Dimensiones críticas de lo ciudadano. Problemas y desafíos para la definición de la ciudadanía en el mundo contemporáneo [Capítulo 1]

July 25, 2017 | Autor: Adrián Serna-Dimas | Categoría: Political Sociology, Urban History, Political Anthropology, Political Science
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Descripción

CAPÍTULO

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INTRODUCCIÓN Dimensiones críticas de lo ciudadano. Esbozo para un estado del arte sobre ciudadanía

Ricardo García Duarte Adrián Serna Dimas



De la misma manera que el Estado-nación, el fetiche tiene una profunda inversión en la muerte: la muerte de la conciencia de la función significativa. La muerte dota, tanto al fetiche como al Estado-nación, de vida, una vida espectral, por supuesto. El fetiche absorbe dentro de sí mismo lo que representa, borrando todo rastro de lo representado. Un trabajo prolijo. En la formulación de Karl Marx del fetichismo de las mercancías, está claro que el carácter poderosamente fantasmagórico de la mercancía como fetiche depende de que las relaciones socioeconómicas de producción y distribución sean borradas de la conciencia e impuestas al objeto manufacturado, para convertirse en su fantasmal fuerza-de-vida... De la misma manera el Estado reverencia solemnemente la tumba del soldado desconocido y (muchos) jóvenes, como nos recuerda Benedict Anderson, están preparados, no sólo para ir a la guerra y matar a los enemigos de la nación, sino también para morir ellos mismos...”

Michael Taussig, Maleficum: el fetichismo del Estado, 1995:177-178.

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1.

EL ANÁLISIS DE LA CIUDADANÍA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO I

E

l surgimiento de nuevos órdenes políticos en Europa del Este tras el ocaso del socialismo soviético, la progresiva incorporación de las naciones antiguamente colonizadas a las órbitas de los regímenes occidentales y el retorno de los sistemas de elección popular a aquellos países que fueron víctimas durante décadas del ascenso y la permanencia de crueles e infames dictaduras, se constituyeron en algunas de las evidencias que, a finales de los años ochenta del siglo XX, señalaron la aparente consumación de la democracia como ideal político universal. La ciudadanía, teóricamente la figura cuya realización pública sustenta la vigencia de este ideal político, entró a ocupar un espacio definitivo en el análisis y la reflexión de las nuevas estructuras nacionales e internacionales: el tratamiento de los más variados universos de la vida social, desde la cultura y la educación hasta el conocimiento científico, fue invocando de manera cada vez más urgente el discernimiento de sus implicaciones en las esferas de lo ciudadano. En la misma medida la ciudadanía se fue instituyendo en un objeto de conocimiento para diferentes ciencias y disciplinas más allá de los nichos convencionales que la habían alojado por mucho tiempo en la historia, la sociología y la ciencia política (cfr. Kymlicka 1986 y 1989; Geertz 1989a; Tedesco 1995; Bridges 1997; García 1998; Serna 2000 y 2001). En este panorama, pareciera como si los cataclismos que desde la segunda mitad del siglo XX han sacudido las grandes categorías de la modernidad, hubiesen dejado incólume a la ciudadanía, manteniéndola como una figura cuyo vigor superara las múltiples contradicciones y los diversos conflictos que han arreciado en Occidente en las últimas centurias. De una u otra forma la reivindicación de la ciudadanía como un valor en sí mismo, anclada a unas tablas de deberes y derechos fundamentales que pueden existir en función de la buena voluntad de la política, convirtió a la noción en una esencia con una realización exclusivamente manifiesta en la convocatoria a participar en las decisiones inmediatas para organizar la vida pública. Este criterio, tan amplio y en modo alguno ajeno a ambigüedades, le ha deparado hasta hoy los mejores ánimos a la condición de lo ciudadano. No obstante, este esencialismo que invistió al sujeto social como ciudadano a propósito de la convocación, no dejó de operar como una fetichización de todas aquellas relaciones sociales que determinaban las posibilidades auténticas para participar eficientemente en esa organización de lo público. Es precisamente en la naturaleza de esas relaciones sociales más amplias, sesgadas habitualmente por el instrumentalismo político y la instrumentalización de lo público, donde se han debatido las dimensiones críticas de la ciudadanía. En este sentido, la investidura de la ciudadanía como una esencia ocultó el hecho de que ésta siempre había estado en crisis: irrealizada, parcialmente

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realizada o ilusoriamente realizada, dependiendo de la capacidad de los agentes para participar en los campos sociales posibilitados por la experiencia colectiva y pública, a su vez, campos posibilitadores de esa misma experiencia (Bourdieu 1999a:33ss y 2000). Las preocupaciones de las democracias occidentales, en particular desde los años de la posguerra, por promover la equidad y la movilidad social y extender la democratización a los más diversos ámbitos de la vida social, fueron el resultado de este carácter históricamente inacabado de la ciudadanía que se mostraba peligrosamente contraproducente para los regímenes políticos liberales en medio del clima de polarización planetaria de esta época. La lucha por una ciudadanía social se asentó tanto en la construcción de unas esferas para lo político como en la inversión denodada en todos aquellos campos que podían hacer de estas esferas unas instancias socialmente legítimas (cfr. Marshall 1973; Foucault 1991). Pese a las políticas dirigidas a robustecer la democracia y la figura de lo ciudadano por medio de la inversión en diferentes campos sociales y de la ampliación de los espacios de representación, participación y decisión pública, en especial en los Estados Unidos y los países de Europa Occidental, el panorama de los años cincuenta y sesenta puso en evidencia otros fenómenos críticos para la ciudadanía. En primer lugar, permanecían los rezagos de viejas formas de exclusión pública de diferentes agentes históricos, específicamente de las mujeres, las etnias y los grupos sociales minoritarios, concebidos todos ellos como sujetos de segunda clase desde el seno de las sociedades nacionales (Lister 1997; Oomen 1997). En segundo lugar, la propia polarización generada por la Guerra Fría fomentó estrategias autoritarias de vigilancia de lo público, medios de presión sobre el principio libertario inherente a la propia definición de lo ciudadano, dentro de lo que algunos autores han llegado a definir como la irrupción de auténticas “inquisiciones democráticas” (Belfrage 1972). En tercer lugar, la expansión de aquellos campos sociales definidos como rectores de las nuevas condiciones para las sociedades democráticas, como la educación y la ciencia, no sólo se mantuvo sobre mecanismos ancestrales de discriminación sino que, al mismo tiempo, pudo ocultarlos o sublimarlos en función de los valores universales que los auspiciaban (para el caso de la educación cfr. Bonal 1998:151ss; para el caso de la ciencia cfr. Pérez 1997). Mientras tanto, en otras latitudes, la figura de lo ciudadano sobrevivía aún en medio de las condiciones más críticas y precarias para la existencia de lo público, como aquellas que acompañaron los procesos históricos en continentes como América Latina y específicamente en países como Colombia. En estas tradiciones la invención de la ciudadanía pudo soportarse, mantenerse y anquilosarse en toda una vasta imaginería sobre la nación y la nacionalidad, en unas imágenes perseverantes sobre el afecto ideal de los pueblos a la civilización contemplativa de los espíritus, por medio de las cuales se auspiciaron determinados lazos que pudieron, por efecto de estas solidaridades mediadas en lo fundamental por ciertos

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sentimientos, prescindir del poder conferido al sujeto social con base en el desarrollo autónomo de campos como la educación, la economía, la ciencia, el arte, etc. Ciudadanos en las (buenas) costumbres, discurso cuya apuesta inaugural podemos encontrarla en los cánones de urbanidad que tomaron vuelo desde mediados del siglo XIX. Por lo anterior, no fue casual que el discurso sobre la ciudadanía, en nuestros entornos, pudiese auspiciarse, discrecionalmente de acuerdo con el régimen de turno, con las propiedades de la moral cristiana, con ciertas representaciones patrióticas y patrioteras o vincularse a la fidelidad de cuadros, facciones y partidos políticos, constitutivamente tradicionales, proyecciones de viejas estructuras hacendatarias, como lo ha señalado Guillen (1986). Estas fueron, quizás, nuestras formas particulares de asumir aquello de la república como el retorno a la Antigüedad, idea que estuvo en la base misma del ideario de la Revolución Francesa (Gellner 1993:335). Esta situación se tornó tanto más crítica para lo público en la medida en que en estos países operaron de manera devastadora los discursos raciales, los autoritarismos político– militares y las exclusiones selectivas de los campos sociales -los mismos fenómenos que en su momento confrontaron el discurso ciudadano en los países industrializados de la posguerra–, todos ellos oscurecidos por una cultura política que hundió lo civil exclusivamente en una moral trascendental custodiada por absolutos: Dios, Patria y Norma. De esta manera, en medio de las transformaciones de la geopolítica planetaria que tuvieron lugar tras las dos guerras mundiales, la figura de la ciudadanía se vio afectada por dos efectos diferentes. Por un lado, por el efecto persistente de las trayectorias históricas que en algún momento la vincularon con la fuerza de las naciones y los nacionalismos, que le imprimieron una serie de contenidos asociados con unos principios de identidad y de pertenencia a una comunidad única, definidos, si se quiere, de manera particular, con un fuerte acervo de tradiciones y manifestaciones específicas (habitualmente mediadas por el sentimiento). Por otro lado, por el efecto de las nuevas condiciones de unos campos sociales anclados a la fuerza de la racionalidad científico-técnica universal, decididos en robustecer las expectativas de los sujetos sociales sobre las premisas del liberalismo político occidental. A los conflictos relacionados con la articulación de uno y otro efecto se sumaron aquellos que procedían del hecho de que tanto los discursos sobre las naciones y los nacionalismos como la lógica de los campos modernos implicaron diferentes formas continuadas de opresión, exclusión y marginación social. No obstante, estos conflictos que pusieron en órbita etnicidades, naciones, estados, modernizaciones e identidades, donde la ciudadanía se consideraba entidad reparadora cuyo reto consistía en garantizar la coexistencia colectiva de las nuevas formaciones, no eran del todo recientes. Estos conflictos se remontaban al propio siglo XIX y habían estado en la base de las nacientes naciones

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hispanoamericanas y en la consolidación de los últimos estados nacionales europeos. Igualmente, estos conflictos habían estado latentes en el reparto de los agónicos imperios que sobrevivieron hasta la Primera Guerra Mundial, donde pretendieron ser resueltos por medio de políticas como la cantonización, dentro de aquello que algunos autores han definido como la aplicación, para los nuevos estados post-imperiales, de la doctrina del Wilsonismo-Leninismo (Bringa 1993). Estos conflictos se hicieron asimismo patentes en medio de los procesos de descolonización que, tras la Segunda Guerra Mundial, condujeron a la independencia de las últimas naciones africanas y asiáticas sojuzgadas hasta ese momento por las diferentes metrópolis europeas (una exposición histórica de algunos de estos procesos se encuentran en Ansprenger 1986; Berg 1986; Diner 1986; Heller 1986).

