Dionisos y la violencia: deseo, identidad y sacrificio en tiempos nihilistas

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Descripción

Dionisos y la violencia: deseo, identidad y sacrificio en tiempos nihilistas

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ivimos tiempos presuntamente laicos y ateos. No obstante, la filosofía contemporánea se presenta con un

extraño carácter religioso. El ateísmo radical de Nietzsche es, a la vez, religioso: su op ción filosófica es una opción por un dios, por Dionisos. Heidegger, en quien podemos ver su continuador, dirá al final de su vida, en la famosa entrevista concedida al semanario alemán Der Spiegel en 1966 y que, sin embargo, por expreso deseo suyo, no fue publicada hasta después de su muerte en 1976, que “sólo un dios puede aún salvarnos” y veía “la única posibilidad

Nelson Tepedino*

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de esa salvación” en “preparar en el pensamiento y la poesía una disposición para la aparición del dios o para la ausencia del dios en el hundimiento”. Y, en caso de hundirnos definitivamente, dado el inminente fracaso de la “historia de la metafísica”, debemos hacerlo “en presencia del dios ausente”1. De hecho, las obras más importantes del “segundo Heidegger” versan todas sobre la ausencia, la espera y la dudosa llegada de este misterioso “dios”; se habla de “dioses” y de un misterioso “Ser” que no es el “ser de los entes” cuyas elusivas características son similares al Dios de los místicos cristianos, muy especialmente al Dios de Meister Eckhart. Nadie sabe a ciencia cierta quién es este “dios” de Heidegger, de cuyo advenimiento o ausencia depende nuestro futuro. Yo me temo que se trata del Dionisos nietzscheano, pero no es ese el tema del que me ocuparé en estas líneas. Asimismo, otros famosos pensadores que incluso se han puesto de moda han seguido a Nietzsche en sus preferencias dionisíacas y neopaganas: los arquetipos del inconsciente colectivo junguiano, sobre todo en las versiones más recientes de este culto psicológico, son los dioses griegos. Y su maestro Freud, aún cuando ve en la religión una ilusión sin porvenir, recurrirá a los mitos paganos para dar cuerpo a sus teorías. Y la lista es larga, casi interminable. El único dios que parece realmente haber sido despachado y sobre el que parece pesar la prohibición de su mera mención, 22

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es el Dios judeocristiano. El ateísmo del Occidente es, en realidad, un ateísmo de ese Dios. No de los otros dioses. Vivimos también tiempos nihilistas. En este punto, el diagnóstico de Nietzsche y Heidegger, aún en toda su profundísima ambigüedad, me parece acertado. De hecho, la salvación nietzscheana consiste en asumir ese nihilismo dionisíacamente. Y si mi hipótesis es correcta, lo mismo vale para Heidegger, lo mismo da que venga o no venga el dios. Llama mucho, pues, la atención que esta densa atmósfera religiosa del pensamiento de nuestro tiempo no sea tomada en cuenta por muchos de los cultores posteriores de estos filósofos. En todo caso, yo creo que es verdad que el gran problema filosófico del presente es el del nihilismo moral y, más a fondo, metafísico: el precio que hemos pagado en la modernidad por nuestra libertad y nuestra autonomía es justamente no haber encontrado (o haber desechado) un piso común sobre el cual asentarla. Es el problema que de manera más abstracta llamamos el problema de la “fundamentación de la ética”. Gravísimo problema, porque no encontramos nada que nos resulte vinculante y que nos sostenga para ponernos de acuerdo, justamente en el momento en el que la historia humana se está volviendo efectivamente planetaria y todos somos, por primera vez, realmente contemporáneos. Cualquiera que se haya enfrentado a las dificultades de convivencia en una modestísima junta 23

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de condominio podrá intuir la enormidad del reto que tenemos por delante como especie: vivir todos juntos, efectivamente, en un solo mundo. Y, por último, vivimos tiempos violentos. No tengo que ahondar mucho en el asunto. Está a ojos vista. Nietzsche, filósofo de moda, también resultó profético en este aspecto. Su obra está llena de violencia y crueldad. Es más: el advenimiento del nihilismo implica, como es lógico, la caída de todos los límites que contienen la violencia y la irrupción de un estado “darwinista” de lucha de todos contra todos y de supervivencia del más apto. Nietzsche también ve en esto una buena noticia: ese es el estado propio de la “naturaleza” humana y es justamente el que favorecerá la emergencia del Übermensch. En todo este horror que nos amenaza, Nietzsche ve la oportunidad para que se le haga espacio, finalmente, a la verdadera naturaleza humana: la voluntad de poder pura y dura. Sería una especie de sinceración definitiva en la que la especie humana se pondría en sintonía con las leyes reales del cosmos. En todo caso, es por decir lo menos muy curioso que al final de esta era descreída se constelice este extraño cóctel de religión y violencia, que ha encontrado una inquietante reactualización en el surgimiento del terrorismo fundamentalista del que hemos sido testigos a lo largo de la primera década del siglo XXI. En este ensayo 24

