Diálogo sobre el bien

August 18, 2017 | Autor: Fernando Leal | Categoría: Economics, Philosophy, Ethics, Axiology
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Descripción

Fernando Leal Carretero

Diálogo sobre el bien

2005

Arae Caeli uxoris dilectissimae ac Pauli amicitiae principis hunc λόγον piam in memoriam excogitavi inscripsi dedi

Cum multae res in philosophia nequaquam satis adhuc explicatae sint, tum perdifficilis... et perobscura quaestio est de natura deorum, quae ad cognitionem animi pulcherrima est et ad moderandam religionem necessaria. ―CICERO

Prefación MI OCIOSO LECTOR: No voy a decirte (como muy bien podría yo hacerlo y tú por ventura quedarías contento) que la obra que tienes en tus manos estaba en un cofre que encontré abandonado en una playa desierta o en la empolvada gaveta secreta de un escritorio antiguo que llegó recientemente a mi posesión o acaso en el cesto de la basura de un pobre filósofo fallecido bajo circunstancias misteriosas. La verdad es menos glamorosa y más preocupante: salió de mi pluma de manera tan inopinada como fluida. Pero, ¿de dónde salió? Tal vez la causa prima fue el deseo de cumplir la promesa, hecha unos veinte años atrás a los dedicatarios, de hacer un libro que contuviese algunas de las conclusiones (provisionalmente definitivas, como gustaba de decir Schopenhauer) a que he llegado tras varias décadas de filosofar sobre múltiples cuestiones. Esta promesa había recibido no uno sino varios intentos de cumplimiento, todos fallidos. No voy a entretenerte ahora con los pormenores, pero hete aquí que, con la empresa casi abandonada y los dedicatarios fallecidos, un día especialmente holgado di en escribir en forma de diálogo una serie de ideas que había puesto en solfa académica para desconcierto de algunos amigos. En busca de una expresión menos críptica y menos tiesa traté de construir un diálogo. No era la primera vez que intentaba algo parecido; pero nunca antes había conseguido sino desazón ante la dificultad propia del género. En la ocasión que te cuento, sin embargo, el ejercicio, que debía ser breve, resultó tan grato que aproveché la holganza pasajera de que gozaba para continuarlo y extenderlo. De repente, y como no queriendo la cosa, había yo escrito las primeras cinco jornadas de estas charlas filopantinas. Sorprendido del hecho, di en imaginar un índice posible de temas a tocar, el cual contenía treinta jornadas o un mes de conversaciones. Al paso del tiempo la longitud de ese plan terminó pareciéndome excesiva, por lo que decidí recortarlo a veinte, y dejar a tu juicio si pudiera tener sentido una continuación. Este texto fue comenzado en 2001, pero ocupaciones y contratiempos varios han retrasado el prepararlo para su publicación más de lo que pareciera razonable esperar. Fue tal vez esa lenta cocción la que me hizo pasar por alto lo que a un observador externo (a ti, por ejemplo) pudiera resultarle obvio: no solamente lo escrito es tan extenso como la República, sino que toca a fin de cuentas todos los temas de aquel grande y celebrado modelo. Pero no vayas a creer que se trata en lo que sigue de un ejercicio de arcaísmo. Antes bien, como advertirás muy pronto si sigues leyendo, sus referencias son decididamente modernas. Allí donde Platón habla de Homero y Esquilo, de geometría plana y astronomía preptolemaica, de retórica y democracia antigua, mi libro habla de Max Weber y Kurt Gödel, de lógica matemática y mecánica cuántica, de lingüística tipológica y democracia moderna. Nunca pretendí (horribile dictu) imitar a Platón y he descubierto las analogías a posteriori. Te preguntarás cómo es que hay esas analogías, de tal manera que puedan descubrirse y describirse. No lo sé a ciencia cierta, pero se me ocurre conjeturar que cuando uno se pone a escribir de ciertas cosas y con cierto talante, no puede menos de hacerlo de modo similar; ipsis rebus dictantibus, como dicen las pandectas. Mi observación sobre el uso del método socrático por nuestros contemporáneos me hace pensar que ésta es una hipótesis plausible y digna de investigación. Ciertamente a mí me tomó por sorpresa el pillarme escribiendo frases que 1

cualquier lector asiduo y atento de Platón (no sé si lo seas tú) reconocerá como equivalentes a muchas suyas. Mira que las diferencias son curiosas también. Como en Platón, los interlocutores son una persona de edad avanzada y un jovencito; pero en mi libro la mayoría de años corresponde no a un hombre, sino a una mujer. Y mientras la ficción que sostiene la República es la de una conversación continua que dura prácticamente todo un día, la de mi libro es una serie de ellas, cada una relativamente breve, que se extienden a lo largo de veinte días. Tal vez en tiempos de Platón podían las personas hablar tanto tiempo como sugiere la República; en los nuestros, algo más ajetreados, se antoja difícil, al menos en la manera densa y sobre los temas tan laberínticos que leemos en la obra del ilustre ateniense. De Sócrates se ha dicho tanto que los diálogos de su más famoso discípulo lo revelan cual debió ser como también que lo inventan total o parcialmente. ¿Qué con mi Filopanta? En un sentido es claro que se trata de pura ficción. Pero en otro no. Y es que este libro es en primer lugar una conversación conmigo mismo, ya que el joven Pánfilo pregunta el tipo de cosas que preguntaba yo cuando empecé a filosofar, allá al final de mi adolescencia, mientras que, por su parte, su ya madura interlocutora responde a esas preguntas de la manera en que lo haría yo ahora, con muchos años de filosofar a cuestas. El basarse estas charlas filopantinas en una experiencia real como la que describo hace (creo) que pueda ser leído por jóvenes que se interesan por la filosofía tanto como por adultos que sin ser filósofos profesionales sienten curiosidad por esta vetusta disciplina. En tal uso, el libro constituye una introducción (protrepsis) a la filosofía que pretende ser amena y gustosa. De hecho, o mal entiendo lo que he escrito o la única regla, mi ocioso lector, es que sigas el orden del diálogo. En eso ocurre como con la República, que no se puede leer y entender bien si andas saltando de un lado a otro. Podrás leer cada jornada en cosa de una hora y dejar el libro de lado antes de continuar algún otro día que tengas tiempo y ganas de seguir. Para terminar: el libro es para principiantes, pero no solamente para principiantes. Si eres filósofo profesional (el más ocioso de mis posibles lectores), este texto contiene alusiones cifradas y respuestas atrevidas a cuestiones muy arduas y debatidas por ti y tus colegas. No te preocupes: tendrás mucho que objetar al leerlo. Y no digo más por no parecer que te subestimo. Seas lector principiante o lector profesional, mi intento al escribirlo fracasará si su lectura te aburre y no te hace al menos sonreír de vez en cuando. La seriedad y solemnidad de lo que pasa hoy día por filosofía en casi todas partes (y no excluyo a los postmodernos, cuyas risotadas suenan huecas) nos ha hecho olvidar que la filosofía, a lo largo de su milenaria historia, ha hecho uso de todos los géneros y hasta ha inventado algunos. El diálogo —de Platón a Tulio, de Abelardo a Erasmo, de Descartes a Berkeley, de Hume a Adam Müller, de Peirce a Lakatos, de Stanisław Lem a Roger Scruton— no es el menos importante de ellos y sí uno de los más juguetones y deliciosos. Es lástima que hoy día el sesudo tratado y el artículo técnico se impongan a los estudiantes como prácticamente la única opción de poner por escrito sus ideas.

Fernando Leal Carretero San Juan Cosalá, Febrero de 2006

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Primera Jornada PÁNFILO. ¡Qué bueno que te vuelvo a encontrar, Filopanta! Porque ayer me dejaste con muchos deseos de continuar nuestra plática. Aunque fue breve ―más breve de lo que me hubiera gustado a mí― dijiste muchas cosas interesantes. De entre ellas probablemente la más interesante, ciertamente la que más me intrigó, fue eso de que serías una nominalista en ética. Me gustaría mucho que me explicases eso más despacio. FILOPANTA. ¡Ah Pánfilo!, ya te veo venir con esas preguntas tan filosas que hacen ustedes los jóvenes... P. Mi pregunta es del todo inocente... F. No hay preguntas inocentes, mi joven amigo. P. Todo lo que quiero saber es qué quieres decir con eso de nominalismo. F. No sé si lo que quieras es realmente saber, sea esto o alguna otra cosa, porque la verdad a veces me parece que lo que en el fondo quieres es más bien discutir y refutar, no saber, aunque podría equivocarme. En fin, que me resigno. El nominalismo es y siempre ha sido, desde que se inventó, una postura polémica... P. ¿Y cuándo fue que se inventó? F. Ah muchacho testarudo, veo que tu interés por la historia del pensamiento sigue firme. Ya va siendo uno de tus vicios, un vicio que por lo demás, y eso lo sabes bien, te hace más simpático a mis ojos. Pues bien: nadie sabe a ciencia cierta cuándo comienza el nominalismo; pero las historias al uso, como sabes, lo hacen surgir en la Edad Media, como una de las respuestas a la pregunta que plantea Porfirio sobre la existencia y realidad de los géneros y las especies. P. Ah sí, la disputa de los universales. F. Eso que se ha llamado escolarmente la disputa de los universales, en efecto. ¿Existen las ideas independientemente de que las pensemos o existen sólo en nuestra mente? ¿Existen solamente las cosas materiales sobre las que nos formamos ideas o existen también, y aparte, esas ideas en sí mismas? ¿Existen los números o solamente los objetos que contamos con ellos? ¿Existe el triángulo rectángulo o nada más esos como triángulos rectángulos que dibujamos en el papel? Y otras preguntas por el estilo que quitan el sueño a tantos filósofos, pero que no se lo quitan a nadie más. P. Se me figura que cuando dijiste “historias al uso” ibas a decir que no estabas de acuerdo. F. La verdad es que me parece bastante improbable que la cosa haya comenzado tan tarde. Cierto es que, hasta donde sabemos, fueron algunos monjes medievales los primeros que pusieron por escrito aquello de que las ideas ―los géneros y las especies, como decía Porfirio; los universales, como decían los escolásticos; las clases, como dicen los modernos― sólo son nombres y nada real. De ese pasado cierto en adelante la historia del

nominalismo ha sido gloriosa, continuando hasta el presente y no dando ninguna seña de agotamiento para el futuro. P. Sólo que ahora los nominalistas se han vuelto más matemáticos. F. ¿Y cómo no habrían de volverse? Nadie como los matemáticos han ido creando un universo cada vez más poblado de ideas y objetos cada vez menos parecidos a los de este mundo que la mayoría de nosotros percibimos a nuestro alrededor. P. Pero también vemos con alguna frecuencia posturas nominalistas con respecto a las ciencias naturales... F. Claro que sí. Sea que hablemos de las leyes de la naturaleza o del origen de las especies, surge la pregunta de si tales leyes y tales especies corresponden a algo real o son simplemente un artefacto útil, un lenguaje ―quiero decir: un vocabulario y una sintaxis― de grandes capacidades predictivas y explicativas, pero sin contenido real. P. ¿Entonces el positivismo...? F. Es una forma de nominalismo, por supuesto, y una especialmente moderna e inteligente. P. ¿Y en el caso de las ciencias sociales? F. Pues lo mismo y más, porque aquí nos aparece una turbamulta de otras y más horribles cosas, los hechos sociales, las representaciones colectivas, las instituciones, las organizaciones, los Estados, etc. ¿Son algo real o meros nombres? P. Supongo que es en ese contexto donde tu nominalismo ético tiene algo que decir. F. No sé si tenga algo que decir al mundo, pero ciertamente gracias a ella he podido yo al menos decirme a mí misma muchas cosas, no en último término cosas relativas a los problemas sociales y a las ciencias sociales. P. ¡Cómo me gustaría que llegásemos pronto a ese punto! F. Calma, Pánfilo, que la calma es una gran virtud filosófica. Recuerda al maestro José Gaos, quien gustaba mucho de referirse al “paso pachorrudo de los filósofos”, aunque debo añadir enseguida que, comparados con los científicos, que esos sí que son pachorrudos, los filósofos vuelan. P. Trataré de tener calma. Volvamos, pues, a la antigüedad del nominalismo. F. Piensa entonces, mi joven amigo, que la pregunta por la existencia y realidad de las ideas se planteó hace muchísimo tiempo, al menos veinticinco siglos. Resulta por ende plausible que la postura nominalista como tal, si bien no expresada con tanta claridad por escrito, sea bastante más antigua que los escritos medievales. De hecho, hay un autor norteamericano que argumenta muy sólidamente que la filosofía de Platón ―el realismo de las ideas― no es sino una reacción a un nominalismo anterior, y en cierto modo que el nominalismo es la primera filosofía digna de ese nombre. P. ¿Por qué la primera? F. Por cuanto la filosofía es una reacción a nuestras certezas ordinarias, una especie de pausa dubitativa que “pone el mundo al revés”, como decía Hegel. ¿O no te han dicho que eso de andar metido de filósofo es “buscarle tres pies al gato”? 2

P. No sabes cuántas veces ni cuánta gente me lo ha dicho, empezando, por supuesto, con la familia. F. Sí que me lo imagino, porque tuve exactamente la misma experiencia. A ninguna familia le gusta tener a un filósofo en medio que anda por allí haciendo preguntas extrañas y hurgando en las creencias más firmes. ¡Y todo ello sin el menor asomo de beneficio pecuniario! P. Su entremetimiento es verdaderamente intolerable... F. ¿El de la familia o el tuyo? Calma, no te enojes. Sé a qué te refieres, y estaba solamente tomándote el pelo un poco. Recuerda que la ironía es una gran virtud, sobre todo cuando uno se la aplica a sí mismo. Y recuerda también que si el entremetimiento de tu familia ahora te parece intolerable ―como por lo demás me lo pareció a mí en su momento el de la mía ―, para cuando tengas mi edad verás que tenían razón. No hagas caras. Lo malo es que si llegas a mi edad y persistes en este vicio de la filosofía, significa que, como yo, te vas a morir tan adicto a ella como en la juventud. De nada te servirá ver que es un error. P. ¿No me irás a decir, como Wittgenstein, que más me valdría dejar la filosofía ahora que estoy todavía a tiempo? F. Claro que no voy a decirte eso. Wittgenstein era un moralista... P. ¿Un moralista, Wittgenstein? ¿Él, que dijo que de las cosas éticas no se podía hablar, y que “de lo que no se podía hablar, sobre eso habría que callar”? F. Eso mismo era Wittgenstein, en el fondo de su alma, y muchas veces hasta en la superficie: un moralista de pura cepa. Y hablaba sin parar de esas cosas sobre las que supuestamente más valdría callar. Dijo también que predicar era imposible... P. Ya me acuerdo. Eso lo dijo contra su admirado Schopenhauer. F. Así es, y sin embargo Wittgenstein se pasaba gran parte de su tiempo predicando. A veces pienso que por eso era tan recatado en la publicación de sus cosas: porque en gran medida son puras prédicas, y algo le habrá inquietado la incongruencia. Yo, por mi parte, prefiero callar más y predicar menos; aunque no siempre lo logro. Tal vez detrás de todo filósofo se esconde un predicador. P. No sé si me estás tomando el pelo de nuevo, pero ¿qué tal si volvemos a nuestro asunto? F. Me parece bien. El nominalismo es, pues, ni más ni menos que la tesis de que los nombres que damos a las cosas son meros nombres, y que las cosas mismas nos resultan inalcanzables. Esta tesis es polémica porque en general los seres humanos nos vamos, como se dice en fútbol, con la finta y nos creemos que detrás de un nombre hay siempre una cosa, una realidad. P. Aplicado al caso que nos concierne, tú piensas entonces que detrás de los nombres éticos no hay cosas éticas. F. No vayas tan de prisa. Dicho de esa manera, parece un disparate. Sería tanto como decir, de manera aún más tersa, que simplemente no hay cosas éticas. Y eso no es algo que 3

me gustaría decir. Vamos, pues, diciendo mejor que, si acaso hay cosas éticas ―y nota bien ese condicional― entonces los nombres éticos no las dividen como ellas son en realidad. P. ¿No las dividen? F. Sí, Pánfilo, los nombres están allí para dividir las cosas, para repartirlas en clases disjuntas, para distinguir unas cosas de otras. Cuando usamos el nombre “justicia”, inmediatamente dividimos las cosas de tal manera que de un lado quedan las que corresponden a esa supuesta justicia ―las cosas “justas”― y del otro lado quedan las que no le corresponden ―las cosas “injustas” o “no justas”. P. Pero para que eso sea así, necesitamos de la negación. F. Veo que tus clases de lógica no han sido en vano. En efecto, la negación es una operación esencial al pensamiento y al lenguaje humanos. Tal vez esté presente en algunos animales, pero ciertamente no es obvio que lo esté. P. Con ayuda de la negación, todo nombre y todo concepto se vuelve un instrumento para dividir el mundo en dos clases de cosas, según correspondan o no a ese nombre y ese concepto. F. Así, por ejemplo, las cosas se dividen por virtud del nombre “justicia” en dos grandes clases. Es lo que hace cualquier nombre o término que usemos; es para lo que está hecho, para lo que lo usamos. P. Dices que las cosas se dividen... F. Qué bien que expreses tu duda, porque me acabo de expresar con imprecisión. Más bien habría que decir que nosotros pretendemos dividirlas mediante tal nombre. P. Pero el nominalista… F. … el nominalista lo que dice es que no se dividen, que nunca se dividen, que la división de que hablamos y con la que hablamos es una propiedad del vocabulario que usamos, no una propiedad del mundo; es una división puramente nominal, no real; una división de los nombres, no de las cosas. P. Aplicando esto, el nominalista ético sería entonces alguien que dice que la división que producimos mediante nuestro vocabulario ético no es una división de las cosas, sino tan sólo de los nombres. F. Ya, pero ¿cuáles cosas? Esa es la cuestión. Mira, Pánfilo, el problema comienza con el mismísimo nombre de “ética”. Si este nombre pudiese hacer lo que le toca hacer como nombre, deberíamos ser capaces con su ayuda de dividir el mundo en las cosas que son éticas y las que no lo son. Yo sostengo que eso es imposible. P. ¿O sea que no hay cosas éticas? F. Me rindo a tus embates. En cierto modo no las hay; pero yo prefiero no hablar así, y prefiero no hablar así porque suena a disparate. Oye mejor con cuidado la manera de hablar que prefiero: no hay manera de dividir las cosas en éticas y no éticas. P. Ya veo. Lo que quieres decir es que el nombre “ética” no sirve para nada, ya que no puede cumplir su función de dividir el mundo, de hacer que las cosas se dividan, de clasificar. 4

F. Aún eso sería exagerado; porque de ninguna manera pienso que los nombres nada más sirvan para clasificar. Sirven para muchas más cosas. Pensar que la función del lenguaje es referirse al mundo es una de esas típicas exageraciones de las gentes como tú y como yo, que nos dedicamos a pensar o al menos a leer. Dado que las tales gentes en general tienden ―tendemos― a usar el lenguaje de esa manera ―si bien nuestro éxito en semejante empresa es moderado en el mejor de los casos― entonces tendemos a pensar que esa es la función del lenguaje. Un típico caso de megalomanía. P. Dejemos eso para otra ocasión. Veamos dónde andamos. Decir que la palabra “ética” no sirve para clasificar las cosas parecería implicar que en cierto modo todas las cosas son éticas. F. Fíjate que esa manera de hablar me parece mejor que la que propusiste antes. Sí, definitivamente me parece mejor decir que todas las cosas son éticas antes que decir que ninguna lo es. P. ¿Cuál es la diferencia entre decir una cosa o la otra? F. En estricto sentido lógico, no hay ninguna. Pero hay más cosas en la tierra y en el cielo, Pánfilo, de las que sueña la lógica. Y tiene más sentido decir que todas las cosas son éticas que decir que unas lo son y otras no. O al menos así me parece a mí. P. Me late que eso tiene que ver con lo que decías hace un momento sobre los múltiples usos del lenguaje. F. Te late bien. P. Sobre eso tendremos que volver en su momento, al menos si no me abandonas, como ayer, a mitad de la plática. F. Ya veremos si me veo en la necesidad de abandonarte, como dices. Por ahora, pregunta. P. Me parece a mí que tu nominalismo ético no se agota en la palabra “ética”. F. Te parece bien. P. Sino que se refiere a todas las palabras éticas. F. Me da un poco de escalofrío decir “todas”. Seamos prudentes y digamos que soy nominalista con respecto a muchas palabras éticas, tal vez incluso a la mayoría o a casi todas. P. ¿Eres nominalista con respecto a la palabra “justicia”, que tú misma mencionaste antes? F. Definitivamente. Pero creo que no debemos comenzar nuestra búsqueda con una palabra tan difícil. Comencemos con una más fácil; quiero decir con una palabra con la cual resulte más plausible, o al menos no tan disparatado, presentarse como nominalista. Propongo que comencemos con la palabra “bueno”. Y de paso podemos tomar su antónimo, la palabra “malo”. P. ¡Ahhh! F. Sí, Pánfilo, estas son las palabras más generales que empleamos cuando hablamos éticamente. Mi tesis nominalista respecto de este par de palabras es que, para poder 5

aplicarlas, requieres de una posición previa, una posición ética previa, desde la cual juzgas algo como bueno o como malo. P. Disculpa, Filopanta, pero ¿cómo es que hablas de una posición ética cuando acabas de decir que todas las cosas son éticas? F. En tu ardor juvenil, Pánfilo, se te olvida que una posición no es una cosa; una posición es un modo de hablar, un modo de discurrir. Y claro que podemos distinguir modos de hablar éticos, discursos éticos. No siempre hablamos modo ethico, Pánfilo, ni siempre conviene que lo hagamos. Lo hacemos con bastante frecuencia, pero no siempre. Lejos de ello. A veces, muchas veces, aunque tal vez con menos frecuencia de lo que debiéramos, hablamos en tonos y en modos que no son éticos. P. ¿Quieres decir que la palabra “ética” pertenece al metalenguaje? F. Esta es una manera de decirlo, bastante pedante por cierto; pero si a ti te sirve para que podamos proseguir con nuestra plática, me parece bien. Sí; podemos decir que la palabra “ética” pertenece al metalenguaje: que si bien no sirve para clasificar las cosas reales en el lenguaje objeto, en cambio sí que nos sirve para clasificar los términos de ese lenguaje, cuando nos salimos de él para considerarlo. Más sencillamente: si bien todas las cosas son éticas, podemos decir que no todos los términos son éticos, sino que hay términos éticos y hay términos no éticos. ¿Satisfecho? P. No sólo satisfecho; encantado. F. ¡Qué bueno que te contentes con tan poco! Es una de las grandes ventajas de la juventud. Como no tienen nada, no se necesita mucho para darles alegría. P. ¿Me engaño o noto un cierto aire de condescendencia? F. De ninguna manera; me encanta la juventud, y admiro su fuerza. Jamás condescendería con ella. No estaría ahora hablando contigo si te mirase hacia abajo. Es más una especie de constatación nostálgica. P. Supongo que algún día entenderé eso que dices. Por lo pronto, me parece que hemos avanzado mucho. Decías, si bien me acuerdo, que para aplicar las palabras “bueno” y “malo” era menester adoptar una posición ética previa. F. Así es, y es esa posición ética previa la que te permite decir que tal cosa es “buena” y tal otra cosa es “mala”. Claro que desde otra posición, igualmente ética e igualmente previa, la primera resultaría mala y la segunda, por el contrario, buena. P. Pero, ¡eso es relativismo! F. Por el tono con que usas esa palabra, parece que te horroriza y aún te parece un insulto. P. Es que, si algo entiendo, entiendo esto: que el relativismo es inconsistente, autocontradictorio. F. Dejemos eso, y no nos preocupemos de relativismos y antirrelativismos por ahora. Veamos más bien que es lo que ha quedado dicho antes. Si tengo razón, una cosa dada puede llamarse “buena” desde una perspectiva y “mala” desde otra. ¿Correcto? P. Sí, en caso de que tengas razón; pero dista mucho de ser claro para mí que la tengas. 6

F. Para eso estamos hablando, Pánfilo. Hablando se entiende la gente. P. Dime entonces cómo debo entender eso de que una cosa sea buena y mala a la vez. F. No he dicho todavía que la cosa sea buena y mala a la vez, aunque tal vez termine diciendo esto más adelante. Por lo pronto sólo digo que puede llamarse buena y mala a la vez. Bástenos esto por ahora. P. Vale. Y dices que llamarla buena o mala es algo que se hace desde una perspectiva ética adoptada previamente. F. Sí, previamente a que la llamemos buena o mala. Razono entonces como sigue: si la misma cosa puede llamarse buena y mala según la perspectiva que se adopte, entonces las palabras “bueno” y “malo” son puros nombres y la distinción que hacen puramente nominal. P. Todo eso está muy bien; pero me surge una duda. F. ¡Qué bueno que sólo te surja una! A mí me surgen muchas; supongo que por vieja. Pero dime cuál es tu duda, jóven Pánfilo. P. Pienso que eso vale de muchos nombres, si no es que incluso de todos. Lo que unos llaman “café” otros lo llaman “gris”; lo que unos llaman “grande”, otros lo llaman “pequeño”; lo que unos llaman su “hogar”, otros lo llaman una “pocilga”; y así en muchos casos. F. Correcto; ¿y qué se sigue de eso? P. Pues no sé. Tal vez que habría que ser nominalista con respecto a muchos nombres. F. Tal vez; pero eso no invalida el que seamos nominalistas, por lo pronto, con respecto a las palabras “bueno” y “malo”, que es todo lo que nos debe preocupar por ahora. Te veo dudoso. ¿Tal vez quisieras extraer alguna otra lección de esa profusión de casos que te está asaltando? P. Creo que sí. Tomemos el caso de las palabras “grande” y “pequeño”. Hasta ahora me parecía entender por qué podemos llamar a una cosa “grande” y “pequeña” a la vez. Lo podemos hacer porque cada vez usamos un criterio distinto. Un elefante bebé es grande comparado con un ratón, pero es pequeño comparado con un elefante adulto. F. No se diga con una ballena. Así es. ¿Y? P. Pues que tal vez es eso lo que ocurre también con las palabras “bueno” y “malo”; que podemos usarlas de una y la misma cosa dependiendo, también aquí, del criterio que utilicemos. Ese criterio es, me parece discernir ahora, la posición ética previa de la que tú hablabas hace un momento. F. ¡Excelente! Y cuánto gusto da hablar contigo, Pánfilo. Digamos, pues, que somos nominalistas; y digo “somos” y no “soy”, porque tú debes serlo conmigo si es que quieres andar conmigo esta parte del camino... P. ¿Supongamos sin conceder...? F. Algo así. Somos, pues, y hasta nueva orden, nominalistas con respecto a las palabras “bueno” y “malo” por cuanto su aplicación a las cosas de este mundo depende de criterios distintos, que nos llevan a aplicaciones también distintas. Y más generalmente, podremos 7

decir que siempre que haya una palabra cuya aplicación dependa de la selección de un criterio ―y que los criterios disponibles puedan variar hasta el punto de que se aplique tanto una palabra como su contraria― entonces estaremos justificados para ser nominalistas con respecto a esa palabra. P. Así parece. Pero, Filopanta, esos criterios ¿de dónde salen? F. Calma tus ansias, joven Pánfilo, que todo se andará. Creo que ahora la pregunta es si podemos generalizar ese resultado a una buena parte de las palabras éticas. P. ¿Te refieres a palabras como “justo” e “injusto”, “honroso” y “deshonroso”, “fiel” e “infiel”, “generoso” y “mezquino”, “valeroso” y “cobarde”, y tantas más? F. Tú lo has dicho, Pánfilo: y tantas más. Sí, Pánfilo, me refiero a esas y tantas más. P. Para generalizar el resultado tendríamos que poder decir que en todos esos casos la aplicación de la palabra a las cosas requiere el uso de un criterio, y que los criterios pueden producir juicios incompatibles, contradictorios. F. ¿Y es así? P. Según lo que entiendo, tú piensas que sí. F. Más exactamente, Pánfilo, lo que pienso es que esto ocurre en muchos casos; y no sé dónde está el límite. Digamos que me parece perfectamente posible que ese límite exista. Si existe, entonces tendremos dos clases de palabras. Habrá, por un lado, aquellas que sean como “bueno” y “malo” en el sentido de que su aplicación depende de criterios divergentes. Estoy casi segura, por ejemplo, que tal es el caso de “justo” e “injusto”. Pero quizá haya también, por otro lado, palabras éticas que no se comporten de esa manera, sino que su aplicación sea menos equívoca, de manera que con respecto a esas palabras no podamos sostener nuestro nominalismo, sino que debamos más bien ser realistas. Sospecho, por ejemplo, que la oposición entre “valeroso” y “cobarde” podría muy bien ser de este segundo tipo. P. Tu nominalismo sería entonces moderado. F. Moderado o limitado por un tentativo, un conjetural realismo débil. O incluso un realismo minimalista. P. ¿Minimalista? F. Quiero decir que una tesis tan sabrosamente polémica como el nominalismo rinde fruto solamente si trata uno de extenderla al máximo. Tratemos, pues, tú y yo de ser nominalistas al máximo y realistas al mínimo. P. ¿Tienes alguna idea del límite inferior del nominalismo o del límite superior del realismo? F. Ninguna clara. ¿Dónde termina uno y comienza el otro? Es un terreno difícil, y hay que ir por partes. P. Yo encantado de recorrer contigo el camino, Filopanta. F. Andemos, pues. Hemos dicho que en el caso de palabras como “bueno” y “malo” su aplicación a las cosas dependerá del criterio que utilicemos para juzgar. ¿Estarías de acuerdo en utilizar la palabra “valor” para designar ese criterio? 8

P. ¿Por qué sería “valor” una palabra apropiada? ¿Y por qué no quedarse mejor con la palabra “criterio” en la que hemos convenido antes? F. Por lo mismo que tú dijiste antes, Pánfilo: la necesidad de un criterio se aplica a muchos palabras no éticas, como “café” y “gris” o “grande” y “pequeño”. Necesitamos entonces un término más específico para ese tipo de criterio que asociamos a las palabras éticas. Me parece que la palabra “valor”, que algunos filósofos de habla alemana tomaron de la economía, es una palabra muy útil para este fin. P. De acuerdo, pues. Y resumiendo todo lo andado, diríamos entonces que eres una nominalista en ética por cuanto los nombres éticos requieren de criterios de valor, o de valores utilizados como criterios, a fin de que podamos nombrar con ellos a las cosas, y que esos valores son tales que a menudo producen resultados incompatibles, haciendo que unos llamen a algunas cosas “buenas” que otros llamarían “malas”... F. Creo que lo has resumido muy bien. Sólo añadiría que el conflicto puede incluso ser interno a la persona, dado que la misma persona pronuncia una cosa “buena” en un momento y “mala” en otro momento. P. Tienes razón: yo mismo me he encontrado en esa situación más de una vez. F. Considera incluso esta otra situación, aún más penosa: que en el mismo momento a la misma persona le parece que una misma cosa es buena si la considera desde un punto de vista y mala si la considera desde otro punto de vista, de tal manera que esa persona vacila y sufre y duda y no sabe bien a bien cómo llamar a la cosa de manera definitiva y como asunto cerrado, sino que se encuentra como dividida consigo misma. P. Es menos frecuente, pero sí que me ha pasado alguna vez. F. Y probablemente te pase con frecuencia creciente según vayas envejeciendo. P. ¡Bonita cosa sería entonces envejecer si los conflictos internos y la seguridad acerca de los propios juicios disminuye de esa manera! ¿Qué queda entonces de la famosa idea de que los viejos son más sabios? ¿Cómo lo serían si en cierto modo saben cada vez menos? F. Hay una respuesta fácil y una difícil a tu pregunta. La fácil, y que nos salva de digredir demasiado, sería decir que esa es la razón por la que yo, a mi edad, me declaro una nominalista en ética. Quiero decir que, al reconocer mi creciente ignorancia en materia de ética, la cosa se vuelve para mí menos angustiosa. Ese es el secreto a voces de las escuelas filosóficas del helenismo: hacer de la ignorancia, la falibilidad, la finitud y la inseguridad de la condición humana una especie de fulcro o pivote para vivir más tranquilo. P. No entiendo bien; ¿no es algo así como engañarse? Parece haber un truco en alguna parte. ¿Y dices que hay una respuesta difícil? F. Sí, pero tú no te preocupes por ella, y volvamos ahora al tema que nos ocupa. ¿Entiendes ahora mejor qué quise decir cuando me proclamé ayer una nominalista en ética? P. Pues sí, lo entiendo mejor. Pero ni creas que te voy a dejar ir ahora. En mi opinión, apenas hemos comenzado. Falta saber cómo es que ocurre que una persona y otra se oponen en la manera como llaman a la misma cosa, por no hablar de cómo ocurre esa

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oposición dentro de una sola persona, sea en distintos momentos de su vida o en el mismo momento según la perspectiva que adopte. F. Aaay, ¿ves cómo tenía yo razón al decir que no nada más querías saber lo que quería yo decir con eso del nominalismo ético? P. Bueno, es que no puedo saberlo bien mientras no ahondemos en estas otras cosas. F. Guarda, que ese camino se bifurca y no es fácil de recorrer. P. Contigo de guía no tengo miedo. F. Sea, pues, pero tendremos que esperar a mañana, porque tengo que atender un compromiso en el otro lado de la ciudad, y ya voy con algún retraso. P. Antes de que te vayas, Filopanta, dime nada más una cosa. Si el llamar a una cosa “buena” o “mala” depende de la perspectiva que se adopte, del criterio que se aplique, del valor con el que se contemple y juzgue, eso quiere decir sin duda que este es un terreno en que no hay, no puede haber, enunciados verdaderos y enunciados falsos. F. Otra vez el fantasma del relativismo. Dices que se sigue “sin duda”. Yo no veo que esa consecuencia se siga sin duda; antes bien, dudo mucho que se siga. No puedo detenerme a explicarte, pero estoy segura de que, si piensas un poco más, vaya que te surgirán dudas. P. Pero al menos me concederás que la elección de perspectiva, criterio o valor es una decisión arbitraria. F. No estoy siquiera segura de que en este terreno podamos hablar de “decisiones”, pero de lo que sí estoy segura es de que no tienen nada de “arbitrarias”. En cualquier caso, la discusión sobre esto deberá esperar a un momento en que ande con menos prisa. Nos vemos mañana. P. Esperaré con ansia. F. No esperes; piensa.

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Segunda Jornada FILOPANTA. Tan cabizbajo y meditabundo estás, Pánfilo, que ni siquiera me has sentido llegar. ¿Estarás enamorado? PÁNFILO. No exactamente. He leído que los enamorados enfrentan muchas perplejidades, Filopanta, y tal vez algún día me hables de tus experiencias en ese terreno, o al menos de tus teorías sobre el asunto. Lo que sí sé es que, sin estar enamorado, estoy muy perplejo por las cosas que me dijiste ayer. Es en eso que pensaba. F. ¿Y qué en particular es lo que te causa tanta perplejidad? P. Son varias cosas: que tu nominalismo parezca un relativismo, es decir parezca implicar que no hay verdad ni falsedad en los juicios éticos, pero que tú niegues esa consecuencia; que por otro lado rechaces que haya arbitrariedad en la toma de perspectiva ética; que pongas en duda que podamos siquiera hablar de toma de perspectiva en el sentido de una decisión, arbitraria o no (o sea, que tal vez no elijamos tal perspectiva, o tal criterio o tal valor); que afirmes que todas las cosas son éticas, o que ninguna lo es, por cuanto ambas afirmaciones serían lógicamente equivalentes; que distingas un tipo especial de discurso como ético, aunque no quede claro que se pueda definir como versando sobre cosas éticas... F. Para, para, que ya son demasiadas cosas. P. Pues todas esas me soltaste, y probablemente muchas más cuya importancia se me escapa todavía. F. ¿Así que te quedaste pensando en todo ello desde ayer? P. Te confieso que apenas he podido dormir de pensar en todo eso. F. ¿Y? P. Que me confundo una y otra vez. Yo creía entender algo de ética, pero ya estoy un poco menos seguro. F. ¿Y? P. Bueno, supongo que no está mal. Supongo que de eso justamente se trata. F. No sé si se trata de eso. Depende de qué es lo que quieras tú; y eso no me queda claro a mí, y probablemente tampoco a ti. ¿Por dónde quieres que empecemos? P. Estoy tan confundido que no estoy seguro de dónde comenzar. Pero tal vez lo que más curiosidad me da es el siguiente razonamiento... F. ¡Aaajá! P. Si dices que la aplicación de los términos “bueno” y “malo” requieren de un criterio, y más particularmente de un valor, podríamos tomar cualquier valor como criterio, digamos el valor Justicia o el valor Valentía y decir entonces, por ejemplo, que tal o cual acción es “buena” desde el punto de vista de la Justicia, pero “mala” desde el punto de vista de la Valentía. Pero decir que la tal acción es “buena” desde el punto de vista de la Justicia es tanto como decir que es “justa” y decir que la tal acción es “mala” desde el punto de vista

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de la Valentía es tanto como decir que no es “valiente” o incluso que es “cobarde”. ¿No es así? F. Correcto. P. Pero ¿qué pasa si el término que estamos usando como criterio de valor es a su vez puramente nominal? F. Sí, ¿qué pasa? P. ¿Qué pasa si para aplicar, por ejemplo, el término “justicia” debo usar otro criterio de valor, el cual no siempre produzca el mismo resultado cuando se aplique a acciones? F. Sí, ¿qué pasa? P. Pues a mí me parece que hemos entrado entonces en un regreso al infinito... F. ¡Ahhh!, ya me parecía que te tardabas en emplear ese viejo truco filosófico, esa antigua maniobra de refutación. P. ¿Truco? ¿Maniobra? Pero mi razonamiento es correcto, ¿no? F. Puede que lo sea, no sé. Pero supongo que andarás pensando para tus adentros que el regreso que te ufanas de haber encontrado no está demasiado lejos del regreso que usan los filósofos contra el relativismo. P. Pues sí, eso mismo pensaba. F. Ya lo imaginaba, ya. Estas refutaciones son una especie de juguete irresistible para el filósofo joven (y aún para algunos viejos que siguen siendo jóvenes de corazón). En fin, lo que quiero que consideres ahora es esto: que, independientemente de la cuestión del relativismo (y ya volveremos a ella en su momento), ese regreso que has encontrado no es otra cosa que una manera distinta de expresar aquello que yo misma, a mi manera, traté de expresar ayer cuando te dije que no sabía cuál era el límite entre nominalismo y realismo. P. Hombre, hasta ahora caigo en la cuenta. No sé cómo no lo vi yo mismo. F. No te preocupes demasiado, eso es usual cuando está uno emocionado con un juguete. P. Pero, a ver, déjame tratar de decir con mis palabras cómo veo ahora las cosas. Se me antoja, Filopanta, que tú te imaginas los valores como una especie de jerarquía, en cuya cúspide están los términos “bueno” y “malo” y abajo de ellos una determinada subdivisión, digamos “justo” e “injusto” o “decoroso” e “indecoroso”. Estos términos de segundo nivel tienen a su vez abajo de ellos un tercer nivel, y así hasta el fondo. F. ¿Cuál fondo? P. No me interrumpas. Si es así, entonces el regreso de que yo hablaba es producido, en tus palabras, por el carácter nominal de los términos éticos, pero tal vez haya un nivel último, en que los términos éticos dejan de ser puramente nominales y comienzan a ser reales. La cuestión entonces es encontrar ese nivel último, ¿cierto? F. Eres un chico listo e imaginativo. Yo por mi parte no apostaría a que los términos éticos formen una jerarquía. A mí más bien me parece que forman una red muy intrincada con todo tipo de entrecruzamientos y circuitos. Pero por ahora podemos quedarnos un rato más con la imagen jerárquica que propones, porque es más fácil de retener. 12

P. En todo caso, no sólo pareces haberte dado cuenta de que te quería refutar, sino que resulta que mi supuesta refutación, de la que, debo confesar, me sentía orgulloso... F. Yo también conocí los placeres juveniles de la refutación; ahora que ya no soy joven, me he dado cuenta de su futilidad. P. ¿Piensas entonces que no debería entrenarse a los jóvenes en el arte de la disputa? F. No sé si esa arte hace más bien que mal, y ni siquiera sé cómo podríamos averiguarlo. Por lo demás, tampoco me interesa. En todo caso, tú has sido entrenado como lo has sido, y eres como eres. Así te acepto. P. Mmm, bueno, el caso es que lo único que he logrado con mi supuesta refutación es llegar a uno de los puntos que tratamos ayer, y que obviamente no había entendido bien. F. ¿Crees entenderlo mejor ahora? P. Me parece que sí. F. Y si así fuera, ¿te parecería bien o mal haber logrado entender la cosa algo mejor? P. Bien. F. Pues entonces no te arrepientas de tu refutación y veamos a dónde nos ha conducido. P. Creo que nos conduce a pensar que de las dudas y perplejidades que mencioné al principio de nuestra plática de hoy, habría que tomar la que se refiere al discurso ético, pues aquí parece estar el centro de la madeja. F. Me parece una buena conclusión, y un buen punto de partida. Cierto es que podríamos comenzar con cualquiera de tus dudas, y más tarde o más temprano llegaríamos a las otras, porque todas están interconectadas. Sin embargo, hay muchas razones a favor de comenzar por el discurso, entre ellas una razón de método. P. ¿Te refieres acaso a la tendencia de los filósofos contemporáneos a hablar siempre del lenguaje de una manera u otra? F. A eso, sí; aunque no es en realidad nada contemporáneo, sino que la filosofía comienza con la reflexión sobre el lenguaje. Ya Heráclito y Parménides, Sócrates y Demócrito, Platón y Aristóteles llevan a cabo y recomiendan esa reflexión, cada uno a su manera y en su estilo propio. P. ¡Cómo me gustaría oírte disertar sobre esa historia! F. Ten cuidado con lo que pides, porque nos tomaría mucho tiempo. P. Supongo que implicaría, como has dicho en otras ocasiones, retomar toda la historia del pensamiento europeo desde una particular perspectiva. F. Exactamente; y ahora tenemos un asuntillo algo más urgente, pues me dices que estás perplejo. P. Sí; y en mí luchan el deseo de despejar esa perplejidad y el deseo de escucharte contar aquella historia. F. ¿Y cuál vence? P. Por lo pronto el de despejar mis perplejidades.

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F. Venga, pues, y a darle. El punto es explicar más por lo menudo en qué consiste el discurso ético de los seres humanos. Lo cual no es poca cosa. P. Supongo que no. F. Dime: ¿te has dado cuenta de que en español, y en general en las lenguas cultas europeas, se dice a veces “ética” y a veces “moral”? P. Ya me había dado cuenta; pero yo por mi parte prefiero la palabra “ética”. F. Muy pronto llegaremos a la razón de tu preferencia. Pero antes dime: ¿sabes que la palabra “moral” es de origen latino, mientras que la palabra “ética” es de origen griego. P. Eso lo sé, sí. F. Lo que tal vez no sepas, es que la palabra “moral” no es sino la traducción al latín que propuso Cicerón para la palabra griega “ética”, inventada por Aristóteles. P. No; creo que no sabía eso. F. En un sentido, al menos, podemos decir que las dos palabras significan lo mismo, puesto que una es traducción de la otra. P. Necesariamente, pero... F. Pero a la vez, en otro sentido, podemos justamente decir que las dos palabras no significan lo mismo, puesto que una es una traducción de la otra. P. Mmmm, ¿traduttore traditore y todo eso? ¿Toda traducción es una traición al original? F. Pues no sé si debamos hablar de “traición”, que es una palabra muy fuerte y casi hace pensar en pelotones de fusilamiento, pero tal vez siempre haya una versión, una distorsión, un torcimiento, una tergiversación, por cuanto al traducir necesariamente trasponemos de una cultura a otra, de una sociedad a otra, es decir de una serie o cadena de pensamientos y conversaciones a otra serie o cadena de pensamientos y conversaciones. P. ¿Y lo que pensaban los griegos ―o los atenienses― no era lo mismo que lo que pensaban los romanos? F. Ni eran iguales sus conversaciones. Como no lo son las nuestras con respecto a las de los griegos o romanos. P. Luego la palabra “moral” y la palabra “ética” significan y no significan lo mismo. F. Digamos que esa su igualdad/desigualdad originaria, asociado a ser una palabra traducción de la otra, tiene su correlato en esa otra igualdad/desigualdad que tienen dichas palabras en nuestra lengua. P. Me da escalofríos pensar en las implicaciones de lo que dices. Porque me pareces sugerir que se trata de honduras históricas, profundidades insondables, abismos que se abren frente a nosotros. F. No hay que ser tan dramáticos. A los jóvenes les encanta el drama, supongo que por tanta energía que tienen. Vamos por partes. Y olvidemos por un momento a los griegos y los romanos, para atender simplemente la manera en que usamos las palabras hoy día. Luego veremos cuál es, o pudiera ser, la relación con esos nuestros ilustres ancestros.

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P. Pues yo pienso que la palabra “moral” está muy asociada a la actividad de “moralizar”, que es como una prédica de las buenas costumbres, mientras que la palabra “ética” está asociada a la reflexión filosófica, como si fuese una disciplina sistemática, casi diría científica en algún sentido. F. Me parece que indicas bien el tipo de asociaciones semánticas que existen. Veamos ahora más de cerca cuáles son esas “buenas costumbres” sobre las que predica la moral o sobre las que predican los que moralizan, los moralistas. P. En primerísimo lugar las “buenas costumbres” se refieren a las costumbres sexuales y a la institución de la familia. De hecho, al pensar en ello me doy cuenta de que todas las “buenas costumbres” que parecen salirse de lo estrechamente sexual o familiar en realidad no se salen de esos ámbitos, sino que están asociadas directamente o indirectamente al sexo y la familia. F. ¿Por ejemplo? P. Por ejemplo, lo que llaman la “buena educación” o los “modales” son en realidad aquellos que tienen que ver con cosas que se enseñan en la familia y que en primer lugar afectan el comportamiento de los niños y los adolescentes frente a sus mayores, sean sus padres, sus parientes cercanos o simplemente el mundo de los adultos. F. Muy finamente observado. P. Y por supuesto, cuando los moralistas se dirigen contra los bailes, las fiestas, los lugares de diversión, cierto tipo de bebidas, etc., en lo que están pensando es en el componente sexual o las consecuencias sexuales de estas cosas. F. Correcto también. P. Y primero que nada están pensando en esos bailes, fiestas, bebidas, etc., por cuanto en ellas se trata de las relaciones entre los niños y más especialmente los adolescentes, es decir aquellos niños en que los cambios hormonales comienzan a producir conductas más o menos abiertamente sexuales que pueden conducir a embarazos. F. ¡Excelente! P. Podemos entonces decir que la palabra “moral” se refiere a un conjunto más o menos cerrado de prácticas y hábitos que tienen que ver con un cierto orden sexual y familiar, que incluye cuestiones de crianza, disciplina, control de sí mismo, respeto a los mayores, así como atención a las consecuencias del despertar hormonal. F. Creo que has dado un excelente resumen de lo que la palabra contiene. P. Bueno, te lo debo a ti y a la manera cómo me preguntas. Nunca había parado mientes, aunque... F. Aunque tal vez te estés dando cuenta de que es justo por esto que la palabra “moral” produce en ti un rechazo que no te produce la palabra “ética”. P. ¿Cómo adivinaste? F. Leo tu cara y además tengo el beneficio de haber pasado ya por la juventud y haber experimentado el mismo rechazo. Es, en buena medida, un rechazo por el mundo de los

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mayores. Y no me sorprendería que, si examinamos la cosa de cerca, veríamos que es eso también lo que te atrae de la palabra “ética”. P. Ahora sí me agarraste en curva... F. Repitamos la operación y trata ahora de decirme qué clase de cosas asocias con la palabra “ética”, y olvida por lo pronto a los griegos. P. Pues mira, en principio asocio la palabra “ética” con ciertas demandas de justicia social, de lucha contra la corrupción, de honestidad en el manejo de los asuntos públicos, de terminar con tanta hipocresía y falsedad como muestran los adultos... Hey, espera un momento... F. ¡Aaajá! P. ¿Por qué dije “los adultos”? F. ¿Por qué, en efecto, por qué? P. Claro, ahora veo lo que quieres decir, las demandas y protestas que asocio con la palabra “ética” son demandas y protestas de los jóvenes contra el mundo de los adultos... F. Un mundo al que apenas estás entrando, un mundo que no entiendes bien, un mundo que no controlas. P. Claro, me parece que es un mundo pésimamente ordenado, lleno de mentira, injusticia, explotación, guerra, crueldad,... F. Y es una protesta hermosa en sí misma; pero también: una protesta de los jóvenes contra los viejos. P. De hecho, me hago cargo que mi disgusto con la palabra “moral” es parte de esa protesta “ética”. F. Así es. ¿Y qué sigue? P. Espera, espera, no me atosigues. Déjame saborear esto que acabo de ver, o mejor: de vislumbrar. Porque apenas vislumbro las cosas, y no acierto todavía a medir sus consecuencias. F. Y probablemente no lo harás en mucho tiempo... P. ¿Quieres decir, otra vez, que esto es cuestión de edad? F. Así es, y con lo que hemos dicho no hemos sino empezado a rascar en la superficie del asunto. Pero dime, ¿cuál es la importancia que tienen para ti estas cosas que asocias a la “moral”, o sea las cosas que tienen que ver con el sexo y la familia? P. Muy poca. F. ¿Y cuál es la importancia que tienen para la humanidad? P. ¿La humanidad? F. Sí, la humanidad, o si prefieres: la especie humana, homo sapiens. P. Pues la verdad es que nunca me había planteado esa pregunta. Déjame pensar un poco. F. Tómate tu tiempo. P. Viéndolo bien, supongo que tienen una importancia enorme. F. ¿Qué viste? 16

P. Que de ellas depende la preservación de la especie. F. Correcto. Y dime ahora, ¿por qué te imaginas que para ti en particular tienen esas cosas tan poca importancia, comparado con la enorme importancia que, según tú mismo percibes, tienen para la humanidad? P. ¿Tal vez porque no estoy pensando en tener yo mismo una familia todavía? F. Pero en cierto modo tienes una, ¿no? Tienes padres, hermanos, en fin... P. Pues sí, pero yo no soy responsable por ellos... Mmmm, ya veo a dónde me estás llevando. Como no soy yo el responsable de la familia a la que pertenezco no me preocupo por esas cosas. F. Tú lo has dicho. Agrega a ello que por tu edad estás inmerso más bien en la lucha por salir de tu familia, por emanciparte de ella, por encontrar tu propia vida, por ser tú mismo, y no simplemente el hijo de tus padres o el hermano de tus hermanos... P. Claro, ahora veo. Todo conspira para que esos discursos “morales” no solamente no me interesen, sino que positivamente me disgusten, como en efecto lo hacen. F. Y sin embargo, como tú mismo admites y ves, esos mismos discursos juegan un papel muy importante para la especie, por cuanto se refieren a cosas que tienen que ver con su preservación, con su supervivencia. P. Creo que no voy a poder pensar ya en la “moral” con tanto desdén y hasta odio como lo he venido haciendo hasta ahora. F. Puede ser, aunque yo no estaría tan seguro; tu misma juventud en cierto modo garantiza que vuelvas una y otra vez a verlas si no con desprecio al menos sí con suspicacia. Y eso no está mal necesariamente. P. ¿Por qué piensas eso? F. Porque las actitudes implícitas y las reflexiones explícitas están primordialmente dictadas por los problemas prácticos a los que una persona se enfrenta. P. ¿Y eso cambiará en cuanto la vida me enfrente a ellos? F. Eso creo. P. Pero entonces, ¿mi actitud presente de rechazo a la sociedad de los adultos por su corrupción, deshonestidad, hipocresía, etc., cambiará también según crezca? F. Al menos en la medida en que te logres integrar a esa sociedad y sus problemas, quiero decir: los problemas cuya solución va acompañada de esas cosas que rechazas. P. ¿Por qué dices “en la medida”? F. Porque te podría ocurrir una de dos cosas: que no logres integrarte a esa sociedad y permanezcas en una actitud de rechazo, o bien que en el momento de integrarte esa sociedad haya cambiado y no presente ya precisamente esas características que te disgustan ahora. P. En el primer caso soy yo el que cambiaría, en el segundo la sociedad. F. Como puedes ver, esos dos casos que imagino son extremos; y probablemente tu vida te coloque en algún lugar intermedio de esos extremos, los cuales rara vez se dan en pureza. 17

P. ¿Quieres decir que lo más probable es que yo cambie un poquito y la sociedad otro poquito? F. Eso mismo. Da gusto hablar con un chico tan listo. P. No te burles de mí. Y menos lo hagas cuando te diga que, tal como me siento ahora, no creo ni que yo cambie ni que la sociedad lo haga, al menos no sin muchos conflictos y luchas. F. Conflictos y luchas en las que piensas participar... P. Por supuesto... F. Piensas como joven y eso está muy bien. Es la manera como el mundo marcha. P. ¿Y se logran cambios? F. Claro que se logran cambios; la historia de la humanidad es una historia de cambios. P. Pero todo es tan lento. F. Así nos parece a nosotros, pobres individuos, cuyo rango de vida es tan limitado. Piensa en uno de esos enormes árboles que hay en ciertas partes de los Estados Unidos... P. ¿Te refieres a las secuoyas, que llegan a tener más de dos mil años? F. Sí, o los pinos longevos, que casi llegan a cinco mil. Si pudieran hablar, ¿qué historias no contarían? Y viendo el mundo pasar a tanta velocidad, comparada con su filosófica lentitud vital, ¿no piensas que nos dirían que estos pequeños seres, los miembros de la especie humana, han metido mucho ruido en el planeta y no han dejado de cambiar su faz? P. Nunca había pensado en eso. Pero sí, visto de esa manera, han cambiado muchas cosas. F. Y seguirán cambiando, no te quepa la menor duda. Porque la vida es cambio y los humanos muy inquietos. P. Pero dime, Filopanta, ¿cómo dividirías las cosas a que se refiere el discurso “moral” con respecto a las cosas a que se refiere el discurso “ético”? F. Ese es un problema interesante. En mi opinión el discurso “moral” tiene bastante coherencia: aunque sus temas son muchos y variados, están todos ellos conectados de manera bastante estrecha. Son, si se quiere, variaciones de la gran preocupación biológica de la preservación de la especie, el imperativo de la reproducción. P. ¿No hay también un gran motivo subyacente, común a todos los discursos que llamamos “éticos” o que asociamos a la “ética”? F. Me temo que, después de pensar muchos años en el tema, he llegado a la conclusión de que no. P. Pues me encantaría que me hablases de ello. F. Si uno analiza cuidadosamente las ocasiones en que la gente habla de ética, se indigna por la falta de ética, se admira de comportamientos éticos, etc., me parece que podría uno postular la existencia de al menos unos diez “dominios” o “campos” perfectamente distinguibles. P. ¿Diez? ¿Tantos? ¿Y dices que perfectamente distinguibles? 18

F. De hecho, podrían ser doce, si no excluyéramos dos dominios que ocasionalmente se asocian a la “ética”, a saber el dominio moral en sentido estricto, que hemos asociado a las costumbres sexuales e instituciones familiares, y el dominio de los deberes religiosos o de las relaciones de los seres humanos para con las deidades ― o la deidad, en el caso de las culturas monoteístas. Cuando los incluimos, la heterogeneidad de lo “ético”, y los malentendidos y confusiones conceptuales sólo se acrecientan. P. Propongo que las dejemos de lado por ahora, aunque tal vez convendría volver después sobre ellas, y su relación con lo “ético”. F. De acuerdo, entonces. Veamos. En primerísimo lugar hay que destacar todos aquellos conceptos e instituciones asociadas a la idea de Justicia, incluyendo los conceptos de distribución, repartición, mérito, culpa, castigo y recompensa. P. ¿Te refieres a la distinción aristotélica entre justicia distributiva y justicia retributiva? F. Así es, pero también al concepto más reciente de justicia social... P. ... que es un caso de la justicia distributiva de Aristóteles. F. Así se la presenta muchas veces. Ya veremos. P. Muy bien: sea ese el primer dominio de lo “ético”. Y si no me equivoco, tú piensas que ya de suyo este dominio no es muy homogéneo que digamos. F. Así es; pero no nos adelantemos. Supongamos, para no complicar las cosas, que fuese un dominio perfectamente homogéneo, es decir que, por ejemplo, la clasificación aristotélica fuese correcta. Pero, ¿qué tanto escribes? P. Quiero tener la lista clara. Y dime, ¿cuál es el segundo dominio ético? F. Es difícil ordenarlos, y debes entender que cuando digo “primero” o “segundo” o “tercero”, esto no implica ningún intento por mi parte de jerarquizar estas cosas. P. Queda entendido. F. Bien, pues en ese sentido, podríamos decir que el segundo dominio comprende cosas como la amistad y la lealtad (que rigen las relaciones con las personas cercanas a nosotros), el tercero la honestidad en nuestros tratos con los extraños y extranjeros, el cuarto cosas como la disciplina, la templanza y el control de sí mismo... P. Ahh, el fantasma de Foucault... F. No me interrumpas, por favor. El quinto dominio ético se refiere a la valentía y su contrario, la cobardía, el sexto al altruismo y la capacidad de sacrificarse por los demás, pero también incluiría cosas como lo que los franceses llaman esprit de corps y los ingleses morale, es decir los sentimientos de solidaridad y unión que dan cohesión al grupo... P. ¿No son ellos a lo que los biólogos quieren muchas veces reducir la ética? F. Así es, y algunos sociólogos también, y ambos yerran, al menos en la medida en que pretendan reducir todo a eso. ¿En qué número me quedé? P. Toca hablar del séptimo. F. Sí, el séptimo se referiría a cosas como el honor, la honra y en general el sentido del propio valor y la dignidad... P. Cosas de verdad muy importantes. 19

F. Y frente a las cuales a veces palidecen todas las demás; pero eso probablemente vale de todo lo que estamos diciendo según varíen las circunstancias. P. Quedan todavía tres dominios, y mi curiosidad aumenta. F. Terminemos, pues, con nuestra lista. El octavo dominio contiene la libertad en todas sus multiformes manifestaciones y su enemigo la coerción, en el noveno podemos situar lo que los antropólogos llaman el don... P. ¿Piensas en Marcel Mauss? F. Y en Malinowksi y en tantos otros. P. Los antropólogos piensan que la “lógica” del dar y el recibir es un fundamento, si no es que el fundamento de toda sociedad humana. F. Y no yerran sino cuando pretenden reducir todo a eso. P. ¿En este dominio habría que poner lo que los sociólogos llaman “reciprocidad”? F. Muy bien observado, Pánfilo. Es justo aquí donde hay que hablar de eso. P. Y con eso, Filopanta, me parece que estás a punto de terminar tu lista. F. Así es; y la voy a cerrar con broche de oro: el décimo dominio ético comprende todas esas cosas que llamamos placer y dolor, o con algo más de generalidad: felicidad y desdicha. P. Pero, ¿no dijo Aristóteles que toda la ética se encierra en una teoría de la felicidad, entendida como la teoría de los tipos de vida que los seres humanos eligen y los tipos de felicidad que a ellas corresponden? F. Eso dijo, sin duda, y con él casi todos los antiguos; y no erraban del todo, sino solamente cuando, al hacer eso, olvidaban los otros dominios. P. Pero, ¿no están ellos comprendidos en la felicidad, tal vez como aspectos o consecuencias o condiciones de ella? F. Eso es lo que tenemos que averiguar tú y yo. Pero notarás que el sol está descendiendo, y es hora de ir a casa a comer algo y descansar. P. No sé si podré dormir con ese banquete que me acabas de ofrecer. F. Pues inténtalo. Vé una película de vaqueros o algo por el estilo. Decía Wittgenstein que a él le funcionaba muy bien. P. Vaya cosa.

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Tercera Jornada PÁNFILO. Llegas con algún retraso, Filopanta. Espero que no haya pasado algo grave. Yo, por mi parte, te espero aquí con impaciencia. FILOPANTA. Grave no, sólo engorroso; pero la cosa se ha resuelto a satisfacción de todos. P. Me alegro mucho por ti. F. Y yo por los otros. ¿Qué has pensado de nuestra conversación de ayer? P. Me he hecho un cuadro con las cosas que me dijiste a fin de ordenar mejor mis ideas y preguntas. Quisiera que lo revisaras y vieras si no falta ni sobra nada: Los dominios de la “ética” y de lo “ético” 1.

Justicia

distribución, repartición, mérito, culpa, castigo, recompensa

2.

Amistad, amor, lealtad

3.

Honestidad en nuestros tratos con extraños y extranjeros

4.

Disciplina, templanza, control de sí mismo

5.

Valentía, cobardía

6.

Altruismo, autosacrificio, solidaridad, unión, cohesión del grupo

7.

Honor, honra; sentido de la dignidad, del propio valor (¿autoestima?)

8.

Libertad, coerción

9.

Dar y recibir: reciprocidad (“el don”)

10.

Placer, dolor; felicidad, desdicha

11.

“Moral” en sentido estricto: costumbres sexuales, instituciones familiares

12.

Deberes religiosos, relación con los dioses o con Dios

F. Creo que lo has retenido todo muy bien, y me parece ver que sólo has añadido de tu cosecha esa palabrita de los psicólogos sociales americanos: “autoestima”. P. No sabía que era de ellos. F. Sí, y es una de las pocas palabras “éticas” que los psicólogos se permiten; en general tratan de expurgar su discurso de ellas, no siempre con éxito. Pero eso es otro tema. P. ¿Estás entonces de acuerdo con mi tabla? F. Sí; muy de acuerdo. Ahora la cosa es: ¿qué vamos a hacer con ella? P. Yo por mi parte tengo muchas preguntas. Pero antes que nada, asegurarme de que en tu opinión estos diez (y a fortiori los doce) dominios enlistados no tienen nada que ver uno con el otro. F. Ahh, Pánfilo, ¡y cómo los jóvenes gustan de exagerar las cosas! Yo jamás he dicho 21

que esos dominios no tuvieran nada que ver entre sí. P. Luego, ¿admites que están relacionados? F. Claro que están relacionados, y de muchas maneras, como todas las cosas humanas. P. Mmmm, “como todas las cosas humanas”... ¿O sea que no tienen ninguna relación en especial que las separe y distinga de otras cosas humanas? F. ¿Por qué siento que estás tratando de tenderme una trampa? Como si estuvieras queriendo hacer que diga algo que tú puedas refutar. P. Tal vez porque eres filósofa y sabes cómo tender trampas y cómo refutar... F. Ay, sí, Pánfilo, sé cómo, pero hace tiempo que no practico esa mala arte. P. Luego, ¿es una mala arte? F. Ahora soy yo quien ha exagerado un poco. No, el arte de refutar no es en realidad una mala arte cuando se la practica en la juventud y con moderación. Al contrario, es buena, e incluso muy buena, dentro de los límites que son los suyos: ayuda a que las ideas se aclaren. Pero cuando uno avanza en edad y la sigue usando se vuelve una mala arte. Algún día platicaremos del arte de refutar y de su gran inventor, Sócrates. Por ahora sigue tratando de practicarla, pues. P. Repito entonces mi pregunta: ¿tienen o no tienen los dominios enlistados en mi cuadro propiedades en común que las distingan de otros dominios de cosas? F. Respondo directamente y sin ambages: no, con la sola excepción del nombre. A todas ellas nos referimos en el discurso común como “éticas”; y ese nombre es lo único que comparten esos dominios. P. Si, pues, alguien pretendiera reducir uno de esos dominios a algún otro, ¿cometería una falacia? F. Sí, toda vez que estaría confundiendo cosas distintas. P. Ahora sería el momento, si tuviera más talento para la refutación o al menos más valor para enfrentarme a ti, de iniciar mi refutación. Como no puedo o no me atrevo, me contento con decir que sin duda no se te oculta que ha habido quien intente semejantes reducciones. De hecho, yo mismo me refería ayer al intento de Aristóteles de reducir todo lo “ético” al dominio 10. F. Y tú, ¿qué piensas de esos intentos? P. Gracias por preguntarme y tratar de mantenerme honesto. Lo que pienso es que a más veo el cuadro, más me parecen contener los dominios enlistados cosas muy distintas; y doy en pensar que has descubierto algo tan importante como en cierto modo obvio. F. Pues gracias a ti por responderme con tanta claridad y concisión. Pero examinemos esos intentos de reducir todos los dominios “éticos” a uno solo. Aristóteles, como dijiste antes, y muchos otros después que él, quisieron reducirlo todo a la Felicidad ―y así al dominio 10. De hecho, ya muchos sofistas apuntaban en esa dirección, e incluso Sócrates pudiera ser clasificado así. P. Claro, y en la Europa moderna hay muchos casos también, el más sonado sin duda el de los utilitaristas ingleses del siglo XIX. 22

F. Así es. Y si nos salimos de la tradición occidental, cosa que hago un poco a mi pesar por el riesgo de decir tonterías debido a mi ignorancia de la lengua y los textos, creo que en buena medida habría que poner aquí a Gautama y los budistas. P. Cierto me parece; y viéndolo bien, esa es tal vez la posición del sentido común. Pero dime, ¿qué otros intentos de reducción ha habido aparte de este tan antiguo y glorioso? F. Podemos decir, Pánfilo, que Platón y con mayor énfasis aún Kant y muchos kantianos después han querido reducir la ética a la Justicia ―es decir, al dominio 1. P. Eso me lo tienes que explicar más despacio. F. Enseguida. Pero para terminar rápido este recuento de reduccionismos, piensa que la doctrina cristiana ha intentado, en una de sus vertientes, reducirlo todo a la relación con Dios ―con ello al dominio 12― y en otra de ellas al Amor y la Amistad ―es decir, al dominio 2. P. Tienes razón; no lo había visto así. F. Finalmente, creo que se sugirió ayer que los biólogos y algunos filósofos contemporáneos que tienen un gusto inmoderado por las ciencias naturales se inclinan a reducirlo todo al altruismo ―y con ello al dominio 6― mientras que los antropólogos y los sociólogos favorecen más la reciprocidad ―es decir, el dominio 9. P. ¿Y ha habido quien lo intente con los restantes? F. Bueno, se podría decir que en cierto modo los romanos tenían una tendencia a considerar lo que ellos llamaban la pietas, es decir el respeto por los padres, como el fundamento de la vida ética, y en ese sentido daban un cierto paso en esa dirección, si bien no queda claro cuál podría ser una posible reducción. Ni siquiera Confucio ―espero no meter la pata al salirme una vez más de la tradición europea― tiene, a lo que juzgo, una posición reduccionista acabada, si bien está claro que el respeto a los padres también es el pilar de su filosofía. P. En ese sentido lato se me ocurre pensar que nunca ha faltado quien le dé preferencia a cualquiera de los otros dominios sobre los demás. F. ¿Por ejemplo? P. Bueno, los militares dirán que lo más importante es la valentía, los liberales que la libertad, los humillados y ofendidos que la dignidad, los educadores que la disciplina, y quienes hacen promesas y celebran contratos dirán que la honestidad. F. Excelente todo eso, y muy útil para darnos cuenta de que mucho depende de quién es uno o a qué se dedica para darle mayor importancia a una cosa o a otra. Pero, ¿qué escribes por allí con tanto afán? P. Espera un momento, ya termino. He reacomodado los doce dominios agrupándolos ahora en dos columnas contrapuestas. Mira: Dominios tipo A (“reduccionistas”)

Dominios tipo B (“preferentistas”)

Justicia

Honestidad con extraños y extranjeros

Amistad, amor, lealtad

Disciplina, templanza, autocontrol

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Altruismo, autosacrificio, solidaridad

Valentía, cobardía

Reciprocidad (dar y recibir)

Honor, honra, dignidad, autoestima

Placer, dolor; felicidad, desdicha

Libertad, coerción

Relación con el o los dioses

Sexo y familia (“moral”)

F. Muy bonito y muy simétrico. ¿Me lo quieres explicar? P. La primera columna contiene los seis dominios que, según has sugerido, han sido utilizados como conteniendo en sí toda la esfera de lo “ético”... F. Exacto; y con ello se ha concluido que hay una unidad de lo “ético” más allá del mero nombre... P. Así es; serían justo tus contrincantes a la hora de entablar un debate sobre el nominalismo en ética. F. ¿Y la segunda columna? P. La segunda columna contiene los otros seis dominios que, si bien parecen no haber sido utilizados consistentemente por nadie como absorbiendo la totalidad de lo “ético”, sí han sido probablemente enarbolados por algunos en distintas circunstancias como de algún modo destacada o fundamentalmente “éticos”, sea que se hayan considerado como origen y fuente de la ética o al menos como los valores éticos supremos. F. Es lo que quieres decir con “preferentistas”... P. Sí: que son dominios de valores preferenciales. F. Pero, ¿admitirás que los “reduccionistas” en cierto modo también dirían de sus dominios que son preferenciales, por ejemplo que el amor es el valor más grande, o la justicia o la religión? P. Mmm, ya veo. Podríamos decir que todos los reduccionistas son preferentistas, pero no que todos los preferentistas son reduccionistas. F. Bueno, bueno, basta de tantos terminajos y veamos qué significa todo esto. Porque hay una gran diferencia entre decir que tal o cuál valor es el primero o el más importante y decir que todos los valores se reducen a tal o cual valor. P. ¿Y cuál es esa gran diferencia? F. Bueno, ¿no te parece que hay muchas circunstancias en las cuales es muy difícil oponerse a alguien que dice que tal o cual valor es prioritario? P. No te sigo. F. Piensa, por ejemplo, en la guerra o en general en una situación en la que hay que defenderse contra un agresor peligroso y violento. ¿No piensas que en esa situación la valentía es lo más importante? P. Bueno, sí, pero... F. Pero nada. Las cosas son así, nos guste o no nos guste. P. Pero eso es puramente circunstancial.

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F. Lo que no entiendes, creo yo, y me parece que es por tu juventud, es que toda la vida humana es circunstancial. Vamos viviendo de circunstancia en circunstancia, y a veces lo que se necesita es una cosa y a veces otra. Y somos afortunados cuando en tal o cual circunstancia, en que se requiere de una particular virtud, podemos contar con alguien o algunos que posean esa virtud. P. ¿Quieres decir que los militares tienen razón en muchas circunstancias, y que los liberales la tienen en otras, y los que celebran contratos en otras, y así siempre? F. Eso me parece ciertamente a mí. P. Nunca me había parado a considerar así las cosas. F. Es que, siendo filósofo, te inclinas a pensar en términos absolutos, abstractos, separados y sueltos de toda circunstancia particular. P. Sin embargo, no estarás de acuerdo en que diga alguno, por ejemplo un confuciano, que el respeto a los padres es lo más importante y la base de toda la vida ética. F. Primero quisiera tener al confuciano enfrente para ver exactamente qué es lo que él quiere decir con esto. Siendo, como seguramente será, un hombre brillante y fino, me parece que lo más probable es que tenga razón, y que yo se la diera una vez que lo hubiera escuchado a fondo. P. Y esa manera de ver las cosas ―o sea, que en principio cualquier valor es el más importante o el prioritario o el básico cuando las circunstancias así lo requieren... F. Cuando es el valor que las circunstancias requieren, sí. P. ... esa manera de ver las cosas, ¿te gustaría extenderla no solamente a los dominios de la columna de la derecha (o tipo B) sino también a los de la derecha (o tipo A)? F. Me has adivinado el pensamiento. También de esos dominios ―de esos valores― creo que cada uno de ellos es en ciertas circunstancias lo más necesario y fundamental. P. Como dice el Viejo Testamento, hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo. F. Así es: hay un tiempo para todo, un tiempo para la justicia, un tiempo para el amor, un tiempo para la libertad, un tiempo para la valentía, y así con todos. Y ninguno de esos valores es para todos los tiempos. P. Eso que dices es a la vez tan sencillo y tan sorprendente, tan obvio y tan profundo, que no sé qué decir. F. Yo tampoco supe qué decir cuando por primera vez me fue dado pensar eso. P. ¿Te gustaría contarme cómo ocurrió? F. Claro, si tienes interés en un pedazo de mi vida. P. Sí, y mucho. F. La primera vez que entreví eso fue cuando, todavía muy joven, aunque no tanto como tú, leí sobre las investigaciones en un campo que se llama “psicología del desarrollo moral”. P. ¿Te refieres a Piaget? F. Bueno, sí; Piaget fue el autor que fundó ese campo... 25

P. ... con un libro titulado El criterio moral en el niño... F. Mal traducido así. El libro originalmente se llama El juicio moral en el niño. Es un libro maravilloso. ¿Lo has leído? P. No. F. Deberías leerlo. Aunque Piaget es una especie de kantiano, y en ese sentido algo reduccionista, el libro es tan fresco que compensa todo eso con creces. P. Y cuando Piaget dice “moral”... F. Usa el término en su sentido lato, es decir como equivalente a “ético”. P. Bien, pero me parece que no querías hablar de Piaget. F. No. En realidad quería hablar de una especie de continuador tardío que Piaget tuvo en los Estados Unidos. Porque Piaget escribió aquel libro en 1932, en una etapa relativamente temprana de su brillante carrera, y no volvió a tocar el asunto. Tuvo en cambio en Lawrence Kohlberg un lector que intentó continuar ese tipo de investigaciones desde fines de los años 50. Y él sí que tuvo mucho éxito y muchos discípulos. P. ¿No es Kohlberg ese que trabaja con especies de acertijos morales, como la famosa historia de Heinz, que tiene una esposa enferma y va con el boticario, pero no puede pagarle la medicina? F. Ese mismo. Y la pregunta es si Heinz debe dejar morir a la esposa o robar la medicina. P. Y según lo que se responda y cómo se fundamente la acción moralmente correcta, se establece una serie de etapas en el desarrollo moral, que culminan en la etapa superior de la autonomía moral. F. Pareces bastante informado. P. Es que Habermas ha utilizado las cosas de Kohlberg para su fundamentación de la ética. F. Así es; pero dejemos a Habermas para otra ocasión. Resulta que Kohlberg tuvo una discípula que fue su asistente en Harvard. Su nombre era, o más bien es, Carol Gilligan. Para que se entienda lo que sigue, hay que decir que un resultado curioso de los tests de Kohlberg es que las mujeres rara vez alcanzan la última etapa de desarrollo moral. P. Y eso, ¿qué significa? F. Que yo sepa, Kohlberg nunca lo ha explicado. Comoquiera que ello sea, cuenta Gilligan que, cuando fungía como asistente de Kohlberg en su seminario, se dio cuenta de que algunas de las estudiantes inscritas al curso muy pronto comenzaban a ausentarse. Y aquí viene lo interesante; porque Gilligan ―a diferencia de Kohlberg mismo o sus otros discípulos― se interesó por ese hecho y buscó a las estudiantes en sus casas para averiguar la razón de su ausencia. P. ¿Y cuál fue? F. Pues héte aquí que las jovencitas le dijeron a Gilligan que los tests de Kohlberg les parecían ridículos y poco realistas. P. Bueno, pues sí lo son, es cierto... 26

F. Pues sí; pero como Gilligan dice, aparentemente los jóvenes ―los varones― resolvían los tests sin ningún problema... P. Como si lo abstracto y alejado de la vida no les preocupase en lo absoluto. F. Exactamente. Y eso dio mucho que pensar a Gilligan, quien cambió el rumbo de su investigación. En lugar de preguntarse por qué las mujeres no piensan como Kohlberg dice que hay que pensar (por ejemplo, por qué no alcanzan la etapa superior en los tests de Kohlberg), se preguntó cómo piensan las mujeres sobre problemas éticos en sus propios términos. P. ¿Y qué encontró? F. Encontró que las mujeres parecen en general plantearse los problemas éticos no en términos de lo “correcto”, sino en términos de evitar lastimar a otros. Dado que Kohlberg, al fin tan kantiano como Piaget, tiende a hablar de “justicia”, Gilligan decidió utilizar una palabra que resumiese las cosas de manera de contraponerlas al discurso kantiano. Eligió entonces una palabra que aparecía con frecuencia en el discurso femenino, la palabra inglesa care. P. Una palabra muy difícil de traducir, supongo. F. Ciertamente. Por un lado implica la idea de cuidado, como cuando una madre cuida de sus niños, pero por otra se acerca mucho al sentido de la palabra española “amor”, como en la expresión she cares for me (“me tiene aprecio”, “se preocupa por mí”, “me quiere”). P. ¿Los hombres serían justos, mientras que las mujeres amarían y cuidarían? F. Es, por supuesto, una manera algo burda de resumir las cosas, ya que por supuesto Gilligan tiene claro que estas cosas no se pueden generalizar; o lo tenía al menos cuando escribió su primer libro. P. ¿Luego se fue a los extremos? F. Como le ocurre a mucha gente que descubre algo importante; pero dejemos eso de lado ahora y digamos que, bien entendido, lo que ella venía a decir es que existían dos visiones morales o éticas contrapuestas, que tenían por consecuencia actitudes y comportamientos distintos. P. Me pregunto que habrán hecho las feministas con todo esto. F. Algunas de ellas tomaron la cosa muy en serio y trataron de elaborar sistemas éticos basados en el concepto de cuidado (en el sentido de care). Otras han tratado de ver de qué manera podría uno mantener la idea de Justicia junto con la idea de cuidado. Pero este es un tema complejo en el que no quisiera entrar en este momento. Lo que fue para mí revelador fue la idea de dos visiones éticas parcialmente divergentes. Hasta ese momento yo probablemente me habría identificado a mí misma como una kantiana en ética. P. Pero la lectura de Gilligan te cambió. F. Así es; y traté de hacer que mis amigos kantianos leyeran a Gilligan, para ver si la cosa era tan importante como me parecía a mí. P. ¿Y?