II El estatuto primigéneo de la ciudadanía, soportado en la fuerza de los nacionalismos, sólo pudo mantenerse en el desenvolvimiento de la modernidad tardía bajo la condición de que prosperara una vida pública constituida sobre las prebendas legítimas de diferentes campos sociales, relativamente autónomos, cuales más la política, la educación y la economía (por demás, capaces de someter las confesionalidades y todos aquellos extremismos propios de los nacionalismos). Precisamente esta construcción de la ciudadanía, que superpone a unas solidaridades tradicionales los vínculos de unas solidaridades modernas, hacen de esta figura un mecanismo sutil, pero poderoso y expansivo, de articulación social, que puede producir, al mismo tiempo, identidades colectivas, enclasamientos estructurales y posicionamientos diferenciales al interior de un espacio social, oscureciendo o mitigando las contradicciones que suponen todas y cada una de estas clasificaciones. Esta capacidad de lo ciudadano de articular en lo público unos entramados sociales cuyos orígenes y trayectorias pasan por la heterogeneidad (cultural, social, etc.), es la que le concede una vitalidad inédita y única frente a las formas de identificación histórica presentes en otras sociedades complejas (como aquellas determinadas exclusivamente en la identidad religiosa o étnica; cfr. Weber 1997:955; Neveu 1997). De hecho, las formas como se han relacionado los componentes tradicionales de la nación con la realización pública de los campos sociales modernos han permitido establecer diferentes tipologías sobre el desarrollo de la ciudadanía en Occidente (relación mediada por la naturaleza misma del Estado). Las relaciones entre estos componentes y estos campos han procedido por medio de la separación, la fusión o la integración de nacionalidad y ciudadanía (cfr. Kymlicka 1986; Miller 1995; Oomen 1997; Cubides 1999).

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En efecto, las formas históricas como han sido dispuestas las relaciones entre las representaciones de la nación y los imperativos de los campos sociales modernos, han determinado en los universos políticos de Occidente condiciones diferenciales para la construcción pública de lo ciudadano. En países como Inglaterra, afianzados en la tradición de un civismo individualista, se ha privilegiado una separación entre la nacionalidad y la ciudadanía (se distingue al nacional del ciudadano). En países como Alemania, Rusia e Italia, afianzados en la tradición de un colectivismo étnico, se ha privilegiado una fusión entre la nacionalidad y la ciudadanía (se asumen las virtudes de la nacionalidad en la realización plena de la ciudadanía). En países como Francia, afianzados en la tradición de un colectivismo cívico, se ha privilegiado una integración entre la nacionalidad y la ciudadanía (se asumen las virtudes de la nacionalidad en la realización de la ciudadanía pero, a diferencia de los anteriores, se considera la universalidad de la nacionalidad, que la hace accesible para aquellos no nacionales) (Oomen 1997). Estas relaciones no han dejado de pasar por realizaciones críticas, como aquellas determinadas por el colonialismo del siglo XIX que permitió, efectivamente, la subordinación de unas colonias sobre los parámetros de la tradición y su negación para los alcances de la modernidad (por ejemplo, nacionales sin ciudadanía: adscripción sentimental con restricción frente al campo estatal). Una de las realizaciones más críticas puede ilustrarse en el ascenso y auge del discurso modernista reaccionario alemán que, desde algunos intelectuales del siglo XIX, nutrió la certeza de subordinar la racionalidad moderna a la exclusividad del espíritu de unos pueblos, discurso que se consumará con el Tercer Reich (Herf 1990): Solo el nacional puro pero ciudadano. Esta relación entre un orden imperecedero y original, en el que se hunden los principios de la nación, y un presente nutrido por los alcances provistos por la eficacia de unos campos sociales modernos, en los que se instaura la propia legitimidad social del Estado, se ha constituido en objeto privilegiado para la representación pública, apuesta por medio de la cual se actualiza permanentemente, en los foros de lo cotidiano, la trascendencia de lo ciudadano. La nación realizada pasa por sus ficciones históricas, pero no se reduce a ella: la inversión en lo ciudadano no claudica en un pasado que arbitra la originalidad de la colectividad, pues requiere la fuerza sustantiva de los medios que hacen posible revestir esa originalidad como una disposición históricamente presente (inversión siempre crítica, tanto más en medio de los procesos actuales de unificaciones continentales y de liberación de mercados). Esta publicitación o exposición pública de las relaciones entre unas representaciones de la nación y unos imperativos de los campos sociales modernos, ha procedido por medio de diferentes dispositivos que han afianzado, en la modernidad, aquella idea de la nación como comunidad imaginada (Anderson 1991). Estos dispositivos, decididos fundamentalmente en el agenciamiento de unos imaginarios, han jugado permanentemente a la actualización del sentido de la

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historia de unos grupos sociales, actualización cuya efectividad, no obstante, ha quedado determinada en buena medida por el estado mismo de los campos constituyentes del espacio social. Por esto, este agenciamiento ha sido delegado a toda suerte de operaciones simbólicas. Entre estos dispositivos, que incluyen desde el arte hasta los medios de comunicación, han sido particularmente importantes los discursos sobre el patrimonio histórico y cultural, referentes para la construcción de un universo público que, en diferentes contextos, han podido operar como bisagras entre los imaginarios de una tradición, que remiten a unos orígenes colectivos, y unas apuestas modernizadoras (García Canclini 1990; Serna 2001a). Estas relaciones entre un acervo nacional y los imperativos definidos por unas estructuras modernas, críticas de por sí en los propios países occidentales, lo han sido aún más en las naciones con tradiciones históricas y culturales marcadamente diferentes, como aquellas de Asia, Africa, Oceanía e, inclusive, América Latina. La conflictividad de tales relaciones, en estos contextos, se hizo evidente cuando los procesos de descolonización, caracterizados por intensos discursos nacionalistas y étnicos, quedaron en medio de la polarización provocada por el ambiente de la llamada Guerra Fría. En diferentes escenarios, la constitución de los Estados quedó atrapada en las tensiones, violencias y guerras desenfrenadas que se suscitaron entre grupos fundamentalistas nacionales, minorías étnicas diversas, burguesías pro capitalistas y guerrillas de izquierda. De una u otra forma las estructuras de las democracias liberales occidentales, así como de los regímenes socialistas, resultaron caóticas para estos contextos donde la Nación era una ficción con la cual se sojuzgaban multiplicidad de etnias, donde la Nación rebasaba al Estado o donde el Estado antecedía a una Nación inexistente. Como consecuencia de ello, décadas más tarde, el mundo se encontró, en medio de la nueva “Belle Epoque” prometida por el eje Washington-Londres-El Vaticano, con el resurgimiento de regímenes políticos asentados en fundamentalismos religiosos, particularmente en Asia Central y el Oriente Medio; con cruentas guerras interétnicas en distintos países del África; con asoladoras guerras nacionales y étnicas en Europa del Este y la antigua Unión Soviética; con el brote de peligrosas manifestaciones xenófobas en Europa Occidental y con la permanencia de movimientos insurgentes, socialistas o fundamentalistas, en diferentes países de Asia, África y América Latina. La euforia por la Perestroika y el Glasnots, por la reunificación alemana, por el fin del Apartheid y, la más reciente, por la devolución de antiguas colonias, ha oscurecido el hecho de que todos y cada uno de estos fenómenos son cicatrizaciones en heridas incuradas que, en algún momento, pueden abrirse luego de siglos: las guerras en Yugoslavia fueron la primera advertencia de ello. Los atentados del 11 de septiembre en los Estados Unidos, contra las apariencias de los medios, son sólo un acontecimiento más en medio del conjunto de acontecimientos críticos que han modelado las

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aspiraciones de los regímenes occidentales con relación al escenario de los países antiguamente colonizados. En medio de estos desgarramientos, manifiestos desde los años cincuenta y sesenta, quedó la figura de la ciudadanía, percibida como investidura renovada para viejas formas de opresión colectiva, como rótulo permisivo para la descomposición de pueblos ancestrales sobre la creencia en los privilegios de los derechos individuales o, simplemente, como un mecanismo para desactivar los crecientes malestares procedentes de las férreas estructuraciones de clase que se afianzaron en distintos países descolonizados tras su independencia. A diferencia del universo político occidental, que a través del ciudadano individualizó un sujeto concreto para el Estado, en muchas de estas naciones la relación entre el Estado tradicional y el espacio social transitaba no necesariamente por sujetos individuales, sino por familias o grupos extensos que se consideraron a sí mismos sujetos, aún en medio de las fuertes desestructuraciones impuestas por el colonialismo. En este tránsito afloraban formas específicas de regulación de la vida colectiva, que se vieron interferidas por las regulaciones asentadas en la unicidad del sujeto individual, átomo político-productivo del capitalismo (cfr. Geertz 1989a, 1994, 1994a y 2000; Jalal 1997; Hock Guan 2001). En aquellos países donde se consolidaron unas sociedades nacionales mayoritarias imbuidas en las cosmovisiones occidentales, donde las etnias y otros grupos se hicieron minorías, la ciudadanía tampoco dejó de permanecer en una situación de crisis constante. La inexistencia, la inoperancia o la precariedad de esos campos indispensables para la construcción de un universo público moderno dejaron las estructuras constituyentes de la vida social aferradas a las remanentes de los discursos nacionales y nacionalistas sobre lo ciudadano. Así, la complejización creciente del espectro social no fue correspondida con nuevos mecanismos de producción de identidades y de solidaridades, provocando no sólo procesos de anomia generalizada sino, igualmente, agotando el conjunto de operaciones simbólicas aprehendidas a los imaginarios de la nación (la crisis de la historia oficial es una manifestación de ello). Esta dinámica sólo ha favorecido la fractura y la fragmentación del espacio social, manteniendo viejas sociedades de castas (tristes, como las nuestras), disolviendo lo público, alojándolo no pocas veces en las aspiraciones de cierto pensamiento moralista y auspiciando solidaridades colectivas exclusivamente en discursos de buena fe sobre la convivencia y la tolerancia, todos ellos estrategias frágiles e insolventes para unas contradicciones degeneradas en violencia que han promovido el propio aval de los civiles a la intensificación y la profundización del régimen de las armas.