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voy a presentarles un autor que, sin embargo, ha visto esta relación como fundamental para comprender al ser humano, para entender nuestro presente y aun para entrever las perspectivas de nuestro futuro. Se trata del pensador francés René Girard, nacido en Avignon en 1923, quien ha realizado una brillante carrera académica casi enteramente en Estados Unidos. Es muy difícil etiquetarlo: historiador de formación, ha derivado también en teórico literario y antropólogo, pienso que en un sentido muy filosófico del término. Asimismo, sus teorías son de alto impacto para otras disciplinas, muy especialmente para la teología. Algunas de sus obras más importantes y conocidas son Shakespeare: los fuegos de la envidia2; La violencia y lo sagrado3; El chivo expiatorio4; La ruta antigua de los hombres perversos5 y Veo a Satán caer como el relámpago6, entre muchas otras. El aporte principal de Girard tiene que ver, en primer lugar, con un punto de vista que va a contracorriente de una cierta repaganización del Occidente que, a su vez, ha ido de la mano de una revalorización de la verdad del mito como reacción a la excesiva unilateralidad de una racionalidad reducida a sus aspectos lógicos y científicotécnicos y de una idealización romántica del mundo grecolatino. Pienso que la obra cumbre de esta tendencia idealizadora de los griegos es el famoso libro del joven Nietzsche titulado Die Geburt der Tragödie aus dem Geiste 25

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der Musik, donde los dioses Dionisos y Apolo se convierten en los dos principios ontológicos de la realidad, que se oponen dialécticamente y en cuya lucha deviene la existencia del Cosmos. Dionisos sería la fuerza indomable de la vida y sus instintos, que lucha por liberarse perpetuamente y que en virtud de esa misma fuerza es a la vez constructor y destructor de mundos; mientras que Apolo sería el principio solar de la luz y la medida, que impone orden y armonía en el mundo, haciendo posible que la vida no se desborde en un puro caos, que sería lo que sucedería si sólo Dionisos tuviese dominio sobre la realidad. Por el contrario, la dominación unilateral de Apolo, es decir, de la razón, el orden y la mesura, devendría en rigidez y en forma vacía de vida y contenido. Ambos principios, que Nietzsche cree encontrar estructurando el alma griega, son necesarios y la vida buena es aquella que se logra no tanto en su equilibrio como en una sabia tensión de ambos dentro de cada existencia humana. Esta será una visión altamente idealizada del politeísmo griego a partir de la cual Nietzsche desarrollará toda su filosofía posterior, donde el cristianismo (y con él, el judaísmo) aparece como el gran “enemigo de la vida”, como un “platonismo para el pueblo” que reniega de la carnalidad y la pluralidad propia de la “vida”, que se expresa siempre en la vitalidad desbordada, amoral, de lo dionisíaco y en su estilización apolínea, que le da forma y 26

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con ello, la hace brillar en toda su “belleza”. La oposición Cristo-Dionisos es una de las claves para leer el pensamiento nietzscheano y tendrá una recepción muy profunda en diversos ámbitos de la cultura del naciente siglo XX, en autores tan disímiles como Thomas Mann, Hermann Hesse, Sigmund Freud, Martin Heidegger y Carl Gustav Jung, entre otros, para no mencionar gente más reciente. Según esta oposición absoluta, la religión judeocristiana impone una especie de mutilación del alma humana al sobrevalorar una relación con lo divino que supondría un solo Dios espiritual y racional, quien regularía la vida moral con mandamientos absolutos que “reprimirían” los aspectos irracionales, “naturales” e “instintivos” de la existencia y que son, precisamente, los que encuentran su expresión más acabada en los dioses del panteón griego (a cuya cabeza, curiosamente, parece no estar Zeus sino Dionisos, según esta visión de las cosas). Si esto es así, lo que sucedió cuando el cristianismo derrotó al paganismo, en los primeros siglos de nuestra era, fue que se inició un proceso de espiritualización y racionalización de la vida a costa de sus elementos más profundos, de carácter biológico e instintivo, lo que habría generado una cultura descompensada y desequilibrada, triste y oscura, que contrastaría con una supuesta “sabiduría y alegría de vivir” propia del mundo grecorromano, la cual, sin embargo, nunca habría desaparecido del todo y en cuyo 27

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resurgimiento estaría la clave de la renovación cultural del Occidente7. Esta visión se volvió todo un tópico en el siglo XX, por no decir un lugar común. Es incluso central en el pensamiento postjunguiano más reciente, sobre todo en Rafael López-Pedraza, cuyo ensayo más importante (Ansiedad cultural8), y quizás todo su pensamiento, gira sobre esta idea. A través de López-Pedraza, debido a su poderosa influencia sobre la comunidad junguiana venezolana, este esquema ha penetrado profundamente en ciertos círculos de la intelectualidad de nuestro país. Asimismo, esta idealización del politeísmo griego viene de la mano con una revalorización del mito en general, que se entiende perfectamente desde la profunda distorsión y desprecio que de lo mítico ha tenido siempre la racionalidad ilustrada. Por ello es comprensible que para los programas intelectuales que buscan superar las estrecheces de la razón técnico-científica e instrumental dominante en nuestros días sea importante recurrir a una cierta revalorización del pensamiento mítico a fin de rescatar las dimensiones más profundas y complejas de la racionalidad humana, que deben incluir también lo simbólico, lo estético, lo artístico, lo religioso y muchas otras dimensiones que han quedado fuera en el reduccionismo propio de nuestra cultura. Pues bien: frente a todo este optimismo mitológico, 28