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F. No tuve ningún éxito. Lo cual hizo que por un buen tiempo mi vida fuese la de una especie de kantiana a medias, una kantiana que no renunciaba a su kantianismo, pero comenzaba a tener dudas a un nivel muy fundamental, o si quieres: una kantiana resquebrajada. P. ¿Intentaste reparar tu kantianismo resquebrajado? F. Digamos que intenté imaginar versiones de la ley moral en el estilo kantiano que incluyesen la idea de cuidado de una manera u otra, pero sin éxito. Acabé por darme cuenta que me estaba haciendo tonta al leer varios años después a otra autora. P. También mujer... F. Sí; es curioso que en los dos casos hayan sido mujeres. Me pregunto si eso significa algo. P. ¿Y esa otra mujer? F. Es una especie de librepensadora, no tanto en el sentido clásico, aunque tal vez también en ese sentido. Quiero decir que Jane Jacobs ―ese es su nombre― es una escritora free lance, alguien que piensa y escribe fuera de los circuitos de la academia y a menudo contra ellos. Se hizo famosa hace años con sus estudios sobre la degradación de las grandes ciudades norteamericanas. El libro que yo leí de ella trata también de la degradación de la vida moderna, aunque en un sentido más amplio. P. La cosa suena interesante. F. Se trata de una meditación ética escrita en forma de diálogo. P. Algo que tiene un gran atractivo para ti. F. ¡Y qué diálogo! Como tal vez quieras leerlo por tu cuenta, no te arruino las cosas contándote detalles, pero baste decir que uno de los personajes ―una mujer por cierto también― sugiere una gran interpretación del desarrollo humano sobre la tierra. P. ¡Guau! F. Sí, no se puede decir menos que eso. Según Jacobs (o su personaje), los seres humanos han organizado las cosas sobre la tierra de tal manera que existen dos grandes sistemas de supervivencia... P. ¿”Sistemas de supervivencia”? F. Así los llama ella. Entiende por ello dos grandes modos de organización con el fin último de sobrevivir. Uno está asociado a la guerra y la conquista, otro al comercio y la industria. Utilizamos el primero cuando atacamos a otros para quitarles lo que tienen, y el segundo cuando intercambiamos lo que tenemos por lo que los otros tienen. P. Ya veo: los guerreros y los comerciantes. F. Así es, grosso modo. P. ¿Y qué tiene que ver todo eso con la ética? F. Mucho, porque, como Jacobs documenta amplísimamente, los guerreros desarrollan una ética distinta de la que desarrollan los comerciantes. Por ejemplo, para los guerreros es vital la valentía, para los comerciantes la confianza; aquéllos quieren derrotar, éstos hacer negocio. Fines distintos conducen a estrategias distintas. Un guerrero puede destruir al 28

enemigo, para el comerciante importa que su cliente continúe y prospere. Los guerreros celebran fiestas en las que derrochan los bienes que han ganado con su sangre; los comerciantes tienden a la frugalidad y el ahorro, y todo derroche les es odioso. La peor bajeza de un guerrero es la traición, que consiste en vender al propio grupo a cambio de un bien; el comerciante se dedica a comprar y vender. En fin, que no quiero detenerme en más detalles, pero supongo que captas la idea general. P. Sí, creo que sí. F. Pues bien, cuando leí a Jacobs tuve la impresión que todo se acomodaba en mi cabeza, que mis intentos de reconciliar la justicia con el cuidado o el amor eran un error, porque tal vez resulta que ciertos valores humanos, o ciertos grupos de valores humanos, no son siempre y en todas las circunstancias compatibles. P. Pero de lo que me cuentas de Jacobs a las listas de que hemos estado hablando hay un gran trecho. F. Un muy gran trecho, recorrido en tantos años como he continuado pensando en esas cosas. P. Tanto Gilligan como Jacobs proponen, a lo que me cuentas, una contraposición entre dos valores o mejor: sistemas de valores. Tú, en cambio, me has hablado de muchos, diez o hasta doce, dominios de valores. F. Y en realidad son más, si uno abandona, como yo lo hago, la restricción impuesta por el nombre “ética”. P. Eso sí que me gustaría oírlo. F. Todo a su tiempo, Pánfilo, todo a su tiempo. Por lo pronto, digamos que Gilligan primero y Jacobs después me enseñaron a pensar de una manera diferente sobre las cosas éticas; por decirlo así, me liberaron. Con el tiempo aprendí a darme cuenta que el fenómeno más importante es el hecho, irrebatible, que las personas difieren en sus valores y entran en conflicto por sus valores. Por ello, la única manera sana de pensar en las cosas éticas es como radicalmente diversas y bajo muchas circunstancias incompatibles. P. De allí tu nominalismo en ética. F. Es, por así decirlo, la última estación ―tal vez provisional― en un largo camino. Digo “provisional”, porque sigo pensando y espero seguir pensando y en esa medida cambiando de opinión, refinando o incluso substituyendo mis teorías. P. Tenemos delante una larga agenda, pero te noto cansada, y antes de que te me vayas quisiera solamente preguntarte una cosa más que tiene que ver con algo que dijiste hace un rato. F. Si puedo hacerlo, lo haré con mucho gusto. P. Hablábamos del reduccionismo y estábamos de acuerdo en el intento ―por Aristóteles y otros― de reducir las cosas éticas a la felicidad. F. Sí; lo recuerdo. P. Dijiste entonces que Platón también fue reduccionista, y que lo mismo que Kant intentó reducir la ética a cuestiones de justicia. 29

F. Eso dije, sí. P. ¿Podrías explicarme eso un poco más antes de despedirnos? F. Claro que sí. Mira: los griegos, como sabes, gustaban mucho de hablar de las “virtudes”, esas cualidades afectivas e intelectuales que permiten que unas personas destaquen por sobre las otras. De hecho, el discurso sobre las Virtudes, o al menos la reflexión sobre ese tipo de discurso, es lo que da origen a la ética griega. En ese discurso los griegos a menudo parecen referirse ―así lo reporta Platón― a cuatro virtudes aparentemente fundamentales. P. Bien que las recuerdo. Justicia, valentía, templanza, sabiduría: las “cuatro virtudes cardinales”. F. Bueno, sí, aunque curiosamente la sabiduría no figura como tal en los tiempos propiamente clásicos. Otro día platicaremos cómo fue que la sabiduría usurpó el lugar de una más antigua “virtud cardinal”. Por ahora baste que, en lugar de la sabiduría, Platón menciona una virtud que es difícil de nombrar en español, pero que corresponde un poco a las personas que en el español clásico se llaman “piadosas”, es decir las que se preocupan de su relación con Dios. Por supuesto, los griegos eran politeístas, de manera que la “piedad”, o tal vez mejor: la “religiosidad” se refiere más bien a su relación con los dioses. P. ¡Ajá!, pero entonces podemos decir que las cuatro virtudes cardinales de la Grecia clásica corresponden de cerca a cuatro de los dominios de tu lista. Veamos. Sí, claro, aquí están: son los dominios 1, 4, 5 y 12. F. Correcto, sí. P. ¿Y entonces? F. Pues resulta que cuando Platón discute estas virtudes en sus diálogos, insiste siempre, por boca de Sócrates, que sólo son cuatro en apariencia, pero que en realidad deben ser una sola, ya que el bien tiene que ser uno solo. P. Sí; lo recuerdo bien. F. Pues si lees con cuidado te darás cuenta de que, cuando quiere apretar un poco ese concepto general de virtud, común a todas las virtudes y que las une en armonía, cuando quiere decir un poco más en qué consiste ese único bien, lo que hace es hablar de la Justicia. De esa manera es que Platón realiza la reducción de las cuatro virtudes a una de ellas. P. Tengo que pensar en eso, y releer a Platón. Pero, ¿qué pasa con Kant? F. Con Kant pasa lo mismo. La manera como trata de unificar las cosas es más enredada, claro está, porque Kant no tiene la simplicidad del pensamiento clásico; y además escribe de manera obscura y trabajosa. Como dice Schopenhauer, el pobre hombre tenía que dar tantas clases que apenas le quedaba tiempo para escribir; por eso lo hacía rápido y mal. P. Por eso es que en otras ocasiones nos has recordado aquella frase de Kant de que lo que él intenta es actualizar a Platón, e incluso que él, Kant, ha podido entender a Platón mejor de lo que él se entendía a sí mismo. F. Veo que mis lecciones no han sido en vano. 30

P. Pero dime: ¿no declara Kant que los antiguos se equivocaron todos al pensar en la ética como ocupándose del bien?, ¿y no es justo de lo que habla Platón en su reducción? F. Todo eso es correcto; y ese es el sentido, me parece, de haber Kant pensado que entendía a Platón mejor de lo que éste se entendió jamás a sí mismo. A poco que leas con cuidado y que estudies el concepto kantiano de Deber y las formulaciones de su Ley Moral (su “imperativo categórico”), te darás cuenta de que está hablando de Justicia y no de otra cosa. Eso se vuelve más claro en el más consistente de sus continuadores, Leonard Nelson, quien ciertamente sigue hablando de deber, de ley moral y de imperativo categórico, pero cuando se decide a apretar la cosa, sencillamente habla de Justicia. P. No estoy seguro de entender todo aún, pero aún suponiendo que tienes razón en pensar que la reducción platónica y la kantiana son en el fondo lo mismo, ¿a ti te parece que se trata de un error? F. Sí, pero la cosa no se aclarará, creo, hasta que no hablemos de los conflictos de valores; pero esto es un tema que requiere que estemos más frescos. P. Un tema para mañana, pues. F. Para mañana; y si mañana alcanza el tiempo, trataré también de mostrarte cómo al llevar Platón y Kant a cabo esa reducción de los valores a la sola justicia, el carácter peculiar de la justicia se disuelve y confunde. De hecho, esa es una de las razones por las que pienso que tal vez debamos no solamente ser nominalistas en cuestiones de ética, sino que muy probablemente también debamos ser nominalistas en cuestiones de justicia. P. ¿Quieres decir que también la justicia es sólo un nombre? F. Mucho me temo que tal podría ser el caso. P. ¿Y entonces? F. Entonces es probable que el nombre de “justicia” ―como el nombre de “ética”― sea en gran medida inservible para sostener nuestros razonamientos. P. ¿Porque sería una fuente de equívocos y malentendidos? F. Exactamente. Pero ya discutiremos de eso mañana, si se puede; o si no, otro día.

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Cuarta Jornada PÁNFILO. Estoy listo para oír tus ideas sobre los conflictos humanos asociados a los valores. FILOPANTA. De acuerdo. Veamos, ¿recuerdas el diálogo Eutifrón? P. Claro; es un diálogo en que Platón hace pedazos la manera tradicional de pensar en las cosas religiosas. F. Y dime, ¿cómo es que la hace pedazos? P. El argumento es muy simple. Eutifrón es una especie de sacerdote o teólogo, alguien que cree saber todo sobre los dioses y nuestra relación con ellos. F. Con otras palabras, un piadoso, un experto en “religiosidad”, como llamábamos ayer a esa virtud cardinal de la Grecia clásica, a falta de mejor nombre en el español contemporáneo. P. Se me ocurre que podríamos decir, medio en broma, que Eutifrón es un experto en “beaterías”. F. Está bien, mientras no olvidemos la seriedad de las “beaterías” para muchas personas, tal vez para la mayoría de la humanidad, vista global e históricamente. Podemos bromear, si recordamos que en el fondo no es cosa de broma. Algún día hablaremos de Durkheim, cuya sensibilidad es exquisita en lo que toca a este asunto. Pero continúa. P. Pues lo que Sócrates le pregunta a Eutifrón es justamente cuál es la naturaleza de esas “beaterías”, que tanto han importado e importan a la humanidad, y de las que él, Eutifrón, es supuestamente un experto. La traducción usual de la pregunta socrática es: ¿Qué es lo “piadoso”? F. En griego, tò hósion. Preguntar qué es lo “piadoso” es preguntar qué es aquéllo que hace piadosa a una persona, cosa o acción: qué es aquéllo que hace que la llamemos así, que la consideremos tal. P. Primero Eutifrón le da ejemplos: es “piadoso” el acusar y perseguir a los asesinos, los ladrones de templos,… F. Por cierto, Pánfilo mío, ¿sabes por qué Eutifrón pone a los asesinos junto a los ladrones de templos? P. Pues no, ahora que lo dices, no lo sé. F. Porque el asesinato era para los griegos ―como, por lo demás, lo es en muchas otras culturas― no sólo un delito, sino un sacrilegio, una acción que “mancha” de tal manera al alma de quien la comete que se requiere de una purificación religiosa. P. Ya veo. En todo caso dice Eutifrón que él puede probar el carácter “piadoso” de la persecución de sacrílegos contando historias de los dioses, es decir recordando los mitos de los griegos que él conoce tan bien. F. Pero Sócrates no queda satisfecho. P. No, sino que lo lleva a que deje de dar ejemplos ―como el del asesinato o el del robo sacrílego― y proporcione en cambio una definición abstracta. 32

F. ¿Le pide una definición? P. Bueno, no exactamente. Tú nos has enseñado que en aquel entonces no había palabra en griego que significase una definición. Pero si no estaba la palabra, estaba la cosa buscada; y Sócrates conduce a Eutifrón a que entienda lo que él busca. F. ¿Y entonces? P. Entonces Eutifrón le define piadoso como lo que es grato a los dioses. Y es entonces que Sócrates lo atrapa. F. ¿Y cómo lo atrapa? P. Preguntándole si, por ejemplo, una acción es piadosa porque les es grata a los dioses o más bien les es grata a los dioses porque es piadosa. Es el mismo argumento en esencia que luego se ha utilizado en la teología cristiana contra la idea de que una cosa es buena porque es la voluntad de Dios, es decir: que la voluntad de Dios es la que hace que algo sea bueno; y no más bien al revés: que la bondad de la cosa es lo que hace que Dios la quiera. F. Vas demasiado de prisa. Detengámonos un poco a pensar. ¿Recuerdas qué pasa cuando Eutifrón define piadoso como lo que es grato a los dioses? P. Sí. Sócrates hace que Eutifrón reconozca que los mitos representan a los dioses como en conflicto, desacuerdo y guerra unos contra los otros. F. ¿Y cuando Eutifrón ha reconocido esto? P. Sócrates le dice entonces que la definición no sirve porque resulta que puede ocurrir que algo sea grato a un dios, pero no a otro, puesto que en esto consiste justamente su principal desacuerdo y de allí nacen los conflictos y guerras entre ellos: que unos dioses quieren unas cosas y otros otras. F. Muy bien; ¿y qué hace Eutifrón? P. Corrige su definición, y dice que para que algo sea piadoso, es necesario que los dioses estén de acuerdo, es decir que les sea grato a todos por igual. F. Cosa que le encanta a Sócrates, ¿no es así? P. En principio sí, aunque, como dije antes, de allí arranca su refutación, cuando le pregunta aquello de que cuál cosa es primero: ser una acción piadosa o resultarle grata a todos los dioses. F. Bien; pero eso podemos discutirlo después. La trampa platónica ―su tendencia al reduccionismo en cosas éticas― tiene tres tiempos: en el primer tiempo le interesa establecer la armonía entre los dioses; en el segundo tiempo ―que te llama tanto la atención― quiere llegar a la prioridad del bien sobre la voluntad de los dioses; en el tercer tiempo es donde el monoteísmo se revela en todo su esplendor. P. ¡Guau! ¿Todo eso ocurre en Platón? ¿Y se trataría de una trampa? F. A mí al menos así me lo parece. Tal vez porque en el fondo soy politeísta. P. ¿Cómo? Yo siempre te había hecho atea. F. Si la alternativa fuese entre el monoteísmo y el ateísmo, sin duda tendrías razón. Pero no me parece que esa sea la alternativa. P. Entonces, ¿crees que hay dioses? 33

F. Y muchos; no sé cuántos, pero son muchos. P. Mira, y yo que creía que eso del politeísmo pertenecía al pensamiento primitivo. F. Tal vez pertenezca al pensamiento primitivo; tal vez mi pensamiento sea primitivo; no lo sé. Pero me parece un pensamiento más correcto que el monoteísmo. P. Esto se está poniendo de lo más interesante. F. Volvamos a la refutación de Eutifrón. Si recuerdas el diálogo, es justo cuando Eutifrón le dice que podría demostrarle teológicamente que es “piadoso” perseguir sacrílegos... P. ¿Teológicamente? F. Sí, teológicamente, es decir: contando historias de los dioses. Eso es lo que significa “teología”: hablar de los dioses, y el modo de hablar de ellos más favorecido y natural es contando historias sobre ellos. Esto mismo han hecho todos los pueblos de que tengamos noticia; y eso también es lo que hacen cristianos, judíos y musulmanes. Las historias son en parte distintas, pero son todas historias, cuentos, narraciones, “mitos”, como decían los griegos. P. Ya veo. F. Justo en ese momento Eutifrón le da a Sócrates el ejemplo de Zeus encadenando a su propio padre, esa tremebunda historia griega, y al contarla Eutifrón la compara a su propia acción de perseguir jurídicamente a su padre por haber matado o dejado morir a un esclavo. ¿Lo recuerdas? P. Sí; lo recuerdo. F. Es un bello y típico ejemplo de teología aplicada. P. No distinto de lo que es usual entre monoteístas. F. En efecto, y a todo ello replica Sócrates que él no cree esas historias que en tal manera le parecen calumniar el buen nombre de los dioses. P. Es cierto; y aún añade Sócrates que tal vez por eso está él mismo en tan grande lío, siendo perseguido por “no creer en los dioses de la ciudad”. F. Correcto. ¿Y qué más? P. Le pregunta Sócrates a Eutifrón si él cree que hayan pasado esas cosas entre los dioses, y que entre ellos haya grandes pleitos y enemistades, como cantan los poetas y plasman los pintores y escultores. F. Y Eutifrón le dice que sí que lo cree, y todas esas historias cuentan la verdad. P. Pero luego se desdice cuando Platón lo aprieta con aquello de que si lo “piadoso” es lo que es grato a los dioses, tales pleitos y enemistades harán eventualmente de una y la misma cosa algo “piadoso” y “no piadoso” al mismo tiempo. F. Así es, mi joven amigo, y Eutifrón no tuvo el coraje de defender lo que dijo primero y no tuvo ni el ánimo ni la lucidez de retirar su torpe intento de corregir lo que a ojos vistas era un buen comienzo de definición. Antes postuló ―sin que para ello hubiese ni la menor prueba teológica― que tiene que haber cosas en que los dioses estén de acuerdo y que esas, y sólo esas, son gratas a todos y por tanto esas, y sólo esas, merecen el nombre de “piadosas”. 34

P. Tú no habrías hecho ni dicho lo que hizo y dijo Eutifrón de haber estado en su lugar. F. No sé qué habría hecho yo, joven Pánfilo, ante los embates de un disputante tan temible como Sócrates, pero al menos te digo que ahora, en este momento, y hablando con distancia, yo quisiera decir que Eutifrón tuvo razón la primera vez y erró la segunda. P. ¿Y la definición de “piadoso”? F. Si quisiéramos explorar el intento eutifrónico, yo diría no que es “piadoso” lo que es grato a todos los dioses, sino que basta que haya un dios, uno solo entre todos ellos, para que aquello que es grato a ese dios sea por ello mismo “piadoso”. Si son dos o más o aún todos, qué bueno, pero tal no se necesita para la definición. P. Pero entonces, ¿qué pasa cuando un hombre piadoso como Eutifrón se dispone a actuar de la manera que lo hace, persiguiendo y acusando a su padre de asesinato, y con ello acogiéndose a la historia de Zeus, pero aparece otro dios que se opone, para no ir más lejos el padre de Zeus, que seguro se habrá opuesto a que su hijo lo encadenase? F. Pues pasa que Eutifrón tiene que hacerse cargo de cuál es su dios. P. ¿Y si muere en el intento? F. Pues muere en el intento. P. Pero entonces, ¿tú cómo te imaginas la vida de los seres humanos? Casi me parece que la imaginas como peleando y destrozándose unos a otros de una manera que es como el reflejo de las luchas de los dioses... F. No podrías haberlo expresado mejor. Así y no de otra manera me imagino la vida de los seres humanos sobre la tierra. P. La tierra sería el escenario de las guerras de los dioses tal como ellas son peleadas por los hombres y las mujeres. F. Exacto; somos, como quien dice, sus soldados; formamos todos y cada uno de nosotros, querámoslo o no, parte de los pelotones, batallones y ejércitos de los dioses en sus divinas luchas. Y no sino por ellos es que nos peleamos y matamos y morimos en cruentas batallas. P. ¿Y quiénes son esos dioses que extraen de nosotros tan terribles tributos? F. Atiende, Pánfilo, a esto: que nos hemos olvidado de esa manera tan hermosa y exacta de hablar por una serie de circunstancias históricas que no acabamos bien a bien de entender. Hoy ya no hablamos de dioses. El último que lo intentó fue Max Weber, un hombre muy sensible a la importancia de estas cosas. P. Ahora que lo dices, creo recordar sus referencias al politeísmo y a la “lucha entre los dioses”. Hasta ahora comienzo a vislumbrar lo que se traía entre manos. Pero mi impresión es que todo mundo lo ha tomado siempre como una simple licencia poética. F. Una licencia que alguien como Weber pudo tomarse, pero que los demás evitan por mal entendida decencia o por pequeñez de espíritu. En lugar de eso preferimos hablar de valores. Esta palabra, inventada por los filósofos y psicólogos europeos ―y especialmente por los alemanes y austríacos― a fines del siglo XIX, o mejor dicho: tomada en préstamo de

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los economistas, es más insípida que aquella, sonora y tremenda: los dioses. Pero la palabra no importa, siempre y cuando entendamos lo que con ella queremos significar. P. Pero es propio de los valores, ¿no es verdad?, que nosotros los elegimos y en cierto modo sólo existen en nosotros. ¿No se ha dicho que los valores son subjetivos? F. Se ha dicho, mi querido Pánfilo, y muchas veces. Algunas de esas veces el hablar así no carece completamente de sentido, como veremos más adelante; pero otras, y mucho me temo las más veces, se habla así por arrogancia, miedo o una cierta frívola ligereza. Piensa qué ridículo resulta decir que una persona ―por ejemplo, tú o yo― podamos elegir cuáles son nuestros valores, digamos a la manera como elegimos una camisa o unos zapatos o lo que vamos a comer del menú en un restaurante. P. Tienes razón. Si hay una cosa en el mundo que verdaderamente te importa, no se puede decir que la elijas en ese sentido trivial. Y supongo que nuestros valores son las cosas que verdaderamente nos importan. F. Más que eso, Pánfilo, son las cosas que hacen que la vida valga la pena, las cosas sin las cuales no aceptaríamos vivir, las cosas por las que podríamos morir tratando de defenderlas, las cosas, todavía más, por las que podríamos matar... P. Me da escalofríos pensar en eso. F. Pero así es, Pánfilo mío, los valores, si deveras son valores, y no zonzeras y caprichos, son aquello que hay de más grande y admirable en el mundo. Para unos eso puede ser la ciencia o la sabiduría, para otros el tener hijos y cuidarlos, para otros aún ganarse la admiración y el respeto de los hombres, para otros las riquezas; en fin, cada cual tiene sus valores y por ellos vive y por ellos muere. P. Y no los elegimos. F. Casi dan ganas de decir, más bien, que ellos nos eligen a nosotros. P. Otra vez el modo de hablar teológico. F. Es que es más apropiado, aunque hayamos perdido en gran medida el hábito de expresarnos con su ayuda. ¿Conoces la expresión “fuerzas de la naturaleza”? P. Claro. Tiene un sentido técnico en física y uno popular, como cuando hablamos de la fuerza de una tormenta, de una avalancha, de un volcán o del mar embravecido... F. Exacto. A veces me ayuda ―y mira tú si a ti también― el pensar en los valores por analogía con las fuerzas de la naturaleza. P. Suena bien. Casi podríamos llamar a los valores “fuerzas” en vez de valores. F. No desatinaríamos demasiado si lo hiciéramos y estaríamos más a tono con la gravedad y urgencia del asunto. Y dime tú si puede un pobre ser humano “elegir” una fuerza de la naturaleza. Dime si una madre puede elegir lo que siente por su hijo y de qué manera eso que siente la impele a actuar, a sacrificarse, a morir. P. Tan poco puede elegirlo como elegir la ciencia podría un científico de vocación... F. Fíjate en la expresión que acabas de usar: “de vocación”. Justo es así: como si algo más fuerte y poderoso que nosotros nos “vocara”, nos llamara a que lo siguiésemos. Así justo es que funcionan las cosas. 36

P. En ese sentido es que te declaras politeísta. F. ¿En cuál otro podría ser? Sí, Pánfilo, los dioses existen, y son muy grandes. Su grandeza y su majestad y su poder nos mueven, nos animan, nos impelen, nos llevan a hacer grandes cosas, y muchas veces nos destruyen. P. Y eso ocurre cuando uno de esos dioses se enfrenta a otro. F. Así es: un dios moviendo a uno o varios hombres y mujeres se enfrenta a otro dios que mueve otras mujeres y hombres. El combate es duro, la refriega prolongada, la victoria incierta, el ánimo a veces desfalleciente; y en el campo de batalla quedan los cuerpos de los pequeños y frágiles soldados, los peones de los dioses, nosotros. Y como en las batallas ordinarias hay, por supuesto, rangos y jerarquías, estrategias y armamentos, héroes y desertores. P. Un cuadro muy vívido pintas, Filopanta. F. Como la vida de los seres humanos sobre la tierra, Pánfilo, nada más. P. Creo que no podré ya pensar en los valores como había venido pensando hasta ahora. F. Nada me daría más gusto que verte pensar en estas cosas con la seriedad que se merecen. En todo caso, ¿te darás cuenta de que no solamente se trata de conflictos y “sangre, sudor y lágrimas”? P. Casi me inclinaba a pensar que no hay más. F. No, Pánfilo, los dioses no solamente nos matan, también nos dan vida. ¿Qué haríamos sin ellos? ¿Cómo, sin ellos, podríamos crear nuestras ciudades, nuestras obras de arte, nuestra ciencia, nuestra música, nuestra cocina, todo lo grande que hemos hecho a lo largo de la historia de la humanidad? P. O sea que todo lo malo y lo bueno... F. Todo es una dispensación de los dioses. La naturaleza humana depende por completo de la naturaleza divina. P. ¡Que frase tan hermosa! F. Pero no es sólo una frase; resume, de manera algo poética y con la elocuencia que sólo tiene el discurso religioso, algo que es una verdad profunda. P. Y que me da algo de vértigo, lo confieso. Pero volviendo a la parte dolorosa, ¿tú crees que todos los conflictos entre los seres humanos son conflictos por los valores? F. No lo sé, Pánfilo, y nada me gustaría más que saberlo. Yo me he armado con una distinción para explorar este problema. A ver qué te parece. P. Suelta prenda. F. Me digo a mí misma que conviene distinguir entre conflictos de interés y conflictos de valor. Y razono como sigue: en muchas ocasiones me parece observar que dos personas o grupos de personas se enfrentan y aún combaten por lo que parece ser el mismo objeto. ¿Cuántas veces, por ejemplo, se han enfrentado reyes o generales por el control de un río, un puente, una montaña o una ciudad? ¿Cuántas ha estallado un conflicto por dinero o por poder o por fama o alguna otra cosa apreciada igualmente por sus contrincantes? 37

P. Un poco como en aquella curiosa cita que nos leíste un día, creo que tomada de la Crítica de la razón práctica, en la que Kant bromea sobre Francisco I, porque éste habría dicho con ocasión de uno de sus muchos conflictos italianos con Carlos V, que en realidad quería lo mismo que él, o sea Milán. F. Me da gusto oírte recordar esa historia, que aquí queda, en efecto, como anillo al dedo. E igual podría decirse de dos equipos de investigación: quieren lo mismo, la mención honorífica, el premio nacional, o lo que sea. Me parece que en todos estos casos las partes en conflicto comparten algo central: su concepción de lo que merece la pena. Es decir, no parecen ser conflictos por los valores. En los valores ―o el valor en cuestión― están ambos perfectamente de acuerdo. Sólo que cada uno lo quiere, digamos, para sí. P. Eso es lo que quieres decir cuando hablas de conflictos de interés. F. Así es; y me parece que es muy distinto del caso en que las partes en conflicto conciben lo que vale la pena de manera radicalmente distinta. Tal vez el conflicto entre un grupo de misioneros y un grupo de conquistadores sería un ejemplo... P. ... o el conflicto entre un equipo de investigación y una comisión administrativa... F. Por ejemplo, sí. En ambos casos tenemos aparentemente personas o grupos de ellas que valoran cosas distintas: los misioneros piensan en la salvación de las almas, los conquistadores en el oro; los investigadores en terminar con éxito un proyecto, los administradores en que no se gaste más dinero del necesario. P. Son conflictos especialmente duros. F. Así es. Y yo creo que su dureza es proporcional al hecho sólido que las partes en conflicto piensan y sienten de manera diferente. Por así decirlo, lo que hace que sus corazones latan, lo que los agita y motiva, es cada vez una fuerza distinta, un dios distinto. O más bien: son esas fuerzan las que en realidad se enfrentan a través de ellos. Y en la medida en que una de las partes en conflicto esté entregada completamente a la adoración de un dios estará proporcionalmente ciega y sorda a la grandeza y majestad del otro. P. Ambos dioses son admirables, pero los adoradores de uno no ven que el otro sea admirable... F. Antes al contrario: les parece algo bajo y ruin; no un dios, sino un idolillo despreciable. P. Por eso hablan, por ejemplo, tantos académicos con desprecio de la eficiencia, la factibilidad, la utilidad u otros valores administrativos... F. Lo mismo que a los administradores les parece que la ciencia o la verdad son en el mejor de los casos tapujos miserables para ocultar el derroche y la falta de previsión. P. Me parece que no solamente cuentas la historia de la humanidad, sino que hablas de hechos que ocurren todos los días delante de nuestras narices. Y no solamente eso, sino que todos nosotros somos prisioneros de ellas y participamos continuamente en esos conflictos, y somos ciegos y sordos. F. Parcialmente ciegos y sordos, sí. Vemos y oímos tanto por un lado, que dejamos de ver y oír por el otro. Creo que nos vamos entendiendo. 38

P. En efecto, me parece que estos conflictos de valor son muy diferentes a los conflictos de interés de que hablábamos antes. Pero tú no estás del todo seguro de la distinción, me parece. F. No estoy seguro por dos razones principalmente. Una es que sospecho que, aún cuando la distinción sea conceptualmente válida, en el mundo real los conflictos entre las personas y los grupos siempre contienen elementos de ambos tipos de conflicto. Por ejemplo, el perenne conflicto entre administradores y administrados (sean ellos académicos en una universidad, ingenieros en una fábrica, o lo que sea) depende sin ningún género de duda de una lucha entre dioses. Los dioses de la administración son duros e inflexibles, como todos los dioses; y difieren completamente de los no menos duros ni menos inflexibles dioses de la academia o de la ingeniería en muchos ocasiones. Por otra parte, muchos de esos conflictos tienen también aspectos de mera supervivencia, como que los administrados quisieran gozar de una parte mayor del pastel financiero; es decir, que tienen intereses pecuniarios al igual que todos los demás seres humanos. También tienen familias y gastos, y en ello no se distinguen mayormente de los administradores. Luego hay aquí también elementos de un simple conflicto de interés. P. Digamos que también tienen dioses en común. F. Exactamente. Si esto es así, entonces podríamos decir que mi distinción podría ser válida por razones conceptuales, teóricas, pero que en la aplicación a casos concretos habría que tener mucho cuidado. P. Pero mencionaste una segunda razón... F. Esa es algo más obscura. Veamos si la puedo explicar. Tú has oído, supongo, de esa teoría según la cual las concepciones, ideas, ideologías, valores, etc., no son sino estrategias de ocultamiento de intereses particulares eventualmente inconfesables... P. Claro. Esa era la teoría de Marx... F. Sí, Marx defendió una versión de esa teoría, pero otros ―como Nietzsche y Freud― defendieron otras versiones. P. ¿No es eso lo que algún autor francés llamó “la escuela de la sospecha”? F. Así es. Y la llamó así, porque esos tres autores nos habrían enseñado (eso se argüía) a sospechar de los motivos de las personas. P. Marx sospechaba que las ideologías ocultaban los intereses económicos... F. ... Nietzsche que ocultaban el deseo de dominar... P. ... y Freud los deseos e impulsos sexuales. F. Notarás que cada uno se fijaba en uno de los tipos de vida señalados por Aristóteles como los básicos: la búsqueda del placer, del dinero y de la gloria. P. Pues no lo había notado. ¡Es realmente interesante! F. No hay nada nuevo bajo el sol, jóven Pánfilo. Pero volviendo a esos autores suspicaces, ellos y sus muchos seguidores contemporáneos siembran por doquier la duda de si las ideas, o para aplicarlo de una vez a nuestro tema: los valores, no serán sino modos de ocultar los intereses, que son siempre los mismos para todos. 39

P. O sea, los enlistados por Aristóteles. F. Placer, dinero, gloria. De esa manera, los misioneros y los conquistadores que mencionamos antes, o los académicos y los administradores se estarían peleando sólo superficialmente por sus distintos valores, ya que en el fondo se estarían más bien peleando todos por obtener una mayor tajada de los mismos bienes. P. Como antes aceptaste que era en parte el caso. F. Sí; sólo que los suspicaces generalizan el argumento de tal manera que los conflictos de valores se reducen a conflictos de interés siempre y en cada caso. P. Y tú tampoco estás de acuerdo con ese reduccionismo, supongo. F. Adivinaste. No, no estoy de acuerdo. Y no estoy de acuerdo ya simplemente porque esos autores son hombres muy inteligentes y que nos han enseñado mucho sobre el alma humana. P. ¿Y cómo eso sería jamás argumento en contra de ellos? F. Pues que cada uno de los suspicaces se ha referido, y con gran fuerza y persuasión, justamente cada vez a un dios diferente. Si los tres tienen razón, existirían tres grandes dioses todopoderosos: placer, dinero, gloria. No, pues, uno solo, sea este el placer, o el dinero, o la gloria. P. Ajá. F. Sin embargo, justo por eso todavía diremos que esos tres dioses se pueden enfrentar entre sí en muchas situaciones. P. Un buen pleito eutifrónico. F. Así es, mi querido Pánfilo, un buen pleito eutifrónico. Y todavía considera un hecho más serio que cualquier conflicto entre personas o grupos de personas. P. ¿Y ese hecho sería...? F. Que hay ya conflictos al interior de los individuos mismos. P. ¿Quieres decir que no siempre estamos de acuerdo con nosotros mismos acerca de quiénes son nuestros dioses, por así decirlo? F. Así es. No siempre estamos de acuerdo. P. ¿Te refieres a esas cosas que se llaman a veces dilemas morales o éticos? F. Despierta la curiosidad que se los llame así, ¿verdad? Pues sí, en parte me refiero a eso. Pero más en general, y para mantenernos a tono con la “escuela de la sospecha”, me refiero al hecho de que, siendo el mundo como es, tenemos cada vez que elegir, y no siempre es fácil elegir. Muy pronto veremos que esa es la base del pensamiento económico. P. ¿Cómo?, ¿y de economía vamos a hablar también? Lo poco que he leído de esa ciencia me parece absolutamente fascinante, pero nunca me imaginé que tendría que ver algo con la ética. F. Si comienza uno a hablar de ética, tarde o temprano va a tener que hablar de economía. De manera que mucho me temo que pronto estaremos, en efecto, hablando de economía. P. Yo por mi parte estoy más que dispuesto a escucharte y aprender. 40

F. Pues cuida que no sea yo quien más aprenda al hablar contigo. P. No importa; ¡y qué gusto me daría ser la ocasión de hacer un bien a quien tanto bien me hace! F. ¿Estás de acuerdo, pues, en que existen tales conflictos internos? P. Sí; existen; los he padecido. F. Pues aún en el caso de que sólo existan tres dioses, como sucesiva e independientemente nos han querido hacer creer Marx, Nietzsche y Freud, resulta que ya dentro de nosotros mismos tendremos muchas veces ocasión de estar en desacuerdo y conflicto acerca de cuál de estos tres dioses debemos seguir. P. Ya veo. Y con ello se vería que los conflictos de valor serían reales. F. ¿Cómo no lo serían? P. Pero cada uno de esos autores no estaría de acuerdo con tu diagnóstico. F. Claro que no. Puesto ante el problema que acabo de plantear, volverían a sacarse de la manga aquel truquillo filosófico que ya hemos visto aparecer tantas veces: el reduccionismo. P. ¿Quieres decir que querría cada uno de ellos reducir los dioses de los otros dos al suyo propio? F. De hecho, eso es lo que más o menos pasa con Freud, que es el último cronológicamente de los tres: interpreta la voluntad de poder y la pasión por el dinero como manifestaciones más o menos “sublimes” de la libido. P. Cierto; y lo mismo hace con otros valores, como los estéticos. F. El reduccionismo freudiano es feroz, como todos los reduccionismos. No se sacia sino cuando ha logrado tragarse todo. P. Y en principio podría hacerse lo mismo partiendo del reduccionismo marxista o del nietzscheano. F. Como intentaron los maestros de la sospecha. Y donde ellos se detuvieron, sus discípulos continuaron, sea desechando sea incorporando las doctrinas de los otros reduccionistas. Por ejemplo, un autor como Foucault es una tremenda y abigarrada mezcla de Marx, Nietzsche y Freud. P. Y tú no encuentras esas cosas muy satisfactorias. F. Pues tienen su mérito, pero no mucho. A mí me parece que la diversidad es irreductible. P. ¿Y habría manera de probarlo? F. No con argumentos filosóficos. La cuestión es empírica. Y se prueba cómo se prueba ―y en la medida en que se prueba― toda cuestión empírica: viendo cuál teoría lleva a mejores resultados. P. Creo que entiendo lo que quieres decir; pero lo que se me oculta todavía es qué tiene que ver todo eso con tus dudas sobre la distinción entre conflictos de interés y conflictos de valor.

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F. Y se te ocultará todavía un tiempo más, ya que para que se vea con claridad cuál es la raíz, aún obscura, de mi duda sobre esa distinción, es menester que nos ocupemos de la cuestión de cómo es que cada uno de nosotros llega a ser el que es. P. Una pregunta muy difícil. F. ¡Y que lo digas! Pero nada menos que eso se necesita si queremos entender cómo es que llegamos a tener los valores que tenemos, o si me permites el giro teológico: cómo es que los dioses nos eligen como sus servidores. P. Y cuando lleguemos a ese punto... F. Entonces me atreveré tal vez a decir que todos los conflictos entre los seres humanos son conflictos de valor. P. Pero entonces… F. ¿Recuerdas que partimos de la tesis suspicaz de que nuestros conflictos de valor no serían otra cosa que estrategias de ocultamiento de nuestros verdaderos conflictos, que serían todos de interés? P. Lo recuerdo. F. Pues imagina decir que tal vez sea justo al revés: que nuestros conflictos de interés podrían no ser otra cosa que estrategias de ocultamiento de los verdaderos conflictos, que serían todos conflictos de valor. P. Ahora sí que me has dejado sin habla. F. Yo mismo me quedo sin habla de oír semejantes discursos salir de mi boca. P. Casi no puedo esperar a que lleguemos a ese punto. F. Pues tendrás que esperar un buen rato, porque por lo pronto tendremos que entrar a ese tema que se acaba de anunciar. P. ¿Que sería...? F. La economía. P. ¡Caramba! ¿Tan pronto? F. Tan pronto y no tan pronto, porque tendremos que entrar en ese tema hasta mañana. P. Pero no te voy a dejar irte hasta que no me resuelvas una duda. F. Sea, que parece ser la única manera de que me dejes libre. P. Me pregunto cómo pones en relación tu idea de los dioses con el politeísmo real de la gente de antes y de ahora. F. Creo que las concepciones de la gente son una mezcla de muchas cosas y que entre ellas se encuentra al menos parte de eso que llamamos “valores”. P. ¿Quieres decir que los dioses que la gente intenta propiciar, a los que ofrece sacrificios de todo tipo, que imagina estar en ciertos lugares o manifestarse en ciertos momentos, tener poderes y hasta sentimientos, no sería idénticos a los dioses de que tú o Weber hablan? F. Me parece evidente que no. Los dioses de la gente tienen muchos atributos que poco o nada tienen que ver con los valores, si bien otros de esos atributos sí que tienen que 42

ver y mucho. No olvides que las cosas importantes para la gente son múltiples, y van desde el maíz o el arroz hasta el amor erótico o los ensueños, desde la tierra fértil hasta la buena puntería, desde el rayo hasta la hospitalidad. No hay límites. P. No eres pues politeísta en todo el sentido de la palabra. F. En el sentido, acaso más básico o primitivo, según el cual podríamos invocar a los dioses, podríamos rezarles y pedirles cosas, podríamos incluso por medio de la palabra hacer que hagan lo que queremos en determinadas circunstancias, soy atea y bien atea. Cuando dicen las personas que creen en dioses, varios o uno cualquiera o uno solo, muy bien podría ser que piensen ante todo en ese sentido. P. ¿Y de esa manera ciertamente no crees? F. Soy, por decirlo así, orgánicamente incapaz de semejante creencia. O dicho de otra manera, creo que las religiones —todas ellas— aciertan en una parte de lo que dicen sobre los dioses, pero yerran en otra. P. Aciertan, si te sigo de cerca, en pensar que existen fuerzas de la naturaleza por encima de nosotros, y que algunas de ellas parecen estar dentro de nosotros, haberse colado dentro de nosotros, haberse apoderado de nuestros corazones y nuestras mentes, y de determinar en gran medida nuestras acciones. F. Lo has resumido muy bien; en eso sí que creo. P. Y a esas fuerzas, no solamente externas, sino de alguna manera interiorizadas, las podemos llamar con ese nombre mucho más aséptico y gris de “valores”. F. Podemos y tiene sentido que lo hagamos. P. En cambio, las religiones yerran cuando dan en creer que la palabra, el lenguaje, los sonidos articulados y ordenados en ciertas frases, pueden ser capaces de tener un efecto directo, de control o propiciamiento, sobre tales fuerzas, sean exteriores o interiores. F. O más exactamente palabras junto con ciertos actos. P. Los actos rituales. F. En efecto, parece que los rituales incluyen siempre, o casi siempre, palabras y actos. No nada más le rezo a Dios o a la Virgen María, sino que me hinco e inclino la cabeza y junto las manos. P. Y persignarse es un acto acompañado de ciertas palabras. Sólo juntas tendrían el poder que les atribuye la religión. F. Y en tal atribución yerra esa religión y en todas las similares yerran las demás religiones. En este punto no dicen para nada las cosas como son. El lenguaje, y los gestos y acciones que lo acompañan, son instrumentos poderosos para muchos fines y empresas, pero no sirven para controlar ni propiciar las fuerzas exteriores o interiores. Y sin embargo, creer que sí sirven para esto, y actuar conforme a esa creencia, es una de esas propiedades que parecen intrínsecas a la naturaleza humana, nadie sabe bien a bien por qué. P. Entonces, ¿las explicaciones que han dado a lo que entiendo los antropólogos o los psicólogos…?

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F. No entremos en eso, que da pena ajena. Ciertamente que antropólogos y psicólogos, lo mismo que historiadores y sociólogos, juristas y filósofos, y muchas otras personas más han hecho obra de gran mérito en documentar para nosotros la gran variedad que toman esas creencias y acciones en los distintos grupos humanos a lo largo del tiempo y el espacio. Las han descrito e incluso clasificado, pero explicar, lo que se llama explicar, no han explicado aún nada de nada. P. Supongo que no pierdes la esperanza de que algún día lo hagan. F. Claro que no; la ciencia ha explicado cosas antes que parecían inexplicables; y no veo por qué habríamos de pensar que no podrían explicarnos también ésta. Pero hasta ahora tales fenómenos son simplemente datos duros, tan duros como los más duros que la investigación de las cosas terrenales nos haya ofrecido. Nada más; pero tampoco nada menos. P. Ahora que si la ciencia no puede explicar aún por qué la gente cree que es posible usar el lenguaje (acompañado de ciertas acciones) para controlar o propiciar a los dioses, entonces supongo que tampoco puede explicar por qué alguien como tú no cree eso o ha dejado de creer eso, no actúa conforme a esa creencia o ha dejado de hacerlo, tal como parece ser tu caso o de hecho el mío propio. F. Supones bien, y se trata de una implicación importante de lo dicho. Habiendo aclarado este punto, convengamos en continuar mañana la plática.

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Quinta Jornada FILOPANTA. Para empezar, Pánfilo amigo, ¿cuál es el concepto de economía que tienes? PÁNFILO. Esa pregunta tan a bocajarro me toma de sorpresa. F. No debería tomarte tan de sorpresa, pues que ayer hablamos del asunto. ¿Que no seguiste pensando en él luego que nos despedimos? P. Pues sí, debería haberlo hecho, pero la verdad es que me quedé pensando en otra cosa. F. A ver, desembucha. P. Se me ocurrió que si los valores son dioses, entonces la esfera de lo religioso ―que según el cuadro que discutimos anteayer es en todo caso solamente uno de los dominios “éticos”― por decirlo así se traga completa la esfera de lo “ético”. F. Una buena observación. Y seguramente lo que te inquietó es si aquí se trata de una especie de reduccionismo. P. Pues sí... F. Con lo que me pescarías en una especie de contradicción o al menos de incongruencia, por cuanto ayer me declaré muy poco favorable a los reduccionismos. P. Ay, Filopanta, siempre te me adelantas. F. Recuerda que tengo más tiempo en esto que tú. Pero examinemos el punto. Creo que aquí volvemos a confundir las cosas con los discursos. Ya dije antes que en cierto modo no hay cosas éticas ―sólo “nombres” éticos. P. Así empezamos, sí. F. Pues bien, y a riesgo de parecer demasiado taxativa, te diría que no solamente la esfera de lo religioso se traga completa la esfera de lo ético (y siempre se la ha tragado completa), sino que también la esfera de lo económico se traga completa la esfera de lo ético (y siempre se la ha tragado, aunque eso no sea tan claro para todo el mundo). P. ¡Vaya! La trama se complica. F. Pues sí, pero eso no significa que unas cosas se reduzcan a otras, sino sólo que unos discursos tienden a cubrir la misma área que otros. Mira: las cosas de que hablamos aquí son los valores (o los dioses o las fuerzas de la naturaleza). P. De acuerdo. F. Con otras palabras, lo que hay, lo que existe, de lo que hablamos aquí, son los valores, nada más: de ninguna otra cosa hablamos aquí. Pero resulta que tenemos diferentes maneras de hablar de ellos; una manera es la religiosa, otra es la económica, y en cierto modo una tercera es la ética. P. Me parece ver hacia dónde vas: distintos tipos de discurso resulta que pueden englobar o explicar o discurrir sobre los mismos objetos, o al menos aspirar a tal.

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F. Has captado mi sentido perfectamente. Añado, sin embargo, por mor de ser completo, que de estos tres modos de hablar, el ético me parece en muchos sentidos inferior o más ineficiente e inapropiado que los otros dos. P. ¡Cómo me gustaría que desarrollaras eso! F. Veremos si el día de hoy nos acercamos un poco. P. Soy todo oídos. F. No; soy yo quien soy toda oídos. ¿Cuál es tu concepto de economía? P. No cedes, ¿eh? F. No cedo. P. Bien. Veamos. Pues me parece recordar que la economía es el estudio de la producción y distribución de bienes y servicios. F. Una definición de libro de texto, o tal vez de diccionario. P. Me temo que sí. F. ¿Y si trataras de explicarlo en términos menos tiesos? P. Lo intentaré siguiendo el método que te he visto usar en otras ocasiones. Ttomemos el caso de un libro. Un libro es un bien, al menos para tí o para mí, que nos gusta leer libros. F. De acuerdo. P. Visto económicamente, el libro es un producto en el que interviene mucha gente, desde el que lo escribe hasta el que lo vende. Por ejemplo, yo no conozco al autor de este libro que acabo de comprar. F. Déjame ver: José Gaos, Confesiones profesionales. Muy buen libro. Muy sincero. P. Sí, lo compré por recomendación tuya. F. Y una muy bonita edición también. P. Sí, es cierto. Me dio mucho gusto comprarla. F. Pero al autor mismo no lo puedes ya conocer, pues está bien muerto. P. Y sin embargo hay un vínculo que nos une, por cuanto puedo leerlo. F. Y ese vínculo es económico. P. Pues sí, en parte lo es. F. ¿Sólo en parte? P. Sí, creo que en parte es otra cosa, no solamente algo económico. F. Ya volveremos sobre eso. Sigue. P. Entre el autor del libro, José Gaos, muerto hace muchos años, y yo, ha habido una cadena muy larga de personas, que podríamos llamar una cadena de producción y distribución. Al final de ella estoy yo, el comprador. F. ¿Y de esa cadena se ocupa la economía? P. De esa y de innumerables otras cadenas similares. F. ¿Y qué hace con ellas? P. Trata de estudiar las leyes que rigen su comportamiento. F. ¿Por ejemplo? 46

P. La ley de la oferta y la demanda. F. Con que la ley de la oferta y la demanda. ¿Y qué dice esa presunta ley? P. Que el precio de los bienes está determinado por la oferta y la demanda. F. ¿Cómo ocurre eso? P. Cuando la oferta sube, pero la demanda no, o sea cuando hay abundancia del producto, el precio tiende a bajar; pero cuando el precio baja, la demanda sube, porque la gente ve que puede comprar más por menos. F. A ver, a ver, vayamos un poco más despacio. Eso parece un columpio. Si hay muchos libros, se ponen baratos, luego más gente los compra, luego se ponen caros, luego menos gente los compra, luego se ponen baratos, luego... El precio sube y baja, y baja y sube, sin que la cosa pare en ningún momento. Eso no parece ser lo que observamos. P. No; es cierto. Los precios son relativamente estables. Suben y bajan, pero no de esa manera. Algo anda mal en algún lado. F. Veamos dónde está el problema. Dices que la oferta es lo mismo que la relativa abundancia de algo. P. Eso dije, sí. F. Dicho así, parecería que la abundancia es algo que ocurre independientemente de las personas. P. Tienes razón. La oferta es el resultado de que ciertas personas ofrezcan ciertas cosas. Luego la abundancia de una cosa es el resultado de que ciertas personas ofrezcan más de esa cosa. F. ¿Y qué haría a las personas ofrecer más de esa cosa? P. Pues que les cueste menos ofrecerla, o sea encontrarla o producirla, transportarla, ponerla a la venta, anunciarla, etc. F. ¿Y cuándo ofrecerían menos? P. Cuando les cueste más. F. ¿Y esto ocurriría siempre? P. Creo que sí. F. ¿Independientemente de si hay gente que esté dispuesta a comprar? P. No, claro. Estos cambios tienen que empatar con la demanda. Pero, antes de entrar en eso, quisiera formular algo que acabo de ver. Mmm, sí, me parece ver ahora algo que no veía antes: que lo que antes llamé “oferta” no es una cantidad, sino una relación entre una cantidad y un precio. F. ¿Qué precio? P. El precio que permitiría sufragar sus gastos a quien ofrece esa cantidad. F. ¿Y qué más? P. ¡Ahora veo! A cualquier cantidad dada le corresponde un precio, por ejemplo imprimir una página me cuesta un peso, imprimir dos páginas me cuesta dos pesos, etc. Esto es la oferta: no la cantidad ofrecida o por ofrecer, sino la relación entre una cantidad ofrecida o por ofrecer y lo que cuesta ofrecerla. 47

F. Eso ya suena mejor. ¿Y cómo formularías la ley ahora? P. Diría ahora que si por alguna razón mis costos disminuyen… F. ¿Ellos solos disminuyen? P. Quiero decir, si yo logro disminuir mis costos, entonces puedo ofrecer una mayor cantidad a un precio más bajo. En ambos casos conseguiría más compradores. F. ¿Por qué? P. Porque del lado de la demanda habría más gente dispuesta a comprar más por menos. F. ¿Por qué? P. Porque estaría aprovechando al máximo su dinero. F. ¿Y qué consistiría entonces esa famosa demanda que hace la gente? P. Pues yo creo que la demanda tampoco debe ser simplemente una cantidad, sino igualmente una relación entre cantidades demandadas y los precios que la gente estaría dispuesta a pagar: la gente está dispuesta a comprar ciertas cantidades de una cosa a cierto precio, pero si el precio es menor estará dispuesta a comprar más, y menos si es más cara. F. Tenemos, pues, por un lado, dos relaciones con el precio, una entre el precio y la cantidad ofrecida y la otra entre el precio y la cantidad demandada. P. Así es, y es donde esas dos relaciones coinciden que se establece propiamente un precio, el precio del intercambio entre las dos partes, un precio que cubre los gastos de quien ofrece y que los demandantes están dispuestos a pagar. Y mientras esas dos relaciones no se alteren, el precio permanecerá estable. Mmm, eso es probablemente lo que dice la ley de la oferta y la demanda: el precio de una cosa se fija cuando oferta y demanda ―esas dos relaciones― se encuentran. Y esto es probablemente también lo que quiere decirse cuando se dice que oferta y demanda están en equilibrio. F. No está nada mal para alguien que dice no haber pensado sobre el asunto. Faltan muchos detalles y complicaciones, pero no está nada mal. P. Pues será por la manera cómo preguntas. No sé cómo haces para sacar lo mejor de la gente. F. Te das cuenta, Pánfilo, de que en tu discurso han aparecido una serie de conceptos más sabrosos que aquellos de producción y distribución con los que iniciaste. P. ¿A cuáles te refieres? F. Ley, oferta, demanda, costo, precio, equilibrio. Son conceptos muy importantes para entender la economía. Pero de todos ellos, tal vez el concepto de precio es el más importante. En cierto modo, la economía no es sino la teoría del precio o de los precios. P. ¡Vaya! F. Sí, Pánfilo, y además dijiste cosas muy importantes cuando hablaste de “lograr disminuir los costos” o de “aprovechar al máximo su dinero”. En esas frases, mi querido Pánfilo, te referiste a ciertas personas o grupos de personas como movidas por un interés racional.

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P. Pues sí, los productores y los consumidores saben lo que les conviene, y tratan de obtener las mejores ventajas que pueden. F. Exactamente. Y semejante supuesto es fundamental en el modo de pensar económico. Corrijo lo que dije antes, o mejor: lo completo diciendo que la economía es, para expresarse con brevedad, la teoría racional de los precios. La palabra “precio” indica el objeto de la teoría económica y la palabra “racionalidad” indica su método. P. Pues mira que esa también suena como una definición de libro de texto, Filopanta. F. Pues no lo es; porque lo propio de las definiciones de libro de texto es que la gente las pueda memorizar y recitar pensando que entiende lo que dice. La que yo propongo se puede memorizar y recitar, ciertamente, pero dudo mucho que quien lo haga se imagine que entiende lo que dice. P. Tienes razón. Si yo te hubiera pedido una definición de economía, y tú me hubieses dicho que es la teoría racional de los precios, yo me habría quedado en Babia. F. En realidad, no hay definición de la economía, como no hay definición de ninguna ciencia. Es ridículo tratar de definir una ciencia. Los autores de los libros de texto hacen como que definen las ciencias por una mera razón psicológica (o psicopedagógica): para que los estudiantes no se desanimen y crean entender lo que no están en posición de entender; al no desanimarse continúan ―o eso se cree y espera― y entonces puede que lleguen a entender alguna vez algo. La que yo propuse antes, medio en broma, tiene también un propósito psicopedágogico, pero uno distinto: despertar la curiosidad en el que la oye al tiempo que se queda intrigado. P. Pues conmigo has logrado tu propósito. Pero ahora me vas a tener que decir qué son esos tales precios de los que la economía constituye, según me dices, una teoría racional. F. Ahhh, ¿otra definición es lo que quieres? A ver, dime tú qué es un precio. P. Lo que pagas por una cosa. F. ¿En el caso de tu libro? P. Pues pagué 70 pesos. F. Entonces, según tú, el precio del libro es 70 pesos. P. Así es. F. ¿Y qué son 70 pesos? P. ¿Que qué son 70 pesos? No sé, 70 pesos son 70 pesos. Es dinero. F. ¿Y qué es el dinero? P. Un medio para comprar cosas. F. Pero entonces tus 70 pesos no son otra cosa que un medio para comprar cosas, puesto que son dinero. P. Sí, con ellos pude comprar el libro, pero también hubiera podido comprar otra cosa... F. “Hubiera podido”, una frase muy importante, ya lo verás. Pero veamos qué hubieras podido comprar en lugar del libro. 49

P. No sé; tal vez un disco compacto, o hubiera podido invitar a una muchacha al cine o a tomarnos juntos un par de cervezas. F. O sea que el libro es equivalente al disco compacto, a dos boletos de cine, a cuatro cervezas. P. Pues sí, son equivalentes en precio, aunque no son equivalentes para mí. F. ¿Quieres decir que no valen lo mismo para ti? P. Pues no; creo que no, puesto que preferí gastarme los 70 pesos en el libro de Gaos. F. Luego puedes ver que hablar de precio es hablar de preferencias, de elecciones, de escoger entre cosas que al menos en un sentido son equivalentes. Hablar de dinero o de 70 pesos sale en cierto modo sobrando. P. Es cierto. Los 70 pesos sólo son una manera de comparar esas cosas. Pero dime entonces, ¿la economía no estudia el dinero? F. Sí, sí que lo estudia, pero no al principio. La teoría económica se construye de entrada dejando de lado el dinero. P. Pero entonces, cuando hablamos de precios en términos de dinero... F. Sólo es una forma condensada de hablar. Lo que importa es la comparación entre los bienes o servicios, la comparación entre el libro, el disco, la película o las cervezas. P. Bueno; aunque en el caso de la película y las cervezas estaría el hecho, eventualmente importante para mí, de la compañía de la muchacha. Tal vez si hubiera existido esa hipotética chica, no me habría comprado el libro de Gaos, sino que la hubiera invitado al cine. F. Ahora que tú no habrías pagado por esa compañía, sólo por los boletos o las cervezas. P. De acuerdo, pero eso no quita que mi elección depende en parte de la compañía o ausencia de compañía. F. Sí, pero la compañía no afecta el precio. Imagínate que los boletos o las cervezas te las vendieran más caras dependiendo de que entres con acompañante. P. Creo que nunca te las cobran más caras, pero a veces te las cobran más baratas. F. Es cierto; en algunos bares y a ciertas horas hacen cosas parecidas. Pero no compliquemos las cosas ahora más de la cuenta. P. Sólo quería tomarte el pelo un poco. F. Y muy bien está que lo hagas; no me vaya yo a tomar demasiado en serio lo que digo. P. No creo; nunca me ha parecido que lo hagas. Pero volviendo a los precios... F. La teoría de los precios es independiente de la teoría del dinero, y anterior a ella. Para que veas eso con más claridad, volvamos a la ley de la oferta y la demanda. Consideremos solamente la parte de la demanda: ¿cómo la formularías brevísimamente? P. Digamos: partimos primero de un precio determinado por oferta y demanda en el sentido antedicho, e imaginamos que los productores se las ingenian para bajar sus costos y proponer un precio menor; el efecto será que consumiremos más de él; en cambio, si imaginamos que los costos no disminuyen, sino que aumentan… 50

F. Por ejemplo, les suben la renta, o les encarecen la materia prima, o un emplazamiento de huelga los fuerza a subir los salarios… P. En todos esos casos aumentan los costos de producción, sube el precio, y entonces consumimos menos de él. Más brevemente, si se pone más caro, compramos menos, si más barato, compramos más. F. ¿Qué quiere decir aquí “más caro” o “más barato”? P. Por ejemplo, si los boletos de cine, en vez de costar, digamos, 35 pesos, bajaran a 20 pesos, más gente iría al cine; si en cambio subieran a 50 pesos, menos gente lo haría. F. ¿Y significa eso que a la gente de pronto le gustaría más ir al cine en el primer caso, menos en el segundo? P. Creo ver a dónde quieres llegar. No, no significa eso; significa que hay personas que no están dispuestas a ir al cine por 35 pesos, pero sí estarían dispuestas a ir por 20. F. ¿Estarían dispuestas? P. Sí. Quiero decir que estarían dispuestas a sacrificar 20 pesos, a dejar de comprar otras cosas por un valor de 20 pesos. F. “Sacrificar”... Una vez más el lenguaje religioso. P. ¿Es que hay una conexión profunda entre economía y religión? F. Ya lo veremos. ¿Y qué pasa el precio del cine sube a 50 pesos? P. Hay personas que no estarían dispuestas a gastar tanto por ir al cine, o sea preferían gastar esos 50 pesos en otra cosa. F. En realidad, pues, las cantidades de 20, 35 y 50 pesos sirven sólo para marcar las equivalencias en su orden de preferencias. P. Sí. F. O sea, que lo que importa cada vez es el precio, pero no en el sentido del dinero, sino en el sentido de esas equivalencias. P. Así es. F. Muchos economistas usan el término de precio absoluto para referirse al precio de una cosa en dinero, y hablan de precio relativo para referirse a las equivalencias. P. Entonces lo que importa para la demanda es siempre el precio relativo. F. ¿Cómo podríamos formular entonces la ley de la demanda? P. Diciendo que los cambios en el precio relativo de un producto afectan la magnitud de su demanda en sentido inverso: si aumenta el precio relativo, disminuye la cantidad demandada, y si disminuye el precio relativo, aumenta esa cantidad. F. Excelente. Pero ahora viene una complicación. Decíamos antes que si el precio subiera, menos gentes estarían dispuestas a comprar. P. Así es: disminuiría la cantidad demandada. F. Pero, ¿qué pasa si al mismo tiempo ocurre un cambio en la demanda? P. ¿Te refieres a un cambio en la relación entre cantidad demandada y costo de obtenerla? F. Así es, puesto que así hemos definido “demanda”. 51

P. Ya veo. Sí, claro, eso podría ocurrir si una parte de la gente ganase más dinero o experimentase más deseos de ir al cine, para continuar con el ejemplo. F. En cualquiera de esos dos casos, la demanda podría aumentar… P. … la gente estar dispuesta a gastar más por la misma cantidad. En ese caso, y suponiendo por ahora que la oferta ―la relación entre cantidades de un bien y lo que cuesta producirlas― permanece estable, se sigue que un aumento en la demanda, es decir una disposición a pagar más por una cantidad dada de un producto lo encarecerá, y también que una disminución en la demanda hará que el precio baje. F. Siempre relativamente a los demás bienes. P. ¡Claro! F. Luego, ¿el tema de la economía no es en primer lugar el dinero, sino el precio relativo? P. Ahora lo veo. F. ¿Y lo mismo ves, supongo, que en último término las elecciones de las personas determinan los precios y los precios son determinados por las elecciones de las personas? P. ¿Cómo no? F. Pero los bienes entre los cuales las personas eligen son muchos, y muchas son también las personas que están todo el tiempo eligiendo entre distintos bienes. P. Muchos unos y muchas las otras. F. Pero no a todas las personas les importan las mismas cosas por igual. P. Claro que no. A mí por ejemplo me importan mucho los libros, pero conozco a muchas personas, ya dentro de mi familia, a las que los libros les importan poco o nada. F. Y ellos a su vez se interesan por cosas que a ti te dejan frío. P. ¡Y que lo digas! F. Y en ese pêle-mêle de los deseos y preferencias de unos y otros... P. ... se constituye el precio. F. El precio, ese objeto central de la teoría económica. P. Pero ahora me surge una duda. F. Dime. P. Si el precio, como me acabas de mostrar, no tiene en principio nada que ver con el dinero, entonces todo tiene su precio, como dicen los cínicos. F. ¿Cuáles cínicos? P. Perdón. Se me olvidaba que la palabra “cínico” no te gusta. F. No me hagas caso. Es un prurito de lector. Como los cínicos de que habla la historia de la filosofía griega no eran “cínicos” en el sentido hoy popular, todavía me dan escalofríos cuando oigo la palabra usada a la manera moderna. P. No acabas de acostumbrarte a este uso. F. No; y es mi culpa. Dejemos eso. Tienes razón, los “cínicos” ―en el sentido que tiene hoy esta palabra― gustan de decir que todo tiene su precio. Y me encanta que te surja una duda al recordar esa frase. A ver, trata de explicarme tu duda. 52

P. Pues sí. Mira: muchas veces he oído decir esa frase de que “todo tiene su precio”, y aun que “todo hombre (y supongo toda mujer) tiene su precio”. Y siempre que la había oído se había producido en mí no sé qué indignación: interpretaba la frase en el sentido de que todo se puede comprar con dinero. F. ¿Y ahora? P. Si lo que venimos arguyendo es correcto, resulta que el asunto no es el dinero, sino las preferencias relativas de las personas. En ese sentido, decir que “todo tiene su precio” equivale a decir que todo vale relativamente a las preferencias de las personas. F. Eso me lo vas a tener que explicar más despacio. P. Veamos si lo consigo. Todo lo que vale vale para alguien; y vale para ese alguien relativamente a las otras cosas que para esa persona valen también, unas más, otras menos, otras lo mismo. F. Lo que estás diciendo es que el valor es relativo en un doble sentido. P. ¿Doble? F. Sí: por un lado, dices, el valor es relativo a alguien; por otro lado, es relativo a las otras cosas que para ese alguien valen también. P. Pues es cierto, ¿no? F. ¿Quieres decir que todas las cosas son comparables unas con otras? P. ¡Claro que no! Eso sería un ultraje. Por supuesto que muchas cosas, por ejemplo el amor de una madre, no son comparables a otras, como ir al cine o comprarse un helado. F. ¿Entonces? P. Que siendo el mundo como es, muchas veces tenemos que elegir entre cosas que nos parecen incomparables. F. ¿Y? P. Pues, por doloroso que sea decirlo, hacemos la elección, porque no podemos evitar hacerla. F. ¿Y al hacerla? P. Necesariamente hay un “precio” involucrado. F. Ahhh, un precio, dices. No estoy seguro que nos estamos entendiendo. Pero, a ver, sígueme explicando. Ese “precio” de que hablas, ¿no tiene nada que ver con el dinero? P. Pues no; porque en muchas de nuestras elecciones el dinero no juega ningún papel. F. ¿Por ejemplo? P. Pues uno muy simple es éste. ¿Recuerdas que al principio de nuestra conversación de hoy me reprendiste un poco por no haber pensado en mi concepto de economía? F. ¿Lo sentiste como una reprensión? P. Sí, suave como todas tus reprensiones, pero reprensión al fin. Y lo peor es que anticipé que me reprenderías. F. ¿Qué quieres decir?

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P. Que ayer, cuando me dispuse, antes de dormir, a repasar toda nuestra conversación, sabía que hoy hablaríamos de economía, y que tu esperarías de mí que pensara en qué es la economía. F. Bien me conoces. P. Sería vergonzoso que no te conociese a estas alturas. Pero resulta que mi mente no lograba concentrarse en el concepto de economía, que me parecía, te confieso, un asunto más bien aburrido. F. Como a mucha gente. P. Ahora me doy cuenta de que no es para nada aburrido. F. Pero ayer no lo veías así. P. No; en cambio me emocionaba mucho la idea de que lo religioso “se tragase” lo ético, si por lo demás es correcta tu idea de que los valores son más o menos como dioses. F. ¿Por qué te emocionaba? P. Te mentiría si te dijese que la religión me interesa más que la economía. F. ¿No es así? P. Claro que no; tú lo sabes bien: me has oído despotricar contra las religiones y las iglesias. Soy de lo más anticlerical. F. No estoy seguro de que religión y clerecía son siempre lo mismo. Pero entiendo lo que estás queriendo decir: entonces tu dilema ayer no era que la religión te interesara más que la economía, dado que las dos te interesaban un cacahuate. P. Bueno, no es del todo correcto. Tu plática de los dioses me hace ver la religión con mayor interés. Como la plática de hoy sobre los precios me hace apreciar mayormente la economía. F. Pero ayer las cosas eran menos claras. P. Sí. Te confieso que lo que me emocionaba era más bien que al pensar que lo religioso se tragaría lo “ético”, vi la posibilidad de refutarte. F. La perenne tentación del filósofo... P. Sí, lo admito. Y entonces preferí repasar en mi mente la estrategia a seguir: cómo mostrar que eres reduccionista a pesar de lo que digas. F. ¿Y qué pasó? P. Que me desinflaste enseguida, cuando aceptaste la tesis sin inmutarte, e incluso añadiste, para mi mayor confusión, que no sólo lo religioso, sino también lo económico se puede tragar lo “ético”. F. Pero ayer no sabías nada de lo que iba a pasar hoy. P. No. Y este es un ejemplo de elección entre dos cosas donde no interviene el dinero. Digamos que yo tenía un tiempo limitado para preparar la conversación de hoy. Mi elección era entre dedicarle ese tiempo a pensar en mi concepto de economía, y dedicarlo a pensar cómo podría refutarte. F. Y preferiste lo segundo. P. Pues sí. 54

F. Le diste más valor a lo segundo. P. No puedo menos que decir que sí. F. ¿Por qué tan cabizbajo? P. Ahora me avergüenza un poco la elección que hice. F. ¿Te parece poco digno o poco sensato? P. No sé cómo decirte. Lo que me parece es que, al darme cuenta de la elección que hice, me doy cuenta de la clase de persona que soy. F. ¿Qué quieres decir? P. No cejas, ¿verdad? Quieres llegar al fondo. F. ¿Tú no? P. Pues sí, supongo que sí. Ayer valoré más la posibilidad de ganarte en la plática que la posibilidad de revisar mis conocimientos. F. ¿Sí? P. Déjame decirlo con mayor fuerza aún: la posibilidad de probar que no sabes tanto cómo aparentas la valoré más que la posibilidad de aprender de ti lo que no sé. O sea... F. ¿O sea? P. Que valoré más aparentar que sé lo que no sé de lo que valoré dejar de aparentar y enfrentar que no sé lo que no sé para llegar a saber algo de verdad. F. ¿Y te preocupa que sean éstos valores permanentes de tu persona? P. Exactamente. F. ¿Te preocupa darte cuenta de que tal vez eres alguien que no sospechabas? P. No lo sé todavía, pero la cosa me está dando que pensar. F. Si te sirve de consuelo, yo he pasado por experiencias semejantes en el pasado, y no dudo que continuaré teniéndolas hasta mi muerte. Es como si nunca terminara uno de conocerse. P. ¿Verdad? Y como si uno se conociese solamente al ver y experimentar cómo actúa uno mismo. F. ¿Te parece que con todo ello nos hemos alejado del tema a discusión? P. No, ¡qué va! Al contrario. Me parece ver cada vez con mayor claridad ―o al menos vislumbrar― qué quieres decir cuando hablas de los valores como aquello que nos hace ser quienes somos; cuando hablas de la religión como la que con mayor propiedad nos habla de esas fuerzas mucho mayores de nosotros que nos dominan; cuando hablas de la economía como la que nos ayuda a entender cómo se constituyen los precios, es decir las equivalencias entre las cosas a partir de las elecciones que hacemos y que nos muestran cuáles son esas fuerzas, cuáles son nuestros valores. F. Has hecho un excelente resumen del camino que hemos andado. P. Y de la dirección que debemos seguir, porque no creas que voy a dejarte ahora que atisbo un camino que no había imaginado posible. F. Pues bien, andemos un poco más en él. Cuando elegiste refutarme en vez de reflexionar, ¿qué fue lo que hiciste? 55

P. Decidí emplear el tiempo en una cosa más que en otra. F. El tiempo fue, pues, en cierto modo aquí la medida común. P. Sí; el tiempo era escaso y no alcanzaba para hacer las dos cosas. F. Ya veo lo que que me estás queriendo decir; pero los economistas no hablan en este contexto de precio, sino de costo, y aún más precisamente: costo de oportunidad. P. ¿De oportunidad? F. Sí; la palabra “oportunidad” se refiere siempre a una alternativa de elección. Cuando eliges, desechas alternativas, oportunidades. Es la otra cara de toda elección: lo que no eliges. Excepto el elector, casi nadie ve lo que se dejó de hacer. E incluso el elector lo olvida rápidamente. No así el economista, que insiste en que toda elección cuesta. P. Pero entonces los costos de producción de que hablábamos antes. F. Son igualmente costos de oportunidad. Cuando un productor elige organizar la producción de tal o cual manera con preferencia a tal o cual otra, eso que desechó es una oportunidad. Volviendo a tu costo de oportunidad, digamos que el tiempo de que disponías pudo haber sido llenado de dos maneras distintas. Tú elegiste una sobre la otra. La que no elegiste, la que, por decirlo así, sacrificaste, es lo que te costó la que sí elegiste. P. Pero ¿no hay una relación muy estrecha entre el precio y el costo de oportunidad? F. Sí; pero no son lo mismo. P. ¿Me puedes explicar eso? F. Sí; en un momento. Ahora no quisiera desviarme del punto. Dime, ¿sólo el tiempo fue importante en tu decisión? P. Probablemente también lo que podríamos llamar mi estado de ánimo. F. ¿Cómo es eso? P. Bueno, cuando uno se emplea en tratar de refutar a otro, el estado emocional requerido para ello es curiosamente incompatible con el estado emocional que requiere la tranquila reflexión sobre, en este caso, lo que sabía o no sabía acerca de la economía. F. Muy justamente observado. P. Podemos decir que también mis descargas anímicas constituían un bien escaso. F. Te oigo discurrir como un economista. P. La cosa es contagiosa, como ves. Y, para continuar hablando así, diría que el no sentirme relajado y sereno y reflexionar sobre economía fue parte ayer del precio del sí sentirme nervioso y agresivo y deseoso de refutarte. F. No del precio; del costo de oportunidad. P. Ay, ay, ay. Creo que estoy algo confundido. F. No te preocupes ahora por eso y sigue. P. Elegí, pues, no solamente entre pensar en refutarte o pensar en mi concepto de economía; elegí también entre sentirme arrebatado por el impulso de vencer en la plática y sentirme sereno en la búsqueda de qué clase de ideas o prejuicios tenía sobre la economía. F. Excelente; creo que estás pintando muy bien cómo ocurren ese tipo de elecciones.