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III Este panorama deja percibir las profundas desacomodaciones que ha soportado la figura de la ciudadanía, aún en medio del robustecimiento de los ideales democráticos que prosiguió tras las dos guerras mundiales, provocado no sólo por las lecciones del fascismo sino, de la misma manera, por los temores crecientes al socialismo soviético. Desde esta época se hizo evidente que la vieja preocupación por proveerle unos contenidos a lo ciudadano sólo podía ser superada atendiendo las condiciones de existencia de los campos rectores de la vida social mediados en su expresión pública por el Estado, en especial la política, la educación y la economía. Para los países descolonizados, que sumaron a sus problemas históricos de pobreza e inestabilidad política una cadena continuada de conflictos y guerras intestinas de la más diversa índole, la propuesta estuvo dirigida a la implementación de toda una serie de políticas para el desarrollo orientadas sobre el criterio de la planificación (económica, tecnológica, educativa, social, etc) (Escobar 1999). No obstante, distintas posiciones, desde diferentes contextos, empezaron a señalar que, aún teniendo en cuenta las variables reportadas por campos como la educación, la economía, la ciencia, la tecnología, el arte, etc., para la consolidación de una auténtica ciudadanía social, se pasaban por alto una serie de dimensiones que, en ese momento, luchaban denodadamente por su reivindicación en lo público: la diversidad étnica y cultural, la condición de género, las cuestiones ambientales, etc. De allí que la pregunta sobre la realización social de la ciudadanía se fuera extendiendo más allá de la ampliación de los circuitos de lo político, de la expansión de las oportunidades educativas y de la transformación de los sistemas económicos. Así, al peso de las diferencias asociado a las determinantes de clase, que igualmente se tradujeron en cuestionamientos a la universalización de lo ciudadano, se sumaron otras referencias sobre la alteridad y el sentido de lo diverso. Estas posiciones que entraron al debate sobre la condición de la ciudadanía tenían en común la consideración de que el talante cultural de lo ciudadano no podía permanecer guarnecido bajo las formas hegemónicas de los discursos nacionales que eran, de entrada, por su propia naturaleza, barreras contra el pluralismo necesario para el desarrollo democrático (cfr. Kymlicka 1986; Crowley 1993; Miller 1995; Serna 2001). De hecho, estos nuevos referentes de discusión, plantearon el hecho de que la ciudadanía, tal cual seguía siendo concebida, admitía, naturalizaba y reforzaba muchas de las herencias procedentes de los discursos tradicionalistas y nacionalistas. Los discursos sobre la ciudadanía, organizados en sus fundamentos sobre la racionalización política, educativa y económica, preservaban unas formas de comprender las diferencias culturales como instancias necesariamente incorporables a una “pax civica”, ya no por las disuasiones civilizacionistas de la sociedad nacional sino por la fuerza constrictora

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de la instrumentalización de los campos. Los análisis sobre estas diferencias recluidas históricamente en lo invisible conducirían, con el paso de los lustros, a señalar la urgencia de concebir unas “ciudadanías diferenciadas”, “culturales” o “alternativas” o, más aún, a cuestionar la pertinencia misma de la ciudadanía (Kymlicka 1986 y 1989; Segato 1993; Damatta 1993; Escobar 1999). Un punto de partida para estas nuevas posiciones, en especial al abordar la precaria constitución de la ciudadanía en los países en desarrollo, fueron los análisis que señalaron las condiciones críticas bajo las cuales se introdujeron las políticas modernizadoras en estos países, afianzadas en presupuestos universalizantes que desconocieron la complejidad de los entornos económicos, políticos, sociales y culturales. De hecho, la invención de la ciudadanía se presentaba en estos países como una elaboración sujeta a distintas contradicciones, donde unos referentes identitarios (siervo, esclavo, súbdito, etc.) permanecieron en los sustratos de la vida pública hasta entrado el siglo XX. En algunos países, en particular en América Latina, los análisis empezaron a discernir cómo las políticas tendientes a ordenar el espacio social a través de la racionalización tuvieron como uno de sus soportes la fuerza irracional de determinados regímenes políticos, como las sangrientas dictaduras militares. También se señaló cómo en algunos escenarios las políticas de modernización de la vida pública habían quedado bajo la tutela y el filtro de instancias decididamente conservadoras y tradicionales (cfr. Herschmann y Messeder 1994; Rowe y Schelling 1994; Sáenz et al. 1997). De esta manera, el inventario de cuestionamientos y contradicciones que se generó alrededor de la figura de la ciudadanía le imprimió desde los años sesenta una vasta complejidad a sus análisis y reflexiones. El abordaje de su estatuto no podía preservarse más en la indagación aislada y reductora de los sistemas formales que habitualmente la recluían en algunos acontecimientos puntuales de la vida política. No era suficiente la historización de la ciudadanía buscando sus rasgos característicos a través de una serie de épocas y períodos históricos. Tampoco era suficiente la simple traducción de unos tipos ideales, tal cual se proyectaban desde la Grecia Antigua por ejemplo, marco ejemplar para el origen de lo ciudadano, a las condiciones vigentes en las democracias occidentales modernas. Los referentes clásicos para pensar la ciudadanía, que pasaron por los discursos del civismo y la urbanidad, fueron igualmente puestos en retirada junto con el mundo público que en alguna época vigilaron. Las advertencias arrojadas por los procesos históricos señalaron que el abordaje de la ciudadanía debía involucrarse con una serie de ejes interconectados. En primer lugar, implicaba atender las improntas producto de unas tradiciones históricas que la vincularon a las naciones, las nacionalidades y los nacionalismos. En segundo lugar, implicaba discernir las estructuras de los campos sociales constituyentes de la vida pública moderna que permitían la actualización de la

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ciudadanía para el espacio social en un momento determinado. En tercer lugar, implicaba involucrar los efectos asociados a la estratificación, por medio de análisis densos de las clases sociales que tuvieran en cuenta aspectos poco tratados, como los efectos estructurales de la cultura. En cuarto lugar, implicaba identificar todas aquellas dimensiones propuestas por los discursos emergentes sobre la diferencia y que, de una u otra forma, involucraban las dimensiones restantes. En este sentido, el abordaje de la ciudadanía empezó a reclamar las miradas de diferentes áreas del conocimiento y, especialmente, de elaboraciones interdisciplinarias orientadas a interpretar toda aquella multiplicidad de dimensiones puestas en la palestra por los procesos históricos planetarios del último siglo.

IV La etnicidad entró a jugar un papel decisivo en los debates de las últimas décadas sobre la ciudadanía, a propósito de diferentes realidades. En primer lugar, las reivindicaciones étnicas, tanto al interior de los países antiguamente colonizados como de los propios países de Europa y los Estados Unidos, pusieron en evidencia cómo, en medio de los procesos de construcción y consolidación de unas sociedades nacionales, habían operado toda una serie de mecanismos de homogenización y exclusión social que condujeron al aislamiento, a la marginación y a la aniquilación sistemática de las naciones y los pueblos indígenas minoritarios. Frente a esto, estas reivindicaciones puntualizaron cómo los espacios políticos constituidos por el Estado, en todos los ámbitos de la vida social, estuvieron dirigidos a promover la subordinación estructural de las etnias, por asimilación o integración, dentro del conjunto amplio de las sociedades nacionales. En medio de este panorama, la ciudadanía se convirtió en una figura ambivalente: por un lado, percibida como un discurso que privilegiaba los derechos individuales, se consideró manifestación superadora de todas aquellas formaciones sociales caracterizadas por la preeminencia de unos derechos colectivos originados en unas prácticas tradicionales (muchas veces calificadas de irracionales), cuyos agentes por demás fueron señalados desde el Estado y las sociedades nacionales como menores de edad, incapaces ante lo público, inferiores ante la ley, etc.; por otro lado, como un discurso que en apariencia privilegiaba los principios de igualdad social, se consideró como una tabla de deberes que debían asumir obligatoriamente todos los miembros de la nación, sin distinción alguna (cfr. Zambrano 1990: 129). Esta ambivalencia, que simultáneamente excluía e incluía, involucró a los discursos dominantes sobre la ciudadanía en los propios avales para el etnocidio, reductos duraderos del pensamiento civilizacionista.

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Por todo lo anterior, se ha interpretado que las relaciones de las etnias, los grupos étnicos y las minorías étnicas con los Estados modernos con sociedades nacionales mayoritarias han sido característicamente contradictorias y conflictivas. En algunos casos, el Estado pudo efectivamente provocar la subordinación de las etnias a la sociedad nacional, tanto por medios violentos como por su incorporación a los imaginarios colectivos de la nacionalidad (cfr. Price 1973). En otros casos, la fragilidad del Estado conllevó a la instauración de una serie continuada de luchas con las naciones y pueblos indígenas, procesos que evidenciaron la complejidad del propio Estado (más allá de cualquier concepción absolutista), la intrusión de diversidad de agentes y circuitos transnacionales y el carácter dinámico, cambiante y contestatario de la etnicidad (para el caso colombiano, una extensa ilustración al respecto la ofrecen Jimeno y Triana 1985. Sobre nuevas dimensiones para comprender la etnicidad cfr. Fischer 1986; Banks 1996; Jones 1997; Barth 2000; Paine 2000; Gros 2000). En segundo lugar, dentro de esas realidades que reposicionaron la cuestión de la etnicidad en el debate sobre la ciudadanía, estuvo la irrupción y expansión, en diferentes contextos nacionales, de intensos conflictos interétnicos, en medio de los procesos de renovación política, transición económica y apertura democrática que caracterizaron las décadas de los años ochenta y noventa. Estos conflictos pusieron en evidencia que aquello de las sociedades nacionales, en algunos países y regiones continentales, sólo operaba como una simple categoría difusa en capacidad de oscurecer mapas étnicos altamente heterogéneos y de disimular profundas contradicciones en latencia permanente, que pudieron preservarse sofocadamente por el peso histórico de fuertes estructuras totalitarias o fundamentalistas en el manejo de los Estados. Esta situación se hizo patente en varios contextos. En primer término, en aquellos donde varias etnias, ancestralmente constituidas como naciones, fueron obligadas a subordinarse a un solo Estado. En segundo término, en aquellos contextos donde las estructuras del Estado quedaron bajo la tutela de minorías (nacionales, étnicas o corporativas) que, de esta manera, se impusieron sobre etnias o grupos étnicos mayoritarios. En tercer término, en aquellos contextos donde las transiciones políticas y económicas generaron vacíos de poder, propiciando la pugna entre etnias coexistentes por el dominio de la nación. Los conflictos y violencias que generaron estas situaciones tenían de por medio graves problemas de pobreza, falta de equidad, concentración de riquezas, etc. Las guerras entre hutus, tutsis y twas en Ruanda; las políticas del Apartheid en Sudáfrica; Somalia; el conflicto judíopalestino en el Medio Oriente; las guerras en la antigua Yugoslavia y entre Chechenia y Rusia y el panorama de las últimas décadas en Afganistán son el reflejo de esta situación. La segregación, las expurgaciones colectivas, las limpiezas sociales y los desplazamientos masivos se constituyeron en medidas decididas a reinventar unos Estados sobre la preponderancia racial o sobre purezas étnicas.

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Las responsabilidades de los regímenes occidentales en estos conflictos y guerras no son escasas. Como se refirió anteriormente, estas se remontan a las políticas de cantonización puestas en marcha tras las Primera Guerra Mundial, continuaron con los repartos arbitrarios que procedieron tras el declive de los imperios colonialistas y, más recientemente, con las estrategias destinadas a la creación de los nuevos estados que plantearon, entre otras posibilidades, el retorno a la cantonización (para el caso de la antigua Yugoslavia y Bosnia cfr. Bringa 1993). Estos conflictos, aparte de que trajeron nuevamente la discusión sobre el peso de los nacionalismos, en medio de un panorama cercado por los discursos sobre la inminencia de la globalización y la planetarización, implicaron una revisión a los postulados de un universalismo político fundado en la persuasión inmediata de los valores de la democracia occidental. La etnicidad, tal cual se ha puesto en juego en medio de estos conflictos, entraña una oposición inmediata con relación a las concepciones dominantes de ciudadanía. En tercer lugar, las condiciones de los procesos de democratización en países antiguamente colonizados, también se constituyeron en elementos determinantes para invocar la discusión sobre la ciudadanía a propósito de la etnicidad. En efecto, los nuevos regímenes políticos que se fueron extendiendo en los países descolonizados se asentaron en medio de tradiciones culturales de siglos. En Malasia, por ejemplo, la Constitución de 1957 trajo consigo el esquema de las democracias auspiciado sobre el valor fundamental de la ciudadanía; no obstante, mientras el panorama político se nutría de la universalidad de una ciudadanía que abogaba por la individualidad y la igualdad, las tradiciones culturales preservaban marcadas distinciones y diferencias entre grupos (a propósito del conflicto ciudadanía y bumiputraismo en Malasia cfr. Hock Guan 2001). Por otra parte, en países como la India, se puede afirmar que la figura de la ciudadanía quedó en medio de las tensiones entre unos nacionalismos seculares y unos comunalismos religiosos (Jalal 1997). De una u otra forma, los nuevos regímenes auspiciados en los ideales democráticos no llegaron a invadir y transformar de manera inmediata la realidad política de todas aquellas naciones que, desde siglos atrás, habían preservado unas concepciones particulares sobre la organización del mundo social, cimentadas en muchos casos en evocaciones profundas de tipo religioso o parental o soportadas en densas relaciones originadas en alianzas o filiaciones (Bourdieu 1958:27-30). Es más, no fue extraño que sobre las estructuras modernas de gobierno se superpusieran representaciones y mecanismos propios de los regímenes políticos tradicionales, que habían gobernado durante siglos en estas naciones. Esto se pone de manifiesto, por ejemplo, si nos atenemos a lo que fue la restauración de la imagen del Estado Teatral en Balí o del Morabitismo en Marruecos que, luego de siglos, reaparecieron bajo el nacionalismo revolucionario de Sukarno en Indonesia y luego de la lucha por la implantación de una religiosidad secular en el norte de Africa por parte de Muhammed V (Geertz 1989, 1994a y