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una de las principales tesis de Girard es que los mitos no vehiculan verdad alguna sobre lo humano, sino más bien la ocultan. La función principal de los mitos es protegernos de una verdad que subyace a toda cultura humana y que está escamoteada en ellos. Girard llegó a esta idea a través de su lectura de la literatura y la mitología. En este proceso observó que, casi invariablemente, el héroe de los mitos griegos aparece como culpable y su mutilación o muerte violenta es algo merecido. Su grandeza heroica, en todo caso, recae justamente en la manera ejemplar como acepta su culpabilidad y el sufrimiento que le viene emparejado. Es justamente el caso de Edipo. Asimismo, observó algo similar en una amplísima gama de mitos procedentes de las más variadas culturas. Por otra parte, esta culpabilidad del héroe no era óbice para que, una vez sacrificado, fuese exaltado a la divinidad. Lo que le llamó también la atención es que, si bien este es el esquema general que siguen las mitologías humanas, existe una excepción a esta regla: justamente la Biblia judeocristiana, donde, progresivamente y no sin dificultad, va emergiendo un tipo de “héroe” que, en lugar de aceptar trágicamente su culpabilidad, reclama una y otra vez su inocencia. Lo que esto significa es algo sobre lo que volveré inmediatamente. Otra cosa muy importante que observó Girard es que existen algunas –muy pocas– obras literarias, en las 29

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que sus autores, a partir de cierto momento de su trayectoria creadora –que Girard no duda en llamar “conversión”– descubren lo que él ha llamado la naturaleza mimética del deseo humano. En particular, Girard ha visto esta clarividencia en Shakespeare, Proust, Cervantes y Dostoievski, entre otros. A partir de esta intuición, Girard aporta las ideas necesarias para la antropología filosófica que le permite dar cuenta justamente de porqué los mitos, más que revelar, ocultan. Una antropología que se hace cargo de la violencia humana, porque, como veremos, el deseo humano, justamente por ser esencialmente mimético, es también violento. Que el hombre es un ser deseante y que el deseo es esencial a nuestra naturaleza es un dato que Girard comparte con gran parte de la antropología y la psicología contemporáneas. Piénsese, por ejemplo, en el deseo incolmable lacaniano. Pero a diferencia de todo el mundo, Girard no cree que el deseo humano actúa, digámoslo así, de manera directa, sino oblicuamente. Me explico: tendemos a pensar que los sujetos “tenemos” unos ciertos deseos (innatos o aprendidos, no importa) que se dirigen más o menos “espontáneamente” a sus respectivos objetos. Pero Girard afirma que, en realidad, tal “espontaneidad” del deseo humano no existe. Entre los objetos de nuestro deseo y nosotros hay un tercero que es central. Ese tercero es un otro que ha deseado primero ese objeto y del 30

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que hemos aprendido a desearlo. Y, en realidad, hemos aprendido a desear lo que ese otro desea porque lo que en el fondo realmente deseamos es ser como ese otro. El otro es un modelo que queremos imitar. Para ponerlo en un ejemplo sencillo, es lo que sucede cuando veo a mi vecino aparecerse con un nuevo BMW y siento, de pronto, un vehemente deseo de tener también el mismo BMW: en realidad, no es tanto el objeto en sí mismo lo que me atrae, sino el significado con el cual el otro queda investido. Deseo ser como él, a través de la posesión de ese objeto. Esto, que en un primer momento parece desconcertante, es bastante plausible si pensamos a fondo porqué el ser humano desea. En sentido estricto, solo el ser humano desea. Los animales no desean: son arrastrados por los estímulos. Como dice Xavier Zubiri, los animales se encuentran clausurados en su estimulidad. Es como si estuvieran dotados de un software que dispara las respuestas adecuadas a los estímulos para los cuales están “programados”. No tienen que desear nada: si están en el medio ambiente adecuado y se presentan los estímulos adecuados, los instintos del animal dispararán automáticamente la respuesta correcta. Cada animal tiene una “forma de ser” perfectamente delineada por sus instintos y su equipamiento de estímulos y respuestas. El hombre no. El hombre, como bien dice el filósofo y antropólogo español Luis Cencillo, está, a diferencia de los animales, 31

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radicalmente desfondado. Es decir, carece de un “programa” que le garantice un elenco fijo de estímulos y respuestas. No tiene una forma de ser predeterminada. Su “naturaleza” consiste, precisamente, en no tener ninguna, salvo la base psicobiológica mínima de la que surge esta curiosa configuración. Tiene que darse a sí mismo su propio ser a través de la apropiación de posibilidades, tiene que ir configurando la figura que va a ir cobrando su personalidad a través de decisiones libres. Esto significa, que para poder sobrevivir y, aún más, para poder ser simplemente alguien, no contamos con un “contenido” innato que se “despliegue” por sí mismo a medida que vamos desarrollándonos. Tenemos que recibir nuestro ser de otros. En primer lugar de nuestros padres y de la cultura en la que vivimos. Como no “sabemos” de antemano en qué consiste ser humano, sino que tenemos siempre que serlo de una manera concreta, no nos queda otra que remitirnos a los modelos de humanidad que se nos cruzan en la vida para imitarlos. Ser, en un primer momento, significa imitar el ser de otros. Es por esto que Girard afirma que la mímesis es esencial en el ser humano. El primer objeto de nuestro deseo es siempre la forma de ser de otros. Pero, además, en el ser humano la apropiación de sí mismo pasa por el trato con el mundo material, con las cosas. Nos apropiamos de formas de ser a través de la mediación de las cosas. Por eso, deseamos 32

