Dialogo de religiones, camino de paz

July 9, 2017 | Autor: Miguel Gil | Categoría: Interfaith Dialogue, Bahai Studies
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DIÁLOGO

DE RELIGIONES

CAMINO

DE PAZ

Primera edición: septiembre de 2001

Autor: Miguel Gil Santesteban Cubierta: Eva Celdrán

© Miguel Gil Santesteban © Por el prólogo, Raimon Panikkar © Por la presente edición, ARCA EDITORIAL, S.L., 2001 Joan d'Àustria, 95-97, 5.º, 1.ª 08018 Barcelona

ISBN: 84-95652-03-X Depósito legal: Impresión: Romanyà Valls, S.A. Impreso en España – Printed in Spain

Reservados todos los derechos. Este libro no podrá ser reproducido ni total ni parcialmente por medio alguno, sin la previa autorización del editor.

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SUMARIO

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Diálogo de religiones, camino de paz . . . . . . . .

35

El establecimiento de la unidad religiosa . . . . .

53

Una experiencia de diálogo . . . . . . . . . . . . . . .

77

Sobre sectarismos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

95

Perspectiva bahá’í del reino de Dios . . . . . . . . . 119 El concepto de revelación progresiva . . . . . . . . 139 El componente milenario . . . . . . . . . . . . . . . . . 149 Los Estados Generales de la humanidad . . . . . 165 El encuentro de Oriente y Occidente . . . . . . . . 173

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A mi hermano Ignacio, en el nombre del Padre

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Desde el principio que no tiene principio, las puertas de la divina misericordia han sido abiertas de par en par a la faz de todas las cosas creadas, y las nubes de la Verdad continuarán derramando, hasta el fin que no tiene fin, la lluvia de sus favores y generosidades sobre el terreno de la capacidad, realidad y personalidad humanas. Tal ha sido el método que ha seguido Dios, desde toda eternidad hasta toda eternidad. BAHÁ’U’LLÁH

Dios ha creado o depositado en los hombres el amor a la realidad. ‘ABDU’L-BAHÁ

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PRÓLOGO DE RAIMON PANIKKAR

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S un hecho innegable que las religiones, directa o indirectamente, han sido uno de los factores que más han contribuido a las guerras entre los hombres. Directamente, como lo muestran las guerras religiosas; indirectamente, en cuanto han permitido que se las utilice como excusas o aun como justificaciones para las querellas humanas. Cuando una divergencia humana quiere fundamentarse religiosamente, tiene el peligro próximo de absolutizarse y con ello de no tolerar lo que se considera error o mal. Corruptio optimi pessima, «la corrupción de lo mejor es lo peor», es un viejo proverbio latino que no por casualidad se atribuye al genio religioso de san Jerónimo, conocido por lo demás por su carácter impetuoso, por no decir pendenciero. Es también un hecho innegable que en todos los tiempos ha sido el espíritu religioso uno de los factores más importantes para mantener y establecer la paz entre los P

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pueblos. Cuando una divergencia humana se ve a la luz del misterio último, esto es, el misterio religioso, se relativiza y no se toma a lo trágico. Lo absoluto no está en nosotros sino en el Misterio. Es innegable también que precisamente por esta doble experiencia positiva y negativa, no sólo incumbe a las religiones abrir caminos de paz, sino que están mejor pertrechadas que los Estados, por ejemplo, para esta función pacificadora que se está convirtiendo posiblemente en la tarea religiosa más importante del hombre sobre la tierra. El problema de la paz es hoy en día una cuestión de vida o muerte –y tanto la vida como la muerte, como problemas últimos, son cuestiones esencialmente religiosas: el encuentro del hombre con lo definitivo. Dicho con otras palabras: sin esta dimensión religiosa todo esfuerzo por la paz resultará superficial y en último término efímero, cuando no contraproducente. * * * Cualquier libro sobre este tema debe ser bienvenido y hoy en día, afortunadamente, proliferan en todas las latitudes libros y movimientos en este sentido. Mi encomio por esta publicación no mengua valor ni importancia a ningún otro esfuerzo. Construir la paz es tarea de todos. Tres aspectos deseo subrayar de este libro, que ha ganado mi simpatía, no sólo por su contenido, sino también por la paciencia que han tenido los editores para esperar estas líneas de quien está tan inmerso en esta cuestión que le cuesta mantener el equilibrio entre praxis y teoria, acción y reflexión –y no digo contemplación puesto que ésta incluye ambas.