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2000). Estas realidades pusieron igualmente presente que muchas de las premisas fundamentales de la ciudadanía, como el sentido del deber, de la obligación, etc., tenían profundas concepciones culturales de base, diversas, múltiples (Bourdieu 1958:29; Geertz 1994). En cuarto lugar, la cuestión de la etnicidad también apareció en los debates sobre la ciudadanía a propósito de la visibilidad de diferentes grupos étnicos y minorías culturales en los propios escenarios nacionales de las más poderosas y consistentes democracias occidentales. Esta visibilidad ha sido el producto no sólo de las reivindicaciones de minorías étnicas históricamente olvidadas (Paine 2000) sino, igualmente, de la presencia cada vez más numerosa de inmigrantes, refugiados y desplazados de distintos continentes y países, en la vida pública de las ciudades de Europa, Estados Unidos y Canadá. De hecho, la construcción de una ciudadanía abierta a las diferencias culturales ha motivado buena parte de las reflexiones sobre la ciudadanía cultural y el pluralismo democrático en países como Inglaterra, Francia, Alemania, los Países Bajos, los Estados Unidos y Canadá, reflexiones enfrentadas a articular, en primer término, unas tradiciones culturales de las naciones y las regiones continentales receptoras; segundo, la vigencia de la ciudadanía moderna sobre la efectividad de la participación política, la producción, la circulación y el consumo económico y el acceso a la educación, entre otros campos; tercero, la fuerza perdurable de otras tradiciones no occidentales. Las percepciones culturales de estas poblaciones en movimiento no han dejado de ser críticas para el universo público de estos países receptores, al punto que algunos autores han señalado, por ejemplo, que en las tradiciones de frontera, como aquellas que se han generado entre Estados Unidos y México, ciudadanía y cultura se han consumado como opuestas: a medida que crece la ciudadanía (occidental) decrece la cultura (nativa) y viceversa (cfr. Rosaldo 1991:183). Esta oposición se ha hecho cada vez más crítica, generando auténticos conflictos que involucran hasta la propia concepción sobre los espacios públicos y la organización de las ciudades, tal cual se ha puesto de manifiesto, por ejemplo, en las controversias que han suscitado históricamente los guettos y los distritos de inmigrantes en las grandes ciudades occidentales y, más recientemente, iniciativas como la erección de mezquitas, desde las concepciones musulmanas del espacio social, en ciudades técnicamente planificadas, como Toronto (Isin y Siemiatycki 1998). En estos contextos se ha llegado a plantear la dualización de la ciudadanía, que ha propiciado la existencia, por un lado, de una ciudadanía formal, aprehendida a los requisitos legales, jurídicos y administrativos de los países receptores y, por otro lado, una ciudadanía informal, aprehendida tanto a los referentes organizativos tradicionales como a las dinámicas propias de la vida de los inmigrantes (Isin y Siemiatycki 1998). En medio de esta dualización han

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INTRODUCCIÓN

entrado en juego las transformaciones que le imprimen a la vida de los inmigrantes, de los desplazados y de los refugiados los cambios generacionales. Estos cambios generan percepciones diversas entre padres e hijos sobre los nuevos sitios de residencia que, mediadas por rememoraciones diferenciales de sus sitios de origen, las cuales promueven mayores o menores expectativas de retorno, recluyen en la temporalidad la posibilidad de lo ciudadano (una ilustración al respecto, a propósito de la vida de una familia de refugiados kosovares en Suecia, la ofrece Norman 2000). De hecho, uno de los aspectos más críticos en medio de estos movimientos poblacionales masivos es precisamente éste de la temporalización de la ciudadanía que, en casos como el colombiano, con desplazamientos permanentes frente a un Estado insuficiente, puede conducir a la propia suspensión de lo ciudadano. Estas cuatro realidades, que han advertido a las aspiraciones universales de la ciudadanía de las profundas implicaciones de la diversidad, son manifestaciones de procesos históricos de siglos, olvidados, desatendidos o manipulados por los regímenes occidentales en el curso de las últimas centurias. La conflictividad de estas cuatro realidades ha sido precisamente la que ha motivado a reemprender una comprensión de la relación entre ciudadanía y etnicidad. En medio de los debates abiertos a propósito, han aparecido viejos problemas: en primer lugar, las consecuencias de construir un orden colectivo en medio de los efectos que genera la oposición entre las dimensiones universales asociadas al Estado moderno y las dimensiones particulares de la etnicidad (Garzón 1997). En segundo lugar, la fuerza hegemónica de los dispositivos socializadores de lo ciudadano, como la educación, en su expansión hacia etnias o minorías étnicas o la crisis de estos dispositivos en medio de los procesos de reconversión de unos sistemas políticos por otros (Bonal 1998; Tibbitts 1994). En tercer lugar, la capacidad de los espacios existentes de proveerle condiciones de realización autónoma a las diferencias culturales, con lo que ello implica en la “desestabilización” de los sistemas históricos de control cultural (Bonfil Batalla 1997). En cuarto lugar, la operatividad de todos aquellos mecanismos de regulación que garantizan la soberanía del Estado en medio de la circunscripción de diversos escenarios con mecanismos específicos, lo que ha puesto en juego problemas como la igualdad ante la ley (Zambrano 1990; Olivé 1997). Mientras algunas posiciones han planteado que estos análisis de la relación entre ciudadanía y etnicidad se han constituido en imperativos destinados a proveerle estrategias de reducción de riesgos a los Estados nacionales frente a las violencias desbordadas que están en medio de las reivindicaciones de algunos proyectos étnicos, otras posiciones señalan, más allá, que se trata de una tarea de reinterpretación de la relación ciudadanía y etnicidad a la luz de las dinámicas de ésta última, en capacidad de movilizarse estratégicamente dentro de espacios sociales heterogéneos, susceptible de reinventar un neoindigenismo público, situación tanto más propicia en continentes como América Latina donde la

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violencia étnica le ha permitido generar multiplicidad de estrategias de resistencia a las etnias y las minorías étnicas no sólo desde la confrontación directa con el Estado (Gros 2000:117ss; cfr. Castillo 1998; Dover 1998; Laurent 1998). Se trataría, en este sentido, de admitir el carácter históricamente cambiante y diverso de la etnicidad, en capacidad de posicionarse frente a espacios políticos más amplios pero que, al mismo tiempo, requiere una reinvención de lo público por parte de las sociedades nacionales que permita el acceso de las diferencias más allá de una simple admisibilidad a los sistemas de elección y representación política o de su cooptación a través de añejos mecanismos clientelistas. La complejidad de este reto ha plagado, tanto de optimismos como de escepticismos, la autenticidad de una ciudadanía abierta a las dimensiones de lo étnico.

V La cuestión de género también entró con fuerza, desde décadas atrás, en la discusión sobre el estatuto de la ciudadanía, siendo considerada otra de las dimensiones permanentemente sacrificadas por el pensamiento político, histórico y sociológico en Occidente (Lister 1997 y 2001; para el caso colombiano una síntesis sobre los estudios de género, incluyendo el ámbito de la política, se encuentra en Meertens 1998). Los estudios en política, primero desde la crítica feminista y posteriormente desde la perspectiva de género, se han involucrado con una revisión a las diferentes determinantes asumidas en los enfoques analíticos sobre ciudadanía: desde aquellas definidas por la naturaleza de los regímenes políticos, pasando por las impuestas desde las estructuras de clases sociales, hasta aquellas asociadas con la etnicidad y la diversidad cultural. De hecho, la invisibilidad y la tangencialidad de lo femenino en cada uno de estos enfoques, la denegación histórica de las dimensiones de género en los ideales democráticos, los mecanismos de masculinización de los espacios políticos en diferentes latitudes y la reivindicación del papel activo de las mujeres en la invención de lo público, han conducido a algunas autoras a proponer, desde estos estudios, una “regenerización de la ciudadanía” (Lister 2001). A los debates sobre la relación ciudadanía y género se ha desplazado una problemática que ha sido característica en otros estudios que, desde esta perspectiva, se han emprendido para diferentes realidades, campos o esferas de la vida social: la tensión entre igualdad y diferencia. Si bien algunas tendencias, cercanas a la crítica feminista, han planteado las reivindicaciones de género como parte de un proyecto por la igualdad, las tendencias que se han desarrollado en las últimas décadas han insistido que se trata, más allá, de una lucha por la existencia legítima de las diferencias. Esta problemática se ha mostrado particularmente relevante al momento de abordar la naturaleza de los espacios políticos y el estatuto de las figuras que organizan la vida pública, como ésta de lo ciudadano (Jelín 1998). Desde cualquiera de las dos referencias, igualdad o

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INTRODUCCIÓN

diferencia, se han puesto en entredicho las nociones hegemónicamente constituidas sobre la ciudadanía. Desde el discurso de la igualdad, las reivindicaciones de género entraron a participar en todas aquellas corrientes críticas que señalaron el juego permanente de estratificaciones e inequidades que subyacían a la aparente universalidad de lo ciudadano, posibilitadas por la acción sutil y continuada de instancias como la familia, las instituciones educativas, los sistemas socio-productivos, etc. y que, de una u otra forma, se hacían manifiestas en los espacios políticos. La “estratificación desde lo femenino” se constituyó en una de las apuestas más representativas para estas instancias, convirtiendo a las relaciones de género en principio natural de todas las estratificaciones sociales. La educación, entre todos los campos rectores de la vida social, se instituyó en uno de los objetos más controvertidos, precisamente por esa capacidad de naturalizar las asimetrías sociales, inaugurándolas arbitrariamente en una distinción verticalizante de los roles masculinos y femeninos (García de León 1993; Bonal 1998; Bourdieu 1999b). Por esto mismo, la educación ha sido asumida con un frente decisivo para la transformación de los discursos hegemónicos sobre las relaciones de género, bastión definitivo para promover una auténtica ciudadanía social para las mujeres que permita, de manera flexible, abrir políticas de equidad y de admisibilidad de las diferencias (Riquelme 1996; Jelín 1998; Burmester 1998; Stromquist 1998). Las críticas a las dinámicas “masculinizadoras” afianzadas por todo el espacio social desde la familia, han advertido que esa incorporación de unos “sentidos de género” ha tenido como efectos profundos no sólo la interiorización de una serie de actitudes de las mujeres para con las decisiones políticas sino que, al mismo tiempo, se ha encargado de proveerles unas formas de percibir y de ser percibidas en el medio público. Productos concretos de estos efectos han sido la paradójica privatización de la vida política femenina, la claudicación de las aspiraciones de las mujeres frente a los escenarios públicos y la imposición de unos esquemas de legitimación afianzados exclusivamente en categorías masculinas; en este panorama, democracia y ciudadanía han quedado reducidas a nociones androcéntricas (Stromquist 2001). En conjunto, estos efectos han conducido a crear una mirada estereotipada sobre las actitudes de las mujeres en los espacios políticos, como se ha puesto de manifiesto, por ejemplo, en estudios dirigidos a aspectos como el comportamiento electoral (Claibourn y Sapiro 2001). Las luchas por la reivindicación femenina han conducido a que, aún en medio de los Estados democráticos occidentales amparados sobre las más poderosas políticas de bienestar, se hayan propiciado extensos balances sobre la relación política y género, que han generado a su vez un amplio espectro de estudios sobre las condiciones de realización social de la ciudadanía para las mujeres. Estos estudios se han involucrado con ámbitos variados, que incluyen desde la