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cosas. En ellas, lo que realmente deseamos, es una determinada forma de ser. Por ello, Girard piensa con toda razón que el niño va aprendiendo a desear como el otro desea: es a través de los objetos que el otro desea como puede inferir cómo llegar a ser como su modelo. Esto no representa, a primera vista, ningún problema. ¿Por qué habría entonces una relación entre nuestra naturaleza mimética y la violencia? Porque mientras el modelo que imito sea mucho mayor y poderoso que yo, como es el caso del niño en relación con sus padres, o simplemente haya a nuestra disposición suficientes “objetos del deseo” como para poder obtenerlos sin quitárselos a otros, todo parece fluir sin problemas. Pero cuando dichos objetos son escasos hay que competir por ellos y el otro, tanto el que es mi modelo como los otros que también lo imitan, se convierte en mi rival por la posesión de los escasos objetos que confieren al modelo su mágico y anhelado modo de ser. Los otros, entonces, no solo son modelos y rivales, sino obstáculos para la consecución de lo que deseo. ¿Y qué se hace con los obstáculos? Pues se les trata de quitar del medio. El deseo mimético es así, también esencialmente “rivalístico” (valga el barbarismo). Esto implica que el proceso en el que recibimos el ser por medio de la mímesis de los deseos de los otros está intrínsecamente “contaminado” por la rivalidad y el miedo. La génesis de nuestra personalidad se va fraguando en la 33

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rivalidad y en el miedo a que otros nos quiten el ser, al adelantársenos en la posesión de las posibilidades por cuya intermediación vamos constituyéndonos. Aquí es donde Girard ve la génesis de toda violencia humana: en el hecho de que nuestro deseo mimético está desde el principio imbricado con la rivalidad. Como las pulsiones humanas se encuentran abiertas frente a los estímulos y no están clausuradas, como en los animales, en respuestas aseguradas instintualmente, si no hay un aprendizaje que las vaya canalizando, estas tenderán a desbocarse desordenadamente en la consecución de sus objetos. Dice por ello Luis Cencillo que la vida humana consiste, en gran medida, en una doma del deseo. Cuando al principio de la historia (o cuando las sociedades humanas se desinstitucionalizan) no habían instituciones que pudieran canalizar este “desorden del deseo”. Era inevitable que estallara la violencia mimética: todos contra todos luchando por la posesión de los siempre escasos objetos del deseo. La escalada de esta violencia la ha identificado Girard, por ejemplo, con la “peste” o “desgracia” que aparece en muchos mitos como tarea a ser resuelta por el “héroe”. Por ejemplo, la peste de Tebas que Edipo logra eliminar al responder a la Esfinge. En determinado momento, los rivales se dan cuenta de que esta violencia, de seguir así, tendrá como consecuencia inevitable la eliminación de todos. Inconscientes de 34

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que la causa de la violencia es su propio deseo mimético absolutizado, los contendientes comienzan a buscar un “culpable” para esta desgracia. Generalmente, el “culpable” será alguien que tenga alguna característica que lo diferencie en medio del caos indiferenciado que es la violencia desatada: una deformación o cualquier otra singularidad que lo convierta en una “alteridad”, en alguien distinto. Cuando alguien así aparece en el horizonte del festín violento, todos, de pronto, de una manera que parece “mágica”, se volverán hacia él y lo investirán de la “culpa” de ser la causa de la “peste” que los azota. Toda la violencia, entonces, se volcará sobre él. De pronto, los rivales se han constituido en una unidad con un propósito común: se ha dado la “unanimidad mimética” que ha conseguido una víctima propiciatoria, un chivo expiatorio sobre el cual descargar toda su violencia. Al morir, la víctima obra otro “milagro”: en efecto, su muerte ha sanado al grupo humano, la violencia ha desaparecido y la comunidad se ha constituido sobre su cadáver. Así, paradójicamente, el culpable es también el dios poderoso que trae la salvación (por eso, en muchas culturas, las víctimas del sacrificio son tratadas como reyes y adoradas como tales antes de ser sacrificadas). Esta víctima aparece así como numinosa, poseedora de un inmenso poder: puede destruir la comunidad, pero también puede sanarla. La víctima es divinizada y surge la religión: la comunidad 35

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cree entender que debe repetir el asesinato de manera ritual para mantener el frágil orden que el sacrificio de la víctima ha creado. Para hacerlo, se crean las primeras jerarquías e instituciones religiosas, políticas y culturales, que deben garantizar que se mantenga el orden que ha sido instituido por la víctima. Lo sagrado que constituye la religión es así, en este esquema, esa violencia que se ha proyectado sobre la víctima y que ahora se cree que es ella quien la puede ejercer. En realidad, es la oscura amenaza de la violencia de nuestro deseo mimético, siempre larvada detrás de nuestras sociedades y de nuestras pulsiones más secretas. Mitos y dioses han nacido para ocultarnos el hecho real: que la víctima sacrificada era inocente y que la violencia sobre la que nació la cultura era nuestra propia violencia. Hasta la próxima “crisis mimética”, que se presentará cuando ya las instituciones de la cultura sean incapaces de contener nuestro deseo desbocado y narcisista, la identidad de la comunidad descansará sobre la sangre de esa víctima inocente, que fue víctima solamente por ser diferente y singular en el horizonte de la indiferenciación violenta. Según Girard, la novedad del judeocristianismo está en que la Biblia testifica un largo recorrido teológico y espiritual en el que se va descubriendo paulatinamente la mentira del mito y se va revelando que las víctimas de 36