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Ni que decir tiene que el hecho de subrayar los tres aspectos anunciados no significa que sean los más importantes del libro. Hago sana distinción entre un prólogo y una introducción. No considero mi función la de introducir el pensamiento del autor. Creo que es suficientemente claro para que no necesite de una tal introducción. Tampoco considero de mi incumbencia introducir a la religion bahá’í, tentado como estaría de hacerlo –acaso por interés profesional. Los tres aspectos que subrayo son, pues, tres facetas bastante exteriores que me han parecido suficientes para la función de quien debe proferir palabras de antesala a la lectura del libro (pro-logos o pre-facio). Mi papel es de simple prologuista. * * * Tanto la religión como la paz son temas demasiado importantes para dejarlos en manos de las «religiones» establecidas y de los «movimientos» organizados en favor de la paz. La religiosidad es una dimensión humana, y nadie tiene el monopolio sobre ella. La paz es una exigencia antropológica y nadie puede pretender conocer todos los caminos. Es relativamente fácil defender la dimensión religiosa del hombre, entusiasmarse por la paz e incluso cultivar tanto la religiosidad como la paz personal. Pero el hombre como persona es comunidad e historia. Sin el apoyo y la colaboración de comunidades y movimientos, la persona humana se encuentra demasiado a menudo desorientada y desposeída de medios. Y éste es el primer aspecto. El autor del libro no nos ofrece un simple testimonio individual; nos habla en nombre de una comunidad. Y esto es importante. P

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La religión bahá’í es una de las religiones más recientes en el sentido restringido de la palabra. Y digo en el sentido estricto porque, aunque muchas ideologías modernas como el comunismo, marxismo, capitalismo, cientifismo, etc. puedan considerarse como sistemas de creencias, y por tanto como religiones, no han querido ser identificadas con este vocablo ni han creado, en muchos casos, una comunidad humana. La religión bahá’í, por el hecho de ser reciente y de haber entrado en el seno de las religiones oficialmente reconocidas (aunque le sigue costando lo suyo), ha acumulado la experiencia de los éxitos y fracasos de otras muchas religiones establecidas. Este solo hecho le permite una perspectiva y una experiencia dignas de ser tenidas en cuenta. Ha aprendido, por ejemplo, que la violencia no lleva a ninguna parte, o mejor dicho, que a la larga es contraproducente –sin contar las razones morales que se oponen a ella. Ha aprendido, entre otras cosas, que no puede encerrarse en sí misma y debe abrirse al diálogo– hecho que, a veces, ha costado siglos a otras religiones asimilar. La religión bahá’í, como tantas otras, sin excluir el cristianismo, ha pasado por el crisol purificador de la persecución y, por ser reciente, a diferencia del cristianismo, no ha tenido tiempo aún de olvidar la purificación que representa la persecución ni de adaptarse excesivamente al poder. Su lenguaje, por decirlo de una forma un poco cruda, no es el de la paz de los vencedores –sin ser por ello el de la paz de los vencidos que, a menudo, no se libera de resentimientos que por justificados que sean, no dejan de enturbiar la paz. Es el lenguaje de los que creen que la paz no se consigue con la victoria sino con la concordia. Hoy en día, casi todas las religiones quieren cooperar en la paz entre los hombres, pero en general lo desean en sus propios términos –que consideran los más adecuados.

