Diálogo entre la muerte y la doncella. A propósito de \"Narrar el mal\" de María Pía Lara

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DIÁLOGO    ENTRE   LA  

muerte y la doncella Mario    Alfredo   Hernández  

   

[María Pía Lara, Narrating Evil. A Postmetaphysical Theory of Reflective Judgment, Nueva York, Columbia University Press, 2007.]

uando Ariel Dorfman fue cuestionado sobre la razón de haber aceptado, de entre las diver- sas ofertas que recibió desde que su obra de teatro se convirtió en un éxito internacional en 1992, la de Roman Polanski para realizar la adaptación fílmica de La muerte y la doncella, él señaló que el trabajo del cineasta polaco poseía dos características que lo aproximaban a sus intenciones al narrar el encuentro entre una víctima de la persecución por motivos políticos y su posible torturador, en “un país que es probablemente Chile, aunque puede

tratarse de cualquier país que acaba de salir de una dictadura”. Por una parte, como lo habían demostrado Cuchillo en el agua o Luna amarga, Polanski sabía narrar el vínculo asimétrico que se establece entre quien ejerce la violencia y quien la experimenta, habiendo sido anulada previamente su capacidad de resistencia. Por otra parte, en el cineasta polaco estaba ausente un discurso moralizante —que no carente de cuestionamiento morales— o la pretensión de generalizar conclusiones a partir de las historias particulares que narraba. Polanski había experimentado el daño en primera persona —así lo prueba su estancia en el gueto de Varsovia a finales de la década de 1930 y su recuperación de las experiencias allí vividas a través de una de sus obras más recientes, El pianista— y por ello comprendía muy bien la dificultad de sostener un optimismo respecto del progreso moral de la humanidad. Desde el punto de vista de Dorfman, el mayor talento de Polanski se localiza en su capacidad para traducir a imágenes el vínculo claustro-

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fóbico y permanente que se establece entre la víctima y el verdugo, así como para escenificar toda la complejidad moral de una situación que no es fácilmente reducible a la lógica del sufrimiento y la consecuente redención. Polanski, como ningún otro cineasta, poseería la habilidad para hacer eco en el espectador del diálogo que se produce entre las posiciones de quien, por una parte y de manera consciente, ejecuta una acción sobre otra persona para provocarle una herida profunda en su sentido de la dignidad y quien, por la otra, experimenta los resultados de dicha acción como una forma de aquello que Immanuel Kant denominó mal radical. Precisamente lo que le interesa a María Pía Lara en el capítulo de su libro Narrating Evil, dedicado a reflexionar sobre la textura moral de la adaptación que Polanski hizo de La muerte y la doncella, es la forma en que este discurso fílmico otorga una nueva dimensión política al planteamiento de Dorfman sobre la importancia de preservar la memoria sobre el mal y, al mismo tiempo, mostrar que es una tarea de justicia —no de venganza— el dominio del pasado y la asignación de responsabilidad por los actos de violencia extrema. Lara señala, inspirada de manera fundamental en Hannah Arendt, que dicho dominio del pasado —no la redención, la reconciliación o el perdón absolutos— significa aceptar que la historia que nos vincula como sociedad está compuesta por actos de irresponsabilidad política, que son el producto de una incapacidad para pensarse uno mismo desde la perspectiva de aquel que es depositario de las consecuencias de nuestras acciones. En Narrating Evil se sostiene la tesis de que el dominio del pasado tiene su vehículo privilegiado en las narraciones que vinculan a una memoria reclamada en primera persona con la discusión pública que nos conduce a revisar las categorías tradicionales con que hemos debatido a la justicia y con que revisamos críticamente el pasado que nos vincula. En el caso de La muerte y la doncella, el mal que experimenta Paulina Escobar —la protagonista de la obra teatral de Dorfman y de la película de Polanski— no es simbólico ni metafísico; más bien, se trata de una forma de daño permanente para ella —que la vuelve incapaz hasta de escuchar las primeras notas del cuarteto de cuerdas de Schubert que el doctor Miranda escuchaba mientras la torturaba, y que a Paulina tanto le gustaba antes de su encuentro con el mal político— y que es el resultado de un contexto social que volvió vul- nerables a los seres humanos que disentían del ejercicio autoritario del poder. De acuerdo con la autora: “La