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vigencia y la aplicabilidad de las legislaciones sobre derechos sociales de las mujeres hasta la eficacia localizada de las medidas decididas para preservar la equidad social, cultural y de género (para el caso de Canadá un seguimiento a la eficacia de estas políticas se encuentra en Boyd y McDaniel 1996. Una comparación de los derechos sociales de las mujeres y su realización concreta en el universo público de tres tradiciones diferentes –la ciudadanía republicana francesa, la ciudadanía liberal inglesa y la ciudadanía social danesa– se encuentra en el estudio de Siim 2000). Si los discursos sobre la igualdad de género les han propiciado no pocas contrariedades a las concepciones dominantes sobre la ciudadanía, que se dirigen habitualmente a los problemas de la estratificación social, los discursos sobre la legitimidad de las diferencias les han impreso auténticos conflictos que profundizan las repercusiones de las estructuraciones culturales. Así, estos discursos enfatizan en el ejercicio de dominación que procede a través de la subordinación (cultural) de lo femenino (Martos 2001; Bourdieu 1999b). En el plano de la política, estos discursos han sido remitidos tanto a las formas de participación de las mujeres en las representaciones históricas sobre la nación y la nacionalidad en Occidente, –referentes de origen de lo ciudadano– como a su papel en todas aquellas culturas no occidentales propias de los países que ingresaron tardíamente a la órbita de los sistemas políticos modernos, en la mayoría de los casos con guerras intestinas de por medio. En estos países, la promulgación de unas constituciones democráticas y el surgimiento de unos nuevos órdenes políticos tras la independencia de las antiguas metrópolis, estuvieron acompañados de la preservación de tradiciones culturales ancestrales en las cuales la mujer estaba de por sí sometida a una condición subordinada o subalterna. Esta situación fue llevada a extremos críticos precisamente por el tipo de relaciones sociales que entraron en juego con los nuevos órdenes –el individualismo economico, por ejemplo, reforzó el aislamiento doméstico de las mujeres–, lo que ha puesto de presente que, en medio de los procesos de transformación de unas sociedades tradicionales a unas modernas, involucrados con la reorganización de una vida pública anclada a lo ciudadano, no se generaron necesariamente cambios significativos en la condición femenina. La promesa emancipativa, inherente a lo ciudadano, se diluyó por la persistencia de unas formas de la cultura tanto más reforzadas por las condiciones de surgimiento de los nuevos Estados (Hollos 1992; Kurien 1992). Otras situaciones de cambio, igualmente plagadas de aspectos críticos para la condición femenina, han sido producidas por las transformaciones políticas y económicas que acompañaron las últimas dos décadas del siglo XX, enmarcadas por el declive del socialismo soviético, las aperturas democráticas postcomunistas, la irrupción o agudización de guerras nacionales y la inmigración masiva hacia países de Europa, los Estados Unidos y Canadá por parte de

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INTRODUCCIÓN

desplazados y refugiados. Algunas de estas transformaciones, como aquellas relacionadas con la transición de unos estilos de vida propios de la vigencia de los Estados socialistas hacia unos definidos por la economía de mercado capitalista, han implicado cambios drásticos en los roles de las mujeres y en sus formas de percibir el mundo público, como se ha puesto en evidencia con antiguas nacionales de la desaparecida Alemania del Este (Rueschemeyer 1992). Para el caso de las inmigrantes la situación ha sido igualmente crítica, como lo ilustran muchas mujeres musulmanas que, residentes en países como Francia, soportan el peso de sus tradiciones, entre ellas la recurrencia del silencio y la censura, en medio del aparente clamor libertario y participativo de las democracias occidentales (Boyce 1998). Aún en regímenes duraderos, como el cubano, las transformaciones de las últimas décadas han implicado a su vez cambios en las formas de participación de la mujer en la vida pública y en la política, relacionados con una progresiva independencia económica e intelectual que, sin embargo, no ha sido ajena a los efectos de la disolución del bloque socialista (Díaz y Caram 1996). Por otra parte, diferentes estudios han evidenciado que la subordinación (culturalmente estructural) de la condición femenina en diversos contextos nacionales no sólo ha impedido auténticos desarrollos democráticos en viejos regímenes autoritarios sino que, de la misma manera, ha permitido que por medio de los buenos oficios de la democracia se puedan rediseñar formas precarias de organización de la política y de la vida pública, altamente opresivas y corruptas, como aquellas que se definen a través de toda suerte de imágenes y representaciones machistas (autoritarismo, verticalismo, etc.), por demás tan propias para los discursos populistas en medio de panoramas críticos, como bien lo han recordado algunos autores a propósito de fenómenos como el de Abdalá Bucaram en el Ecuador (Andrade 1999; Goetschel 1999). Sin lugar a dudas, ese tipo de imágenes y representaciones sociales, en tránsito a través de unos agenciamientos de la cultura, han sido mecanismos eficientes para naturalizar la subordinación femenina y ponerla a disposición de los nuevos órdenes políticos. En efecto, algunos estudios han mostrado que aquella representación recurrente de la Nación como una entidad femenina y del Estado como una entidad masculina ha logrado mantener unas formas de existencia tradicionales para la mujer, alejándola de las esferas decisivas de la política y manteniéndolo en las esferas “sentimentales” de la cultura y lo civil; mientras tanto, la ley moderna, fruto del Estado y garante de su soberanía, se presenta por artificio de estos agenciamientos culturales como realización natural de lo masculino. Precisamente el control de las mujeres, por medio de la “tradicionalización” de lo femenino, ha operado como una estrategia fundamental para la preservación de la monarquía en países como Arabia Saudita (Doumato 1992; Suad 2002). (Unas variantes específicas de esta representación de la Nación y el Estado, que encarnan profundas resistencias contra la cultura dominante y

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DIMENSIONES CRÍTICAS DE LO CIUDADANO

sus valores, incluido el Estado, se perciben en el culto a Xangó en Brasil y a María Lionza en Venezuela. Cfr. Segato 1993; Taussig 1993). Un fenómeno relativamente reciente, que ha implicado una reivindicación concreta de la mujer como sujeto histórico para la política, ha sido el surgimiento, la construcción y la consolidación de diferentes movimientos sociales de base. En este fenómeno, que tiene entre sus especificidades la ruptura con las formas tradicionales de organización política, la construcción de nuevas solidaridades mediadas poderosamente por la cultura, la apertura a nuevas instancias mediáticas nacionales e internacionales y la elaboración de agendas y programas que priorizan los más diversos temas (desde formas de producción alternativa, pasando por problemas de derechos humanos y cuestiones de medio ambiente, hasta planes de recuperación de la memoria histórica), las mujeres han entrado un ocupar un papel protagónico, decidido en la reinvención de la agotada vida pública de diferentes contextos y regiones continentales (cfr. Cortina 1992; Van Dijk 1992; Escobar 1999; Van Dam 1999). Estos movimientos sociales se han constituido en escenarios propositivos para que en campos como la política, la educación, la economía y el arte, entre otros, se movilicen nuevos recursos dirigidos a comprender las múltiples diferencias que trizan el espacio social, en particular en regiones como América Latina.

VI Así, las dimensiones étnicas y de género entraron a confrontar una figura que, como la ciudadanía, soportaba de por sí las contradicciones inherentes a unas historias que la habían vinculado con los discursos de las naciones y los nacionalismos y a unas dinámicas que la habían sometido a las condiciones propias de las estructuras de clases sociales. Panorama altamente complejo que, por un lado, condujo a cuestionar las formas convencionales de asumir lo ciudadano, habitualmente ancladas a la racionalidad exclusiva de la instrumentalización política; pero, por otro lado, panorama que vigorizó a la noción misma, invistiéndola como un mecanismo privilegiado para proponer, promover y robustecer diálogos al interior de unos universos sociales caracterizados por la visibilidad de diferentes reivindicaciones sobre la heterogeneidad y la diversidad. En medio de esta fractura y recomposición de lo ciudadano estarán los efectos de los discursos que surgieron con la crisis del pensamiento moderno, desde aquellos de la historia, la sociología y la antropología, interesados en discernir las implicaciones profundas de las relaciones sociedad, cultura y poder (cfr. Bourdieu 1977, 1991, 1995 y 1999; Foucault 1993) hasta aquellos que, desde la filosofía política, movilizaron nuevas reflexiones en el plano de la moral, la ética y lo público (cfr. Habermas 1981 y 1987; Walzer 1989 y 1990; Van Gunsteren 1989; Taylor 1995; Camps 1996; Cortina 1997).

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INTRODUCCIÓN

Una consecuencia de estos discursos ha sido la actualización de las preguntas sobre las condiciones para la realización social de la ciudadanía. Estas preguntas no pueden ser atendidas exclusivamente, en las actuales circunstancias, con la reproducción de las virtudes de los héroes ancestrales, con el cumplimiento de un conjunto de reglas minuciosamente formalizadas, con la devoción por la participación electoral o con la simple afiliación a un partido político (se trata, si se quiere, de indagar aquello que ha sido definido como los derechos de tercera generación). Por demás, estas preguntas, que se remiten a las propias cotidianidades de lo ciudadano, es decir, a las formas como se hacen manifiestas las estructuraciones políticas democráticas en el conjunto de campos sociales y horizontes constituyentes de la vida pública, no sólo se han dirigido a todos aquellos países históricamente envueltos en ambientes políticos precarios sino, de la misma manera, tanto a los países que luego de décadas de comunismo ingresaron a los nuevos órdenes democráticos, como al propio desenvolvimiento de las democracias históricas de Occidente, donde la figura de lo ciudadanía se ha percibido progresivamente agotada (Dryzek y Holmes 2001; Abraham 2002). Estas preguntas han puesto en evidencia que aquello de la crisis de lo ciudadano está relacionado con la presencia, cada vez más densa, de multiplicidad de referentes al interior de la figura de la ciudadanía, que desbordan con creces a la simple identificación que por vías de la formalidad legal y jurídica le concedía la pertenencia a los individuos dentro un Estado. Esta identificación y pertenencia prescritas en la formalidad estuvieron sustentadas en unas representaciones idealizadas de los valores universales de la democracia, susceptibles de desactivar, en apariencia con tan buenos oficios, cualquier plano de diferencias o disidencias; por esto no es extraño señalar que, a la eficiencia de la formalidad legal y jurídica, no le faltó el acompañamiento, soterrado o no, de unos discursos hegemónicos identitarios, definitivamente excluyentes, de manera habitual soportados en los dispositivos y mecanismos culturales de los totalitarismos nacionalistas. Las nuevas ciudadanías, por su parte, están atravesadas por diferentes sistemas de pertenencia y diversas identidades, que ponen en medio de las relaciones entre el Estado y los individuos una gama amplia de tradiciones, orígenes y trayectorias reivindicadas como legítimas (en un inventario cada más extenso, donde en este momento ya se habla de la particularidad de la ciudadanía desde la infancia, desde los grupos homosexuales, desde las minorías religiosas, etc.); es decir, estas nuevas ciudadanías han implicado la puesta en marcha de una necesaria reinvención de los sujetos sociales para la política. Pero la crisis va más allá: se trata no sólo de que la figura de la ciudadanía se haya tornado cada vez más densa y heterogénea sino que, de la misma manera, todo esto ha conducido a que los espacios políticos y los universos públicos se enfrenten a una complejidad inédita, donde deben preservar la fuerza de las particularidades en medio de la convicción sobre la indispensable construcción de lo colectivo.