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la violencia mimética humana son, en realidad, inocentes. Es decir, que los mitos son una mentira que oculta el pecado radical de la Humanidad, que es la violencia gratuita descargada sobre el inocente. Si los mitos están escritos desde la perspectiva de los victimarios, la Biblia lo está desde la perspectiva de las víctimas. En Cristo, esta revelación se hace completa, porque en él es Dios mismo quien se pone en lugar de la víctima inocente y dice un radical no a toda religión sacrificial. Por eso, desde el Calvario, el significado de la palabra sacrificio está subvertido: ya no significa hacer sagrado lo que no lo es, ofreciéndolo en holocausto, sino entregarse libremente a otros para que la vida sea fecunda. Dice Girard que la mentira del mito es tan dolorosa e inaceptable para el hombre que es muy difícil que pueda llegar a ella por sus propios medios. Es como un “punto ciego” de nuestra constitución humana. Solo una revelación que irrumpiera desde fuera, desde una divinidad que no tuviera nada que ver con los dioses violentos que nos construimos los humanos para huir de nuestra mentira, podría eventualmente mostrarnos, por una parte, nuestro pecado radical (la violencia de nuestro deseo) y, por la otra, el rostro de un Dios que es inocente, que está en el mismo lugar de las víctimas malditas, que no exige reciprocidad mimética (venganza) y que nos perdona nuestra violencia, haciendo posible otro tipo de cultura que no 37

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está fundada sobre la sangre de las víctimas de la religión sacrificial. Girard, quien es un profundo católico, ve en ello un argumento muy poderoso y muy original a favor de la honda racionalidad de la fe bíblica. Por ello, Girard piensa que, a pesar de la infidelidad de los cristianos a lo largo de la historia, sólo a partir de la irrupción del cristianismo ha empezado a surgir la inquietud y la preocupación por las víctimas: aunque sigamos victimizando gente, lo hacemos con mala conciencia. En el mundo pagano se victimizaba quizás tanto como ahora, pero la cultura nunca hizo de eso un problema, una espina moral clavada en su conciencia. Solo una conciencia que ha pasado, de alguna forma, por el cristianismo y su profunda influencia en la cultura, siente inquietud, por mínima que sea, por las víctimas. Es por eso que hasta los dictadores más sanguinarios suelen justificar sus asesinatos como un “mal necesario” para reivindicar las víctimas y muchas dictaduras modernas se instituyen como la manera más expedita para construir una sociedad igualitaria y perfecta. La excepción quizás es el nacionalsocialismo, que se asume a sí mismo como un descarnado y militante paganismo y que, basándose en Nietzsche, proclama la supremacía metafísica y ética de la voluntad de poder. Su objetivo confeso fue erradicar completamente del mundo moderno toda preocupación por las víctimas e instaurar la dictadura de los victimarios. 38

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Naturalmente, no puedo extenderme mucho más en el pensamiento de Girard. Simplemente anoto sus líneas centrales para mostrar lo que me interesa, es decir, que si esto es así, pues resulta que el mito, los dioses, y las religiones basadas en ellos son profundamente falsas y esconden una violencia larvada que no se ve a primera vista porque está muy bien disimulada por el mecanismo ideológico de la narración mítica. Esto explica, por ejemplo, por qué todos los intentos de “resucitar” a Dionisos como principio estructurador de la vida ética (es la propuesta nietzscheana) terminan mal, aunque los fracasos existenciales que causa vivir “dionisiacamente” suelen justificarse con el argumento de que, al menos, se “vivió a fondo la vida”, “intensamente”. En el fondo, lo “dionisiaco” es hondamente nihilista, porque supone desestructurar el deseo, hacerlo indiferenciado, sin respetar límite alguno, lo cual es abrirle la puerta de par en par a la violencia mimética. Gran parte del pensamiento contemporáneo está demasiado influenciado por el “paganismo nihilista” que subyace a Nietzsche y a la atmósfera intelectual y espiritual de la segunda mitad del siglo XIX y prácticamente la de todo el siglo XX. De hecho, esta pesada herencia nihilista de la ilustración más radical nos ha hecho olvidar que lo mejor de la modernidad, su preocupación ética por los derechos humanos (que nace, en el fondo, de una preocupación por proteger a los inocentes de ser victimizados) 39

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ha sido posible solo porque Occidente ha sido cristiano. La verdad es que, sin el judaísmo y el cristianismo, no habría habido nunca modernidad ni derechos humanos. Allí radica la paradoja de la secularización. Si las cosas son como Girard dice –y en efecto, yo creo que son así–, la “terapia dionisíaca” que desde Nietzsche se nos ha prescrito por parte de algunos de sus herederos espirituales supone una enorme ceguera y es, en el fondo, una profunda regresión cultural. Para mostrar que esto no es juego, puedo contar que mientras preparaba este ensayo releí Las Bacantes de Eurípides y uno de los último libros de Rafael López-Pedraza titulado Dionisos en exilio9. La propuesta “terapéutica” de López es más o menos la siguiente: si el psiquismo humano “reprime” a Dionisos y no lo “adoramos”, éste dios cobrará “venganza” y su represión se manifestará en síntomas profundamente autodestructivos. Asimismo, haciéndose eco del lugar común nietzscheano y romántico, es la “razón” ilustrada, técnica y utilitaria la que en su unilateralidad apolínea “destierra” a Dionisos de nuestras vidas. Y, por supuesto, este “exilio” de Dionisos lo ha provocado la “unilateralidad” del Dios monoteísta judeocristiano, al que se tacha de “intolerante” y psicológicamente tóxico, dado que no tiene “imagen” en la cual se exprese, como sí es el caso de los dioses paganos, la complejidad del movimiento psíquico humano. 40