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Personalmente, creo que aquí hay aún un largo camino que andar, incluso para los bahá’ís, pero la peregrinación humana hacia la «Meca de la Paz» es lenta y costosa. Los bahá’ís no escatiman esfuerzos. Por el mismo hecho de ser una religión reciente es un grupo unido y compacto. Lo que nos ofrece es algo muy concreto y no se refugia en formas vagas que pueden conseguir el asentimiento de todos, porque no comprometen a nadie. Mas aún, los bahá’í son una minoría y como tal, por hablar sociológicamente, no pueden permitirse el «lujo» de caer en el laxismo. Por poner un ejemplo: hay una diferencia palmaria entre la minoría cristiana china, que debe ser observante y estar unida, y la mayoría cristiana española, cuya identidad corre por otros cauces. La religión bahá’í es estrictamente monoteísta, y sabido es que la historia de las religiones monoteístas no es precisamente la más brillante en cuanto a la paz se refiere. El monoteísmo, en general, no está dispuesto a hacer concesiones, ni se pierde por las ramas, como se diría llanamente. El monoteísmo representa una forma de pensar más propicia a la intolerancia que otras formas religiosas –lo que no significa que lo sea por esencia. Esto hace la propuesta bahá’í no solamente interesante sino importante. Existe una tendencia en favor de la paz religiosa que podría denominarse un tanto ecléctica y que intenta la paz tanto religiosa como civil, defendiendo un mínimo común denominador, algo así como una vaga espiritualidad superficial que, por querer contentar a todos, no satisface a nadie. El esfuerzo bahá’í por la paz, por el contrario, es maximalista. Y no deja de ser una propuesta humana y tolerante. Repito, que el camino hacia la paz es una subida ardua y no un deslizarse cuesta abajo por la pendiente del egoísmo –que creo algunos llaman «pasotismo». P

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La paz entre las religiones, como ya vio Nicolás de Cusa hace más de medio milenio, debe defender la tolerancia, la apertura y la simpatía, pero debe tener un centro, eclecticismos difuminados, a pesar de sus primeras apariencias, no suelen ser muy duraderos. No deberíamos pasar por alto la aportación de una nueva ciencia de las religiones demasiado siempo temáticamente inexistente: la geografía de las religiones. Aunque los vínculos entre el islám y la religión bahá’í sean más íntimos que los existentes entre el judaísmo y el cristianismo, esta nueva religión tiene una raíz persa que la une con el zoroastrianismo, una de las tradiciones más antiguas de la humanidad que aunque apenas existe como tal, ha influido en muchas otras incluyendo el cristianismo. No corresponde a un prologuista desarrollar esta idea, pero acaso haya en este hecho un factor importante, que algunos pudieran llamar «providencial», en la posible función ecuménica de esta nueva religión. * * * El tercer aspecto que deseo subrayar tiene dos vertientes, la primera es el aire de sinceridad que respiran estas páginas. El lector podrá o no estar de acuerdo con algunas ideas, pero no podrá dejar de notar que son un testimonio de la convicción profunda no sólo de su autor, sino de una comunidad que va abriéndose camino por este mundo moderno tan complicado. Y ésta es la segunda vertiente del tercer aspecto: su simplicidad. Frente a la complejidad de muchas religiones orientales y al no menos polifacetismo del judaísmo y del cristianismo (acaso también por razones históricas), destaca la simplicidad del mensaje bahá’í.

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Sabido es que si se pierde la profundidad de lo simple, se puede caer en lo simplista. La vida humana es simple y compleja a la vez; la situación histórica de la humanidad actual es tan simple como compleja. Las perspectivas que abre este libro pueden parecer simples o simplistas según el ojo con que se las mire. El lector debería preguntárselo antes de lanzar un juicio. O acaso, como el autor insinúa, preguntarse si antes de buscar soluciones, no deberíamos replantearnos cómo encontrar respuestas. La solución está en las cosas, en el problema; la respuesta está en nosotros. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a ser la respuesta al problema de la paz? Doy las gracias al autor por recordarnos una vez más que es a nosotros a quienes corresponde dar, yo diría ser, las respuestas. Tavertet, Pascua de 2001

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INTRODUCCIÓN

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OMO su título indica, el libro que el lector tiene en sus manos constituye una aportación bahá’í al diálogo de religiones. Se trata de una aportación entre otras muchas posibles, y quizá –como casi siempre ocurre con las obras primerizas– no de las más felices. Mi interés por el diálogo de religiones tiene raíces estrictamente biográficas. Cuando a la edad de catorce años descubrí el mensaje bahá’í, creía haber dado con la solución a las modestas preocupaciones religiosas e intelectuales que albergaba. No podía imaginar entonces que para confirmar aquella deliciosa impresión habría de embarcarme en una aventura de alcances mucho mayores. Durante los tres años que siguieron hube de plantearme un sinfín de preguntas. Algunas de ellas eran las «viejas» preguntas de siempre, sólo que dirigidas a mis interlocutores bahá’ís. Otras eran preguntas específicamente destinadas a explicarme el lugar de la I