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Estos son los retos que se ponen en frente de todos los proyectos dirigidos a promover nuevas ciudadanías, llámense culturales, diferenciadas o alternativas. Se trata de preservar legítimamente el poder de la diversidad en el conjunto de campos constituyentes de la vida social y afianzarlo en la construcción y representación del mundo público, todo esto sin desconocer los efectos de unas trayectorias históricas que han definido a unos Estados Nacionales ni tampoco aquellos efectos desestabilizadores que proceden de la contradicción permanente de las estructuras de clases sociales. La magnitud de tales retos ha planteado, en medio de la erosión de otros recursos colectivizantes, la vigencia de la ciudadanía como mecanismo privilegiado para la articulación de la vida social; no obstante, al mismo tiempo, ha convocado un extenso debate sobre las formas para reintroducirla con vigor, más aún cuando en medio están todas las cuestiones relacionadas con la globalización y la planetarización. Esta doble condición de lo ciudadano, como pervivencia de una modernidad movilizada por la política y como estrategia para una modernidad decidida en la cultura, es pertinente para el análisis y la reflexión de contextos como los de América Latina, con espacios políticos pobres y frágiles, con el peso de fuertes tradiciones históricas, con escenarios multiculturales y pluriétnicos, con agudas contradicciones y conflictos sociales. En estos contextos, la ciudadanía ha sido confrontada por otros referentes identitarios (étnicos, regionalistas, corporativos, etc.), ha sido desactivada de sus implicaciones profundas (ciudadanos sin derechos, estados de sitios, etc.) o, simplemente, ha sido marginada por otros discursos que, como el religioso, hasta hoy, sigue transformando la vida política en diferentes países y ciudades, como lo han puesto en evidencia los nuevos movimientos religiosos que en las últimas décadas han reinventado nuevas formas de “existencia pública”: organizaciones y comportamientos políticos que, aprehendidos a los valores del corpus eclesial, son manifestaciones patentes de la propia erosión de lo público que ha sido consecuencia de nuestras crisis políticas (Bastian 1997:153). América Latina, sumida por décadas en las tinieblas de infames dictaduras, encontró en los años ochenta del siglo XX el camino para la restauración de la democracia. Este proceso, marcado por euforias colectivas, reivindicó el valor de una ciudadanía que para ese momento se consideraba rebautizada y significada en función de los derechos y las libertades individuales que se suponían recuperados, de mano, con el retorno de los regímenes democráticos. Este retorno a la democracia, en diferentes países, sembró en la década siguiente una nueva imagen de lo ciudadano afianzada en la expresión política, considerada como manifestación excelsa de los restablecidos órdenes políticos: los partidos políticos tradicionales se fragmentaron y atomizaron y aparecieron infinidad de movimientos, de las más diversas naturalezas, en los diferentes países. No obstante, paralelamente, el continente entraba en una espiral económica crítica, marcada por el aumento de la pobreza, la delincuencia, la violencia, etc. La nueva

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INTRODUCCIÓN

ciudadanía, opulenta en beneficios políticos y en reivindicaciones culturales, pronto se vio asediada por la crisis material determinada por los movimientos de una economía internacional. La ciudadanía, feudo semejante a una tierra prometida, permaneció como noción para la subalternidad, ayer de viejas estructuras políticas casi coloniales, hoy de unas estructuras económicas más complejas (Moreiras 1998; Rodríguez 1998; Bourdieu 2000).

2.

LO CIUDADANO EN COLOMBIA: UNA APROXIMACIÓN PRELIMINAR

El estado actual de la sociedad colombiana puede considerarse como el producto de una crisis general en la constitución de la ciudadanía. Una crisis que, tal como se muestra cotidianamente, pone de manifiesto los quiebres al interior de ese complejo de articulaciones históricamente implicado en la constitución de lo ciudadano, complejo que pasa necesariamente por el estado de los campos sociales (la política, la educación, la economía, el arte, etc.). Tales quiebres han supuesto la preminencia de actitudes segmentaristas y de sentimientos particularistas a costa de un sentido de pertenencia trascendente y de un compromiso hacia lo público. Pareciera que, a diferencia, por ejemplo, de algunas experiencias de desarrollo del capitalismo, no existiese un ethos que articulara en lo ciudadano la racionalidad política, la racionalidad científico-educativa y la racionalidad económica (como puede tomarse, por ejemplo, el papel de la ética protestante en el desarrollo del capitalismo tal cual lo expresa Weber, 1998; cfr. Merton 1995a). Por el contrario, pareciera una sociedad afianzada sobre racionalizaciones coexistentes y en pugna. En nuestro país, esta disfunción de racionalizaciones coexistentes, se acentúa con una forma tradicional de pensar lo público, como es el clientelismo (dinámica qua erosiona las reglas constitutivas de los campos sociales, que trastoca las relaciones entre los diferentes campos y que, reduciendo la vitalidad de lo público, atomiza el campo social). Descomponiendo y agotando las relaciones de fuerza propias de las lógicas constitutivas de los diferentes campos sociales y del campo social en conjunto, la fuerza del segmentarismo fragmentante y del particularismo fracturante ha dado paso al ejercicio de relaciones de fuerza directa que se instauran, ya no sobre los principios de la violencia simbólica propios de estar en el juego de los campos, sino sobre los principios de la violencia física que, en algunos casos, pretenden la reinvención definitiva del juego. Las guerrillas más antiguas del hemisferio que hasta hace pocos años perseveraron en las regiones más inhóspitas del país, narcotraficantes dispuestos permanentemente a matar y morir mientras permanecen en fuga, jóvenes sicarios en vilo perpetuo frente a la muerte en humildes barriadas, todas las formas factibles

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de delincuencia común y organizada, son manifestaciones de agentes expropiados de los tiempos y espacios del campo social, desarraigados –por voluntad o por necesidad, cuando no siempre se encuentran una con otra–, que señalan la no pertenencia al mundo social por ausencia de la fuerza simbólica legítima de lo público (a los cuales se suman el cada vez más creciente número de desplazados, desempleados y, en general, de la población marginada, excluidos de la experiencia del tiempo y el espacio como si este fuera un destino natural); mientras tanto, contradictoriamente, escenarios como la política y la economía permanecen atados a viejas dinastías familiares que tienden a tornarse vitalicias en los espacios consuetudinarios de lo público (sobre esta exclusión naturalizada a propósito del tiempo/espacio social véase Bourdieu 1999a). La reducción progresiva de los campos sociales ha degenerado, así, en la proliferación de campos de guerra, a la vez fragmentados y entrecruzados (Sánchez 1987), que reafirman la coexistencia entre “orden y violencia” como un rasgo característico de la sociedad colombiana. A los ojos de Pécaut (1987), en esta coexistencia entre orden y violencia interviene un factor de importancia: ante la fragmentación que ha caracterizado el mundo de lo social en Colombia, el Estado se ha erigido como principio de unidad que, no obstante, ha terminado siendo afectado por la propia fragmentación, sometido a la presión de distintos grupos de poder, con pretensiones de conseguir su posesión por partes. De esta manera el Estado, lejos de presentarse como un campo de luchas por el monopolio de la violencia legítima simbólicamente arbitrada, se ha presentado como el instrumento concreto de la violencia directa de unos grupos sobre otros1 . En este contexto, las luchas simbólicas propias de cada campo dentro del Estado se ha reducido a la expansión acelerada de luchas concretas, armadas, manifestación de ese armamentismo que permea todos nuestros desarrollos societales en la modernidad. Por ello, la fragmentación ha propiciado que lo social a menudo erija a la violencia como principio de relación e inteligibilización. Ella se convierte así en el medio para dirimir los conflictos sociales. De esta manera, el proceso histórico de acceso a la modernidad ha ofrecido resultados inacabados en materia de integración social y, al mismo tiempo, desconexiones y fracturas netas entre el orden político y el universo social (González 1991). Dichas fracturas se traducen, en la actualidad, en un divorcio cada vez más visible entre el mundo de la representación política y el del conflicto social. La representación política no gobierna al mundo del conflicto social, se

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Esta caracterización del Estado es recurrente para la aproximación del mundo social a través de la noción de campo. Bourdieu señala al respecto: «...el Estado... [puede definirse] como un conjunto de campos de fuerzas en donde se llevan a cabo luchas cuyo objetivo sería (...) el monopolio de la violencia simbólica legítima: es decir, el poder de constituir e imponer como universal y universalmente aplicable en el marco de una nación, esto es, dentro de los límite fronterizos de un país, un conjunto de normas coercitivas» (Bourdieu et al. 1995a:74).