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P. Lo curioso es que no podría decir que en ese momento, en el momento de ocurrir la elección, tenía yo ninguna claridad, ninguna conciencia clara sobre lo que estaba haciendo. F. Muy bien observado también. Rara vez ocurren las decisiones de manera clara y consciente. Yo diría que aún las que parecen ocurrir así, sólo en parte ocurren así. Digamos que hay un momento de la decisión que tiene algún grado de conciencia y claridad, y por ello nos parece como si toda la decisión tuviese esas características. P. Pero entonces las preferencias de una persona en cierto modo sólo se pueden saber post factum, una vez que se han tomado las decisiones. F. Ciertamente eso vale para el observador de ellas. De ahí que los economistas muchas veces hablen no simplemente de preferencias, sino de preferencias reveladas. P. ¿Es decir, que se revelan en la acción y por la acción? F. Exactamente. P. Pero eso es muchas veces el caso para uno mismo, quiero decir: para el mismo que ha hecho la acción y tomado la decisión. F. Muchas veces, no siempre. P. No, claro. A veces nos tomamos una decisión tan en serio que hasta apuntamos los pros y los contras o le pedimos a un amigo que nos oiga y nos ayude a decidir. F. Así es. Pero esa característica no es esencial para que hablemos de elección y por lo tanto de preferencia. P. Oye, Filopanta, ¿y podemos fingir que preferimos algo que no preferimos? F. Eres un joven agudo, Pánfilo. Sí que podemos y sí que lo hacemos, y con mayor o menor conciencia según el caso. Y casi siempre que lo hacemos, lo hacemos para obtener un fin. P. Sí, por ejemplo, para hacer creer a alguien que somos lo que no somos. F. A veces incluso para hacernos creer eso a nosotros mismos... P. Esto se vuelve más y más complejo. F. Así es, el tema de la falsificación de las preferencias es un tema complejo, y en la teoría económica aparece algo tarde. Ciertamente no podemos abordarlo desde el principio. Y en todo caso, ya me siento cansada y creo que lo platicado basta por hoy. P. Estoy más que de acuerdo. La cabeza me da vueltas aún más que en otras ocasiones. Y sigo sin entender la diferencia entre precio y costo de oportunidad. F. ¿Qué te parece si mañana comenzamos por ahí?

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Sexta Jornada PÁNFILO. Como quedamos ayer, Filopanta, me encantaría que me explicaras un poco más de cerca la relación que hay entre el precio y el costo de oportunidad. FILOPANTA. En cierto modo la cosa es fácil. Hablamos de precio cuando la oferta y la demanda constituyen un mercado. En cambio, el costo de oportunidad es, por decirlo así, previo al mercado como tal. P. No me queda nada claro. F. El mercado se constituye cuando hay un conjunto de personas que ofrecen y demandan cosas. Eso es posible porque las personas que ofrecen tienen un bien que otras personas demandan. Según cuánto se ofrezca o demande se establece un precio para cada cosa. Pero lo que hace que una persona ofrezca o demande depende de sus elecciones y cada una de éstas depende, a su vez, de sus costos de oportunidad. P. Sigo en Babia. F. Imagina entonces la siguiente cadena causal: los costos de oportunidad, que son un fenómeno individual (no son los mismos para Pedro que para Juan), tienen una influencia causal sobre las elecciones, que también son un fenómeno individual. P. Te sigo. F. Pero las elecciones tienen a su vez una influencia causal sobre la oferta y sobre la demanda, de las que podemos decir ciertamente que tienen un aspecto individual,… P. … ya que cada individuo constituye una gama de elecciones… F. Correcto. Pero notarás que ese aspecto puramente individual palidece… P. … frente al aspecto colectivo, ya veo… F. Bueno, no exactamente colectivo, sino más bien: agregado, que es como dicen los economistas. P. ¿Cuál es la diferencia? F. Pronto lo verás. Continúo. La oferta y la demanda, en tanto fenómeno de agregación de todas las elecciones individuales tienen a su vez una influencia causal sobre el mercado y sobre los precios, los cuales también son un fenómeno agregado. P. Comienza a hacerse la luz F. Como puedes ver, el costo de oportunidad (fenómeno individual) está al inicio y el precio (fenómeno agregado) está al final de la cadena económica. P. Pero los precios establecidos por agregación tienen a su vez una influencia causal sobre los costos de oportunidad. F. Correcto. Si los precios suben, también suben los costos de oportunidad y eso puede hacer variar las elecciones. La cadena se cierra sobre sí misma. P. En ese sentido no es del todo verdad que los costos de oportunidad son anteriores al mercado.

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F. No, no es del todo verdad. Como en toda cadena causal circular, son anteriores en un sentido y posteriores en otro sentido. P. Ya veo por qué ayer me confundía tanto. No puede decirse que mi costo de oportunidad ―por ejemplo, el no dedicar tiempo a reflexionar para dedicárselo a tratar de refutarte― es el precio de esa actividad. F. Pues no; porque no hay aquí un fenómeno agregado, sino individual. P. Pero no puede ser esa toda la diferencia. A veces la elección será hecha por un grupo de personas, por ejemplo por un comité. Entonces no se trata de un fenómeno puramente individual, sino colectivo. Y colectivo también será el costo de oportunidad. F. Aquí es donde importa tener clara la diferencia entre colectivo y agregado. Si un comité elige hacer tal o cual cosa en lugar de tal o cual otra, la decisión es colectiva. Ahora imaginemos que hay un grupo de personas, pero no eligen ni deciden nada como comité, sino que cada una elige o decide por separado. Hay, sin embargo, un efecto producido por la suma o agregación de todas esas decisiones o elecciones individuales. Este efecto, que tal vez ninguno de los electores individuales deseó, es un efecto agregado, no simplemente colectivo. P. Y el precio es siempre un efecto agregado. F. Exacto. No hay nadie que elija el precio, sino que éste emerge de las interacciones; de la oferta y la demanda, como dijiste antes. P. Ya veo. Pero entonces no vale lo que dije, que los “cínicos” ―en el sentido actual de la palabra― tienen razón cuando dicen que “todo tiene su precio”. F. Lo que tú ilustraste con tu ejemplo fue más bien, en efecto, que “todo tiene su costo (de oportunidad)”. P. Sí. Ahora me queda clara la diferencia. Lo que no me queda claro es si los “cínicos” tienen razón a pesar de todo. F. Para averiguar eso, necesitaríamos averiguar si ―independientemente del dinero― para cualquier cosa ―incluyendo, como dijiste, el amor de una madre― hay un mercado apropiado, estructurado por la ley de la oferta y la demanda, que permite establecer el precio relativo, la relación de equivalencia que tiene con otras cosas. P. Y tú, ¿qué piensas? F. Nadie lo sabe a ciencia cierta. En la medida en que es una mera cuestión de definición, la disputa o bien es puramente verbal y no merece la pena, o bien es metodológica y entonces la única actitud sana es aquella en que insistía Peirce: “por sus frutos los conoceréis”. P. No estoy seguro de entender lo que quieres decir. F. Es simple; los economistas tienden a asumir que todo tiene su precio a fin de poder lanzarse a la búsqueda de cuál es. Es un asunto metodológico. P. ¿Y la postura contraria? F. No es muy fructífera; es meramente a priori y no conduce a ningún resultado. Cierto que es muy atractivo para cierto tipo de mente el decir “hay cosas que no tienen 59

precio”; pero a mí me parece una de esas trivialidades éticas o morales con las que podemos estar de acuerdo, pero de las que no se sigue más que un suspiro o un asentimiento con la cabeza. P. Y eso no pasa cuando se asume que hay algún precio siempre, sólo que no es fácil descubrirlo. F. Con otras palabras, la cuestión se vuelve empírica. Puedo decirte que una de las actividades más importantes de los economistas es justamente tratar de encontrar el precio de las cosas, lo cual resulta endiabladamente difícil en muchos casos. En todo caso, pienso que debemos dejar que los economistas hagan su trabajo, sin el entrometimiento importuno de los filósofos. Entre muchas otras cosas que han sucedido, de un tiempo para acá han comenzado los economistas a hablar de “mercados” en contextos nuevos, donde la economía clásica no se metía. P. ¿Por ejemplo? F. Por ejemplo, han sugerido que las elecciones en un régimen democrático constituyen una especie de mercado. Se ha hablado igualmente del mercado del matrimonio o del mercado educativo. Y tal vez el caso más antiguo y aún no libre de controversia sea el mercado laboral. Ya aquí desde siempre se han levantado voces contra la presunta deshumanización asociada a la aplicación de este concepto a un fenómeno que se considera radicalmente distinto… P. Creo que sé a qué te refieres. Hay algunos escritores que se dicen “de izquierda”, los cuales arguyen que el trabajo humano “se comercializa” y “se convierte en mercancía”. F. Exactamente. Sin embargo, creo que es aún prematuro meterse en estos asuntos sin tener algo más claras las cuestiones fundamentales. Por lo pronto basta constatar que hay autores que consideran que ciertas cosas “sacrosantas” ―el bien público, el amor, la educación, el trabajo― son susceptibles de ser atrapadas por el análisis económico para aceptar que tiene sentido decir que éste, por decirlo así, ha intentado “tragarse” el conjunto de los valores humanos. De hecho, la palabra “valor”, en el sentido genérico en que lo hemos venido usando desde el inicio de nuestra conversación, es originalmente un término de los economistas. P. Has dicho eso antes. ¿Y qué entienden los economistas entonces por esa palabra? F. ¿Recuerdas cómo distinguimos antes entre precio y costo de oportunidad? P. Claro que sí. F. Pues “valor” es el único término que nos falta y que completa la tríada de conceptos fundamentales: valor, costo, precio. Son tres; pero lo más importante es el precio. P. ¿Podrías explicarme cómo se relaciona el valor con el costo y el precio? F. Lo mejor es hacerlo a través de un ejemplo. Dime, ¿te gustan los chocolates? P. Bien sabes que sí; son una de mis debilidades. De hecho, me gustan tanto que evito tener chocolates en casa… F. Sabes que no puede haber un chocolate cerca de ti sin que te lo comas… P. Me da pena decirlo, pero así es. 60

F. Lo curioso es que en realidad te engañas… P. Eso sí que me sorprende oírlo. F. Te engañas literalmente, quiero decir, porque supongamos que te regalo dos kilos de tus chocolates favoritos… P. Ya veo por dónde vas. No hay manera en que pueda yo comerme dos kilos de chocolates de un tirón. F. La verdad no lo creo. Te gustan los chocolates; te gustan muchísimo; pero hay un límite. Veamos cómo aparece ese límite. Digamos que comienzas con un solo chocolate. Te sabe a gloria, ¿no es verdad? P. Ni me digas, que comienza a hacérseme agua la boca. F. Seguramente el segundo chocolate ya tiene un efecto menos espectacular… P. Sí; y el tercero menos, y así hasta llegar al punto en que no pueda comer un chocolate más. F. De esta sencilla observación partió uno de los mayores descubrimientos de los economistas: no podemos hablar sencillamente de una cosa que sería el valor del chocolate para ti, sino solamente del valor que tiene un chocolate relativamente, por ejemplo, a los chocolates que te has comido antes. P. Claro. Por más que me gusten los chocolates, habrá un último chocolate que francamente ya no me gusta. F. A ese último chocolate le corresponde lo que los economistas llaman el “valor marginal” del chocolate. Ese valor marginal del chocolate depende de muchísimas circunstancias, entre otras de cuántos te has comido antes. P. O sea, que las cosas no tienen un valor abstracto, ni siquiera para el mayor de los aficionados. F. Así es. O para decirlo no con un término del siglo XIX, como es “marginal”, sino con términos más conocidos y populares en el siglo XX, el valor de cualquier cosa es un valor contextualizado, localizado, relativo, siempre dependiente de muchísimas cosas más. P. Y cuando yo hago una elección, cuando comparo las alternativas, este valor marginal o contextual es el decisivo. Gracias a él doy en preferir una cosa sobre otra. F. Exactamente. P. Pero entonces podríamos decir también que el costo de oportunidad es algo marginal. F. Muy bien, pero ¿por qué? P. Porque, si voy entendiendo, el costo de oportunidad de la cosa que elijo no es otra cosa que el valor marginal de la cosa que dejo de lado. F. ¡Excelente! ¿Y qué más? P. Que dejo de lado lo que dejo de lado porque su valor marginal me parece menor que el valor marginal de la cosa que elijo. O tal vez… F. Mmm, veo que vacilas. ¿Tal vez qué?

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P. Estoy pensando que suena mejor decir no que el valor marginal de la cosa que dejo me parece o es para mí menor, sino más bien que su valor es marginalmente menor, es decir, menor en las circunstancias en que me encuentro. F. Creo en efecto que suena mejor. Y me parece que vas entendiendo perfectamente el punto en cuestión. P. Y por ello podemos decir que el costo de oportunidad es también marginal, o sea determinado por las circunstancias particulares en las que se encuentra el elector. F. Correctísimo. Tomemos un ejemplo para reafirmar lo que venimos diciendo. Tal vez alguna vez te has encontrado en la situación de que un amigo te pide que hagas algo por él en medio de una emergencia temporal. P. Ciertamente. Me acuerdo de una ocasión en que tenía que preparar un examen especialmente difícil y un amigo insistía en invitarme con su familia a una casa de campo. F. ¿Y cuando le explicaste que tenías que preparar el examen…? P. No quería entenderlo, y me preguntaba si un examen era más importante que la amistad. F. ¿Y qué le respondiste? P. No supe qué decirle. Estaba totalmente de acuerdo con él en que era más importante la amistad... F. Pero... P. Pero al mismo tiempo era cierto que tenía que preparar ese examen. F. ¿Y lo dicho hasta ahora te podría a ayudar a entender mejor qué estaba en juego? P. No estoy seguro. ¿Debería ayudarme? F. Veamos la cosa con cuidado. ¿Estás de acuerdo en que la amistad es más importante que aprobar un examen? P. Claro que sí. Ese justamente era y es el punto de perplejidad. F. Fíjate bien ahora en la siguiente pregunta: ¿es la amistad más importante, más valiosa, que aprobar un examen en todas las circunstancias? P. Es muy difícil contestar esa pregunta. Como que hay algo en mí que quisiera decir que sí, porque parecen dos cosas tan desproporcionadas. Pero la frase “en todas las circunstancias” parece muy grande e inabarcable como para que uno pudiera atreverse simplemente a decir que sí. F. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Busquemos una manera más fácil de responder a la pregunta. Dime qué fue lo que hiciste en la ocasión que me cuentas. P. No fui a la casa de campo y me quedé a preparar el examen. F. O sea que tu acción reveló (como dicen los economistas) que, después de todo, en esta circunstancia particularísima en la que estabas, para ti era más importante aprobar el examen que la compañía de tu amigo. P. Sí; dada la importancia del examen, y dado que no se trataba de que mi amigo me necesitara verdaderamente, debo decir que en esa medida y en esa situación dejé la amistad

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de lado... Ya veo lo que quieres decir: el valor marginal de preparar el examen me pareció mayor que el valor marginal de la amistad. F. Exactamente, y eso no significa… P. … no significa para nada que el valor en absoluto de preparar exámenes sea para mí mayor que el valor en absoluto de la amistad. F. Mmm, no estoy seguro de que esa frase “en absoluto” me guste mucho, pero creo que sé lo que quieres decir. P. ¿Cuál te parece ser una frase mejor? F. Bueno, sin pretender que lo que voy a proponer capture todo lo que tú quieres decir cuando hablas de un “valor en absoluto”, se me ocurre pensar lo siguiente. ¿Tú dirías que nuestras acciones son múltiples? P. Lo diría. F. ¿Y dirías también que, dada cualquiera de esas múltiples acciones, ella expresará siempre una elección previa? P. También diría eso. F. ¿Y dirías que esa elección expresa o revela una preferencia? P. Así me lo parece. F. Y, según lo que hemos dicho hasta ahora, ¿la preferencia es una preferencia de acuerdo con un valor? P. Así hemos venido hablando, en efecto. F. Podríamos entonces decir que, aunque el valor es uno, las acciones que en último término manifiestan o realizan ese valor, son muchas y diversas? P. Me parece correcto. F. Luego, ¿podríamos decir que, dados cualesquiera dos valores, habrá un cierto número de situaciones tal que nuestra acción tendrá que decidir entre ellos? P. Supongo que así es. F. Pero entonces, ¿tendría sentido decir que, dados cualesquiera dos valores, es posible que en la mayoría de los casos en que se trata de decidir entre ellos nuestra decisión se inclina por uno más que por el otro? P. Estoy de acuerdo. F. Entonces tal vez sea verdad que en la mayoría de las situaciones posibles las amistades sean algo más valioso que los exámenes. P. Ya veo. Por decirlo así, en promedio o típicamente no dudaríamos en preferir un acto de amistad sobre un acto de preparar bien un examen. F. No sé si eso sea verdad, pero al menos resulta plausible. P. De acuerdo. F. Pero eso no quiere decir que no haya situaciones en que la decisión resulte distinta, y el orden de preferencias se invierta. P. Y tal sería el caso aquí. Lo que hemos venido diciendo sólo significa que en esa particular situación en la que yo me encontraba y en la que tenía que tomar una decisión, 63

resultó que preparar ese examen era más valioso que ir a ese paseo o llevar a cabo ese acto de amistad. F. Todos esos pronombres demostrativos ―esa situación, ese examen, ese paseo, ese acto de amistad y aún podríamos añadir: ese amigo, ese día, ese examen, y no se cuántos más ese que delimitan, definen, especifican, particularizan la decisión― todos esos demostrativos designan o indican lo que los economistas llaman “margen”. P. Mmm, veo ahora que mi amigo y yo estábamos hablando de distintas cosas… F. … o si no de distintas cosas, estaban hablando de modo distinto. P. Ajá, vuelve ese motivo del nominalismo… F. Así es. Creo que el punto no es que la amistad de la que tú hablas sea necesariamente distinta de la que tenía en mente tu amigo ―mejor no nos metamos en esas honduras―, sino que la manera cómo el hablaba era distinta. P. Distinta de la que ahora utilizamos nosotros, y que yo no tenía entonces a mi disposición. F. Y de ahí tu perplejidad, tu no saber qué decirle cuando él te recriminaba. P. Oye, Filopanta, pero todo este razonamiento nuestro, que hasta ahora me parece impecable, parece tener enormes consecuencias. F. ¿Y cuáles serían esas? P. Pues estoy pensando en que este modo de hablar de mi amigo está mucho más extendido de lo que se pudiera pensar. F. Te escucho. P. Muchos de quienes han pensado en estas cosas de las que hemos venido hablando en los últimos días ―teólogos, filósofos, poetas, políticos― han dado en hablar de valores absolutos, y eso parece incompatible con esta idea de valor marginal. F. ¡Otra vez ese término de “absoluto”! Qué bueno que regresa, porque es algo que hay que enfrentar tarde o temprano. A ver, dime, ¿cómo definirías tú un valor absoluto? P. Pues creo que tal vez la fórmula que utilizamos antes es pertinente: un valor absoluto sería un valor que es el mismo en todas las circunstancias. F. ¿Y qué diríamos ahora, tras todos estos discursos anteriores? P. Que podría no haber valores absolutos, valores en todas las circunstancias, sino que cuando algo tiene valor, lo tiene siempre marginalmente, lo tiene siempre en tales o cuales circunstancias. La amistad, por ejemplo, es un gran valor, pero no en todas las circunstancias. F. ¿Y tú crees que podríamos decir que no existe ningún valor que valga en todas las circunstancias? P. Mmm, tienes razón. Tal vez sería demasiado dogmático afirmar una cosa tan grande. Tal vez sería mejor decir, más humildemente, que el valor de una cosa es siempre un valor marginal, pero que de esto no se sigue aquello. F. ¡Es realmente un gusto hablar contigo! Estoy completamente de acuerdo en que basta decir que el valor de una cosa es marginal, y que no es necesario caer en esa tentación 64

tan filosófica de querer extraer de esa sencilla tesis algo tan tremendo como que no hay valores absolutos en el sentido de algo que es valioso en todas las circunstancias. P. En todo caso, lo que podríamos decir es que, si alguien afirma la existencia de valores absolutos en ese sentido, le toca presentar un argumento; y que probablemente ese argumento, si se construyese, no echaría por tierra la idea de valor marginal. F. Muy bien. Pero conviene que distingamos ese sentido de “absoluto” de otro que parece al menos distinto. P. ¿A cuál te refieres? F. ¿Recuerdas haber sugerido antes tú mismo que la frase vulgar “Todo tiene su precio” equivaldría a decir que todo vale relativamente a las preferencias de las personas? P. Me acuerdo. F. Y también recuerdas seguramente que luego habíamos razonado que la palabra “precio” en la frase vulgar corresponde más bien al concepto de costo de oportunidad. P. Sí. Habíamos hecho esa pequeña corrección con atención al hecho de que el precio es un fenómeno agregado, mientras que el costo de oportunidad es un fenómeno individual. Sin duda, el precio que se produce por la agregación de las preferencias es luego un factor en la estimación del costo de oportunidad, pero esa estimación y ese costo lo son solamente para cada elector. F. Recuerdas todo muy bien, Pánfilo. Pues bien, hay quien pondría en cuestión tu sugerencia original arguyendo que hay cosas que valen independientemente de las preferencias de las personas, cuyo valor, por decirlo así, trasciende esos actos individuales de elección. P. ¿Y esos serían los valores absolutos? F. Exactamente. Absolutos aquí en el sentido de “no relativos” a las preferencias individuales. P. ¿Creerás que no acierto a ver la diferencia que dices? F. Veamos si logro expresar lo que quiero. Cuando decimos que las cosas tienen cada vez un valor marginal, lo que estamos diciendo es solamente que las personas, al elegir entre ellas, toman en cuenta la situación particular en la que están, y es de acuerdo con esa situación particular que las personas hacen su elección. P. Hasta ahí todo está claro. Por ejemplo, si me he tomado muchos chocolates, este último chocolate ya no se me antoja para nada. Esta es la situación particular en la que elijo si tomarme ese último chocolate o no tomármelo. Si debo preparar este examen importante, la perspectiva de pasar un fin de semana en la casa de campo de mi amigo resulta menos atractiva de lo que hubiera resultado en una situación distinta. F. Luego podemos decir que ni el chocolate ni tu amistad con ese muchacho tienen un valor “absoluto” en el sentido de un valor en todas las circunstancias. P. Tan no es así que hemos demostrado, con ejemplos, que hay al menos una circunstancia en la cual el valor en cuestión es marginalmente menor al de su alternativa.

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F. No hay problema, pues, en esos casos con decir que el valor depende de las circunstancias. Esta es la relatividad a que hacemos alusión con el concepto de valor marginal. Pero cuando decimos que ese mismo valor depende de las preferencias, parecería que se trata de una relatividad distinta de la anterior. P. ¿Quieres decir que una persona distintamente constituida que yo, Pánfilo, tal vez sí se habría tomado ese último chocolate o habría optado por acompañar a su amigo y mandado el examen a volar? F. Exactamente. P. Tendríamos, en efecto, que si una cosa dada tiene un valor, entonces vale cada vez para una persona determinada en una situación determinada. El valor de esa cosa es relativo a esa persona y a esa situación. Luego cuando un teólogo o filósofo o poeta o político nos dice que ciertas cosas tienen un valor absoluto, no solamente nos quiere decir que no es relativo a tal o cual situación, sino también que no es relativo a tal o cual persona; nos está diciendo que su valor no depende de ninguna situación particular y también que su valor no depende de ninguna persona particular. Una cosa de este tipo tendría un valor para todas las situaciones y para todas las personas. F. O si se quiere, para todas las personas en todas las situaciones en que ellas se encuentren. P. Ahora veo por qué decías que había aquí algo que distinguir. Por cierto, una pregunta terminológica: antes dijiste que los economistas llaman a un valor en tanto que relativo a una situación particular un “valor marginal”. ¿Tienen también un nombre para un valor en tanto que relativo a una persona particular? F. Bueno, algunos de ellos, sobre todos los economistas llamados “austríacos”, hablan en ese caso de “valor subjetivo”. P. ¿Por qué dices “llamados austríacos”? F. Lo que ocurre es que los primeros economistas que insistían con especial énfasis en eso que ellos llamaban la “subjetividad” de los valores eran efectivamente originarios de Austria, autores como Menger, Böhm-Bawerk, Mises y Hayek, pero ellos han tenido seguidores en muchas otras partes del mundo, incluyendo países de habla hispana. El patronímico “austríaco” ya no es muy exacto, pero se ha conservado por una cierta pietas hacia los orígenes de la escuela. P. Entiendo. Pero si mal no me acuerdo, tú habías antes vigorosamente protestado contra esa manera de hablar. F. ¿Cuál manera de hablar? P. Decir que los valores son subjetivos. F. Ya. Antes protesté porque muchos que hablan de la subjetividad de los valores lo hacen como si los valores pudieran elegirse como se elige la ropa que te vas a poner en la mañana. Los valores no se eligen, sino que elegimos sobre la base de nuestros valores. P. Y para ti los valores son objetivos. F. En otro sentido de la palabra sí que lo son. 66

P. Pero si te entiendo bien, cuando se pretende la existencia de valores absolutos, lo que se pretende es la existencia de valores no marginales y no subjetivos. F. Correcto. P. Pero un valor no subjetivo sería un valor objetivo. F. ¿Y qué con ello, mi querido y refutador Pánfilo? P. Disculpa, pero me parece que se sigue que los economistas negarían la existencia de valores objetivos. F. Veamos: ¿qué sería para ti un valor objetivo? P. Un valor que no está fundado en las preferencias de las personas. F. ¿Fundado? P. Sí; quiero decir que no vale porque las personas lo prefieren, sino que lo prefieren porque vale. F. Mmm, ¿recuerdas cuando antes dijimos que de una cosa no se seguía otra? P. ¿Cuál de cuál? F. Por un lado tenemos la idea de que una elección depende siempre de una situación particular. P. De acuerdo. F. Y vimos que de esa idea no se seguía la inexistencia de valores independientes de las circunstancias. P. Lo recuerdo. F. Pues algo parecido ocurre aquí. Otra vez tenemos que de una cosa no se sigue otra. Por un lado está la idea de que una elección siempre depende de las preferencias de las personas. P. Convenido. F. Pues de esa idea no se sigue que la razón o la causa de su valor reside en esas preferencias. Por tanto, no se sigue la inexistencia de valores objetivos en tu sentido. P. ¿O sea que los economistas no están diciendo que todo valor es subjetivo con la misma fuerza que dicen que todo valor es marginal? F. No; claro que dicen eso, y con la misma fuerza. Y lo dicen por razones teóricas muy poderosas. P. ¿Razones teóricas? F. Sí, mira: uno de los errores más graves de la teoría económica en su primera fase fue el de tratar de encontrar una cualidad única que fuese la que determinase el valor de las cosas… P. Como quien dice, el fundamento objetivo del valor de las cosas… F. Si quieres ponerlo así. El ejemplo más famoso es la idea de que el valor de los productos reside en la cantidad de trabajo humano que se requirió para producirlos. P. El trabajo sería entonces el fundamento objetivo del valor. F. Si quieres ponerlo así. Y es contra una idea como esa, o ideas semejantes, que se dirige el concepto de valor subjetivo. 67

P. Pero entonces las cosas no tienen un valor objetivo. F. Depende de dónde pongas el acento. P. ¿El acento? F. Quiero decir que no es lo mismo decir que las cosas no tienen un valor objetivo que decir que las cosas no tienen un valor objetivo. P. Comienzo a entender lo que quieres decir. Puede haber dos cosas que tengan valor, pero que la causa o razón de su valor sea distinta. En ambos casos podríamos decir que ese valor es objetivo, puesto que está basado o fundado en una cualidad real, no en el mero capricho de una persona, pero que esa cualidad no es en ambos casos la misma, por ejemplo, el trabajo humano que requirió producirla. F. Correcto. El punto en cuestión no es la objetividad de aquello que le da valor a una cosa, y que determina que yo la prefiera sobre otra. El punto es más bien la pretensión de unicidad, o sea la idea de que se trataría siempre y en todos los casos de una sola y la misma cualidad y propiedad, la cual otorga valor a todas las cosas. P. O sea que en el uso de los economistas, la palabra “subjetivo”, cuando se aplica a los valores, no se opone a “objetivo”, sino a “único”. F. Me parece muy bien dicho y con brevedad, que está doblemente bien. Y en ese sentido, no tengo nada en contra de decir que los valores son subjetivos. P. Todo ello me deja algo inquieto. F. ¿Por qué es eso? P. Porque si no hay manera de establecer el valor de todas las cosas, el proyecto de conseguir algo así como el bienestar de todos se antoja muy lejano. F. Con esta nueva pregunta te acercas Pánfilo, en efecto, a una pregunta absolutamente fascinante: la de si es posible determinar cuando una situación compartida por muchas personas es tal que podamos decir que no se puede mejorar. Pero creo que debemos dejar eso para mañana, ya que al menos yo me siento algo cansada. P. La verdad es que debo decir lo mismo de mí. Me has dejado completamente exhausto.

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Séptima Jornada PÁNFILO. Perdona, Filopanta, que comience otra vez con una pregunta terminológica, pero me quedé pensando ayer que hay una palabra muy famosa en filosofía que me parece muy usada en economía, y de hecho, creo entenderte, inventada por personas que eran a la vez filósofos y economistas. FILOPANTA. ¿De qué palabra se trata? P. De la palabra “utilidad”. Y pregunto por ella porque no ha aparecido para nada en nuestra plática, aunque percibo obscuramente que está relacionada con todo lo que venimos hablando. F. Y percibes bien, Pánfilo, porque de hecho los economistas la usan casi como sinónimo de la palabra “valor”. P. Algo así me imaginaba, pero no me atrevía a decirlo. Supongo que, como suele ser en esos casos de sinonimia, alguna diferencia de sentido habrá. F. Aciertas otra vez. Pero la cosa tiene su historia. P. Me encanta cuando dices eso. F. Ya me parece que te gusta bastante oír historias. P. Al menos las tuyas sí. F. Pues ésta comienza, como casi todas las que cuento, con los griegos. P. Ah, los griegos… F. Nuestros padres, Pánfilo, nuestros padres. Resulta que los griegos dieron en pensar mucho en eso que llamaban “el bien” y “lo bueno”, y se dieron muy pronto cuenta de que estas palabras encerraban varios sentidos, y, agudos como eran, se pusieron a tratar de enumerarlos y distinguirlos. P. Supongo que por tu nominalismo no creerás que esas distinciones revelen nada real… F. Andas ya como perro de cacería. Pero vayamos por partes. Ahora se trata de entender lo que los griegos estaban tratando de hacer con sus distinciones. P. Máxime que, como en tantas ocasiones me has dicho, el pensamiento comienza siempre por distinguir, dividir, clasificar, hacer taxonomías. F. Así es siempre, Pánfilo, y en este caso así fue también. La primera distinción importante fue entre “placentero” y “útil”. En griego, “placentero” se dice hedús, que quiere decir literalmente “dulce”… P. ¿De allí es que viene la frase latina utile ac dulce? F. Exactamente. Los latinos tradujeron y acomodaron las ideas griegas. La frase utile ac dulce significa justamente “útil y placentero”, y se aplica a esas cosas en el mundo que felizmente reúnen las dos cualidades. Ese no es usualmente el caso, como sabemos por experiencia. De hecho, una de las cosas que más trabajo cuesta entender a los jóvenes es que no siempre lo que causa placer es lo que conviene o es útil. 69

P. Eso me recuerda un consejo que me diste hace poco más de un año, cuando te pedí que me recomendases un libro sobre filosofía de la ciencia. F. ¿Y qué fue lo que te dije entonces? P. Que los mejores libros que me podías recomendar no habían sido escritos en español y que ninguna traducción es confiable. Tu consejo fue entonces que me pusiese a aprender a leer en otras lenguas, y principalmente en inglés, que era el vehículo universal de la ciencia y la cultura en nuestros tiempos. Añadiste que, una vez conseguida la habilidad de leer en inglés, debería intentar aprender a leer en otras lenguas, y mientras más lenguas, mejor. F. ¿Y tu reacción? P. Te dije que era muy difícil y penoso hacerlo, y que mis conocimientos de la gramática inglesa y de su vocabulario resultaban del todo insuficientes. F. Ya recuerdo, sí. Y seguramente te dije que, en efecto, al principio era todo eso como decías, difícil y penoso; que tendrías que utilizar el diccionario con demasiada frecuencia y a veces ni él te podría sacar de apuros, debido al desconocimiento de las estructuras sintácticas; que avanzar en la lectura era lento y aburrido, y que podía fácilmente ocurrir que en un solo día de duro trabajo apenas emergieras muchas veces con sola una frase o un párrafo medianamente comprendido. Pero que había que seguirlo intentando, y que poco a poco el cerebro iba adaptándose y asimilando la información. P. Todo eso me dijiste; y también que con el tiempo tendría que recurrir cada vez menos al diccionario y a la gramática, o a la consulta de expertos. Debo confesar que sólo la confianza que tenía en tus palabras me hizo perseverar en ese camino, y yo mismo estoy asombrado de cuánta razón tenías: aunque sé ahora que me falta mucho, he avanzado un trecho y siento que el mundo se me abre cada vez más debido a la enorme cantidad de libros y revistas a las que ahora tengo acceso. F. En otro momento de mi vida este éxito tuyo me habría causado un gusto puro e inmaculado. P. ¿Ya no te lo causa? F. No me entiendas mal. Por supuesto que me da mucho gusto por ti. Pero ese gusto va acompañado de una cierta melancolía. P. ¿Y a qué se debe eso? F. Cuando en el pasado daba yo ese consejo que a tí te ha servido, estaba yo convencida de su universal utilidad. Pero el tiempo me ha enseñado que eso de aprender lenguas no es algo que se le dé a todo el mundo. En particular, hay una condición neurológica que a falta de mejor nombre se llama “dislexia”... P. Pero, ¿que la dislexia no es un asunto de invertir las letras y por eso tener problemas en aprender a leer y escribir? F. Esta es una idea muy extendida, pero que no corresponde a la investigación más reciente. No quiero ahora entrar en estos detalles, porque nos desviarían demasiado de lo que estamos ahora platicando, pero baste saber que la dislexia es probablemente una 70

alteración neurológica que da como resultado una dificultad en el procesamiento cognitivo de los aspectos sonoros del lenguaje. Esa dificultad se manifiesta de entrada en la adquisición de la lengua materna, que se da en los primeros años de vida... P. Ya veo: si esto es así en el caso de la lengua materna, seguramente es aún peor en el caso de otras lenguas, cuya adquisición ocurre en años posteriores. F. Exactamente. Y de allí me viene esa cierta melancolía, que el gusto de ver que mis consejos han sido útiles a alguien va siempre acompañado de la experiencia de otras personas muy queridas para mí a quienes no les ha funcionado, debido a la presencia de rasgos disléxicos en sus cerebros. P. ¿Y es de esa conexión personal que nace tu interés por la dislexia? F. De eso, y de algo más, a saber que la dislexia, al igual que otros trastornos del desarrollo neurológico, se vuelven especialmente interesantes en la intersección de las neurociencias y la economía... P. No tenía idea que había tal intersección. F. ¿Nunca habías oído hablar de la neuroeconomía? P. Nunca. F. ¿Ni de la neuroteología? P. Se me figura que me estás tomando el pelo. F. No en esta ocasión. Hablo muy en serio. Se trata de áreas de estudio bastante recientes, de hecho tanto que sus temas están todavía algo desdibujados. Sin embargo, son de gran importancia para las preguntas que estamos tratando de responder aquí. Con un poco de suerte llegaremos a ellas más adelante en nuestra conversación. Pero basta de digresiones y volvamos al punto: ¿cómo fue que te acordaste hace un momento de tu empeño en leer una lengua extranjera? P. Vi que la actividad de aprender a leer en ella es un excelente ejemplo de algo que no tiene nada de dulce o placentero, pero que ha resultado enormemente útil y conveniente. F. Eso vale, creo, en la mayoría de los casos, y no hay muchas cosas en el mundo que combinen el placer y la utilidad. Desgraciadamente, la mayoría de las cosas que son útiles no son placenteras, y la mayoría de las cosas placenteras no son útiles. P. Y supongo que podríamos decir, en un primer acercamiento, que una actividad placentera se agota en sí misma, pero una que es útil va más allá. F. ¿Qué quieres decir con eso? P. Que cuando hacemos algo por placer, ese placer que obtenemos es justo lo que buscamos con la actividad, mientras que cuando hacemos algo por utilidad, emprendemos esa actividad no por sí misma, sino por otra cosa, la cual obtendremos como consecuencia y resultado de ella. F. Creo que has dicho algo más profundo y verdadero de lo que tú mismo aciertas a imaginar ahora. Si te detienes un momento a examinarlas, verás que de tus palabras se desprendería que lo útil no es sino lo placentero pospuesto. P. Un punto a favor del nominalismo. 71

F. No nada más: toda la teoría del capital y el interés se encuentra in nuce en esa definición. P. Eso suena tremendo. F. Y otra cosa: tal vez eso que has dicho sea la razón por la que hubo griegos que llegaron al extremo de argüir que llamar a algo “bueno” equivale a llamarlo “placentero”, o que el placer es el único bien. P. La doctrina llamada “hedonismo”... F. Sí, ese es el nombre que se le dio después, utilizando el nombre griego hedoné, que significa “placer” y se deriva de hedús, “placentero”. P. ¿Y no hubo algún griego que dijese otro tanto de lo útil? F. No; no parece haber habido ningún ofelimismo entre ellos… P. ¿Ofelimismo? F. Es que en griego “útil” se dice ophélimos, luego al “hedonismo” correspondería el “ofelimismo”. P. En cambio, luego apareció el “utilitarismo”… F. Que es seguramente lo que tenías en mente cuando comenzaste nuestra conversación de hoy hablando de “utilidad”. P. Sí; admito que estaba pensando en esa curiosa doctrina… F. … curiosa, y habría que añadir: importante, controvertida, fecunda y poco comprendida. P. Soy todo oídos. F. Bueno, lo primero que hay que decir es que “utilitarismo” no se opone a “hedonismo”, e incluso en labios de ciertas personas las dos palabras significan o se refieren a lo mismo. P. Veo que reaparece el nominalismo. Pero dime, ¿cómo es eso? ¿No decíamos antes que hay que distinguir lo “útil” y lo “placentero” y veíamos que en la mayoría de los casos está claro que se trata de cosas diferentes? F. Bueno; decíamos más bien que los griegos propusieron distinguir entre “útil” y “placentero” como especies o modos de lo “bueno” o del “bien”. P. ¿Y en qué cambia eso las cosas? F. En que es muy común que los filósofos comienzan por distinguir algo y para ello utilizan palabras de todos los días. P. Como “útil” y “placentero”. F. Exactamente. Los filósofos no inventaron esas palabras; las encontraron en el habla de todos los días. Y al principio, cuando las tomaron para hacer la distinción entre especies o modos de lo “bueno”, estaban analizando el habla de todos los días y respetando el uso y significado ordinarios de esa habla. P. Pero eso no duró…

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F. No; y es que los filósofos comienzan bien, pero muy pronto se exaltan y desvían el camino. En este caso, dieron en proponer una tesis muy atrevida: que todo bien es placer o que no hay nada desagradable que pueda llamarse “bueno”… P. Con lo que iban contra lo que la mayoría de las personas piensan… F. En efecto, iban contra el sentido común, esa tesoro de sabiduría que acumulan las generaciones de seres humanos en su esfuerzo, siempre renovado, y nunca totalmente exitoso, de convivencia pacífica. P. Para ese sentido común es literalmente absurdo decir que nada desagradable es bueno. F. Completamente absurdo. Y piensa, al hilo de tu ejemplo, cómo fue que te decidiste a enfrentar la ardua tarea de aprender a leer en inglés, a pesar de lo enojosa y poco placentera que te resultó. P. Lo hice porque tuve confianza en tu palabra… F. … que no es la mía sola, sino la de todos los que han emprendido tareas desagradables, sabiendo que el beneficio vendrá después. Esa palabra compartida y transmitida a través de las generaciones, es lo que podemos llamar “sentido común” o, en muchos contextos, “sabiduría popular”… P. No la sabiduría de una persona… F. … sino de todos, del grupo,… P. Pero a veces eso que el grupo sabe o dice es incorrecto y el individuo debe enfrentarse a eso. F. También es cierto; pero la contribución del individuo es siempre parcial e imperfecta, y en sí misma estéril. Solamente cuando lo que el individuo entrevió como superior a lo que dicta el sentido común es retomado y desarrollado por otros, ocurre que ese sentido individual se perfecciona y se vuelve parte del sentido común, obra de todos y de nadie en particular. Pero estos son temas en que hay que incursionar con cuidado. Te propongo que no digredamos más… P. De acuerdo; pero espero que volvamos sobre eso. F. No tengas duda de ello; es un tema al que se vuelve una y otra vez. Como en el caso de Roma, todos los caminos conducen a él. P. Decías, pues, que esos primeros hedonistas lanzaron la atrevida tesis de que no había otro bien que el placer… F. Y con ello provocaron enseguida intentos de otros filósofos por refutarlos. Una vez más la actividad compartida del grupo: aunque sea un individuo el que lanza una idea, lo que la hace mejor es el debate que despierta y en el que participamos todos. P. ¿Y qué ocurrió con los intentos de refutación del hedonismo? F. Los hedonistas siguieron varias alternativas. Unos persistieron en el error palpable de decir que todas las demás cosas que la gente llama “buenas” se las llama así para engañarnos y sacarnos ventaja…

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P. ¿Ya entre los griegos se hablaba de gente que se aprovecha de nosotros y nos oprime mediante alguna forma de “ideología”? F. Y que lo digas. Eso no se inventó en el siglo XIX; su estirpe es rancia y antigua. La palabra “ideología”, o más bien el uso que se le dio a esa palabra y que perdura hasta ahora, es lo único moderno aquí. P. ¿Y cuáles eran las otras líneas de defensa de los hedonistas? F. Antes de pasar a ellas, déjame nada más añadir que hay en la niñez y juventud una especie de hedonismo natural, por cuanto los mimos y cuidados que de manera tan necesaria los padres prodigan a sus hijos van acostumbrando a éstos a una cierta comodidad y molicie de la que es muy difícil salir, y tanto más difícil cuanto más tarde y más torpemente se inicia con la igualmente necesaria disciplina que va creando los buenos hábitos y haciendo de los niños personas de provecho. P. Soy muy consciente de ello, por cuanto me doy cuenta de lo difícil que es aceptar para nosotros los jóvenes ―ciertamente para mí en lo personal― los consejos de nuestros mayores. F. Todo eso es perfectamente natural, quiero decir que corresponde a la naturaleza humana. P. Como el caso de aprender a leer en inglés. F. Tú lo has dicho. Ese fue un caso de disciplina, de formación de hábitos… P. … lo mismo que el entrenamiento deportivo… F. Correcto, porque, si bien el ejercicio de los deportes es placentero en sí mismo, en cambio el entrenamiento que se requiere para perfeccionarlo casi nunca lo es. Y por eso es que hay una natural resistencia a la disciplina, es decir una natural resistencia a lo útil y una natural perseverancia en lo placentero. Por ello te darás cuenta de que a los discursos disciplinarios de los adultos los jóvenes a menudo responden con otros suyos que ponen aquéllos en duda, e incluso que sugieren que no son sino una artimaña de los adultos para privar de placer a los menores con el invento de un bien superior, que serían los hábitos. P. Ya veo; y esa estrategia discursiva, esa maravillosa capacidad para inventar excusas y no someterse a la disciplina, es el equivalente natural del discurso, supongo más sofisticado, de algunos hedonistas en la historia de la filosofía. F. Veo que nuestra conversación va por muy buen camino y que nos vamos entendiendo muy bien. Así es, y ante el embate de los filósofos que acudían al sentido común para atacar la idea, en sí misma absurda ―si bien comprensible, al menos en los jóvenes― de que el placer es el único bien, y de que lo que no causa placer no puede ser bueno, algunos de los primeros hedonistas producían discursos algo más sofisticados, o al menos más prolijos, de los que los jóvenes producen en su rebelión, pero en substancia no muy distintos de los discursos, argumentos y excusas juveniles. No sorprende que algunos de sus críticos dijeran que se comportaban como niños, e incluso como niños malcriados. P. ¿Eso decían? F. Y era muy exacto y pertinente, aunque de alcance limitado. 74

P. ¿A qué te refieres? F. Simplemente a que esos hedonistas eran justamente adultos, no niños. P. No entiendo bien. F. La cosa se irá aclarando si continuamos con el argumento. Hasta ahora hemos hablado de lo que podríamos llamar la “línea de defensa” más primitiva o natural. P. ¿Primitiva?, ¿natural? F. Pánfilo, nada hay más natural que resistirse a la disciplina y nada más primitivo que suponer que los otros quieren aprovecharse de mí y quitarme lo que es mío. Pero hay al menos otras dos “líneas de defensa” que, en comparación con ésta, son notablemente más artificiosas, aunque se derivan claramente de ella. Consiste la primera en valerse de la especiosa distinción entre realidad y apariencia. P. Esa distinción tan metafísica… F. Yo diría más: junto con la distinción entre ser y no ser, inseparable de aquélla, tenemos aquí el fundamento mismo del pensamiento metafísico. Pero como toda arma en el arsenal del filósofo, su origen es impecablemente ordinario. P. ¿Cómo así? F. ¿Nunca has creído ver un objeto que luego resultó no estar allí o no ser lo que parecía o al menos no tener las características específicas que le atribuías? P. Claro. Estás hablando de espejismos y fantasmas. F. De espejismos y fantasmas, y de muchas otras ilusiones. Un espejismo es algo que ves con plena consciencia y atención, pero ¿cuántas veces nos parece ver algo con el rabillo del ojo ―una araña, un ratón, una cucaracha, o algún otro animal escurridizo― que al voltearnos se revela haber sido una mancha o una sombra? P. Tienes razón. F. A veces ni siquiera es algo que vemos de reojo, sino que ni siquiera nos dimos cuenta de haberlo visto. Nada menos el otro día caminaba yo por el bosque y de repente di un salto y sentí una cierta aprehensión. Ahí donde ves, a pesar de mi edad todavía puedo pegar un salto. P. A mí me parece que estás en excelente condición física, de manera que no dudaría nunca de tu capacidad para saltar. Pero, ¿cuál fue el motivo de tu salto? F. Justo eso me pregunté y vi enseguida ―mi mirada guiada seguramente, al igual que mi salto precedente, por un instinto obscuro e inmemorial― que a mis pies yacía una culebra muerta. Una parte de mi cerebro, exquisitamente adaptada a esos ancestrales enemigos de la humanidad que son las víboras, debió mandar una señal a otra parte del cerebro para enfrentar la emergencia. P. Pero en este caso, la culebra era real… F. Sí, pero estaba muerta. La parte de mi cerebro que se alarmó y alarmó a mi corteza motora para que actuase rápidamente a fin de evitar el peligro, obviamente confundió la apariencia ―una víbora venenosa y viva― con la realidad: una culebra inofensiva y, además, muerta y bien muerta. 75

P. Tienes razón. F. Y aún hay más. Analizando la situación, recordé que cosas parecidas me han ocurrido en otras ocasiones, en que no ha habido siquiera una culebra muerta, sino tan sólo una vara o rama de árbol, cuya forma y color eran más o menos semejantes a las de una víbora. P. Me pregunto cómo es que eso ocurrirá. F. Las neurociencias nos enseñan que tenemos detectores de características tan exquisitamente abstractas como una mera línea horizontal o vertical, y tal vez estos detectores tan primitivos, o ellos en asociación con otros, dan lugar a respuestas tan rápidas y dramáticas como saltar, arrojarse al suelo, levantar un brazo, o emprender la huida. P. El punto es que no siempre la línea corresponde a un peligro. F. Exactamente, o como dirían los metafísicos, la apariencia no corresponde a la realidad. P. Como tampoco corresponde en el caso de las ilusiones ópticas: las vías del ferrocarril que parecen convergir, el palo sumergido que parece quebrarse, el tono cromático que parece modificarse según el fondo de color en que se encuentra,… F. … y no solamente ópticas, porque también padecemos ilusiones acústicas, táctiles, olfativas y hasta motoras. Ejemplos de todas esas ilusiones, y de sus respectivas desilusiones, debieron ser detectadas, comentadas y discutidas por los diferentes grupos humanos, dando lugar a las ideas que luego los metafísicos compendiarían en su célebre oposición de apariencia y realidad. P. Pero, usada por los metafísicos, eso de la apariencia y la realidad es bastante más ambicioso que el origen tan, digamos, terrenal que indicas. F. ¡Y qué lo digas! Mucho más ambicioso y por ello también menos firme y más dudoso. Justamente uno de sus muchos usos cuestionables es ese que lo aplica a la tesis hedonista: que las cosas desagradables que parecen ser buenas no serían buenas en realidad. P. ¿Y se valdría la inversa? F. ¿Qué quieres decir con “la inversa”? P. Me pregunto si de los bienes que parecen ser desagradables se valdría decir que no son desagradables en realidad… F. Se ve que has practicado todos los trucos de la lógica y la dialéctica. Eso de invertir las proposiciones y examinar el resultado es un truco muy bueno y muy antiguo. Y en este caso da completamente en el blanco. En efecto, la otra línea de defensa sofisticada podría caracterizarse de esa manera, invirtiendo la anterior. Y es tal inversión la que ocurrirá después en el utilitarismo. Pero vayamos por partes. ¿Cómo te imaginas que alguien podría defender que el placer es el único bien diciendo que las cosas desagradables sólo parecen ser buenas, pero en realidad no lo son? P. Lo primero que se me ocurre es que lo más fácil sería decir que las cosas agradables que parecen ser malas en realidad son buenas. F. ¡Excelente! 76

P. Veo que, como dijiste antes, se trata de una extensión de la defensa juvenil de que veníamos hablando. F. ¿Cómo? P. Después de todo, los adultos no solamente nos dicen que tal cosa que no nos gusta hacer es por nuestro propio bien, sino que con igual o mayor frecuencia nos dicen que muchas cosas que nos gusta hacer nos perjudican. La mejor manera de defenderse es arguyendo que eso es falso, y que no nos perjudican en absoluto. F. ¿Por ejemplo? P. Dependiendo de la edad y de los gustos son ejemplos los dulces, la comida chatarra, el permanecer despierto o dormido o acostado a deshoras, el ver demasiada televisión, el uso de alcohol, tabaco o drogas, y tantas y tantas cosas que nos parecen obviamente buenas, y que nuestros mayores nos insisten que o no son buenas en absoluto o no al menos en ciertas cantidades o ciertas ocasiones. F. La reacción primitiva sería simplemente opinar que son unos envidiosos o que nos quieren “explotar” persuadiéndonos de hacer cosas que no queremos en lugar de las que preferimos. P. Exactamente. Pero luego aparece otra defensa, aún mejor. F. ¿Qué sería…? P. Algo que los jóvenes observamos es que con la edad la capacidad de gozar las cosas de la vida parece disminuir. Los adultos, por ejemplo, ya no se divierten, y ni siquiera se ríen, con tanta facilidad o tan frecuentemente. F. Ciertamente. Y eso en parte se debe a que estamos más ocupados y comprometidos… P. Sí; eso es horrible. Nunca parecen tener tiempo para nada, especialmente para disfrutar la vida. F. Y es cierto que por eso a veces los viejos envidiamos a los jóvenes. ¿Cómo no hacerlo? Una buena parte del culto a la juventud, obvio en el cine y en la literatura de ficción, los cuales son pura o casi pura obra de adultos, viene de esa envidia. Pero no nada más la falta de tiempo o las muchas ocupaciones y compromisos nos impiden ese gozar y disfrutar de la vida de que hablas. Otra razón es que nuestra fuerza y nuestra salud han mermado y siguen mermando día con día. P. Esto es otra cosa que nos dicen siempre. F. Y creeme que no es nada agradable. Hasta que no lo vivas en carne propia no te persuadirás de lo cierto y lamentable que es, Pánfilo. Con todo, falta todavía la razón más profunda de todo esto. P. Dímela. F. La disminuida capacidad de diversión y gozo de los adultos se debe también a que las diversiones en general tienen un costo y ese costo es cubierto casi en su totalidad por los adultos... P. Nunca había pensado en eso. 77

F. Porque has tenido la suerte de que haya adultos a tu alrededor que se encarguen de ti y tus necesidades y gustos. Por ejemplo, estás aquí platicando conmigo en vez de trabajar por tu sustento. ¿A quién crees que le debes esto? P. A mis padres. F. En primer lugar a tus padres, es cierto, aunque hay muchos otros adultos involucrados en ese para ti tan agradable resultado. Por lo demás, tienes toda la razón cuando dices que los adultos tienen menor capacidad de gozo y diversión de las cosas placenteras y agradables que ofrece la vida comparados con los jóvenes. P. Y eso nos hace a menudo pensar que los adultos son unos aguafiestas que, como ya no pueden gozar como nosotros, nos lo pretenden impedir bajo el pretexto de que no son cosas buenas en realidad. Pero sí lo son, al menos para nosotros, aunque tal vez para ellos menos. F. Tú puedes por ejemplo comer, beber o desvelarte mucho más que yo… P. Por eso es que nos parece que la mejor manera de defenderse es cuestionando la valoración que los adultos presentan de esas cosas. F. Muy bien. Sin embargo, aún los jóvenes llegan a hacer la experiencia de que en ciertas cantidades u ocasiones esas cosas no son, en efecto, tan buenas como parecían. P. Es una lástima, pero así es: dolores de cabeza, indigestiones, diarreas, insomnios, problemas con las autoridades, en fin molestias, enojos, disgustos, contrariedades, malestares y enfermedades de todo tipo nos revelan (al menos a algunos de nosotros) que, por buenas que sean ciertas cosas, se requiere alguna moderación. F. Excelente. Esa idea de moderación, de medida, de justa proporción, es básica para entender no solamente las refutaciones del hedonismo como tal, sino la misma elaboración de la idea de “bien” que debemos a los más famosos refutadores, entre los más eminentes Platón y Aristóteles. Pero sigue. P. En la medida en que, por diversas razones, los adultos gocen menos que los jóvenes, éstos tienen razón en insistir en la bondad de lo placentero, pero en la medida en que resientan los efectos de placeres en exceso, la defensa se viene abajo. F. Muy certero es lo que dices. Como antes, vemos aquí lo mismo que en la primera defensa: hasta un cierto punto son los hedonistas o los jóvenes quienes tienen la razón, y más allá de ese punto son los antihedonistas o los adultos quienes la tienen. Pero, al igual que antes, conviene tener claro que el debate entre jóvenes y adultos (y aún más: entre niños y adultos) es una cosa, y el debate entre hedonistas y antihedonistas es otra cosa, puesto que en el segundo caso estamos hablando de dos grupos de adultos. P. Me gustaría mucho que me explicaras eso en detalle. F. Trataré de hacerlo, pero antes debemos examinar la inversión de la tesis y hablar no sobre la bondad de lo placentero, sino sobre el placer del bien. Esta es la línea de argumentación más sofisticada y artificiosa que los filósofos han presentado, ya que consiste en defender y atacar el hedonismo al mismo tiempo. P. ¿Cómo así? 78

F. Los filósofos en que estoy pensando vienen a decir que, aunque muchas cosas buenas nos parezcan desgradables, molestas y penosas, en realidad no lo son. P. ¿Te refieres a cosas como aprender a leer una lengua extranjera? F. Exactamente… P. Para mí es muy claro que no tuvo nada de agradable. F. Como en general no lo tiene el trabajo, el esfuerzo, la dedicación, la disciplina y el cumplimiento del deber. P. Pero entonces se trata aquí de una gran paradoja. F. Nunca mejor dicho, puesto que paradoja, en griego parádoxa, quiere decir “contra la dóxa” o sea “contra la opinión común”. P. Y sin embargo, hubo filósofos que defendieron esa paradoja. F. Y no sólo filósofos. ¿Has oído el adagio latino dulce est pro patria mori? P. No me suena conocido. F. Significa “es dulce ―o placentero― morir por la patria”. P. Parece una de esas cosas que se les dice a los jóvenes para que participen en la guerra, como hoy día a los suicidas musulmanes. F. El mundo no cambia, o cambia muy poco y muy despacio, Pánfilo. Y ese tipo de consignas se han usado siempre, y siempre con el mismo propósito. Notas que esta línea de argumentación parece defender el hedonismo. P. Ciertamente, puesto que, de ser cierta, podrá decirse que lo placentero se identifica con lo bueno. F. Y sin embargo, al mismo tiempo que lo defiende, procede a minar sus cimientos. P. Creo que la cabeza me ha comenzado a dar vueltas. F. Pues hasta mañana entonces.

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Octava Jornada FILOPANTA. Me gustaría que resumiésemos el camino que anduvimos ayer. ¿Podrías intentarlo? PÁNFILO. A ver. Las cosas que llamamos buenas, o sea que, en la terminología que veníamos usando antes, tienen valor, podemos dividirlas en cosas placenteras y cosas útiles. Y eso parece tener su fundamento en una distinción que la humanidad ha ido haciendo por experiencia: no todo lo placentero es útil y no todo lo útil es placentero. F. Correcto. P. Sin embargo, en el momento en que hacemos eso surge la tentación de volver a eliminar esa distinción, y decir que todas las cosas buenas son placenteras. F. Un caso de reduccionismo, semejante a los que hemos vislumbrado antes. P. Mmm, tienes razón. No había caído en la cuenta… F. Te has quedado muy pensativo. P. Es que acabo de vislumbrar hacia dónde vamos. F. Excelente. Pero no dejes que la meta te distraiga y en lo que llegamos pon atención al camino. P. De acuerdo. Veamos: para poder sostener la reducción de lo bueno a lo placentero, tenemos que hacer una serie de contorsiones, e incluso invocar la distinción metafísica entre apariencia y realidad, o bien entre ser y no ser. F. Recuerda, no obstante, que algunas de esas contorsiones tienen una cierta base en la vida cotidiana y particularmente en la relación de los adultos hacia los niños y los jóvenes… P. Tienes razón. Veíamos que los adultos tratan de conducir suavemente a los niños y los jóvenes a una vida en que lo placentero, que ha sido su entorno natural y necesario, se combina con lo útil; pero los niños y jóvenes naturalmente se resisten. F. En parte con buenas razones. P. Pero en parte los jóvenes comienzan a vivir en carne propia que alguna razón tienen los adultos con su intento de disciplinarlos. F. Por otro lado, los adultos no solamente pretenden disciplinarlos. P. Sino también en parte utilizarlos para sus propios propósitos, por ejemplo para que lleven a cabo sus guerras. F. Desgraciadamente así marchan las cosas. Y en ese contexto los adultos beligerantes apelan a veces al hedonismo natural de los jóvenes y tratan de convencerlos que las actividades guerreras son placenteras. P. El círculo se ha completado. F. Y así como se completa este círculo se completa otro, cuando el punto de partida es lo “útil”. Los utilitaristas del siglo XIX emplean el término “utilidad”, que históricamente se refiere a una “especie” del bien que se opone al placer, como sinónimo de la totalidad de lo bueno, es decir de lo que los seres humanos queremos y apreciamos. 80

P. ¿Otro intento de reduccionismo? F. Exactamente, y como tal recorre las mismas contorsiones conceptuales que recorrió el hedonismo. De hecho, se confunde con él. P. Eso iba yo a decir, porque cuando oye uno describir las doctrinas utilitaristas, tiene uno la impresión de que “utilidad” y “placer” son lo mismo. F. Y sin embargo, los autores utilitaristas eran, en la conducción de su vida, personas más bien serias, sobrias, a veces hasta agrias, y en cualquier caso todo menos gente entregada a los placeres. P. Aquí sí vale aquello de que las apariencias engañan. F. Ahora bien, si uno lee con cuidado a los utilitaristas modernos y los compara con los hedonistas clásicos se dará cuenta de que hay una diferencia notable. P. Presiento que la cosa se va a poner bien. F. Juzga por ti mismo. Cuando se decía que el placer era el único bien en el sentido de que aún las cosas que parecían desagradables en realidad no lo eran, el argumento era en última instancia que si uno hace el bien, aunque le cueste, la consecuencia será la felicidad de quien hizo el bien; y si hace el mal, será infeliz. P. No muy distinto del caso de los jóvenes suicidas del Islam… F. Correcto; que la felicidad sea en este mundo ―como pensaba Sócrates― o en el otro, como piensan los judíos, cristianos y musulmanes, no altera la argumentación: son los efectos de la buena acción y de la vida buena los que se toman en cuenta para considerar que placer y bien son idénticos. P. Pero con ello la diferencia entre lo placentero y lo útil se ha borrado. F. Se ha borrado, en efecto. P. Y sin embargo, dices que los utilitaristas, quienes también borran esa diferencia entre placentero y útil, lo hacen de una manera distinta y distintiva. F. Veamos si logro hacer esto comprensible. Por un lado, si en algo insisten los utilitaristas es en las consecuencias de nuestros actos, por ejemplo en la conveniencia de no consumir ahora para consumir después, de ahorrar e invertir para tener una vida mejor, etc. P. Te sigo. F. Eso los empata con la tribu de los hedonistas que discutimos al final. P. Mmm, creo que tienes que ir más despacio. Antes hablabas de “buenas acciones” y “vida buena”, mientras que ahora hablas de ahorrar y sacrificarse. No parece ser lo mismo. F. Tienes razón. Debo ir más despacio. La semejanza se sitúa a un alto nivel de abstracción. De hecho, cuando la última tribu de hedonistas comienza a hablar de que la verdadera felicidad era el resultado de actuar bien y ser una buena persona, hace entrar al mundo una nueva manera de hablar del bien que rompe la distinción entre lo placentero y lo útil. Igual que antes, no inventan esa manera de hablar: la toman del habla cotidiana, pero hacen de ella… P. ¿… una tercera categoría? F. Algo así como una tercera categoría, sí: junto a lo placentero y lo útil, aparece lo 81

“correcto” o lo “debido” o lo “apropiado” o lo “conveniente”, porque todos esos nombres se usaron entonces. De hecho, el adagio latino que cité antes dice en su versión completa: dulce et decorum est pro patria mori, donde el adjetivo decorum se refiere a esa tercera “especie” o “modo” del bien de que hablaron los antiguos. P. Y supongo que la palabra “deber”, tan frecuente en los tratados modernos de ética, pertenece a esta “especie”. F. Y la palabra “derecho” también, si bien ésta entró a la historia de la ética por un camino distinto. En todo caso, como te habrás imaginado, es muy fácil caer en la tentación de concebir la tripartición placer―utilidad―deber como una jerarquía. P. Sí que lo imagino. El deber parece un bien superior a lo meramente útil, y lo útil también superior a lo placentero. F. Exactamente. Pero lo que seguramente no te puedes imaginar aún es el daño que hace pensar de esta manera jerárquica, pero ya llegaremos a ese punto en su momento. P. De acuerdo. Sigamos por la ruta que íbamos. Me ibas a explicar la peculiaridad de la argumentación utilitarista. F. Debemos recordar que el utilitarismo es una filosofía influenciada por el nuevo modo de pensar característico de la economía. P. ¿Qué quieres decir con esto? F. En el momento de su nacimiento ―o tal vez, dada la existencia de múltiples antecedentes, habría que decir: en el momento de su primer florecimiento― la economía fue considerada una ciencia moral… P. ¿Moral? F. Para entender esto, debes recordar que en la filosofía antigua se dividían los estudios filosóficos en tres partes, en griego logiké, phusiké, ethiké, o “lógica”, “física”, “ética”. Séneca tradujo esos términos como philosophia rationalis, philosophia naturalis, philosophia moralis. P. ¡Vaya que suena eso interesante! Y tal es la razón, supongo, por la que Newton habla todavía de “los principios matemáticos de la filosofía natural”, ¿no es verdad? F. Es verdad. Durante siglos la palabra griega philosophía y la palabra latina scientia eran prácticamente sinónimos: “filosofía natural” es equivalente a, y sería eventualmente substituido por, “ciencia natural”. P. Aunque luego se produjo una diferenciación semántica enorme entre esas dos frases. F. Y que lo digas. Pero el caso aquí es que los primeros autores que reconocen a la economía como ciencia la llaman “ciencia moral” en oposición a la “ciencia natural” de Newton. P. ¿Y cómo se llegó a la idea de “ciencia social”? F. Este término fue propuesto en Francia y ha tenido finalmente más éxito que el término clásico de “ciencia moral”. Si se entiende lo que la mayoría de los filósofos griegos entendían por esos términos, no hay en realidad contradicción. P. ¿Cómo es eso? 82

F. Resulta que, desde que los griegos comienzan a pensar en las cosas morales, no las consideran nunca en independencia de las cosas sociales, a las cuales ellos llamaban “políticas”, debido simplemente a que la forma de sociedad más avanzada en su época era la pólis o Ciudad Estado. P. Pero nosotros sí pensamos con frecuencia las cosas morales con independencia de las sociales. Hablamos, por ejemplo, de una “moral individual”… F. Exactamente. Y en esa tendencia nuestra ―que tiene una historia larga y complicada― reside justamente la diferencia que me interesa resaltar aquí. Cuando los utilitaristas, y más generalmente los economistas, hablan de las consecuencias de nuestras acciones, no están pensando simplemente en las consecuencias para mí de mis propias acciones. P. ¿Acaso no les importan? F. No es que no les importen, sino que arguyen que no podemos analizar las cosas de esa manera tan separada. Ellos piensan que lo que interesa entender son las consecuencias que se producen por la suma, agregación o combinación de las acciones de todas las personas de un grupo o sociedad. En cuanto a las consecuencias para mí de mis propias acciones, ellas son solamente una parte muy pequeña del conjunto de todas las consecuencias de todas las acciones para todas las personas. De hecho, no puedo entender las consecuencias para mí de mis propias acciones sino en su combinación con las demás consecuencias. P. ¿Y la economía estudia eso? F. De hecho, podría definirse la economía también como el estudio de las consecuencias que tienen las acciones combinadas de todos. P. ¿Una definición alternativa? F. Y hasta cierto punto equivalente, ya que los precios no son sino la más notable de esas consecuencias, y tal vez generalizable al punto de decir que toda consecuencia que resulta de acciones combinadas es a final de cuentas un precio, o al menos una modificación al sistema de precios. P. No sé qué decir, pero todo eso suena muy impresionante. F. Y lo es. La economía es una gran ciencia. P. Espero comprender un poco mejor cómo logra su objetivo. F. Cómo lo logra en la medida en que lo logra, porque la economía, al igual que las demás ciencias, está en continua evolución, y sus conceptos, teorías y métodos mejoran con el tiempo. Ten por seguro que intentaré que tu comprensión de ella crezca y se perfeccione también. Los temas que nos ocupan aquí requieren de ella de manera fundamental. P. Pero en todo esto me surge una duda. F. Ojalá que más de una, pero comencemos con esa que ahora te asalta. P. Cada vez que te has referido al hedonismo en todas sus formas, me ha parecido que lo has hecho con mucho escepticismo. F. Te ha parecido bien. 83

P. Y supongo que eso es porque te opones al reduccionismo. F. Correcto. Reducir unos valores a otros me parece una mala estrategia filosófica. P. Pero cuando te refieres al utilitarismo, que se presenta a ojos vistas como un reduccionismo, hablas de él con mucha más simpatía. F. Eres muy agudo, Pánfilo, y veo que has comenzado a montar una nueva refutación contra mí. P. No quisiera que sonara así, pero la verdad es que me parece haber aquí una contradicción. F. Tienes razón en decir eso. Y creo que esa contradicción es bastante real en muchos de los escritos y argumentos de los utilitaristas. De hecho, aquí está la razón de fondo de que los socialistas hayan podido hacer suya la doctrina utilitarista a pesar de que los utilitaristas estaban originalmente muy lejos del socialismo. P. Veo que la cosa vuelve a complicarse. F. Como siempre, Pánfilo, como siempre. Y son estas complicaciones las que hay que conocer bien para no confundir las peras con las manzanas. P. ¿Cuál es la doctrina central del utilitarismo? F. Que una sociedad bien organizada es una sociedad en que se logra el máximo de felicidad para el mayor número de personas miembros de esa sociedad. P. La felicidad con ello se ha vuelto medible… F. Esta es una gran novedad respecto de toda la filosofía antigua y clásica. P. ¿Y cómo propone el utilitarismo lograr esto? F. Digamos que la idea que se esconde detrás es la idea de eficiencia. P. Otra vez un término económico… F. Correcto. Es imposible separar el utilitarismo del modo de pensar económico. La economía parte de dos hechos: por un lado el hecho de la relativa escasez de los bienes deseados por los seres humanos y por el otro lado el hecho de que los deseos humanos no tienen un límite definido… P. ¿Que somos insaciables? F. Se trata de un axioma de la economía. Dicho de una manera menos violenta y moralizante, cuando una persona sacia sus deseos de algo, le surgen deseos de otra cosa. P. Supongo que dirás que esto es parte de la naturaleza humana. F. En efecto, eso digo. Claro que me gustaría que los economistas elaboraran su axioma y aclararan algo que suponen. P. ¿Y eso sería? F. Que no todos somos insaciables en todo respecto; pero siempre hay una cosa para cada cual en la que éste es insaciable. P. No sé bien por qué te importa tanto esa especificación. F. Según entiendas en qué consisten los conflictos de valores y cuál es su origen, creo que captarás mejor su sentido. P. Sea, pues, y ya lo veremos. Por lo pronto, me parece que la idea de eficiencia 84

consiste en que hay maneras en que se pueden emplear mejor los recursos relativamente escasos para satisfacer el mayor número de deseos. F. Vas entendiendo. P. ¿Quiere decir esto que sería posible un cálculo de esto? F. Ahhh, aquí entramos en terreno algo más peligroso. Según la economía clásica lo que existen son cálculos individuales que tienden solamente a la felicidad del individuo que hace cada vez el cálculo que a sus fines corresponde. P. En cierto modo, podríamos decir que esos cálculos individuales son cálculos hedonistas. F. Ciertamente podríamos decir eso. Claro que no debemos olvidar que se trata aquí de lo que podemos llamar un “hedonismo extendido”, por cuanto lo que unas personas desean no tiene necesariamente un carácter egoísta. P. Yo estaba pensando que sí. F. ¿Estarás de acuerdo que no todas las cosas causan placer a todos? P. De acuerdo. F. Hay personas a las que les gusta compartir lo que tienen con otros o prestar servicios a otros. P. No es tan frecuente como uno quisiera, pero se da. F. Más frecuente de lo que te imaginas. Piensa en cuál es el fundamento de la vida familiar. P. ¿Cuál es? F. El dar la vida a otros, para luego cuidarlos y atender sus necesidades y deseos. P. Es cierto. F. Nada de eso es egoísta, y la mayor parte de las acciones de quienes fundan una familia ocurren con ese fin. P. No había pensado en eso. F. Hay excepciones, por supuesto, y no todas las familias son iguales. P. Sí, pero veo lo que quieres decir: seguramente la mayoría de las familias funcionan suficientemente bien. F. Porque de otra manera no podrían los seres humanos sobrevivir y desarrollarse. P. De hecho, no existiríamos. F. Queda claro entonces que cuando decimos “cálculos hedonistas individuales” estamos considerando todos los cálculos de todas las personas, independientemente del carácter de los fines que persiguen. P. Queda claro. F. Pues bien: el gran descubrimiento teórico de la economía clásica es que la agregación de los cálculos hedonistas individuales, y las acciones que en ellos se fundan, da por resultado el mayor bienestar o la mayor riqueza que sea posible alcanzar para todos. P. ¿O sea que los cálculos hedonistas individuales tienen por consecuencia la felicidad de todos, aunque no se lo hayan propuesto así? 85

F. Exactamente. Esa es la idea fundamental. P. En esa medida el utilitarismo habría encontrado en la economía clásica una respuesta acerca de cómo debería organizarse la sociedad para obtener el máximo de felicidad para el mayor número de personas. F. Correcto. Y la garantía del funcionamiento de esa sociedad sería dejar hacer a la gente según sus luces…. P. Mmm, “dejar hacer”… eso es lo que se llama “liberalismo”, ¿no es así? F. Correcto, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX podemos decir que utilitarismo y liberalismo van de la mano y con ellos la nueva ciencia moral o social de la economía. P. Por lo que dijimos antes, también incluyen al hedonismo… F. Bien entendido, o sea entendido de manera de incluir en él todo lo que los hombres quieren, este hedonismo extendido es parte de todo esto… Pero, ¿qué escribes allí otra vez? P. Se me ocurrió está fórmula: Hedonismo + Liberalismo = Utilitarismo

F. No está nada mal, Pánfilo. Y podríamos añadir todavía que es la teoría económica la que da sustento a esta ecuación. Porque es ella la que muestra que la búsqueda de placer individual (léase: la búsqueda de los propios fines, sean ellos los que sean, por parte de cada individuo), cuando ella es permitida a todos por igual, da lugar a la mayor felicidad del mayor número. Tal es el teorema fundamental de la teoría económica, formulado por vez primera por los economistas del siglo XVIII, si bien su demostración matemática requirió unos dos siglos más. P. No me imaginaba que existiese una demostración matemática. F. La hay, pero no es cosa de ocuparnos de ella, o del sentido de ella, por ahora. P. Contengo mi curiosidad por ahora sobre ese punto. Pero dime, ¿cuál es el papel de las ideas socialistas en todo eso? F. En primer lugar, debes saber que el socialismo ha pasado por muchas fases, y sus transformaciones dificultan hablar de él de manera coherente. Al principio es una reacción contra el desarrollo industrial, ya que, en opinión de los primeros socialistas, causa desigualdad e injusticia. P. Vuelve a aparecer esa idea de justicia de que hablábamos antes. F. Con mucha fuerza, Pánfilo, y con muchas consecuencias. En todo caso, podríamos decir que la idea matriz del socialismo es que todo es de todos. P. No debería haber propiedad privada. F. Correcto. ¿Puedes imaginarte un grupo de personas sin propiedad privada? P. No estoy seguro… F. Claro que puedes, Pánfilo. Naciste y creciste en uno de esos grupos. P. ¿Te refieres a la familia? 86

F. Sí, Pánfilo, a la familia: la organización socialista por excelencia. Pensar en ella nos permite de paso entender cómo es que los primeros socialistas pudieron apropiarse del utilitarismo. P. ¿Cómo ocurrió eso? F. Imagina una familia bien ordenada. P. La imagino. F. Admitirás que en general vale en ella que todo es de todos. P. Lo admito. F. Y también que en ella se alcanza la mayor felicidad del mayor número. P. Es cierto. De eso se trata justamente: de que todos estén bien, de que todos estén lo mejor que sea posible con los recursos que hay. F. Pero dime, ¿no es verdad que hasta en la familia mejor ordenada surgen conflictos? P. Surgen, sí, muchos o pocos según el caso, pero surgen. F. ¿Por qué crees que surgen? P. Pues me parece que no siempre alcanza todo para todos. F. Correcto, Pánfilo, los bienes en disputa son escasos. Trátese del pan dulce que se compró esta mañana, de la bicicleta o la computadora, de dinero o del tiempo y la atención que los padres pueden dedicar a los hijos o al cónyuge, no siempre alcanza para todos. Pon atención ahora a la siguiente pregunta. P. ¿Cuál es ella? F. Cuando se producen esos conflictos, ¿cómo se resuelven? P. En general, son los padres, o uno de ellos, quienes deciden a quién le toca qué. F. Correcto. ¿Y si los niños protestan? P. Entonces los padres tratan de explicar sus razones. F. ¿Y si las razones no bastan y el comportamiento de los niños sigue en oposición? P. Entonces se introducen medidas más severas: regaños, castigos, racionamientos de todo tipo. F. Exactamente, Pánfilo, y con tu muy comedida respuesta has expresado lo que todos los regímenes socialistas, imaginados en el papel o llevados a cabo en la práctica política, han instaurado. P. ¿Quieres decir fuera de la familia? F. Fuera de la familia encontramos regímenes socialistas en muchos lugares, pero principalmente en las grandes organizaciones, sean ellas burocráticas, eclesiásticas, humanitarias o de negocios… P. ¿Cómo?, ¿incluso en las empresas? F. En efecto, Pánfilo, las empresas son organizaciones principalmente socialistas. P. Pero esto es una paradoja. F. Al menos así parece, si bien no lo es tanto cuando se examinan las cosas con cuidado. Pero ya volveremos sobre esto. Por ahora basta saber que muchas organizaciones, si no es que todas, son socialistas en su mayor parte. Pero el socialismo, como bien sabes, se 87

encuentra también en naciones enteras. Y donde hay socialismo, se da lo que dijimos antes: conflictos entre las partes, decisiones por parte de un poder central, regaños, castigos y racionamientos de todos tipos. P. Y en todos esos lugares se pretende alcanzar la mayor felicidad del mayor número mediante la renuncia a la libertad individual. F. Y no nada más a ella, sino al hedonismo individual mismo. P. ¿Cómo es eso? F. Recordarás que dijimos antes que la economía parte de dos hechos: por un lado el hecho natural de la relativa escasez de los bienes que los seres humanos desean, por el otro el hecho, igualmente natural, de que los deseos humanos no tienen un límite definido… P. Eso dijiste, sí. F. Pues bien, la economía clásica considera el segundo hecho como algo intocable y dado, un hecho bruto de la naturaleza, pero considera que el primer hecho, la relativa escasez de los bienes, es en parte algo igualmente dado, pero en parte también un resultado de la actividad productiva humana. Plantea entonces que es posible aumentar la productividad y de esa manera hacer más abundantes los bienes, de tal manera que alcancen para satisfacer mejor los deseos de las personas y satisfacer los deseos de más personas. P. ¿Es lo que llamamos la “revolución industrial”? F. Exactamente eso. Y, como dije antes, este desarrollo de la industria, es decir de la productividad humana (porque la palabra “industria” no quiere decir originalmente otra cosa que trabajar con eficiencia), es algo que los primeros socialistas no veían con simpatía. P. ¿Qué sugerían entonces? F. Una especie de inversión de las variables. P. ¿Las variables? F. Me refiero a los hechos de que hablábamos antes: está claro que los deseos de los hombres pueden cambiar y de hecho cambian con el tiempo; de otra manera no podríamos decir que carecen de un límite preciso. Por otro lado, los cambios industriales dejaron también claro (como en su momento lo dejaron los cambios agrícolas y antes que ello los cambios en las técnicas de cacería y recolección) que la escasez de bienes era modificable por la actividad humana. Los hechos de que parte la economía no son hechos fijos e inamovibles. Con una palabra: son variables. P. Ya veo. Y la economía clásica no tocaba los deseos humanos y su evolución. F. No; los dejaba libres. Y esta es otra manera de definir el liberalismo. P. Entonces, ¿fue aquí que el socialismo atacó? F. Exactamente, Pánfilo. El socialismo propone de entrada que no nos empeñemos tanto en hacernos más productivos y más eficientes, en modificar la relativa escasez de los bienes que deseamos, cuanto en aprender a controlar y modificar esos deseos mismos. P. ¿Encontrar los límites de nuestros deseos, esos límites que dijiste no existían? F. Encontrarlos o, si no se encuentran, entonces establecerlos, dictarlos, imponerlos. 88

P. Por eso es que hablabas antes de la familia. F. Correcto. No es otra cosa lo que los padres intentan hacer con sus hijos, y generalmente los adultos con los jóvenes y los niños: modificar sus deseos, encauzarlos, controlarlos, y si es necesario dictarlos, imponerlos, establecerlos. P. Es el propósito de lo que llamamos “educación” y “disciplina”. F. Ese es y no otro, mi querido amigo. P. ¿Y esto es lo que hace el socialismo? F. Ésta es, en efecto, la manera como el socialismo pretende resolver el problema de la eficiencia, de que todo alcance para todos, de alcanzar la mayor felicidad para el mayor número. P. O sea que si yo quiero tal o cual cosa, la cuestión no sería ver cómo producir esa cosa, sino más bien cómo hacer para que yo deje de querer esa cosa. F. No podría decirse mejor. P. ¡Pero eso equivale a transformar a las personas mismas! F. Muy bien dicho. Todos las propuestas socialistas contienen esa idea de transformar al hombre, cambiar la naturaleza humana, o como decía aquella frase paulina que se volvió tan popular: crear “un hombre nuevo”. P. ¿Y cómo llamarías a ese intento de solución? F. Creo que la mejor manera de llamarlo es “paternalismo”, ya que justamente es lo que hacen o pretenden los padres. P. Pero, ¿no hay aquí una diferencia? F. ¿Y cuál sería? P. Que los padres no están tratando de crear “un hombre nuevo”, ya que el niño o el joven no son todavía un “hombre”, en el sentido de que se trata aquí, o sea un adulto. F. Das justo en el clavo, Pánfilo, y me encanta que lo digas tú, que eres joven: tu testimonio es aquí especialmente valioso. P. Soy muy consciente, Filopanta, de todo lo que me falta. Y tú eres un ejemplo de aquello a lo que aspiro. F. No me toca a mí decir si soy o no un buen ejemplo. En todo caso, estamos de acuerdo que un régimen socialista es inevitable y conveniente cuando tratamos con personas todavía inmaduras y moldeables, pero resulta algo más extraño y dudoso cuando esas personas son adultos hechos y derechos. P. Al menos se requeriría de un argumento más complicado para poder aceptarlo. F. Y ese argumento existe y a él nos tendremos que enfrentarnos a su debido tiempo. Por ahora creo que sería conveniente terminar nuestra plática de hoy justo en este punto.