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Lo más interesante, sin embargo, es que en su lectura de Las Bacantes acontece algo que me resultó muy revelador. Para López, la viva imagen de lo que le pasa a quien no “adora” a Dionisos es Penteo, rey de Tebas y protagonista de la tragedia en cuestión. La madre y las hermanas de Penteo se han negado también a adorar a Dionisos, es decir, a participar en sus ritos orgiásticos y sacrificiales. Aparentemente, dicho culto consistía en que las mujeres de la ciudad abandonaban su lugar social y, en la noche más profunda del invierno, se reunían en algún rincón salvaje y apartado, en el cual, probablemente bajo la influencia del vino aderezado con algún tipo de sustancia alucinógena, se entregaban a danzas extáticas, que culminaban en el descuartizamiento ritual de un cabrito vivo, cuya carne sangrante era consumida aún palpitante. De esta forma se reactualizaba ritualmente el desmembramiento de Dionisos y se comulgaba con él. Dionisos, bajo la apariencia de un joven de apariencia andrógina de gran belleza, se apersona en Tebas y castiga a la madre y las hermanas de Penteo enloqueciéndolas y convirtiéndolas en bacantes, es decir, en adoradoras del dios que se internan en el bosque para entregarse al éxtasis orgiástico de su culto. Dionisos exige de Penteo que le rinda culto, cosa a la que se niega tozudamente. Como castigo, Dionisos lo hechiza, lo hace travestirse como una bacante y le infunde el deseo de ir a espiar a su madre y a sus herma41

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nas, entregadas a la celebración de los misterios del dios. Cuando, en efecto, lo hace, es descubierto y linchado por ellas: creyendo que es el cabrito del sacrificio, será descuartizado y devorado por su propia madre. Girard ve en este mito, por cierto, una remembranza de los sacrificios humanos que en un primer momento estuvieron vinculados al culto dionisíaco. Lo sorprendente es que si uno lee con ojos girardianos la tragedia, resulta poco menos que obvio que el único culpable aquí de un crimen real es Dionisos: es él quien enloquece a las mujeres y quien conduce a Penteo, en una especie de trance posesivo, a la más espantosa de las muertes. Pero en la interpretación “arquetipal” de López, el culpable es Penteo y su “culpa” haberse negado a adorar a Dionisos. Girardianamente hablando, López no ha podido descubrir la verdad que el mito dionisíaco oculta: que la víctima es inocente y el pretendido dios que exige justicia es culpable de un crimen real, un homicidio, y no de una vaga y difusa “culpabilidad” simbólica o psicológica. En otro ensayo suyo muy famoso, titulado Ansiedad cultural10, López también confundirá víctimas con victimarios, al achacarles a los judíos por lo menos la misma culpa que la de los alemanes en el Holocausto nazi. Según él, el Holocausto es producto del choque entre dos “sectarismos monoteístas”. Quien conozca la historia de este triste episodio de la historia reciente, sabe que el nazismo 42

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fue, precisamente, un movimiento profundamente neopagano y que es muy aventurado (por no decir cínico) achacar algún tipo de responsabilidad a las víctimas en su horrendo sacrificio. La tesis de López es insostenible, pero muestra su interna coherencia: si el programa de su psicología es una suerte de repaganización del alma occidental, es lógico que comparta en ambos ensayos uno de los rasgos centrales de todo paganismo politeísta: justificar el sacrificio de las víctimas, escamotear su inocencia y celebrar la violencia de los dioses. En este sentido, la obra de López es un excelente ejemplo de la ceguera que produce la mentira del mito, al tomarla como verdad. Sin embargo, el padre del romanticismo dionisíaco, Friedrich Nietzsche, tiene el enorme mérito, según Girard, de no haberse dejado engañar. La diferencia entre Nietzsche y sus herederos es precisamente que Nietzsche no tiene necesidad de maquillar el horror que supone verle el rostro a Dionisos. De hecho, opta por él. En este sentido, hay un aforismo impresionante, que me he permitido traducir y que cito a continuación, dada su importancia para entender el problema del nihilismo subyacente a gran parte del pensamiento contemporáneo, sobre en todo en su versión “postmoderna”: “Para que el cristianismo haya puesto en primer plano la doctrina del altruismo y del amor, no ha puesto de 43

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ninguna manera el interés de la especie como de mayor valor que el interés del individuo. Su efecto realmente histórico, la fatalidad de dicho efecto es, por el contrario, justamente la intensificación del egoísmo, del egoísmo individual hasta el extremo (hasta el extremo de la inmortalidad individual). El individuo fue tomado por el cristianismo como algo tan importante, puesto como algo tan absoluto, que ya no se le podía sacrificar más: pero la especie subsiste sólo gracias al sacrificio humano… Ante Dios se tornan iguales todas las “almas”: ¡pero esto es precisamente la más peligrosa de todas las valoraciones! Si todos los individuos son iguales, se pone a la especie en duda. Así se favorece una praxis que desemboca en la ruina de la especie: el cristianismo es el principio opuesto a la selección. Cuando el degenerado y enfermo (“el cristiano”) debe tener tanto valor como el sano (“el pagano”), o incluso aún más, según el juicio de Pascal sobre la enfermedad y la salud, se invierte la marcha del desarrollo y la contranaturaleza se hace ley… Ese amor universal al hombre es, en la práctica, la preferencia de todo lo sufriente, de lo venido a menos, de lo degenerado: en efecto, ha rebajado y debilitado la fuerza, la responsabilidad y el supremo deber de sacrificar personas. Queda solamente, según la valoración cristiana, sacrificarse a sí mismo: pero ese resto de sacrificio humano, que el cristianismo concede y aconseja, no tiene, desde el punto de 44