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INTRODUCCIÓN

gobierna a sí misma, con lo cual pierde sentido la constitución de una esfera política en la sociedad. Sin gobernar el conflicto y sometida a pérdidas de sentido, la política es gobernada por los intereses particularistas y por las lógicas privadas, fragmentándose ella misma, lo que se evidencia en la multiplicación de clientelas que caracteriza a la representación política. Esta clientelización y la corrupción estatal van a representar el proceso de apropiación privada de la esfera pública, lo cual no es más que la manifestación de la debilidad simbólica del Estado para organizar a la sociedad y de la incapacidad reguladora de las instituciones por la misma pérdida de la autonomía relativa de los campos. La apropiación privada del Estado y la fragmentación clientelar de la representación política implican, de hecho, la precariedad simbólica e instrumental del Estado. Precariedad que al mismo tiempo constituye una limitación evidente para la formación y difusión de la ciudadanía. Esta última sólo se puede extender en la población a partir del principio de realidad que le impongan las garantías que ofrece el Estado y que, en nuestro caso, tienden a ser coyunturales y, habitualmente, débiles. Según lo observa Giddens (1981), si la capacidad de control y de regulación por parte del Estado ha constituido un factor de importancia para la formación de ciudadanía, las debilidades que en este campo muestra el Estado colombiano dejan por fuera de aquella a muchos sectores de la población. El propio Giddens, bajo otro ángulo, hace notar que los derechos, base fundamental de la ciudadanía, han sido conquistados por medio de luchas sociales que implican procesos de integración en el ámbito de lo colectivo. Esta observación, que pretende ser una crítica a Marshall, se inscribe sin embargo en la misma lógica que presenta el análisis de este último, a saber: los derechos que fundamentan la ciudadanía hacen parte de las reivindicaciones sociales y políticas que han atravesado la formación del Estado moderno, sólo que Giddens enfatiza en la lucha como factor decisivo de estas consecuciones. En todo caso, lo que parece estar fuera de duda es que la ciudadanía moderna ha dependido de las reivindicaciones permanentes del movimiento social, que se inscriben en sistemas referenciales concretos que subyacen a la dimensión simbólica de lo ciudadano. Aunque estas reivindicaciones, atravesadas por movilizaciones y concesiones de parte del Estado, incluyen los derechos civiles y políticos, es evidente que su énfasis está puesto en la dimensión social de la ciudadanía, es decir, en los derechos de tercera generación, si cabe la expresión. En este tópico, la sociedad colombiana presenta fenómenos y conductas históricas que, desde su génesis en el siglo XIX, hacen aún más problemática la adopción de la ciudadanía social. Las elites de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera mitad del XX reprodujeron el discurso que entendía los procesos sociales bajo la dicotomía de “civilización o barbarie” (Pecaut 1987); esto siempre implicó un sentido de discriminación social contra lo nativo y mestizo y una expectativa civilizadora

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con referencia en Europa y en los valores representados por la tradición occidental. Con todo, a partir de 1930, el Estado buscó erigirse autónomamente en centro de unidad social y, a la vez, autolegitimarse mediante una política de protección social. El proyecto de la “Revolución en marcha” de López Pumarejo pretendió inscribir al Estado en esa corriente de modernización y ordenación del mundo social. Sin embargo, a juicio de la mayoría de los observadores, este nuevo tratamiento al movimiento social se truncó muy pronto. Desde entonces las élites económicas y políticas han mantenido una conducta ambivalente que oscila entre el reconocimiento de la lucha social y su “criminalización”, de donde surge otro factor que limita a la ciudadanía social. Con solo observar el bajo índice de sindicalización y de cobertura de la seguridad social, entre muchas otras variables, se entenderá la verdad empírica de este aserto. Existe otro aspecto en el que las relaciones entre el Estado y la sociedad civil resultan significativas para la formación y difusión de la ciudadanía. Es el de la educación. Ella misma es un derecho, cuyo contenido va implicado en la difusión de ciudadanía. Pero es a la vez el instrumento para la formación de los valores y de las normas, que resultan indispensables para la consolidación de virtudes cívicas, la otra cara de la ciudadanía. La educación es entonces un derecho y a la vez fabricante de las virtudes que hacen del ciudadano un tributario también de deberes. En Colombia la ausencia de una educación pública, laica y obligatoria no permitió el papel de homogeneización y de universalización ciudadana que tuvo lugar en otros países. Por su parte, la educación privada y religiosa pudo conducir a la reproducción de unas diferencias sociales que simplemente han dificultado la extensión de la ciudadanía social. A propósito de la educación, no pocos autores cifran sus esperanzas en ella para la reproducción ampliada de la ciudadanía frente a los retos que impone la sociedad contemporánea. Es la reactualización del viejo ideal, primero de la Ilustración y luego del Utilitarismo. Por demás, a la influencia de este último entre algunos círculos de las elites durante el siglo pasado, se debió el plan que estableció una serie de liceos y colegios, los cuales contribuyeron parcialmente a modernizar y democratizar la sociedad colombiana (el Gimnasio Moderno, por ejemplo, fue una apuesta en este sentido en los albores de nuestro siglo XX). No obstante, también en este campo de la educación, todo parece llevar a la conclusión de que se ha tratado de procesos inacabados, incompletos y fragmentados. Consolidar tales procesos en el campo de la educación parece ser aún el reto para el Estado y la sociedad. En ello estaría implicada una buena parte de un proceso más acabado de modernidad; lo cual coincide, curiosamente, con el interés internacional por la educación para responder tanto a las necesidades de la globalización como a las tensiones del multiculturalismo, retos a los cuales

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tampoco estaría ajena Colombia (Tedesco, 1995; Serna, 2001). Estas últimas necesidades podrían estar exigiendo redefiniciones de la ciudadanía social, lo cual a los ojos de autores como Amy Gutmann (1987) o Don Rowe (1993, 1997, 1999 y 2000) recibiría respuestas muy satisfactorias de una educación modernizada, redefinida ella misma en términos de contenidos más críticos, solidarios, civilistas y democráticos. Otros, sin embargo, encuentran las respuestas a una nueva ciudadanía en la democracia participativa (Oldfield 1990) o en el surgimiento de organizaciones autónomas y solidarias de la sociedad civil (Walzer 1989 y 1990). Mientras las apuestas se remiten a las posibilidades de reivindicar las conquistas de las luchas sociales y a reemprender una comprensión de las mismas para pensar lo ciudadano, el escenario de la economía se ha aparecido como un campo crítico que, precisamente, confronta la naturaleza social del Estado que debe propiciar esta reivindicación y recomprensión de las luchas sociales como constituyentes vitales de lo ciudadano. La imposibilidad de construir un modelo económico social dispuesto a cerrar las brechas sociales, históricas en países como Colombia, así como la imposición de modelos agenciados a la fuerza a través de organismos multinacionales, han conducido a una irracionalización social de lo económico como componente vital de lo ciudadano. Los agentes sociales, apresados cotidianamente en las estructuras laberínticas de la economía, a pesar de ello sólo la sufren y terminan, con el apoyo de los gobiernos de turno, asumiéndola como una razón predestinada y natural, en medio de las abstracciones que organizan el pensamiento económico mundial (Bourdieu 2000). De una u otra manera, el repensar la ciudadanía social implica, necesariamente, la apertura a formas públicas de pensar el orden económico más allá de los economicismos que gobiernan la realidad concreta desde las zonas invisibles del capitalismo tardío. En síntesis, una aproximación preliminar nos presenta un campo social extensa e intensamente fracturado, donde la fuerza de determinadas trayectorias históricas marcadas por la precariedad de las relaciones sociales con lo público ha sido definitiva, trayectorias que por demás tienden a actualizarse permanentemente con la reproducción del escenario público colombiano a pesar del surgimiento, en los últimos años, de nuevas fuerzas políticas que tienden a ser muy circunscritas y que, en no pocas ocasiones, han tenido que pactar con las formas vigentes del clientelismo estructural de la sociedad colombiana. Estas dinámicas mantienen el estatuto crítico de la ciudadanía colombiana.

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3.

ALGUNAS HIPÓTESIS

Teniendo en cuenta el panorama antecedente, el macroproyecto de investigación se ha remitido a indagar cómo se ha construido en nuestro país la noción de lo ciudadano, a propósito de la eficacia estructural y cotidiana en el campo social de los discursos constituyentes de tres campos específicos: 1) el campo político (CP); 2) el campo educativo (CEd) y; 3) el campo económico (CEc), así como de sus relaciones y efectos con otros campos. Se asume como una primera construcción hipotética del proyecto que, en la modernidad, el carácter, la vigencia y el vigor de lo ciudadano, dentro de un contexto social determinado, se pueden analizar en función de las formas ideales que supone cada uno de estos campos desde su disposición en el Estado que, a través del arbitraje de éstos, define las condiciones de posibilidad del campo social asumido, en su realización pública, como ciudadanía (Hipótesis I). A grandes rasgos podemos definir esas formas ideales en los siguientes términos: 1) El campo político, como espacio de las definiciones y decisiones para el bien general de una comunidad en particular, para cuyo análisis privilegiamos fundamentalmente las formas de construcción de las nociones de representación y participación (siendo el campo matriz de la idea de democracia). 2) El campo educativo, como espacio de la socialización general para una comunidad en particular, para cuyo análisis privilegiamos fundamentalmente las formas de construcción de las nociones de instrucción y de formación (siendo el campo matriz de la idea de equitatividad). 3) El campo de la economía, como espacio de la producción, la circulación y el consumo de bienes y servicios en general de una comunidad en particular, para cuyo análisis privilegiamos fundamentalmente las formas de construcción de las nociones de propiedad y trabajo (siendo el campo matriz de la idea de distributividad). Las ideas de democracia, equitatividad y distributividad, realizadas eficientemente en el campo social desde la racionalidad que le impondría cada uno de estos campos específicos arbitrados por el Estado, muchas veces como reivindicaciones de movimientos sociales concretos, sentarían las bases para una auténtica ciudadanía social. No obstante, la segunda construcción hipotética del proyecto señala que, para que estas formas ideales puedan instituirse y realizarse eficientemente en el campo social imponiendo, a través de la violencia simbólica, la arbitrariedad cultural2 que hace legítima una noción de lo ciudadano definida por el Estado, se 2

Estos dos conceptos, arbitrariedad cultural y violencia simbólica, son centrales en la teoría de la diferenciación y la distinción de Bourdieu y proceden inicialmente del análisis del sistema de enseñanza que realizara con Jean-Claude Passeron en los años setenta. La violencia simbólica se define como “...todo poder que logra imponer significaciones e imponerlas como legítimas disimulando las relaciones de fuerza en que se funda su propia fuerza...» (Bourdieu et al. 1995:44), desde la cual se realiza la arbitrariedad cultural, es decir, aquella «...imposición [que] no aparece nunca en su completa verdad (...)” (Bourdieu et al. 1995:52), en tanto es efecto de la propia fuerza simbólica que dilucida unas formas legítimas para esa verdad que, siendo simbólicamente impuesta, se naturaliza como única y verdadera.

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requiere un desarrollo autónomo, pero homólogamente proporcional, entre estos diferentes campos3 (Hipótesis II). Ahora, si ampliamos estos campos referenciales –política, educación y economía– para intentar profundizar históricamente más allá de la modernidad (por ejemplo, refiriéndonos a estructuras de dominación y subordinación, estructuras de inculcación y formación y estructuras de acumulación y subsistencia), se puede afirmar que, el estatuto de existencia de un individuo dentro de un orden sociopolítico determinado, está definido por la naturaleza de estas estructuras y del posicionamiento del individuo, como agente incorporado4 , en ellas. Como lo señala el proyecto, a manera de una tercera construcción hipotética, la ciudadanía moderna sería el estatuto más próximo en vindicar, vía la racionalidad de estas estructuras como campos “discretos”, a todos los individuos, igualmente en su condición racional y estratégica, como agentes sustantivos de todas y cada una de estas estructuras (Hipótesis III). De hecho, la modernidad ha sido caracterizada precisamente por instituirse como el tiempo histórico de autonomización relativa de cada uno de estos campos que, orientados por sus condiciones intrínsecas racionalmente definidas y con la presencia inminente del Estado, han garantizado finalmente la realización de todos los individuos como ciudadanos sociales en el mundo público. En este sentido, la ciudadanía social, en tanto realizada en lo público, sería partícipe, igualmente, de aquella condición de mundanidad a la que alude Hannah Arendt cuando señala: “Sólo donde las cosas pueden verse por muchos en una variedad de aspectos y sin cambiar su identidad, de manera que quienes se agrupan a su alrededor sepan que ven lo mismo en total diversidad, sólo allí aparece auténtica y verdaderamente la realidad mundana” (Arendt 1993:66). No obstante, como se señaló en el aparte anterior, la precariedad de esta realización, las formas críticas en que ella se produjo o su irrealización misma, hacen parte del conjunto de cuestionamientos más amplios que se le han dirigido a la modernidad. En efecto, fenómenos como el totalitarismo y la corrupción en el campo de la política, la inequitatividad, el reproductivismo y el confesionalismo pedagógico en el campo educativo y el instrumentalismo y el consumismo en el campo económico, entre otros, han sido señalados como algunas de las

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Se apela a los conceptos de autonomía y homología para señalar que, las disposiciones y posiciones que se inscriben dentro de un campo en función de unos capitales específicos, producto de unas reglas constitutivas propias, tienen, por homología, cierta correspondencia (positiva o negativa) con aquellas que se inscriben en otros campos y, a través de todos estos campos, con el campo social en sí mismo. El agente incorporado, en este caso, es el individuo que es incorporado, sometido a un proceso donde se le inculca “...el sentido de las equivalencias entre el espacio físico y el espacio social y entre los desplazamientos (...) en esos dos espacios y, ...[con] ello, enraizar las estructuras más fundamentales de un grupo en las experiencias originarias del cuerpo...» (Bourdieu 1991:122). En este sentido, el efecto de incorporación trae consigo el de habitus, es decir, subjetividad socializada tal cual la define Bourdieu: «Hablar de habitus es plantear que lo individual, e incluso lo personal, lo subjetivo, es social, a saber, colectivo. El habitus es una subjetividad socializada” (Bourdieu et al. 1995a:87).

