cómo ocurrió, históricamente, el lento ascenso del homínido al hombre. El deseo mimético da cuenta del origen de la violencia, tanto entre los miembros de una comunidad, como entre los colectivos sociales, al mostrar en qué medida el carácter mimético del deseo desemboca en el intercambio ascendente de reciprocidades cada vez más violentas. En situaciones de precariedad o de crisis social, las reglas por las que las sociedades preservan la paz y la concordia, tienden a desaparecer dando sitio a la “guerra de todos contra todos”: a una crisis de violencia mimética. El mimetismo del deseo explica cómo, normalmente, la “guerra de todos contra todos”, o bien desemboca en la aniquilación de la comunidad belicosa o en la unificación de la violencia generalizada contra un enemigo común, al que invariablemente se le acusa arbitrariamente de haber causado la crisis. Una vez que “la guerra todos contra todos” se transforma en un “todos contra uno mimético”, la comunidad sacrifica a la víctima expiatoria. Si la realización del sacrificio es satisfactoria, y por ese gesto, la comunidad hasta hace un momento belicosa, se habrá reconciliado. Del resultado de la crisis violenta resultan, se confirman o transforman, las jerarquías sociales, indispensables para atajar, en situaciones de normalidad, el mimetismo del deseo, al designar, según la determinación jerárquica, aquellos objetos que le es legítimo desear a cada miembro de la comunidad. La representación de este fenómeno social crea, en el tiempo, instituciones sociales diseñadas para evitar la repetición de esa clase de violencia, por un lado, y por 198

otro, relata los hechos (en un mito) de tal suerte que el relato constituye una justificación genealógica de la existencia de dichas instituciones. Tanto los mitos como los ritos constituyen una representación del asesinato fundador. Esto se puede observar en las culturas arcaicas de las que tenemos noticia y en las comunidades primitivas que aún persisten. Aunque menos obviamente, este mecanismo, llamado “del chivo expiatorio”, constituye el orden de casi cualesquiera sociedades humanas. El orden sagrado imita al orden de la naturaleza biológica, donde, bajo condiciones a menudo precarias y amenazantes, la colaboración de los fuertes impone su supervivencia a costa del sacrificio del débil y cada especie constituye el alimento de y para otra. El complejo orden de la naturaleza tiene por ley la destrucción del débil. Si hemos logrado caracterizar suficientemente la teoría mimética, podremos observar en qué medida su método procede con una fidelidad enorme al dato que ofrece lo concreto, lo contingente, a la vez que es muy cuidadoso al intentar valorar los resultados de la investigación. Se entretiene en la descripción desapasionada, se nutre de los resultados de las investigaciones científicas, discierne categorías. Trata con materia sutil, pues intenta comprender el misterio que somos para nosotros mismos, la condición humana. El sentido de la empresa intelectual que se propone la teoría mimética, me parece, se dejaría concebir como uno análogo a aquel que realiza el teólogo Hans Urs Von Balthasar, si bien con diferencias significativas. Intentaré señalar unas primeras aproximaciones, tentativas, al asunto, más con la intención de encuadrarlo que de pretenderme capaz de dar cuenta cabal de dos pensamientos tan ricos y complejos. 199

Ambos compartirían, me parece, la convicción calderoniana sobre el gran teatro del mundo: la mascarada en la que cada cual representa cientos de papeles, en el que cada cual se presenta con distintas personalidades según el interlocutor o el contexto lo exijan. Ambos hicieron, entre otras cosas, una lectura figurativa de la literatura (sagrada, santa y profana), con el afán de discernir los misterios de Dios y del hombre en la historia de la creatividad humana, cuestión que ambos abordan. Ya hemos dicho que la teoría mimética realiza, entre otras cosas, una crítica literaria cuyas fuentes son la tragedia y el drama, que si bien no son inmediatamente identificables con el distingo girardiano de la literatura “romántica” y la literatura “novelesca”, sin embargo acuden al mismo recurso: interpretar los relatos literarios como herederos e imitadores de otros relatos: reconocer los relatos a la luz de los que se leen todos los relatos. La argumentación de Von Balthasar en la Teodramática procede así a discernir el orden sagrado del santo, fundados ambos, sin embargo, en sendos sacrificios cuyo sentido, sin embargo, es opuesto. Esta obra intenta reconstruir, a la luz de la hermenéutica realista que promueve la teoría mimética, el saber sobre los sacrificios, que versa sobre cierta violencia creativa, al tiempo que lo es sobre la liturgia auténtica del culto a los dioses y la recta imitación de los tipos ideales conducentes a la vida beata, virtuosa, cívica. Saberes, artes tales, son de raigambre religiosa. Hemos intentado argumentar a favor de que este saber característicamente religioso es el más originario en el sentido histórico, pero también en el de que de éste saber proceden todos los demás saberes y artes, que en relación a él son derivados. 200