muerte y la doncella se convierte en una narración emblemática sobre la memoria porque captura esta ver- dad esencial sobre la experiencia colectiva. Su trama no es algo que sólo le ocurrió a Paulina, sino a muchas personas, y esta idea representa una verdad específica” (p. 160). La perspectiva que Lara emplea en Narrating Evil para destacar la importancia de la narración en el proceso de comprensión y crítica de la política a partir de los episodios históricos que se han constituido como paradigmáticos del mal secular y posmetafísico durante el siglo XX —Auschwitz en primera instancia, pero también las dictaduras en Argentina y Chile, la limpieza étnica y la violación como arma de guerra en Yugoslavia y Ruanda—, se sitúa en la intersección de los dominios de la ética y la estética. Debe decirse que la intención de la autora no es sugerir que la ansiedad y el pesimismo que nos provoca la revisión de dichos episodios se reduce tomando partido por las explicaciones que las teodiceas dan al fenómeno del mal, es decir, que éste es un elemento integral de un mundo que es diverso, en el que los seres humanos tienen la libertad de actuar incluso para dañar a sus semejantes en formas extremas y, aun así, que éste es el mejor de los escenarios que Dios pudo haber creado. Al contrario, la teoría sobre el mal de esta autora —y por eso ella la caracteriza como posmetafísica— implica la construcción previa de una imagen moral del mundo, en cuyo contexto puedan explicarse las formas particulares del mal siempre en referencia a un marco democrático común de justicia y derechos fundamentales. Narrar el mal tiene una intención política en tanto nos obliga a revisar la manera en que las experiencias concretas de dolor y humillación se relacionan con las condiciones históricas que las hicieron posibles e incluso normales, como en el marco de la legislación discriminatoria del Tercer Reich. Esta revisión implica una evaluación de las condiciones actuales para el ejercicio de aquél que Arendt denominó como el derecho fundamental en los regímenes constitucionales modernos, es decir, el derecho a tener derechos, la garantía de poder disfrutar de las protecciones jurídicas que la Ilustración como proyecto filosófico inclusivo formuló en términos universales. Sólo así se producirá el aprendizaje a partir de las catástrofes que es uno de los hilos conductores de Narrating Evil. Pía Lara se apoya en la comprensión del lenguaje y la comunicación que poseen Walter Benjamin, Martin Heidegger y Arendt para mostrar que las narraciones

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IMPRENTA PÚBLICA l    MARIO    ALFREDO  HERNÁNDEZ    

sobre el mal nos proveen de las herramientas expresivas para volver visibles las dificultades que, en relación con el ejercicio de los derechos, ha significado una comprensión parcial de las instituciones políticas. Esta comprensión parcial sería el resultado de referir nuestros debates públicos sólo al punto de vista abstracto que suministran las teorías de la justicia y no, de manera complementaria, a la perspectiva subjetiva inherente a los dispositivos narrativos extraídos de la literatura y los testimonios de quienes han experimentado el mal en primera perso- na. En este sentido, “a través de los esfuerzos dialógicos que realizamos para apropiarnos de nuestra herencia de atrocidades, las narraciones deben someterse a un escrutinio público para obtener el reconocimiento de su potencial moral crítico” (p. 35). Para ejemplificar la forma en que nuestro lengua- je político y legal puede ser enriquecido con las herramientas expresivas de la narración, la autora examina las contribuciones de Arendt y Primo Levi a esta tarea, particularmente en los juicios políticos e imágenes metafóricas novedosas que contienen las obras de ambos autores, fundamentales para la comprensión del mal en nuestro tiempo. Por una parte, discute el uso que Arendt dio a la novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, para explicar la novedad del totalitaris- mo alemán, que convirtió al terror en su principio de acción política. En este sentido, señala que el objetivo de Arendt al narrar el pasado reciente —sin ira ni condescendencia— era mostrar que el totalitarismo significó una ruptura con las tradiciones filosóficas y morales precedentes, al crear un andamiaje institucional que diluía la responsabilidad política y silenciaba la capacidad crítica de los ciudadanos respecto de los discursos racistas y otras formas ideológicas de distorsionar una imagen moral del mundo de inspiración universalista. Esta tarea de comprensión del pasado fue asumida por Arendt en un sentido eminentemente narrativo —no científico ni abstracto—, abrevando de fuentes que los historiadores de la época consideraban menores o secundarias. En el caso particular de la recuperación que Arendt hace de El corazón de las tinieblas y de la figura del Capitán Kurtz, la autora argumenta que el viaje metafórico que Conrad describe hacia el corazón de África —donde los colonialistas europeos no reconocieron como humanos a aquellos seres sobre los que ejercieron una violencia que en sus países de origen habría estado reprimida por sus códigos morales— posee la fuerza expresiva suficiente como para ajustarse a la experiencia