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Novena Jornada FILOPANTA. ¿Por qué tan pensativo, Pánfilo? PÁNFILO. Estoy dividido conmigo mismo. Por un lado, me encantaría que siguiéramos hablando del socialismo y su relación con el utilitarismo y el liberalismo; por otro lado, quisiera que continuáramos con nuestro tema principal; por un tercero, hay algo que me tiene muy preocupado. F. Comencemos con lo último y suelta prenda, que no hay mejor remedio para aliviar el espíritu de preocupaciones. P. Me parece que en tu intento de acercar la economía a la ética, todo eso que los economistas llaman “preferencias” y “elecciones” se tornarían valores, quiero decir en el sentido ético. F. Si no olvidamos aquí que esa coletilla de “en sentido ético” sale sobrando, las cosas son como dices. P. Pero decíamos al principio que los valores eran como dioses de que habla el discurso religioso. F. Eso decíamos, en efecto. P. Y estábamos de acuerdo en que ese discurso era y es tremendo; tan tremendo de hecho que considerábamos una virtud retomarlo aunque más no fuera que por hacerle justicia a la seriedad del asunto. F. ¿Y entonces? ¿Se te ha ocurrido alguna nueva refutación? P. No tanto ni tan atrevido; pero sí que siendo muchas de nuestras preferencias y elecciones cosas triviales, tales como elegir el tipo de zapatos que me voy a poner hoy o preferir comprar manzanas que peras, como que me cuesta trabajo ver dioses en esto. F. Déjame contarte una anécdota. Siendo yo muy joven un psicólogo amigo mío, y muy mayor que yo, me contaba un día los pormenores del proceso neurológico por el que una persona mueve su dedo índice, y me enfatizaba especialmente el hecho de que este movimiento, como muchos otros, está controlado por impulsos opuestos, unos que lo inhiben y otros que lo desinhiben. P. Te puedo imaginar fascinado. F. Mucho, y aún más cuando, al cabo de su explicación, me dijo que ahora imaginara que ese dedo índice está en posición de disparar un revólver sobre una persona, más particularmente que se trata del dedo índice de un francotirador a punto de cometer un asesinato. P. Me parece haber visto películas en que el fotógrafo muestra en closeup la imagen del dedo vacilando entre disparar y no disparar. F. Excelente observación, Pánfilo. Ahora piensa que esa vacilación tiene sus correlatos neurofisiológicos en los impulsos opuestos que mencioné antes. Se trata, como quien dice, de la decisión moral, el dilema moral visto microscópicamente. 90

P. Ya veo. Me estás diciendo que una acción aparentemente trivial como mover el índice puede tener consecuencias muy serias. F. Todo depende del contexto y las circunstancias, como nos recuerdan los economistas. Por ello debemos tener cuidado de calificar algo de trivial en absoluto. Lo que no quita que muchas de nuestras decisiones, apropiadamente contextualizadas, sean de verdad triviales. P. Y es con ellas, y sólo con ellas, que me surge la preocupación de no estar exagerando al meter aquí el discurso religioso. F. ¡Cómo me recuerdas al jóven Sócrates que nos pinta Platón hablando con el viejo Parménides! P. ¿Cuándo lo reprende como no suficientemente imbuido de filosofía por cuanto desprecia el lodo y la mugre? F. Tan buena es tu memoria como tu inteligencia, muchacho. Y es que esa precupación tuya se debe a faltarte el verdadero espíritu politeísta, para quien los dioses son dioses, independientemente de su tamaño y poderes. P. ¿O sea que hay diosecillos también? F. Por montones, para todos los bolsillos y en todas partes, como nos recuerda Aristóteles que le replicó Heráclito a su visitante. P. ¿Te refieres a ese pasaje tan hermoso que, como una vez nos explicaste, usa Aristóteles para reforzar su argumento sobre la importancia de los fenómenos biológicos, por pequeños y hasta repugnantes que pudieran parecernos? F. Recuerdas muy bien: lucha muy grande y denodada la suya contra todo el ambiente de la Academia de Platón, el cual no se prestaba para disquisiciones sobre los caracoles o las musarañas, ya no digamos sobre la sangre o la digestión. Y no debemos olvidar una cosa. P. ¿Cuál sería ella? F. Que lo pequeño está incrustado en lo grande, y que lo grande está constituido por lo pequeño. P. No te sigo. F. La grandeza de la vida sobre la tierra depende de todos los fenómenos biológicos, a todos los niveles y en todos los tamaños. E igualmente la historia de la humanidad es el resultado de todas nuestras pequeñas y grandes acciones. P. Creo que me cuidaré un poco más al declarar algo trivial. F. Harás bien. Pero me decías hace un momento que querías regresar al tema principal de nuestra conversación. Y dime, ¿cuál crees tú que es ese tema principal? P. Bueno, tal vez no sea el principal. Me refería al punto de partida de nuestra larga plática: ¿en qué consiste tu nominalismo en cuestiones éticas? F. Tal vez te parezca a ti en este momento que nos hemos alejado mucho de esta pregunta inicial, pero te aseguro que no es así. P. ¿Me podrías dar una pista? F. Claro. Te podría decir, por ejemplo, que el utilitarismo, una vez que se lo expurga 91

de ciertos errores o imprecisiones, es o implica nominalismo ético. Y esos errores o imprecisiones son una de las causas de que los socialistas hayan podido conciliarse con el utilitarismo. P. Pero entonces se seguiría que el nominalismo en cuestiones éticas ―tu posición― es incompatible con el socialismo, al menos en la medida en que éste es de índole ética. F. Es incompatible, en efecto. P. Luego no eres socialista. F. Durante muchos años de mi vida creí serlo, pero siguiendo el hilo de mis pensamientos he acabado por darme cuenta de que en realidad nunca lo fui. P. Tu tono me hace pensar que piensas que se trató de un malentendido. F. Exactamente se trató de eso: un malentendido. Y quien no entendía o entendía mal no eran mis amigos socialistas; era yo y sólo yo. P. ¿Cómo ocurrió eso? F. Mira, cuando yo era joven como tú lo eres ahora, una serie de circunstancias me permitió darme cuenta de algo que entonces llamaba yo “injusticia”, y que ahora preferiría llamar más simplemente “pobreza”: el hecho, lamentable e hiriente, que un gran número de personas padezca grandes carencias. P. Es algo que a mí también me conmueve mucho. F. Eres un joven generoso, Pánfilo, y es natural que la pobreza y las carencias humanas te conmuevan y preocupen. En mi caso, las circunstancias que me permitieron darme cuenta del problema iban acompañadas de lo que parecía ser su solución, a saber la solución socialista. Me parece que en esas circunstancias era prácticamente imposible hacerse cargo del problema y dejar de abrazar la solución ofrecida. P. Así fue que te hiciste socialista. F. O mejor dicho: comencé a considerarme socialista. Pero lo curioso es que, desde el principio, cada vez que meditaba sobre la solución y sus consecuencias, y en la medida en que iba teniendo acceso a la información y a los razonamientos asociados a una y otras, encontraba mil reparos y me asaltaban mil dudas. Y sin embargo, me tomó muchísimos años darme cuenta de que no podía ser socialista y al mismo tiempo rechazar tan claramente su modo de enfocar el problema e intentar resolverlo. P. Conociendo la manera tan tenaz en que, hasta donde te conozco, persigues los datos y los razonamientos y tratas de aclarar tus dudas, me cuesta trabajo creer que te haya tomado tanto tiempo como dices. F. Eso se debió simplemente al hecho de que mis inclinaciones políticas son tan débiles y mis intereses tan variados que le dedicaba demasiado poco tiempo al asunto, y en cierto modo confiaba en que había tantas personas tan capaces que se ocupaban de él que no se requería de mí. P. Muchas veces te he oído decir esa frase: “no se requiere de mí para eso”. F. Ay, Pánfilo, son verdaderamente tan pocas las cosas en que se requiere de alguien en particular… Somos los seres humanos individualmente tan poca cosa… 92

P. Pues a mí me pareces tú una persona excepcional. F. Eres aún muy joven, Pánfilo, y eso en parte es lo que explica que pienses así. En todo caso, una cosa era la que me faltaba para darme cuenta de que, si bien compartía con la mayoría de los socialistas esa intensa preocupación por la pobreza, no aprobaba su solución. Y esa cosa era un mayor conocimiento de la teoría económica. P. Ciertamente no querrás decir que no ha habido nunca ningún economista adepto al socialismo. F. No; cierto es que los economistas con inclinaciones socialistas nunca han sido mayoría, pero también es cierto que los ha habido, y no han sido pocos, y que el fenómeno amerita exploración. Lo que quiero decir, en todo caso y por lo pronto, es que un mayor conocimiento de la teoría económica muestra que la solución socialista al problema de la pobreza ni es la única ni la más obvia. O dicho más claramente: la solución socialista es la más obvia solamente para quien no sabe economía, mientras que a quien conoce la teoría no puede menos de parecerle tortuosa y opaca. P. Y esa solución tortuosa y opaca no es nominalista. F. No; no lo es. Es una solución que cree poder determinar, delimitar y definir los valores humanos. Y no puede ser de otra manera, toda vez que la solución parte de fijar los deseos de la gente, de no permitir que éstos sigan su libre curso. P. Pero, Filopanta, algún límite hay que poner a los deseos de las personas. Si no, estaríamos permitiendo todo tipo de perversiones, arbitrariedades e injusticias. F. Sin duda tienes razón, aunque también creo que expresiones como las que usas conducen muy fácilmente a intentos de opresión de unas personas por otras. En todo caso, estamos de acuerdo en que no es posible dejar que las personas hagan todo lo que se les da la gana. P. Pero entonces hay que fijar ciertos deseos. F. Aquí es donde se pone la cosa interesante… P. ¿Quieres decir que lo interesante es qué deseos se fijan? F. Me voy algo más atrás: no qué deseos se fijan, sino quién decide qué deseos se fijan es lo realmente interesante aquí. P. ¿Hay entonces varias maneras de fijar los deseos? F. No hay sino dos: o bien hay una persona o un grupo de personas que son las encargadas de fijarlos, o bien los vamos fijando entre todos. El socialismo sigue el primer método; yo me inclino por el segundo. P. Creo que me puedo imaginar el primer método. Ciertamente la democracia parece un ejemplo de ello: elegimos a nuestros gobernantes y a nuestros representantes, a veces incluso a nuestros jueces, y entonces ellos se encargan de proponer reglas, de fijarlas, modificarlas, implementarlas, aplicarlas. Pero no veo claro cómo funcionaría este segundo método. Se parece a la utopía de la llamada “democracia directa”. F. A mí me parece mejor modelo el mercado. P. ¿El mercado permitiría fijar los deseos? 93

F. Es justamente un ejemplo de cómo vamos fijando nuestros deseos entre todos. Cada vez que tú decides comprar o alquilar algún bien o algún servicio, estás expresando un deseo. P. Eso me suena muy materialista. F. Si los deseos de las personas son materialistas, entonces el mercado es materialista. Pero hay muchos deseos que tú no calificarías de materialistas y que, sin embargo, se expresan en el mercado. Cuando varias escuelas compiten entre sí para atraer a los padres ofreciendo mejores servicios educativos, mejores instalaciones, mejores maestros, ¿dirías tú que los deseos de los padres, quienes buscan la mejor educación para sus hijos, son materialistas? P. No; tienes razón. Aunque, viéndolo bien, hay padres que sólo consideran cuánto les va a costar la educación de los hijos y en función de eso eligen la escuela. F. Suponiendo que los hubiera, ¿por qué te imaginas que ocurre eso? P. Puede ser que ocurra porque no tienen mucho dinero. F. Y en ese caso tienen que cuidarlo porque el poco que tienen lo necesitan para muchas otras cosas, incluyendo tal vez la alimentación de sus hijos. P. Pero, ¿qué tal si lo hacen porque no les interesa realmente educarlos bien? F. Cada vez más imaginarios son estos padres que me parece inventas para ganar el argumento. Pero sea, pues. Todo lo que puedo replicar es que es una lástima. P. En esos casos el Estado debe intervenir para darles una educación apropiada a esos hijos que sus padres descuidan. F. Con lo cual volvemos al primer método: que una persona o un grupo de personas ―el Estado no es otra cosa que ciertas personas― tomen las decisiones acerca de lo que conviene y lo que no conviene. P. Exactamente. F. Pero entonces esas personas que dices, esas personas que toman las decisiones por los demás, saben mejor lo que les conviene a los directamente interesados en el asunto. En el ejemplo, saben mejor que los padres lo que les conviene a los hijos. P. Viéndolo bien, no estoy seguro de eso. Pero admito que se seguiría de todo lo que venimos diciendo. F. Ésta es una pretensión que eventualmente deberíamos revisar, a fin de ver si es legítima. P. Estoy totalmente de acuerdo. F. Entretanto, podríamos al menos decir otra cosa. P. ¿Y cuál sería ella? F. Que estas personas que toman las decisiones por los demás necesariamente tendrían que establecer una jerarquía de los valores, ordenarlos de más importantes a menos importantes. P. Creo que tienes razón. F. Tal jerarquía podría ser más o menos rígida. 94

P. De acuerdo. F. Mientras más rígida ―más fija e inamovible― tanto menos nominalista sería la solución. P. ¿Cómo es eso? F. Decir de un valor que es mejor o superior a otro implica dar preferencia a unos nombres sobre otros de manera definitiva. P. Te sigo. F. Pero el nominalista ético piensa que toda preferencia de un nombre sobre otro es cuestión marginal, temporal y circunstancial. P. “Hay un tiempo para todo bajo el cielo.” F. ¡Amén! La realidad política, sin embargo, es que la jerarquía no siempre es fija y rígida. Es más, casi nunca lo es, con excepción de algunas teocracias. P. Un ejemplo ayudaría. F. Considera los debates sobre el presupuesto de una nación. P. Cuando es una democracia, esos debates son muy reñidos. F. Siempre son muy reñidos, Pánfilo, igual si se trata de una democracia que si no se trata de ella. Este es uno de los grandes malentendidos de la época. P. No te sigo. F. Se piensa que la democracia es una forma de llevar a cabo la función política que es completa y radicalmente distinta a las otras que en el mundo han sido. P. ¿Y eso no es cierto? F. No lo es. Algún día hablaremos de la función política, que es siempre la misma. Por lo pronto déjame decir tan sólo que cualquiera que sea la forma de cumplir esa función, habrá siempre debates reñidos sobre los recursos y se necesitará siempre negociar. Y los debates serán siempre reñidos sencillamente porque los recursos son siempre escasos y porque siempre hay muchos usos alternativos para ellos. P. Por lo que veo, aparece otra vez la economía. F. Otra vez y siempre la economía, mi querido Pánfilo. Pero para no complicar las cosas, consideremos solamente el caso de una democracia. P. Me parece bien, cuanto más que casi nadie aboga hoy día por un sistema de gobierno distinto. F. Pues bien: lo que se debate cuando se debate el presupuesto en una democracia es cuánto esfuerzo humano y cuántos recursos se deberán usar para realizar tal o cual valor. El debate es un debate sobre valores, o mejor dicho: sobre la manera de ordenar o jerarquizar los valores. P. Sobre las prioridades, como se suele decir. F. Exactamente: sobre las prioridades. Podemos decir que, según el equilibrio de fuerzas que se dé en el Estado y en la sociedad, se establecerán esas prioridades. En una sociedad relativamente estática ―donde los que mandan son siempre los mismos― esas prioridades tenderán a ser también relativamente estáticas. 95

P. Con otras palabras: la jerarquía de valores será relativamente rígida. F. Pero por poco dinamismo que inyectes, reaparecen los conflictos y luchas, y con ellas negociaciones más o menos intensas. Mientras más posibilidad y necesidad de tales negociaciones, tanto más será posible que las prioridades cambien de un período a otro. P. Y por tanto la jerarquía de valores será más flexible. F. Pero siempre los que deciden serán unos cuantos: la flexibilidad obtenida no será ni de lejos la flexibilidad del mercado, en donde todos participamos. P. Pero, Filopanta, en el mercado hay también unos más fuertes que otros. F. ¿A qué te refieres? P. Al enorme poder de las grandes empresas. F. Vayamos por partes, Pánfilo. A ver, dime: ¿admites que debemos distinguir entre productores y consumidores? P. Lo admito. F. ¿Y quiénes determinan lo que debe producirse? P. Los productores. F. ¿Y qué es lo que los productores, por ejemplo las grandes empresas, pretenden? P. Obtener mejores ganancias. F. ¿Y de qué manera pueden los productores obtener mejores ganancias? P. Si los consumidores compran sus productos. F. Luego tienen los productores que intentar satisfacer los deseos de los consumidores. P. Cierto. F. Luego quienes determinan lo que se debe producir son, en último término, los consumidores. P. A menos que los productores, o al menos algunos de ellos, dominen el mercado. F. Esa expresión “dominar el mercado”, tan popular entre periodistas y otros opinadores, es cosa que hay que tratar con delicadeza. Supongamos por un momento que tal no es el caso, y que ningún productor hace lo que tú llamas “dominar el mercado”. Luego volveremos sobre esa posibilidad. P. Bueno, si ningún productor domina el mercado, entonces es cierto que son los consumidores y no los productores quienes determinan lo que se ha de producir. F. Bajo esas condiciones, pues, ¿reconoces que no hay tal poder de las grandes empresas, sino que son los consumidores, grandes y pequeños, o sea todos, quienes vamos en una continua y mutua interacción fijando los deseos y las prioridades? P. Lo reconozco bajo esas condiciones. F. Luego el mercado es un método más flexible que el paternalismo de unos cuantos tomadores de decisiones. P. Convengo. Pero ahora me debes explicar qué pasa cuando las condiciones cambian y aparecen empresas tan fuertes que son capaces de dominar el mercado.

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F. Antes de pasar a esa cuestión tan importante conviene recordar lo que dijimos antes de la teoría de precios. El objeto de esta teoría es establecer cómo se fijan o determinan los precios. ¿Qué dijimos que debíamos entender aquí por precios? P. Los precios relativos. F. ¿Y qué dijimos que los precios relativos expresaban? P. Las múltiples relaciones de intercambiabilidad entre las cosas que deseamos. F. Y por tanto la jerarquía de prioridades que se va fijando dinámicamente a través del mercado. P. Sí; y también dijimos que es a esa dinámica a la que se refiere el discurso sobre la ley de la oferta y la demanda. F. Pero si resulta que ciertas empresas pueden fijar el precio de manera independiente a esa ley, entonces nos enfrentamos a una complicación que la teoría de precios en su forma básica no puede explicar. La primera manera de completarla es mediante una teoría del monopolio. P. ¿Qué es un monopolio? F. Una situación en que un solo productor ofrece un bien o servicio del que hay demanda. P. ¿Y cuándo ocurre un monopolio? F. El caso más simple y básico es el del monopolio natural. P. ¿Natural? F. Los economistas hablan así cuando la situación de monopolio no es creada artificialmente por la intervención de factores ajenos a la economía misma. Imagina por ejemplo que tú y un grupo de amigos tuyos están tratando de hacer un trabajo escolar. P. Esa situación me ha ocurrido muchas veces en mi vida. F. Y vamos a suponer que esa tarea en común requiera saber trazar el plano de una casa. P. Es fácil de imaginar tal escenario. F. Ahora imagina también que uno de solo de ustedes en el grupo sabe hacer semejantes trazos o tiene los implementos de dibujo que se requieren. P. Lo imagino. F. Pues bien: esa persona se encuentra en situación de monopolio natural frente a los demás miembros del grupo: es el único de ustedes que puede ofrecer un bien o servicio que los demás desean. P. Ya veo: eso le da un cierto margen de maniobra para imponer ciertas condiciones a los demás. F. Y las condiciones que pretenda imponer el monopolista podrán ser más o menos desagradables. P. Me puedo imaginar que sea así. F. Esa situación, tan común, como acabas de decir, en el trabajo de grupo, ocurre muchas veces en la vida económica de una comunidad, aldea, ciudad u otra entidad social o 97

política. Alguien posee un recurso natural en exclusividad o tiene un talento del que los demás carecen, y resulta que el producto que depende de ese recurso o ese talento es deseado por muchos otros. P. Puede entonces imponer su precio. F. Pero te queda claro que ese poder no es absoluto. P. ¿Cómo no lo va ser? F. Recuerda que ese poder depende de la intensidad del deseo de quienes demandan el producto. P. Claro; vuelve a aparecer aquí la idea de precio relativo, es decir de las relaciones de intercambio de todos los bienes. F. Exactamente: volviendo al ejemplo del grupo, todos ustedes desean hacer el trabajo, pero ese deseo no es absoluto. P. Ciertamente que no. Ese que tiene el talento para dibujar o los implementos de dibujo nos podría imponer condiciones inaceptables. F. O dicho con mayor generalidad: todo monopolio natural tiene un límite en los costos de oportunidad de los demandantes. P. Dentro de ese límite es que el monopolista puede determinar el precio. F. Considera, sin embargo, que todo monopolio natural tiene además una vida también limitada. P. Eso se me escapa ahora. F. Piensa que alguien podría descubrir otro lugar donde existe el mismo recurso natural que hasta ese momento el monopolista tenía en exclusividad. P. Es cierto. F. O bien alguien podría encontrar un substituto de ese recurso natural, o sea otro recurso que puede emplearse con el mismo fin. P. ¡Claro! En el ejemplo del trabajo de grupo, podría ocurrir que alguien descubre un programa de computadora que puede trazar el plano y que resulta más accesible que el “precio” ―las condiciones― que pretende imponer el dibujante. F. Muy bien. O aún más simplemente alguien podría desarrollar habilidades semejantes a, o substitutas de, el talento del monopolista. P. O sea que todo monopolista natural está expuesto a la competencia de otras personas. F. Exactamente: y eso es justamente lo que significa el mercado como método de asignación de prioridades que se constituye entre todos. P. Por lo que veo, no es fácil ser monopolista. F. No; no es fácil llegar a serlo ni mucho menos mantenerse como tal. A menos que consideres el segundo caso, y con mucho el más importante, de monopolio. P. ¿A cuál te refieres? F. Al monopolio que establece el gobierno.

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P. ¿Te refieres a aquellos casos en que el gobierno se apodera, por ejemplo, de un recurso natural? F. Ese es solamente el caso más obvio. La situación es totalmente general, por cuanto debes recordar que el Estado es él mismo una especie de monopolio. P. ¿No fue Max Weber quien definió al Estado como el monopolio de la violencia legítima sobre un territorio? F. Eso se suele decir, aunque en realidad el concepto de territorio no aparece en su definición. Además, tengo algunas dudas sobre la pertinencia de su concepto de legitimidad... P. Pero, ¿no es Weber uno de los más famosos teóricos de la legitimidad? F. Famoso lo es sin duda; pero faltaría ver si es acertado. Afortunadamente, para el tema que aquí nos ocupa podemos olvidarnos de posibles objeciones y tomar la definición de Weber como punto de partida. Con la violencia del Estado se hace posible la imposición de condiciones de monopolio muy variadas, y que no requieren de la situación excepcional, y como hemos visto, transitoria y limitada, del monopolio natural. El monopolio de la violencia permite la creación de monopolios no naturales. P. Ya veo a dónde me has llevado. Eso que llamamos “dominar el mercado” y que podemos observar en los casos de algunas grandes empresas es a veces un caso de monopolio natural. F. A veces. P. Pero en muchas otras es más bien el artefacto que produce el Estado. F. En la mayoría de los casos, Pánfilo. No quiero de ninguna manera satanizar las grandes empresas, que son en muchísimas ocasiones enormemente productivas y competitivas, y con ello satisfacen las necesidades de un número cada vez mayor de personas. Pero tampoco quiero ignorar el hecho de que algunas de ellas logran manipular al Estado de tal manera que consiguen para sí situaciones de monopolio o cuasi-monopolio que les permiten acrecentar sus ganancias de espaldas al mercado. P. Gracias a concesiones del Estado estas empresas no necesitan competir. F. Volviendo al ejemplo del grupo de trabajo, imaginemos que un miembro del grupo, espantado por las condiciones que pretende imponer el dibujante, se puso a buscar alternativas, y encontró, como tú dijiste, un programa de computadora que podría resolver ese aspecto de la tarea que hasta entonces sólo el dibujante podía resolver. Pero ahora imagina que el dibujante, preocupado por la pérdida de poder que eso significa, va al maestro con el chisme y logra persuadirlo de que un dibujo a mano es mejor que uno hecho por la computadora. P. Ya veo; si el maestro establece la regla de que la parte del trabajo de grupo que contiene el plano debe hacerse a mano, el monopolio natural del dibujante se ve restaurado. F. Debido al monopolio de la violencia, y todo lo que ese monopolio implica, el Estado es como el maestro en el ejemplo: la capacidad de formular las reglas del juego, o de

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modificarlas a placer, distorsiona la situación de competencia y búsqueda de alternativas inherente al mercado. P. Y con ello hemos regresado al primer método. F. Exactamente, Pánfilo, porque ya no es el mercado quien establece, ya no somos todos quienes establecemos conjuntamente las prioridades, sino que hay una persona o un grupo de personas que las establece por encima de todos y con ello favorece a algunos. P. Ahora me parece ver mejor la conexión entre tu enfoque nominalista respecto de los valores y tu preferencia por el método liberal de asignación de valores. F. ¿Podrías intentar recapitularlo? P. Ser nominalista en cuestión de valores significa, si te he entendido bien, adoptar una actitud escéptica respecto a los valores y el discurso sobre los valores, sobre todo en tanto que ese discurso tiende a ser reduccionista. F. ¿Entendiendo por reduccionista? P. La tendencia del discurso sobre valores a darle preferencia a un nombre sobre los demás nombres y con ello tratando de persuadir a quienes oyen el discurso que el valor o valores a que pretende referirse ese nombre abarca otros muchos valores más, si no es que todos los valores. F. Correcto. El nominalista objeta ese procedimiento, y en lugar de él propone que mantengamos una sana pluralidad discursiva sobre los valores. Tiene serias dudas acerca de que una sola palabra (por ejemplo, “bueno”, “placentero”, “útil”, “conveniente”, “correcto”, “justo”), o un grupo pequeño de palabras sea capaz de expresar lo que las distintas palabras, cada una a su manera, expresa. P. De hecho, tú incluso tienes dudas de que esas palabras mismas expresen bien los valores limitados a que se refieren. F. Dices bien. El nominalista tiene dudas acerca de todas las palabras que expresan valores. Pero ciertamente prefiere más palabras que menos palabras, y de preferencia palabras menos ambiciosas y generales. Opta por un discurso más rico; y cuanto más rico mejor. P. Por otra parte, el método liberal de asignación de prioridades, o sea la opción del mercado, es un método que deja que las personas determinen entre todas dicha asignación. F. Al menos los adultos. P. Es cierto. Has dicho antes que el liberal admite un cierto grado de intervención, de imposición de valores, de asignación de prioridades por encima de los deseos individuales en el caso de niños y jóvenes. F. Los liberales están dispuestos siempre a la discusión acerca de posibles excepciones; pero en principio ésta es la posición general. P. Lo que veo ahora es que esta asignación liberal, dadas justamente las condiciones del libre mercado, parece ser la que más asegura aquella diversidad de valores que busca el nominalista.

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F. Y cualquier límite que se trace a esta libertad del mercado es algo que debe tratarse con suma delicadeza. P. Ya que tal límite conllevaría un límite a la diversidad… F. … y un límite al poder de decisión del individuo y un límite a la eficiencia. P. ¿Otra vez el tema de la eficiencia? F. Otra vez, Pánfilo. La eficiencia y con ella el utilitarismo de corte liberal ―no el socialista― son temas que nos falta todavía explorar un poco. Mañana nos abocaremos a ellos, si te parece bien. P. Lo único que contiene mi impaciencia es que todo lo dicho hoy me ha dado mucho que pensar hasta entonces.

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Décima Jornada PÁNFILO. ¿Qué pasa, Filopanta? Te ves pálida y sumamente contrariada. FILOPANTA. Vengo de una junta. P. Yo creía que nunca ibas a juntas. F. Ciertamente huyo de ellas como de la peste, pero no siempre escapo. P. ¿Te afecta mucho lo que ocurre en juntas? F. No debiera, pero todavía lo hace de tanto en tanto. P. ¿Cómo que no debiera? F. Todo, o casi todo, lo que ocurre en una junta es previsible y comprensible, y en tanto tal no debiera afectar a quien lo pueda prever y comprender. Es patente que me falta aún mucho que aprender en esto de conservar la ecuanimidad ante las cosas humanas. P. ¿Y qué ocurrió? F. No hace al caso hablar de lo particular, Pánfilo, pero tal vez convenga hablar de lo general. P. ¿Se dice el pecado, pero no el pecador? F. Así es; y tanto más, cuanto que el problema general nos acerca al tema que dejamos pendiente para hoy. P. Me intrigas. F. Veamos: ¿qué dirías tú que es una junta? P. Un número mayor o menor de gente diversa que trata de ponerse de acuerdo sobre lo que hay que hacer frente a determinada situación. F. Bien dicho y con admirable brevedad. Al menos la mayoría de las juntas son tales que se trata, una vez más, de tomar decisiones. P. ¿Decisiones colectivas? F. Colectivas, sí, por cuanto la decisión será en general del grupo y no de este o aquel miembro del grupo. P. Pero la decisión del grupo dependerá de las decisiones individuales de los miembros. F. Así es, sea que se trate de votar por una moción, de proponerla, de objetar a ella, de comentarla, de guardar silencio o abstenerse, cada miembro del grupo hará una serie de decisiones individuales pequeñas. Sin embargo, al menos en un buen número de casos, el grupo mismo, en tanto que grupo, habrá tomado una o tal vez varias decisiones. P. No tengo mucha experiencia en juntas, pero supongo que será como cuando trata uno de organizar un partido de fútbol o cualquier otro deporte que requiere de muchos. Quiero decir que es difícil conciliar los intereses de todos. F. No nada más los intereses, sino también los valores. P. Ya recuerdo esa dicotomía que habías sugerido días atrás. Pero en una partida de fútbol, los valores son iguales, me parecería a mí. Podemos tener intereses encontrados, pero no valores. El valor sería para todos el mismo: el fútbol. 102

F. Mmm, vayamos más despacio. ¿Cuáles serían esos intereses encontrados? P. No siempre es posible encontrar una fecha, una hora o un lugar para jugar en el que todos coincidamos. F. Entiendo. P. Otra fuente de conflicto podría ser el balón: quién lo presta, quién se hace responsable de llevarlo al campo y devolverlo, qué hacer cuándo el balón se pierde o se poncha. F. Todo eso da lugar a conflictos, sin duda. P. Otro ejemplo es la formación de equipos. Casi siempre hay un jugador o tal vez varios que son especialmente buenos y todos quieren jugar de su lado. F. ¿En qué sentido “buenos”? P. En varios sentidos. Uno que es buen goleador, otro que es buen portero, aquél que sabe servir pases, o que no juega especialmente bien, pero sabe planear jugadas o mantener el buen humor, la moral o la cohesión del equipo. F. Fíjate, mi buen Pánfilo, en esa variedad que tú mismo has enlistado. ¿No ves que cada una de esas cualidades que mencionas obedece a valores distintos? P. Puede ser que tengas razón. No se me había ocurrido verlo así. Pero no veo que eso haga conflictos de valor, sino otra vez de interés. F. ¿Por qué piensas eso? P. Porque en general todos apreciamos esas distintas cosas y quisiéramos disfrutar de ellas. F. ¿Ah sí? ¿Y qué pasa si uno de ustedes es un excelente centro delantero, no falla un gol que le sirvan, sabe driblar, y todas cuantas cualidades correspondan a su posición de juego, pero es un tío pesado, que no soporta las bromas, pero las juega y malas, y se burla de los demás? P. Entonces lo que se hace es sopesar los pros y los contras. F. O sea decidir cuál de las diferentes cosas prefiero, cuáles son los respectivos costos de oportunidad. P. Claro. Ahora lo veo. Y esto da lugar en principio a innumerables conflictos de valor. F. Exactamente: conflictos entre lo que unos y otros prefieren. Y a poco que reflexiones verás que el otro ejemplo del balón y la responsabilidad conlleva también conflictos de valor, e incluso el primer caso… P. ¿También los conflictos sobre hora, día o lugar? F. Dime tú, pues, por qué habría conflictos al respecto. P. Porque no todos podemos… ahh, ya veo lo que quieres decir. Otra vez hay aquí costos de oportunidad diversos e igualmente diversos valores marginales. F. Y todo ello corresponde a deseos diversos de quienes en principio aman el fútbol y les encantaría jugar de tanto en tanto una partida. P. Parece que no escapa uno de esto. 103

F. Dondequiere que hay escasez y dondequiera que hay elección tenemos la misma estructura, las mismas consecuencias y la misma posibilidad de conflicto. P. ¿Y este tipo de conflictos ocurren también en las juntas? F. ¡Y cómo, Pánfilo, y cómo! Una junta se compone esencialmente de personas diversas, con gustos, deseos y preferencias diversos, con aptitudes, talentos y habilidades, con intereses, valores y creencias, con fines y agendas diversos. El choque es inevitable. P. Y supongo que también penoso. F. Tan penoso que por eso me viste pálida y contrariada al inicio de nuestra conversación de hoy. P. Ya te ves mucho mejor. F. Lo que te muestra cuán buena medicina es hablar y analizar las cosas. P. ¿Y cómo analizarías el efecto de la junta sobre ti? F. Siempre se trata de lo mismo. Cuando no logras salirte en espíritu de la junta y contemplarla desde una perspectiva desprendida e imparcial, tus valores se apoderan de ti, te mueven y sacuden, te hacen hablar y actuar, y provocan iras, enojos y disgustos. Los defiendes a capa y espada. La cosa es que tus adversarios están en la misma posición, o mejor dicho: en la posición inversa, como el reflejo de un espejo. Ellos también tienen sus valores, y los defienden con tanta convicción y denuedo como tú. P. Así se va uno contrariando. F. Pero no siempre me pasa, y creo y espero que cada vez menos, según voy envejeciendo. Logro más fácilmente salirme y desprenderme… P. … “contemplar el toro desde la barrera”. F. Y a los toreros también. Feliz expresión esa. Desde la barrera es fácil conservar la calma e incluso ver que la razón no asiste solamente a una de las partes. De hecho, logra uno ver lo más importante de todo en este asunto del conflicto. P. ¿Lo cual sería…? F. Pues que no hay que verlo meramente como conflicto, sino en cierto modo como lo contrario del conflicto. P. ¿Lo contrario del conflicto? F. Quiero decir que muchas veces nos parece que lo que se opone al conflicto es el acuerdo, la conciliación, el consenso. P. ¿Y no es correcto eso? F. En muchos casos no veo por qué no. Pero en otros obscurece lo que ocurre y no nos deja ver la verdadera obra que subyace al conflicto. P. ¿Y cuál sería esa obra? F. No otra que la cooperación. P. No entiendo. F. Tal vez la cosa se aclare volviendo a la economía. P. ¿La economía tiene algo que decir también sobre esto? F. Algo y mucho. Seguramente has oído hablar de la división del trabajo. 104

P. ¿Quién no ha oído hablar de ella? F. Muchos ciertamente habrán oído de ella, pero probablemente pocos han meditado sobre su sentido. P. Entre ellos los economistas. F. Ellos, y con la excepción de algún sociólogo, casi me atrevería a decir que sólo ellos. P. Eso será, en efecto, atrevimiento. F. Juzga tú y compara. Todo comienza en economía por el intercambio. Por cierto, ¿por qué te imaginas que una persona le da a otra persona algo a cambio de algo? P. No se me ocurre otra razón que porque prefiere la cosa que recibe a la que da. F. Razonas sanamente. Ésta es la razón básica. Puede haber un par de casos que se desvían, al menos en apariencia de éste, pero la razón que das explica la vastísima mayoría de los casos. Dicho sea de paso, esa razón tiene que ver con la de los economistas llamados “austriacos” cuando dan en hablar de “valor subjetivo” e insisten mucho en el adjetivo. P. Quieren decir que el valor que quienes intercambio toman en cuenta es el que ellos tienen en estima y no otro alguno. F. Eso quieren decir, en efecto. En cualquier caso de intercambio vemos con claridad meridiana que las dos partes en el intercambio difieren en sus preferencias. P. De otra manera no harían el cambio. F. Y eso nos muestra una cosa importantísima. P. ¿A saber? F. Que en un intercambio las dos partes ganan. P. Mmm, suena extraño, pero no puede ser de otra manera. F. Extraño, pero tan verdadero que no hay cosa más constante en todos los grupos humanos conocidos que el intercambio y el comercio. Y es increíble la fuerza y la tenacidad con la que las personas intentan por todos los medios a su alcance participar en esa actividad. De hecho, hay autores que dicen que el comercio es la actividad que verdaderamente define al ser humano desde un punto de vista biológico. P. Esto sí que es nuevo para mí. F. Y para muchos. Pero algunos ecólogos (atención: ecólogos, no ecologistas, que es cosa muy distinta) han encontrado que nada ha transformado más el medio ambiente ni nada ha favorecido más la migración humana y la expansión de nuestra especie sobre todo el planeta que el comercio. P. Con ello resultaría que no seríamos, como querían los antiguos filósofos, animales racionales ni animales sociales o políticos… F. … sino más bien animales comerciales. Así es; nada menos y nada más que eso. No tanto homo sapiens cuanto homo mercans. Y tal condición y facilidad no podría darse, ni darse con tanta frecuencia e intensidad, me parece a mí al menos, si no fuera el comercio algo tan beneficioso y satisfactorio para todos. P. A mí también me lo parece, ahora que presentas la cosa con tanta claridad.

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F. Pues bien: sabe que hay muchos autores enemigos del comercio ―no por último quienes se inclinan por el socialismo― que nos quieren convencer de que éste involucra opresión y explotación, pero si excluyes el caso del fraude y de la coacción, su razonamiento es torcido e irreflexivo. P. Habría en todo caso que probar que el fraude y la coacción, que harían del acto de intercambio un acto involuntario, son la regla. F. Ya quisiera yo verlos tratando de probar semejante enormidad. Pero sigamos. La forma más sencilla de intercambio es el intercambio directo. P. ¿Te refieres al trueque? F. Exactamente: en el trueque tú cambias un objeto o un servicio por otro directamente. Para que eso ocurra, en el caso más simple, debes encontrar a una persona que carezca de y desee eso que tú tienes y que a la vez tenga eso de lo que tú careces y que tú deseas. P. Mmm, eso será bastante difícil de lograr en muchísimos casos. Me puedo imaginar que yo quisiera tener una mayor instrucción en filosofía. Entonces debería encontrar alguien que deseara tener algo que yo le pudiera ofrecer. F. De hecho lo has encontrado, o más bien la has encontrado. P. Tienes razón. Es justo lo que estamos haciendo. Pero, espera un momento, lo que estamos haciendo no es un intercambio. Yo no te estoy dando nada a cambio de tu tiempo y tus enseñanzas. F. Claro que sí lo haces. Oírme e interesarte por lo que tengo que decir es algo que tú ofreces y que yo disfruto y aprecio. Conversar con alguien inteligente y que hace buenas preguntas y de esa manera me ayuda a mejorar mis ideas y la expresión de mis ideas es algo muy valioso para mí. P. ¡Pues qué feliz coincidencia! F. Feliz, en efecto, y conveniente para ambos. Pero es cierto que en general tales coincidencias son difíciles, como has dicho, y no sólo difíciles, sino también costosas. P. Otra vez los costos de oportunidad… F. … que siendo muy altos hacen del trueque en esta forma tan simple una forma de intercambio sumamente ineficiente. P. Supongo que a veces tendrá uno que adquirir bienes intermedios a fin de cambiarlos a su vez por aquello que en realidad uno desea. F. Veo que tienes madera de economista, Pánfilo, y me da muchísimo gusto oírte razonar así. Esto en efecto es lo que ocurrirá en muchos casos. Y si alguien se va especializando en este tipo de transacciones surge la figura del intermediario, tan útil como mal comprendida, malquista, y aún maldecida por tantos. Pero no compliquemos las cosas. Supongamos que la experiencia nos haya mostrado que hay ciertas cosas deseadas por muchos o por casi todos.

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P. Creo que puedo completar ese razonamiento. Bajo el supuesto de haber identificado ciertas cosas universalmente gustadas, pronto se nos ocurrirá intercambiar los bienes que tenemos por ellas, con el fin de luego cambiarlas por las que queremos más específicamente. F. Sigues pensando como un economista. Y añade esto: estos bienes con el paso del tiempo, y según vayan siendo usadas por más y más personas como medio para el intercambio indirecto, se irán convirtiendo en lo que llamamos propiamente “dinero”. P. Me quitas el aliento. ¡Guau! Es cierto. Así es cómo debió nacer el dinero… F. … o más precisamente las diversas formas de dinero que ha habido. P. Ahora comienzo a recordar algo que oí en clase de historia y que enconces no entendí bien a bien: que los aztecas usaron el cacao como dinero, y otros pueblos la sal o el azúcar… F. … o incluso los cigarrillos. P. ¿Los cigarrillos? F. Sí; después de la segunda guerra mundial, cuando el papel moneda había perdido su valor, se usaron con frecuencia los cigarrillos como medio para el intercambio indirecto, o sea como dinero. P. Supongo que estas cosas tan diversas tendrán características comunes… F. Y tienes razón en suponer eso: aparte de ser bienes apreciados universal o casi universalmente, se trata de bienes relativamente duraderos ―no inmediatamente perecederos― y de bienes susceptibles de división. P. ¿Por qué de división? F. Porque una de las muchas cosas que dificulta el trueque es la divisibilidad de los bienes que se pretende intercambiar. Si tú tienes una vaca y necesitas tres perros, tal vez podrías acordar con alguien que tenga tres perros y necesite una vaca. Quiero decir que tal vez lo convenzas de que una vaca bien vale tres perros. Pero si sólo necesitas un perro, la cosa se complica. P. No es posible partir la vaca en tres partes y darle una tercera parte por el perro. F. No sin matar la vaca, lo cual podría hacer perder su valor en muchos casos imaginables. P. En cambio el cacao se divide fácilmente en semillas, la sal en granos, el azúcar en puños… F. … y sobre todo el oro y la plata en onzas o gramos. P. ¿Por qué sobre todo? F. Porque el oro y la plata, eminentemente divisibles y moldeables, son además los metales que menos se alteran. Prácticamente eternos, fueron tomados por todos los pueblos como el dinero por excelencia. P. ¿Y los cigarrillos? F. Piensa: los paquetes de cigarrillos contienen cajas y las cajas unidades fumables individuales que permiten fácilmente el conteo y la división. P. Claro: esa divisibilidad los volvió dinero. 107

F. Hasta aquí vamos entendiéndonos. Pero retrocedamos un poco en el desarrollo del intercambio y pensemos que todavía la situación imperante es de trueque o de comercio directo. ¿Cuál te parece ser la razón por la que una persona quiere intercambiar algo? P. ¿No fue lo que dijimos antes, que prefiere lo que otras personas tienen? F. De acuerdo; pero eso que quiere cambiar podría ser algo apreciable, incluso para él. P. No entiendo. F. Imagina que la persona en cuestión es un campesino y que lo que quiere cambiar son papas a cambio de queso. Tiene un plantío de papas, pero no tiene vaca que le dé leche y le permita fabricar queso. Luego quiere cambiar las papas por el queso que hace alguien que sí tiene una vaca. P. Puedo visualizar bien la situación. F. Ese campesino que imaginamos cultiva las papas en parte porque se alimenta de ellas, ¿no es así? P. Así es. F. Pero si son su alimento, ¿cómo es que las quiere cambiar? P. Ya entiendo lo que quieres decir. Yo diría que las quiere cambiar porque tal vez tiene demasiadas papas. F. ¿Cómo que demasiadas? P. Lo que quiero decir es que de las papas que cultiva separa aquéllas que él y su familia van a consumir y las restantes puedes usarlas para el trueque. F. Es lo que habíamos antes tratado de capturar hablando del “valor marginal”. P. Tienes razón. No lo tenía presente en este momento. En el conjunto de papas que ha producido ese campesino, hay una última papa a partir de la cual el valor marginal es menor que el que tienen otros productos que él estaría más que dispuesto a cambiar por esa papa y las demás del conjunto. F. Ahora imaginemos que un buen día este campesino piensa que en vez de andar cambiando queso por papas, podría cambiar más papas y adquirir a cambio una vaca y hacer el queso él mismo. P. Si es un tipo inteligente, creo que se lo pensaría dos veces. F. ¿Por qué piensas eso? P. Porque para hacer queso no basta la vaca. F. ¿Qué más se necesita? P. Se necesita un establo, pastura para alimentar la vaca, medicinas para curarla cuando se enferme, medidas de protección contra los cuatreros, implementos para la ordeña y conservación de la leche, y tal vez lo más importante: talento y habilidad para el cuidado y atención del animal, la ordeña, el tratamiento de la leche y la fabricación del queso. F. Excelente. Un campesino racional se andaría con mucho cuidado antes de arriesgarse tanto, calcularía muy bien sus costos y sus beneficios, y sobre todo se daría

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cuenta de que adquirir la vaca no representa sino una fracción, relativamente pequeña de todo lo que necesita para obtener el queso. P. Y esa reflexión que hace le diría que tal vez más le valdría quedarse con sus papas, que ya conoce y maneja bien, de cuya producción conoce todos los trucos y todos los vericuetos, y dejaría eso del queso a quienes se ocupan de eso desde hace más tiempo y con mejor éxito. F. Esto y no otra cosa es la división del trabajo. El producto de la inteligencia humana, cultivada a la luz del comercio: darse cuenta de que es conveniente aplicarse al máximo en la producción de aquellos bienes y servicios que uno produce con mayores ventajas que otros, e intercambiar con ellos. P. Y esto vale para las vacas y el queso, para las papas y las clases de filosofía. F. Para todo lo que hacemos y en lo que nos empeñamos los seres humanos. P. “En lo que nos empeñamos”, dices. Esa frase me hace pensar en lo que dijimos antes acerca de los valores: que son todas aquellas cosas que admiramos y en cuya realización nos empeñamos, que nos dan vida y que defendemos a veces con la vida. F. ¿Y qué concluyes de eso? P. Que tal vez la división del trabajo está basada en los valores. F. Esto es justamente lo que yo pienso: la división del trabajo es una división por valores. Según va creciendo el grado de libertad en el grupo, según se va permitiendo a los individuos tomar sus propias decisiones, cada uno va eligiendo una ocupación, un lugar, un “nicho” que corresponde a sus talentos, habilidades e inclinaciones particulares. Esta elección es dictada por ciertos valores o mejor dicho: está conformada por ellos. P. Cuando hablas de grado de libertad y de aumento de ese grado de libertad, supones que los grupos humanos inicialmente dominan al individuo, ¿no es así? F. Es muy difícil saber qué ocurrió inicialmente, mi querido y joven amigo. Además, es probable que el grado de libertad que el individuo tiene dentro del grupo, o el grado de control y dominación que el grupo tiene sobre el individuo, es algo que fluctúa en el curso de la historia. Lo que quise decir no tiene pretensión alguna de representar un orden lineal. Más bien quisiera que se entendiese a la manera en que hablan los matemáticos cuando dicen de dos variables que están correlacionadas. P. A mayor libertad, mayor división del trabajo por valores, y a menor libertad, menor división del trabajo por valores. F. Algo así. P. ¿Y cómo ocurren las decisiones a nivel individual que conducen a tal división? F. Ésta es una pregunta fascinante, pero debemos posponerla aún un poco. Por lo pronto, ves que la división del trabajo consiste en una especialización, merced a la cual cada individuo puede dedicarse a aquello que hace mejor que los demás. P. Lo veo. F. Siendo así el mejor productor de ciertos bienes o servicios en un momento dado… P. ¿Por qué dices “en un momento dado”? 109

F. Porque la vida en sociedad es dinámica, y es difícil continuar siendo el mejor productor por mucho tiempo. P. ¿Pronto aparece competencia? F. Así es; a menos que movilices la violencia, especialmente la del Estado, para impedirlo. Recuerdo la historia que me contó un amigo sobre un exitosísimo comerciante que tenía un puesto de comida rápida en una esquina de una gran ciudad. Mi amigo, quien tenía talentos culinarios nada despreciables, pensó en poner un puesto parecido en la esquina de enfrente. Como su comida era buena, en relativamente poco tiempo comenzó a hacerse de clientes. No habían pasado sino unas pocas semanas cuando el otro comerciante se le acercó una noche con gesto amenazador y blandiendo un cuchillo cebollero, lo conminó a retirar su puesto a partir del día siguiente. Mi amigo, que era pacífico, y no tenía confianza alguna en que las autoridades lo fueran a proteger de aquel energúmeno, prefirió salir con vida y salud del trance. P. ¡Menuda historia y que espantosa manera de vencer a un competidor! F. En ella vemos cómo se establece un monopolio mediante la violencia. Aquí el Estado no ejerce la que es de su competencia para sostener los derechos de un comerciante contra otro, lo cual equivale a ejercerla a favor de unos y en perjuicio de otros. P. Pero si el Estado interviene oportunamente en defensa de los competidores honestos, podemos decir que gana el mejor… F. En el sentido de aquel a quien prefieren los consumidores. Estas preferencias pueden variar según varíen sus gustos y sus costos de oportunidad. P. Que es tanto como decir que la asignación de valores depende de la demanda en condiciones de libre mercado. F. Exactamente. Y a lo que voy es que esa elección agregada de los consumidores va eliminando a quien satisface menos bien sus deseos. De esta manera, los productores que hay en un momento cualquiera son aquellos que producen de la manera más eficiente lo que la gente quiere. P. Y esto es independiente de cualquier consideración meramente material. F. Lo es, por cuanto la diversidad de lo que la gente quiere es enorme, e incluye muchísimas cosas que no llamaríamos para nada “materiales”, como vimos antes. P. Y cuando dices “eficiente”, no quieres decir sino esto: que tanto los consumidores quedan complacidos con el producto y lo siguen demandando, como quedan los productores complacidos con sus ganancias. Sabemos eso porque vemos que el intercambio entre consumidores y productores se mantiene. F. Con otras palabras, el intercambio continuo demuestra que ambas partes se perciben a sí mismas como beneficiándose de él. Considera ahora de nuevo el caso de una junta. P. Casi lo había olvidado. F. En una junta lo que tenemos es personas diversas con valores diversos, producto de un proceso de especialización anterior a la junta. Los participantes de la junta llegan a ella 110

adoptando ciertas perspectivas que tarde o temprano chocan. Así como los intereses y valores chocaban en el grupo de amigos que planea un juego de fútbol, así en una junta donde se trata de tomar una decisión importante para el grupo, se producen otros choques, todo ello como resultado de la diversidad. Por ejemplo, una parte de los participantes son responsables de la administración de recursos, y están preocupados por el uso eficiente de ellos. En cambio, otros participantes son tal vez responsables de los aspectos técnicos de la producción. P. Debido a la especialización de que hablábamos, el segundo grupo no escatima gastos… F. Exactamente: la eficiencia, o sea el evitar desperdicios y calcular muy bien los costos y los beneficios, no es precisamente su fuerte. P. Para repetir algo que dijimos antes, los dioses que presiden la producción especializada son distintos de los que presiden la administración especializada. F. Correcto. El campesino de las papas estaba a cargo, debido a la simplicidad de sus procesos productivos, de todo al mismo tiempo, tanto de la administración como de la producción. P. Mientras que acá se ha producido una especialización. F. Una división del trabajo, una división de acuerdo a valores,… P. … una diversificación de los dioses. F. Y el conflicto entre los dioses, ese conflicto que Platón quería eliminar, resulta por el contrario inevitable. P. El campesino se encuentra, sin embargo, en cierta medida, también ante decisiones difíciles. Porque supongo que también en su caso indefectiblemente habrá choque de los criterios de eficiencia y los criterios técnicos. F. Supones bien. Y ese choque lo debe resolver el campesino dentro de sí. Pero en una junta, que es un modo de interacción humana que presupone cierta división del trabajo y por tanto cierta especialización y diferencias valorativas importantes, este conflicto se ha hecho externo, y en esa medida visible. Y sin embargo, Pánfilo, no debemos olvidar que la especialización se ha dado justamente porque los talentos, habilidades, intereses, inclinaciones, y demás características individuales han ido moviendo a los individuos en determinadas direcciones, hacia determinados nichos… P. ¿Quieres decir que la especialización se ha dado en pro de una mayor eficiencia, de una producción mayor de bienes a menores costos? F. Exactamente. Y por ello debemos entender que la visión conflictual sólo rasca la superficie del fenómeno, aquello que podemos ver. P. ¿Debajo del conflicto, que nos parece algo negativo, habría cosas positivas? F. Nada menos, mi querido Pánfilo, que la cooperación humana es lo que está debajo del conflicto, todavía más: la cooperación es lo que no vemos, porque es lo que el conflicto oculta. P. ¿Los conflictos de valores serían algo bueno? 111

F. Al menos para quien piensa, como tú o como yo, que la cooperación es algo bueno. Todo lo cual nos lleva a un tema fascinante: dado que la división del trabajo nos permite complementarnos gracias al aprovechamiento de nuestras diferentes fortalezas, podemos decir que los conflictos de valores expresan una relación de complementariedad, y esto es para mí lo que está en el corazón de todas las cuestiones éticas. Todo lo que hemos venido diciendo hasta ahora se puede ver mejor si entendemos esta relación de complementariedad. Pero se hace tarde y debemos dejar su discusión para mañana.

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Undécima Jornada PÁNFILO. ¿Qué habría que entender por este término de “complementariedad” que parece tan importante en tu concepción de los valores? ¿Se trata simplemente del sentido ordinario de la palabra? ¿O tal vez tienes, como es sólito en tí, algo distinto y más sorprendente en la cabeza? FILOPANTA. Veo que hoy no te andas con rodeos. Hay, en efecto, un sentido ordinario, coloquial, cotidiano, de esta palabra que es el primero que hay que considerar. ¿Quieres comenzar tú? P. Ayer me fui a casa y pensé en él un largo rato. F. ¿Y llegaste a algún resultado? P. Es un nombre algo abstracto. Lo que está detrás es, me parece, la idea de un todo y de las partes que lo componen. F. Bien dices que es abstracta la idea. Pero tal como la expresas parecería que “complementario” es lo mismo que “componente” o “constituyente”. P. Ese es justo el problema. Durante un buen rato de reflexión no encontré ninguna diferencia entre esas palabras. F. Pero el suspenso me indica que al fin viste la luz… P. Me dí cuenta de que cuando hablamos de “componentes” o “constituyentes” tendemos a dar el todo por actual y presente, e imaginamos la operación de dividir el todo en sus partes: una mesa, un radio, un organismo, un enunciado, una hipótesis, una teoría, una sinfonía, una novela, una asociación de personas, un proceso productivo, son cosas que tenemos enfrente como dadas, sea físicamente o al menos en un plan trazado por la imaginación. A partir de esa cosa física o imaginaria podemos proceder a analizarla, a descomponerla en sus partes constituyentes o componentes. F. Pero en ese contexto no podríamos decir que la hemos analizado en sus partes complementarias. P. No. Más bien es al revés: cuando el todo no está dado, cuando ni siquiera estamos seguros de cómo lo podríamos construir, cuando tal vez ni siquiera sabemos si es posible construirlo como un todo, cuando a lo sumo tenemos una cosa o varias de las que decimos que tienen un cierto potencial para llegar a constituir un todo, es que de repente decimos que tal otra cosa, distinta de aquéllas, podría complementarlas o completarlas, es decir unirse a ellas para avanzar en la constitución de ese todo que comienza a dibujarse vagamente en nuestro pensamiento. F. Muy clara y vívidamente presentas las cosas. Y podemos estar seguros que la primera mesa, radio, hipótesis, teoría, sinfonía, novela, asociación y proceso productivo, alguna vez estuvo en una etapa en la que su carácter de totalidad constituida era a lo sumo el sueño de una posibilidad. No digo nada del organismo o el enunciado porque estas son cosas con respecto a las cuales resulta bastante más torpe decir que alguien las planeó. 113

P. El caso del organismo me parece claro. Estamos en una época en la que hay un acuerdo bastante extendido entre las cabezas pensantes de que los organismos son el producto de un conjunto de azares, accidentes y procesos automáticos o mecánicos. No habría nadie detrás guiando las cosas. F. Unas pocas cabezas pensantes tienen sus dudas, y a veces hasta se animan a expresarlas, aunque sea tímidamente, pero el acuerdo es, como dices, bastante extendido, y además muy sólido. P. Pero no veo tan claro el caso del enunciado. F. No lo ves, porque piensas, como una gran parte de la humanidad, que el lenguaje está por así decirlo en nuestras manos, que cuando hablamos elegimos. P. ¿Y no es así? F. Digamos que al menos en gran parte no es así. Pero esto es algo que tomaría algún tiempo explicar y justificar, y que requiere hablar de otra ciencia, la lingüística. P. Espero que lleguemos a este punto, porque ya en otras ocasiones te he oído hablar de esa ciencia con admiración. F. Con admiración y una cierta pietas, Pánfilo, como que se trata de la primera ciencia que estudié con seriedad, allá en mis años mozos. P. Por lo pronto, y para no distraernos, y a pesar de que me encantaría oírte hablar de ella, acepto sin cuestionar que los enunciados podrían ser totalidades que se construyen sin plan y que en eso se distinguen de los organismos, y se oponen a los artefactos que mencionamos antes: mesa, radio, novela, proceso productivo, etc. F. Es, por supuesto, discutible que la diferencia entre los artefactos y las obras de la naturaleza sea rígida y tajante. De hecho, si consideramos que nosotros mismos, los seres humanos, somos parte de la naturaleza, y no tenemos nada sobrenatural, está claro que nuestros artefactos no pueden ir contra la naturaleza, sino, como dijo el gran canciller Bacon, en todo lo que hacemos necesitamos obedecerla. P. Resultaría entonces que esos planes y sueños de planes que se forjan en nuestras cabezas son de alguna manera producto de nuestra naturaleza. F. De nuestra naturaleza como también de la de nuestros dioses. P. Aaah, los dioses. Sí, hemos dejado de hablar de ellos desde algún tiempo, pero sospecho que pronto harán su reaparición. F. Siempre están presentes, Pánfilo, aunque no siempre se hable de ellos. Pero si ando yo por allí, tarde que temprano asomarán en el discurso también. P. Obedeciendo, pues, nuestra naturaleza y la de nuestros dioses, damos en planear, soñar y pergeñar cosas, y en el decurso de esos pensamientos nuestros, damos en pensar que tal cosa podría complementar tal otra, es decir juntarse con ella para formar un todo. Ésta y no otra parecería ser la peculiaridad que distingue “complementario” de “componente”.

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F. Cuando sirves una comida a un visitante apreciado, le presentas una totalidad acabada: mesa, mantel, vajilla, cubiertos, platillos, adornos, son las partes que componen esa totalidad hospitalaria. El visitante la ve como un todo, para él es algo dado. P. Pero para ti, que planeaste la comida en todos y cada uno de sus detalles, hubo momentos en que pensaste que tal cosa sería un complemento de tal otra. F. Que tal vino iría con tal guiso, que tal copa iría con tal vino, que tales verduras irían juntas y podrían acompañar al guiso, y todas las demás pequeñas decisiones lo fueron en parte decisiones sobre complementos. P. ¿Cómo en parte? F. Sólo en parte, Pánfilo, porque otra de los cosas que ocurren cuando planeas algo, es que te das cuenta de que careces de algo. P. Otra ves la escasez. F. Otra vez la escasez, como justamente observas. Y en esos casos la decisión no es sobre complementos, sino sobre substitutos. P. Los complementos van juntos, uno con el otro, los substitutos van uno en lugar del otro. F. Correcto. Y con esta distinción volvemos a la economía. P. ¿Es una distinción económica? F. Y una fundamental. La economía es la ciencia de las decisiones y sus consecuencias, como creo que quedó más o menos acordado. Y trátese de ofrecer una comida a un amigo, de balancear el presupuesto familiar, de crear una empresa o dentro de una empresa un proceso productivo, todo el tiempo estamos pensando qué podríamos substituir a qué o con qué podríamos complementar qué. P. Y la división del trabajo estaría muy cerca. F. La división del trabajo es, en efecto, parte de decidir sobre substitución y complementación. A veces es mejor más económico complementar y a veces substituir. Por la división del trabajo nos complementamos, contribuimos a un mismo logro, lo logramos juntos mediante el expediente de dar cada uno lo mejor de sí. P. Cuando eso no es posible… F. Cuando no es posible, cuando hay carencia de algo, o cuando un complemento resulta demasiado costoso… P. Cuando el costo de oportunidad es demasiado alto… F. … tenemos que contentarnos con substituir. P. Veo que tenía razón cuando pensaba que tu idea de complementariedad de los valores no era algo tan sencillo como parecía. El concepto económico no rebate el sentido ordinario, pero lo enriquece por oposición. F. Me da gusto comprobar una vez más tu talento para escuchar, el talento más importante en un filósofo. P. Decir que los valores de los seres humanos sus dioses están en una relación de complementariedad significa, pues, en primer lugar, que no son substitutos uno del otro. 115

F. Digamos que si alguna vez fungiera uno en lugar del otro, el resultado sería peor. P. ¿Podrías darme un ejemplo? F. Claro que sí. Comencemos por un ejemplo sencillo y humilde: esa comida que decíamos preparar para un huésped querido… P. Estamos en el momento de planearlo todo… F. … y entonces pensamos en uno de muchos detalles: la iluminación. Está claro que la luz eléctrica y la luz de una vela son substitutos. P. Sí; podemos iluminar el lugar donde tendrá lugar la comida con una o con la otra. F. Imaginemos que la situación no es de escasez. P. Contamos con luz eléctrica y con velas. F. Y pensamos: ¿qué significa una cosa y la otra más allá de la función de iluminar? P. Acabo de darme cuenta de lo que realmente pasó una vez que una chica me invitó a cenar. Estaba ella muy triste porque no había podido conseguir velas y la cena tuvo que ser a la luz de una lámpara. Yo trataba de consolarla diciendo que no me importaba. F. Pero ahora te das cuenta, tardíamente, que sí importaba, que al menos para ella sí era importante. P. Ella decía que no era lo mismo. F. Porque no es lo mismo: la luz de una vela es más íntima, más natural, más acogedora. P. Ahora lo veo y ahora la entiendo. Los valores que ella buscaba realizar con la luz de una vela, a pesar de la función común, eran distintos. F. Imagina que lo que ustedes dos iban a hacer no era cenar y charlar, no era “tener una cita”. P. ¿Quieres decir que nos hubiéramos reunido, por ejemplo, para hacer una tarea de la escuela y sin ningún otro propósito? F. Exactamente. En ese caso otra vez la idea de situación, de contexto, de margen en el sentido de los economistas las prioridades se habrían invertido y la luz de una vela habría sido un pobre substituto de la eléctrica. Pero tomemos ahora el caso de tu partido de fútbol. P. Aquí también hay relaciones de complemento… F. Unos juegan mejor que otros en determinadas posiciones, y sus relativas fuerzas y debilidades se pueden complementar dando juntas una escuadra más temible… P. Pero hay también relaciones de substitución, cuando, no pudiendo tener la mejor combinación, optamos por una menos buena. Digamos que la distribución nos deja con dos porteros. Elegimos el mejor para que cumpla esa función y dejamos el otro como defensa. F. Un defensa substituto, menos bueno que tal otro defensa con que se quedó la escuadra contraria. P. Y eso supongo que ocurre en todos los casos en que los seres humanos tratamos de organizarnos. 116

F. Exactamente: todas las organizaciones, asociaciones y grupos humanos se enfrentan con ese problema de complementar y substituir según la situación y las circunstancias. Y es aquí donde la cosa alcanza su mayor profundidad. P. Ya decía yo que algo te traías entre manos. F. Repasemos primero la diferencia entre conflictos de intereses y conflictos de valores que comentamos antes. P. Una excelente idea. Habíamos dicho que dos personas involucradas en un conflicto de intereses estaban en cierto sentido importante de acuerdo, que se entendían perfectamente una a la otra, al menos en cuanto entenderse sea humanamente posible. Ello era así porque compartían en buena medida los mismos valores. F. Sea todos sus valores o al menos los relevantes al conflicto en cuestión. Ilustremos eso ahora con un ejemplo. P. Bienvenido como siempre. F. Imagina dos miembros de un departamento universitario y para comodidad llamémoslos Agamemnón y Aquiles. P. Nombres muy sugerentes. F. Imagina ahora que ambos quieren ser jefe del departamento al que pertenecen. P. Situación común aquí y en China. F. Es claro que tienen un conflicto de intereses: sus valores bien podrían ser los mismos, al menos en ese punto. P. Qué bueno que lo dices, porque es difícil pensar que Agamemnón y Aquiles tengan exactamente los mismos valores. F. Elegí esos nombres justamente para que no se nos olvide que toda identidad de valores es algo muy relativo. P. Y sin embargo, en muchas situaciones podemos constatar una cierta identidad. F. Y así como Aquiles pretende disputarle a Agamemnón muchas cosas en la Ilíada desde una esclava hasta una decisión militar , así aquí, en este mucho menos épico ejemplo, podemos imaginar que estos dos hombres aman ambos la idea de controlar a los demás, de decidir sobre el uso de los recursos, de sentir el poder. P. A ambos les encanta tomar decisiones… F. … y sus gustos se parecen hasta en cosas aparentemente más triviales (aunque creo que están muy lejos de serlo), como el ver su nombre grabado a la entrada de sus oficinas o impreso en tarjetas lujosas y otros papeles oficiales, el que sus visitantes hagan antesala y dejar que esperen, el que haya siempre quien les lleve café, el que todo mundo les pida permiso para todo, el estar ocupados cada hora del día, el recibir y hacer por intermedio de otros muchas llamadas, el inaugurar eventos y aulas, el presentar oradores, firmar licencias, diplomas y constancias de todos tipos, el hablar con gente importante,… P. No sólo los imagino, sino que creo haberlos visto ya. F. Tanto Agamemnón como Aquiles se deleitan en que otros se dirijan a ellos con un tono de voz especial, tener su propio lugar de estacionamiento en la universidad, y les 117

encanta intrigar y hacer cábala, tener una o varias secretarias, organizar y presidir juntas y reuniones, y muchas otras cosas por el estilo. P. Pintas todo un estilo de vida y los valores que lo constituyen. F. Y es precisamente porque Agamemnón y Aquiles disfrutan todas esas cosas en común y las tienen parejamente en altísima estima que tienen un conflicto de intereses, un choque, un enfrentamiento y una lucha. P. No hay aquí ningún conflicto de valores. F. Considera ahora el caso de Helena y Casandra. P. Estoy atento a tu descripción de sus respectivos oficios. F. Helena es jefe de otro departamento de la misma universidad. P. No podía ser menos con ese nombre. F. Casandra en cambio es solamente una de las investigadoras del mismo. P. Me hago cargo. F. Y héte aquí que Casandra pretende iniciar un proyecto de investigación al que, como es usual, ella asigna una importancia extraordinaria. P. Como todos los investigadores que se respetan. F. Y para llevarlo a cabo necesita un apoyo en dinero. P. Igual que todos. F. Como jefe del departamento, Helena tiene primero que aprobar ese proyecto antes de mandarlo a otra instancia, dentro o fuera de la universidad. Sin esa aprobación inicial, todo trámite ulterior no prosperaría en las circunstancias que estoy inventando. P. Tanto el ministerio como la fundación filantrópica, y por supuesto la administración de la propia universidad, exigen su firma. F. Pero Helena no tiene que aprobar solamente el proyecto de Casandra. P. Hay otras investigadoras que buscan igualmente el financiamiento de sus proyectos. F. Y Helena tiene que considerarlos todos, compararlos y tomar la decisión en conjunto. Pero su decisión no se basa, al menos no solamente, en el contenido, importancia o factibilidad de los proyectos, sino en otros criterios. P. ¿Cuáles otros? F. Por ejemplo, si mejorarán o fortalecerán las relaciones del departamento con tal o cual fundación u oficina. P. ¿Por qué sería eso un criterio importante? F. Porque esas relaciones, bien cultivadas, resultarán en más y mejores financiamientos futuros, por ejemplo el año próximo. P. Ya veo. Un criterio en que Casandra no piensa en absoluto. F. Tú lo has dicho. No es ese su oficio ni su posición. Ella no es la jefe del departamento y no tiene por qué preocuparse por esas cosas. P. ¿Y qué pasa si el proyecto de Casandra no llena los requisitos que corresponden a esas preocupaciones de Helena?