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vista del cultivo de la especie, ningún sentido. Para el florecimiento de la especie es indiferente si algún individuo se sacrifica a sí mismo (sea en estilo monacal y ascético o con la ayuda de cruces, hogueras y patíbulos, como “mártires” del error). La especie necesita el hundimiento de los fracasados, débiles, degenerados: pero precisamente el cristianismo se vuelve a ellos como fuerza conservadora que intensifica el instinto de los débiles, ya tan poderoso en ellos, de cuidarse y mantenerse, de sostenerse los unos a los otros. ¿Qué es la “virtud”, qué es el “amor al prójimo” en el cristianismo, sino justamente esa reciprocidad de la conservación, esa solidaridad de los débiles, ese obstaculizar la selección? ¿Qué es el altruismo cristiano sino el egoísmo masificador de los débiles, el cual comprende que cada individuo se sostiene por más tiempo en la existencia en la medida que todos cuiden de todos? Cuando semejante modo de pensar no se percibe como una inmoralidad extrema, como un crimen contra la vida, es porque se pertenece a la banda enferma y se tienen sus mismos instintos… El verdadero amor al prójimo exige el sacrificio en pro del mejor interés de la especie; ella es fuerte, es completa superación de sí misma, porque necesita del sacrificio humano. Y esa pseudo-humanidad, que se llama cristianismo, quiere precisamente imponer que nadie sea sacrificado…”11.

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Este aforismo denota cosas muy notables. En primer lugar, que a diferencia de la mayoría de los críticos de la fe cristiana, Nietzsche demuestra una gran lucidez al darse cuenta de cuál es la verdad ética del cristianismo y su interna novedad: el valor absoluto de la persona individual y, por lo tanto, su prohibición también absoluta del sacrificio humano. Capta, también, el vuelco total que ha dado la palabra “sacrificio”, que ya no significa simplemente “hacer sagrada” (sacer facere) a la víctima propiciatoria, sino entregarse voluntaria y libremente en favor de la vida de los otros. Es decir, Nietzsche, a diferencia de la masa mimética, que cree que en efecto las víctimas son culpables o, sencillamente, es ciega a los mecanismos violentos que subyacen a nuestra “paz” mundana, sabe con toda claridad que esto es mentira y opta consciente y radicalmente por la violencia del mecanismo expiatorio. Nietzsche no hace esta opción en función de una vaga promesa de una vida entregada al disfrute de los “placeres de la vida”, por una especie de Arcadia neopagana, jovial y gozosa, presuntamente obliterada por la “represión superyoica” del Dios judeocristiano, como suele decir el lugar común filosófico. No. La hace porque sabe que, si no es verdad lo que el cristianismo dice, la única paz posible es la que se instala a través del ejercicio violento de la voluntad de poder de los más fuertes. Sabe que el nacimiento del Übermensch es un parto sangriento. Nietzsche no se 46

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engaña: este aforismo nos prueba que sabe que la “muerte de Dios”, que tan gozosamente había proclamado en Die fröhliche Wissenschaft, trae consigo la inevitable imposición de una humanidad basada en el imperio de la voluntad de poder y la violencia sacrificial que le es inherente. Sabe que Dionisos no es, como cándidamente dice LópezPedraza, tan solo el dios del vino, la locura y la tragedia12, sino, sobre todo, como afirma René Girard, la violencia colectiva de los mitos y los ritos13 arcaicos. En este sentido, Nietzsche, el profeta del perspectivismo y el relativismo epistemológico y ético, se ha dado cuenta de que, en efecto, sí hay verdad. Y que el problema de la verdad no es un mero problema “intelectual”, sino un problema existencial en el más hondo sentido de la palabra: la verdad de una Humanidad dejada al acaso de sus propias pulsiones y deseos desbocados es, inevitablemente, la instauración de una cultura construida sobre la sangre de víctimas inocentes. Como esa es una verdad que solo los más fuertes, los más despiadados pueden soportar (Nietzsche ciertamente no lo era: según la hipótesis girardiana, su locura fue una protección frente a la enormidad de aquel horror por el que optaba), requiere de la mentira para que se pueda instaurar una paz mundana, en la que los fuertes puedan dominar. Pero esta es una mentira de la que es muy difícil salir, porque nuestras subjetividades han nacido íntima47

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mente imbricadas en ella. Como vimos, nuestro deseo es intrínsecamente rivalístico y, por lo tanto, susceptible de volverse violento si no aprende a contenerse. ¿Y por qué habría de hacerlo? De hecho, ¿por qué lo hacemos? ¿Por qué hemos construido instituciones empeñadas en buscar la verdad para que la justicia no sea un linchamiento ni una venganza, sino justamente eso, justicia basada en la verdad o, en todo caso, absolución del inocente? ¿Por qué, a diferencia de las turbas miméticas de la religión arcaica, construimos mecanismos institucionales que, si funcionan, buscan impedir que en lugar de culpables reales castiguemos a chivos expiatorios inocentes? Porque la verdad del judeocristianismo ha ido revelando la mentira de los mecanismos sacrificiales y ha ido inoculando lenta pero progresivamente, con avances y retrocesos, la preocupación por las víctimas, que es el horizonte de nuestra moderna idea de los “derechos humanos”. No es una idea ilustrada. En todo caso, su formulación ilustrada, laica y universalista, fue posible tan solo después de muchos siglos de cristianismo en el seno del Occidente. En este punto, Girard se asoma al umbral de la teología. Piensa –y yo con él– que es tal nuestra complicidad inconsciente y profunda con los mecanismos sutiles y larvados de nuestro deseo mimético, que no hay manera de explicar su descubrimiento si no es a través de la revelación de alguien que esté configurado de tal forma que se encuen48