La filosofía, de la mano de las matemáticas y los saberes físicos y cosmológicos, del teatro y los mitos, del derecho y la historia, de la educación y la política, se desprendió del saber religioso, y en el gesto, descubrió al tiempo que la desarrollaba una racionalidad novedosa, crítica, atenta a los límites del lenguaje y el pensamiento en la búsqueda de los saberes sobre las cosas últimas y primeras. Uno de los diálogos más fecundos que la filosofía ha tenido desde su fundación es el que ha sostenido con los saberes y las artes dedicadas al estudio y el culto de los dioses. Respecto de ellos, adquiere una distancia, si bien filial, crítica, y ya se subordina a ellos (ancillae theologiae), ya los subordina al Estado (Hegel), a la razón (Platón) o a la razón de Estado (Hobbes). El juicio sobre la mimesis creó, también, la crítica literaria, que de inmediato se descubrió como un análisis teórico de la acción humana desplegada en el tiempo. En ese sentido, la teoría mimética abona a la crítica literaria, por un lado, ofreciendo categorías útiles para la hermenéutica del arte y la Estética, como la concepción mimética del arte y el análisis del mimetismo a partir de la perspectiva que adoptan frente a la víctima, el débil, el pecador, que al final descubre tanto en víctima como en victimario, y por otro, ofrece material precioso para desarrollar una fenomenología y una terapia del deseo, proyectos que acomete, aunque insuficientemente aún a nuestro juicio, la obra girardiana, acaso demasiado atenta a los procesos violentos. Sin embargo, ofrece el marco las fuentes en que ha de hurgarse para continuarlo desde la teoría mimética, cosa que han hecho brillantemente amigos y estudiosos de René Girard, como Jean Pierre Dupuy, Jean Robert, Carlos Mendoza, Castro Rocha, James Alison, Ángel Méndez y tantos otros. 201

Ya hemos insistido en que la teoría mimética se presenta como tal. En la obra de Girard, son desarrolladas, principalmente, dos clases de saberes, a las que podríamos caracterizar como una teoría general sobre el deseo y otra teoría general sobre los sacrificios. Los saberes que la teoría mimética investiga lo son tanto teóricos como prácticos. Los primeros han sido reunidos bajo distintos nombres, según el énfasis que hagan en el objeto de estudio: historia, filosofía política, ética, psicología, antropología social, cultural, religiosa, filosófica, etc.; hay muchos otro saberes, prácticos, relacionados tanto a la comprensión de estos fenómenos sociales como al culto: los saberes litúrgicos, encaminados a la alabanza que es debida a Dios, tanto en una dimensión ritual (culto), como en otra moral (la ofrenda a Dios de la propia vida), como en otra comunitaria (política). Entre los saberes teóricos, está la teología, aunque esta palabra tiene muchos sentidos, así que conviene aclarar en cuál de todos estamos intentando predicarlo. Aristóteles le llamó a su Metafísica, Teología, pues en efecto, se trata de una investigación cuya cumbre consiste en el estudio de Dios, de los dioses, que en su imaginario serían los astros concebidos como motores y móviles. En la obra de Aquino se compendia buena parte del saber griego y árabe sobre esta teología, que viene a ser racional frente a la revelada, fundada, pues, con una dimensión soteriológica a la que no puede renunciar y por la que no puede limitarse a acudir únicamente a la “sola luz de la razón” y cumple el anhelo que Platón expresa en la segunda navegación (99c). Girard se ha resistido a seguir ese método y a hablar en esa sede. Considera las suyas aproximaciones antropológicas al misterio y deja a los teólogos la teología. 202