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F. Si eso ocurre, e independientemente de que el proyecto sea, por su parte, destacado, estupendo y de todo punto maravilloso, y suponiendo que sería aprobado enseguida simplemente por ser tan claramente meritorio… P. Que es ciertamente lo que Casandra estará pensando… F. Sin ninguna duda. El caso es que si no llena los requisitos de Helena, el proyecto no será aprobado y por tanto no pasará siquiera a la siguiente instancia. P. Veo lo que quieres decir: las razones que tiene Helena para no dar su visto bueno no tienen en sí mismas nada que ver con el valor del proyecto de Casandra. F. Razones perfectamente ajenas a uno de los valores que se le puede asignar. P. O sea que, como quien dice a espaldas de Casandra su propio proyecto está asociado a otros valores. F. No puede ser de otra manera. De hecho, la decisión de Helena descansa sobre un conjunto de valores completamente diferentes; y es medido con ellos que el proyecto de Casandra podría demeritar. P. Con lo que Helena y Casandra tendrían un conflicto de valores. F. Y si ocurre y cuando ocurre, será muy difícil para Helena explicarle su decisión a Casandra… P. … y muy difícil para Casandra entender las razones de la decisión de Helena. F. Al mismo tiempo, las quejas y argumentos de Casandra tenderán a aburrir a Helena, quien pensará todo el tiempo que Casandra es tan miope, tan incapaz de ver el problema en su conjunto. P. El problema administrativo, organizacional… F. Sí; el problema asociado a los valores de Helena, quien trata una y otra vez de explicar que su decisión está pensada en el sentido de lo que conviene al departamento en su conjunto… P. … mientras que Casandra insiste en que el único interés del departamento reside en el financiamiento de buenos proyectos de investigación. F. Como el suyo. Exactamente. P. Y Casandra, haciendo honor a su nombre, clamaría al cielo que todo se está yendo al diablo, que ya no hay valores, que c’est la catastrophe... F. Creo que la plática de los pasillos no te es del todo desconocida, mi buen Pánfilo. Considera, sin embargo, qué pasaría si Casandra fuera quien administrara el departamento. P. Suponiendo la actitud que le asignamos, descuidaría criterios importantísimos de supervivencia para el mismo. F. En realidad, lo que ocurriría y de hecho lo que ocurre según mi observación es que Casandra muy pronto se convertiría en Helena. P. ¿Cómo según tu observación? F. Los investigadores que se vuelven administradores o bien adoptan los valores administrativos, o bien… P. ¿… o bien? 119

F. O bien abandonan muy pronto la administración. P. ¿Es entonces muy difícil ser administrador sin adoptar esos valores? F. No difícil, Pánfilo, imposible, excepto por un muy corto y desastroso período. P. El trabajo impone ciertos valores, pues. F. Y aún podríamos decir: consiste en esos valores. O de manera todavía más general: la división del trabajo es división por valores. P. ¿Y si Helena regresara a la investigación? F. Sería mucho más como Casandra. P. ¿Pero si los puestos pueden rotarse de esta manera…? F. ¿Qué? P. Resultaría que importan menos los individuos que los puestos. Las diferencias de valores y prioridades estaría dictada por los puestos. F. Podemos decir que los puestos están asociados a valores, tienen los valores integrados a ellos. Por ello constituyen algo parecido a los nichos de un ambiente natural: los seres humanos los van seleccionando y se van acomodando a ellos. Claro que también los modifican con el tiempo. La situación es dinámica. P. Pero entonces los puestos no pueden rotarse de manera indefinida y absolutamente flexible. F. No, no pueden. Por ello podemos decir que tal o cual persona no sirve para tal o cual puesto. Lo decimos de nosotros mismos una y otra vez. Yo, por ejemplo, no sirvo para la organización ni la administración. Entiendo y aprecio el trabajo de los administradores y organizadores, pero no puedo hacerlo. P. Pero si aprecias su trabajo… F. ¿Sí? P. Acabo de caer en la cuenta que esto es el corazón de la complementariedad: saber que unas personas sirven para una función y otros para otras. F. ¿Sí? P. Y lo que es indispensable es la función, no la persona como tal. F. O más bien las funciones. P. Claro. Las funciones en toda su diversidad. Necesitamos todas esas funciones parciales, todos esos puestos y oficios especiales, para funcionar como totalidad. F. Las funciones son complementarias, y basadas en valores también complementarios. P. En discurso religioso, presididas por dioses en el sentido que hemos dicho antes. F. Correcto. Por eso habíamos hablado antes de los dioses de la administración, de la ingeniería, de la investigación, etc. Los puestos dentro de las organizaciones humanas son en cierto modo manifestaciones de la diversidad divina. Y esto se aprecia aún más por otro hecho. P. ¿Cuál? F. Que los conflictos de valor tienen una propiedad realmente curiosa. P. A ver. 120

F. Las personas involucradas en ellos piensan las peores cosas sobre sus adversarios: que son irracionales, incomprensivos, desalmados, perversos, malvados, o incluso lisa y llanamente estúpidos. En contraste total con un conflicto de intereses, estas personas no son capaces de entenderse unas a las otras. P. Pintas esos conflictos como algo muy difícil. F. Si no me equivoco, son los más difíciles y dolorosos, sobre todo cuando ocurren entre personas que colaboran. Esta dificultad y este dolor son parte de las guerras entre dioses de que hemos hablado. P. Y revelan, supongo, la indispensabilidad funcional de la diversidad y complementariedad. F. La revelan y enfatizan como ninguna otra cosa puede hacerlo. Es como si nuestros más necesarios colaboradores fueran por momentos nuestros peores enemigos. P. Es paradójico. F. Y doblemente paradójico, por cuanto es justo esa propiedad que nos enfrenta la que facilita el funcionamiento de la organización. P. No entiendo. F. Solamente cuando las distintas personas en sus distintos puestos creen con convicción firme en los valores asociados a ellos que los pueden defender a capa y espada y así salvaguardar la función parcial que les corresponde en la totalidad de la organización. P. Ya veo. Pero supongo que no siempre será la cosa benéfica. F. En efecto, no siempre. Este curioso mecanismo a veces nos destruye. Ya hablamos antes de que los dioses nos dan vida y nos la quitan. Aquí la cosa no es diferente. Las disputas de valores en una organización son la sangre y vida de ella, pero también pueden ser la destrucción de personas, de puestos o incluso de la organización como tal. Pero considera ahora este otro aspecto del asunto. P. Escucho. F. Cuando las personas tienen un conflicto de intereses, como vimos antes con Agamemnón y Aquiles, siempre estará la puerta abierta para hacer un trato, para pensar en una alianza, para negociar. En cambio, ¿cómo puede uno negociar con los propios valores? ¿Seguirían siendo tus valores si estuvieras dispuesto a regatear y sacrificarlos? P. No por cierto. Casi me parece que ese sería un criterio para saber que tal o cual cosa no es propiamente un valor para alguien: no lo sería, digo, cuando las personas están dispuestas a entrar en tratos y componendas. F. No solamente me parece muy justa esa observación tuya, sino que nos conduce directamente a algo que me gustaría someter a tu consideración. P. Te escucho. F. Pienso que la razón por la que una persona convencida de ciertos valores no puede entender y ni siquiera escuchar a otra que tiene otros es que toda su manera de ver el mundo y enfocar y resolver los problemas a que se enfrenta es radicalmente distinta. De

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hecho, pensar así me lleva a proponer un tercero y más profundo sentido de la palabra “complementariedad”. P. Ya decía yo que habría cosas más hondas debajo del término. ¿Y de qué se trataría esta vez? F. Considera que los filósofos siempre han visto el conflicto o la oposición desde una de dos perspectivas. P. ¿Cuáles serían esas dos perspectivas? F. Una es la que podríamos llamar, recordando a los antiguos escépticos griegos, la perspectiva “dogmática”, según la cual, dadas dos posiciones incompatibles en conflicto, sólo una de las partes está en lo correcto, es decir afirma algo verdadero o válido, mientras que la otra yerra y tiene que ceder. P. Es la perspectiva más obvia, creo. F. La otra es la que, por pecar con Hegel, podríamos llamar la perspectiva “dialéctica”... P. ¿Por qué pecar? F. Porque en griego, “dialéctico” significa simplemente “relativo al diálogo”, y no lo que Hegel le ha hecho significar a la pobre palabra... P. ¿Te refieres a la idea de reconciliar los opuestos? F. Reconciliarlos, en efecto, y encontrar una unidad o armonía oculta entre ellos, sea mediante una síntesis superior o de alguna otra manera. Tal sería la perspectiva dialéctica. P. Y la segunda perspectiva se preciaría, si no me engaño, de ser más dinámica que la segunda. F. No te engañas en absoluto. Considera ahora esto. P. Adelante. F. La perspectiva dogmática ha quedado puesta en cuestión al menos desde que se demostró matemáticamente que el conocimiento completo implica contradicciones y el conocimiento consistente no puede ser completo. P. ¿El teorema de Gödel? F. Ese mismo. P. Pero no estoy seguro de cómo podemos usarlo aquí. F. Veamos si puedo explicarme. La perspectiva dogmática supone que de dos posiciones en conflicto sólo una puede ser correcta. P. De acuerdo. F. Si en vez de “posiciones” decimos “proposiciones” y en vez de “conflicto” decimos “contradicción”... P. Me parece que bien podemos hacer eso, ya que estamos todo el tiempo hablando de posiciones discursivas, o que se expresan verbalmente y como parte de una conversación. F. Entonces resultaría que el dogmático estaría diciendo que de dos proposiciones contradictorias sólo una es correcta.

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P. Claro: y eso no es otra cosa que aceptar los principios de contradicción y tercero excluido, que forman parte fundamental de la lógica clásica, tanto en su versión antigua como en la moderna. F. Pero observa que la cosa es algo más complicada que eso, ya que estamos todo el tiempo suponiendo que el método de resolución de conflictos es el diálogo, es decir que el diálogo es un instrumento para decidir cuál de las dos proposiciones es la verdadera. P. Es lo que estamos suponiendo, en efecto. F. Y aquí es justo donde Gödel se vuelve relevante. ¿Cómo resumirías lo que él demostró? P. Gödel demostró que para un sistema formal relativamente elemental tan elemental como la aritmética escolar hay proposiciones verdaderas que no es posible demostrar. F. O con palabras más portentosas: si el sistema de las proposiciones que constituyen la aritmética elemental es consistente, entonces no es completo. Esta demostración se refiere a teorías elementales y fácilmente formulables, con lo que podemos suponer a fortiori que es válida también para las demás. P. Tienes razón, si el teorema de Gödel vale para sistemas formalizados relativamente simples y utilizando instrumentos deductivos de decisión muy poderosos, resulta tanto más plausible para conjuntos de proposiciones que no están formalizados ni son fácilmente formalizables, amén de que las proposiciones que las componene no son ni simples ni claras, y además no disponemos para ellas de procedimientos de decisión siquiera comparables. F. Con otras palabras, el diálogo es un gran método, pero no uno que pueda decidir quién tiene la razón en un conflicto de valores. P. Yo al menos no tengo ahora duda sobre eso, si bien nunca se me habría ocurrido utilizar así el teorema de Gödel. F. Ni a muchos otros. De otra manera no ocurriría lo que ocurre, o sea que eso que he llamado “la perspectiva dogmática” esté tan viva hoy como siempre lo ha estado en el pasado. P. A decir verdad, es de hecho más popular que lo que llamaste antes “la perpectiva dialéctica”, la cual, al menos en muchos círculos, se considera esotérica si no es que incluso mística. F. Eso me parece observar a mí también. Pero independientemente de cuál sea más popular, los métodos tradicionales de enfrentar conflictos de valores siguen uno de esos dos modelos. Las personas piensan o bien dogmáticamente o bien dialécticamente, es decir o bien piensan que a lo sumo uno de los dos valores en conflicto es correcto (signifique eso lo que se quiera) o bien piensan que se trata de fenómenos superficiales de un consenso más profundo. P. Tertium non datur, como decían los medievales: no hay tercera opción.

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F. Al menos no la había hasta que apareció Niels Bohr y mostró que podemos perfectamente aceptar el conflicto y la oposición sin tener que decidirnos por una de las partes ni tampoco encontrar una síntesis superior. P. ¡Un momento! ¿No estarás pretendiendo que podemos aplicar directamente la física cuántica a la ética o a la economía? F. Claro que no. Eso sería caer en los desatinos de quienes hablan hoy día del “yo cuántico” o de la “sociedad cuántica”. Esto en el mejor de los casos es poesía y en el peor charlatanismo e impostura intelectual. No; cuando hablo de Bohr me restrinjo a decir que él nos ha enseñado a pensar de una manera nueva, y esa manera nueva cada disciplina la debe utilizar siguiendo sus propios conceptos, métodos y problemas. Este cambio de perspectiva fue hecho posible gracias al concepto de complementariedad. P. Creo que comienzo a ver adónde te diriges. F. Mira si no estoy diciendo un disparate. Tú has oído hablar de esos hechos experimentales de la física tan simples como asombrosos... P. ¿Te refieres a cosas como que la luz se comporta a veces como una onda y a veces como una partícula? F. Exactamente. Después de mucho tratar de evitar reconocer este hecho tan sorprendente, terminaron los físicos por admitir que los experimentos que mostraban que la luz es una onda son tan decisivos como los que muestran que está formada de partículas. P. Ya veo a dónde vas: en tu terminología había que descartar la solución dogmática. F. Había que descartarla, en efecto. Ambas series de experimentos son impecables. Sin embargo, la idea dialéctica de una unidad más profunda entre estas dos innegables manifestaciones de la luz no se sostiene tampoco... P. Aunque algunos físicos comenzaron a hablar de “ondículas”... F. Sí; pero siempre lo hicieron medio en broma. P. Es cierto: no existe que yo sepa ninguna teoría de las ondículas. F. Y como sabes, la dualidad que se encontró en el caso de la luz fue extendida muy pronto a la materia en general. P. No había escapatoria. F. Fue uno de los grandes momentos de la epistemología humana: el mundo no se comportaba como parecían dictar nuestras preferencias cognitivas. Todo parecía indicar que en el nivel más elemental la naturaleza toda se comportase de esta curiosa manera dual. El asunto entero resultaba ser tan imposible o impensable como innegable e inevitable. Y fue luego de mucho pensar sobre el rompecabezas que Bohr propuso que pensásemos en esa dualidad en términos de “complementariedad”. P. Una idea que le hizo mucho ruido a Einstein. F. A Einstein y en cierto modo a todo mundo. Aquí lo importante es no perder de vista que la complementariedad no tiene ciertamente ese sentido vulgar en que decimos, por ejemplo, que dos fotografías de un elefante tomadas desde diferentes ángulos son complementarias. Es más bien como si una de las fotografías del elefante mostrase un 124

águila y la otra una víbora. Imagina qué pensaríamos si esto ocurriese cada vez que fotografiásemos a un elefante... P. No quiero siquiera pensarlo. F. Pero justo eso era lo que ocurría a nivel subatómico. Lo que Bohr dijo es que ambas fotografías eran complementarias en el sentido de que ambas son al mismo tiempo mutuamente excluyentes y sin embargo igualmente necesarias para el conocimiento total de la situación. P. De ahí el término “complementarias”. F. Y es en un sentido paralelo que yo creo que los valores son complementarios. P. Hace rato sentía que el relativismo volvía a alzar, como la Hidra, su horrible cabeza. F. ¿Y vas cambiando de opinión? P. Si lo que acabas de sugerir es correcto, creo que la refutación usual del relativismo se encuentra en serios problemas. F. Me da mucho gusto oír eso, porque se trata de un juguete filosófico que a mí al menos me parece sumamente aburrido. P. Tengo que pensar en esto mucho todavía, porque hasta ahora me había parecido a mí una cosa muy seria… F. En mi juventud a mí también me lo pareció. P. Pero aparte de eso, toda tu exposición me hace pensar que si separamos de esa manera las posiciones, posturas y perspectivas de las personas, no habrá manera de discutir y dialogar razonablemente. F. Voy de acuerdo en que ésta es una preocupación digna de explorarse. Pero debo decir que estoy un poco cansada para entrar en este nuevo tema. P. Vayamos, pues, a descansar.

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Duodécima Jornada FILOPANTA. Hace rato que vengo viéndote según me acercaba, y me ha sorprendido más que otras veces tu ensimismamiento de hoy. Mirabas en la dirección en que venía, pero no parecías ver ni percibir nada. Me parece que justo ahora es que abres propiamente tus ojos. PÁNFILO. Tienes razón. No he dejado de pensar en nuestra conversación de ayer y tengo una duda que me viene atosigando. Dándole vueltas al asunto, me ha venido a parecer que ayer exagerabas en tu descripción del conflicto de valores entre la jefe de departamento y su investigadora. Exagerabas, quiero precisar, en cuanto a la pureza de sus motivos. F. ¿Quieres decir que hay pocas Helenas y Casandras como las que describo yo? P. Al menos eso me parece ser el caso entre los adultos. F. Qué bueno que mencionas eso. Tienes razón: los jóvenes están muchísimo menos dispuestos a ceder en lo que valoran; y es más probable que un adulto haga concesiones. P. A veces nos parece que ustedes no tienen valores, o no muchos, o no de verdad. F. Este es un gran tema sobre el que habremos de platicar algún día. Creo que las cosas son algo más complicadas de como te las imaginas, pero no te falta del todo razón. Y es cierto, para seguir con nuestro ejemplo, que Casandra, a pesar de todos sus altísimos ideales relativos a la ciencia y la verdad, podría perfectamente volverse una aliada de Helena o formar contra ella una alianza con otros, es decir entrar en actividades de intriga que muy poco tienen que ver con aquellos valores. Y es igualmente cierto que Helena podría dejar de lado los cálculos presupuestarios y las relaciones públicas y apoyar la ciencia por la ciencia, si es que quiere conservar su puesto. P. Y supongo que Agamemnón y Aquiles tampoco serán tan puros. F. Tampoco; y, para que la analogía no decaiga, cabría decir que se ha visto alguna vez el caso de un guerrero que cede la victoria solamente por admiración de las hazañas de su rival. P. Con lo que vemos que cada uno de nosotros alberga en su corazón más valores de los que aparecen a primera vista. F. Muy bien dicho, Pánfilo. Y en ese sentido nuestras decisiones no son siempre sobre los medios para alcanzar nuestros fines, sino también sobre los fines mismos. P. Esto último parece contradecir a Aristóteles. F. Supongo que te refieres a aquella afirmación de que “no deliberamos sobre los fines, sino sólo sobre los medios”. P. A esa justamente, que siempre me pareció certera. F. Y creo que lo es en la mayoría de los casos que él considera. Recuerda que es el propio Aristóteles quien dijo que en este dominio de cosas no es posible una ciencia exacta y válida en todos los casos. P. ¿Y en qué casos no sería válida? 126

F. Me parece recordar que en una conversación anterior mencionamos esa idea de Aristóteles de que la felicidad no es la misma para todos. P. Lo recuerdo yo también así. Según aquel ilustre ateniense, unos prefieren los placeres, otros el dinero y otros la fama… F. … y eso que hoy llamamos “el poder”… P. Pareces pensar que ese famoso “poder” no es el punto. F. Creo en efecto que se habla con poco seso y menos ciencia del tal “poder”, y que el asunto en cuestión es más bien uno de fama, de gloria y de figurar en el centro y ser aplaudido de todos. P. Otro tema al que llegaremos, supongo, en su momento… F. En su momento, Pánfilo, en su momento. Y recuerdas que a quienes buscan placer, dinero y fama el filósofo añadió aquellos pocos como él que prefieren el saber y la ciencia. P. Con lo que habría cuatro formas o estilos de vida, según lo que para unos u otros constituye la felicidad o al menos su búsqueda. F. Una clasificación que me sigue pareciendo muy buena, aunque, como toda clasificación, por fuerza simplifica lo que observamos a nuestro alrededor. Pero ahora es otra la razón por la que la traigo a cuento. P. ¿Y ella sería? F. Que Aristóteles nunca parece hablarnos del proceso por el cual las personas dan en una u otra forma de vida. P. No me digas que se trataría aquí de una elección. F. No ha habido pocos que hablan de “elección de vida”, en efecto. Y ciertamente los padres tienen como su mayor preocupación el que sus hijos elijan, y elijan bien, la clase de vida que llevarán. P. Pero tú tienes tus dudas. F. Ciertamente creo que si la vida en este sentido se elige, se trata de una elección de un tipo especial, distinta de aquella por la que elegimos otras cosas. ¿Recuerdas que antes hablamos de lo chocante que era decir que elegimos nuestros valores? P. Lo recuerdo, y recuerdo también la impresión que me causó. F. Pues elegir la vida es en cierto modo como elegir los valores que nos rigen, todos ellos, o ellos en su conjunto: elegir la clase de persona que uno es o será. P. Por lo tanto resulta muy difícil decir que hacemos en efecto tal elección. F. Muy difícil y hasta absurdo. Y en ese sentido Aristóteles tenía razón. En un sentido estrictísimo no hay, no puede haber tal elección. Pero hay uno más lato, cuyas propiedades habremos de explorar más adelante, en el que sí podemos decir que elegimos nuestros valores, elegimos el tipo de vida que nos tocará vivir, elegimos la clase de ser humanos que habremos de ser. P. Menudo tema éste y ya anunciado. F. Y para que la cosa se ponga mejor déjame decirte que es al hilo de este tema que podemos ver también un asunto aún más grave y ponderoso. 127

P. ¿Cómo lo podría ser más? F. Resulta que no una, sino muchas veces, quienes piensan sobre estas cosas han hablado no solamente de elegir un modo de vida para un individuo, sino incluso de elegirlo para toda una comunidad. P. Es cierto. Se habla de elegir el tipo de sociedad en que queremos vivir. F. Una enormidad si las hay. Uno de los primeros que habló sobre el asunto, el maestro de Aristóteles… P. ¿El divino Platón? F. Así lo llamaron sus discípulos, próximos y lejanos, en efecto, mi joven amigo. El divino Platón dijo que ambos temas, cómo debemos vivir en tanto que individuos y cómo debemos vivir en tanto que sociedad o comunidad, son temas que hay que discutir juntos, en cierto modo como un solo tema. P. El tema de la República. F. Ese y no otro. Y creo que a nosotros tampoco nos quedará otro remedio que tratar de alguna manera los dos temas juntos, aunque tal vez no como uno solo, que en esto Platón no andaba muy acertado. P. Algo me dice que, al hacerlo volveremos a las otras preguntas que nos han ido surgiendo en el camino, la economía, el mercado, el liberalismo, el socialismo, el utilitarismo,… F. Todas ellas, en efecto, mi buen Pánfilo, están atadas e interconectadas con el asunto de la elección de vida y la elección de sociedad. Y como la primera concierne al individuo y la segundo al grupo social, podría valer la pena comenzar por una cosa intermedia. P. ¿Te refieres a un grupo dentro de la sociedad? F. Exactamente. Tomemos uno de esos grupos, asociaciones u organizaciones de las que formamos parte, e imaginemos que queremos introducir una mejora. ¿Aceptarías que esa decisión depende de si tenemos acceso a recursos externos al grupo o no? P. Sí; en el primer caso tendríamos inyección de tales recursos, pero en el segundo lo único que podríamos sería reorganizar los recursos ya existentes. F. O incluso deshacernos de algunos. P. Eso me resulta más difícil de entender. F. Podría ocurrir que la presencia de ciertos recursos se vuelve un obstáculo. P. No veo cómo. F. ¿Nunca has reorganizado tu propio cuarto? P. Sí, muchas veces. F. ¿Y no te has encontrado con que la mejor manera de acomodar todo es sacando una o varias cosas? P. Tienes razón: a veces las posesiones se vuelven un estorbo. F. Tenemos, pues, que tú puedes mejorar las cosas en un grupo o asociación sea introduciendo cosas, extrayendo cosas, o reordenando las existentes. Por supuesto, también es posible mezclar estos tres procedimientos. 128

P. ¿Por ejemplo, introduciendo unas cosas, sacando otras y reordenando aún otras? F. Así es. Ahora bien: los elementos que constituyen la asociación no son cosas, sino personas. Luego una de las decisiones a tomar consistiría justamente en introducir personas, sacar personas o reacomodar personas. P. Dado lo que hemos venido diciendo, esto de reacomodar personas significaría reasignar puestos. F. Principalmente significaría esto, estoy de acuerdo, aunque a veces el cambio puede ser más superficial. P. ¿Por ejemplo? F. Puede ocurrir que la mejora consista en dar a una persona más espacio para trabajar o poner a varias personas juntas en vez de tenerlas separadas. P. Tienes razón. O podría ser permitirles, o al revés: impedirles, el uso de ciertos implementos de trabajo. F. O también asignar nuevas responsabilidades a un puesto, o redistribuir las reponsabilidades existentes. P. Pero esto no sería muy distinto de reasignar puestos. F. No; no lo sería. De hecho, todo cambio que introduzcas, por superficial que parezca modifica los puestos, e introduce ligeras variaciones en los valores asociados a ellos. P. ¿Quieres decir que un puesto se vuelve más importante o menos importante a los ojos de todos? F. Ese es, en efecto, un efecto bastante frecuente. En alguna ocasión leí que en una oficina había un conflicto permanente debido a la posición de los escritorios relativamente a la única ventana que había en un gran espacio donde los escritorios estaban todos en hileras perfectamente simétricas y parejamente distribuidas en ese espacio. P. Ese conflicto es comprensible por la luz o el aire que venía de la ventana. F. Lo curioso es que, según lo que leí, la ventana estaba cerrada y era tan alta que no había ningún flujo de luz o de aire propiamente. Además, el espacio estaba iluminado por luz eléctrica, que era la misma para todos. Tal parece que, de hecho, la única diferencia entre tanta simetría era justamente que había un objeto, la ventana, que era lo único que distinguía el gran número de escritorios. Esta diferencia parecía ser el objeto de conflicto. P. Los seres humanos son a veces algo muy curioso. F. Curiosos, sí, y hasta insondables en ocasiones. Y termino la historia con lo mejor de ella: que en este contexto de conflicto una palabra que venía a los labios de los disputantes era la palabra “justicia”. P. ¿Quieres decir que se decía que era injusto que tal o cual persona tuviese esa posición extrañamente privilegiada? F. Exactamente era eso lo que se decía. P. Parece un caso que ni mandado a hacer para apoyar tu tesis de que eso de la justicia es un mero nombre.

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F. Ya volveremos sobre todo eso, Pánfilo amigo. Por ahora baste darnos cuenta de que cualquier mejora a una situación social u organizacional dada parece consistir en la aplicación de uno de los tres procedimientos indicados o una mezcla de ellos. Considera ahora esto. P. Dime. F. En principio cualquier cambio que introduzcas para mejorar las cosas será, o al menos será percibido como, un cambio que mejora la posición relativa de uno de los miembros del grupo. P. Supongo que sí. F. Luego será una mejora a nivel del individuo al que favorece. P. De acuerdo. F. Pero este individuo tiene múltiples relaciones con los demás miembros. P. Correcto. F. Y el cambio afectará a esos miembros también. P. Es perfectamente imaginable que eso ocurra. F. Y ese cambio será para bien o para mal. P. Unos saldrán beneficiados, otros perjudicados. F. O tal vez todos salgan beneficiados o todos perjudicados. P. Habría que hacer el recuento de todas estas mejoras y empeoramientos a nivel de todos los individuos afectados por el cambio. F. Qué bueno que hables de “recuento”, amigo mío, porque según algunos se trataría justamente de contar lo bueno y lo malo, y sacar las cuentas totales. P. Estaríamos, pues, de regreso al utilitarismo. F. De regreso. Así es. Tendríamos que analizar los efectos, las consecuencias del cambio introducido, no nada más para uno, sino para todos. Ese cálculo de las consecuencias que es un cálculo económico nos dirá si el cambio fue efectivamente una mejora para el grupo. P. ¿Y existe un procedimiento para hacer el cálculo? F. Esa pregunta se la hicieron muchos economistas, y la respuesta que dieron, por boca de uno de sus más notables cultivadores, Pareto, fue que todo aquel cambio que mejora la situación de un individuo sin empeorar la de otro u otros es una mejora para el grupo. P. Parece un criterio muy fuerte. F. ¿Por qué piensas eso? P. Porque si valiera, entonces no habría nunca un bien tan grande que compensara un mal. F. Creo que vas demasiado de prisa. P. Tal vez es que no entiendo aún. A ver, dime: ¿qué ocurre cuando no es posible mejorar la situación de un individuo sin empeorar la de otro? F. Que hemos alcanzado un tope. A ese tope se le conoce como el “óptimo de Pareto”, aunque él obviamente no lo llamó así. 130

P. ¿Cómo lo llamó? F. Lo llamó “el máximo de ofelimidad para una sociedad o colectividad”. P. ¿”Ofelimidad”? Creo recordar que esta palabra en griego sería más o menos equivalente al latín “utilidad”. F. Recuerdas bien. A Pareto se le ocurrió introducir el término griego para establecer una diferencia, como cuando distinguimos entre ética y moral. P. ¿Y cuál es la diferencia que le parecía tan importante? F. Resulta que Pareto se daba cuenta de que los economistas entendían por “utilidad” eso que hemos llamado el valor subjetivo de una cosa. Y ese uso chocaba con el sentido original del término. P. ¿Cómo es eso? F. Piensa en una persona obesa que le encanta comer en grandes cantidades y a quien su médico le aconseja ponerse a dieta. P. Conozco a muchas personas en esa situación y a quienes les encantaría estar más delgadas, tanto por razones de salud como por razones de comodidad y de belleza, pero que no logran amistarse mucho con la idea de entrar en la disciplina que conduciría a tal estado. Es un caso muy parecido al de quien desea conocer otra lengua, pero no quiere someterse al trabajo de aprenderla. F. Exactamente: un caso de conflicto entre lo “útil” y lo “placentero”. Viendo Pareto que las personas no valoran cosas que son objetivamente útil para alguien como bajar de peso o aprender una lengua le resultaba muy chocante que los economistas insistiesen en hablar de “utilidad” para expresar no lo útil sino el mero deseo subjetivo. P. Que en los casos mencionado va en contra de la utilidad. F. Para eso fue que introdujo la palabra “ofelimidad” y propuso a sus colegas que reservasen la palabra “utilidad” para hablar de lo que esa palabra significa ordinariamente. Le parecía que una palabra tan poco familiar como “ofelimidad” sería mejor para designar un concepto tan alejado del uso común como el que los economistas pretendían explorar: las meras preferencias de las personas, independientemente de si eran o no útiles para ellas. P. Podemos decir que Pareto estaba en contra de reducir todo bien a lo útil, ya que era igual que el reduccionismo de los antiguos hedonistas. F. Das justo en el clavo. Como todos los reduccionismos, lo único que logran es falsificar los fenómenos. Sin embargo, no debemos exagerar: los mejores economistas siempre tuvieron cuidado de decir que cuando hablaban de “utilidad” no se referían exclusivamente a lo que el vulgo llama así, sino que todo deseo y toda preferencia humana, corresponde a una utilidad en el sentido de la economía. Justo en este sentido entonces no hay reduccionismo... P. Pero sí lo habría, según todo lo que hemos dicho antes, por cuanto la economía se traga dentro de sí la entera esfera de lo bueno o lo deseable. F. De acuerdo, siempre y cuando reconozcamos que el reduccionismo económico es, por decirlo así, un metareduccionismo, es decir que reúne y agrupa todos los deseos 131

humanos bajo el rubro de utilidades, pero abstrayendo completamente de su contenido y por lo tanto de diferencias como las que pudiera haber entre lo placentero, lo útil y lo correcto, o cualquiera otra clasificación de los valores; y sobre todo: evitando toda jerarquización. P. O sea que lo más que Pareto proponía era un cambio terminológico a fin de respetar el uso antiguo y popular de la palabra “utilidad”. F. Eso proponía y nada más. P. Y los economistas, ¿le hicieron caso? F. Ninguno; sino que siguieron tan frescos hablando de “utilidad”. P. Pues yo te propongo que entre nosotros, y por mor de precisión, conservemos su sana propuesta y digamos entonces que el máximo de ofelimidad no es otra cosa que una posición del grupo que es inmejorable. F. Me parece muy bien. P. Pero hay un problema. F. ¿Y cuál sería? P. Pues que a mí me parece ahora que ese máximo de ofelimidad no es, después de todo, un gran concepto. F. Te escucho con atención. P. Claro que probablemente pienso eso por ignorancia... F. Ignorancia o no, dime tus razones. P. Por un lado me parece que el máximo de ofelimidad es imposible, inalcanzable. F. ¿Cómo es eso? P. Pienso que cualquier cambio que se introduzca para mejorar la posición de alguien va a empeorar la posición de otro, al menos en el sentido subjetivo que hemos acordado que es propio del concepto de ofelimidad. F. Es interesante que pienses eso. Pero, de tener la razón, no se seguiría que el máximo de ofelimidad es imposible. P. ¿No? F. Más bien significaría que es una trivialidad. P. ¿Cómo una trivialidad? F. Si tienes razón en lo que dijiste antes, toda situación del grupo sería un máximo de ofelimidad. P. No entiendo. F. Creo que te has dejado llevar por el brillo de las palabras. Cuando decimos que una situación es inmejorable en el sentido de Pareto no estamos diciendo que es inmejorable y punto. No se trata de un término honorífico. ¿Recuerdas la definición? P. Claro que la recuerdo: cuando no es posible mejorar la situación de un individuo sin empeorar la de otro… Ya veo lo que quieres decir. Tienes toda la razón. Si eso nunca es posible, todas las situaciones de grupo serían máximos de ofelimidad en el sentido de esta definición. 132

F. Una vez aclarado esto, sigue siendo verdad que si tu objeción es correcta, el concepto de Pareto no serviría de gran cosa. Un concepto que no es capaz de distinguir no sirve de nada. Y ciertamente hay algo de verdad en tu idea: el máximo de ofelimidad de Pareto no es un máximo único. P. ¿Cómo es eso posible? Si hay un máximo, eso quiere decir que no hay otra situación mayor o mejor... F. Exactamente, pero tal vez hay otras que sean igualmente buenas. P. Tienes razón. Creo que ando un poco lento hoy. F. Probablemente estés cansado y debamos cerrar por este día. P. Déjame intentarlo un poco más. Un ejemplo de lo que acabamos de decir son las competencias atléticas en que dos o más corredores hacen exactamente el mismo tiempo. F. Así es; de todos ellos podemos decir que son los mejores corredores, sin que eso detracte del hecho de que cada uno es el mejor corredor. P. Y en el caso del máximo de ofelimidad, ¿puede haber más de un máximo también? F. Puede haber incluso muchos: muchas maneras de ser igualmente eficiente. P. Luego ni el máximo de Pareto es imposible ni una trivialidad, sino que bajo ciertas circunstancias habrá uno o varios o incluso muchos tales máximos. F. Correcto. Pero volvamos a tu objeción: ¿por qué piensas que toda mejora en una parte del grupo significa un empeoramiento en otra parte? P. Me parece que una mejora a nivel individual es como darle algo a ese individuo. F. ¿Y entonces? P. Pues que eso que le das a ese individuo por fuerza se lo quitas a otro. F. ¿Estás seguro de eso? P. Tu pregunta me hace dudar. Déjame pensar… No, ya no estoy tan seguro. Pensándolo bien, creo que lo que dije sólo valdría en la situación en la que no introducimos ni sacamos nada ni nadie del grupo. F. Te invito a que consideremos sólo ese caso. Luego podemos volver a los otros. P. En ese caso pienso que, si los bienes o los puestos o lo que sea permanece igual, no le puedes dar a alguien sin quitarle a alguien. F. Creo que estás haciendo un supuesto al hablar así que sería importante revisar. P. ¿Y cuál sería ese supuesto? F. Que los bienes de que hablas son pasivos. P. ¿Pasivos? F. Quiero decir: incapaces de generar otros bienes. P. Me intrigas. F. A ver, dime ¿por qué crees que, para usar un ejemplo anterior, se nos ocurriría darle a una persona un espacio más grande? P. Este ejemplo es muy bueno para justificar lo que dije antes: si el espacio es el mismo, si no ampliamos las instalaciones, entonces darle a una persona un espacio más grande implica quitarle espacio a otra u otras personas del grupo. 133

F. Estoy de acuerdo, pero trata de contestar mi pregunta. P. ¿Por qué le dimos un espacio más grande? Pues no sé, supongo que porque de esa manera trabajará mejor. F. Ahora imagina que la cantidad de espacio que le dimos a esa persona corresponde a la suma de muchas pequeñas cantidades de espacio que le quitamos a cada una de las demás, tan pequeñas que el trabajo y aún la comodidad de esas personas no se verá perjudicado. P. Lo imagino. F. Hablamos aquí de trabajo, es decir de producción de bienes. Si el espacio grande de la persona favorecida con más espacio le permite producir más bienes y no les impide a los demás producir lo que estaban produciendo antes, cada una en un espacio más reducido, entonces el número total de bienes que el grupo produce ha aumentado. P. Creo que tienes razón. Yo sólo pensaba en la redistribución de los bienes existentes, no en la producción de nuevos bienes. F. Y sin embargo, toda asociación pretende, me parece, crear nuevos bienes con los recursos existentes. P. Suena plausible. Y en ese caso, los cambios permitirían alcanzar una mayor eficiencia en el sentido que veníamos hablando. F. Correcto. P. En ese caso creo que tienes razón: tiene sentido hablar de situaciones mejorables, y por lo tanto el concepto de máximo de ofelimidad no es tan inútil como pensé al principio. F. Creo que te pasó lo mismo que le pasa a muchos que piensan por primera vez en cosas económicas: que conciben que hay un problema de distribución de bienes que es independiente del problema de producción. Esto es lo que está detrás de la idea, tan repetida por los socialistas, de que conviene que los ricos paguen más impuestos. P. A mí siempre me ha parecido una buena idea. F. Y probablemente por la misma razón que tenías antes. Una y otra vez se ha dicho que lo que un rico obtiene el aumento de su riqueza lo obtiene a costa de un pobre. P. Confieso que siempre he creído algo así como eso. Me encantaría que me mostraras si estoy en el error. F. Lo primero es darte cuenta de que esa idea depende de suponer una cantidad fija de bienes. Dada esa cantidad, la idea es que habría que repartirla. Se piensa entonces que cualquier distribución desigual es injusta. P. Me declaro otra vez culpable de pensar de esa manera. F. Vamos a tomar un ejemplo sacado de una etapa más primitiva de la humanidad. P. Adelante. F. ¿Tú has oído hablar de la época en que éramos recolectoras y cazadores? P. ¿Dices “recolectoras” porque eran mujeres las que recolectaban las frutas, raíces y nueces?

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F. Sí. Tal parece que esta primera división del trabajo se basaba sobre el sexo de los miembros del grupo. Otra vez habilidades diferentes daban lugar a ocupaciones diferentes. P. Más de alguna feminista se opondría a este razonamiento. F. Afortunadamente este es un embrollo que podemos dejar de lado por ahora. Veo en todo caso que te resulta conocida esa etapa de la humanidad. P. He leído sobre ella, sí. F. Según lo que yo también he leído, el grupo de hombres regresaba a casa con la pieza cazada colectivamente, y el de mujeres con la cesta de comestibles vegetales recolectada también al menos en parte de manera colegiada. La cuestión era entonces cómo repartir esos bienes. P. No creo que nadie sepa cómo se tomaba la decisión. F. Es cierto. Pero no creo que resulte demasiado aventurado suponer que debieron haberse instituido métodos de distribución cada vez más satisfactorios. Y sabemos que esos métodos están asociados frecuentemente con el nombre de “justicia”. P. ¿Cómo? F. Cuando Platón habla de “justicia” hace referencia a un concepto del sentido común y lo describe como “dar a cada uno lo que es suyo” o “lo que le toca”. Esta descripción tiene un sentido muy claro: la repartición primigenia de los bienes obtenidos en grupo. P. La disputa entre Agamemnón y Aquiles con la que comienza la Ilíada es justamente una disputa sobre la justicia en este sentido, aunque aquí el objeto en cuestión no es un animal cazado, sino una mujer raptada en situación de guerra. F. Y está claro que el asunto es un asunto de justicia. P. Como de justicia son todas o casi todas las disputas entre niños: qué le toca a cada uno. F. Ahora bien: sabemos por los antropólogos que los métodos son distintos en cada grupo. Entre los criterios más utilizados destacan tres: uno es dar a todos por igual, otro dar más a quien necesita más y menos a quien necesita menos, y un tercero es dar más a quien hizo más por obtener los bienes y menos a quien hizo menos. El primer criterio es el más fácil de realizar, mientras que los otros dos son algo más difíciles. P. Y sin embargo, los tres criterios parecen razonables, cada uno a su manera. F. Esta es una de las razones por las que el concepto de justicia es menos sólido de lo que pudiera parecer a primera vista. P. La existencia de tres criterios es, me imagino, la razón por la que antes apuntaste que debemos ser nominalistas con respecto a la justicia. F. Y no existen solamente tres; hay bastantes más, y mucho me engaño o se los inventa cada vez nuevos. P. ¿Por ejemplo? F. En muchas situaciones decimos que “la justicia es dar al que llega primero”. P. ¿Te refieres a las colas?

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F. Es un caso entre otros. Y el punto es que yo al menos no veo de qué manera se pudiera decir con razón que todo eso es manifestación de lo mismo, de una sola cosa llamada “justicia”. P. Luego ese término tan traído y llevado sería un mero nombre que oculta una gran diversidad de casos, situaciones y problemas. F. Así lo veo yo. Pero sigamos: si nos contentamos por lo pronto con los tres criterios de que hablábamos antes, es claro que la aplicación de cada uno de ellos tendrá probablemente consecuencias distintas. P. Consecuencias distintas… Me parece que estamos volviendo a terreno conocido. Habíamos hablado antes que la característica central del utilitarismo en su etapa de formación inicial era una cercanía con el modo de pensar económico, y con ello una preocupación constante por el examen de las consecuencias de nuestras decisiones y acciones. F. Muy bien observado y recordado, Pánfilo. P. Pero, ¿de qué consecuencias estás hablando en el caso de los cazadores y las recolectoras? F. ¿Estarás de acuerdo en que la situación de distribución está atada a la situación de obtención de los bienes a repartir? P. Claro: se trata de situaciones atadas unas a otras en una cadena que no termina. F. ¿Y te das cuenta de que la obtención de bienes la caza y la recolección es algo que debe ser organizado previamente a la distribución de esos bienes? P. Ciertamente. F. ¿Y admitirás que una manera u otra de distribuir los bienes a su vez tendrá un efecto en la organización de la obtención de ellos? P. No acierto a ver bien aquí, al menos no lo que me parece que tienes en mente. F. Tal vez tu juventud te impide ver esto. Pero una analogía podría ayudarnos. Me has dado a entender que eres un aficionado al fútbol… P. Y mucho. F. ¿No es una de las cosas que caracteriza este juego, al menos cuando la organización es algo más formal, la entrega de premios y reconocimientos? P. Correcto. F. ¿Cuál te parece ser la razón de eso? P. Supongo que estimular a los jugadores a jugar mejor para ser merecedores de esos premios y reconocimientos. F. A mí también me parece. Aplica eso ahora a la caza y recolección. P. Ahora veo lo que quieres decir. Si una persona se empeña más que las otras y logra más que las otras en la obtención de bienes, pero el criterio de justicia que preside a la repartición de ellos es tal que no se premia ni reconoce de manera alguna ese empeño y ese logro, entonces esa persona no se sentirá estimulada la siguiente vez que el grupo se lance a la caza o recolección. 136

F. Eso parece al menos algo muy probable, dada la naturaleza humana. P. De hecho, ese es justo el comienzo de la Ilíada: la ira de Aquiles, que lo lleva a salirse del grupo, en detrimento de todos. Y supongo que parejo razonamiento podría extenderse a toda actividad económica. F. Hasta las más complicadas. Así cuando los socialistas se empeñan en que los ricos paguen más impuestos, es decir en esencia: cuando se empeñan en que el Estado les quite a los ricos algunas de sus posesiones para darlas a otros ciudadanos, lo que resulta es que estamos en esa medida disminuyendo los estímulos que pueden tener los ricos para hacer el tipo de cosas que hacen. P. Parecemos inclinarnos por el segundo criterio de justicia, el de dar a las personas según sus necesidades. F. Así se ha defendido el procedimiento muchas veces, aunque en otras ocasiones se ha hecho referencia al primer criterio. P. Supongo que esto es lo que se llama “igualitarismo”. F. Que es uno de los componentes del socialismo. P. Pero la pregunta es si los ricos hacen cosas que son importantes no nada más para ellos, sino también para todos los demás miembros de la sociedad. F. Exactamente. Y si resulta que un examen cuidadoso de la cuestión nos muestra que los ricos son semejantes a los mejores cazadores y las mejoras recolectoras en la sociedad primitiva, por cuanto ellos contribuyen más que otros a la riqueza y bienestar de todos, entonces el obligarlos a pagar mayores impuestos podría estar muy lejos del máximo de ofelimidad. P. Y con ello estaríamos aplicando el tercer criterio de justicia: más a quién más aporta. ¿Y cómo se relaciona esto con el ejemplo que dabas antes de asignar un mayor espacio de trabajo a ciertas personas en el grupo? F. Resulta, mi querido Pánfilo, que algunas personas son más productivas que otras, o se vuelven más productivas cuando se les asignan mayores recursos. El miembro de ese grupo imaginario trabajaría mejor, es decir produciría más con más espacio a su disposición. Esto es algo que todos entendemos a nivel de grupos pequeños, en cuya organización estamos involucrados. P. Ciertamente yo lo entiendo en cosas futboleras. Darle a un portero guantes especiales es invertir en la victoria del equipo. Ponerlo, en cambio, a correr por todo el campo cuando su condición física no es comparable a la de un medio o un delantero es desperdiciar lo que el portero puede contribuir a esa victoria. F. Buen ejemplo, Pánfilo. Y con esto creo que debo retirarme por el día de hoy. Mi espalda me está matando de tanto estar sentada.

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Décimo Tercera Jornada PÁNFILO. ¡Qué bueno que llegas, Filopanta! Me urge decirte algo que se me ocurrió anoche. FILOPANTA. Te ves muy desvelado. P. Es que me desperté en la madrugada con una gran preocupación y de tanto darle vueltas no logré conciliar el sueño por varias horas. F. Me da mucha pena oír eso. No hay nada como pasar una buena noche. Te lo digo yo, que tengo una tendencia a padecer insomnios. P. No lo sabía. Lamento oír eso. F. No te preocupes; no es tu culpa. Pero dime qué fue eso que te quitó el sueño. P. Fíjate que di en pensar que ese concepto de Pareto es un concepto socialista. F. ¿Te refieres al máximo de ofelimidad? P. Sí, a eso mismo. F. Pues me da mucho gusto que se te haya ocurrido. Pero la cosa es algo complicada de entender. Pareto nunca fue socialista, aunque tenía muchos amigos socialistas. P. ¿Qué era entonces? F. Cuando concibe su idea de máximo de ofelimidad era un liberal convencido y hasta militante. P. ¿Dejó luego de serlo? F. Sí; en su madurez y en parte como resultado de ocuparse científicamente y no políticamente de las cuestiones económicas, concluyó que el liberalismo era tan utópico como el socialismo, y ambos igualmente lejanos del espíritu de la ciencia. P. Algo me dice tu tono que me hace pensar que no difieres demasiado de él. F. Eres perspicaz, mi joven amigo. Pero dejemos eso por ahora. El caso es que la preocupación teórica de Pareto era demostrar que el libre comercio era capaz de obtener los mayores beneficios para todos. Como tal vez sepas, ese era el argumento de los economistas clásicos. P. ¿La mano invisible de Adam Smith? F. En efecto, Adam Smith utiliza esa expresión tan memorable para sugerir que no podemos esperar mucho de la buena voluntad y el altruismo de los demás, pero en cambio, si se le permite a todo mundo que busque su propio beneficio, bajo condiciones de libre intercambio de bienes y servicios, todos lograremos mejores resultados. P. Quienes buscan su propio beneficio son conducidos, como por una mano invisible, a procurar el beneficio de los demás. F. Esa es la idea. Pero para evitar malentendidos, hay que recordar que el beneficio que buscan los individuos está marcado por la idea de intercambio. Hemos visto antes que cuando dos personas intercambian libremente bienes y servicios ambas se benefician... P. ... al menos en su percepción subjetiva.

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F. Que es todo lo que interesa al economista. Si tú quieres cacahuates, y yo te los ofrezco por una cantidad de dinero que tú encuentras razonable, al vendértelos te hago un beneficio sin que esté yo buscando sino el mío propio, ya que prefiero tu dinero a mis cacahuates. P. Y yo a mi vez te hago un beneficio sin que esté buscando tampoco otra cosa que mi interés, ya que yo, a diferencia de ti, prefiero tus cacahuates a mi dinero. F. Y en todo eso no importa si los cacahuates dañan a tu salud... P. Y supongo que tampoco importa si, inversamente, más te valdría a ti no tener el dinero que te ofrezco a cambio, porque anda a saber si le darás buen uso. F. Nos vamos entendiendo. El valor marginal asignado por cada uno de nosotros es subjetivo en el sentido de que un observador imaginario (digamos, un médico en el caso de los cacahuates, un sacerdote temeroso de los efectos de la avaricia en el caso del dinero) pudiera disentir y pensar que esas cosas que pretendemos obtener a resultas del intercambio no nos convienen ni a ti ni a mí. P. Ni placer ni utilidad en el sentido clásico, sino mera ofelimidad en el sentido de Pareto. F. Correctísimo. Pues resulta que Pareto andaba detrás de una demostración matemática de que el libre mercado, la libre competencia, la libertad económica, el dejar a las personas hacer y deshacer en cuestiones de oferta y demanda, era, como habían dicho Adam Smith y todos los economistas clásicos, el camino mejor para aumentar la riqueza de las naciones. P. ¿Y la logró? F. Hasta cierto punto, aunque con el tiempo los economistas se volvieron más rigurosos en sus exigencias y hoy en día hay consenso acerca de que la demostración completa y satisfactoria no se logró hasta los años 50 del siglo XX, o sea un buen medio siglo después de Pareto, si bien, claro está, sobre los cimientos que construyó Pareto. En todo caso, el punto aquí es que su demostración incluía un cierto comportamiento errático por parte de los productores... P. ¿Cómo errático? F. Sí. La visión completa de los economistas clásicos era que los empresarios andan buscando su propio beneficio y eso los lleva a inventar nuevos productos, nuevos métodos de producción, nuevas formas de organizarla, etc., todo con el fin de ofrecer mejores productos es decir, recordando el carácter subjetivo del valor que suponemos siempre en economía, productos mayormente deseados por los consumidores a un precio menor. P. Cuando lo logran, obtienen buenas ganancias. F. Pero apenas comienzan a contar sus ganancias cuando aparecen competidores que imitan sus métodos y aún los mejoran... P. ... nace una competencia feroz... F. ... de la que todos los consumidores nos beneficiamos, ya que los productos mejoran y los precios bajan. 139

P. ¡Es justo lo que hemos venido observando últimamente en toda la línea de productos electrónicos y de computación! F. Tú lo has dicho: los aparatos son cada vez más baratos y hacen cada vez más cosas. P. ¡Pero entonces es un sistema estupendo! F. Eso es lo que los economistas han venido diciendo desde siempre. P. Pero entonces, ¿por qué tiene tan mala prensa? F. Ahh, Pánfilo, esa es una gran pregunta; pero mucho me temo que la respuesta es difícil y probablemente controvertida. En todo caso, uno de los factores es una cierta popularidad que tienen las ideas socialistas. P. ¿Por ejemplo? F. Por ejemplo, y aparte de muchas otras consideraciones, resulta que ese vaivén que he mencionado que se produce por la competencia siempre les pareció algo horrible a los socialistas. P. ¿Y por qué, si es algo que nos conviene a todos? F. En último término yo creo que por un cierto ascetismo, una cierta austeridad, un cierto amor a la pobreza y la sencillez de vida. P. Eso está bien siempre y cuando no se lo quieran imponer a los demás... F. El caso es que los socialistas consideraron el modo de producción capitalista como un caso de producción anárquica, y causante de mucho desperdicio. P. Otra vez el motivo ascético. F. Eso creo yo también, aunque ahora aplicado a la producción y no al consumo. Y una y otra vez los socialistas alegaban que debería haber un modo de producción menos derrochador y más ordenado. P. Siguiendo sus lineamientos, supongo. F. Fíjate que en el momento en que los socialistas plantean esto lo que hacen es plantear un problema económico. P. ¿Cómo así? F. El problema se puede enunciar así: ¿es posible organizar la producción de tal manera que se evite la competencia feroz y el derroche de esfuerzo que ella supone, pero que obtenga los mismos o aún mejores resultados? P. Es cierto: ¿hay una alternativa a la producción capitalista? F. Y recuerda que ellos o al menos una buena parte de ellos, y sin duda la más efectiva políticamente no eran conservadores, es decir que no estaban proponiendo simplemente volver al antiguo régimen, a un modo de producción precapitalista... P. Querían más bien mejorar el capitalismo. F. Y es en ese contexto que Pareto propone imaginar un Ministro de Producción imaginario que en una sociedad socialista igualmente imaginaria tuviera en sus manos el poder de decisión para elegir lo que Pareto justamente llama el “máximo de ofelimidad para esa sociedad”. P. ¿Y Pareto hace los cálculos? 140

F. Digamos que enuncia el tipo de cálculos que se requerirían. Vinieron luego otros muchos economistas e intentaron desarrollar las ecuaciones de Pareto. Y sobre todo vinieron ministros de producción vivos y reales en todos los regímenes socialistas que se han inventado... P. Suena a historia apasionante. F. Apasionante, sin duda, pero también algo melancólica, por cuanto es la historia de un fracaso total y completo. Por una serie de razones en las que no tenemos tiempo de entrar aquí, resultó imposible llevar a cabo esos cálculos y por lo tanto resultó que el socialismo es irrealizable. P. Ojalá que algún día me cuentes esa historia. F. Ya veremos. Por lo pronto, creo que podrás ver ahora cómo es que Pareto, aún siendo un liberal, pudo formular un concepto socialista como es el máximo de ofelimidad. Su idea original era mostrar y demostrar que, aún suponiendo que fuera posible organizar la producción a la manera socialista, el mejor resultado al que se podría llegar era el mismo que el que se lograría con la libre competencia. P. ¿O sea que socialismo y liberalismo, a pesar de la enorme brecha ideológica entre ellos, llegarían al mismo punto? F. Al menos en lo que toca a las cuestiones económicas. De hecho, hoy día hablamos de los dos grandes teoremas de la llamada “economía del bienestar”… P. Cuando dices teoremas, entiendo que van acompañados de demostraciones en el sentido propio de la palabra. F. ¡Y que lo digas! No estamos hablando aquí de meras opiniones. La demostración del primer teorema concluye que bajo condiciones de libre competencia —y dada una serie de condiciones que los avances de la economía matemática permiten especificar con toda exactitud— se obtiene un máximo de ofelimidad. La demostración del segundo teorema concluye que, dado cualquier otro sistema que se inventase para alcanzar un máximo de ofelimidad, el libre mercado sería igualmente capaz de alcanzar ese máximo. P. ¿O sea que el libre mercado es capaz de alcanzar no sólo un máximo de ofelimidad sino todos los máximos alcanzables por cualquier método? F. Ni más ni menos. Y fue Pareto el primero que probó o al menos vislumbró esos teoremas. P. Ahora entiendo por qué los socialistas tuvieron la tentación de encontrar un cálculo que pudiese ser tan efectivo como el libre mercado. F. Sin embargo, recuerda que había una diferencia... P. ¿Cuál? F. Que ese ministro de producción debería decidir qué habría que producir y en qué cantidades para satisfacer los deseos de la población antes de que esa población los manifestara. P. Pero ese es el mismo cálculo que hace todo empresario. F. ¿Por qué dices eso? 141

P. Pues porque me parece que los empresarios proyectan la producción a futuro, y por tanto también tienen que adivinar lo que la gente va a querer comprar antes de que sus compras efectivas manifiesten si tiene razón o lo refuten. F. ¡Cuán cierto es todo lo que dices! Pero piensa que no hay un solo productor, sino muchos, y que sólo algunos de entre ellos tienen éxito, mientras que los demás se van a la bancarrota por no haber satisfecho las necesidades de los consumidores. Y esto es un buen lugar para recordar algo que a menudo se olvida. P. ¿Y qué sería eso? F. Muchos llaman al sistema de mercado un sistema basado en las ganancias de los empresarios. P. ¿Y no es así? F. Solamente si consideramos a los vencedores; la verdad es que es un sistema basado en las ganancias tanto como en las pérdidas. P. ¿Y son muchos los empresarios que pierden? F. La mayoría de las empresas quiebran antes de cumplir el primer año; y poquísimas sobreviven más de tres. P. ¡Qué enorme diferencia! Mientras en el sistema capitalista hay muchos empresarios, en el socialista hay un solo ministro de producción, y por más que se equivoque no hay mecanismo de competencia que lleve al ministro a la quiebra y lo haga retirarse de la jugada. F. Bien dicho. Mientras que acá unos productores hacen presión sobre los otros en un esfuerzo por obtener ganancias, y sólo quedan los que atinan con los deseos del público, allá tenemos que el Estado omnipotente no tiene presión alguna, al menos no de carácter económico. P. ¿Pero sí de carácter político? F. Eso sí; se establecen relaciones clientelares múltiples entre el Estado y ciertos miembros de la sociedad; y ciertamente también los políticos incluido el mismísimo Ministro de Producción tienen que satisfacer a sus clientes. Sólo que sus clientes no son los consumidores. P. Eso invita a pensar que podría haber una aplicación de la teoría económica a ese tipo de relaciones y los vaivenes propios al intento de satisfacer. F. Sí; hay aquí también una especie de oferta y demanda, y una especie de mercado paralelo al ordinario. Y la economía se ocupa, en efecto, también de estos fenómenos. Pero antes de hablar de esto tienes que considerar otra cosa. P. ¿Cuál? F. ¿Aceptarás que el Ministro de Producción es solamente una persona? P. Sin duda. F. ¿Quien, como todas las personas, tendrá su peculiar perspectiva y sus valores individuales? P. ¿De qué otra manera podría ser? 142

F. ¿Y aceptarás que, una vez que la colectividad que él preside ha alcanzado su máximo de ofelimidad, se le presenta un problema? P. ¿Cuál es ese problema? F. Que es probable que en muchas ocasiones ese máximo de ofelimidad no sea una cosa muy buena. P. ¿Quieres decir que sea mejorable? F. Mejorable, sí, aunque obviamente no en el sentido del máximo paretiano, ya que éste excluye mejoras que perjudiquen a un miembro del grupo. P. Creo que esos son los casos que yo tenía en mente antes, aunque no con cabeza clara. F. ¿Y cómo los definirías? P. Diciendo que, al intentar mejorar los bienes que hay en un grupo de personas, necesitas perjudicar a algunos. F. En el ejemplo que vimos antes podría ser éste el caso de quitarle un poquito de espacio a varios de los miembros de una organización a fin de proporcionar un espacio mucho más grande para su miembro más productivo. P. Eso sería un buen ejemplo, creo. F. ¿Tendríamos entonces un máximo distinto del máximo de ofelimidad? P. Tendríamos que postularlo. F. Y si quien decide esto es el Ministro de Producción, ¿diríamos entonces que sus ideas sobre lo que es bueno y malo presiden las decisiones que tome acerca de lo que conviene producir o dejar de producir? P. Así tendrá que ser. F. ¿Y lo mismo con respecto al consumo o la abstención? P. A cada decisión centralizada sobre la producción corresponde una sobre el consumo, en efecto. F. ¿Pero esas ideas y decisiones serán distintas de las de muchos, si no es que de todos, sus conciudadanos? P. Seguramente. F. ¿Luego no podrá ese Ministro menos de imponer sus gustos sobre la población? P. No podrá. F. ¿Y los hábitos de consumo y las preferencias deberán doblegarse a sus muy particulares gustos? P. Deberán. F. Pero en principio podemos imaginar que cualquier otro miembro de esa sociedad tome el lugar de máximo tomador de decisiones en ella que ahora ocupa el Ministro de Producción. P. ¿Quieres decir que podemos imaginar a todos y cada uno de los ciudadanos ser, por decirlo así, Ministro de Producción por un día?

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F. Exactamente. Y esa ficción no es del todo ficción por cuanto todos en principio tenemos ideas, unas más vagas que otras, pero al fin ideas, acerca de cómo deberían ser las cosas. P. Si representamos esas ideas como una jerarquía de prioridades, podemos entonces imaginar que la serie de ciudadanos es una serie de tales jerarquías. F. Y que cada una de esas jerarquías subyacería a una serie de decisiones posibles acerca de lo que deberíamos producir y consumir. P. Sí. F. Y a cada una correspondería un máximo. P. No veo cómo escapar de tamaña conclusión. F. Pues date cuenta de que esa diversidad no es otra que aquella de la que hemos venido hablando. P. ¿La diversidad de los valores, de las funciones, de los posiciones en la división del trabajo social? F. Ninguna otra, Pánfilo, sólo que ahora vista en toda su tremenda complejidad. Tenemos por un lado lo que Pareto llamó el “máximo de ofelimidad para una colectividad” definido en términos de la teoría económica pura. Pero este máximo encuentra límites en el momento en que se antoja necesario tomar decisiones duras, es decir que favorecen a unos miembros de la colectividad sobre otros. P. ¿Eso ya no pertenecería a la economía pura? F. Ya no. Estaríamos de lleno en el terreno del conflicto, de la rivalidad, de la lucha por lograr posiciones favorables. Con una palabra, estaríamos en el terreno de la política, incluyendo la ética, la moral, y más generalmente los valores en pugna. Por eso Pareto nos dice que este otro máximo que busca pertenece a la sociología... P. ¿Cómo que a la sociología? F. Cuando Pareto escribe, el nombre de “sociología” anda todavía buscando legitimidad: un tema preciso de estudio y un método para estudiarlo. Pareto recoge este nombre tan ambicioso y se lo da al estudio científico de las decisiones humanas que rebasan las consideraciones económicas. P. Pero tenía entendido que la economía se ocupaba de todas las decisiones... F. Eso fue lo que dije. Pero en tiempos de Pareto se veía el campo de la economía en términos más estrechos, y por eso parecía necesario postular que se requería otra ciencia, más amplia, de la que la economía sería una parte, si bien la más desarrollada. A esta ciencia más amplia la llamó Pareto “sociología general”. Pero otro día trataré de aclarar todo esto. Por ahora creo que basta que consideres lo que sigue. P. ¿Y qué es lo que sigue? F. Notarás que en la idea original de máximo de ofelimidad se supone que hay un encargado supremo, un hombre que define ese máximo. P. Me hago cargo.

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F. Ese hombre hay que imaginarlo no solamente omnipotente en sus decisiones, sino igualmente omnisapiente... P. La cosa suena teológica. F. Y no solamente teológica, sino directamente monoteísta. Pero continuemos. Ese encargado el Ministro de Producción en una colectividad organizada de manera socialista todo lo puede y todo lo sabe. Pero en la medida en que quiera establecer el máximo de ofelimidad todo lo que necesita saber es lo que la gente quiere. P. ¿Qué otra cosa si no? F. Pero cuando su meta es tomar esas decisiones duras y favorecer a unos sobre otros, o como dijiste tú: quitar a unos para dar a otros, entonces ese hombre requiere ahora saber no solamente lo que todo mundo desea, sino algo mucho más importante aún. P. ¿Y qué sería eso? F. Tiene que saber también lo que todo mundo necesita y lo que le conviene a cada uno. P. Mira nada más. Aquí me parece resonar eso que dijiste antes acerca de que los socialistas quieren cambiar al ser humano, para que sólo quiera lo que debe querer. F. Veo que te fijas muy bien en lo que vamos platicando. P. Es que es fascinante. En todo caso, sabe mucho ese hombre de que me hablas. F. Más de lo que hombre ninguno jamás sabrá ni podrá saber. Y es que no es un hombre de carne y hueso, sino una ficción que permite entender ciertas cosas. Cuando Lenin y los bolcheviques se tomaron la cosa en serio y quisieron implementar la ficción, se les vino el teatro abajo. P. Habrá sido muy doloroso. F. Al menos tan doloroso como la historia de la torre de Babel, y quizá no muy diferente. P. Pero dime, Filopanta, si el Ministro sabe todo eso que has dicho, entonces no andará buscando la mera ofelimidad, o sea nada más las cosas que las personas de hecho desean, sino que querrá establecer la utilidad, es decir todo lo que las personas deberían desear por su propio bien. F. Finamente observado, mi buen Pánfilo, y por eso es que Pareto habla en este contexto no del “máximo de ofelimidad” sino del “máximo de utilidad” para una colectividad... P. ¿Por qué utilidad? F. ¿Te queda claro que la colectividad no es un individuo? P. Me queda claro. F. ¿Y la ofelimidad no es otra cosa que el valor en tanto que aparece subjetivamente a un individuo? P. Mmm, ya veo, el colectivo no tiene una mente ni un juicio para valorar algo. F. Por ello, las decisiones que toman los individuos en lugar de la comunidad... P. Por ejemplo, las que toma el Ministro de Producción... 145

F. las toma siguiendo un supuesto criterio de utilidad social. P. Es aquí, supongo, donde comienzan los discursos sobre el interés público, el bien de la sociedad, la voluntad general, la justicia social,... F. Tú lo has dicho, Pánfilo, así es como se habla aquí, así se razona, así se argumenta, así se persuade, así se impone, así se dicta, según la modalidad de gobierno que se tenga. P. ¿Y si suponemos que no hay tal Ministro de Producción? F. Ciertamente es muy fácil suponerlo, ya que no hay tal Ministro y nunca lo hubo, excepto como una ficción inventada para entender las cosas. P. Entonces significa esto que lo que hay es un número enorme de propuestas sobre los máximos de utilidad que habría que lograr. F. En principio tan gran número cuanto sea grande el número de miembros de la sociedad o grupo en cuestión. P. Así es, porque cada cabeza alberga dentro de sí prioridades distintas y decisiones distintas acerca de a quién habría que quitarle para darle a quién. F. ¿Y te puedes imaginar en principio que cada cual sabe a quién no habría que quitarle? P. Lo imagino perfectamente: de cualquier manera habría que evitar que uno mismo y los amigos de uno sufrieran menoscabo en sus bienes o insatisfacción de sus deseos. F. Otra vez Agamemnón y Aquiles, pero también Casandra y Helena. P. Pues me parece que ese famoso máximo de utilidad es sumamente problemático. F. Te parece bien, pues es en torno de él que surgen todas las disputas en el terreno político, lo cual incluye no pocas veces el ético y el moral. Pero mira que es aquí donde las cosas se ponen realmente sutiles. P. ¿Cómo? ¿La cosa se complica aún más? F. ¿Recuerdas que dijimos antes que no podemos considerar a la comunidad como una persona que tiene deseos? P. Sí; eso dijimos. Y por eso no podemos hablar de un solo máximo de ofelimidad. F. Y sin embargo podemos imaginar que la comunidad es una unidad que tiene atributos. P. ¿De qué atributos estás hablando ahora? F. ¿Has oído hablar del Producto Interno Bruto o de la Tasa de Natalidad o de las Expectativas de Vida? P. Claro que he oído hablar de todo eso. F. Piensa que todas ellas son medidas estadísticas que se refieren al grupo. P. ¿Y eso qué tiene que ver con nuestro tema? F. Imagina que en la lucha política se decida que una de estas medidas constituye el criterio de bienestar de la comunidad, digamos el bien público a alcanzar. P. Sí, es cierto; a lo que entiendo, no sólo se puede imaginar, sino que de hecho ocurre con frecuencia.

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F. Pues bien, en el momento en que ese criterio ha sido elegido, podemos decir que la disputa ha terminado: hay acuerdo en que se trata de maximizar esa medida. P. ¿Quieres decir aumentar la producción o la población o el promedio de vida? F. Exactamente eso quiero decir. Y en ese caso tenemos un tipo de máximo. P. De acuerdo. F. Llamémoslo un “máximo comunitario”, por cuanto está definido por una propiedad de la comunidad entera, y no solamente de una de sus partes. Ahora piensa un máximo comunitario en este sentido es algo muy distinto a la serie de prioridades que supusimos que hay en la cabeza de todo ciudadano, del más poderoso al más humilde. P. ¿Por qué dices eso? F. Tomemos un caso sencillo. Imagina otra vez el grupo de amigos que está tratando de organizar un equipo de fútbol. P. Lo imagino. F. Vamos a suponer que todo mundo tiene ganas de ser delantero, porque es más divertido tratar de anotar un gol... P. Creo que conozco bastante bien el tipo de problemas organizativos al que te refieres. F. ... pero no todos pueden ser delanteros. P. Imposible. F. Ahora imagina que tú los convences de que el objetivo al que hay que aspirar es de todos. P. ¿Te refieres a convencerlos de que de que ganar el juego es lo que importa? F. Sí, o aún más: ser el campeón del torneo, ser el equipo que gana más juegos. P. Creo que comienzo a vislumbrar lo que quieres decir: estos dos objetivos que se plantean, el de ser centro delantero y el de tener un equipo campeón, son de dos tipos distintos. F. ¿Cómo describirías la diferencia? P. Diría que el primer fin es puramente individual, incluso demasiado individual, mientras que el segundo es ya en realidad un fin colectivo. F. El primer tipo es, en efecto, individual, al menos en el ejemplo que discutimos, pero podríamos imaginar otro que no lo fuera en estricto sentido. P. ¿Sí? F. Imagina que dos o tres de tus amigos son hermanos o amigos muy cercanos y les encanta jugar juntos. P. Ahh, claro, ya veo lo que tienes en mente. Ellos plantearían el objetivo de jugar juntos, por ejemplo, como delanteros... F. Sí, o como defensas, o como medios, no importa, el caso es que quieren estar juntos en el juego. P. Este sería el interés de un subgrupo del colectivo principal, y aunque no es individual se seguiría distinguiendo del fin realmente colectivo que es distribuir las posiciones de tal manera que se consiga el máximo rendimiento futbolero posible. 147

F. Me has entendido perfectamente. Pareto insiste en que hay que distinguir estos dos tipos de máximo en el caso de un grupo, y que es por esta diferencia que nacen los conflictos y las luchas sociológicamente más interesantes. P. Me puedo imaginar que quienes plantean el fin de ser campeones podrán defender su postura alegando que están tratando de obtener algo bueno para todos, cosa que será muy difícil retóricamente para los hermanos. F. ¡Correctísimo! Los hermanos no podrán defender su caso con la retórica del bien común, ya que es claro, para ellos y para todos, que están defendiendo un interés sectorial. P. Pero, por otra parte, y puestos a ser suspicaces, podría ocurrir que los que defienden el objetivo de alcanzar el campeonato resulten ser justamente los que, si se adoptase ese fin, quedarían como delanteros, o más generalmente jugarían en las posiciones que desean ocupar. F. Ah, Pánfilo, cuán hondos son los abismos del corazón humano... P. O volviendo a un ejemplo anterior, al defender Casandra la ciencia, la investigación y la verdad, de pasada viene a defender el gremio al que pertenece, pero alegando que esos valores benefician a todos. F. ¿Y qué pasa con Helena? P. Otro tanto: su defensa es que la buena administración de los recursos y el mantenimiento de buenas relaciones con los poderes externos beneficia a la comunidad y no solamente a su puesto, si bien es cierto que de pasada obtiene no pocas ventajas. F. Comparados con ellos, Agamemnón y Aquiles parecen un prodigio de honestidad, ¿no te parece? P. Comienzo a pensar que este máximo de utilidad, susceptible de ser defendido como máximo para todos o para la colectividad entera, encierra unos recovecos muy interesantes. F. ¿Y que te parece ser el otro máximo? P. El otro parece a primera vista más honesto, por cuanto parece decir simplemente que el máximo de utilidad en la comunidad no puede pasar por encima de sus intereses. F. ¿Más honesto? P. O más cínico, en el sentido vulgar de la palabra. Quiero decir que el máximo que hemos llamado “comunitario” parece más asociado a lo que tú llamas “conflictos de valores”, mientras que este otro máximo “sectorial” parece propio de los “conflictos de intereses”. F. Veo que frunces el ceño. P. Es que tal parecería que hay dos aspectos en todo este negocio. Por un lado está la retórica: alguien puede defender intereses sectoriales, gremiales, de grupo, bajo pretexto de estar beneficiando a la comunidad entera. Inventa un criterio objetivo, por ejemplo un criterio de eficiencia o de productividad, y lo defiende como tal, si bien curiosamente la satisfacción de ese criterio lo viene a beneficiar. Se presenta, pues, la cosa como un máximo “comunitario”, pero por debajo de la mesa lo que persigue es en realidad un máximo orientado a favorecerlo a él o a su grupo. 148

F. ¿Y por otro lado? P. Por otro lado está, digamos, la ciencia. Resulta que si el criterio inventado para montar la defensa es verdaderamente objetivo, eso significa que nadie puede negarlo. Me pregunto si eso es generalizable. F. ¿Qué quieres decir? P. Si en principio podría ocurrir que, dado un criterio cualquiera de utilidad, por más sectorial que fuese, se pudiese siempre demostrar objetivamente, científicamente, que las decisiones que favorecen los intereses del sector corresponden a una medida estadística del grupo. F. Ese sería un teorema muy bello, si se pudiese demostrar. Pero faltaría el problema práctico de encontrar tal criterio cuando lo necesitas. Te dejo con esa pregunta, porque me urge arreglar un asunto y apenas alcanzo a llegar.

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Décimo Cuarta Jornada PÁNFILO. Cuando te fuiste ayer, no estaba seguro de entender bien el sentido de la pregunta con la que te despediste, pero creo que he encontrado un ejemplo muy bueno que ilustra el problema. FILOPANTA. Adelante. P. Varios profesores que conozco van por los pasillos quejándose amargamente de las nuevas políticas educativas que les imponen la necesidad de contabilizar sus actividades de docencia e investigación si es que quieren beneficiarse de sobresueldos, bonificaciones y otros apoyos financieros. F. Sé a qué te refieres. Se trata de una tendencia en todos los países. Los sistemas educativos se han extendido tanto y hay tantas personas que participan en él, que los gobiernos no se dan abasto y han iniciado programas tendientes a un mayor control de los recursos del erario. P. Pues bien: me parece que todas las propuestas de contabilización no son sino intentos de fijar criterios objetivos que permitan la obtención de un máximo comunitario de utilidad... F. Excelente aplicación de lo que hemos venido platicando. En efecto, todas esas medidas recientemente introducidas, tales como el número de publicaciones o de presentaciones en congresos, la eficiencia terminal de los programas de posgrado, la tasa de artículos que una revista rechaza o el tiempo promedio en que se alcanza un dictamen, el porcentaje de apoyos obtenidos de una fuente distinta de financiamiento, etc., etc., son otros tantos criterios objetivos que permiten la maximización. P. De hecho, todos los gobiernos presentan periódicamente estadísticas que pretenden mostrar que las cosas van bien. F. Supongo que te refieres a la tasa de desempleo, al número de nuevas escuelas construidas, la balanza de pagos o las fluctuaciones en las tasas de interés. P. Exactamente. Vivimos en medio de un frenesí de cifras que pretenden indicar que algo se está mejorando, que vamos por el buen camino, que el bien público es el objetivo de todas las decisiones. F. Pero volvamos a tu ejemplo inicial. Creo que querías añadir algo. P. El caso es que los profesores e investigadores están muy molestos con estas presiones externas y consideran que todo eso es totalmente inapropiado, que se está privilegiando la cantidad por encima de la calidad, y que en fin de cuentas el efecto es un deterioro general del trabajo académico. F. Otra vez el espíritu de Casandra. Lo malo es que ese término de “calidad” es más bien vago. P. Exactamente. Y eso los pone notablemente en desventaja frente a los burócratas. Si mi conjetura es correcta, en principio sería posible que los académicos inventasen criterios 150

igualmente objetivos que los que impone el gobierno a fin de otorgar recursos. Pero no veo que nadie esté buscando esos criterios ni tratando de contraponerlos a los de la burocracia. F. De hecho, en la medida en que los académicos se empeñen en hablar de “calidad” en lugar de “cantidad”, nunca van a tener la perspectiva correcta para proponer un máximo de utilidad. P. Al menos no un máximo de utilidad del tipo comunitario que vemos en las medidas estadísticas con que trabaja el Estado. Y si resulta que la calidad es algo que sólo ellos, los académicos mismos, pueden juzgar y nadie más debe entrometerse en esos juicios cualitativos, los observadores externos el público en general pensarán fácilmente que sus protestas no son otra cosa que la defensa de intereses de carácter puramente gremial. F. ¿Y tú qué piensas? P. Creo que los académicos, o al menos algunos de ellos, tienen algo de razón en lo que dicen, pero también creo que no se puede culpar a quien piense que se trata solamente del intento de proteger sus intereses. En suma: están atrapados. F. Están atrapados, en efecto. Se trata de una trampa que fue analizada y diagnosticada muy bien por Max Weber. P. ¿Cómo? F. No sé si en tus clases se haya mencionado alguna vez la Asociación para la Política Social que reunía a prácticamente todos los investigadores en ciencias sociales de la Alemania de fines del siglo XIX y comienzos del XX. P. Nunca. F. Se trata de una de las asociaciones más famosas en la historia de las ciencias sociales. Fue fundada con el propósito expreso de que los académicos ejercieran influencia sobre los asuntos públicos y en particular sobre las políticas sociales y económicas de la nueva nación alemana fundada por Bismarck. Cuando llegó Hitler al poder, trató de moldearla para sus fines, y aunque no faltaron voluntarios, la cosa fracasó y la organización se disolvió en 1936, aunque se volvió a fundar después de la guerra, en 1948, y continúa existiendo. P. ¿Y a ella perteneció Weber en vida? F. Puede decirse que fue uno de sus miembros más destacados y sobre todo: más controvertidos y polémicos. La historia que quiero contarte aquí ocurrió en Viena en 1909 con ocasión de la reunión anual de esa asociación. Weber tenía 45 años, unos pocos menos de los que tengo yo, y el tema de discusión era la productividad de la agricultura alemana. P. ¿Algo así como la eficiencia de la que hablábamos antes? F. Exactamente. El desarrollo de la agricultura alemana había llegado al punto en que la pequeña propiedad era un obstáculo a la productividad o a la eficiencia, es decir al máximo de grano producible mediante el uso de un mínimo de recursos, sobre todo de recursos humanos. Y lo que Weber denunció en aquella ocasión fue justamente que se daba demasiado fácilmente por sentado que ese máximo de utilidad era el único posible, y con ello se ocultaba que ciertos sectores de la población, en particular los pequeños propietarios, eran perjudicados en sus intereses. 151

P. Supongo que si la gente daba eso por sentado era porque les parecía clarísimo que tales intereses eran sectoriales, mientras que el máximo de utilidad medido por la productividad era una cifra objetiva que valía para la agricultura nacional. F. Perfectamente correcto. Y para contrarrestar ese efecto retórico, Max Weber propone al menos una medida contrapuesta: el máximo de población por unidad territorial. Y trata de mostrar que ese máximo es incompatible con el máximo de grano producible. P. Un máximo contra otro. Esto es justamente lo que nuestros académicos necesitarían inventar: medidas contrapuestas a las que propone la burocracia oficial. F. Y mientras no vean esto con la claridad con la que lo vió Weber, sus quejas y objeciones no encontrarán ningún eco. P. ¿Y a Weber cómo le fue? F. Se desató una intensa controversia al interior de la Asociación que duró muchos años y culminó muchos años después en la famosa disputa en torno a los juicios de valor de 1913. P. ¿Es ahí donde Max Weber presenta su famosa tesis acerca de la neutralidad axiológica de las ciencias sociales? F. Veo que tienes bien aprendida la lección. La tesis de Weber es el corazón de aquella famosa disputa, si bien sus ideas sobre el asunto se remontan a muchos años atrás... P. ¿No son entonces ni de 1913 ni de 1909? F. Son bastante anteriores, sólo que no habían adquirido la virulencia que adquirieron con ocasión de la controversia que inicia en 1909. Por cierto, eso es bastante frecuente en la historia de las ideas. P. ¿Qué es frecuente? F. Que un pensador piense algo que es realmente incompatible con muchas doctrinas prevalentes en su época, pero que nadie las considere despacio, las tome suficientemente en serio o cale sus consecuencias, hasta que ocurre un evento externo que las pone en el centro de atención de todos. P. ¿Algún otro ejemplo? F. Aunque es imposible probarlo, sospecho que eso debió haber pasado con Aristóteles. P. ¿Cómo así? F. Sabes perfectamente (lo dicen todos los manuales) que Aristóteles tiene una doctrina en muchos puntos, si no es que en casi todos, opuesta a la de su maestro Platón. P. Tanto sus respectivas visiones de la ética como de la política, de la epistemología como de la metafísica, de la poética como de la retórica, de las matemáticas como de las ciencias de la naturaleza, son muy distintas. F. De hecho, hay quien ha dicho que la historia de las ciencias modernas representa una continuación de la disputa, aparentemente interminable, entre una visión aristotélica y una platónica. P. ¿Y tú sospechas que esas diferencias no aparecieron tardíamente?