totalitaria de traspasar la frontera entre ser un ciudadano cumplidor de la ley y, súbitamente, percatarse de que esa misma ley tolera —e incluso prescribe— el asesinato de quien es considerado como no humano. Arendt habría formulado un juicio político exitoso, al integrar en su narración sobre el totalitarismo una nota sobre la forma en que todos somos susceptibles —si suspendemos nuestra relación crítica con la política y asumimos como artículo de fe los contenidos de las ideologías contrarias a la imagen moral del mundo que expresa el imperativo categórico kantiano en la formulación que prohíbe cualquier tratamiento instrumental de los seres humanos— de emprender el viaje hacia el corazón de las tinieblas que Conrad describe en su novela. Porque los regímenes totalitarios “promueven la dominación total de las personas y la destrucción y corrupción de los elementos de humanidad más básicos […] La inmersión en el corazón de las tinieblas comienza con el descenso en la destrucción del mundo humano. El lema totalitario ‘todo es posible’ se vuelve emblemático del mal en el siglo XX, en vista de cómo evoca todas las formas en que el sentido de humanidad puede ser destruido” (p. 140). En el caso de Levi, explica que la tarea narrativa que él se autoimpuso para superar la vergüenza que le producía haber sobrevivido cuando otros de sus compañeros del campo de concentración no lo hicieron, nos da la oportunidad de comprender lo que significa juzgar en términos morales las acciones de individuos situados en contex- tos de violencia y deshumanización extremos. De manera paradójica, el examen de estas condiciones se vuelve tan importante para nosotros porque ilumina la dificultad de asignar responsabilidad por dichas acciones, al tiempo que nos volvemos conscientes de que estos individuos vivían en lo que Levi denomina una zona gris. El análisis de María Pía Lara precisa —a partir de los ejemplos que Levi ofrece en Si esto es un hombre, La tregua o Los hundidos y los salvados— que el contexto del campo de concentración volvía difícil distinguir cuando un acto de sobrevivencia —como robar comida o agredir a un compañero de encierro— traspasaba la difusa línea entre el intento desesperado por ganar un día más de vida y lo auténticamente criminal. Por ello, no se puede entender el significado de la zona gris sin vincularla con otra de las imágenes que emergen de las narraciones de Levi: el musulmán, aquél individuo vuelto animal no humano, incapaz de oponer resistencia a las agresiones, auténtico cadáver ambulante a quien los nazis supusieron ninguna capacidad de acción ni de forjar una memoria que so-

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breviviera a la destrucción. Es cierto, como señala Levi, que el totalitarismo creó espacios de violencia y discriminación extremas que cuestionan nuestra comprensión tradicional de la responsabilidad política; pero también es verdad, como nos recuerda la autora, que la figura del musulmán nos obliga a reflexionar sobre la manera en que el arrebato de la libertad y espontaneidad humanas es un producto también humano, no una trampa del destino ni una etapa determinada por la necesidad histórica. En este sentido, la conclusión de María Pía Lara es que los conceptos y herramientas de comprensión política que podemos extraer del metafórico viaje al corazón de las tinieblas descrito por Arendt y del lugar que Levi asigna en su narrativa a las imágenes de la zona gris y el musulmán, nos dan la oportunidad de revisar nuestras ideas sobre la responsabilidad política; pero también es mediante es- tos dispositivos narrativos que somos alertados acerca de la facilidad con que podemos transitar de la seguridad a la indefensión, en ausencia de un marco de derechos y de instituciones democráticamente configuradas. Por estos motivos, la relevancia política de las narraciones de Levi radica en que él “elige ejemplificar sus propias experiencias como un espacio para la reflexión, una textura que ilumina

lo que Arendt ya había definido como la característica más importante del totalitarismo: que las personas extravían la condición básica de lo que significa ser humano” (p. 121). Finalmente, debe señalarse que el diálogo que María Pía Lara propone escenificar en el espacio público entre los receptores y los agentes de las formas que el mal ha tomado en el mundo contemporáneo —entre la doncella de la pieza de Dorfman y la certeza de Polanski acerca de que la muerte es un extremo al que la irresponsabilidad política nos han orillado en el pasado reciente— sólo es posible a través de las herramientas que nos suministran la narración y la reflexividad, entendida esta última como la capacidad de revisar críticamente nuestra comprensión de la política como un dominio construido de actos y palabras. En este sentido, el objetivo del modelo de espacio público y de racionalidad deliberativa que se transparenta tras la lectura de Narrating Evil, consiste en permitirnos obtener algunas orientaciones normativas —no fórmulas infalibles ni leyes absolutas, pues como pensaba Arendt, las consecuencias de las acciones humanas son imprevisibles— para intentar contener la tentación de ejercer el mal que Kant consideraba un rasgo permanente de la condición humana. ■  

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