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trazas manifiestas en la modernidad. Precisamente, como una cuarta construcción hipotética del proyecto, se asume que, en tales trazas, se edificó una ciudadanía fragmentada, que imposibilitó al individuo y fetichizó la dinámica de estos campos al constreñir su racionalidad autónoma y, por efecto, al constreñir la realización social de lo ciudadano (Hipótesis IV).

UN ESQUEMA GENERAL DE PROPOSICIONES PARA LA ARTICULACIÓN ENTRE CAMPOS La fragmentación de la ciudadanía puede considerarse en dos sentidos, mutuamente influyentes (Para cuya síntesis resulta relevante la apelación a las formas ideales descritas antecedentemente). Así, en un primer sentido, esta ciudadanía fragmentada puede considerarse el producto de la dominancia de un campo sobre los restantes, al punto de definir las condiciones estructurales del campo social en conjunto. Por ejemplo, en un extremo, el exceso de campo político que, sobre la precariedad del campo educativo y el económico, terminó imponiendo a éstos sus condiciones de existencia (donde podría insinuarse de manera general al populismo de los años treinta); en otro extremo, el exceso de campo económico que, sobre la precariedad del campo político y el educativo, terminó igualmente imponiendo a éstos y al campo social sus condiciones de existencia (donde podría insinuarse de manera general al neoliberalismo de los años ochenta y noventa). En un segundo sentido, esta ciudadanía fragmentada puede considerarse el producto de la descompensación de las nociones legitimadas por cada campo (donde por demás no puede desconocerse el efecto del primer sentido, es decir, de la dominancia de uno de los campos). Por ejemplo, en un extremo, el exceso de las nociones de representación (CP)/instrucción (CEd)/propiedad (CEc) instituyó una ciudadanía pasiva, confesional y masificante (donde podría insinuarse a la democracia representativa moderna); en otro extremo, el exceso de las nociones de participación (CP)/formación (CEd)/trabajo (CEc) instituyó una ciudadanía activa, crítica y cooperativa pero, en gran medida, más dispersa, atomizante e individualizante (donde podría insinuarse a la democracia participativa contemporánea). Ahora, tanto en el primer como en el segundo sentido existen diversidad de variantes para comprender esta fragmentación de la ciudadanía (los ejemplos tratados aquí son sólo algunos extremos). Por ejemplo, en el primer sentido puede existir un exceso de campo político y económico simultáneamente o que las posiciones decisivas del campo político queden en manos de agentes del campo económico y viceversa. En el segundo sentido, puede existir una coexistencia entre nociones diversas y, aparentemente, contradictorias y críticas (por ejemplo, +representación +formación +propiedad, +participación +instrucción +trabajo, etc.), con sus efectos. En estas dinámicas que han conllevado a la fragmentación de la ciudadanía, en uno u otro sentido, ha sido definitiva la constitución del aparato burocrático del Estado que, como lo plantea Weber, tiene como uno de sus requisitos la formación profesional (Weber 1997:174-175), a través de la cual se posicionan los agentes específicos de cada campo.

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Se considera entonces que, de una u otra forma, por esta irrealización social, el individuo permaneció atrapado en espacios mágicos, esotéricos y fantasmales, enraizados aún en la propia figura del Estado Nación –que se percibe, por ejemplo, en la propaganda de la Alemania Nazi como en las imágenes del “sueño americano”, plagadas de una ciudadanía mística–. No será casual, por ello, que las críticas que se establecieron a la modernidad en los acontecimientos de los años sesenta se remitieran con intensidad a la política, a la educación y a la economía, particularmente como habían sido concebidas en el periodo de la posguerra5 . La ciudadanía moderna, considerada en la tradición como la evidencia suprema de la delegación del poder en el pueblo proclamado como soberano y legitimada por el propio carácter racional de su ejercicio contractual, se consideró en estos años críticos como un dispositivo dentro de una nueva economía del poder a través del Estado, desde el cual, con el ejercicio inminente de los saberes, emergieron nuevas estrategias de disciplinización y vigilancia exhaustiva (más cercana a la imagen hobbesiana que a la rousseauniana del Estado): “Las disciplinas reales y corporales han constituido el subsuelo de las libertades formales y jurídicas. El contrato podía bien ser imaginado como fundamento ideal del derecho y del poder político; el panoptismo constituía el procedimiento técnico, universalmente difundido, de la coerción. No han cesado de trabajar en profundidad las estructuras jurídicas de la sociedad para hacer funcionar los mecanismos efectivos del poder en oposición a los marcos formales que se había procurado. Las Luces, que han descubierto las libertades, inventaron también las disciplinas” (Foucault 1985:225). No obstante, las críticas no tuvieron un mismo cauce. Si bien algunas corrientes críticas se inscribieron en el propio carácter racional que sustentó a la modernidad para señalar la erosión de ésta como proyecto histórico, otras se inscribieron en la irrealización de esa racionalidad como un aspecto decisivo para señalar tal proyecto histórico como inconcluso. El conocimiento científico, en tanto realización sobre la cual se sustenta el orden racional de los campos, se instituyó como uno de los escenarios privilegiados de este combate que tendió a cerrarse obstinadamente. Berman dirá a propósito de esta polarización: “La modernidad es aceptada con un entusiasmo ciego y acrítico, o condenada con un distanciamiento y un desprecio neolímpico; en ambos casos es concebida como un

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En efecto, éste se constituyó en un periodo intenso de reflexión sobre la relación política, educación y economía, bastiones de la nueva ciudadanía tras la guerra. La ciudadanía auspiciada por los países occidentales en el clímax de la «Guerra Fría» estaría sustentada en: 1) Una libertad democrática, abanderada por el campo político; 2) Una educación que, como capital económico en sí mismo, garantizaría en su oferta masificada la equitatividad, toda vez que auspiciaría la movilidad social de todos los individuos y; 3) Una economía que, de espíritu keynesiano, auspiciaba al Estado como agente determinante para la regulación y para la acción pública de lo económico, tanto en lo político como en lo educativo (véase al respecto Bonal 1998:31 ss). El conocimiento científico y tecnológico, realización definitiva de los ideales democráticos tal cual lo señalara Merton desde los años cuarenta (Merton 1995a), estaría en la base de esta ciudadanía.

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monolito cerrado, incapaz de ser configurado o cambiado por los hombres modernos. Las visiones abiertas de la vida moderna han sido suplantadas por visiones cerradas; el esto y aquello por el esto o aquello” (Berman 1988:11). Sin embargo, la limitación impuesta a la racionalidad, reducida a su carácter instrumental, conllevó a la emergencia de nuevos referentes para reencaminar la reflexión sobre la modernidad y, en ella, sobre lo ciudadano. Los replanteamientos a nociones como las de cultura, historia, ética, estética, entre otras, se articularon como horizontes para ser tenidos en cuenta al momento de reemprender una comprensión más amplia de la realidad que desertara de las explicaciones unívocas que se habían extendido, no en favor de una razón universal, sino universalizante. Estas nociones ingresaron como variables sustantivas para la comprensión de los diferentes campos y del campo social en conjunto y, de una u otra forma, se han instituido como insumos para las dos corrientes críticas de la modernidad. La aparición de conceptos como los de cultura política, cultura escolar o consumidores culturales advierten, y esta constituye precisamente la quinta construcción hipotética del proyecto, el influjo de estos nuevos horizontes que, a su vez, señalan complejizaciones en las reglas constitutivas de cada campo, en sus capitales en juego y en los agentes que ahora entran en sus espacios (Hipótesis V). En Colombia, el análisis de la construcción social de la ciudadanía tiene particularidades, siendo relevante en ella la permanencia histórica del marginamiento, el conflicto y la violencia. De manera preliminar, y a grandes rasgos, podemos señalar para nuestro país: 1) Un campo político caracterizado históricamente por la precariedad y la debilidad del Estado, por la vigilancia de partidos políticos premodernos –cuya génesis se hunde en las propias estructuras semifeudales del país del siglo XIX, como la hacienda–, en cuyas reglas de formación han sido definitivos los conflictos y las guerras y donde la irrupción de nuevas alternativas, particularmente desde los años noventa, depende de agentes procedentes de campos diferentes al propio campo político. 2) Un campo educativo caracterizado históricamente por la concentración de diversidad de agentes con múltiples intereses ante la intermitencia, ineficacia y debilidad de las políticas de Estado, donde se han replegado tanto las estrategias de confesionalización como las de modernización del país y donde han tenido injerencia decisiva las orientaciones de campos diferentes al propio campo educativo. 3) Un campo económico caracterizado históricamente por la dependencia de extremos (por un lado de la producción local tradicional y, por otro, de las condiciones del sistema económico mundial) y donde la racionalización económica moderna ha sido inequitativa (sólo ha beneficiado a algunos sectores), desigual (de acuerdo a cada región) y tardía (no tuvo efectos contundentes en lo público sino hasta las primeras décadas del siglo XX y, en muchas regiones, como en las llamadas fronteras de colonización, hasta el advenimiento del fenómeno del narcotráfico, es decir, desde los años setenta y ochenta).

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INTRODUCCIÓN

La sexta construcción hipotética del presente proyecto y, de hecho, la hipótesis central que pasa por las hipótesis anteriores, plantea que, ante la precariedad, la dispersión y la falta de autonomía de estos campos, habitualmente por el vigor mismo de diversas estructuras tradicionales que tienden a desfigurarlos o por la vigencia de algunos de los sentidos señalados con relación a la fragmentación de la ciudadanía (cfr. Esquema general), el Estado no ha generado las condiciones para imponer el monopolio legítimo de la violencia simbólica y, por tanto, de imponer como códigos “naturales” unos contenidos culturalmente arbitrarios, pero legitimados, como constituyentes sociales de lo ciudadano (Hipótesis VI). En este sentido, el Estado ha adolecido de ficciones poderosas para la invención de lo público, capaces de proveerle a la ciudadanía la investidura de una identidad consistente; por el contrario, hemos quedado presos de múltiples ficciones, objetos trizados, que refunden a la ciudadanía en los entretelones de nuestras múltiples historicidades.

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