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tre total y absolutamente fuera de toda violencia. Alguien cuyo ser se constituye absolutamente fuera de toda rivalidad, en el que no hay, por tanto, ni miedo ni angustia posible. Los dioses de los politeísmos no sirven para eso: están tan implicados y enredados en rivalidades entre ellos como lo estamos nosotros, al punto que nos usan a los mortales para escenificar sus pequeñas escaramuzas domésticas, que se convierten para nosotros en guerras de Troya o en “crímenes pasionales”. En este sentido, los dioses paganos son apenas imágenes nuestras, y, por lo tanto, si son nuestros modelos solo sirven para perpetuar la mentira de nuestro deseo. Según Girard, el Dios del cristianismo, en cambio, hace lo que ningún dios hizo nunca: al hacerse presente entre los hombres se pone en el lugar de las víctimas. Los relatos de la Pasión son un alegato a favor de la inocencia de la víctima. En ellos, se nos revela la verdad de la mentira de la religión sacrificial y se muestra otro tipo de posibilidad para el hombre: la posibilidad de vivir tratando de salir de la trampa que nos tiende nuestra propia subjetividad fraguada en la mímesis violenta. La lenta fecundación de la Historia por esta verdad revelada ha ido haciendo que nuestra falsa paz sea cada vez más insuficiente y nos va poniendo frente a una exigencia enorme: que la paz no sea un armisticio falaz y temporal construido sobre la sangre de chivos expiatorios, sino una paz verdaderamente no-violenta. 49

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Lo que el cristianismo narra en sus fuentes es justamente lo que sucede cuando un Dios que está absolutamente fuera de toda rivalidad mimética, de toda violencia, se encarna en nuestro mundo dominado y constituido por esos mecanismos: se convierte en chivo expiatorio. Pero en estos textos, a diferencia de las narraciones míticas, la absoluta inocencia de la víctima brilla de tal forma que deja completamente al desnudo la mentira de los victimarios. En Cristo, el Dios encarnado y sacrificado por los poderes de este mundo, aparece así el otro modelo para nuestra mímesis. Porque no hay manera de constituirse en persona si no es a través de la mímesis. Hay, como hemos visto, una mala mímesis: aquella en la que aprendemos a imitar los comportamientos rivalísticos de nuestros modelos humanos. Es nuestra condición. Solo un Dios podía nacer entre nosotros y no contagiarse con ello. Pero existe la buena mímesis: la de un modelo que, en efecto, se comporte de la manera en que puede comportarse solo quien está fuera de toda violencia. Y eso es lo que ofrece el cristianismo: la promesa de que es posible configurarse a sí mismo en la imitación de un modelo que vive en una paz verdadera y nos capacita para vivir ese mismo tipo de vida. No se agota aquí, evidentemente, todo el cristianismo, pero la reflexión girardiana nos trae hasta esta posibilidad y nos pone frente a ella, que constituye, a su vez, el límite de toda filosofía: la de que 50

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no podemos llegar al fondo de la verdad cerrándonos en nosotros mismos, sino abriéndonos a la posibilidad de que haya una revelación que venga de un lugar más que humano.

Notas * Profesor de la Universidad Simón Bolívar, Caracas. 1. Heidegger, Martin: Das Spiegel-Interview, en Neske, Günther y Kettering, Emil (Eds.). Antwort. Martin Heidegger im Gespräch, Pfullingen: Verlag Günther Neske, 1988, págs. 99-100. Traducción mía. 2. Barcelona: Editorial Anagrama, 1995. 3. Barcelona: Editorial Anagrama, 1983. 4. Barcelona: Editorial Anagrama, 1986. 5. Barcelona: Editorial Anagrama, 1989. 6. Barcelona: Editorial Anagrama, 2002. 7. Para una refutación inteligente de esta leyenda, remito al excelente libro de David Bentley Hart, Atheist Delusions: The Christian Revolution and Its Fashionable Enemies (New Haven, CT: Yale University Press, 2009), muy especialmente el capítulo titulado “A Glorious Sadness”, que muestra cómo lo propio del mundo griego no era la “gaya ciencia” ni una serenidad apolínea nacida de un sabio trato con lo “dionisíaco”, sino una profunda tristeza resignada, originada en una visión hondamente fatalista de la vida. El mundo del politeísmo griego, más que un mundo “jovial”, era un mundo “deprimido”. Curiosamente, en nuestra época “neopagana”, la “depresión” ha terminado por convertirse en algo así como una “enfermedad de moda”. 8. Caracas: Festina Lente, 2000. 9. Caracas: Festina Lente, 2000.

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10. Caracas: Festina Lente, 2000. 11. Nietzsche, Friedrich. Fragmento 15[110], en KSA 13: Nachgelassene Fragmente. 1887-1889, München: DTV/de Gruyter, 1988, págs. 469471 (traducción mía). 12. López-Pedraza, Rafael. Dionisos en exilio. Caracas: Festina Lente, 2000, pág. 7. 13. Girard, René. Veo a Satán caer como el relámpago. Barcelona: Editorial Anagrama, 2002, pág. 222.

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