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F. Así es. Creo que estaban ya desde el principio, y obedecían a talentos y temperamentos distintos, sólo que, debido a la juventud de Aristóteles y al enorme prestigio de Platón, tardaron tiempo en que se captara su magnitud o, como dije antes, en que se volvieran virulentas. En el caso de Weber y sus colegas, en cambio, esto es perfectamente documentable. Weber siempre pensó que las ciencias sociales deberían estar libres de todo juicio de valor, deberían ser, para usar la pomposa expresión que usaste antes, axiológicamente neutrales. P. ¿Y cómo explicitarías tú esta tesis al hilo de lo que venimos hablando? F. Volvamos al caso de las medidas de evaluación que los ministerios de educación, ciencia y cultura han venido introduciendo en todos los países: eficiencia terminal, número de publicaciones, etc. No hay ninguna duda, creo, de que se trata de medidas objetivas. P. No la hay. F. Pero detrás de ellas, habría dicho Max Weber, se esconden juicios de valor. P. No toca a las ciencias sociales criticar estos juicios de valor. F. No les toca. Lo que sí les toca son tres tareas. En primer lugar, establecer cuál es el contenido de esos juicios de valor y cómo están conectados lógicamente unos con otros. P. ¿Una especie de análisis lógico? F. Que es, como bien sabes, una de las misiones del pensamiento científico. Algunos de los más grandes descubrimientos en física vienen de ese tipo de análisis lógico. P. ¿Por ejemplo? F. La teoría de la relatividad de Einstein descansa toda ella en un análisis lógico del concepto de simultaneidad. Gracias a ese análisis pudo Einstein mostrar la centralidad de la velocidad de la luz respecto a la idea galileana del movimiento relativo. Pero continúo: en segundo lugar, toca a la ciencia establecer cuáles son los medios para alcanzar los fines que van asociados a aquellos valores. P. La ciencia como instrumento, como tecnología,... F. La ciencia el saber fundado nunca es tecnología, mi querido Pánfilo, pero la historia ha demostrado que puede unirse con ella y contribuir a su desarrollo de una manera formidable. Pero sigo y termino: en tercero y último lugar, toca a la ciencia establecer cuáles son las consecuencias, deseables e indeseables, los efectos directos e indirectos, primarios y secundarios, visibles e invisibles, de las acciones por cuyo medio queremos realizar nuestros valores. P. ¿Por ejemplo? F. Que al favorecer la máxima productividad del suelo, ciertamente logramos producir más grano que antes y gastar menos recursos (efecto directo), pero también disminuimos la población rural, desplazamos a los campesinos y pequeños propietarios de sus tierras, y puede decirse que destruimos un modo de vida (efecto indirecto). Esta última parte no aparece en la medida de productividad del suelo, está ocultada por el máximo de utilidad comunitario que se eligió.

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P. De la misma manera la elección de una medida como el número de publicaciones tiene efectos secundarios. F. Todos los investigadores saben de primera mano cuáles son esos efectos secundarios. La cosa sería identificarlos, describirlos y sobre todo medirlos. No basta que hablemos vagamente de deterioro de esa famosa “calidad”. P. Pues a mí me parece que esta tríada de tareas de la ciencia que acabas de presentar es de todo punto excelente. F. Todo eso está en Weber, y es lo que sustenta su tesis de la neutralidad axiológica de la ciencia. La ciencia debe evitar formular juicios de valor o criticar juicios de valor. Lo que le toca es cumplir con los tres cometidos indicados antes a fin de que, a partir de ellos y con base en ellos, la comunidad inicie su discusión y se tomen las decisiones pertinentes. P. Esa discusión y esas decisiones no serán científicas. F. Nunca, Pánfilo, y sin embargo se podrá perfectamente usar la ciencia para saber lo que se está haciendo o se pretende hacer, y también para prever lo que probablemente ocurrirá si se hace una cosa o la otra; por decirlo en una sola frase: para actuar con los ojos abiertos. P. Esa discusión y ese proceso de toma de decisiones serían lo que Weber en otro lugar llama “las luchas de los dioses”. F. Espléndido que recuerdes esa frase. Weber es el único autor que yo conozco que se atreve a usar el discurso religioso para hablar de estas cosas. Pero noto que vuelves a fruncir el ceño. P. Es que toda esta última plática, y en particular tu descripción de los cometidos de la ciencia me han recordado vivamente el concepto de racionalidad de fines. F. Explícate. P. Hasta donde yo recuerdo, Weber definió la racionalidad de fines o racionalidad instrumental,... F. A ver, a ver, vamos por partes. Aquí hay dos problemas. El primero es que lo que Weber define no son tipos de racionalidad, sino tipos de acción. Hay acciones determinadas por un cierto uso individual de la razón, aquel que ascociamos a fines y medios, y Weber quiere distinguir esas acciones de otros tipos. P. Pero supongo que eso no impide que hablemos de racionalidad de fines. F. No, no lo impide. Es perfectamente legítimo hacerlo, siempre y cuando no olvidemos el contexto y sentido de la frase. Decir “racionalidad de fines” es una abreviatura, que supone siempre que estamos hablando de la racionalidad de una acción. P. Entiendo. Pero dijiste que había otro problema. F. El otro problema es que a menudo se traduce la frase alemana como “racionalidad instrumental”, como tú lo acabas de hacer, y esa traducción no es correcta. P. ¿La frase alemana que usa Weber no se puede traducir por “racionalidad instrumental”? F. No. Para ver por qué, basta con recordar la definición que da Weber. 154

P. Si recuerdo bien, la definió como aquella racionalidad donde se eligen... F. ... aquella racionalidad de una acción... P. Me corrijo: la racionalidad de fines es aquella racionalidad de una acción donde se trata de elegir los medios apropiados para alcanzar los fines propuestos, tomando en cuenta las consecuencias de poner en obra esos medios. F. Tienes muy buena memoria. Si ahora aplicas también el entendimiento verás que el adjetivo “instrumental” podría acaso corresponder a la idea de elección apropiada de medios, pero no hay nada en ese adjetivo que corresponda a la idea de un cálculo de las consecuencias de nuestras acciones. P. Es cierto; ese concepto es muy distinto del de instrumentalidad. F. Y sin embargo, es probablemente la parte más importante de la definición. P. ¿Por qué dices eso? F. Porque es tal característica la que precisamente distingue ese tipo de acción de otro tipo... P. ¿Las acciones determinadas por la racionalidad de valores? F. Eso mismo. P. Creo que apenas estoy comenzando a entender la oposición de Weber. F. Pues considera antes bien que no se trata de una oposición. P. ¿Cómo que no? F. Dime tú: ¿qué es una oposición? P. Si dos conceptos son tales que no se pueden aplicar a la misma cosa, yo diría que son opuestos. F. De acuerdo. Y eso no es el caso aquí. P. ¿Quieres decir entonces que hay acciones de las que puede decirse que están determinadas por la racionalidad de fines y también por la racionalidad de valores? F. Diría aún más: todas las acciones que están racionalmente determinadas tienen que ver tanto con fines como con valores. P. Esto sí que es bueno: casi lo contrario que suele decirse. F. Pero aquí es donde aparece la sutileza: para expresarlo convenientemente en español, voy a imitar a un excelente sociólogo francés, quien recurre al griego para mejor traducir el alemán. P. Te escucho. F. Digamos, pues, que Weber distingue entre “acciones determinadas teleológicamente” (en alemán zweckrational) y “acciones determinadas axiológicamente” (wertrational). P. Muy bien. F. Podemos decir entonces que todas las acciones determinadas teleológicamente están necesariamente determinadas axiológicamente, pero no todas las acciones determinadadas axiológicamente están también determinadas teleológicamente. P. Muchas no lo estarían. 155

F. Muchas, joven amigo, muchísimas. Ese es justamente el sentido de la distinción weberiana. P. ¿O sea que el concepto de racionalidad de valores es parte del concepto de racionalidad de fines? F. Así es. O dicho de otra manera: la racionalidad de fines es una especie muy particular de la racionalidad de valores, a saber aquella en que, al actuar, miramos con mucho cuidado cuáles son los medios apropiados para alcanzar nuestros fines o realizar nuestros valores, y sobre todo miramos con mucho cuidado cuáles son las consecuencias de las acciones que emprendemos para ello. P. Estoy muy sorprendido. F. ¿Por qué? P. Por tener tanto tiempo sin haber visto algo que ahora se antoja elemental. F. No es del todo tu culpa. Como muchas otras personas, te has dejado llevar por el espejismo de las palabras: distinguiendo Weber entre determinación teleológica y axiológica, te parecía que estaba él distinguiendo entre fines y valores. Pero, si bien es cierto que esos términos no son sinónimos, también es cierto que no puede ir uno sin el otro. O si no, dime: ¿puede una persona actuar guiado por valores sin justamente por ello perseguir fines, a saber aquellos fines que corresponden a sus valores? P. ¿Cómo podría? F. ¿Y al revés, puede una persona en su actuar perseguir fines sin al mismo tiempo ser guiado por valores, a saber aquellos que corresponden a sus fines? P. No; no puede. Ahora veo mi error. F. Y el de muchos otros. El asunto que le interesa a Weber recalcar es el hecho de que muchas veces actuamos tratando de realizar nuestros valores, y en esa medida persiguiendo los fines congruentes a ellos, pero no nos fijamos suficientemente en los medios apropiados para tales fines, y mucho menos nos fijamos en que las acciones emprendidas no solamente podrían ser contrarias a dichos fines, sino producir incluso muchas consecuencias que no hemos previsto y que lamentaríamos mucho si se produjesen. P. Esta es la racionalidad de valores. F. Exactamente. ¿Conoces el adagio romano fiat iustitia pereat mundus? P. Creo que sí: “hágase justicia aunque el mundo se venga abajo”. Es una frase terrible. F. Y muchos de los que operan con la racionalidad de valores parecen decir eso. ¿Recuerdas la historia de Michael Kohlhaas? P. Nunca he leído el cuento, pero vi la película. ¡Imaginar que un hombre puede llevar a la destrucción a su familia, su hacienda y aún su propia vida con tal de que le restituyan un caballo! F. Fiat iustitia pereat mundus. Nunca se aplicó mejor la frase romana. Y no debes olvidar a cuántos hombres arrastró a la perdición Kohlhaas consigo. No te quiero ocultar que, cuando leí el cuento de Kleist he de haber tenido más o menos tu edad la emoción de esa búsqueda de justicia desmedida y destructora me embargó, y hubo momentos en que 156

mi corazón estaba del lado de Kohlhaas. No cabe duda de que Kleist fue un gran artista. Esta emoción que me embargó a mí como lector, fue probablemente similar a la que arrastró a los seguidores del Kohlhaas imaginario y de los muchos Kohlhaas reales que ha habido en la historia de la humanidad. Un día hablaremos de todas las maneras como la sed de justicia ha incendiado y arrasado el mundo... P. Se me pone la piel de gallina. F. No es para menos, Pánfilo. Estamos hablando de cosas muy hondas del corazón humano. Los romanos también decían summum ius summa iniuria, que es tanto como decir que la aplicación al máximo de las leyes las quebranta también al máximo. P. Esto me recuerda algo que dijimos antes. F. Te ves ensoñado. ¿Qué es eso que recuerdas? P. Aquella frase de que “hay cosas que no tienen precio”. F. Y muy bien te la recuerda lo que ahora hablamos; porque decir que algo no tiene precio para mí es decir que lo voy a intentar obtener, defender o preservar cueste lo que cueste. P. Como Kohlhaas. F. Esto y no otra cosa tenía en mente Weber cuando pretendía que contrastásemos con la racionalidad de fines esa otra racionalidad, llamada de valores, la cual —a diferencia de la de fines— no está acompañada y moderada por la consideración de efectos y consecuencias. De hecho, este contraste es el que subyace a otra famosa distinción weberiana. P. ¿Cuál es ella? F. La distinción entre la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad. P. Me parece haber leído algo sobre eso, pero confieso no haber acertado a entender bien de que se trata. F. No es fácil entender eso para un joven, que es todo convicciones, pero que no ha tenido tiempo de formar su sentido de responsabilidad. Es probablemente un efecto de nuestra educación: insistimos tanto en principios, ideales y valores, hablamos tanto de las causas nobles, que los jóvenes se encienden con esos discursos y se vuelven intransigentes. P. Habíamos ya comenzado a hablar de estas cosas en una conversación anterior, cuando comentabas la rebeldía de la juventud y la manera como tendemos a acusar a los adultos de hipocresía o de cobardía a la hora de defender sus ideales. F. Y nada de eso está mal en sí mismo, pero en cierta manera representa una visión distorsionada de las cosas. El joven tiene anhelo de perfección, mientras que el viejo ha terminado por admitir que el mundo es y siempre ha sido y siempre será imperfecto. Cuando la economía insiste en que toda decisión que tomemos tiene un costo, y que no todas las consecuencias de la acción que se ha decidido son positivas, lo que hace es remarcar esas imperfecciones. P. Me parece percibir que en cierto modo la racionalidad de fines y la ética de la responsabilidad van de la mano con la perspectiva económica...

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F. Es una conclusión muy atinada, mi joven amigo. Las convicciones son muy hermosas, y nada exalta tanto nuestros corazones como la fe viva de nuestros ideales; y sin embargo, es muy fácil lanzarse a la acción sin medir las consecuencias ni analizar los efectos. P. ¿Es eso lo que tenía en mente Weber cuando se enfrentó a sus colegas de la Asociación para la Política Social? F. Exactamente. Primero, debes tener claro que esa Asociación era más que un puñado de académicos que pretendían persuadir al Estado de intervenir de una manera u otra en la economía de la Alemania de principios del siglo XX. Hablaban entonces con mucha facilidad de lo que le convenía al país, del bienestar público, del interés general... P. Como lo siguen haciendo hasta ahora. F. Tú lo has dicho. Y lo que Weber les venía a decir es: “Tengan responsabilidad. Sopesen los efectos de las acciones propuestas. Hagan un cálculo de las consecuencias que ocurrirían suponiendo que el Estado les hiciera caso.” P. En el caso concreto que discutían entonces, les decía que si se procuraba aumentar la productividad (máximo número de productos por unidad de tierra), se afectaba la población (máximo número de habitantes por unidad de tierra). F. Esa era, en efecto, una de las consecuencias indirectas y previsibles, aunque tal vez no deseadas, de las propuestas de los académicos. Y para Weber, que era un nacionalista,... P. ¿Cómo? F. ¡Y vaya que lo era! Todo su pensamiento gira en torno a la grandeza de Alemania, al lugar que debe ocupar entre las naciones poderosas, y por tanto a las guerras futuras que hay que preparar, y de allí a la necesidad de tener un máximo de población, ya que la guerra se hace con soldados que van al frente y con obreros que se quedan en casa fabricando y produciendos los armamentos, municiones, alimentos y pertrechos necesarios. P. Mmm, todo eso se ajusta muy bien con el tipo de cosas que dice Pareto cuando habla del máximo de utilidad de la colectividad. F. Claro: si tu objetivo es ganar las guerras y obtener la máxima cuota de poder entre las naciones, al menos necesitas considerar los pros y los contras de un máximo de población frente a un máximo de productividad. P. Me acabo de dar cuenta de otra cosa. F. Dime. P. Que cuando Pareto introduce el concepto de ofelimidad, no solamente estaba tratando de conservar el uso tradicional de la palabra “utilidad”, o sea algo que es bueno, pero no inmediata y directamente, sino con vistas a otros propósitos. F. ¿Y qué otra cosa te parece que andaba buscando? P. Mostrar lo que podríamos llamar el uso “ideológico” de la palabra, o sea su uso político, retórico, persuasivo, a la hora de proponer decisiones que afectan a todos. F. Veo que realmente pones atención al argumento. Pareto quería, en efecto, remarcar esa diferencia. ¿Y cómo se aplica eso al caso de Weber? 158

P. En que éste razonaba como político. F. Justamente: como político responsable en el sentido que da él a esa palabra. Aunque insistía en el cálculo de las consecuencias, su cálculo era político, no económico. No pensaba para nada en la ofelimidad, que es un cálculo sobre la base de lo que los individuos consideran ser bueno para ellos, sino que pensaba en la utilidad, que es un cálculo de los de arriba acerca de lo que conviene a la Sociedad, esa señora que nadie ha visto ni conocido nunca. P. Pero entonces podemos distinguir dos tipos de responsabilidad. F. ¿Y cuáles serían ellos? P. Un tipo correspondería a lo que podríamos llamar la “responsabilidad individual”, en la que sopesamos las consecuencias de nuestros propios actos con relación a nuestros propios fines, tratando de evitar acciones precipitadas e irresponsables, que pudieran provocar efectos contraproducentes, pero todo ello con atención exclusiva a nuestra ofelimidad, a las cosas como las vemos nosotros, a nuestros propios valores. F. Excelente. ¿Y el otro tipo? P. Sería lo que se llama hoy a menudo la “responsabilidad social”. F. Ay, Pánfilo, ¡cuánta razón tienes en traer a colación esa tan cacareada responsabilidad social! P. No otra es, a lo que escucho, la que asumen los políticos en nuestro nombre. F. Y los académicos metidos a dar consejos a los políticos. Además, no olvides que, según muchos opinadores, todos nosotros, amas de casa, cerrajeros, profesores, obreros, empresarios, todos los individuos miembros de la sociedad, tendríamos esa tal responsabilidad social. P. Menudo paquete nos endilgan. Pero lo interesante es que esa presunta responsabilidad social son los políticos quienes nos dicen cuál es o debería ser su contenido y su substancia. F. Allí está el quid del asunto. ¿Cómo saben ellos eso que nos conviene a todos? P. Pues no sé cómo lo saben, pero sé que creen que lo saben... F. ¿Por qué te detienes, muchacho? P. Porque acabo de recordar, y acaba de adquirir para mí nuevo sentido, eso que dice Sócrates en la Apología... F. Te veo ensoñado, Pánfilo. P. Dice Sócrates allí que la única sabiduría que él tiene (si es que es sabiduría) consiste en que, si bien no sabe, tampoco cree que sabe. F. Muchacho, cada día que pasa te estimo más. Eso de Sócrates viene perfectamente a cuento. P. Tanto los políticos como los académicos e intelectuales que los pretenden aconsejar creen que saben, Filopanta. Y al decir esto me doy cuenta de que la distinción de Weber es más rica e interesante de lo que yo creía, y tiene más recovecos de los que parecía tener a primera vista. 159

F. Pues ya que estamos en eso, mi joven amigo, conviene que repasemos de una vez la clasificación completa de Weber, ya que eso nos permitirá entender mejor otra de sus finas distinciones que en mi opinión es muchísimo más importante. P. Adelante, que te escucho con atención. F. Weber distingue entre cuatro tipos de acción, como recordarás. P. Aparte de los dos tipos de acción racional de que hemos estado hablando, menciona él dos tipos de acción que podríamos llamar “irracional”. F. Luego veremos si esta manera de llamarlas es del todo correcta. Por lo pronto dime: ¿cuáles serían? P. La acción tradicional y la acción afectiva. F. La manera usual de ver estos tipos es como si estuvieran separadas de las acciones racionales. P. Así lo aprendí yo: son acciones perfectamente distintas de aquéllas. F. Se trata aquí de otro error. Para que veas dónde está el error, considera si puedes imaginar una acción completamente privada de emoción. P. Al menos yo no puedo. La emoción puede ser leve o fuerte, pero sin ella no creo que podamos actuar. F. Opino lo mismo; toda acción es afectiva. P. Me parece atisbar a dónde te diriges. Ahora me dirás que, por contraste con esto, no toda acción es tradicional en el sentido de Weber, o sea no toda acción está fundada sobre un hábito. F. Correcto: los hábitos las tradiciones requieren un proceso de práctica, de condicionamiento, justamente: de habituación. Se trata de un componente absolutamente básico de la educación. Pero no podemos decir que la acción comienza con la educación; incluso un bebé, que no ha adquirido todavía hábito alguno, que no pertenece a ninguna tradición, actúa, y vaya que actúa. P. Como antes, pues, diremos que todas las acciones tradicionales son afectivas, pero no todas las afectivas son tradicionales. F. Así es. Un buen número de tradiciones humanas tienen un fuerte componente emocional. Piensa nada más en las tradiciones religiosas. Son extremadamente emotivas; pero son algo más que mera, ruda, pura emoción. Son el comienzo de la racionalidad de valores. P. Ahora me queda claro. La clasificación de Weber es en realidad una especie de jerarquía: una acción determinada teleológicamente implica racionalidad de valores, la cual implica tradiciones y hábitos, los cuales implican afectos y emociones. F. Esta me parece ser la recta y exacta comprensión de lo que Weber estaba tratando de decir. Y lo importante es reconocer que si a la racionalidad de fines le quitas el cálculo de las consecuencias eso que éticamente llamaríamos el “sentido de responsabilidad” lo único que te queda es la presencia de fuertes convicciones, creencia en la causa, fe viva e ideales fuertes que tratamos, más o menos impetuosamente de realizar en ese tipo de 160

acciones. Cosas todas ellas admirables y necesarias sin duda, pero no siempre conducentes a resultados deseables, incluso para el creyente. P. ¿Y si a una acción dada la privamos incluso de la comprensión racional de los valores? F. Entonces todo lo que nos quedan son tradiciones y hábitos, fuertes sin duda, pero opacos al razonamiento. En este punto quiero insistir en que de ninguna manera es correcto decir que una acción puramente tradicional es irracional. P. ¿No? F. No; yo creo más bien que en todas las tradiciones y hábitos humanos está depositada una cierta racionalidad compartida, un cierto sentido común. Lo que ocurre es que, como dije antes, esa racionalidad, ese sentido es opaco al razonamiento. Una acción determinada por tradición es una en que la razón individual como tal no se ejerce. P. ¿Y vale eso para el último escalón de la jerarquía? Quiero decir, si finalmente quitamos el elemento propiamente habitual, todo lo que queda es la nuda emoción: la mera acción impelida inmediatamente por la pasión y el afecto. F. Aquí la cosa es muy sutil. Por un lado, y dejando a Weber a un lado por el momento, la investigación más reciente en neurociencias nos muestra que la pura inteligencia desprovista de emoción, tal como se da en pacientes que han sufrido lesiones en el lóbulo prefrontal, pueden seguir realizando de manera correcta operaciones de cálculo complejo, y sin embargo son ya incapaces de acciones racionales en el sentido más fuerte de la palabra. P. Aunque me encantaría saber más de eso que dices, en todo caso Weber ya no pudo imaginar semejantes resultados. F. Pero no invalidan el sentido de su jerarquía; en cierto modo la hacen más clara. P. Por otro lado, si no recuerdo mal, Weber nos dice que resulta muy difícil hablar de comprensión en el caso de acciones puramente emocionales. F. Bien recordado. Lo que Weber llamaba “comprensión”, y que le parecía un componente metódico de las ciencias sociales, se aplica solamente con toda plenitud a la racionalidad, y mejor a la de fines que a la de valores; en cambio, comienza a volverse difícil de usar en el caso de las acciones puramente habituales (debido a la opacidad de las tradiciones) y prácticamente se colapsa ante las acciones puramente afectivas. P. Es por eso que decimos, ante los actos de un energúmeno, que “no entendemos” por qué actuó de esa manera. F. Hay, por supuesto, quien querría decir que también aquí puede haber comprensión, pero si la hay, tiene un carácter muy distinto del que tiene la comprensión de actos racionales, e incluso que la de actos basados en el puro hábito. P. Sí; a veces decimos ante un ataque de rabia que entendemos por qué la persona estalló de esa manera, pero a veces lo que decimos es justamente lo contrario: que no entendemos por qué estalló. F. ¿Qué te imaginas que significa lo uno y lo otro? 161

P. Yo creo que, cuando decimos que entendemos lo que estamos queriendo decir es que nos podemos imaginar estallando de rabia ante tal o cual cosa, que nosotros mismos hemos estallado en el pasado de manera parecida ante situaciones parecidas. Y cuando decimos que no entendemos es que no podemos imaginarnos a nosotros mismos sintiendo esas cosas y obrando así. F. Me parece que dices la verdad. Como ves, es un asunto de imaginación, y tal vez de memoria, pero no de entendimiento en el sentido propio de la palabra. Y esto está en marcado contraste con lo que ocurre cuando llevamos a cabo un razonamiento paralelo, una reconstrucción del razonamiento original de quien se guía por valores y fines o al menos por valores. El caso de la conducta tradicional está justo en medio. P. Creo que sé a qué te refieres: a veces entendemos un comportamiento conforme a tradiciones en el sentido de que podemos reconstruir procesos de razonamiento que debieron preceder a la formación de ciertos hábitos... F. Muy bien... P. ... pero a veces todo lo que hacemos es imaginarnos que bien pudieran ser los nuestros, tal vez porque los comparamos con hábitos propios que tampoco se entienden bien. F. Yo no lo habría podido decir mejor. Como verás, se trata más que de una mera clasificación de acciones. Como dirían los lógicos, no son clases disjuntas, tales que ningún elemento que pertenece a una de ellas está contenida en la otra. P. Es casi al contrario, ¿no? F. Correcto. Se trata más bien de clases incrustadas, es decir tales que cada una de ellas contiene a la anterior: la orientación a fines contiene un componente valorativo, la orientación a valores un componente tradicional, la orientación a tradiciones un componente afectivo, y al final nos quedan algunas acciones que son puramente afectivas. P. El afecto, la emoción o la pasión es el componente universal y necesario de las acciones humanas. F. Eso explica que, por un lado, tanto tengan razón los filósofos clásicos de Sócrates y Platón a Descartes y Spinoza de que los afectos se oponen a la razón; pero, por otro lado, también la tengan aquellos psicólogos y neurofisiólogos modernos que nos dicen sobre la base de experimentos fascinantes que los afectos son un componente de la razón, como sugerí antes. Las dos cosas son ciertas, los dos fenómenos existen. P. Tal vez más adelante me puedas hablar de esos experimentos. F. No te cansas, ¿verdad? Bueno, por ahora lo que importa es que entiendas que la centralidad que Weber otorga a su clasificación, o mejor dicho: a su jerarquía de acciones, se debe a que en los últimos años de su vida dio en empeñarse en construir una cosa que él llamó “sociología comprensiva”, es decir una ciencia social general basada en los procesos de comprensión que empleamos más o menos todos los seres humanos cuando queremos encontrar el sentido de las acciones ajenas y aún las propias. P. ¿Era un proyecto nuevo? 162

F. Podemos decir que era para él la continuación, la elaboración de su proyecto de vida. P. Noto por tu tono que no estás muy de acuerdo con su visión. F. Eres muy perspicaz, mi joven amigo. No, no estoy de acuerdo con Weber. Creo que, debido a su ignorancia de la teoría económica, las modificaciones que introdujo en su proyecto fueron tan radicales que el proyecto se trastocó. O dicho con mayor suavidad: lo que él decía hacer no corresponde con lo que realmente hacía. Y lo malo del asunto es que se murió antes de concluir sus trabajos, y no podemos saber qué habría pensado al final de ellos. Eso ha llevado a una de pleitos acerca de lo que quiso decir y lo que quería hacer que sólo sirve para hacernos clara la poca madurez de las ciencias sociales. Veo que abres mucho los ojos. P. Es que lo que dices suena muy emocionante. F. Tal vez tu curiosidad se calme un poco hablando de otras dos distinciones de Weber que han provocado enormes confusiones; sobre todo porque una de ellas tiene en mi opinión mayor importancia que la clasificación de las acciones de que hemos venido hablando hasta ahora. P. ¿Y cuál es ella? F. La distinción entre racionalidad material y racionalidad formal. Pero me parece, Pánfilo, que lo dicho debería bastar por hoy. Además, está haciendo mucho frío aquí. P. Estoy de acuerdo. Tengo muchas cosas que revisar, y también me estoy congelando. Pero nada más para completar mis notas, ¿cuál es la otra distinción? Porque me imagino que vas a hablarme de ella también. F. Todo se andará, Pánfilo, todo se andará. La otra distinción se refiere a los tipos de concepto que utilizan los historiadores y los científicos sociales para dar orden y sentido a las empresas y predicamentos humanos. P. Pues deveras que me has despertado el apetito. Me voy a casa muy contento, y tú trata de descansar, porque mañana no te voy a dejar escapar y me tendrás que explicar todo eso. F. ¡Los dioses estén conmigo, que me parece deveras que no me dejarás en paz!

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Décimo Quinta Jornada FILOPANTA. Buenos días, Pánfilo. Te noto algo raro: pareces muy preocupado por algo, y nadie tiene derecho a estarlo en esta tarde tan hermosa. PÁNFILO. Es que le he dado muchas vueltas a lo que me dijiste ayer sobre la responsabilidad social y el papel que juegan en todo eso los académicos e intelectuales. F. Lo recuerdo. Pero, ¿qué es lo que te preocupa? P. Que tú puedas pensar que los académicos e intelectuales no deberían decir nada sobre los asuntos políticos que nos inquietan a todos. F. Ah, ya veo. Pero yo nunca dije eso. P. Eso me pareció entender. F. Creo que fuiste víctima de una ilusión. No creo que académicos e intelectuales tengan la obligación de callar de los asuntos políticos, pero tampoco creo que tengan la obligación de hablar de ellos. P. Barájamela más despacio. F. ¿Admitirás que no debes manejar habiendo tomado demasiado o si no has dormido bien? P. Claro. F. ¿Porque si lo haces pones en peligro tu propia vida y la de los demás? P. Por eso. F. ¿Pero eso no significa que tengas la obligación de manejar? P. ¿Así a secas? No. Nadie tiene la obligación de manejar. ¿Lo que me quieres decir es que nadie tiene la obligación de meterse a político, sólo la de hacerlo con responsabilidad? F. Me has comprendido perfectamente. ¿Y cuál es la responsabilidad de un académico y de un intelectual? P. La de decir la verdad. F. Esto es parte de su responsabilidad. Pero “decir la verdad” es una frase ambigua. También los ignorantes pueden decir la verdad en el sentido de expresar lo que sienten, dar su opinión, ser veraces. P. Tienes razón. Hablé sin precisión. Quise decir la responsabilidad de hablar con conocimiento de causa. F. Eso está mejor. Se trata de no hablar sin saber, se trata de averiguar cómo es el mundo, y sobre la base de eso entonces decir las cosas como son. P. Luego lo que piensas es que los académicos o intelectuales no tienen la obligación de meterse en política, pero de hacerlo lo tienen que hacer con conocimiento de causa, sabiendo lo que están diciendo, poniendo al servicio de la política su ciencia. F. Exactamente. Y su ciencia, cuando se pone al servicio de la política o de cualquier otra cosa, no pasa de imperativos hipotéticos y disyuntivos. P. ¿Cuáles son esos? 164

F. Sin duda conoces la expresión kantiana “imperativo categórico”. P. ¿Cómo no conocerla? Quiere decir un mandato o una obligación incondicional. F. Su contenido es tal que debemos obedecerlo sin más y de manera absoluta. P. Así es. F. De ese tipo sería la obligación de meterse en política que yo niego. Ahora bien: recuerdas que Kant distinguía tres tipos de juicio, el categórico, el hipotético y el disyuntivo. P. Lo recuerdo. El juicio categórico afirma algo sin más, el hipotético contiene en cambio una afirmación puramente condicional, y el disyuntivo contiene la alternativa entre dos afirmaciones. F. Bien dicho. ¿Y recuerdas la distinción gramatical entre el modo indicativo y el modo imperativo? P. Sí: el modo indicativo es el modo de las afirmaciones, el imperativo es el modo de las órdenes y mandatos. F. Pues bien: cuando Kant habla de “imperativo categórico” traspone esa distinción suya del campo de las afirmaciones al campo de los mandatos. P. Ya veo. El juicio categórico es un “indicativo categórico”, mientras que el “imperativo categórico” es un mandato sin más. F. Piensa ahora qué podría ser un “imperativo hipotético”. P. Tendría que ser un mandato condicionado. F. Exactamente. Su forma sería no “haz tal cosa” sino “si quieres alcanzar tal fin, entonces haz tal cosa”. P. ¿Y el “imperativo disyuntivo”? F. Tendría la forma “haz tal cosa o bien haz tal otra”, con otras palabras: éstas y no otras son tus alternativas de acción. P. ¿Y de ese tipo son las cosas que puede contribuir la ciencia a la política? F. Se trata de una combinación de ambas. Por un lado, la ciencia permite presentar alternativas, indicar las opciones. Por otro lado, permite predecir cuáles serán las consecuencias de decidirse por tal o cual opción. P. La responsabilidad del académico o del intelectual consiste en averiguar cuáles son las opciones y rastrear, gracias a sus mejores teorías, cuáles serían los efectos de cualesquiera decisiones que se pudiesen tomar. F. Esa y no otra. En ese sentido hablaba Weber de que la ciencia debería estar “libre de valores”, o como decimos en español más pomposamente: ser axiológicamente neutral. P. Pero la decisión que se tome va a depender de los valores que se tengan. F. O más bien, dada la diversidad de valores y los conflictos inevitables entre ellos, va a depender de los valores que prevalgan. P. La lucha de los dioses. F. Como bien lo dijo el mismo Weber. Y el punto que no debes olvidar es que la acción determinada teleológicamente en términos éticos: la acción responsable es aquella

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que considera no solamente los valores que se pretende realizar, ya que si así fuera, la acción sería meramente axiológica. P. Más bien debería considerar si los medios que se proponen van a conducir a los fines que se proponen, o sea a la realización de ciertos valores. F. Y no solamente esto: debe considerar también si el resultado que se va a obtener las consecuencias de la acción son tales que no lesionan otros valores importantes. P. Creo que entiendo ahora mejor tu posición. F. Excelente. Pasemos a lo siguiente. P. Ayer me quedé muy intrigado con eso que me dijiste: que hay en Weber una distinción de tipos de racionalidad material y formal que sería aún más importante que la más conocida entre racionalidad de fines y racionalidad de valores. F. Y qué hiciste con tu inquietud? P. Me puse a revisar en la biblioteca textos de Weber y sobre Weber. F. ¿Y qué encontraste? P. Que al menos en apariencia debes tener tú razón: Weber parece hablar constantemente de racionalidad material y racionalidad formal, mientras que sus comentadores y exégetas o no hablan de ella o la mencionan de paso y en todo caso no le dan el peso que le dan a la otra. F. Sí; es un fenómeno curioso. Debo decir que los mejores estudiosos de Weber no ignoran su importancia, pero el consenso popular es cómo tú dices. P. Por otra parte, la terminología de Weber suena casi medieval. F. No exactamente: Weber está hablando en realidad griego a través de la traducción latina. Son los griegos quienes proponen distinguir entre materia y forma, y muy especialmente Aristóteles. P. Una distinción muy metafísica. F. Bueno, es cierto que Aristóteles la usa en su metafísica, pero la distinción es en rigor de naturaleza lógica: en vez de materia podemos decir contenido, y en vez de forma estructura. Una caja rectangular puede tener muchas cosas adentro: un sombrero, unos zapatos, un montón de chocolates. A su vez, el mismo objeto por ejemplo, el sombrero puede caber en cajas de formas diferentes: rectangulares, cuadradas, cilíndricas, con forma de corazón. P. ¿Quieres decir que para Weber un mismo contenido racional puede expresarse en diferentes formas, y la misma forma racional puede servir para “envolver” distintos contenidos racionales? F. Algo así. Pero hay que recordar que Weber es abogado de formación, si no de profesión. P. ¿Eso es importante aquí? F. Lo es, por cuanto en derecho la forma es en cierta manera todo. ¿No hablamos de formalizar un trato, un negocio, una relación? P. Con ello queremos decir darle una forma legal. 166

F. Pero para poder darle esa forma legal, es necesario que preexista un sistema legal de cierta complejidad formal. P. Entiendo. F. Pero hay muchos tratos, negocios, promesas, relaciones y transacciones que se llevan a cabo sin ese aparato. Eso siempre es el caso cuando el aparato legal existente no contempla el acto en cuestión. P. Por ejemplo, el derecho actual de muchos países no contempla el matrimonio entre personas del mismo sexo. F. Y sin embargo, eso no quiere decir que esas relaciones no existan e incluso que duren mucho, a veces hasta más que las formalizadas y ratificadas legalmente. El derecho formal siempre es posterior a los tratos y relaciones entre las personas. El jurista llega tarde y lo que intenta es simplemente dar el espaldarazo a lo que ya existe. En eso consiste la formalización. P. ¿Y de esto trata la racionalidad formal? F. De eso y no de otra cosa. Dime, ¿te imaginas tú que los seres humanos cantaron y crearon poesía antes de que hubiera una poética o más bien se inventó primero la poética y luego, siguiendo sus reglas, se procedió a hacer poesía? P. Primero fue la poesía y luego la poética. F. ¿Y estarás igualmente de acuerdo en que los seres humanos primero hablaron en público, e incluso hubo muchos que destacaron como oradores antes de que se inventara la retórica? P. Así debió haber sido. F. ¿Y los seres humanos trataron y negociaron antes de que hubiera un derecho formal? P. ¿Cómo si no? F. ¿Y produjeron objetos útiles y bellos y obtuvieron ganancias de su producción y comercio antes de que se inventara la contabilidad, la administración de empresas, el cálculo económico o la teoría de las organizaciones? P. El orden inverso no es en absoluto plausible. F. Pues atiende esto que digo: todas esas disciplinas que mencionamos lo que han hecho es formalizar aspectos de la actividad poética, oratoria, negociadora, comercial y empresarial que ya existían antes, y que de hecho siguen existiendo de manera al menos parcialmente independiente de ellas. P. Ya veo. En cambio, los poetas, oradores, negociadores y comerciantes hacen en principio uso de una racionalidad material, mientras que aquellas disciplinas representan la formal. F. En general todas las habilidades aparecen primero con racionalidad material, pero con el tiempo se establecen las reglas del arte, que no son otra cosa que codificaciones de lo que funciona en las diferentes situaciones y con vista a los fines que se persiguen y sus

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valores asociados. Cuando una persona quiere aprender un arte u oficio, pero ese arte u oficio no dispone de ningún tipo de codificación... P. O sea cuando se mueve todo dentro de la racionalidad material... F. Así es. Cuando eso ocurre, lo más que puede el maestro es mostrarle al aprendiz cómo le hace, y el aprendiz observará no siempre bien y tratará de imitar lo mejor que pueda. Con la práctica nace del aprendiz el maestro. P. Pero eso no ocurre cuando la racionalidad es formal. F. Este proceso de imitación está siempre allí, pero no basta: a la observación y al aprender haciendo... P. “Aprender echando a perder”... F. Correcto, “aprender echando a perder”. A eso se añade el aprendizaje a través de reglas. Dime, ¿tú sabes manejar un coche? P. Justo hace unos meses aprendí a hacerlo. F. Recordarás que quien te enseñó trató de proporcionarte algunas reglas. P. Creo incluso que estas reglas, o parte de ellas al menos, están incluidas en la ley, quiero decir que deben enseñarse por ley al aprendiz de manejo. F. Muy bien: la formalización legal acompaña aquí a la formalización del arte. ¿Y qué te parecieron esas reglas? P. Muy difíciles de seguir, y muchas veces poco inteligibles. F. Así es siempre al principio. Luego las va uno entendiendo y sabiendo aplicar. Y finalmente llega un momento en que no se necesitan más. P. Sí, como que las olvida uno por completo. F. En ciencias cognitivas se dice que el comportamiento se ha automatizado. Y sin embargo, en ocasiones especiales pueden volverse a recordar. P. ¡Y que lo digas! F. Parece haberte ocurrido. Cuéntame. P. Antes que nada, permíteme decirte que yo aprendí primero con un coche de transmisión automática. La idea era enseñarme a conducir el coche la enseñanza básica sin tener que preocuparme de las velocidades. F. Parece una buena idea: no todo al mismo tiempo. P. El caso es que una de las cosas que me dijeron es que en caso de verdadera emergencia tú puedes detener un coche automático de manera muy efectiva moviendo la palanca hacia la posición de estacionamiento. F. Ponerla en Parking. P. Así es. Me dijeron que puede ocurrir que, al hacerlo, rompa uno completamente la caja de transmisión. Todo depende de la velocidad del coche. Pero en un caso de emergencia es un medio muy efectivo para detenerlo. F. Supongo que no le diste mucha importancia a la regla. P. Ninguna. Como tantas reglas abstractas, parece algo muy alejado de la realidad, que sobre todo al inicio consiste en cosas bastante menos dramáticas. Pero resulta que una 168

noche en que llovía muy fuerte yo circulaba por una calle muy obscura. No iba muy rápido; tal vez a 35 kilómetros por hora o algo así. Y entonces ocurrió de repente que vi una figura humana parecía un niño que atravesaba la calle sin mirar. F. ¡Menudo susto te habrás llevado! P. Todo ocurrió muy de prisa, y sin embargo el tiempo pareció ralentizarse. F. Es un fenómeno psicológico bien conocido, aunque no se comprende bien todavía. P. Mi primera reacción fue frenar con el pedal ordinario, pero la calle estaba tan mojada que el coche comenzó a derrapar. F. No frenaba... P. No. Había perdido el control del vehículo. Los segundos parecían horas y el niño estaba cada vez más cerca. Y fue entonces que yo recordé, o algo en mí recordó, aquella famosa regla. No puedo decir qué tan consciente fue mi acto, pero en un abrir y cerrar de ojos había yo movido la palanca a Parking. F. Puedo imaginarme que frenazo tan espectacular debió haber sido. P. El coche se paró en seco y se quedó en medio de la calle bamboleándose hacia atrás hacia delante, como si la inercia lo hiciese rebotar. Me tomó un poco de tiempo recobrarme. Temblaba como una hoja al viento. Pero había evitado lo peor. De hecho, no fue hasta que me hube tranquilizado y felicitado por no atropellar al niño que pensé, de golpe, en la caja de transmisión. Seguramente la había roto, me dije a mí mismo. No me importó en absoluto. F. Por supuesto: ¿cómo habría de haberte importado en tales circunstancias? Me has dado un ejemplo excelente de cómo esas reglas esa formalización resulta útil no solamente al inicio de nuestros aprendizajes, sino también ocasionalmente después. De hecho, hubo un tiempo en que yo no entendía estas cosas. P. ¿A qué te refieres? F. Hay una tradición filosófica muy venerable que ha insistido en distinguir dos tipos de conocimiento humano, aquél que consiste en saber tal o cual cosa y aquél que consiste en saber hacer algo. P. ¿Te refieres a la distinción de Gilbert Ryle entre knowing that y knowing how? F. Sí, a ella precisamente. P. Las habilidades y destrezas son ejemplo de lo segundo: saber manejar, saber nadar, saber multiplicar, saber administrar un negocio, dar clase o jugar ajedrez. F. Exactamente. P. Lo cual contrasta con saber que Hernán Cortés conquistó México... F. ... o con saber que todos los cuerpos se encuentran en movimiento rectilíneo uniforme a menos que una fuerza lo altere, que el precio de las mercancías depende de la oferta y la demanda, o que el número de subconjuntos de un conjunto dado es igual a 2 elevado a la potencia que corresponde al número de elementos de ese conjunto. P. Este saber a veces se llama “proposicional”, ya que se puede expresar en proposiciones, como es el caso de tus ejemplos, mientras que resulta muy difícil, si no es 169

que imposible, reducir a proposiciones un saber práctico como saltar la garrocha o bailar salsa. F. Que es justamente la razón por la que resulta tan difícil reducir las habilidades a un sistema codificado de reglas. P. Comienzo a ver la relación entre la distinción de Weber con ésta de Ryle... F. Con todo, no debes creer que fue Ryle el único, o siquiera el primero, que la planteó. De hecho, su contemporáneo Heidegger se le adelantó casi 25 años, si bien hay que admitirlo que lo hizo de una manera más obscura, pesada y teutónica, sin la tersura y el sentido del humor inglés de Ryle. Y para decirlo de una vez: no se trata siquiera de un producto del siglo XX. La distinción aparece en Kant y en Vico y en Bacon, e incluso en Descartes; en cada uno, por supuesto, con un énfasis diferente. De hecho, la encontramos ya en Sócrates y después de Sócrates en muchos autores de la historia del pensamiento. Cierto es que no siempre ocupa el lugar central que tiene en Ryle, pero allí está. P. Y yo que pensaba que era algo muy reciente... F. Nada hay nuevo bajo el sol, y todo es nuevo bajo el sol, mi querido Pánfilo. Pero lo que importa más aquí es el hecho de que, si bien la distinción no siempre ha sido clara ni puesta en primera fila, la tendencia de los filósofos, y más generalmente de los académicos e intelectuales, es a darle prioridad al conocimiento proposicional, e incluso, como sugeriste antes, a reducir el otro a éste. P. Seguramente algo que no te gusta nada. F. Aciertas. Es una de esas reducciones que no llevan a nada, o al menos a nada bueno. Como los filósofos, y más generalmente la gente que se dedica a leer, escribir, pensar y discutir trabajan primordialmente con la palabra o al menos con símbolos que tienen un carácter fuertemente conceptual les resulta muy fácil considerar que todo saber es de ese tipo verbal y conceptual. P. Y también les resultará fácil a los juristas y a los burócratas, si por lo demás tienes razón en relacionar a Ryle con Weber. F. Exactamente. Y aquí es donde, siendo más joven, me equivoqué. P. ¿Cuál era tu error? F. Que, habiendo descubierto en tantos autores Ryle y Heidegger entre ellos, pero también Sócrates la importancia e irreducibilidad del saber hacer algo frente al saber tal o cual cosa, o para decirlo en griego: del saber práctico frente al teórico, me dio por cometer el error inverso. P. ¿Reducir todo saber al saber práctico? F. Así es. Durante muchos años anduve por el mundo obsesionada con esa idea, con la idea de reescribir la epistemología desde este ángulo, mostrando que todo saber humano es práctico. P. ¿Y ya no piensas eso? F. Sigo pensando que la idea central es correcta e importante, pero solamente para el saber individual, ese que tenemos los seres humanos particulares como tú o como yo. Creo 170

que ese es esencialmente un saber hacer cosas. Mi error consistía en creer que todo saber humano es individual. Estaba dejando de lado eso que sabemos entre varios o incluso entre todos. P. ¿Un saber colectivo? F. Si quieres expresarlo así. A mí no me gusta esa manera de decirlo, porque suena como aquellas frases tan populares un tiempo, como las de “alma colectiva” o “inconsciente colectivo”, que hoy día se disfrazan con nombres altisonantes, y se habla de “representaciones sociales” y otras frases por el estilo, que sospecho son casi totalmente carentes de significado. Pero no entremos en eso ahora. Basta con que entendamos que no todo saber humano es saber de Fulano o de Zutano. Hay más que eso, mucho más. P. ¿Y ese saber ultraindividual sería teórico, no práctico? F. No; en gran medida es práctico también. Pero el saber teórico juega un papel enorme en todo el asunto: ese saber que hemos depositados en sistemas complejos de símbolos, en conjuntos abigarrados de reglas, en nuestras leyes, nuestros códigos, nuestras matemáticas, nuestra literatura, nuestras historias. No hay epistemología que valga si se deja esto de lado, si bien debo decir que la epistemología requiere ciertamente de reforma por cuanto hasta ahora ha ignorado en gran medida el saber práctico. La tarea del futuro sería juntar ambas. Y añadirles tal vez incluso otra dimensión. P. ¿Cómo? ¿La oposición entre teórico y práctico no sería suficiente? F. Me parece que no. Hay un modo de saber que está indisolublemente atado a representaciones que a falta de mejor término podríamos llamar “visuales” o “icónicas”. Desde la pintura y la escultura hasta la creación de figuras, esquemas, diagramas y gráficos, hay aquí un campo inmenso que la epistemología apenas comienza en años recientes a desbrozar. Por ejemplo, una de mis especulaciones favoritas es que por aquí se ilumina el camino para ayudar a aquellas personas cuyos problemas de aprendizaje se deben a la dislexia. P. ¿Cómo es eso? F. Si la hipótesis más aceptada hoy día es que los disléxicos tienen dificultades con el procesamiento fonológico, como te platicaba el otro día, ello implicaría, me parece, que los disléxicos tienen dificultades para pensar con el lenguaje. Y si bien esto es especialmente obvio en el caso de los libros y de la lectura, también es verdad que el problema es anterior y más profundo. P. Yo tenía entendido que se considera más o menos probado que todo pensamiento requiere, si no del lenguaje, al menos sí de signos. F. Uno puede estirar la palabra “signo” tanto que ese enunciado resulte verdadero no importa lo que descubramos. Yo me opongo por principio a esos trucos. Prefiero decir que algunos seres humanos tienen una gran facilidad para pensar con ayuda del lenguaje, pero que a otros, por diversas causas, una de ellas la condición que llamamos “dislexia”, eso les resulta muy difícil. Volvamos sobre la distinción entre saber teórico y saber práctico. P. De acuerdo. 171

F. La gente que vive de la palabra los científicos, los políticos, los intelectuales, los sacerdotes, los literatos se mueven a sus anchas en el dominio de la “teoría”, y desde allí desprecian a los “prácticos” y meramente “técnicos”. Creen que sólo ellos piensan. Yo afirmo que un carpintero, un mecánico, un ingeniero, un bailarín o un luchador piensan también y mucho, si bien su pensamiento es particularmente difícil de poner en palabras. P. Ya veo. Y te parece que, por decirlo así, el medio en que se realiza el pensamiento es simplemente distinto en éstos que en aquéllos. F. La palabra “medio” es atinadísima. Es la misma palabra que usó un muy distinguido psicólogo norteamericano hace muchos años para distinguir justamente entre las representaciones “simbólicas” (por ejemplo, verbales), “enactivas” (o sea, prácticas) y las “icónicas” (visuales y diagramáticas). Pero el sol está cayendo, y nuestra digresión nos ha llevado demasiado lejos. P. Tal vez convendría resumir y concluir. F. Me parece que lo que hemos estado viendo es que la distinción de Weber entre racionalidad material y formal sobre todo cuando la vemos en todas sus ramificaciones filosóficas y epistemológicas es esencial. Ahora bien: el empeño de Weber consistió en tratar de mostrar su gran importancia histórica. Su argumento es que la historia de la humanidad va acompañada de una creciente formalización de lo que antes era y aún en parte es relativamente informal. Este proceso de formalización es lo que llama Weber la racionalización o el racionalismo, cuya cabal historia se empeñó él durante muchos años en documentar, describir y, como él mismo decía, comprender. P. Está claro que la racionalidad formal tiene una cierta afinidad con la racionalidad de fines. F. Nada más en cuanto que, siendo la racionalidad de fines la forma más completa de racionalidad, ya que, aparte de las emociones, los hábitos y los valores, incluye también, como vimos, el cálculo de las consecuencias de nuestros actos, se presta más a una cierta formalización. Pero no significa eso que la racionalidad de valores a la que le falta el dicho cálculo de consecuencias no sea en alguna medida susceptible de formalización. Por ejemplo, la teología es una formalización de los hechos y dichos de profetas, predicadores y místicos. P. La ética misma es una formalización de cosas que las personas creen, dicen y hacen de manera informal. F. ¡Y vaya que es una formalización! Basta comparar los proverbios y dichos de la sabiduría popular con los alambicados sistemas de un Platón, un Kant o un Bentham... P. Y lo mismo ocurre en matemáticas. F. Las matemáticas son un caso curioso. En cierto modo, decimos que en todas las culturas hay rudimentos matemáticos, y que la mente humana es siempre matemática. Pero solamente en algunas culturas, como las de China, la India, Grecia y el Islam podemos decir que se inicia una formalización, que hoy día ha alcanzado niveles verdaderamente increíbles. Las matemáticas modernas son de hecho una pura ciencia de la forma o de las 172

formas, y la abstracción a que han llegado ha permitido que puedan utilizarse para la formalización en cualquier ciencia fisica, economía, biología, lógica, lingüística e incluso que se vuelvan ellas mismas su propio objeto. P. Como en el teorema de Gödel de que hablábamos el otro día. Se trata de una formalización aritmética de puras relaciones entre sistemas de enunciados. F. Aquí tienes, en efecto, la culminación de un proceso de formalización que comenzó a finales del siglo XVIII cuando los algebristas franceses comenzaron a darse cuenta de las propiedades abstractas de las distintas clases de números. P. ¿Clases de números? F. Eso mismo. Como bien sabes, las operaciones de sumar y multiplicar no requieren sino de los números naturales, que son los números con los que contamos: 1, 2, 3, etcétera. La suma de dos números naturales es un número natural y otro tanto vale de la multiplicación. Pero, ¿qué pasa con la operación de restar? P. Cuando se practica de manera elemental, esa operación requiere que el subtraendo sea menor que el subtractor. F. Exactamente; y para generalizar la operación, debemos introducir el cero y los números negativos, que son nuevas clases de números frente a los números naturales. P. Ya te sigo. Y otro tanto ocurre con la división, de cuya generalización surgen los números fraccionarios, y lo mismo con la operación de sacar raíz, de la que surgen los números irracionales. F. Pero el proceso no se detuvo allí, sino que la búsqueda de soluciones a todas las ecuaciones algebraicas hizo introducir los números transcendentales y los números imaginarios. Poco a poco los matemáticos se dieron cuenta que el verdadero tema de las matemáticas no eran los números, sino las clases de números y las operaciones que esas clases permiten. En ese punto del desarrollo vemos que las matemáticas comienzan a ocuparse de sí mismas, se vuelven reflexivas. P. Es entonces que aparece la metamatemática. F. Aunque Weber no parece haber seguido la historia de este desarrollo que ocurría justo contemporáneamente a él, en cambio sí dedica un estudio fascinante a mostrar que una formalización semejante ocurre en la historia de la música occidental. Y los formalistas rusos decían otro tanto de la poesía y la ficción. Y lo mismo vale de lo que comentábamos ayer. P. ¿A qué te refieres? F. ¿Recuerdas que hablábamos de la construcción de medidas objetivas, de criterios que permiten la evaluación de máximos de utilidad? P. Claro. Como las que los burócratas imponen a los académicos. F. Todo ello es un producto de la racionalidad formal. Y cuando los académicos balbucean algo sobre la “calidad”, lo que están haciendo es oponer una racionalidad material. Me recuerdan un poco aquella historia (ojalá que apócrifa) de la caballería polaca

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enfrentándose a los tanques alemanes. Pero es una imagen que me produce tanto horror que será mejor sacudirla para no tener pesadillas esta noche.

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Décimo Sexta Jornada PÁNFILO. ¡Qué bueno que llegas, Filopanta! Le he estado dando vueltas a nuestra conversación de ayer y he venido a concluir que, si tienes razón en lo que me has dicho sobre la mayor importancia de la distinción entre racionalidad formal y material en Weber relativamente a la mejor conocida clasificación de tipos de acción humana, las interpretaciones de Weber al uso van por mal camino. FILOPANTA. No es tan grave como lo imaginas. Los mejores especialistas alemanes en la obra de Weber ya han rectificado buena parte de los antiguos errores, si bien la vulgata sociológica no ha acabado de enterarse. Y eso creo que en parte se debe a no haber comprendido otra distinción weberiana. P. Sospecho que esa va a ser la prometida distinción de tipos de concepto. F. Sospechas bien. Tal vez la mejor manera de desenmarañar la maraña sea comenzar por el principio… P. ¿Los griegos? F. Siempre ellos a la vuelta de cada esquina. Los griegos dentro de nuestra tradición fueron los primeros en pensar de manera cuidadosa y sistemática en las características y peculiaridades de los conceptos humanos. Fueron dándose cuenta de su enorme variedad y luego de dar muchos pasos en falso, finalmente decidieron que la mayoría de ellos nos sirven para clasificar los objetos. Tocó a Aristóteles corregir un buen número de fallas en la concepción de su maestro Platón, y esbozar la primera lógica de los conceptos clasificatorios... P. ¿Lógica de los conceptos? Eso suena bastante hegeliano. Me extraña viniendo de ti que hables como si la lógica no tuviese por cometido el razonamiento y la argumentación... F. ¡Ah muchacho tan razonante y argumentativo! Por supuesto que la lógica tiene por cometido el razonamiento y la argumentación. ¿Pues para qué crees que sirven los conceptos y la clasificación? P. ¿Para ayudarnos a razonar? F. ¡Por supuesto que sí! ¿Para qué otra cosa? La operación de clasificación que llevamos a cabo mediante ese tipo de conceptos que llamamos clasificatorios está al servicio del razonamiento y de la argumentación. P. Creo que me adelanté. F. No te lo echo en cara. Me parece peor el defecto contrario: cuando las personas se engolosinan hablando de los conceptos y de la clasificación y se olvidan del punto al que ha de llegar todo, que es justamente razonar y argumentar. Mejor que nunca lo olvides, aunque de tanto en tanto te precipites y prejuzgues. Pero sigamos: esa lógica que Aristóteles esboza por primera vez tiene muchos aspectos, pero para nuestros propósitos basta destacar dos de ellos. El primero es que cada concepto permite construir dos clases de objetos, aquellos a los que el concepto se aplica y aquellos a los que no se aplica. 175

P. Esas dos clases son disjuntas… F. Correcto: no tienen ningún elemento en común. P. ¿Y el segundo aspecto? F. Que los conceptos forman de manera natural jerarquías, en las que el concepto que está en la cúspide contiene a todos los elementos contenidos en los conceptos subordinados a él. P. ¿Los sistemas clasificatorios? F. Los sistemas clasificatorios o taxonomías, que son para Aristóteles el comienzo de la ciencia, si no es que ya la ciencia misma. Para hablar de la relación entre concepto subordinado y concepto supraordinado, Aristóteles se vale juiciosamente, como es usual en él, de la lengua ordinaria. El griego de todos los días empleaba la palabra génos (en latín genus o gens, en español género o gente) para designar cualquier tribu o grupo de personas. Aristóteles la toma para designar el concepto supraordinado. P. ¿Y la otra? F. La otra palabra es éidos (en latín species, en español especie) y en el habla cotidiana de los griegos se usaba para hablar del aspecto que tiene una cosa. Así, en una tribu la gente tiende a parecerse en una serie de cosas (el vestido, el modo de andar, a veces ciertos rasgos faciales o cierto color de piel) y a distinguirse en otras (la personalidad, el carácter, la inteligencia, las habilidades): en griego diríamos que tienen distintos éide o aspectos. Esta palabra sirve entonces muy bien para designar el concepto subordinado. P. ¡Los géneros y las especies de que hablan los biólogos! F. Aristoteles fue el primer biólogo en ese sentido: inventó las primeras clasificaciones de animales, y promovió que sus discípulos produjesen clasificaciones de vegetales y minerales. De hecho, clasificó muchas otras cosas, por ejemplo las constituciones o sistemas legales, pero las más famosas, sistemáticas y celebradas, fueron sus clasificaciones biológicas. Y por eso no resulta extraño que Max Weber llame “genéricos” a ese tipo de conceptos y diga que, si bien ocupan un lugar indispensable en las ciencias sociales, no son los únicos. P. Allí comienza la distinción de tipos de conceptos. F. No con Weber, sino con Aristóteles. P. ¿Cómo está eso? F. Aunque te sorprenda, resulta que Aristóteles había observado, casi dos milenios y medio antes que Weber, que los conceptos genéricos no agotaban los fenómenos, y en particular que, a la hora de hablar de los asuntos humanos a la hora de hablar de ética y política, para utilizar los nombres griegos frecuentemente fracasaban… P. ¿Cómo que fracasaban? F. ¿Recuerdas lo que dijimos antes acerca de la primera regla de la lógica de la clasificación? P. Sí: lo propio de un concepto genérico es fundar una clase tal que contenga todos los objetos del mundo a los que se aplica el concepto y sólo ellos. 176

F. Pues allí comienza el problema. Para que la cosa funcione, debemos disponer de un método que nos permita aplicar el concepto a los objetos, sin que nos quede duda de dónde va uno o el otro. Dentro de la clase que queremos formar tienen que estar todos los que son y ser todos los que están, como dice la frase popular: estar todos los que son, que es lo que en la jerga de los pedantes se llama “exhaustividad”... P. Recuerdo ese término: se dice que todo concepto debe ser exhaustivo y exclusivo. F. Correcto. Y eso que pedantemente se llama “exclusividad” consiste justamente en la otra parte de la frase popular: que sean todos los que están. P. Qué bien y qué claro, pero, ¿cómo saber cuándo algo es tal o cual cosa? F. Pregunta importantísima, que Aristóteles responde diciendo que, en ciertos dominios de la naturaleza eso es posible con toda precisión, o acribia, como se dice en griego. P. Es cuando podemos hablar de una ciencia exacta... F. Correcto. Pero en otros dominios y aquí están las cosas humanas ese grado de precisión y exactitud no es posible. P. El sistema clasificatorio, la taxonomía, es allí un asunto de mera aproximación. F. Vale solamente más o menos. A Aristóteles le gustaba decir “para la mayoría de los casos”, en griego: epì tò polú. P. Pero, ¿no es eso verdad de todos los conceptos? ¿No hay infinitas gradaciones entre los objetos del mundo, incluyendo animales y plantas? F. Esto es algo, en efecto, que algunos biólogos han sugerido, sea sobre una base estrictamente conceptual y téorica, sea sobre una base metodológica y técnica. En el primer caso tenemos la teoría de la evolución, según la cual los géneros y las especies surgen unas de otras. En el segundo caso tenemos la taxonomía numérica, que pretende reclasificar los seres vivos mediante algoritmos computacionales muy sofisticados. Pero estas disputas no son relevantes aquí, ya que al nivel en que se sitúa la discusión está claro, por ejemplo, que un insecto es distinto de una araña por el número de patas que tiene cada especie, y ese rasgo es preciso y exacto. No tenemos nada semejante a la hora de hablar de las virtudes y los vicios humanos o de las formas de gobierno. Como ejemplo te recuerdo las inagotables disputas sobre qué constituye verdaderamente una democracia. P. Es cierto. Aún cuando se propone un criterio aparentemente tan claro como la existencia de elecciones, nunca falta quien ponga en duda ese criterio o lo rechace como vago. F. Esta idea magistral de Aristóteles el concepto “epitopólico”, como podríamos llamarlo nunca logró opacar el enorme prestigio de su lógica de la clasificación por género y especie. Después de todo, Aristóteles nunca intentó siquiera presentar una lógica de los conceptos imprecisos, probablemente porque creyó que eso era imposible. P. ¿Y no lo es? F. No; no lo es. Pero se requirió la invención del cálculo de probabilidades, y después de la estadística, para que comenzásemos a ver que es posible una lógica de esos conceptos. 177

Hoy día hay incluso alternativas a esos cálculos, tales como la teoría matemática de los conjuntos difusos o el modelo cognitivista de los prototipos, si bien está en disputa la cuestión de si se trata verdaderamente de alternativas y no de meras variantes formales. Pero todo eso es posterior a Weber. P. No así la estadística. F. Correcto: el desarrollo de la estadística tanto la recopilación de datos como la teoría en torno de ellos estaba lo suficientemente avanzada en la época de Weber, y los usos de ella en historia y ciencias sociales lo suficientemente extendidos, como para que su atención se despertara. Y su primera distinción es entre los conceptos genéricos (en alemán: Gattungsbegriffe) y lo que él llamó Durchschnittstypen… P. ¿Qué quiere decir eso? F. Imagina una distribución normal. P. ¿Una campana de Gauss? F. Sí. Sabes que se puede trazar justo en el centro una recta que divide la campana en dos partes exactamente iguales. P. Es el promedio… F. O aún más precisamente la mediana, que en la distribución normal coincide con la moda es decir, lo que se observa con mayor frecuencia y la media, que se obtiene dividiendo el total por el número de observaciones. Esa raya que corta la campana de Gauss a la mitad es lo que los alemanes llaman el Durchschnitt, que significa literalmente “corte a la mitad”. P. Pero el corte a la mitad, o sea la mediana, no coincide siempre ni con la moda ni con la media. Todo depende de la forma de la distribución. F. Estas sutilezas no ocupan ningún lugar en Weber. No era un hombre que gustara mucho de razonar estadísticamente, aunque alguna vez manejó números. En todo caso, había algo en el recurso a concepciones estadísticas que le preocupaba mucho. Suponiendo siempre la distribución normal para no complicar la discusión, podemos decir que le preocupaba mucho lo que podríamos llamar la aplicación “democrática” de esa curva y esa recta. P. No te sigo. F. Imagina que estamos hablando de la opinión pública. P. Ya veo, el “corte a la mitad”, el Durchschnitt, es aquí lo que la mayoría de la gente piensa, la opinión más popular o extendida. F. Exactamente: y esto es algo que Weber veía con mucho recelo. De hecho, en la disputa que comentamos antes sobre la productividad y el interés general, parte de lo que Weber atacaba era justamente el uso de ideas populares, de “corte medio”, como justamente ese concepto de “productividad”, sin una meditación reflexiva y cuidadosa sobre las consecuencias de aplicarlo o dejarse guiar por él. De hecho, en esa preocupación de Weber podemos leer un primer atisbo de un teorema económico posterior. P. ¿Cuál sería ese? 178

F. El teorema del votante mediano. P. ¿Y qué dice ese teorema? F. Dicho de manera simple, que en situaciones políticas caracterizadas por posiciones extremas y esas son las más comunes la mayoría de los electores va a desconfiar de ellas y a inclinarse exactamente por un camino a la mitad. P. ¿Por esto es que tiene uno la impresión que los llamados partidos de “izquierda” y de “derecha” parecen más o menos hacer lo mismo cuando llegan al poder? F. Así es: el votante mediano los ha ido alejando en su medianía de las posiciones extremas y creando un espacio entre ellas. Pero volviendo a Weber, el caso es que él admite que los conceptos de “corte medio” dentro de los que caen todos los que recoge, codifica y analiza la estadística tienen alguna utilidad en ciencias sociales, pero que hay otros, con los que no debemos confundirlos, que tienen una mayor dignidad, por decirlo así. P. ¿Y cómo podría ocurrir la confusión? F. Cuando decimos de algo que es “típico” o incluso “clásico”, podemos entender dos cosas distintas. Supongo que el sentido más obvio te es claro. P. Lo usamos para referirnos a fenómenos frecuentes o al menos que ha sido reconocido o aceptado por muchos o por la mayoría. F. Ese es, en efecto, el sentido obvio. Pero hay otro sentido, menos obvio, asociado a lo que se ha llamado algunas veces un “prototipo”, o también un “patrón”, una “pauta” abstracta, un “criterio”, una “regla”, un “punto de referencia”, etc., con cuya ayuda podemos juzgar los fenómenos. Si el patrón o prototipo se refiere a algo que apreciamos y admiramos, hablamos entonces de un “ideal” o de una “norma”, en inglés de un standard. P. Es cierto. Cuando se habla de “rock clásico”, está por un lado la idea de ciertos músicos y ciertas obras que todo mundo conoce, y por el otro la idea de una cierta norma establecida y reconocida. F. Eventualmente, sin embargo, puede tratarse de cosas que no admiramos, como cuando decimos que la conducta de un patán o de un mafioso es “típica” o “clásica”. P. ¿Y son esos dos sentidos ”típico” como frecuente o mayoritario y “típico” como prototípico o asociado a una regla o criterio los que Weber quiere distinguir? F. Sí. A él le parece, y con razón, que a esos dos sentidos corresponden operaciones cognitivas distintas. En el primer sentido simplemente hacemos una serie de observaciones, las contamos y las medimos, y luego concluimos que la distribución de las observaciones manifiesta tales o cuales frecuencias. P. Tenemos un concepto “de corte medio”. F. Así es. En cambio, en el segundo sentido partimos de ciertas observaciones y procedemos a eliminar rasgos, a simplificar, a tipificar, a normalizar, borrar unas diferencias y exagerar otras, hacer abstracciones, en cierto modo como un caricaturista, al retratar a un narizón, exagera el tamaño de la nariz. El retrato está distorsionado, no representa la realidad, y sin embargo podemos reconocer al modelo enseguida. P. ¿Y Weber le dio a este tipo de concepto un nombre especial? 179

F. Lo llamó Idealtyp o “tipo ideal”, por cierto un nombre que aparece fugazmente en escritos anteriores (por ejemplo, en Acton, Durkheim o Jellinek), pero sin que ninguno de ellos haya teorizado sobre el asunto como lo hizo Weber. P. ¿Habrá tomado Weber la idea de esos autores? F. Si acaso lo hizo, en sus manos el concepto se convirtió en algo más poderoso y definido que en los autores anteriores. Por lo demás, sobre la expresión “tipo ideal” hay una historia más digna de meditarse que ésta. Aunque Weber eligió la expresión, declaró en su momento que había peligro de malentendido, debido a que la palabra “ideal” tiende a usarse solamente en conexión con cosas que valoramos positivamente. De hecho, en ese sentido positivo encontramos antecedentes del concepto weberiano entre los griegos, si bien igualmente sin teoría lógica que los acompañe. P. ¿Las ideas de Platón? F. Justamente: ellas son todas de este tipo, como lo son el “hombre prudente”, el “justo medio” y la “recta razón” de Aristóteles. Pero entre los griegos no encontramos que a una organización criminal o un burdel le corresponda un “tipo ideal”. P. ¿Y Max Weber? F. Max Weber insiste en que para él los “tipos ideales” no lo son siempre de cosas que tengamos en alta estima. La formación de este tipo de concepto no tiene tal limitante. Éste es uno de los muchos lugares donde podemos ver que el politeísmo weberiano de que hablábamos antes flaquea un poco. P. No entiendo. F. Piensa un poco en los ejemplos que Weber da: una organización criminal o un burdel. P. ¿Qué con ellos? F. Para Weber no hay duda de que les corresponden tipos ideales, pero le preocupa que se piense que son “ideales” en el sentido positivo tradicional. P. ¿Y cuál es el problema aquí? F. Bueno: admitirás que para las personas que participan en las actividades de estas instituciones hay diferencias entre mejor y peor. P. Sin duda las habrá. F. En particular, los usuarios de sus servicios tienen gustos y preferencias bastante precisos y en ocasiones delicados. P. Así será seguramente. F. Luego están aquí involucrados valores, si bien no necesariamente el usuario tendrá los mismos que tiene el sociólogo, el economista, o cualquier otro observador externo. P. Me parece ver lo que quieres decir. Weber se preocupa de que alguien pudiera creer que él tiene en alta estima los servicios y actividades del hampa o de un prostíbulo. F. Exacto; y por eso hace la advertencia de que no se entienda por sus “tipos ideales” algo así como sus ideales personales. Una advertencia que es en realidad completamente

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innecesaria, si por otra parte el sociólogo practica la neutralidad axiológica y simplemente se limita a describir los valores que observa en la sociedad y sus instituciones. P. Weber es politeísta, pero a ratos como que se avergüenza un poco de su politeísmo. F. Correcto. Pero creo que podemos olvidarnos de su advertencia y constatar que el adjetivo “ideal” en la expresión “tipo ideal” tiene la misma connotación de valoración positiva que siempre ha tenido en nuestra tradición: un “tipo ideal” encierra los valores de ciertos individuos y grupos, y no hay más que decir. P. ¿Y estos “tipos ideales” son completamente ajenos a la estadística? F. Eso al menos pensaba Weber. Y hoy nos planteamos una pregunta semejante en una rama de las ciencias cognitivas. P. ¿Cuál rama? F. La llamada “inteligencia artificial”. Se trata de un campo en que el que se pretende crear máquinas y programas capaces de exhibir esa propiedad elusiva que llamamos “inteligencia”. Digamos que la naturaleza la evolución ha producido comportamientos inteligentes en varias especies de animales, y particularmente en esa especie de primates de la que somos miembros tú y yo. P. Frente a esa inteligencia natural se trataría de crear una artificial. F. Y de hecho se ha creado ya. Muchos dispositivos que utilizamos en la vida diaria, en las fábricas y en los hogares, en la investigación científica y policíaca tanto como en el comercio y en el transporte, tienen esa inteligencia artificial en mayor o menor grado: los calentadores automáticos de agua, las puertas que se abren solas, los sistemas de aire acondicionado, las computadoras que conducen los aviones, el programa que corrige los errores ortográficos o gramaticales, y un sinnúmero más de ejemplos que podrían aducirse. P. Pero no podemos decir que se trata de comportamiento inteligente: se trata de respuestas mecánicas, rígidas, inflexibles... F. Algunas de esas respuestas son todo eso que dices, en efecto, pero otras lo son menos. Sin embargo, has dado en el clavo: estamos de acuerdo en que un comportamiento es tanto más inteligente cuanto más flexiblemente se adapta a los problemas a que se enfrenta. Y justo es aquí donde hemos encontrado un límite, al menos por ahora. P. ¿A qué te refieres? F. Digamos que las computadoras son en un sentido más inteligentes que nosotros: resuelven problemas de cálculo de manera más rápida y eficiente, y produciendo menos errores. De hecho, hay cálculos que ningún ser humano podría llevar a cabo, por inteligente que fuera. Pero esa increíble capacidad no parece apropiada para resolver cierto tipo de problemas que nosotros, los humanos en particular y los animales en general, resolvemos rápida y eficientemente. P. ¿Por ejemplo? F. Piensa en cómo eres capaz de reconocer una cara entre muchas, una voz, una mirada, un modo de andar. Llegas hoy a una fiesta donde se encuentran decenas de personas, todas más o menos hablando al mismo tiempo, y de entre el barullo distingues la 181

voz de esa muchacha que te presentaron apenas ayer y a la que te sientes atraído. ¿Cómo? ¿Te sonrojas? P. No sabía que te habías dado cuenta. F. Observo más de lo que te imaginas. Y dicho sea de paso, aplaudo tu elección. P. Gracias. F. Y para ayudar a que desaparezca ese rubor que ha inundado tu cara, sigo con el ejemplo. Tal vez la muchacha ayer tenía todavía algo de resfriado y su voz era gangosa, mientras que hoy se ha levantado fresca y lozana, y su voz suena perfectamente normal: aunque tú no has oído nunca esa normalidad, la reconoces, y la reconoces de entre todo ese montón de voces, familiares o extrañas, de la fiesta. P. Ahora que lo pienso, resulta en verdad sorprendente que podamos hacer eso. F. O supongamos que la muchacha no ha dicho palabra desde que llegaste a la fiesta, pero tú de repente enfocas la mirada y reconoces su rostro, aunque está peinada o maquillada de forma completamente distinta que ayer. P. Así pasa. F. O levantas el auricular cuando suena tu teléfono, y la persona del otro lado de la línea apenas si ha hablado un segundo cuando ya sabes que se trata de tu madre, de tu mejor amigo, o de tu jefe. P. ¿Y eso las máquinas no lo pueden hacer? F. No todavía, o al menos no muy bien, por no decir ridículamente mal en comparación con nosotros. P. ¿Y qué tiene que ver todo eso con nuestro tema? F. A menos que mucho me equivoque, los tipos ideales de Max Weber son una manifestación de eso que los expertos en inteligencia artificial llaman el “reconocimiento de pautas”, y de lo cual todos los anteriores son otros tantos ejemplos. P. ¿Podrías darme un ejemplo más cercano a los intereses de Weber? F. Uno bueno podría ser el logro intelectual de Jakob Burckhardt al capturar la complejísima realidad del Renacimiento italiano. Nadie antes que Burckhardt habría visto la unidad histórica de esa serie de fenómenos políticos, lingüísticos, artísticos, intelectuales, científicos y urbanísticos. Gracias a la estilización lograda por Burckhardt, pudieron sus lectores comenzar a entender lo que había ocurrido en ese período de la historia europea. Un caso notable de tipo ideal, un ejemplar magnífico de reconocimiento de pautas. P. Y lo que en Burckhardt fue una hazaña intelectual, sólo tiene una diferencia de grado con la manera como yo, al platicar con la muchacha, me fui familiarizando con sus rasgos. F. A todo ejemplo sublime corresponde uno de la vida cotidiana: los datos históricos que Burckhardt analizó fueron dejando de ser datos y convirtiéndose en rasgos, semejantes a los de un rostro humano. P. Pero si eso es cierto, algo así pasaría con todas las actividades que cultivamos.