Una de las críticas de Von Balthasar al esquema de la teoría mimética que Girard desarrolló en las dos primeras de sus obras, es que éste se funda en un (inconfesado) a priori teológico. Aunque no tengo prendas de ello, no me extrañaría que la renuncia de Girard a “hacer teología” (revelada) o sacar las conclusiones teológicas de su filosofía, tiene que ver tanto con cierta reverencia de Girard hacia la teología revelada por su condición de creyente, como por un prurito de asepsia metodológica. Sin embargo, creo que este saber podría caracterizarse, sobre todo, como una teología natural. Si es que Girard hace alguna teología, ésta podría caracterizarse como una teodicea, es decir: la búsqueda racional de Dios, que urde en la trama de nuestros saberes sobre los dioses para aprender sobre esos dioses demasiado humanos que somos. Se trata de una teología que es, fundamentalmente, antropológica, en lo que se refiere al estudio del deseo, y política, en lo que se refiere al estudio del chivo expiatorio. Si se considera una teodicea, sin embargo, la teoría mimética puede emprender una fenomenología cabal de la experiencia del deseo, atendiendo con mayor atención a sus aspectos constructivos y, en última instancia, sentando las bases de una posible ontología. De la crítica que hace Balthasar a su soteriología incompleta a este tiempo, Girard ha madurado su posición sobre el sentido del sacrificio de Cristo, que en un primer momento buscaba caracterizar como no-sacrificial. Eventualmente, se desligó de esa posición al descubrir que ésta era más bien sacrificial, pues propiciaba

una

comprensión

incompleta

de

la

soteriología

cristiana.

Eventualmente, Girard encontró en Nietzsche la solución a la cuestión. La unidad del sacrificio de Dionisos y Cristo, que observa Nietzsche, no obstante, ofrece dos 203

alternativas frente al sacrificio. El primer sentido del sacrificio, el sagrado, exige el sacrificio del otro; el segundo sentido del sacrificio, el santo, representado por el Crucificado, exige la entrega voluntaria al sacrificio: el amor del prójimo, tenido por amigo, hasta el sacrificio de sí. La revelación de la verdad que Girard elabora a la luz de la razón podría resumirse en el siguiente enunciado: No matarás. Nietzsche aprecia pertinentemente que el cristianismo exige “no sacrificar a nadie”, mientras que opone al Crucificado y a Dionisos. Este último, en cambio, está ávido de víctimas. Uno exige sacrificios, el otro los prohíbe. Uno los necesita, el otro los sufre. Sin sacrificios, Dionisos no puede prosperar. No pudiendo encontrar un excurso a la violencia, se condena a la autodestrucción, situación que, no obstante, se abre la libertad de la conversión. A continuación, y a riesgo de que el salto parezca poco justificado, intentaré comenzar a anotar algunas notas sobre qué podríamos decir acerca del modelo de deseo que representaría, en contra de aquel del chivo expiatorio, el Crucificado. Si hay un mecanismo del chivo expiatorio, ello es porque la violencia que procede de la mimesis, que es geométrica en la mimesis de apropiación, se vuelve arquitectónica en el mecanismo del chivo expiatorio. En ella se pueden reconocer momentos que se cumplen, como un proceso necesario. Mientras que la imitación del Cordero no se puede caracterizar más allá de la propia imitación viva: aferrarse al culto del Altísimo, que es trascendente y está más allá de las pequeñas alturas a las que se encumbran las divinidades leviatánicas, los tronos y las potestades paulinas: el orden sagrado, fundado en la violencia, que aquí hemos caracterizado 204

como el mecanismo del chivo expiatorio. El único momento que se puede reconocer en la imitación de Cristo es su propia cruz: no hay más fórmulas que ésta: “El que quiera seguirme, niéguese, tome su cruz y sígame”, “Si el grano no muere, no dará fruto”: la muerte a sí por el amor del otro. Tal vez esa sea la razón por la que el realismo que exige Girard a la teoría mimética insista tanto en la importancia del reconocimiento de las propias solidaridades con la violencia sacrificial y pida mirar este proceso como uno de conversión, de purificación de la mirada. Si no se admiten los propios crímenes, no solamente estos son repetidos inconscientemente, sino que son rechazados cuando se ven representados, al punto de que los hombres que mataron a Dios son incapaces de advertirlo, y esa ceguera los condena a la clausura en sí mismos y sus fuerzas, inútiles. Si quisiéramos encontrar un momento fundacional de la teoría mimética, sin duda éste no sería otro que el de la conversión del propio Girard. El realismo con que se miró a sí mismo como perseguidor no solamente le permitió observar las estructuras de cualesquiera persecuciones, sino que operó en él una adhesión de fe al Crucificado. Este misterioso movimiento del alma, la conversión, es el salto gnoseológico más importante de la teoría mimética. Sin una purificación de la vida, la Verdad es irreconocible. La convicción que crea la teoría mimética no es otra que la que a Levinas provocó tanto y que Dostoiewski escribió en los Karamazov: “Todos somos culpables de todo frente a todos. Y yo más que todos”. Paradoja. La conversión se experimenta en términos de liberación.