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Fe bahá’í en el mundo y la verosimilitud de sus pretensiones. De manera ineludible, aquellas pesquisas me condujeron a examinar las aportaciones del islam, del budismo y del hinduismo. Puesto que ser bahá’í entraña aceptar el origen divino de las grandes religiones, me parecía inconsecuente abrazar la fe de Bahá’u’lláh y al mismo tiempo mantener serias dudas sobre las misiones de Mahoma o Buda. Por otro lado, mi encuentro con la Fe bahá’í se había producido cuando yo no era más que un adolescente educado en el catolicismo pero tocado por las preocupaciones sociales de un padre librepensador. Era lógico que mis primeros contactos reflejasen esa dualidad. Por consiguiente, para convencerme de que Bahá’u’lláh era el esperado de todas las grandes revelaciones religiosas, necesitaba cerciorarme de que en él se cumplían los «signos» anunciados por Cristo en el Evangelio. No era menos importante, sin embargo, la necesidad de convencerme a mí mismo de que el orden auspiciado por el nuevo mensaje estaba en condiciones de dar respuesta a los graves problemas sociales y morales de nuestro siglo. En cierto sentido, mi posterior «conversión» a la Fe bahá’í no hizo sino reorientar aquellas preocupaciones primeras. Con la perspectiva de los años creo haber aprendido a ver que el mérito fundamental de la Fe bahá’í y de la religión en general estriba en la radicalidad con que ésta puede transformar e invertir nuestra visión de la realidad. En principio, las «soluciones» que la Fe bahá’í ofrece no son soluciones puntuales a problemas puntuales, sino más bien replanteamientos. Del mismo modo, puede decirse que lo que la fe pide del creyente no son soluciones, sino respuestas. La gran dificultad de los replanteamientos radicales religiosos estriba, en sus albores y pese a su ímpetu, en que sus repercusiones pasan inadvertidas. En tanto que entidades

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civilizadoras, las religiones operan a un ritmo y a una velocidad que sólo puede medirse con justicia en términos de generaciones humanas. Por otro lado, el tiempo y el ritmo no son los únicos factores que impiden una correcta apreciación; la radicalidad de las religiones no deriva tanto de su protagonismo inmediato en la esfera de los acontecimientos históricos (y no es que carezcan de ella), como de su idoneidad para forjar una nueva mentalidad. Esta forma un tanto tangencial, casi podría decirse transmundana, de intervenir en la historia no está en absoluto desprovista de consecuencias prácticas. Sin embargo, el hecho de que el «tempo» de la revelación divina y el tiempo de la historia marquen ritmos distintos se presta a infinidad de paradojas, contrastes e incluso contradicciones por lo que respecta a la valoración y determinación de los hechos que realmente hacen historia1. En mi opinión, la sabiduría de la fe se mide por la profundidad de esa vivencia del «tempo» religioso, o sea, por ese saborear de la eternidad y de la visión profética que lo acompañan: «¡Levantad vuestros corazones –advierte ‘Abdu’l-Bahá– más allá del presente y mirad con ojos de fe hacia el futuro!»2 Fuera de esta perspectiva ciertos conceptos fundamentales en el devenir de las religiones se vuelven totalmente opacos. Así, expresiones como «pobres los tendréis siempre» se descontextualizan, pierden su condición de clave interpretativa y se transforman en sociología, política e historia baratas. Por supuesto, que haya habido creyentes que se han ser-

1

2

Lo dicho no obsta para que, con cierta perspectiva histórica, pueda hablarse de progresos formidables en lo que respecta a la aplicación práctica y social de las creencias bahá’ís. La sabiduría de ‘Abdu’l-Bahá; Buenos Aires, EBILA, pág. 67. I