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F. Y pasa, mi querido Pánfilo; todo el tiempo. Eso que llamamos nuestros talentos no son sino el comienzo de un proceso que culminará en la formación de nuestras habilidades; y esas habilidades, que logramos adquirir por el ejercicio, la práctica y la disciplina, son en gran medida repertorios de pautas que somos capaces de reconocer, y al reconocerlas actuar de manera flexible, adaptativa, en suma: inteligente. P. Pero entonces lo que logra un gran historiador, un Burckhardt por ejemplo, es del mismo tipo que lo que logra un gran físico, por ejemplo un Maxwell, cuando formula la teoría del electromagnetismo. F. O más humildemente, lo que un gran jefe de bomberos logra cuando capta el estado y características de un incendio y organiza la operación de rescate; o un jugador de ajedrez que ve de un golpe la estrategia que debe seguir; o un peatón que estima si puede cruzar una avenida con mucho tráfico; o un mecánico que oye el ruido de un motor y sabe que se trata del cigüeñal y no de los pistones; o una mujer que intuye que hay algo serio que preocupa a su amado. P. ¿Y qué piensan los expertos? ¿Podremos algún día llegar a construir máquinas inteligentes también en este sentido? F. Los investigadores son naturalmente optimistas; de otro modo no serían investigadores. De manera que ellos creen que sí. En lo que no hay acuerdo es en la ruta que será necesario seguir para lograrlo. Algunos piensan que los métodos y las teorías que hemos seguido hasta ahora serán suficientes, y que sólo se requiere refinarlos. Otros en cambio sostienen que necesitamos teorías y métodos distintos. Volviendo a tu pregunta de si los “tipos ideales” eran algo completamente ajeno a la estadística, doy en pensar que ese problema al que se enfrentan hoy las ciencias cognitivas, aunque planteado de una manera mucho más sofisticada, es exactamente el mismo al que Weber se enfrentó. P. Y por lo que me dices, a Weber le parecía que se trataba de cosas muy distintas, si no es que opuestas. F. Correcto. Según Weber, el historiador, enfrentado a miles y miles de datos, logra entresacar ciertos rasgos de una situación y eliminar otros que no son importantes, y propone enseguida un nombre que le permite identificar con brevedad una totalidad histórica difícil de abarcar. P. Hoy se diría que el reconocimiento de pautas del historiador creó conceptos que permiten a quien se aplique en estudiar el tema reconocer lo que él reconoció. F. Y según Weber, eso no podría haberse hecho utilizando los métodos estadísticos, los conceptos “de corte medio”. P. Noto por tu voz que no estás muy convencida. F. Digamos que está muy lejos de probarse una cosa o la otra; pero estoy segura de que los avances en ciencias cognitivas nos permitirán algún día resolver la cuestión. Nada más como adelanto quisiera, sin embargo, decirte que hay estadísticos que opinan que los métodos tradicionales deben ser suplementados por métodos distintos, reunidos en lo que se llama “análisis exploratorio de datos”, que invenciblemente sugieren ese reconocimiento 183

de pautas de que hemos venido hablando. Habría que enseñar al estudiante a contemplar los números antes de aplicar las fórmulas, a dejar que de los datos se desprendan ciertos rasgos. Pero este es un tema muy amplio y a lo que entiendo poco explorado aún por las ciencias cognitivas. P. Lo que sí me comienza a quedar claro es que la historiografía está llena de esos “tipos ideales”. F. ¿En qué estás pensando? P. En la Revolución Industrial, la Música Clásica Vienesa, la Guerra de los Treinta Años, y tantos y tantos otros rótulos que leemos en los libros de historia. F. Creo que te vas dando cuenta de la peculiaridad de estos conceptos, de cómo son antes que nada conceptos históricos, o sea conceptos relativos a fenómenos particulares en tiempo y espacio, únicos, irrepetibles… P. En eso se distinguen de los conceptos genéricos, los cuales, supongo, son propios de la teoría. Pero eso nos llevaría a plantearnos la pregunta por la relación entre la historia y las ciencias sociales. F. Razonas bien y llegas a una de las preguntas más excelentes que plantearse pueden. Y para que mejor se entienda el sentido de la pregunta, piensa en lo siguiente. Según Max Weber, el ejemplo más característico de tipo ideal es el mercado. P. ¿Cómo? ¿Un concepto económico? F. Como lo oyes. Y todas los conceptos asociados al de mercado, sobre los que hemos venido hablando, conceptos tales como precio, demanda, oferta, competencia, productores y consumidores, etc., son parte de ese tipo ideal. P. ¿Y los economistas? F. Los economistas hablan en ese contexto de “modelos”. Y eso ha llevado a muchas personas a pensar que los tipos ideales son algo así como modelos. Dado que la economía es la ciencia social más avanzada y sofisticada, e indudablemente utiliza modelos, e incluso modelos matemáticos semejantes a los de los físicos, se ha podido pensar que los tipos ideales que utilizan los sociólogos y los demás científicos sociales serían como la forma inicial, todavía algo primitiva, que toman los futuros modelos. P. Pero si todo eso fuera cierto, entonces Weber tendría que haber pensado que la economía es una ciencia histórica, y de hecho que todas las ciencias sociales lo son. F. Es exactamente lo que él pensaba. Y es algo que prácticamente ningún economista aceptaría. La mayoría de los economistas no leen a Weber; pero hay al menos una excepción y ella prueba lo que digo. Pero el sol se ha puesto y creo que debemos continuar mañana.

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Décimo Séptima Jornada PÁNFILO. Al despedirnos anoche dijiste que había al menos un economista que tomó en serio las ideas de Weber... FILOPANTA. Estaba pensando en Ludwig von Mises, un célebre economista austriaco quien fue también uno de los mejores amigos de Max Weber, y además un hombre preocupado a fondo por las cuestiones epistemológicas de las ciencias sociales en general y de la economía en particular. Mises leyó con cuidado lo que Weber tenía que decir sobre los “tipos ideales”… P. ¿Y no lo aprobó? F. Ciertamente lo consideraba una aportación de primer orden a entender lo que hace un historiador, pero le parecía irrelevante para el trabajo específico del economista. P. ¿Los “tipos ideales” no serían entonces como los modelos de los economistas? F. En absoluto. P. ¿Ni el mercado un ejemplo de “tipo ideal” en economía? F. Ni ese ni ningún otro concepto utilizado por los economistas sería un “tipo ideal”. P. La oposición es completa. F. Completa. Los “tipos ideales”, nos dice Mises, se refieren a los deseos y aspiraciones, creencias y valores, convicciones y propósitos, que ciertas personas o grupos de personas tienen o tuvieron o mejor dicho: que el historiador piensa que tienen o tuvieron en una cierta configuración histórica, y merced a cuya comprensión podemos hacernos mejor cargo de por qué obraron cómo obraron. P. Ese concepto de comprensión es el mismo del que me hablabas antes. F. El mismo que Weber terminó colocando en el centro mismo de su empresa. Sin embargo, Mises argüía que para poder explicar los acontecimientos históricos no bastaban los “tipos ideales”, sino que se requería una teoría de la acción humana. P. ¿Y esa teoría no utiliza los “tipos ideales” de Weber? F. El punto es que una cosa es historia y otra cosa es teoría. La historia nos permite capturar el hecho individual, único, irrepetible, por ejemplo el Renacimiento italiano. La teoría en cambio nos permite capturar las regularidades de carácter universal, no lo que ocurre en tal o cual momento de la historia, sino lo que ocurre en todo tiempo y todo lugar. P. Para seguir con tu ejemplo, es merced a “tipos ideales” que logro comprender a los hombres y mujeres del Renacimiento, sus valores, ideales y aspiraciones. F. En la medida en que el historiador acierta, logramos en efecto comprenderlos. P. Pero cómo es que de sus acciones surgieron las cosas que surgieron: los edificios, las formas de gobierno, los ejércitos, el comercio, las artes florecientes, etc., ¿todo eso es algo que los “tipos ideales” no podrían explicar? F. Tú lo has dicho. Tomemos el caso de la arquitectura. Para explicar esos edificios, no los motivos que llevaron a su construcción, sino esa construcción misma, necesitamos 185

de los conocimientos de los ingenieros civiles y los arquitectos. Necesitamos saber sobre las propiedades de los materiales de construcción (por ejemplo, su resistencia o su elasticidad), el comportamiento de las cargas en equilibrio, de la luz y el sonido, necesitamos teoremas de geometría, estática, geofísica, óptica y acústica. Estas propiedades y teoremas son de carácter universal, no particular e histórico. Y sólo ellos explican los resultados que vemos o sobre los que leemos en tal o cual documento. P. Simplificando algo las cosas, la historia y con ella los “tipos ideales” se ocupan de los motivos, mientras que la teoría se ocupa de los resultados… F. Esta simplificación que se te acaba de ocurrir proviene de un hecho innegable: que tenemos buenas teoría (físicas, biológicas, militares, políticas, económicas o matemáticas) que nos permiten en buena medida explicar resultados, pero no las tenemos tan buenas para explicar motivos. P. No es, pues, totalmente correcto lo que dije. F. No totalmente, pero es muy útil. Lo que está claro es que sin los “tipos ideales”, y más generalmente sin las operaciones cognitivas que los historiadores llevan a cabo para comprender a los sujetos individualísimos de un momento particular de la historia, sin esa capacidad empática de acercarse a ellos y sentir como ellos sentían y pensar como ellos pensaban, no podríamos hacer la historia de ese período. P. Pero eso no basta. F. No basta, porque es igualmente cierto que sin los elementos teóricos que las ciencias aportan entre ellas la teoría general de la acción humana, de la que la economía es parte esa labor del historiador tampoco sería posible. P. Creo que comienzo a entender la posición de Mises, pero ya van dos veces que mencionas esa expresión, “teoría de la acción humana”, y no estoy seguro de tener una recta comprensión de ella. F. Para eso necesitamos irnos de nuevo al siglo XVIII. Aunque la teoría económica tiene antecedentes entre los griegos y sobre todo entre los medievales, se trata fundamentalmente de un logro de la Europa moderna: la primera de las ciencias sociales y la única consolidada hasta ahora. Poco tiempo después de que la economía aparece como ciencia en el horizonte intelectual de los europeos, que es al final del siglo XVIII y comienzos del XIX, surgen otros autores que pretenden fundar nuevas ciencias sociales, distintas y en parte polémicamente opuestas a la economía. P. ¿Y cuáles son ellas? F. La primera es la “sociología” en Francia, cuyo nombre pretende arrogarse la temática completa de la sociedad. No es la única ciertamente… P. ¿Cuáles son las otras? F. La historia de cada una de las aspirantes, de la manera como aparecen, sus pretensiones, sus vínculos con disciplinas del pasado europeo, y sus disputas con las propuestas anteriores y contemporáneas, es verdaderamente fascinante. Tenemos aquí, en un orden cronológico aproximado, la historia, el derecho, la lingüística, la psicología, la 186

etnología, la antropología, la ciencia política o politología, y finalmente la sociobiología y la neurociencia social ya en nuestros días. También el estatuto epistemológico a que puede aspirar cada una de ellas hoy día es muy distinto. Pero no nos distraigamos. Lo importante es que, en la época de Weber, dos de esas disciplinas habían pretendido dominar a todas las demás, sea como su fundamento sea pretendiendo abarcar todo su contenido. P. ¿Cuáles eran esas disciplinas tan pretensiosas? F. La sociología y la psicología. Y puedes imaginarte que los académicos entraban en agrísimas controversias sobre todo eso. Parte de esas controversias tenían que ver con un asunto de política universitaria: la creación de nuevas cátedras, institutos, departamentos, laboratorios, equipos de investigación, programas de licenciatura y posgrado, búsqueda de financiamiento, premios, y todo lo que, como sabemos, anima tanto la “vida retirada” de los profesores. P. Ni tan retirada, pues. F. Los académicos también tienen su corazoncito, Pánfilo. En todo caso, lo que interesa aquí es que la sociología en particular no encontraba su lugar desde que Auguste Comte la lanzó al ruedo allá por 1830. Sus pretensiones eran enormes: ser la ciencia social por excelencia, si no es que la única ciencia social. Pero su actuación pública resultó decepcionante, por decir lo menos. Mientras que la economía, a la que pretendía desterrar, ganaba en prestigio y en solidez, la sociología no tenía gran cosa que ofrecer aparte de promesas. Las promesas están bien para los jóvenes, Pánfilo. P. ¿Pero pasados los años? F. Se requiere de hechos. Piensa que alguien como Weber, que fue formado como jurista y como historiador, dijo muchas veces que la sociología “era una farsa”. P. Y sin embargo consideramos a Weber hoy día como sociólogo, incluso como uno de los fundadores. F. Weber se concebía a sí mismo como economista, y fue contratado como tal en varias ocasiones por universidades de prestigio. Pero su forma de cultivar la economía era a través de la historia. P. ¿Era historiador económico? F. No precisamente, porque los historiadores económicos tratan de ciertos países y ciertos períodos, se especializan en ellos, mientras que Weber veía la historia universal como su campo. P. ¿Y su relación con la sociología? F. Hay que recordar que la sociología como especialidad no existía en tiempos de Weber: no tenía ni cátedras ni institutos de investigación ni revistas. Pero hay un grupo de profesores que en Alemania fundan la Asociación para la Política Social… P. De ella hablábamos antes. F. Y en ella fue que se reunían periódicamente juristas, historiadores, economistas y algunos que hoy día llamaríamos “sociólogos”, aunque el área no portaba ese nombre de

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manera clara y decisiva. Podemos discernir entre sus intereses una forma de economía que ellos llamaban “economía social” o Sozialökonomik… P. ¿Por qué “social”? F. La principal razón parece haber sido que muchos profesores en Alemania, pero también en Inglaterra, en Italia, en Francia y en los Estados Unidos no estaban de acuerdo en la manera tan abstracta en que los economistas teóricos habían venido desarrollando la economía. Por ello algunos rechazaban de plano la economía teórica, sobre todos quienes no la comprendían en absoluto; pero otros, como Weber, que algo habían leído, concebían que la teoría económica tiene un lugar dentro de la empresa total que sería la “economía social”. P. Suena como si esa “economía social” fuese algo interdisciplinario. F. En nuestros tiempos se diría sin duda eso, y se conseguirían muchos recursos. En todo caso, Weber comienza a hablar de “economía social” cada vez más frecuentemente, y de hecho su último gran proyecto es crear una obra con muchos autores y en muchos volúmenes dedicada a ella. Y es en este marco que poco a poco va concibiendo que una parte de esa disciplina será su famosa “sociología comprensiva”. En la terminología de Mises diríamos que Weber está tratando de crear una “teoría general de la acción humana”. P. ¿Y cuál sería la relación de la economía teórica con la “sociología comprensiva”? F. Para ser francos, no es muy clara la cosa en Weber. A ratos parece que la “sociología comprensiva” sería el fundamento de la teoría económica, y a ratos parece que la teoría económica sería una parte de la “sociología comprensiva”. Nunca lo sabremos, ya que Weber se murió en el intento. P. ¿Y qué opinaba su amigo Mises? F. Mises rechaza ambas cosas. Su argumento es que la “sociología comprensiva” de Weber es en realidad una historia universal y no una teoría. Como tal ni puede fundar la teoría económica ni ésta ser una parte de aquélla. Sin embargo, Mises cree en la posibilidad de una teoría general de la acción humana y concibe que la economía sería una rama de esa teoría general. Durante un tiempo lo sedujeron las promesas de la sociología, y usó ese nombre para referirse a la teoría general. P. ¿Lo abandonó luego? F. Al ver con tel tiempo que nada de lo ofrecido bajo el rubro de “sociología” era acreedor al nombre de una teoría, Mises adopta en su vejez el nombre que había inventado un filósofo francés en el siglo XIX, y llama “praxeología” a esa ciencia general inexistente, o mejor dicho: no inexistente, sino de la que sólo existe en realidad aquella parte que llamamos “economía”. P. La cosa está de verdad enredada. F. Lo está y no lo está. El hilo conductor es simplemente la distinción central entre teoría e historia. Digamos que o bien se piensa que los asuntos humanos son susceptibles de teoría en el sentido fuerte de un sistema de enunciados válidos para todos los tiempos, todos los lugares y todas las personas, o bien se piensa que eso no es así. 188

P. Se trata de una disputa filosófica y epistemológica muy pesada. F. Del todo fundamental, mi joven amigo. P. Supongo que, para quien piensa lo primero, la distinción entre teoría e historia es tajante. F. Supones bien: para quien así piensa, la historia no es sino el intento de encontrar, para un determinado tiempo, lugar y grupo de gente qué fue lo que realmente pasó, para lo cual utilizará en parte la teoría general y en parte la comprensión particular que surge del contacto y familiaridad con los datos del período. P. ¿Y qué pasa si alguien da en pensar que los asuntos humanos no son susceptibles de teoría en ese sentido fuerte que decías hace un momento? F. Esa posición fue muy popular entre los académicos alemanes. Se la conoce como “historicismo”: no hay enunciados universales válidos para las cosas humanas; ningún enunciado universal sobre ellas puede ser válido; y todo enunciado válido sobre lo humano se refiere por fuerza solamente a un tiempo, un lugar y un grupo de personas particulares. P. ¿Sólo los alemanes defendían esa posición? F. No. Con matices distintos en cada país, encontramos representantes del historicismo en otros países, si bien en el mundo anglosajón se prefiere hablar de “institucionalismo”. P. Supongo que esa gran oposición epistemológica entre universalismo y antiuniversalismo se habrá dado en otras ciencias sociales. F. Y tendrás razón en suponerlo. Se ha dado efectivamente en todas ellas, si bien en cada una de diferente manera. Gran parte de lo que se oye hoy día cuando se habla de “postmodernismo” no es otra cosa. Pero no todo los anti-universalistas están de acuerdo entre sí. Algunos de plano desechan la teoría, y hablan de ella con desprecio, mientras que otros la acogen y admiten, pero al hacerlo invariablemente la definen de una manera distinta. P. ¿Cómo distinta? F. Quiero decir no como lo que una teoría es: un sistema de enunciados de validez universal. P. ¿Cómo la definen entonces? F. Cada loco tiene su propio tema y danza a un ritmo distinto. No vale la pena entrar en detalles. P. ¿Y Weber? F. Weber tiene una posición muy interesante. Él piensa que la teoría económica habla de cosas que no existían hasta antes del advenimiento de lo que él llama el “capitalismo”. Conforme éste se va apoderando del mundo, el carácter de las personas se transforma de tal manera que podemos ir reconociendo los agentes económicos de los que habla la teoría económica.

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P. Pero si esto fuera verdad, entonces la teoría económica no sería universalmente válida, sino que lo sería, en el mejor de los casos, solamente para un determinado período de la humanidad. F. Bien razonado. Podríamos decir que Weber ve las cosas dinámicamente: para él la teoría económica iría siendo cada vez más válida, por cuanto cada vez más los seres humanos se irían pareciendo a los que describe la teoría económica. P. Fascinante... y creo que plausible. De hecho, hoy día que la economía se vuelve cada vez más global, parece cierto que las viejas culturas son destruidas por el capitalismo y nos vamos haciendo todos cada vez más individualistas, menos solidarios,… F. Por allí iba más o menos la visión de Weber, si bien la suya creo que era un tanto menos humanitaria que la tuya, y un tanto más aderezada de un fuerte nacionalismo teutónico. P. Eso suena preocupante. Cuando los alemanes se meten por el nacionalismo, todo termina muy mal. F. ¡Y que lo digas! P. Pero eso no es todo. Por el tono que has venido usando sospecho que no estás muy de acuerdo con la visión dinámica de Weber. F. No, no lo estoy. Todos esos procesos históricos que indicaste antes bien pudieran ser tal y como los dices destrucción de culturas, y todo lo demás, que por ahora no quisiera entrar en semejantes berenjenales y sin embargo no me parece que se siga de ello la no universalidad de la teoría. Esto para mí equivale a una bancarrota intelectual. P. ¿Por qué? F. Tomemos el caso de otra teoría. ¿Dónde quedaría la lingüística si necesitáramos una teoría nueva para cada lengua o cada grupo de lenguas que encontrásemos, cada transformación histórica que constatásemos? El español, por ejemplo, representa una transformación enorme del latín, pero no tenemos una teoría especial para el español que sería distinta de la teoría que necesitamos para el latín. No hablemos de lenguas impresionantemente distintas tanto del latín como del español, como el árabe, el dyirbal, el malagasy, el egbe o el mandarín. P. No habría para cada lengua o tipo de lengua una teoría distinta... F. Decir eso equivaldría a declarar la bancarrota de la lingüística. Si la teoría económica vale para la época actual, pero no vale para otras épocas, entonces la teoría está mal. Sobre eso se puede discutir. Pero decir que hay dos teorías igualmente válidas, aunque para períodos económicos distintos, me parece un disparate. P. Palabras fuertes hablando de un autor tan célebre. F. Weber es un autor de todo punto excelente, pero mucho me temo que lo que Mises dijo de él sea verdad. P. ¿Qué dijo?

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F. Que nunca entendió la teoría económica. De hecho, en alguna ocasión parece haberlo admitido. En correspondencia privada habló de que no había podido ocuparse de la teoría por tener que atender otras cuestiones. P. Supongo que tenía todo el derecho de hacerlo... F. El mismo que tenemos sus lectores de no seguirlo allí donde sus ideas nos conducen a error. Pero te noto algo pensativo. P. Es que di en recordar una cosa que dijimos ayer... F. Adelante. P. Hablábamos de ejemplos de “reconocimiento de pauta” y acordamos que todos los seres humanos, tanto dentro como fuera de la academia, usamos de ella. F. Lo acordamos, en efecto. P. Y frente al ejemplo del historiador Buckhardt mencionamos el del teórico Maxwell... F. ¿Y eso te preocupa ahora? P. No acierto a formular cuál es exactamente mi duda, pero si la teoría de Maxwell es del mismo tipo cognitivo que la historia de Burckhardt, ¿dónde queda la diferencia entre teoría e historia de que hemos venido hablando? F. Ahh, mi querido Pánfilo, esa pregunta es muy reveladora. Sin que tal vez ahora te apercibas de ello, está basada en un supuesto epistemológico muy sutil, que muchas personas comparten, y que conduce invariablemente a error. P. ¿Y cuál es ese supuesto? F. Se podría formular simplemente diciendo que el saber o la ciencia tiene una sola forma de existir. P. ¡Guau! Esta es una forma desusada de hablar en ti. F. Tienes razón. Es el tipo de jerga filosófica que en general prefiero evitar. Sin embargo, mucho me temo que este asunto particular lo amerita. P. Creo que vas a tener que barajarme las cosas más despacio. F. Todo lo despacio que sea necesario. Piensa que tenemos por un lado la teoría de Maxwell en el sentido del conjunto de operaciones cognitivas y representaciones mentales que su cerebro debió llevar a cabo, construir, modificar, elaborar. P. De acuerdo. F. Esta es la teoría de Maxwell en el sentido de lo que Maxwell tenía en mente. P. Te sigo. F. Pero por otro lado, tenemos el texto, o los textos, que Maxwell escribió... P. Sus artículos, sus libros,... F. Antes que nada, sin duda, sus apuntes, esbozos y notas, lo que escribió para ayudarse a aclarar lo que tenía en mente. Luego, claro está, los artículos y libros que escribió para comunicar sus resultados a sus colegas. P. De acuerdo. F. Mira ahora si también estás de acuerdo en otra cosa. P. ¿Cuál? 191

F. Esos textos ya no eran simplemente lo que Maxwell tenía en mente; ya estaba la teoría en buena medida exteriorizada, materializada, en un conjunto de símbolos, unos lingüísticos (el inglés científico de su época), otros matemáticos (la notación algebraica usual entonces), por no hablar de diagramas, esquemas, dibujos, tablas. P. A eso te refieres con distintas “formas de existir”. F. A eso y también a esto: en el momento en que sus colegas leyeron esos textos, tablas, diagramas, etc., y comenzaron a entender, la teoría de Maxwell se volvió algo que ellos también tenían en mente, y dieron lugar a otros textos, tablas, diagramas, etc., en que esas sus mentes lograron exteriorizar, materializar, la teoría. De hecho, habría que ir más lejos al hablar de materialización: no solamente se trata de textos, de dispositivos para representar la teoría mediante símbolos y figuras, sino que se trataba desde el principio de artefactos, unos creados por el propio Maxwell, otros por quienes lo intentaban entender o intentaban aplicar lo que habían entendido. Esos artefactos, experimentales, tecnológicos, ilustrativos, también encarnaban, por decirlo así, de manera material la teoría de Maxwell. P. De hecho, me imagino que en muchos casos los artefactos eran más convincentes o persuasivos de la verdad de esa teoría, que no complicadas ecuaciones, secos razonamientos o largos cálculos. F. Sin duda, mi joven amigo, debió haber sido así en muchos casos. El punto es que, si alguien pregunta, ¿qué es la teoría de Maxwell?, la respuesta no resulta fácil de responder en el sentido de que podamos apuntar a una sola cosa en el mundo. Ciertamente podemos decir que el saber humano no está solamente en la cabeza de los seres humanos. P. Pero siempre está también en la cabeza de los seres humanos. F. Tal vez pueda decirse eso; aunque en muchos casos no hay una sola cabeza que lo contenga. P. ¿Cómo puedes decir eso tú ahora? F. No sé porque presiento que andas queriendo refutarme otra vez. P. Creeme que no es mi intención, pero admitirás que hasta ahora habías argüido, muy persuasivamente por cierto, que no hay procesos cognitivos de carácter colectivo. F. Sigo creyendo eso, pero lo que estoy pensando no es colectivo en el sentido usual en ciencias sociales. P. Veamos un ejemplo. F. Excelente propuesta: nada como un ejemplo para fijar las ideas. A ver qué te parece éste. P. Venga. F. Hoy día es posible decir que el saber requerido para la producción de algo tan simple como un lápiz no está en la cabeza de ningún ser humano individual. P. Nunca lo había pensado así. F. El saber de leñadores, químicos, mineros, metalúrgicos, choferes, administradores, banqueros, y un sinnúmero más de personas situados en países muy distintos y distantes se requieren para la producción de cada lápiz. 192

P. Me da vértigo sólo pensarlo. F. No hablemos ya de algo mucho más complicado, como un automóvil, una cápsula espacial o el internet... P. Las cosas son aún más complicadas. F. O tomemos un caso más cercano y familiar. P. A ver. F. Considera que otro tanto pasa con las lenguas. P. ¿Las lenguas? F. Sí, mi joven amigo, todo ser humano normal sabe al menos hablar una lengua; pero no hay un solo ser humano que sepa todo lo que el sistema de una sola lengua contiene. P. No entiendo. F. Toma como ejemplo lo más obvio de una lengua: las palabras, el vocabulario. Un hablante normal de una lengua domina unos cuantos millares de palabras. De hecho, de manera activa domina menos millares de los que domina pasivamente, quiero decir que todos entendemos más de lo que podemos expresar. P. Eso me resulta familiar. F. La única excepción a esto son algunas personas con el síndrome de Williams, que pueden expresar más de lo que entienden. P. ¡Qué condición tan extraña! F. Muy reveladora de la relación entre cerebro y lenguaje. Pero dejemos esto para considerar otra cosa. P. Dime. F. Estarás de acuerdo en que cualquier lengua contiene muchos más vocablos que los que domina hasta el mejor orador o poeta. P. De acuerdo. F. Pero entonces, Pánfilo amigo, juntos sabemos más que separados. P. Pues no veo cómo no conceder eso. F. O piensa en el mercado. P. ¿Qué tiene que ver otra vez el mercado? F. Mucho, aunque te asombre. El mercado no es en cierto modo otra cosa que conocimiento. Los precios ciertamente son ante todo información. ¿Estarás de acuerdo en que cuando vamos de compras tomamos decisiones? P. No solamente estoy de acuerdo; sino que he logrado comenzar a entender que se trata de decisiones sobre costos de oportunidad, es decir sobre usos alternativos de nuestros recursos. F. Muy bien recordado. Nuestras decisiones se ven enormemente facilitadas gracias a los precios. Los precios nos dicen que una camisa requiere menos recursos que una chaqueta, que una corbata de cierta marca requiere más recursos que unos zapatos de otra, que tal vez debemos esperar un poco antes de comprarnos esa computadora o ese aparato de sonido que tanto nos gusta. 193

P. O sea, que todo el mercado no es sino un incesante ir y venir de información sobre cómo administrar mejor nuestros bienes. F. Y un manejo de información que no está, ni puede estar, concentrado en un solo lugar: los precios son algo que se va construyendo con las pequeñas contribuciones de todos nosotros. Cuando finalmente te decides a comprar ese chaleco, mandas una señal, infinitesimal si quieres, al mercado de que la demanda ha aumentado. Es una señal que se junta con muchas otras, y que les permite a los productores ver si están utilizando correctamente sus recursos. P. ¿Y alguna vez se ha intentado concentrar esa información? F. Ese era parte del sueño socialista; y se ha venido abajo estruendosamente. Los propios economistas que trabajaron junto a los políticos tratando de implementar un sistema de cálculo de precios que permitiera substituir al mercado, han debido reconocer que el resultado era muy inferior, inmensamente inferior, al mercado mismo: ineficiente, rígido, inflexible, inmanejable. P. Nunca me imaginé que la economía pudiese darnos lecciones de epistemología. F. Nos las da, y grandes. Lo mismo que la lingüística, y en rigor todas las ciencias, cuando se les ve desde la perspectiva correcta, es decir planteando las preguntas apropiadas. Y una de esas grandes lecciones es: el saber humano está, por un lado, materializado en múltiples objetos, y por otro lado está ampliamente disperso y repartido en múltiples personas. P. Pero, ¿no será eso lo que algunos antropólogos y sociólogos quieren decir cuando hablan de saber “colectivo”? F. Si eso es lo que quieren decir, magnífico. Pero no lo dicen con mucha claridad. P. Y ya que estamos hablando de todas esas formas de existir del saber humano, ¿qué piensas de esos autores que hablan del carácter “ideal” del conocimiento? F. ¿Te refieres a la idea de que la ciencia o el saber no existe realmente en ninguna cabeza ni en ningún libro, sino que tiene una existencia de otro tipo, por decirlo así que “no es de este mundo”? P. Pues sí. Eso es lo que autores como Frege, Popper y muchos otros han dicho. F. Me parece una hipótesis totalmente implausible. Por un lado, es fantasmagórica: postula una realidad más allá de la realidad, que nadie sabe bien dónde está o si está en algún lugar, de tan etérea que es la concepción. Los matemáticos se inclinan mucho a pensar de esta manera; y yo al menos no tengo nada en contra, puesto que, en su caso, suele ir acompañada de genuinos descubrimientos. Pero en el caso de los filósofos, me inclino a pensar que esta es una de las ideas a las que ellos recurren de puro apresuramiento y no detenerse a pensar las cosas más despacio. P. Y en todo caso sería innecesario pensar así. F. Totalmente innecesario: si todo lo que se quiere decir es que el saber no es algo puramente mental ni algo puramente inscrito en un libro, no es necesario postular un no sé

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qué cielo platónico donde habitarían las ideas. Basta darse cuenta de que las ideas habitan en muchos lados y se realizan de muchas maneras. P. Esta discusión es totalmente fascinante, pero me encuentro perdido respecto de la pregunta que la provocó. F. ¿Podrías repetir esa pregunta? P. Habíamos estado intentando distinguir, con Mises, entre teoría e historia. F. De acuerdo. P. Y habíamos convenido en que la teoría permite explicar lo que pasa en todo tiempo y lugar, mientras que la historia nos permite solamente comprender los motivos por los que las personas actuaron en cierto tiempo y lugar. F. Así habíamos convenido. P. Pero he aquí que antes nos había parecido que una teoría como la teoría del electromagnetismo de Maxwell era del mismo tipo que la historia del Renacimiento que nos dio Burckhardt. F. Ambas eran casos de lo que se ha llamado “reconocimiento de pautas”. P. Ahora caigo: eran casos de reconocimiento de pautas en tanto que eran productos de cerebros humanos; y en esa medida no se distinguen. F. Vas por muy buen camino. ¿Cómo entonces es que se distinguen? P. Se distinguen por lo que nos permiten hacer. Por ejemplo, la teoría de Maxwell nos permite predecir, construir cierto tipo de aparatos, desarrollar ciertas tecnologías. Nada de eso es posible a partir de una descripción histórica. F. ¿Por qué? P. Porque la descripción histórica no tiene ese carácter general; sino en todo caso requiere de teorías generales para poderse construir: teorías económicas, políticas, psicológicas, arquitectónicas, médicas, etc. F. Me dices lo que no son. ¿Podrías decirlo ahora de manera más positiva? P. Supongo que podría decirse que una descripción histórica, aparte de permitirnos comprender por qué actuaron tales y cuales seres humanos en tales o cuales situaciones, nos permite enorgullecernos o avergonzarnos de ellos, apreciar, admirar y respetar sus logros, lamentar o despreciar sus fallas. F. Creo que no podría decirse mejor. Y vámonos ya, que se acerca una tormenta.

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Décimo Octava Jornada PÁNFILO. No sé aún qué pensar de las cosas de que hablamos hacia el final de nuestra conversación de ayer, y debo darme un poco más de tiempo. Prefiero, si te parece, preguntarte mejor por esa teoría general de la acción humana de la que hablaste al principio de la plática. FILOPANTA. ¿La praxeología? P. Sí, esa teoría que, según me informaste, Mises llamó “sociología” un tiempo y luego “praxeología”, y de la que dice que la economía es una parte. Si tiene razón, entonces algunas de las proposiciones que examinamos antes, sobre oferta y demanda, costos de oportunidad o formación de precios, serían enunciados de esa teoría, lo mismo que las demás proposiciones económicas. Pero me pregunto cuáles otros enunciados, no de carácter estrictamente económico, podrían caber dentro de la teoría general... F. Una pregunta fascinante, Pánfilo. Y creo que podría decirse que en este terreno hay dos grandes escuelas de pensamiento, o al menos tendencias, en el desarrollo de las ciencias sociales durante el siglo XX. P. Sabía que la cosa iba a ponerse interesante. F. Vaya que me pones a trabajar, Pánfilo, con tus preguntas. Se trata de literaturas multiformes, abigarradas y complejas las que me pides que te intente resumir. P. Ya con decir que son dos me parece que has dado el primer paso. F. El criterio que estoy utilizando para decir que son dos tiene que ver con esta idea de racionalidad que nos ha ocupado en conversaciones anteriores. Y aquí comienzan las dificultades: distintos autores delimitan el concepto de maneras distintas, unos lo hacen con mayor precisión que otros, o bien utilizan como punto de referencia ideales o criterios que los otros no toman en cuenta, en fin que la cosa no resulta fácil. Sin embargo, podemos discernir una diferencia de temperamento. P. ¿Qué quieres decir? F. Pienso que una tendencia en ciencias sociales es a sostener que los seres humanos son racionales a pesar de que no siempre lo parezcan, e incluso a pesar de que en muchísimas ocasiones parezcan directamente irracionales: para esa tendencia la teoría general de la acción humana es necesariamente una teoría de la acción racional. P. Suenan heroicos. F. Y muchas veces lo son en la constancia y perseverancia con que intentan ir “más allá de las apariencias”. P. ¿Y frente a ellos hay una tendencia opuesta? F. Una que no tiene problemas en admitir la irracionalidad como parte de la teoría general, e insiste en que debemos “salvar los fenómenos”. P. ¿Y tú con cuál de esas tendencias simpatizas? ¿Cuál es tu temperamento? F. Como en tantas encrucijadas, la verdad es que me encuentro dividida. 196

P. Me da gusto saber que no siempre estás tan segura. F. Confundes estar seguro con tener razones. Y sin embargo son condiciones casi tan opuestas como la juventud y la vejez: mientras que aquélla compensa la escasez de razones con el privilegio de la seguridad, a la mayoría de los viejos les está ya negado ese privilegio y placer, y no hacen sino acumular razones. P. Pues tú estás contribuyendo a que pierda mi seguridad. F. No te preocupes, muchacho, el efecto es pasajero. P. Volvamos mejor al tema. F. De acuerdo. Las dos tendencias que estoy tratando de dibujar para ti tienen buenos y malos representantes y en ambas se puede contentar la gente con soluciones fáciles. P. Pero a ti no te gustan las soluciones fáciles. F. Flaqueo como todo ser humano, y sucumbo a la tentación de la facilidad, aunque en general no por mucho tiempo. P. ¿Y tienes personalmente alguna inclinación mayor en una dirección o la otra? F. Mentiría si negara que me inclino por los “racionalistas”. A pesar de ello, trato de mantener mi espíritu abierto a lo que logren revelar las investigaciones “irracionalistas”, y hay algunos aspectos de ellas que no me resultan nada antipáticos. En todo esto hay un punto que no debemos olvidar. P. ¿Y cuál sería? F. Que en último término se trata de una disputa metodológica, la cual, como todas las disputas metodológicas, se resolverá a final de cuentas en razón y proporción de la bondad de los resultados científicos obtenidos por uno u otro bando. P. Eso me recuerda lo que nos expusiste el año pasado en una conferencia sobre el debate entre formalismo y funcionalismo en lingüística. F. Y te lo recuerda bien: la cosa tiene mucha semejanza. Como parte de argucias propagandísticas, algunos lingüistas de corte formalista han hecho alarde de público desprecio a las investigaciones funcionalistas, y éstos les han pagado más o menos con la misma moneda. Y aunque la falta de memoria histórica hace que algunos piensen que se trata aquí de un debate estrictamente contemporáneo, la verdad es que es tan antiguo como el estudio del lenguaje mismo. P. En tu conferencia nos insististe en que el lenguaje tiene tanto aspectos formales como funcionales, y que ningún lingüista ignora en su trabajo esos dos aspectos. F. Exactamente; y la diferencia en su manera de presentar los resultados reside solamente en cuál de ellos se enfatiza. P. Porque a final de cuentas, hay que explicar tanto la forma como la función. F. Al igual que en biología. P. Y la pregunta es metodológica en ambos casos: ¿cuál estrategia de investigación resulta más productiva?, ¿lo es más aquella que se concentra en la forma o aquella que se concentra en la función?, ¿es más productiva la que explica la función por la forma o la que explica la forma por la función? 197

F. Me da gusto que lo recuerdes tan bien. Piensa entonces que en economía y más generalmente, en ciencias sociales ocurre algo análogo: a fin de cuentas tenemos que explicar tanto las acciones aparentemente racionales como las aparentemente irracionales. Y la cuestión metodológica también es análoga: ¿vamos a hacer más caso del canto de una sirena o del canto de la otra? P. ¿Y cómo es el canto de la sirena “racionalista”? F. Su principal atractivo es, creo, la elegancia, la pureza de líneas, la sobriedad en la apuesta conceptual y metodológica: los fenómenos de irracionalidad serían pura apariencia que oculta una racionalidad fundamental y básica. Lo que ocurre es que las circunstancias en que cada individuo actúa son distintas, y ello hace que las personas actúen de maneras que a veces no entendemos, que se nos escapan, que parecen inexplicables, o bien que se explican por un deus ex machina. P. No entiendo. F. Los antiguos poetas y dramaturgos griegos a veces metían a sus personajes en líos tan grandes que la única manera de salvar la situación era descolgar un dios (deus) de la tramoya (machina) que resolviera las cosas de manera satisfactoria. P. No muy distinto de lo que hicieron después los novelistas y ya entre nosotros los guionistas y directores de cine. F. Como ves, las cosas cambian muy poco, y los escritores menos. P. ¿Y cuál sería el deus ex machina en las ciencias sociales? F. Los hay muy diversos, dependiendo del talento y el talante de quien escribe el informe de investigación. El mismísimo Dios Padre, o bien su Hijo, o bien la Providencia divina, han jugado un papel muy grande y aún acaso lo juegan, si bien ya rara vez con esos nombres. Autores algo más paganos hablaban del Hado, el Destino y la Fortuna. En los tiempos desvergonzadamente eurocéntricos de no hace siquiera un siglo se les substituyeron esos otros idolillos de la Nación, la Raza y el Pueblo. Hoy día se prefieren maneras aparentemente más sobrias o neutrales, más “políticamente correctas”, y se recurre a la Sociedad, la Cultura, la Historia, la Tradición, y otras enormidades. P. Ya antes me has advertido ante el uso de ese tipo de conceptos... F. Lo que Weber llamaba los Kollektivbegriffe o “conceptos colectivos”, y que aborrecía profundamente. P. ¿A eso se refiere eso que dicen, que Weber fue un individualista metodológico? F. Sí; todos los economistas lo han sido siempre, si bien la etiqueta no aparece hasta 1908 en un escrito metodológico de Schumpeter, por cierto buen amigo de Weber. Y era parte de la admiración que Weber sentía por la economía y de su desprecio por lo que en su tiempo se llamaba “sociología” lo que llevó a este gran autor a insistir siempre en que toda descripción y explicación en ciencias sociales debe basarse en las acciones individuales, o que todo los fenómenos sociales es decir, no individuales deben ser descritos y explicados como agregaciones de tales acciones.

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P. Por lo que veo, los científicos sociales de corte “racionalista” son todos ellos individualistas metodológicos... F. Correcto: la racionalidad de que hablan es siempre racionalidad individual. P. Pero eso no quiere decir que los científicos sociales que admiten la irracionalidad en las acciones humanas sean colectivistas. F. Digamos que es más fácil ser víctima de los conceptos colectivos si te obsesionas con la irracionalidad; pero es posible no sucumbir a la tentación, y los mejores investigadores de hecho salen airosos. Con todo, se trata de navegar entre escollos; y muchos que se salvan de los conceptos colectivos usuales, son luego poseídos por un espectro igualmente terrible. P. ¿Y cuál sería ese? F. La Naturaleza... P. Parecería tratarse aquí también de un dios que desciende de la tramoya. F. ¡Y qué dios, Pánfilo! Uno especialmente encantador, porque viene además ataviado con todo el prestigio y la seducción de las ciencias naturales. P. ¿En esto consiste el arrobo del canto de la sirena “irracionalista”? F. Como te dije antes, la posición que se tome aquí en gran medida depende del temperamento de las personas. La posición “racionalista” toma su fuerza de la lógica, la “irracionalista” de las ciencias naturales, de la fisiología y la psicología. Por fuerza son estas últimas más abigarradas, más cerca de la tierra y el lodo, la carne y la sangre. Pero no necesariamente están reñidas ni son en todo y por todo incompatibles. P. Como tampoco lo serían el formalismo y el funcionalismo en lingüística. F. Correcto; y al igual que ocurre en lingüística, también aquí deben ambas tendencias hacerse cargo de los datos y resultados que la otra produce. Tomemos el caso del campesino racional. P. No sé de qué personaje me hablas. F. Considera lo fácil que es para un habitante de las ciudades caer en la trampa de pensar que los campesinos no piensan como él. A veces lo mirará con ojos nostálgicos, y se imaginará paisajes idílicos de un mundo en extinción; a veces, en cambio, lo mirará con impaciencia y altanería, o en todo caso apenándose por sus miserias. Pero en ambos escenarios los campesinos le aparecerán como irracionales, ineptos, ineficientes. Les verá temerosos a la innovación, celosos de sus costumbres, empeñados en prácticas inadecuadas y despilfarradoras. P. Animal urbano que soy, me confieso culpable de tales estereotipos. F. La cosa es que cuando se estudia de cerca a la gente del campo, cuando se aprecian las circunstancias en que viven, cuando se evita hacer supuestos falsos y partir de premisas equivocadas, se advierte que razonan como cualquier persona en su situación razonaría, y actúan de maneras perfectamente adecuadas a sus circunstancias. P. Esto me recuerda haber oído discusiones de antropólogos que habían convivido con campesinos de culturas remotas. Muchos de los comportamientos que observan y registran son luego explicados en su exotismo mediante esquemas relativistas. 199

F. Conozco ese tipo de literatura y al menos en muchos casos me ha parecido profundamente equivocada. Hablan de visiones del mundo diferentes y hasta de lógicas diferentes, cosa que es bastante absurda. P. Pero tú misma has mencionado en tus cursos la existencia de lógicas no clásicas opuestas a la clásica. F. No se trata de la misma cosa. Cuando hablamos de lógicas no clásicas, nos referimos a sistemas formales de reglas, sistemas que tienen sus criterios de corrección lógica inscritos con toda precisión. Esos sistemas han sido construidos por académicos con propósitos precisos, por ejemplo examinar los límites del razonamiento matemático, las propiedades de cierto tipo de adjetivos en las lenguas naturales, los resultados de experimentos en física subatómica o la peculiar estructura de ciertos tan alambicados como etéreos argumentos filosóficos. P. No podemos decir que exista un sistema no clásico de la lógica balinesa o esquimal. F. Ya quisiera yo que un antropólogo nos hiciera el favor de formalizarlo y exponerlo; pero no, a mí me parece más bien que muchos intoxicados de trabajo de campo quieren decir simplemente que sus sujetos razonan mal. Esto no debiera sorprender a nadie, ya que todos los seres humanos razonamos mal parte del tiempo. Pero ciertas circunstancias del mundillo intelectual han hecho que decir eso de ciertos grupos humanos resulte “políticamente incorrecto”. Por ello los intoxicados no se atreven a decir lo que piensan y nos hablan de lógicas distintas. Como dicen los anglosajones, quieren comerse el pastel y quedarse con él. P. Palabras fuertes, pero que no acierto a ver cómo encajan con lo que me parece ser tu afirmación de que los nativos con costumbres para nosotros exóticas no razonan mal. F. Nada mal, al menos en general; ciertamente no peor que nosotros, y muchas veces mejor. Sobre todo cuando se trata de cosas vitales para ellos, como sus cosechas. P. ¿Y entonces por qué a muchos antropólogos les cuesta tanto entenderlos? F. Yo creo que porque son antropólogos y no nativos (o campesinos). Sin darse cuenta substituyen sus propias premisas en los razonamientos de sus sujetos, y como es de esperarse, las conclusiones que se pueden extraer de esas premisas subrepticiamente introducidas no corresponden a la lógica. P. Pues mira qué interesante... F. ¿Qué cosa? P. Que la descripción que acabas de darme concuerda con una experiencia que he hecho muchas veces: juzgar que alguien se equivocaba o desvariaba, sólo para descubrir después que yo no tenía idea de la situación en que la persona estaba. Una vez revelada dicha situación, es decir una vez conocidas las premisas correctas que yo había substituido por otras a la hora de reconstruir para mí su razonamiento, el comportamiento anómalo se volvía perfectamente natural y explicable. F. Pues la apuesta de los “racionalistas” o “logicistas” es una generalización de tu experiencia: ellos piensan que en principio todo comportamiento humano, hasta el 200

aparentemente más delirante, absurdo o destructivo, es parte de un tejido general de acción que es racional en todas sus grandes líneas y en cada paso del andamiento. P. ¡Es una idea realmente atractiva! F. Tal vez tu temperamento te lleva por ese camino. Y dicho sea de paso: esto de hablar de temperamentos es ya un comienzo de “naturalismo”. P. ¿El temperamento no sería cosa de racionalidad, pues? F. No lo sería, por cuanto dos individuos, colocados en la misma situación, dotados de los mismos recursos, y en igualdad de circunstancias, todavía podrían actuar de manera diferente en virtud de tener naturalezas diferentes. P. Pero, ¿no serían esas naturalezas parte integrante, determinante, de la situación, los recursos, las circunstancias de cada cual? F. ¡Excelente observación, Pánfilo! Pero hay que andar con cuidado en este terreno. Veamos enfoques particulares. Por un lado, podríamos considerar el caso de nuestro viejo conocido Pareto, quien toda su vida consideró que la racionalidad es solamente una parte de la explicación de las acciones humanas. Según él, la ciencia que utiliza el modo de explicación racionalista o logicista es justamente la economía, la cual de ninguna manera agota la investigación de las cosas humanas. P. ¿Y qué propuso? F. La creación de una ciencia nueva, a la que llamó “sociología general”, la cual encerraría a la economía como una de sus ramas, pero que incluiría muchos otros modos de explicación en una unidad cognitiva más completa. P. Esta “sociología general” se parece bastante a la “praxeología” de Mises, ¿no? F. Desde un punto de vista puramente formal esto es totalmente cierto, pero en el contenido, en la ejecución, vemos que se trata de proyectos diversísimos. P. ¿Por ejemplo? F. Una diferencia central es que entre la teoría económica pura (de estricto carácter logicista) y la sociología general (de corte naturalista) encuentra Pareto lugar y aplicación para el estudio estadístico comparado de patrones históricos. P. ¿Y Mises no aprobaba el uso de las estadísticas? F. Lo aprobaba para la historia, pero lo consideraba inútil para la teoría. P. Ya veo, luego no podía colocarla en absoluto al mismo nivel que la economía o la praxeología general. Pero dejando de lado la estadística, ¿cuáles serían los temas de la “sociología general” paretiana? F. En principio todos los determinantes de la acción humana, incluidos los factores geográficos y geológicos: clima, recursos naturales, accidentes orográficos, acceso a vías de navegación, frecuencia de terremotos, inundaciones o huracanes, etc. P. Una tarea enorme. F. Pero no nos arredremos, porque nuestro autor pensaba que en un primer acercamiento había que abstraer de todos esos factores naturales externos y concentrarse en el estudio exclusivo de los internos, quiero decir de la naturaleza humana, sobre todo en 201

tanto que no es racional, o “lógica”, como él decía. Para estos factores internos Pareto gustaba usar del término vulgar “sentimientos”. P. Pero si la palabra era vulgar, el sentido, quiero suponer, sería más técnico. F. Como en Montesquieu y muchos otros autores franceses, el término designa los rasgos más profundos de la naturaleza humana, rasgos por cierto que no pueden observarse directamente, sino solamente por sus efectos. P. ¿Y cómo habría que proceder, según Pareto, para encontrar o tal vez postular esos rasgos? F. Por el camino difícil, engorroso y largo de la recopilación de datos de distintas épocas y lugares, una recopilación sobre cuya base había que hacer inducciones a la manera de Bacon, es decir que culminasen en taxonomías de lo humano. P. Me parece percibir en todo ello la oposición filosófica tradicional de la razón y las pasiones. F. Sí y no. La oposición tradicional tiende no solamente a separar la razón de las pasiones, sino a concederle a aquélla una posición de superioridad. El joven Pareto a veces habla con un cierto dejo de superioridad; pero según va madurando, concluye que eso que él llama “sentimientos” en muchos casos conducen mejor al bienestar que no la razón. Pero en lo que más claramente se distingue lo que él hace de toda empresa filosófica es en la enjundia empírica con la que se lanza a describir en detalle cómo se manifiestan los sentimientos en la historia de las sociedades humanas. P. Suena fascinante. F. Lo es, y mucho, al menos para quien entiende lo que Pareto está tratando de hacer y sus supuestos metodológicos. P. Suena como si no hubiera muchos lectores de esos. F. Poquísimos, mi querido Pánfilo. Hasta quienes lo admiran no tienen ideas claras de la magnitud del inductivismo paretiano, por más que él se expresa al respecto con toda la claridad deseable. P. Y a falta de ideas claras... F. Lo encuentran prolijo y aburrido. P. Sin tener ninguna experiencia propia, me suena como si se dijese de los trabajos de Linneo que fueron prolijos y aburridos. F. Excelente: no se puede hacer una comparación mejor. Y los biólogos que se dedican a las clasificaciones se sorprenderían mucho de que otros biólogos, empeñados en cuestiones distintas, descalificaran tan a la ligera la actividad clasificatoria. P. ¿Y Pareto solamente utiliza el término “sentimientos”? F. No, sino que en muchos pasajes prefiere hablar de “instintos”, utilizando un término biológico muy popular en el siglo XIX. P. Y esos “sentimientos” o “instintos”, ¿son diferentes en unas personas que en otras? F. Pareto piensa que es cuestión de grado: dice una y otra vez que en tales personas “predomina” tal tipo de sentimientos y en tales otras tal otro tipo. Una de las aplicaciones 202

más curiosas que hace de esto es cuando habla de dos importantes agentes económicos, a quienes llama los rentiers o “rentistas” en oposición a los “especuladores”. P. Supongo que los primeros viven justamente de sus rentas, de manera tranquila y sosegada, mientras que los segundos tienen espíritu aventurero. F. Exactamente. En algunas teorías económicas modernas se diría que los primeros tienen una gran “aversión al riesgo” y los segundos poca o ninguna. P. Y estos rasgos profundos diferentemente distribuidos en la población, estos instintos, sentimientos o lo que fueren, ¿no tienen ni tendrán nunca una ulterior explicación? F. Pareto solamente dice que sus estudios le invitan a pensar que son rasgos muy estables, que o no cambian o lo hacen muy lentamente, pero deja para científicos venideros cualquier intento de explicar su origen. P. ¿Y qué dice la investigación contemporánea? F. El advenimiento del programa de investigación asociado a disciplinas como la sociobiología, la psicología evolucionista, la psicobiología, la etología cognitiva, el estudio de sociedades artificiales o la neurociencia social, son para mí el comienzo de posibles explicaciones futuras. Las mejores de estas investigaciones nos han aclarado el alcance y límites de algunas de las figuras de que nos habla Pareto. P. ¿Por ejemplo? F. La territorialidad y el altruismo, la formación de grupos masculinos, el uso diferenciado por género de estrategias de apareamiento, la propensión y expansión del comercio, el desarrollo de relaciones de confianza y reciprocidad, la prohibición del incesto, la variedad de rituales religiosos, los patrones de asentamiento, y muchas otras cosas. P. Supongo que Pareto se habría interesado mucho por todo esto de haber vivido para verlo. F. Dado el gusto con el que cita a la menor oportunidad lo que dicen los biólogos y fisiólogos de su tiempo, no tengo ninguna duda de ello. E igualmente se habría interesado también por la investigación en historia económica e historia social, las cuales han avanzado también considerablemente desde su muerte. P. Todo lo que has dicho me ilustra mucho, y creo que entiendo mejor el programa naturalista. Sin embargo, hay algo que me parece un poco obscuro en todo esto. F. Hay muchas cosas obscuras, pero me gustaría mucho conocer la que tú has identificado. P. Parece en todo ello como si las operaciones cognitivas asociadas al razonamiento fueran completamente de otro tipo que estos “instintos” o “sentimientos”; como si la razón no fuera justamente uno de los rasgos profundos de la naturaleza humana. F. Con esta pregunta tocas, mi joven amigo, uno de los debates más largos e inabatibles del pensamiento moderno. P. ¿Que sería...?

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F. El nombre más popular que ha recibido es “debate en torno al psicologismo”, aunque a veces, y dependiendo del énfasis de los autores, se ha hablado también de “biologismo”, “sociologismo” o incluso “economismo”. P. Pero yo creía que el psicologismo había sido definitivamente refutado a fines del siglo XIX y comienzos del XX, por autores como Frege o Husserl. F. Yo también creía eso cuando era joven; pero por un lado he visto resurgir el psicologismo con nuevos bríos y atuendos más brillantes que antes; y por otro lado he aprendido a reconocer manifestaciones del psicologismo en autores bastante anteriores al siglo XIX. Tal vez, después de todo, no haya nunca una refutación definitiva. Pero dime, ¿qué entiendes por psicologismo y en qué consiste su refutación? P. Un autor es psicologista, me parece, cuando cree que las leyes de la lógica descansan sobre la psicología. Y supongo que cuando alguien dice “biologismo”, “sociologismo” o “economismo”, todo lo que hay que hacer es substituir la palabra “psicología” en la descripción anterior por las palabras “biología”, “sociología” o “economía”. F. Y a veces será necesario substituir la expresión “las leyes de la lógica” por alguna otra, como por ejemplo “las leyes de la aritmética”, “las reglas de la gramática”, “los principios de la composición musical”, “los imperativos éticos”, etc., según de qué se esté hablando. P. No había pensado en la generalización que indicas, pero supongo que tienes razón. F. ¿Y cómo se refuta esto? P. Volviendo al caso de la lógica y la psicología, que es sobre lo que he leído un poco, creo que la refutación consiste simplemente en mostrar que el psicologista confunde la validez de un razonamiento con el hecho de que un razonamiento válido tal como es pensado por alguien tiene ciertas causas, que son psicológicas. F. Otro tanto valdría si se dijese que las causas son biológicas, sociológicas, económicas o lo que fuese. P. Supongo que sí. F. E igualmente valdría si lo que se tratase de explicar psicológicamente, biológicamente, o con ayuda de alguna otra disciplina empírica, no fuera la validez de un razonamiento, sino lo correcto o bien hecho de un cálculo, una oración en una lengua dada, una sonata, una proporción arquitectónica o una acción moral. P. No estoy tan seguro de que todos esos ejemplos sean buenos... F. ¿Por qué no estás tan seguro? P. Me temo que una vez más por aquello del relativismo. Digamos que si la validez, corrección o bondad depende de la cultura, la sociedad o la educación, entonces tal vez la única explicación que tendríamos sería la que nos proporcionara una disciplina empírica. F. Con lo que parece que nos estamos moviendo en círculos. P. Así parece, y me siento confundido. F. Antes que nada, quisiera protestar contra eso que acabas de decir. P. ¿Qué parte? 204

F. Dijiste que la validez, corrección o bondad dependerían de la cultura, la sociedad o la educación. P. Ya te veo venir. Vas a aducir otra vez el individualismo metodológico. F. Otra vez, Pánfilo. Estás usando otra vez conceptos colectivos, y es muy fácil creer, al usarlos, que entendemos lo que no entendemos. Te propongo una ruta distinta, y bastante acorde con muchas de las cosas que hemos dicho antes. P. Adelante. F. Te propongo que digamos que la validez, corrección o bondad de algo depende de ciertos criterios. No nos preguntemos ahora de dónde salen esos criterios; el punto es que existen. P. ¿Podríamos verlo al hilo de un ejemplo? F. Claro que podemos. Tomemos uno que me parece poco controvertido. Una de las diferencias que separa al inglés del español (que de hecho separa un grupo numeroso de lenguas de otro grupo también numeroso) consiste en que las oraciones del inglés requieren de un sujeto explícito, mientras que las oraciones del español no lo requieren, sino que basta con la presencia de un verbo, el cual indica normalmente algunos rasgos gramaticales del sujeto, en particular los rasgos de persona y número. P. Permíteme poner un ejemplo específico para ver si te sigo. F. Adelante. P. Podemos decir en español está fumando sin necesidad de un pronombre, pero en inglés debemos decir she is smoking o he is smoking, y no podemos decir simplemente is smoking. F. Tenemos aquí una regla gramatical del inglés frente a una del español. No nos preguntemos por ahora de dónde salieron esas reglas. El caso es que existen, y podemos conocerlas, hacerlas explícitas, formularlas con claridad y precisión. Y gracias a ello podemos decir que las oraciones está fumando, she is smoking, he is smoking son todas correctas, mientras que el grupo de palabras is smoking no constituye una oración correcta. P. Entiendo. F. Igualmente se podría decir que el grupo de palabras los perros ladró o bien el perro ladraron no es correcto en español. P. Cierto. La regla correspondiente se puede formular diciendo que el sujeto debe concordar en persona y número con el verbo. F. Correcto. Ante la pregunta: ¿Por qué dices que tal oración es correcta y tal grupo de palabras no constituye una oración correcta?, la respuesta es: Porque obedece o contraviene a tal regla. P. ¿Y no habría más que decir? F. Aquí es donde la cosa se pone interesante: hay quien dice que sí hay más que decir. De hecho, una de las cosas que dividen a los formalistas de los funcionalistas en lingüística, es que, al menos hasta hace poco, los segundos insistían en que había muchas cosas más que decir. 205

P. ¿Hasta hace poco? F. Digamos que los formalistas se venían contentando, hasta hace poco, con construir la lista más completa y mejor articulada de las reglas gramaticales, sea de una lengua en particular, sea de todas las lenguas (las reglas universales). Su objetivo era simplemente hacerlo de la manera más compendiosa y general posible. P. El objetivo de todas las ciencias. F. Así es; pero resulta que este intento, por lo demás loable en sí mismo, los condujo a proponer que tal vez el sistema de las reglas tienen la forma que tiene por una razón profunda, que ya no sería lingüística como tal, una razón que es del mismo tipo general que subyace a los patrones de distribución de colores, tamaños y figuras que encontramos en la naturaleza (por ejemplo, las rayas de las cebras o las proporciones anatómicas de las arañas). P. ¿Y algo así podría ocurrir en el caso de la racionalidad? F. Creo que no solamente podría llegar a ocurrir algún día, sino que de hecho está ocurriendo frente a nuestras narices, sólo que no lo advertimos porque las disputas generan mucho ruido. P. ¿Podrías darme un ejemplo? F. Claro que sí. Pero antes conviene adelantar una idea importante de carácter muy general. P. ¿Y cuál sería esa? F. Los seres humanos desarrollamos métodos de dos grandes tipos: por un lado tenemos métodos de carácter formal, es decir creamos esquemas para razonar, calcular, representar, acomodar, ajustar. P. ¿Te refieres a la aritmética, el álgebra, la geometría? F. A ellas y a todas las diferentes notaciones y simbolismos, y con ello a los sistemas de escritura, los diagramas, y más generalmente aún a la lógica, la gramática, la retórica, las normas sociales, en general todo tipo de reglas y correspondencias, pertenecen a este método general. P. En todas ellas aparece la formalización de que hablábamos el otro día. F. Exactamente. Y la cosa es compararla con algo muy distinto. P. ¿Que sería...? F. Los métodos empíricos, en que trabajosamente recopilamos datos, los ordenamos, los clasificamos, tratamos de imaginar explicaciones y conexiones causales entre ellos. P. Una manifestación de la racionalidad material de Weber. F. En principio sí; de la material más que de la formal ciertamente. Sin embargo, no debemos olvidar que uno de los usos más interesantes de los métodos formales es justamente el de mejorar y sistematizar el trabajo de ordenamiento, clasificación, explicación, de los métodos empíricos. P. ¿Requieren siempre los métodos formales de un material al que aplicarse?

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F. Algunos métodos formales logran adquirir cierta independencia; ciertamente es ese el caso de las matemáticas. En un momento vovemos sobre ese caso. Piensa por lo pronto que en general los métodos formales no funcionan solos, si bien por otra parte sin métodos formales la pura empiria no avanza tan rápido ni llega tan lejos. P. ¿Y cómo aplicamos los métodos formales? F. Al principio muy ingenuamente: esos esquemas que nuestra mente produce nos parecen únicos e irrefragables, pero la marcha de la ciencia nos va mostrando que no lo son, sino que hay otros esquemas posibles. Esto ocurre de dos maneras. P. Supongo que una de ellas es el progreso del conocimiento empírico mismo: según vamos conociendo otras lenguas, nos damos cuenta de que los esquemas gramaticales no corresponden a la realidad observada y tenemos que ampliarlos. F. Muy bien dicho. Y otro tanto pasa con los modales, las normas, los estilos, etc. Otras tribus, otras costumbres. Picasso, por ejemplo, es inexplicable sin la ola de esculturas africanas que llegaron a París cuando él vivía en esa ciudad. P. Las formas se transmiten de un grupo humano a otro. F. Pero no es la única manera como aprendemos nuevas formas. La otra es un producto de los métodos formales mismos. P. ¿Cómo ocurre eso? F. Según los métodos formales se van puliendo (en parte en contacto con los datos empíricos) van generando nuevos esquemas, y de hecho se produce una dinámica interna, característica de los métodos formales. Piensa que los esquemas son, en un sentido muy general, combinaciones de formas. Pero todo modo de combinar formas tarde o temprano nos muestra que es incompleto; el deseo de completar las combinaciones, de encontrarlas todas, genera transformaciones en el interior de nuestras prácticas formales, e incluso pueden producir nuevas disciplinas formales. La lógica surgió de la retórica de esta manera, al igual que la poética; la teoría musical y el álgebra surgieron de la geometría; la geometría no euclidiana de la euclidiana y las lógicas no clásicas de las clásicas. P. Una variedad vertiginosa. F. Por cierto, ese deseo de combinar y completar las combinaciones era, según Pareto, uno de los instintos más fundamentales de la razón humana. P. Luego la raíz de las empresas más racionales parece irracional. F. En cierto modo; pero es una raíz que produce también plantas exóticas y monstruosas. P. ¿Luego no todo es hermoso en este jardín? F. Digamos que una gran parte de la teología o la astrología son de muy dudosa bondad, y las supersticiones, cuentos de fantasmas, especulaciones numerológicas y las ideas que la gente tiene sobre complots y conspiraciones, no parecen tener ninguna. P. ¿El aspecto obscuro del sentido común? F. Touché, Pánfilo. No todo lo que produce este aparato cognitivo de que disponemos los seres humanos es admirable. 207

P. Pero volviendo al tema... F. La proliferación de formas plantea sin duda una gran interrogante: ¿cuáles esquemas son más apropiados a la realidad y cuáles menos? Y conforme los métodos empíricos se perfeccionan y producen resultados más completos, conforme sabemos más cómo es el mundo en realidad, nos damos cuenta de que una parte de ese mundo real lo constituyen nuestras prácticas formales, y quisiéramos dar cuenta, pero no formal (que esa ya la tenemos, al menos en parte), sino empírica de ellas. P. Me haces pensar que el psicologismo (o el biologismo, etc.) son manifestaciones sanas de todos estos cambios. F. Qué gusto me da que lo digas, porque no otra cosa quise decir antes cuando, al manifesté mi simpatía por la sobriedad de los “racionalistas” o “logicistas”, y dije que había siempre que mantener el espíritu abierto a los hallazgos de los “irracionalistas” o “naturalistas”. Un ejemplo notable de todo ello es el descubrimiento, desde los años 50, de una serie de aparentes paradojas en el dominio de la racionalidad. P. ¿Paradojas? F. Piensa que todo parece indicar que la resolución de ciertas tareas de razonamiento no son llevadas a cabo por los seres humanos de acuerdo con los criterios formales de validez que cabría esperar. P. ¿Quieres decir que mucha gente razona mal? F. Bueno, sí; pero eso no sería tanta novedad dicho de esa manera simple. Lo que es novedoso es que esos razonamientos, aparentemente incorrectos, son realizados de manera sistemática por la mente humana. Si hay locura, la locura tiene método. P. O sea que no se trata de descuidos, de fenómenos de fatiga, ignorancia, falta de educación. F. Es posible eliminar todos esos factores; es más, es posible crear tareas experimentales ante las cuales incluso el más enterado de todas las reglas de la lógica y del cálculo de probabilidades fracasa y se confunde al razonar. Y hasta hay problemas y tareas de cuya solución nadie está seguro todavía. P. Casi me parece recordar las ilusiones ópticas. F. ¡Excelente y oportuna asociación! De hecho, se parecen en el sentido de que las ilusiones ópticas siguen teniendo el efecto después de asimilada la explicación: a pesar de que sepas que no puede ser verdad lo que ves, lo sigues viendo. Y lo mismo vale para ilusiones sensoriales propios del oído, el tacto o la propriocepción. Lo fascinante es pensar que, de manera análoga, habría ilusiones de la razón. P. La razón indefectiblemente sucumbiría a ellas, incluso sabiendo en qué consisten. Me recuerdan un poco las antinomias kantianas. F. A mí también. Y creo que este campo de investigación algún día podrá explicar por qué las mismas disputas filosóficas se repiten una y otra vez, y los filósofos caemos una y otra vez en las mismas confusiones.

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P. Pero lo interesante de estos trabajos, si te sigo bien, es que distintas personas ante distintas tareas razonan de manera distinta. F. Exactamente: es como si se siguieran distintos criterios dependiendo de una serie de circunstancias. Como ves, no podemos ante eso contentarnos con el tipo de refutación que pretende separar los criterios formales de las causas naturales. Pero debo decir que ha comenzado a hacer mucho frío aquí donde estamos sentados. Vámonos, que ya continuaremos mañana.

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Décimo Novena Jornada PÁNFILO. Ayer estuvimos hablando de dos grandes tendencias en la manera de conceptualizar la acción humana dentro de las ciencias sociales, una más logicista, que sostiene la racionalidad a capa y espada, y otra más naturalista, que quiere dejar espacio para la irracionalidad humana. Pero, si no recuerdo mal, insinuaste que esta gran clasificación esconde muchas diferencias entre los distintos autores. FILOPANTA. Y ha llegado el momento de hablar de ellas, Pánfilo. Notables y aun diría clásicos representantes de cada una de estas tendencias son Mises y Pareto, respectivamente. De ellos hemos hablado ya un poco; pero hay muchos otros autores que tienen tendencias similares a uno o al otro, sin que podamos decir que son seguidores, en ningún sentido inteligible, de aquéllos. P. ¿Por ejemplo? F. Por ejemplo, todo el campo de la economía experimental... P. ¿Luego los economistas hacen experimentos? Nunca había oído hablar de eso. F. E incluso los han premiado muy recientemente con el Nobel. En esos curiosos experimentos se trata justamente de ver cómo razonan de hecho los seres humanos al considerar alternativas de acción, sopesar costos de oportunidad y tomar decisiones. P. La teoría económica ordinaria, si te he seguido bien, no es tan “naturalista”. F. Bien notado, Pánfilo. El método más extendido en teoría económica es más bien logicista. De hecho, tan lejos está del naturalismo, que muchos de sus proponentes, incluso la mayoría de ellos, postulan agentes económicos dotados de información completa y capacidades de cálculo sobrehumanas. P. Pero, ¿no es absurdo postular cosas que sabemos falsas? F. Los científicos lo hacen todo el tiempo. Es un método que inventó Galileo, cuando imaginó la caída libre o una superficie de rodado exenta de fricción. El punto es que este método funciona en muchos casos, ya que las cosas se comportan a menudo como si esos supuestos falsos no lo fueran. P. ¿Quieres decir que en muchos casos la fricción del aire o de algún otro objeto con el que otro roza no tiene un efecto considerable? F. Exactamente. Y otro tanto parece ocurrir en ciencias sociales. Un ejemplo interesante lo dio un economista hace algunos años cuando mostró que, aún cuando un gran número de personas tomase decisiones irracionales, eso no afectaría el comportamiento del mercado, debido a que las restricciones presupuestales ponen un límite a las malas decisiones. P. ¿Restricciones presupuestales? F. El tamaño de tu bolsillo. P. Ya veo: puedo malgastar mi dinero un tiempo y hasta un punto dado, pero al final el bolsillo vacío me mete en razón. 210

F. Más o menos. Pero volviendo a los ejemplos que acabo de dar: si bien podemos reconocer una afinidad, un parecido de familia, entre la visión de Pareto y la economía experimental, por una parte, o entre la visión de Mises y la construcción logicista de modelos bajo supuestos falsos, por otra parte, esa afinidad está muy lejos de ser identidad. Ni Pareto imaginó los métodos experimentales, ni Mises estaba de acuerdo con los modelos logicistas que usan falsos supuestos y luego les aplican el álgebra y el cálculo infinitesimal: de hecho, protestó toda su vida contra lo que él consideraba un uso inadecuado de las matemáticas. P. Creo que entiendo: hay una comunidad de temperamento, pero muchísimas diferencias de detalle. Pero, volviendo a las semejanzas, tengo la impresión de que se podría fácilmente pensar que el naturalismo tiene mayor interés en la investigación empírica que el logicismo... F. Esta sería una impresión al menos en parte errónea. En ambas tradiciones se llevan a cabo amplias investigaciones empíricas, utilizando todos los recursos del trabajo histórico, la recopilación de datos y el análisis estadístico. No estamos hablando aquí de especulaciones vacías, sino de ciencias empíricas, si bies es cierto que algunos logicistas se pierden ocasionalmente en el espacio. A cambio de ello, los naturalistas a veces se engolosinan tanto con los detalles factuales que se olvidan que hay que producir teorías. Una vez más, y en pequeño, tenemos aquí un conflicto axiológico y una división laboral. P. Eso andaba yo pensando según te oía. Alguna vez leí sobre la diferencia de temperamento entre los físicos teóricos y los físicos experimentales, y esto que me cuentas me lo recuerda mucho. F. Creo que es una excelente comparación, mi joven amigo. Dos grupos, dos enfoques, dos apuestas; y a la postre ninguno puede vivir sin el otro, por más que se peleen constantemente. Pero, ¿por qué frunces el ceño de repente? P. Es que me percato de golpe que hasta ahora sólo hemos hablado desde un punto de vista epistemológico de estas dos grandes tendencias, digamos: su manera de abordar los fenómenos, la idea que tienen del alcance y límites del conocimiento de la acción humana. F. ¿Y hay algo de malo en ello? P. Es que no hemos hablado todavía para nada del punto de vista ético, que es igualmente importante y que fue el punto de partida de estas conversaciones. Me pregunto si hay aquí también diferencias entre las dos grandes tendencias. F. No cabe duda que eres un chico perspicaz. Al menos hasta donde yo puedo juzgar las cosas, podría muy bien ser que esta diferencia de temperamento sea un fenómeno profundamente ético, o mejor dicho: axiológico, ya que, como he tratado de mostrar, el nombre “ético” no divide claramente las cosas en el gran campo de todos los valores. P. Creo que comienzo a ver lo que quieres decir, pero me gustaría que elaboraras más el punto. F. Voy a decirlo de una manera grosera y provocadora. P. Me encanta cuando haces eso. 211

F. Sí, los jóvenes gozan esas cosas acaso más que los viejos. Sea pues. Usando una terminología que comentamos en su momento, me atrevería a decir que los logicistas tienden a ser monoteístas y los naturalistas tienden a ser politeístas. P. ¡Guau! Ahora sí que la cosa se pone de verdad interesante. F. ¿Por qué te lo parece? P. Es como si el rompecabezas comenzara a tomar forma. F. Dime cuáles piezas reconoces y cómo las acomodas. P. Ese personaje que venimos llamando “logicista” sería alguien que confía profundamente en la lógica, y en general en los esquemas formales que inventamos los seres humanos para poner orden en nuestros pensamientos. F. De acuerdo. P. En cambio, su antípoda el “naturalista” sería alguien que desconfía de la lógica y de los esquemas formales: aprecia su utilidad, pero se reserva el juicio; no se eleva por los aires, sino que quiere permanecer en contacto con la tierra. F. Bien caracterizados me parecen a mí los personajes de nuestro pequeño drama. P. ¿Pues cómo no lo estarían, si no hago otra cosa que seguirte y eres tú misma quien me los ha ido revelando? F. Pero no es eso todo; y traes un as bajo la manga que ya es de tu cosecha. P. Pues me parece que cuando el logicista se enfrenta a las cuestiones de valor, de manera natural se inclinará por una posición fuerte, definitiva, reduccionista... F. ¿Sí? P. En cambio, el naturalista, quien desconfía de las soluciones generales, o al menos que tantea el terreno antes de proponer ninguna, y prefiere sumergirse en el caos de los fenómenos para lograrlo... F. ¿Sí? P. El naturalista, y perdona la repetición, de manera natural se inclinará por la variedad; y aún cuando tenga sus convicciones, las mantendrá con duda en su corazón. F. Veo que nuestras conversaciones están dando fruto. P. Y ahora entiendo mejor por qué dijiste que te encontrabas dividida, y que si bien experimentabas una gran admiración por la constancia de los logicistas, también simpatizabas con algunos aspectos de los naturalistas. Te atrae la lógica fría e implacable de los primeros tanto como la ética cálida y tornasolada de los segundos. F. Me vas entendiendo tan bien que me gustaría ahora contarte cómo me imagino que las personas van haciéndose con los valores que guían sus vidas. P. Ya decía yo que algún día llegaríamos a este punto. F. Parto de la idea de que cada uno de nosotros nace con una cierta dotación de recursos, resultado, en primer lugar, de la combinación genética que nos produjo, y en segundo lugar, del ambiente fisiológico en que fuimos gestados. P. Este es un principio diferenciante.