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Si las relaciones humanas tienden espontáneamente a la violencia, y el orden sagrado ha colapsado desde la revelación de la inocencia de la víctima, la única forma de atajarla definitivamente es intentar resistirla sin replicarla con más violencia o sufrirla. Esta forma (ética) de proceder no desaparece el orden sacrificial, pero lo evidencia. Esto es: aparentemente, no hay más alternativa no violenta a la violencia que sufrirla, o bien mediante el sacrificio o bien mediante la expulsión. Esta alternativa del deseo ha sido representada por la tradición judeocristiana en el “Agnus Dei” (el “Cordero de Dios”), quien es Rey de Paz. Seguir los caminos del deseo rivalístico puede parecer liberador, siempre que se resulte victorioso en el combate; sin embargo, esa liberación aparente esclaviza al hombre al fuego de la envidia por el que se consume en la violencia. La alternativa que Girard le opone a semejante esquema es la libertad de la gracia: la voluntaria servidumbre del prójimo. Afirma que el deseo puede elegir otras rutas, puede ser redimido, redentor, si encuentra su verdadero objeto y opera una libertad restaurada, por el seguimiento y la imitación ascético-comunitarias de la mansedumbre del Cordero en la comunión de los santos, por la que pueden los hombres reconocerse como hermanos. No se trata de un mero anhelo de concordia, ni de la búsqueda de experimentar el sentimiento oceánico de comunión universal, ni de un asunto de conexiones cósmicas, sino de la experiencia del amor, por la que el prójimo es tenido mandamiento, pues su dignidad es reconocida como infinita. La acción justa frente al otro no se agota en el respeto infinito que merece, sino que se asume responsable del destino del prójimo. La creatividad orientada a la servidumbre voluntaria del otro, el

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empobrecimiento propio que enaltece al amado, parece caracterizar, pues, la experiencia de la libertad humana cuando es más libre: cuando se dona. ¿Qué hacer con el don del otro, si no es más que un apestado dejado de todos, cuya amistad acarrea la enemistad de los violentos? Limpiar las heridas purulentas de un vagabundo, intentar consolar a quien ha perdido un hijo, amar a quien es señalado por todos como enemigo, son gestos que exigen una libertad inaudita; defender lo que se tiene por bueno y bello no es fácil al precio de la tortura, el exilio, el encarcelamiento o el asesinato. El amor característicamente cristiano es un amor signado por la violencia. La presencia del Altísimo produce “temor y temblor”. Exige desnudarse las sandalias. Cambia de nombre a aquel a quien se manifiesta: transforma su vida, dándole un sentido que se comprende como misión (vocación), sea o no asumida, y que se vive o como experiencia de mayúscula libertad, aunque resulte una condena, o como el asecho de un Dios-azor (Bernanos), que hace exclamar a Agustín que el que se acerca a Dios se quema y a Cardenal: “Tu amor me rodea como tanques blindados”. Su paradigma, su sello, es el testimonio de la vida: el martirio. El amor característicamente cristiano, que se opone al chivo expiatorio, es el del Cordero degollado. La violencia del amor signa la muerte del justo. La gracia es intempestiva. El don es un problema, más que una solución. ¿Qué hacer con él? Hay quienes tienen el don de vivir una vida tal de amor a los otros que su misma vida resulta una verdad incómoda para quienes tienen el poder de matarlos. El poder con el que se apartan de lo que parece que les conviene en aras

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de una entrega difícil de explicar suele estar caracterizado por una libertad mayúscula, por una viveza que parece proceder de otro sitio. Confiamos en que tenga alguna utilidad para el presente amenazado esta interpretación del saber más primigenio sobre la violencia, a cuyo sentido queremos aproximarnos en el análisis que hacemos de la filosofía y la religión, los mitos y los ritos. Confiamos en que este saber sobre la violencia pueda ser también un saber sobre la paz, y sobre la Paz que no da este mundo. Aquí hemos ofrecido, eminentemente, aproximaciones a un relato sobre la violencia que, creemos, puede ser la llave de muchas puertas. Sin embargo, lo que hubiéramos querido vivamente, ambición frustrada, hubiera sido conseguir una fenomenología del acontecimiento que suscita estas reflexiones, tanto en Girard como en quien escribe: una ciencia de la Cruz, que descifrara la contracara del pecado y su acción: la praxis salvífica. Semejante empresa tendría que contemplar, a la luz de estos saberes, el misterio pascual en la historia: la historia de la salvación. Este trabajo representa, pues, solamente la mitad del intento. Completarlo podría abonar a perfilar la teoría mimética como una teodicea que nos permita esclarecer el misterio de Dios y el misterio del hombre en el tiempo que resta.

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