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F. Así es. Ahora bien, al nacer no estamos completamente maduros y requerimos del auxilio de nuestras madres u otros cuidadores a fin de sobrevivir: los humanos somos la subespecie de primates más débil y dependiente que existe. P. Lo que los biólogos, según he oído, llaman “neotenia”. F. Correcto. Y continuado, la dotación inicial, de por sí distinta para unos y otros, va modificándose de acuerdo con los alimentos que ingerimos y la atención que se nos presta. Pero no olvidemos una cosa. P. ¿Cuál? F. Que desde aquí ya somos unos más, otros menos, y esa es otra diferencia relativamente activos: demandamos atención, manipulamos a las personas a nuestro alrededor, comenzamos a formarnos una imagen del mundo. P. Con lo que las capacidades de los humanos serían en parte comunes a todo y en parte diferentes. F. Correcto. Hay sin duda rasgos que todos los bebés comparten: después de todo, somos miembros de una misma especie, y nuestros sistemas digestivo, circulatorio, respiratorio, inmune, motor y nervioso son aproximadamente iguales; pero dentro de estas semejanzas se alojan diferencias, que pueden ser pequeñas o enormes. P. Estas diferencias determinan, supongo, no solamente lo que vamos conociendo y comprendiendo del mundo, sino cómo nos sentimos y qué cosas nos atraen. F. Pero no atiendas solamente a las diferencias internas de nuestros respectivos organismos, mi querido Pánfilo, sino también las diferencias externas del mundo a nuestro derredor. P. ¿Por ejemplo? F. Que no todos los bebés ven los mismos objetos, descansan en los mismos lechos, ni son abrazados o estimulados con la misma calidez o intensidad. P. Tienes razón. F. En términos económicos diríamos que no todos contamos con los mismos “recursos” ni nos movemos dentro del mismo “conjunto de oportunidades”. P. La primera palabra me es familiar, la segunda no. F. En economía consideramos que cada agente se encuentra siempre ante un número más o menos limitado de alternativas de acción, de opciones entre las cuales tiene que elegir, de acuerdo con sus capacidades, intereses y costos de oportunidad. P. Entiendo: y los seres humanos, supongo, nos encontramos desde el principio con muy diversos conjuntos de oportunidades en este sentido. F. No nada más desde el principio sino también en todo lo que sigue. Frente a una determinada oferta de bienes, vamos haciendo elecciones que a su vez van transformando la dotación de recursos internos y externos. P. ¿Otro ejemplo? F. Quizá en tal ocasión decide el niño desbaratar un juguete, y resulta que nunca se le compró otro juguete para reemplazar aquél (el papá se enojó o la mamá no tiene dinero). 213

La misma acción en otro ambiente produce el efecto contrario (el papá se imaginó que el hijo sería un ingeniero como él o la mamá leyó a Piaget y además le encanta mimar al niño). P. De manera entonces que todo el tiempo interactuamos con nuestro medio, especialmente con las personas que nos rodean, y de las consecuencias de nuestros actos vamos configurando un cierto modo de ser. F. Mientras sólo convivimos con adultos, nuestra relación con ellos es en gran medida de pura dependencia: su enorme y patente superioridad nos otorga relativamente pocos grados de libertad. Pero conforme crecemos y nos hacemos más fuertes y fisiológicamente independientes un proceso, por cierto, que discurre más rápido en las mujeres que en los varones las interacciones sociales van haciéndose más sofisticadas, especialmente cuando comenzamos a convivir con nuestros pares. P. ¿Otros niños? F. Otros niños y luego otros adolescentes. La investigación ha revelado que nuestras interacciones con los pares son de naturaleza distinta que nuestras relaciones con los mayores, especialmente en lo que toca a los valores. P. ¿Quieres decir que los padres tienen poca influencia en esto? F. No quisiera decir poca, pero sí menor que la que usualmente suponemos. Los padres, y más generalmente los mayores, nos dan calor, apoyo, consuelo (o falta de ellos); además logran crear hábitos fundamentales en nosotros (o fracasan al intentarlo). Todo esto pertenece al dominio de los valores. P. Y en esa medida, ¡vaya que los padres influyen en nosotros! F. Y sin embargo, debemos admitir que, a final de cuentas, llega un momento en que nos interesa más quedar bien con un compañerito o compañerita, o saber su opinión, que no lo que piensen o digan los mayores. P. Según mis padres, esto se exacerba con la adolescencia. F. ¡Y que lo digas! Tú apenas estás saliendo de ella, de manera que algunas de estas cosas te resultan más obscuras; pero el hecho es que la adolescencia es una verdadera zona de desastre. P. ¿Tan mal están las cosas? F. Digámoslo positivamente: una verdadera zona en construcción. Lo que ocurre es que el cerebro y por obra de él todo el organismo se encuentra a partir, digamos, de los 12 años crecientemente inundado de hormonas, que son unas proteínas potentísimas segregadas por el cerebro y sus agentes, y absolutamente necesarias para que el niño se convierta en adulto. Es un proceso que, entre muchas otras cosas, provoca una gran confusión a nivel cognitivo y afectivo. P. Y supongo que, una vez más, eso es nada más lo que ocurre internamente. F. Muy bien dicho, porque en el exterior también están ocurriendo cambios: los padres, los maestros, los compañeros, y en general todo mundo comienza a tratarte de manera diferente. Convertirse en adulto es una experiencia en muchos sentidos formidable: el niño tiene miedo, un miedo por lo demás justificado, a entrar en el mundo de 214

responsabilidades y compromisos que ha ido viendo, con mayor o menor lucidez, que le espera. En la sociedad moderna hay además un desfase, por cuanto las exigencias crecientes de los adultos suelen no ir acompañadas de la libertad y los recursos que se requieren... P. Eso es algo con lo que concurro plenamente. Lo sermonean a uno todo el tiempo con lo que debe hacer, pero lo tienen a uno muy amarrado. F. Esa es tu experiencia, mientras que la de otros jóvenes es distinta. En descargo de tus padres, puedo decir que lo más probable es que te estén cuidando: quieren que crezcas y madures, pero tienen miedo de lo que serías capaz de hacer si te dejan la rienda demasiado suelta. Es un eterno dilema, sin soluciones fáciles ni esquemáticas. P. ¿Y dices que en todo este liazo es que se van formando nuestros valores? F. Los valores de cada uno, sí, que son distintos, a veces poco y a veces mucho. Pero aquí importa que quede claro que tenemos acceso a los valores por vías distintas. P. Cuando dices que tenemos acceso, parece que los imaginas cosas reales, objetivas, casi tangibles. F. Y eso es algo que va totalmente contra el espíritu de los tiempos, que tiende a ver los valores como algo relativo, cambiable, subjetivo, imaginario. Bien lo sé, Pánfilo, pero a mí me parece que ese lugar común nos impide ver una gran verdad. P. ¿Y cuál sería esa gran verdad? F. Arriesgando mi cuello una vez más, me gustaría decir que los valores son rasgos objetivos del mundo real con los cuales los seres humanos nos hemos ido sintonizando y a los cuales respondemos merced a un proceso de desarrollo fisiológico individual y de selección natural de la especie. P. Pues sí que son palabras mayores. F. Y para decir todo de una vez, esos procesos, que insisto una vez más: son ontogenético y filogenético... P. ... del individuo como de la especie... F. Correcto; esos procesos, pues, se manifiestan, en primer lugar, en un continuo graduado y diferencial, en segundo lugar, de manera que es en parte compartida y en parte distribuida, y en tercer lugar, no transcurren para todos de la misma manera ni al mismo ritmo. P. Veo que tienes toda una teoría. F. En esbozo solamente. P. Debo decir que ese esbozo suena grandioso. Empero, una de las cosas que he aprendido contigo es a no dejarme impresionar por las abstracciones, sino a buscar enseguida ejemplos e ilustraciones de lo que se está queriendo decir. F. Y muy apropiado y oportuno es esto. Tomemos el caso de la Valentía. Se trata de un valor reconocido, si no me equivoco, en todos los tiempos, lugares y culturas. De hecho, los biólogos pueden reconocer manifestaciones de valentía en muchas especies animales. La importancia de la valentía para la supervivencia individual y del grupo, para la obtención

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de alimento y la protección de las crías, para el apareamiento y por tanto la reproducción, creo que nadie podría negarlas y resultan obvias... P. Perdona la interrupción, pero si bien supervivencia, protección y obtención de alimentos me parecen, como dices, necesitar de valentía, el caso del apareamiento y la reproducción me queda obscuro. F. Una vez que se instauró la sexualidad como un medio estupendo de renovación de las especies mediante la recombinación de cromosomas, se planteó a los organismos individuales el problema de la selección sexual. Pues bien, la valentía es una de las soluciones a ese problema que la naturaleza ha encontrado. P. Como cuando los machos se pelean por las hembras. F. Mientras las hembras esperan pacientemente al ganador. Se calcula que en algunas especies la mortandad producto de semejantes lides anda alrededor del 75%... P. ¿Quieres decir que 3 de cada 4 machos mueren en el proceso de selección? F. Impresionante, ¿verdad? P. Frente a esos números, hay que admitir que nuestra especie es algo más mesurada en el uso de la violencia y la valentía. F. Hay que recordar eso cuando desesperemos de nuestras peleas, conflictos, batallas y guerras. Pero siguiendo con el tema, también creo que es innegable que no todos los individuos son igualmente valientes. O dicho de una manera extraindividual: la valentía no está distribuida de manera uniforme. P. Creo, en efecto, que el ejemplo de la valentía es particularmente claro en el sentido de lo que estabas queriendo decir: un rasgo objetivamente identificable y desigualmente distribuido. Pero, ¿qué es la valentía? F. Ahh, esa vieja pregunta filosófica. Dime, ¿has leído el Laques de Platón? P. Con muchísimo placer. F. Pues bien, yo no estoy seguro de que sea fácil definir la valentía. Después de todo, ni dos generales pudieron hacerlo a satisfacción de Sócrates, y dos generales ya habrán visto valientes y cobardes de cerca. P. A mí también el fracaso que Platón nos presenta en el Laques me impresiona bastante. F. Acaso más el producto del talento literario de Platón que de la incompetencia conceptual de Laques y Nicias. Ni creo sinceramente que sea importante; lo que sí creo es que, no obstante las dificultades reales o imaginarias de la definición de la valentía, no me cabe duda de que se trata de una cualidad real. P. ¿Quieres decir que cualquiera que haya visto un acto de valentía podrá reconocerlo como tal, aunque acaso no pueda verbalizar gran cosa? F. No solamente reconocerá el acto de valentía, Pánfilo, sino que sentirá una gran admiración por el valiente. P. Claro que el valiente podría ser un mafioso en el curso de cometer un delito, ¿no es así? 216

F. Así es; y el espectador (tú, por ejemplo) podrá condenar el marco de la acción, el fin que ella persigue, y aún lamentar que la valentía del actor le haya permitido salirse con la suya. Lo que no podrá negar es que el hombre fue valiente y en esa medida su modo de actuar fue impresionante. P. Con la valentía, pues, no hay garantía de que la acción sea buena. F. Ay Pánfilo, ¡cómo nos vuelve a salir ese modo de hablar! Pero si recuerdas, habíamos visto en una conversación anterior que esa palabra, “bueno”, encierra una gran ambigüedad: todo depende de los criterios que utilicemos para contemplar y juzgar la acción. P. Claro, ¿cómo no lo había visto? La valentía misma es un criterio... F. Luego la acción fue buena en tanto que valiente. Ahora que si medimos la acción por un criterio distinto, la acción podrá parecernos despreciable o abominable. Una garantía como la que pides es por principio imposible. P. No nos enredemos, pues, más con eso. La pregunta que sigue es, me parece, cómo una persona se hace con ese valor, quiero decir: o bien logra actuar según dicta la valentía o al menos es capaz de admirar a quien así actúa. Dijiste antes que tenemos acceso a los valores por vías distintas. F. No hay misterio en esto. Podemos reconocer al menos cuatro vías de acceso a los valores, y las cuatro son fácilmente ilustrables en el caso de la valentía. P. Venga la primera. F. Se trata de la simple y nuda observación: según vamos creciendo nos topamos con ejemplos de acciones valientes, sean las acciones de otros, o a veces las propias. Para entender esto, recordemos la idea central del Laques: para que haya valentía, se requiere que no haya ignorancia o estupidez. Un niño pequeño que se arroja de una gran altura o que acerca su mano al fuego no hace eso por valentía: lo hace porque no sabe lo que se le espera. P. El conocimiento sería una de las características para una posible definición de la valentía. F. Exactamente. Como dije antes, no pondría mi mano en el fuego de que sea posible reunir conceptualmente todas las características de la valentía y así completar su definición... P. ¡Un momento! Esto suena parecido a lo que dijimos antes sobre racionalidad material y racionalidad formal. F. No puedo menos que decir otra vez qué gusto es platicar contigo. Esa conexión es tan acertada como importante. Pero volviendo al tema de la valentía: esta característica de que venimos hablando, ese conocimiento del peligro por parte del valiente, sería en todo caso una de ellas; con todo sirve perfectamente para nuestro actual propósito: mostrar en qué sentido podemos afirmar sensatamente (y contra todos los falsos relativistas, subjetivistas y nihilistas) que la valentía no es en absoluto cosa de imaginación, sino algo que se puede observar en el mundo real.

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P. Pero supongo que, al menos en algunas ocasiones, el hecho observado llega incluso a dejarnos estupefactos. F. Estupefactos, sí: pasmados, asombrados, admirados, maravillados, sobrecogidos. Piensa nada más en el bombero que se lanza a salvar a una víctima que ha visto en la ventana de un edificio en llamas. P. Ciertamente un ejemplo contundente. ¿Cómo no asombrarse del acto y admirar al hombre? F. Con lo que pasamos al segundo conducto de acceso. P. Venga ese también. F. Me refiero, como ya te resultará obvio, justamente a las emociones y sentimientos que experimentamos al observar la acción valiente. Sin esas emociones, no sé qué sería de la observación nuda. Recordarás que aludí antes a investigaciones recientes en neurociencias que han mostrado que la percepción y más generalmente las operaciones cognitivas requieren de la presencia de emociones para que se cumplan a cabalidad. P. No solamente lo recuerdo, sino que espero que algún día hablemos de ellas. F. Por lo pronto basta con anotar aquí que esa conexión entre lo emotivo y lo cognitivo me parece ciertamente operar en el caso de la valentía. P. Si por ventura tienes razón, y me parece que la tienes, entonces las dos primeras vías de acceso a los valores están estrechamente conectadas. F. Casi diría: indisolublemente conectadas. Al menos en muchos casos no podemos naturalmente observar ciertas acciones sin sentir ciertas emociones. P. ¿Y qué pasa con las otras dos vías de acceso a los valores? F. La tercera se construye totalmente sobre las anteriores, ya que se trata del uso del lenguaje y otros medios de representación para substituir, complementar o redondear nuestras observaciones. La pintura, la poesía, el relato ficticio o real, el drama, la película, son otros tantos medios de hacernos ver la valentía en las acciones de los seres humanos, y conmovernos con esa contemplación. De allí la popularidad de actores como Clint Eastwood, Bruce Willis o Arnold Schwarzenegger. P. Mmm, ¿prototipos de valentía? F. No sé cómo sean fuera de la pantalla, pero dentro de ella son sin duda prototipos. Piensa ahora en esto. P. Dime. F. Que la poesía, el drama y la película son a veces acompañados de música para hacer el efecto aún más potente. P. La música, sí... F. Ese invento humano tan antiguo y prodigioso, y tan misteriosamente conectado con las emociones. P. Por contraste con las dos primeras, en esta tercera vía de acceso la observación y el sentimiento no son directos, sino que están mediados, diferidos y sostenidos por el medio de representación. 218

F. Y al menos desde Platón sabemos que el propósito de muchas de estas representaciones es formativo, didáctico, pedagógico. P. Por eso nos has dicho en tus pláticas que se trata de uno de los temas centrales de la República. F. Esas representaciones que varían de una cultura a otra, pero no faltan en inguna, tienen por principal objetivo cultivar en las personas ciertos hábitos y ciertas emociones, hacer que admiren ciertas acciones y aborrezcan otras. P. Aborrezcan... Claro, porque, para volver a nuestro ejemplo, no solamente se tratará de mostrarnos la valentía, sino también su opuesto, la cobardía. F. Y hacernos admirar una y despreciar la otra. Observación directa, emoción asociada y representación diferida son vías de acceso a un valor y a su contrario: a lo que no es admirable, sino despreciable. P. Oyéndote, doy en pensar que la historia es parte de esas representaciones. F. Tienes razón en pensar eso. Y una de las grandes preguntas filosóficas es justamente la que concierne a la relación entre la historia, que se pretende verdadera, y el mito o fábula, que a veces se pretende también verdadero, pero otras se declara de entrada cosa de ficción. P. ¿Y la cuarta vía? F. La cuarta vía, muchísimo menos poderosa pero no totalmente exenta de utilidad, es un destilado abstracto de la tercera. P. No estoy seguro de seguirte. F. ¿Habrás notado que muchas de las representaciones que acabamos de mencionar van acompañadas, por boca de uno de los personajes o por la del autor mismo, de reflexiones más generales que intentan expresar el contenido del valor (o su contrario), que bordan más o menos fino sobre las circunstancias en que ocurrió el acto, sobre sus características, sobre los sentimientos que despiertan o deberían despertar en nosotros, y otras cosas parecidas. P. Las moralejas y moralinas asociadas al cuento, la fábula, el drama; los coros de las tragedias griegas. F. Y aún hay versiones más depuradas. P. ¿A qué te refieres? F. Al sermón y al análisis ético, religioso, filosófico, retórico, histórico, todos los cuales no son sino sistematizaciones, elaboraciones, desarrollos, de aquellas moralejas y moralinas primitivas. Dicho en una palabra: la cuarta vía es la vía del precepto formal, más o menos acompañado de razones y reflexiones. P. Ya veo. Por todas estas vías se va educando la humanidad, se van plasmando, imprimiendo, cultivando los valores. F. Notarás, Pánfilo, que conforme nos alejamos de la nuda observación directa y el sentimiento natural espontáneo, y entramos al terreno no de las cosas mismas, sino de su representación, se inicia una carrera en dirección al relativismo y al subjetivismo. P. Me tendrás que explicar eso más despacio. 219

F. La humanidad franquea un paso enorme cuando pasa de la experiencia a la representación de la experiencia. Piensa en dos cosas. P. Estoy atento a la primera. F. Por un lado, piensa que cuando me enfrento a la manera como alguien representa las cosas, la primera vez soy inocente, pero con el tiempo comienzo a darme cuenta que ese alguien podría quizá estar tratando de manipularme, de hacerme creer cosas. P. Ya veo. Te vuelves crítico. F. No estoy seguro de querer usar aquí la palabra “crítico”, que es una palabra noble y que designa una profesión antigua, venerable y difícil... P. Algún día me explicarás esto. F. Pero no hoy, Pánfilo, que tenemos que terminar nuestra cacería. P. Vamos por la presa. F. Sin tener más remilgos, digamos pues que con el tiempo y el uso de las múltiples representaciones morales pierdo la inocencia primitiva y comienzo a maliciar que podrían estarme queriendo vender gato por liebre. P. Por ejemplo, inspirar en ti sentimientos de valentía a fin de lanzarte a la guerra, de convencerte que te enlistes. F. Algo que, como sabemos, es deprimentemente frecuente, sobre todo con los jóvenes. Parte de la actitud maliciadora (“crítica”, si quieres, en el sentido vulgar) es lo que está en la raíz de la distinción entre verdad y ficción a la que aludí antes; y lo interesante es que se hace posible gracias a que la representación permite tomar distancia, examinar los recursos utilizados y la manera cómo generan sentimientos y emociones, en fin el sesgo de la representación. P. Entiendo esta primera idea; ¿y cuál es la otra en que debo pensar? F. Que cuando entramos en conocimiento con otra cultura, al principio no entendemos muchas cosas directamente, y nuestro primer contacto es a través de las representaciones que esa cultura ha creado. P. Es la segunda vez que repites que toda cultura crea representaciones... F. Amigo Pánfilo, casi querría decir que esa es la característica que nos permite definir a una cultura. Se ha dicho muchas veces que la cultura contiene a la tecnología, pero a mí me parece eso un error. La tecnología puede contener representaciones, pero no es representación; mientras que la cultura no es otra cosa que representación. Y cuando crecemos en una cultura, en cierto modo lo que hacemos es enfrentarnos a una oferta de representaciones. P. Y supongo que por lo mismo nuestra actitud inicial ante otra cultura está mediada por las representaciones. F. Correcto: siendo la cultura extraña, está claro que no hemos participado directamente en muchas de las observaciones y experiencias, incluyendo especialmente las emociones generadas en ellas y por ellas, que esas culturas representaron.

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P. Como dice Gaos en sus Confesiones, él no tiene idea de qué sentir ante Zeus o ante Júpiter, sí en cambio ante la Santísima Trinidad o la Virgen María. F. Esa fue la cultura que a él (o a la mayoría de nosotros hispanos) nos tocó en suerte. Ante otra cultura, de entrada nos las habemos solamente con representaciones. Necesariamente nuestra actitud tiende a no ser inocente desde el principio. P. ¿Y por qué te parece tan importante esa pérdida de inocencia? F. Porque es muy fácil caer en la trampa de confundir las representaciones de las cosas con las cosas mismas. Y esto es lo que conduce al subjetivismo: a creer que los valores son cosas que están en la cabeza o en la cultura, que no existen en la realidad. Si nunca te has enfrentado a un tigre, no sabes de qué tipo o tamaño es la valentía que se requiere para enfrentarlo. Consiguientemente, si ves una representación del encuentro entre un hombre y un tigre, fácilmente te dirás que se trata de una mera representación, que la puesta en escena o el relato está tratando de manipularte y hacerte creer ciertas cosas, y que en realidad la valentía no existe sino en la imaginación. P. Pero eso es absurdo. F. Completamente. Pero es lo que ocurre muchas veces. Y conste que no estoy para nada tratando de decir que debiéramos siempre conservar la inocencia. P. No podrías querer decir esto, cuando sé que te importa mucho el estar siempre pendiente de la posibilidad de manipulación y engaño. No en balde intentas con tanto ahinco instruirnos sobre los trucos de la retórica y la dialéctica. F. Sin embargo, no debemos tirar al niño junto con el agua en que lo hemos bañado. Estar alerta a las posibilidades de engaño y manipulación no debe impedir darnos cuenta de que hay cosas que son admirables. P. De otra manera nos convertiríamos en meros cínicos. F. Otra palabra, esa de “cínicos”, que me duele oír usada de esa manera. Pero sea: en el sentido que se le da ahora a esa palabra, es horrible ver lo común que el “cinismo” se ha vuelto, especialmente entre los jóvenes. No es un buen signo que sucumban a una actitud tan negativa ellos, precisamente ellos que están constitucional, orgánica, fisiológicamente tan preparados, tan abiertos, tan receptivos, a la observación y la experiencia de valores. P. ¿Luego crees que el acceso a los valores por alguna de las cuatro vías que indicas es especial de la adolescencia? F. Creo, en efecto, que la niñez es un estadio aún demasiado primitivo: ciertamente se sientan las bases por ejemplo, los hábitos fundamentales para la futura adquisición de valores, pero el asunto se vuelve serio y no en último término, creo, por la inundación hormonal en la adolescencia. P. Y a todo esto, ¿dónde quedan las diferencias en el acceso a los valores? F. Qué bueno que nos traigas de nuevo a este tema. Esas diferencias se encuentran en todos lados y a todos los niveles. Existen, por ejemplo, diferencias en las capacidades intelectuales. Como hemos visto, la valentía requiere de un cierto grado de conocimiento de la situación, una ponderación de los riesgos, una estimación de probabilidades de éxito y 221

fracaso. Luego, algunos seres humanos podrán tener muchas cualidades, pero nunca serán valientes y ni siquiera podrán observar en rigor la valentía, o experimentarla en carne propia, debido a cierta incapacidad de medir los riesgos. Es un valor cerrado para ellos como individuos. P. ¿Y aparte de las capacidades intelectuales? F. Considera, por ejemplo, las diferencias en las capacidades sociales. Creo que un componente importante de la valentía es un cierto sentido de lo social. Para una persona relativamente cerrada a la sospecha, la malicia o las segundas intenciones, al menos ciertos modos de valentía que dependen de la percepción de riesgos asociados a ellas, tanto la observación y la experiencia como la propia ejecución de actos valientes es imposible o al menos muy reducida. P. ¿Por ejemplo? F. El autismo severo a veces va acompañado de retraso mental y entonces se cubre con el caso anterior. Pero aún cuando el autista sea inteligente (hablamos entonces del síndrome de Asperger), tiene siempre esta ceguera al pensamiento de las demás personas. Y aunque el autismo severo es un caso extremo, hoy día sabemos que se trata aquí de una condición que se da en grados. P. ¿Quieres decir que hay personas con rasgos más o menos autistas, pero que pueden pasar desapercibidos? F. Exactamente, y a cada uno de esos grados de autismo corresponde una limitación en el acceso a la valentía, a la comprensión de los actos valientes por cualquiera de las cuatro vías de acceso que hemos mencionado. P. Me encanta este ejemplo, porque creo que de paso ilustra tu tesis de que los valores no son imaginarios. F. ¿Cómo te parece que la ilustren? P. Si de veras esas personas no tienen acceso a la valentía, o lo tienen en un grado reducido, eso no quiere decir que la valentía no exista. Eso equivaldría a decir que el mundo de los colores no existe porque los ciegos no tienen acceso a él. F. El ejemplo sería estupendo, si no fuera porque los colores son un terreno de inacabable controversia filosófica en la que no quisiera entrar. P. ¿Te refieres a que muchos filósofos han dicho que los colores, y en general las que llaman ellos “cualidades secundarias”, no son entidades reales? F. Digamos que a esos filósofos el ejemplo daría pie para decir que la analogía de los ciegos confirma su prejuicio de que los valores tampoco son entidades reales. P. Dejemos esos debates, entonces, y sigamos con nuestro tema. Me imagino que así como el autismo y seguramente otros déficits imposibilitan o al menos limitan el acceso a la valentía, así el autismo u otros déficits imposibilitarían y limitarían el acceso a otros valores. F. Entiendes muy bien a dónde me dirijo. Esta generalización que propones es una con la que estoy plenamente de acuerdo, y a la que sólo me gustaría agregar que, si bien las condiciones humanas de que estamos hablando son sin duda déficits, ya que, como dices, su 222

presencia hace ciertas cosas imposibles o muy difíciles, sin embargo hay que decir que a todo déficit corresponde, al menos en muchos casos, un superávit. P. ¿Quieres decir que el síndrome de Down o el autismo tienen ventajas? F. Las tienen, o al menos las pueden tener. ¿Conoces tú niños más afectuosos que los que manifiestan el síndrome de Down? P. Tienes razón; nunca había pensado en eso. F. Y muchos autistas tienen capacidades notables en música, matemáticas, lenguaje, pintura, tecnología. P. Eso no lo sabía. F. Mira, Pánfilo, es posible que ciertas condiciones humanas sean tan severas y afecten tantas partes del organismo, que las personas afectadas por ellas apenas si tengan ventajas. Y todo depende en gran medida de la atención que les brindes y del avance del conocimiento. Pero atiende ahora a lo siguiente. P. Adelante. F. ¿Nos hemos dado cuenta de que las desventajas de un organismo suelen ir acompañadas de ventajas, o dicho de otra manera (que es perfectamente equivalente): que las ventajas de un organismo suelen ir acompañadas de desventajas? P. Creo que es un pensamiento nuevo, pero deslumbrante, y que me dará muchas horas de meditación. F. Pues entonces hazte cargo de que la pregunta por el acceso diferencial a los valores se ha vuelto tratable, es decir susceptible de tratamiento empírico. P. Se abre todo un mundo nuevo. F. Un mundo en el que vemos por vez primera que las ciencias sociales, y en particular la economía, pueden colaborar con las ciencias cognitivas, y en particular con las neurociencias. P. ¿Te refieres a esa neuroeconomía a que apuntaste antes misteriosamente? F. A esa misma, con la que si quieres empezaremos mañana ya más descansados.

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Vigésima Jornada FILOPANTA. Te noto muy contento, y hasta casi diría exaltado, mi querido Pánfilo. ¿Buenas noticias en casa? ¿O será la chica de marras? PÁNFILO. No es eso, Filopanta, aunque todo va bien en ambos frentes, sino que he pensado que, siendo dos de tus grandes intereses la economía y las neurociencias, espero muchas enseñanzas de la plática de hoy. Es una lástima que no se incluya la lingüística, tu tercer gran interés. F. Es curioso que lo digas, porque había pensado empezar por la lingüística, ya que también con ella hay conexiones profundas. P. Pues aún mejor para mí. F. Me imagino que has oído hablar de Hilary Putnam. P. ¿El filósofo americano? F. Ese mismo ha sido uno de los creadores de lo que da en llamarse la “teoría causal de la referencia”, la cual ciertamente no es una teoría en el sentido propio, estricto y fuerte de la palabra. P. Creo saber de qué hablas. F. Dime. P. Entiendo que el problema es explicar cómo es que una expresión lingüística (p.ej. el nombre “Filopanta”) se refiere a algo real en el mundo (p.ej. justamente a ti). F. ¿Por qué sería eso un problema? P. Es una historia complicada. F. Imagina que te pregunta alguien más joven que tú y que quieres que capte el sabor del problema. P. Simplificando muchísimo yo diría que hay relaciones entre un signo y otro (p.ej. el nombre “Filopanta” tiene más sílabas que el nombre “Pánfilo”) y también relaciones entre un objeto real y otro (p.ej. tú tienes más años de edad que yo), ninguna de las cuales relaciones resultan misteriosas, debido al hecho de que cada una de esas relaciones ocurre entre ejemplares del mismo tipo de cosa. En cambio, cuando queremos explicar la relación entre un signo y un objeto real, que son tipos de cosas muy distintas, entonces hasta el más listo no tarda en decir disparates. F. La filosofía del lenguaje sería el esfuerzo por evitar decir demasiados. P. Algo así; y la relación de marras está envuelta en el misterio. F. No está mal para empezar, mi querido Pánfilo. P. Pues bien: el caso es que distintos filósofos han propuesto distintas teorías para explicar la relación, y una de las más populares con la tropa es la llamada “teoría causal”; aunque tú me estás diciendo que no es en realidad una teoría. F. No. Lo que los filósofos llaman “teorías” suelen ser en el mejor de los casos esbozos de modelos, y en el peor meras corazonadas, observaciones o apuntamientos de la dirección 224

general que ellos piensan que debería tomar la teorización científica. En el caso de la teoría causal de la referencia, se trataría de anticipar la investigación lingüística. Debo decir, en descargo de los filósofos, que sus ideas prestan a veces servicios importantes, dependiendo de cuán cercanos estén al estado de la investigación. P. ¿Quieres decir que en muchos casos las ideas de los filósofos resultan prematuras? F. Probablemente es incluso lo que sucede con mayor frecuencia. Pero dime, ¿por qué se llama “causal” a la propuesta filosófica de que hablamos. P. Porque su tesis central es que la relación entre los signos y las cosas a las que se refieren los signos es una relación causal. F. ¿Las cosas mismas causarían que los signos se refirieran a ellas? P. Algo así. F. Muy bien. Pues resulta que en la versión que Putnam nos ofrece de esa propuesta aparece una idea a la que le va llegando su día. Nuestro autor se refiere a ella como la “división del trabajo lingüístico”. P. Veo ya que asoma una conexión con la economía... F. La exposición de Putnam es engorrosa y en sus detalles de escasa importancia para la investigación lingüística. Pero el asunto de fondo se vuelve claro cuando se lo presenta desde el punto de vista de la confección de un diccionario. P. Te escucho. F. Según me ha explicado un amigo que se dedica a hacer diccionarios, la obtención del vocabulario básico, ese que la mayoría de las personas maneja a diario, es un trabajo que requiere muchas horas de grabación de conversaciones ordinarias. Y llega un momento en que se alcanza un tope natural. P. ¿Cómo es eso? F. Sí; digamos que por más que sigas grabando y compilando, ya no aparecen palabras nuevas, excepto las que podríamos llamar “especializadas”, aquellas que solamente ciertos grupos de personas conocen y manejan como parte de lo que hacen, es decir de su trabajo. P. Para poder hacer su trabajo necesitan dominar esas palabras. F. Y no nada más dominarlas. Putnam, como la mayoría de la gente que no ha estudiado lingüística, tiende a concebir el lenguaje como una colección de palabras, y por eso se concentra en el vocabulario al hablar de la división del trabajo lingüístico. P. Ya veo. Estás aludiendo a una cosa que nos has repetido otras veces hasta el cansancio: que el lenguaje consiste de palabras, pero también de patrones sonoros y estructuras sintácticas. F. Espero que ese cansancio al que aludes sea sólo el que me ocasionan mi afán y mi porfía, y no que los tenga ya hartos de oír la lección. P. Lo importante, creo, no es que nos cansemos de oírla sino que seamos capaces de entenderla y no nada más de repetirla como pericos. F. Me encomiendo a los dioses para que nos sean propicios a ustedes y a mí.

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P. En todo caso, la aplicación al caso que nos ocupa sería, si estoy entendiendo bien, que las personas que ejercen un oficio especial no solamente usamos un cierto vocabulario especializado, sino que usamos patrones sonoros peculiares y estructuras sintácticas características. F. Así es; y esa especialización lingüística constituye un tema importantísimo de la ciencia del lenguaje, si bien no ha recibido ni de lejos toda la atención que se merece. P. Con todo, la que haya recibido será mejor que la que le dedica Putnam, según vas diciendo. F. Incomparablemente mejor, e igualmente desconocida para los filósofos del lenguaje como el resto de las investigaciones que emprenden los lingüistas. Las bastante peregrinas ideas con las que Putnam nos deleita cuando habla del asunto delatan enseguida su condición de filósofo... P. ¿Su condición de filósofo? F. Quiero decir que el filósofo tiene la deformación profesional de apoltronarse en su sillón y especular sobre la realidad, cuidándose bien de todo contacto empírico y sistemático con ella. Afortunadamente los lingüistas y algunos antropólogos se desentienden en general de los filósofos y llevan calladamente a cabo el trabajo empírico que se requiere para ir entendiendo cómo se producen realmente los fenómenos. Una de las muchas cosas relevantes es la adquisición del lenguaje. P. Un campo que te apasiona. F. Son enormes los progresos que hemos hecho en él, a pesar de las barreras entre disciplinas... P. ¿Pero que no se insiste últimamente en la importancia de la interdisciplinariedad? F. Vaya que se insiste, Pánfilo, y se hace mucho ruido con ello. Pero como decía Spinoza, omnia praeclara tam difficilia sunt quam rara. P. ¿Quieres decir que la investigación interdisciplinaria tiene muchos obstáculos y casi siempre fracasa? F. Esa es mi experiencia. Nada tengo contra el ideal, pero sí mucho contra los monstruos y desperdicios que producen las buenas intenciones. Y mientras no tengamos consciencia clara de la distancia entre el ideal y sus intentos de realización, la cosa va a seguir por ese camino. P. ¿Y cómo va en el caso que nos ocupa? F. A tiros y tirones. A los lingüistas puros y duros les cuesta mucho entender los razonamientos de los psicólogos y neurofisiólogos, y otro tanto vale en la dirección contraria. Pero se hacen progresos a pesar de todo. Y lo más importante es que la investigación durante mucho tiempo se dirigió exclusivamente a lo que podríamos llamar la adquisición “normal”, pero afortunadamente comienza de un tiempo acá a abrirse a procesos de adquisición divergentes de la norma, tal como ocurren por ejemplo en el autismo, la dislexia, el síndrome de Turner, el síndrome de Williams, el síndrome de Down, y muchos otros más. 226

P. Un campo que te apasiona aún más... F. Sobre todo porque, o mucho me equivoco, o las nuevas investigaciones lingüísticas y psico- y sociolingüísticas van pronto a combinarse con el hallazgo de la neuropsicología de que hablábamos antes, a saber: que muy probablemente todos los síndromes se dan con distintos grados de intensidad, de manera que los casos extremos (el autismo severo, la dislexia profunda, etc.) son solamente la punta del iceberg. P. Comienzo a ver lo que quieres decir: en último término no existiría en realidad esa tal adquisición normal del lenguaje. F. En rigor, no. Lo que tendríamos es modos alternativos de adquirir el lenguaje. De hecho, podríamos pensar que el lenguaje parte tan importante de la cultura que podríamos considerarlo un modelo a escala de ella es un gigantesco repositorio de bienes (palabras y frases, reglas y construcciones, entonaciones e intensidades, estilos y metáforas). Como tal repositorio, el lenguaje constituye una gigantesca oferta de la que los distintos seres humanos, conforme a nuestras distintas dotaciones de recursos, internos y externos, y a nuestros variables conjuntos de oportunidades, vamos tomando lo que vamos necesitando, y lo que vamos pudiendo, para alcanzar nuestros diferentes fines. P. ¿Puedo adelantarme un poco? F. Adelante y con enjundia. P. La clave me la diste cuando usaste la palabra “cultura”. Esta idea que acabas de esbozar se podría generalizar a toda la cultura. F. ¿Y qué más? P. Y en particular se podría extender a los valores. F. ¿Cómo lo harías tú? P. No estoy seguro de hacerlo sino en términos muy abstractos; pero examina si voy por buen camino. F. Lo haré con gusto. P. Podríamos decir que esa cosa tan grande que llamamos la “cultura” incluye tanto el lenguaje como los valores, y ambos en toda su gran variedad. F. ¿Por ejemplo? P. La variedad del lenguaje la acabas de señalar y en otras ocasiones nos has instruido sobre ella: no solamente el vocabulario, la gramática y la prosodia nos ofrecen muchas posibilidades, sino que todas ellas se modulan según las regiones, las profesiones, los estratos sociales, la edad, el género. Hay mucho de dónde escoger. F. ¿Y los valores? P. Igualmente: no solamente tenemos ocasión de experimentar muchos valores, y tantos más cuanto más rica y variada es nuestra experiencia y nuestra educación, sino que además la cultura nos llena, como dijiste ayer, de relatos y recitaciones, imágenes y canciones, comedias y tragedias, sentencias y sermones, proverbios y disertaciones, todas ellas encaminadas a persuadirnos, exhortarnos, animarnos, moldearnos, en una dirección o en otra. 227

F. ¿Y lo logran? P. En parte sí y en parte no, dependiendo de muchos factores. F. ¿Cuáles factores serían esos? P. Obviamente están aquellos en que se insiste más hoy día. F. ¿A qué te refieres? P. A que no todos tenemos igual acceso a todas esas experiencias y discursos. F. Eso es sin duda de importancia. P. Pero no es lo único. Se trata de dotaciones externas a nosotros, cosas que se nos ofrecen de fuera. F. ¿Y habría también algo dentro de nosotros? P. No algo, sino mucho: distintas inteligencias, sensibilidades, estados de salud y propensiones a enfermedades, capacidades sensoriales, turbulencias emocionales..., no sé. F. Sí, la lista continúa. P. Y en esa lista me has hecho reparar que un lugar muy importante ocupan esas sutiles diferencias, o mejor dicho: esas colecciones de sutiles diferencias, que en los casos muy severos se llaman “síndromes”, pero que, si la dirección que está tomando la investigación neuropsicológica es como dices, nos afectarían a todos en distintos grados. F. De manera natural, si bien modulada por la oferta externa, cada uno de nosotros tiende a ver el mundo de maneras sutilmente distintas, a apropiarnos de lo que se nos ofrece cada uno en su estilo y a su ritmo, a tomar decisiones y a actuar en direcciones específicas. P. Para decirlo con el ejemplo que comentábamos ayer, no todos podemos ser valientes o cobardes de la misma manera o en el mismo grado, ni reconocer ni experimentar las manifestaciones de valentía que ocurren en nosotros mismos o en los demás. F. Y de igual manera no somos igualmente susceptibles a los innumerables otros valores, y sus criterios asociados, que la vida nos presenta: no todos somos igualmente sensibles a los colores y la belleza que con ellos es posible crear o admirar. A los ciegos que mencionabas ayer les está cerrado este dominio de cosas para siempre y de manera radical. Otros déficits visuales y los hay muy diversos, más de lo que tu imaginación podría pergeñar modifican o reducen el acceso a estas cosas de maneras variables y distintivas. P. ¿No nos hablabas el otro día de Oliver Sacks y ese pintor su paciente que perdió la sensación del color? F. ¿Lo recuerdas? Entonces recordarás también como su cerebro comenzó a compensar esa pérdida con una nueva sensibilidad a los tonos de gris. Las maneras como los organismos buscan integrarse y reintegrarse, compensar y substituir, apenas comienzan a ser objeto de estudio. P. Y tú piensas que todos estamos en la misma situación. F. Así es, mi buen Pánfilo: todos somos ciegos o miopes o agnósicos, pero no todos lo somos ante las mismas cosas ni en la misma proporción. Pero también: todos somos sensibles y susceptibles a muchas cosas, si bien no a las mismas ni de la misma manera. 228

P. Y vaya que habría que decir que se trata de muchas cosas, porque los ejemplos que hemos usado, la valentía y la belleza cromática y plástica, son parte pequeña de lo que parece ser una gran diversidad. F. Enorme y casi diría inabarcable, Pánfilo. ¿Recuerdas cómo hablábamos al principio de los valores morales y éticos, y cómo ellos nos parecieron en sí mismos de una gran diversidad? P. Y aunque no hemos hablado de cada uno directamente, me ha parecido a ratos que nunca hemos dejado de hablar de ellos. F. Es que eres un joven sensible e inteligente a las cosas filosóficas. En efecto, en nuestras conversaciones hemos rozado prácticamente todos esos valores que apenas esbozamos entonces. Pero hay muchos más que esos, como lo muestra el ejemplo de la belleza. De hecho, una de las cosas que pienso es que no hay límites exactos entre los valores... P. Esa es la raíz de tu nominalismo ético, si entendí bien lo que dijiste entonces. F. Muy bien que lo entendiste, Pánfilo, porque ni esa colección abigarrada de valores que vimos al comienzo de nuestra conversación (los diez o doce dominios de lo que convencionalmente llamamos “ética”) parece un conjunto coherente, ni es posible discernir dónde se encuentra el límite entre esa colección y los demás valores (supuestamente “no éticos”) que entre todos nos dan vida a veces y a veces nos la quitan. P. No hay solución de continuidad, por ejemplo, entre lo ético y lo estético. F. Ni entre ambos y lo lógico o lo matemático. P. O entre todos ellos y todas las demás cosas que nos importan y sin las cuales nada importa F. Si bien esas cosas no son las mismas para todos los individuos o para los variados grupos que forman. Y hay otra cosa. P. ¿Falta aún algo? F. Tal vez lo más curioso de todo. P. Me intrigas. F. Digamos, pues, que todos los valores (llámense “éticos” o “no éticos”) forman juntos un enorme universo. P. De acuerdo, pero ¿cuál era esa otra cosa curiosa que faltaba decir? F. Que no se trata de un universo completo, sino que en él se descubren constantemente cosas nuevas... P. ¿O sea que los valores no están dados de una vez y para siempre? F. No me lo parece, Pánfilo; antes creo que la humanidad va descubriendo nuevos valores y criterios de excelencia todo el tiempo. Esos inventos más o menos recientes que son la ciencia, la novela, el contrapunto, el comfort, la fotografía, el cine, la comunicación por internet, van todos ellos asociados a nuevos valores. P. En la terminología que empleamos, aparecen continuamente dioses nuevos.

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F. Y continuamente se enfrentan entre ellos, por un lado, y con los viejos dioses, por el otro. O para decirlo con la precisión que habíamos acordado al principio: nosotros los seres humanos entramos en conflicto de puro estar a su servicio. P. Pero no solamente hay conflicto. F. No solamente, ni todo el tiempo. También los dioses cooperan, y esta es precisamente la magia del mercado. P. Sabía que la economía no tardaría en hacer su aparición. F. Siempre ha estado allí. Es la teoría económica la que nos ha empezado a enseñar que, desde el primer momento, los seres humanos estamos eligiendo a partir de una oferta, que nos estamos transformando a partir de esas decisiones e inversiones, y finalmente que, como efecto de todo ello, vamos constituyendo cada uno un capital humano particular que nos permite insertarnos en el mercado laboral y aspirar a cierto nivel de ingreso y por tanto a cierto nivel de vida. P. Y todo eso es posible gracias a la división del trabajo que se produce por esas pequeñas y grandes diferencias, y su cultivo a través del tiempo por parte de los individuos y sus decisiones y acciones. F. He aquí en mi opinión el tema central de esa futura neuroeconomía que es parte de mis sueños y a la que he aludido antes. Pero antes de continuar, y para no irte a confundir, tengo la obligación de advertir una cosa. P. Me alarmas. F. No hay ocasión de ello. Resulta simplemente que los nombres que una persona inventa no son su exclusivo patrimonio. P. ¿Me estás queriendo decir que ese nombre de “neuroeconomía” está siendo usado para referirse a un campo de investigación distinto del que tú tienes en mente? F. Ay, Pánfilo, no nada más uno, sino ya dos, al menos hasta este momento. P. ¿Cómo está eso? F. No hace mucho me he enterado que una rama nueva de la economía experimental, en realidad una extensión muy natural de ella, ha recibido ese nombre. Los experimentos neuroeconómicos son del mismo tipo que los que ya he mencionado, donde se trata de averiguar cómo de hecho los seres humanos tienden a tomar sus decisiones económicas, cómo sopesan los riesgos, planean sus acciones o estiman el valor de las cosas, los precios relativos y los costos de oportunidad, e incluso y para rematar: hasta dónde los criterios que los seres humanos utilizan en su pensamiento y toma de decisiones son los mismos que han sido elaborados por los lógicos y matemáticos. P. Pero hay una diferencia entre los viejos experimentos y los nuevos. F. La diferencia, dicho groseramente, es que ahora han comenzado a conectar electrodos y otros artefactos a las cabezas y cuerpos de las personas sujetas a los experimentos, tratando así de encontrar los correlatos electrofisiológicos y neuroquímicos de las operaciones cognitivas que subyacen a esas decisiones, planes, cálculos, etc.

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P. Suena de lo más interesante; y aún dices que ese es uno solo de los dos campos de investigación que reciben el nombre de “neuroeconomía”... F. El otro campo parte de una idea crecientemente popular en los estudios cognitivos, que consiste en pensar que la mente humana se encuentra dividida en compartimientos o módulos especializados, concentraciones de neuronas en áreas específicas y ensambles neuronales que conectan unas regiones con otras, de tal suerte que las acciones y decisiones son el resultado de una combinación de colaboración y competencia entre esas divisiones. P. Algo semejante a lo que ocurre en el mundo exterior entre las distintas especies. F. Correcto. Y así como las investigaciones biológicas (por ejemplo, la ecología de poblaciones) ha tomado prestados conceptos y métodos de la economía, en particular de una subdisciplina llamada “teoría de juegos”, así ahora resulta que la neuroeconomía sería el intento de extender ese préstamo a las teorías neurológicas cuasi-darwinianas. P. Pero lo que tú llamas “neuroeconomía” es una idea distinta. F. Al menos a primera vista es, en efecto, muy distinta. Mi idea es que el pilar de la economía es la división del trabajo. Este tema, con el que por cierto inicia el gran tratado fundador de Adam Smith, es y sigue siendo lo que permite el funcionamiento de los mercados. Es gracias a que yo puedo hacer una cosa mejor que otra y mejor que otros (por ejemplo, leer libros, cortar el pelo o hacer amigos) que a los otros les conviene tratar de ofrecerme algo a cambio en lo que ellos tengan sobre mí una ventaja comparativa. P. Y esa división del trabajo que permite y enriquece el intercambio tiene, según veíamos un componente lingüístico... F. Bien dicho. Unos sabemos usar el lenguaje, o partes de él o variantes de él (lo que llamamos “estilos”, “jergas” y “registros”), mejor que otros, y entonces esos otros nos contratan o compran lo que producimos con ese saber. Pero la división del trabajo tiene también un componente axiológico, es decir moral, ético, estético, y en suma concerniente a todos los valores que la humanidad va descubriendo. Estos diversos componentes (lingüístico, axiológico, etc.) son parte integral de lo que sabemos y lo que podemos hacer, nuestras habilidades y destrezas, las cuales son más o menos apreciadas en los continuamente cambiantes mercados. P. Volvemos aquí al punto de que, en el intercambio, las dos partes salen ganando. F. Correcto: solos los individuos somos tan poca cosa, podemos tan poco, a pesar de nuestros talentos estamos en realidad tan limitados, que justo por eso nos necesitamos todo el tiempo unos a otros. Gracias al mercado yo puedo ofrecerte algo un objeto, un conocimiento, una habilidad, un talento que tú no tienes o no en la misma medida; la cuestión es si se da el caso de que tú tengas algo que ofrecerme a cambio. P. Eso suena bastante complicado y azaroso. F. Y como vimos antes lo fue durante milenios, mi joven amigo, hasta que los seres humanos encontraron eso que llamamos el “dinero”. P. ¿Otra vez el dinero?

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F. No me mires con tanto horror, chico. Me parece que te has olvidado un poco de lo que discutimos antes. Como tantos otros antes que ti y seguramente después también, te has acostumbrado a pensar en el dinero sin realmente pensar en él. Se trata probablemente de una de las más grandes invenciones de la humanidad, si no incluso de la más grande. P. ¿Cómo? ¿La más grande? F. Te ruego que trates de concentrar tu imaginación. Dar con el dinero ha sido, es y fue (porque el dinero se inventa y se reinventa constantemente) nada menos que encontrar un objeto que pueda servir para comparar los valores relativos de las cosas y además pueda ser utilizado como medio de cambio para facilitar las transacciones, haciendo innecesario que cada vez tengamos que encontrar a alguien con quien hacer el intercambio apropiado, en el momento justo, en las magnitudes deseadas. P. Es cierto que habíamos hablado del dinero más o menos de esa manera. Pero algo en mí se resiste a admirarlo. F. En ti y en muchísimas personas. ¿Por qué no exploramos un poco esa resistencia? P. Lo intentaré. Veamos: ¿no se ha dicho también que el dinero se vuelve un fin en sí mismo, mientras que lo que me estás diciendo, y lo que todo mundo aceptará, es que se trata de un mero medio? F. Eso se ha dicho, pero creo que no se ha hablado con precisión. De hecho, ya hablar de “mero medio” invita a no apreciar las cosas en su justo valor. P. Pero eso no responde a mi pregunta. F. Vayamos, pues, a ella. Mira, Pánfilo, no quiero negar que pudiera haber un tipo de personas que disfrute la posesión del dinero en tanto que dinero. A lo mejor las hay. Nunca he conocido ninguna, pero no pretendo que mi experiencia agote las posibilidades. Eso sería ridículo. Pero, aún admitiendo la existencia de semejantes personas, en general me parece que lo que la gente anhela es tener dinero con miras a otras cosas, y para acabar pronto con miras ante todo a lo que con el dinero pueden adquirir en el mercado. Luego son esos bienes (y los valores asociados a ellos) en lo que hay que pensar... P. Pero, ¿qué me dices de quienes continúan amasando fortunas más allá de lo que jamás ellos, o incluso sus herederos, podrán jamás gastar? F. ¿Pues que acaso te imaginas, muchacho, que esos magnates tienen sus fortunas abajo del colchón, o en una gigantesca caja fuerte, como ese Rico MacPato de los cuentos de Walt Disney, cuyo mayor goce es zambullirse en las monedas? P. Pues no, pero... F. Nada de peros: nunca olvides que los multimillonarios de esta tierra no tienen sus fortunas en el banco, sino invertidos en actividades productivas, de las que todos nos beneficiamos. Además... P. ¿Además? F. No debes olvidar tampoco que nadie sabe qué nos depara el futuro en lo que toca a bienes y valores, y cuánto van a costar. Luego amasar una fortuna es simplemente un seguro contra la incertidumbre y una apuesta patrimonial por la familia. Y eso no es todo. 232

P. ¿Falta algo? F. En cierto modo lo más curioso. Juzga tú si no. P. Te escucho con cuidado. F. Si estudias las vidas de muchas de esas personas, y ves en qué efectivamente han empleado su dinero, creo que cambiarías de opinión sobre muchos de ellos. ¿Sabías, por ejemplo, que los primeros grandes multimillonarios, los que amasaron las primeras fortunas fabulosas, como Rockefeller y Carnegie, donaron prácticamente todo lo que ganaron a fundaciones de beneficencia? P. No lo sabía, no. F. Tienes que pensar, además, que estas personas eran de todo punto extraordinarias. No pensaban simplemente en amasar fortunas: pensaban en crear cosas. No en balde se los ha llamado “capitanes de industria”, es decir más parecidos psicológicamente a los grandes conquistadores, si bien con métodos distintos. Rockefeller le dijo a uno de sus admiradores que en su opinión la explotación comercial del petróleo que él había iniciado (a pesar y en contra de sus contemporáneos) había producido más bienestar que todas sus obras de caridad juntas. Y no me parece que anduviera errado. P. Pero, ¿y la contaminación? F. Ay, Pánfilo, que me recuerdas un poco al Menón de Platón, que se la pasaba moviendo el tablero de juego. La contaminación, mi joven y apasionado amigo, es un tema sobre el que habría que hablar en otra ocasión, ya que no se puede despachar con pocas palabras. En todo caso, viendo y oyendo tu indignación, me da la impresión de que tu información sobre el tema es bastante escasa. P. Es bien posible, y prefiero esperar el momento que tú consideres oportuno para volver sobre el asunto. F. Hazte cargo que no quiero decir de ninguna manera con lo anterior que todos los empresarios sean “buenos”. Ya sabes lo que pienso de hablar de una manera tan imprecisa y equívoca. P. ¿Y qué opinión te merecen entonces como personas? F. Pienso que en muchos sentidos, de acuerdo con muchos criterios, tomando en cuenta muchos valores, se trataba y se trata de personas admirables. En otros sentidos y de acuerdo con otros criterios y valores, sin duda no lo fueron; pero eso no los distingue del resto de nosotros, quienes tampoco somos admirables en todo y por todo. P. Creo que tienes razón; y se trata de aplicar a los ricos todo lo que hemos estado platicando. F. A los ricos y a los pobres, a los inteligentes y a los torpes, a los bien parecidos y a los menos agraciados. A todos, Pánfilo. P. ¿Y si volvemos a la función del dinero? F. Diríamos entonces que todos los precios del mercado, como vimos, son en el fondo precios relativos, estimaciones comparadas de lo que todos nosotros demandamos y ofrecemos, los precios relativos de la tierra y los recursos naturales, los precios relativos de 233

la maquinaria y la tecnología, los precios relativos de las habilidades, talentos y conocimientos, e incluso los precios relativos del dinero mismo y de las diferentes monedas. Y diríamos a continuación que todo eso, todas esas relatividades es posible representarlas de manera unitaria y sistemática mediante el dinero. P. Cuando lo pones de esta manera, se me erizan los cabellos y se me enchina la piel. F. No es para menos, Pánfilo, se trata de cosas muy grandes. ¿Conoces la historia de la desdichada suerte que corrió el pobre Platón cuando se le ocurrió hablar ante un público distinto de aquel al que estaba acostumbrado en los jardines de Academo? P. Me parece recordar que una vez nos contaste que anunció una conferencia “Sobre el Bien”, a la que la gente acudió pensando que se hablaría del dinero. Platón, como era de esperarse, habló de todo menos de dinero, con lo que la gente empezó a impacientarse, a levantarse de sus asientos y en general a manifestar su inconformidad. F. Esta historia se suele contar como ejemplo de la superioridad del intelecto filosófico, que puede ver por detrás de las apariencias al corazón mismo de las cosas y apreciar el Bien en toda su pureza. P. Lo cual estaría negado a los simples mortales, atados por siempre a las apariencias. F. Y luego se quejan los filósofos de que la gente los vea como arrogantes. P. ¿Y la historia de Platón y su conferencia “Sobre el Bien”? F. Pues mira que esta historia la entendí yo siempre de la manera usual entre filósofos, y era de puro no pensar en la naturaleza del dinero, cosa común en este gremio. P. ¿Y ahora cómo la interpretas? F. Pienso que el auditorio de Platón tenía más razón que éste. El dinero es en cierto modo el Bien… P. A ver. F. Claro que hay que entender muchas cosas para captar en qué sentido esto es correcto, a saber: en tanto, y solamente en tanto, que el dinero es el medio universal de comparación e intercambio. P. ¡Es cierto! Por esa naturaleza del dinero, representa él todos los bienes. F. Sólo en ese sentido, que, sin embargo, no es cosa despreciable. Pero, ¿por qué se ha ensombrecido tu rostro de repente? P. Me he puesto sin querer a pensar que, si bien estoy dispuesto a creerte eso de que no hay personas normales en sentido estricto, sino que todos tenemos este o aquel déficit intelectual o emocional, cognitivo o afectivo, también es cierto que aquellos de nosotros cuyo déficit se da de manera realmente extrema, intensa y severa, tienen muy poco que ofrecer a cambio de otras cosas. Por más maravilloso que sea el comercio y el dinero, la capacidad de negociación que las personas gravemente afectadas por tal o cual déficit tendrían en el mercado es, si no me engaño, pequeña o nula. F. No te engañas, al menos no con respecto al tiempo que vivimos y vista la cosa a grandes rasgos. Tomemos el caso de un niño con síndrome de Down. ¿Qué puede ofrecer

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a los demás que los demás aprecien? Muy poco; de hecho, a lo que observo principalmente afecto. Se trata de creaturas hermosas. P. Es cierto: son hermosas. F. La pregunta es: ¿quién está dispuesto a emplear recursos escasos y valiosos para proteger y mantener una creatura hermosa? La respuesta es: bastante más gente de la que crees, pero menos de la que, al menos a mí, me gustaría que hubiera. Esto es un hecho de la vida: extraordinario cuando se da (hay que ver cómo puede una madre o una maestra querer y ser querida por uno de estos niños) y lamentable cuando se da lo contrario. P. ¿Y el remedio? F. El remedio está ya produciéndose. En tiempos de menor prosperidad, a estos niños se los mataba o se los dejaba morir. Pero uno de los muchos beneficios que nos ha traído el progreso material y el desarrollo de la civilización es justamente este hecho indudable: que más personas pueden darse el lujo de disfrutar a un niño Down, de apreciar su grandeza humana. Piensa en esto: mientras más pobre es una comunidad, tanto más difícil es que esto ocurra, y tanto más insensato es pedir a las personas que lo logren. Aunque parezca paradójico, también el mercado, el desarrollo del mercado, trabaja en beneficio de quienes, a primera vista, menos pueden ofrecer en él. P. Suenas muy optimista. F. Describo lo que veo; repito lo que los mejores historiadores han venido narrando. Y hablando de optimismo, de una vez te digo que me inclino a pensar que las cosas se van a poner aún mejor. P. ¿Qué quieres decir? F. Que conforme entendamos y apreciemos mejor la diversidad humana, la división del trabajo se profundizará, y habrá cada vez más prosperidad y por ende más lugar para que todos, incluso los que a primera vista están peor dotados, contribuyamos al máximo a partir de nuestros respectivos potenciales. P. Suena estupendo, pero creo que un ejemplo lo haría más verosímil. F. Volvamos al caso del autismo. Sabemos que este síndrome suele darse en familias en las que predominan cierto tipo de habilidades. P. Como dijiste antes, el autismo no sería solamente un déficit, sino también un superávit, no solamente una debilidad, sino también una fortaleza. F. Pues bien, la investigación más reciente muestra que las familias en que nacen los autistas son familias en las que predominan ingenieros, matemáticos, físicos, expertos en computación, músicos,... Muchos de ellos lograron ofrecer esos talentos en el mercado laboral y llevan vidas plenas. Otros han tenido dificultades, debido a que las personas a su alrededor no reconocían la naturaleza de ciertos déficits sociales o emocionales que acompañaban sus indudables talentos. P. ¿Te refieres no a los autistas declarados y diagnosticados, sino a sus padres, abuelos o tíos?

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F. A ellos sí. Se trata en muchos casos de personas que tuvieron y tienen problemas en la escuela, en la familia, en sus matrimonios, en sus lugares de trabajo. Hubo y hay mucho sufrimiento innecesario. Pero todo eso está cambiando a gran velocidad. Un número creciente de personas con autismo en distintos grados de severidad está siendo diagnosticada a todas las edades, y cada vez con mayor precisión. P. ¿El autismo sería entonces hereditario? F. Como muchos otros síndromes, hay un fuerte componente hereditario, en efecto. Y conozco evaluadores profesionales que han hecho una experiencia conmovedora. P. Cuéntame. F. Imagina que presentan el diagnóstico de un niño ante sus padres. P. Lo imagino. F. Más de algún papá o mamá comienza a abrir mucho los ojos, a palidecer o enrojecer, a agitarse mucho con la descripción minuciosa, y en algunos casos a romper en llanto al recordar que el cuadro que se presenta ante ellos corresponde muy de cerca a su propia experiencia infantil. P. ¿O sea que simplemente ese papá o esa mamá no había sido detectada, y mucho menos diagnosticada? F. Así es; y te puedes imaginar el poderoso aliciente que esto puede llegar a ser para que un padre comprenda y ayude mejor a su hijo. P. Claro que puedo imaginarlo; suena de todo punto excelente. Y en el caso del autismo... F. Se vienen creando cada vez mejores y más sutiles instrumentos para medirlo y para crear estrategias de supervivencia en una sociedad que requiere un mínimo de habilidades sociales. P. ¿Y tú piensas que es solamente el comienzo? F. Así es, sólo el comienzo. Y piensa, por ejemplo, que otro tanto está ocurriendo con la dislexia, donde nos hemos dado cuenta de que un número desproporcionado de presidiarios son disléxicos, y hemos comenzado a rastrear el efecto de la incomprensión de este síndrome sobre algunas personas que la padecen. P. Pero no todos los disléxicos acaban de criminales. F. Claro que no; además todo el estudio del crimen está siendo revolucionado en el momento que hablamos, y ciertamente en este campo hay muchísimos factores en juego. No es mi propósito justificar a nadie, y mucho menos a un criminal. Simplemente pretendo ilustrar que ha aparecido la posibilidad de intervenir de manera efectiva y oportuna, lo cual requiere antes que nada que mejoremos nuestras teorías acerca de los distintos déficits. En el caso de la dislexia, estamos haciendo enormes progresos teóricos, ya no digo año con año, sino mes con mes. Y todo eso en su momento se traducirá en mejorar la oferta cultural para los disléxicos, ensanchar su conjunto de oportunidades, adaptar el ambiente mejor a su peculiar organización cerebral. P. ¿Y qué ocurre con otros déficits? 236

F. La investigación avanza a trompicones, como todas las cosas humanas; y en unos campos progresamos más rápidamente que en otros. Sin embargo, puedo decirte que condiciones que afectan la memoria, la atención y la ejecución (tales como la impulsividad o la hiperactividad) o bien la percepción, la imaginación y las emociones (tales como la esquizofrenia, la paranoia o muchas depresiones) están siendo cada vez mejor comprendidas, tanto a nivel neuroquímico como cognitivo-conductual. P. No sé si alcanzo a captar todas las consecuencias de lo que estás sugiriendo. La perspectiva me marea un poco. F. ¿Estás pensando en algo en particular? P. Estoy pensando en que nuestros sistemas educativos no están preparados para eso. F. Completamente de acuerdo. Nuestros sistemas educativos están de hecho montados para uniformar y emparejar. Es un sistema terriblemente ineficiente. P. Pero tal vez corresponde a otros valores, si es que la eficiencia es un valor. F. Con esta observación expresas un prejuicio muy arraigado. La mayoría de nuestros amigos socialistas tienen a la eficiencia como una caricatura de valor, como un monstruo babilónico que oculta los verdaderos valores. P. No pareces muy conforme. F. Mira, los economistas dicen que entre la eficiencia y la equidad hay un compromiso que debe hacerse. P. ¿Quieres decir que a veces hay que sacrificar una para satisfacer a la otra? F. Eso mismo. P. Suena una idea bastante plausible. F. No lo niego; pero cuando los antiecononomistas ponen en duda que la eficiencia es algo valioso, no puedo menos de pensar que lo hacen porque el despilfarro que conlleva la ineficiencia afecta recursos que son de otras personas. P. Quitar al rico para dar al pobre. F. Y a veces ni siquiera eso, ya que muchos estudios sobre el financiamiento de los sistemas educativos, sobre todo los de educación superior, muestran que lo que realmente ocurre es quitarle al pobre para dar al rico. Pero este es otro tema. P. ¿Dónde estábamos? F. En que en los sistemas educativos al uso se parte generalmente de la idea de que todos somos iguales y debemos recibir la misma educación, que se nos deben impartir los mismos contenidos y siguiendo los mismos métodos, que debemos ser examinados y evaluados de la misma manera y según los mismos criterios. P. Si tu visión del desarrollo cognitivo, afectivo y moral de los seres humanos va por buen camino, este sistema es totalmente contraproducente... F. Contraproducente, tú lo has dicho, y además opresivo. Justamente lo que necesitamos es diversificar la oferta de contenidos, lugares de enseñanza, maestros, métodos de instrucción y evaluación, estilos administrativos, la lista es larga. De lograr tal diversificación, podríamos comenzar a captar la demanda real de educación, no la que se 237

imaginan los burócratas somnolientos, los pedagogos iluminados y los ministros ambiciosos. P. En fin, lo que se necesita es más mercado. F. A riesgo de que me crucifiquen, sí: eso es justamente lo que se necesita. Pero toda la tendencia es exactamente al revés, aunque hay algunos, pocos, signos favorables. P. ¿Por ejemplo? F. Creo que las profesionales de la educación especial están resistiéndose y van a resistirse a la integración; y aunque seguramente el Estado terminará imponiéndola, ya que esa es su especialidad: imponer las cosas, me parece que la situación se volverá en algún momento insostenible, como ha ocurrido con todos los intentos anteriores de unificación radical. P. ¿Cuáles son ellos? F. Hubo un tiempo en que se pensó en abolir los institutos tecnológicos y las escuelas vocacionales. Pero afortunadamente ellas existen todavía. La realidad de las cosas constriñe los monstruos que la razón ensueña. El Estado no solamente no ha podido acabar con esas escuelas especiales, sino que incluso se ha dado cuenta que las necesita, si es que la economía ha de mejorar. Igualmente me parece que la proliferación de instituciones a distancia es un desarrollo prometedor. P. Te noto optimista. F. Invirtiendo lo que dice un amigo, soy pesimista a corto plazo, pero optimista a largo plazo. Y lo soy, porque me parece que el desarrollo económico ha desatado una demanda de educación tan intensa, amplia y en sí misma diversificada, que se está comenzando a producir una oferta condigna. P. Pero muchas de las escuelas y academias que proliferan por todos lados son de muy dudosa calidad. F. Lo mismo, y con creces, puede decirse de la educación oficial. Además, es un fenómeno normal en los mercados incipientes. Se requiere que el tiempo pase para que los consumidores se vayan haciendo más duchos y sofisticados, y por lo tanto que la demanda se haga más exigente. Todo a su tiempo, mi impaciente amigo. P. Si te sigo, me estás diciendo que esa diversificación de la oferta educativa en la que tienes puestas tus esperanzas, corresponde en tu opinión a lo que la investigación científica ha ido descubriendo sobre la distribución de talentos y fallas relativas, debilidades y fortalezas relativas, déficits y superávits relativos. F. Eso mismo estoy diciendo. P. Y una parte importante de esta oferta la constituyen los valores que se transmiten en la educación. F. Una parte medular. P. Y eso incluye, supongo, el discurso ético y el discurso moral. F. No es lo único que importa, pero no parece que podamos prescindir de él.

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P. Pero entonces, Filopanta, nunca has querido decir que el discurso ético es inútil y despreciable. F. Nunca, Pánfilo, he dicho que sea despreciable. En cuanto a su utilidad o inutilidad, la cuestión es algo más delicada. En muchas ocasiones está claro que el discurso ético al igual que el discurso moral, si por lo demás hay ocasión de distinguirlos, y a pesar de las diferencias que entre ambos pudieran existir resulta absolutamente indispensable para la acción. Y los seres humanos somos activos antes que otra cosa. P. ¿Piensas en algún tipo de discurso en particular? F. Pienso en particular en el discurso contenido en la representación de valores a través de relatos, canciones, epopeyas, dramas, y demás. Su importancia es tanto mayor cuanto menor sea el contacto directo con situaciones de la vida humana que puede uno esperar de las personas. P. Estás pensando en que los niños y adolescentes no pueden tener observación y experiencia directa de todas las acciones admirables. F. Ni los adultos tampoco, si a esas vamos. P. Ese tipo de discurso te parece en general útil... F. ... o nocivo, o en parte útil y en parte nocivo, según sea el caso. No diría en cambio que sea inútil, porque esto implicaría la idea de que da igual que se use o que no se use. A mí no me parece que dé igual. Las representaciones de la acción humana son poderosas, para bien y para mal. P. Sin olvidar que “bien” y “mal” dependen del criterio que se aplique. F. Al menos es lo que hemos venido diciendo. P. ¿Y qué piensas de que las personas se pongan a veces a sermonear, a exhortar, a persuadir? F. Diría lo mismo que he dicho sobre las representaciones de valores: usadas con moderación y oportunidad, estos otros tipos de discurso ético resultan útiles o nocivas, o en parte útiles y en parte nocivas, si bien su utilidad o nocividad me parecen considerablemente menores que las que puede tener una representación vívida y bien montada. P. ¿Y qué pasa cuando se trata no ya solamente de sermonear, exhortar o intentar persuadir, sino de contemplar, teorizar e intentar convencer, en suma de filosofar. F. Esto es aún menos importante que los sermones. P. Me da la impresión que piensas que no tiene mucho sentido el filosofar ético. F. Alguno tiene, que si pensara lo contrario evitaría siempre conversaciones como ésta, que de alguna manera, aunque sea indirecta, pertenecen a este género. Dicho esto, hay que añadir enseguida que el sentido que tiene el filosofar ético se disuelve muy pronto en cuanto descuidamos lo que la investigación empírica nos revela de la naturaleza humana… P. ¿Te refieres a las peculiaridades del aparato cognitivo de que disponemos?

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F. A ellas, pero también a la escasez de los recursos —humanos y no humanos— y con ella a lo que hemos vislumbrado aquí acerca de la historia de la humanidad, especialmente la historia comercial. P. Pues entonces andamos mal parados. F. ¿Por qué dices eso? P. Porque si lo poco que sé es representativo, las argumentaciones en ética tienden a proceder en grande ignorancia y negligencia de todos estos datos, resultados y modelos. F. Me temo que así es; con lo que la mayoría de los discursos filosóficos no son ya ni útiles ni nocivos, sino meramente ociosos. P. Y es, supongo, a un juicio tal sobre la filosofía que nos conduce a final de cuentas tu nominalismo ético. F. Con lo que te quedaría claro, espero, que hablar de nominalismo en ética no es sino un aspecto del vasto asunto que hemos comenzado tú y yo a explorar en esta ya larga conversación. P. Por eso te irrita tanto cuando alguien pretende reducir a una fórmula cualquier intento serio de pensar las cosas. F. Ah, mi querido Pánfilo, ¡es tan fácil contentarse con fórmulas!

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! Ham. (...) Ô the Recorders, let mee see one, to withdraw with you, why doe you goe about to recouer the wind of mee, as if you would driue me into a toyle? Guyl. O my lord, if my duty be too bold, my loue is too vnmanerly. Ham. I do not wel vnderstand that, wil you play vpon this pipe? Guyl. My lord I cannot. Ham. I pray you. Guyl. Beleeue me I cannot. Ham. I doe beseech you. Guyl. I know no touch of it my Lord. Ham. It is as easie as lying; gouerne these ventages with your fingers, & thvmbe, giue it breath with your mouth, & it wil discourse most eloquent musique, looke you, these are the stops. Guil. But these cannot I commaund to any vttrance of harmonie, I haue not the skill. Ham. Why looke you now how vnwoorthy a thing you make of me, you would play vpon mee, you would seeme to know my stops, you would plucke out the hart of my mistery, you would sound mee from my lowest note to my compasse, and there is much musique excellent voyce in this little organ, yet cannot you make it speak, s’bloud do you think I am easier to be plaid on then a pipe, call mee what instrument you wil, though you can fret, you cannot play vpon me.

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