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vido de expresiones similarmente descafeinadas no resta toda su eficacia a la doctrina del mandamiento nuevo y de la espera escatológica, aún menos al mensaje de Jesús. Y lo mismo podría decirse de quienes se apresuran a interpretar la «sumisión» islámica (islam significa «sometimiento») en clave fatalista; o de quienes se lanzan a descalificar la doctrina hindú sobre Maya (palabra normalmente traducida por «ilusión») como si ésta consistiera en una proscripción del mundo, una especie de evangelio del pesimismo y de la irrealidad absoluta del ser. A mi modo de ver, el diálogo de religiones debería abordar el examen de cuestiones clave como las que acabamos de enunciar, sin buscar por ello soluciones simplistas, sin caer en dualismos o monismos. Es más, estoy convencido de que tal diálogo dará tanto más abundantes resultados cuanto mejor sepa guardar distancias con respecto a las preocupaciones del momento. Distanciarse no significa desentenderse, sino más bien aquilatar poniendo las cosas en su justa perspectiva. Sólo así podrán disiparse las dudas, sospechas y malentendidos que han presidido tantos conflictos de ayer y hoy. Una de las razones de la escasez de foros de diálogo religioso radica en el hecho de que, dadas las dimensiones sociopolíticas de la religión, resulta harto a menudo imposible deslindar lo religioso de factores de orden secundario pero cruzados de agrias polémicas. Tampoco es raro ver cómo se desaprovechan valiosos encuentros precisamente porque la atención se desvía hacia esos mismos factores secundarios. Al decir esto no estoy sugiriendo que el diálogo deba reducirse a meros intercambios intelectuales, lo que sí sugiero es que prevalezca la perspectiva espiritual y que ésta no sea sacrificada en atención a meras contingencias. Afortunada-

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mente, las décadas de los ochenta y noventa empiezan a marcar una pauta esperanzadora.

* * * Como bahá’í, estoy convencido de que el diálogo de religiones constituye una necesidad prioritaria de la humanidad. Conviene aclarar, sin embargo, que esa convicción no es fruto de ningún oportunismo. Contrariamente a lo que se ha dicho y todavía sigue diciéndose, la Fe bahá’í no es una religión sincrética, un batiburrillo de religiones. En definitiva, el bahá’í no se interesa por el diálogo porque quiera demostrar que todas las religiones son «iguales», dicen lo mismo o –peor todavía– «dan» lo mismo (si fuera así, no tendría siquiera por qué molestarse en fomentar el diálogo); ni tampoco porque desee cultivar un supuesto sincretismo en un medio que le es supuestamente favorable. Por simple que parezca, el interés del bahá’í por el diálogo nace de su amor a los demás: «Debéis asociaros con las gentes de la tierra en espíritu de amor y simpatía extremos», tal es la exhortación enfática de ‘Abdu’l-Bahá. Pero para hacer bueno ese espíritu de acercamiento a los demás a través del diálogo se necesita algo más que buena voluntad; se necesita un mensaje de alcance verdaderamente universal. A mi juicio la Fe bahá’í cumple con tal requisito tanto en su aspecto doctrinal como escatológico. Por un lado, en su aspecto doctrinal, el mensaje bahá’í es ante todo un mensaje donde la unidad se constituye en foco de todas las indagaciones, inquietudes, aspiraciones y actividades humanas. No se trata de una unidad establecida a cualquier precio, sino de una unidad de conciencia y propósito, respetuosa de la diversidad humana. I

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Para el bahá’í el principio de la unidad tiene su fuente en la unidad divina (Dios es Uno), se expresa en la bondad ingénita de la naturaleza (que es espejo de los atributos de Dios), y se traduce a sí misma en la historia a través de revelaciones sucesivas de las que son portadores los Mensajeros divinos. «Las puertas de la Divina Misericordia –asegura Bahá’u’lláh– han sido abiertas de par en par a la faz de todas cosas creadas». Al abogar por la unidad del género humano, los bahá’ís no se plantean una unidad etérea, basada en meros efluvios de amor, sino una unidad exigente y de amor encarnado. Es ésta una unidad que requiere la erradicación de los prejuicios, ya sean éstos de religión, raza, género o clase; que considera ciencia y religión no como extremos incompatibles sino como facetas complementarias en la búsqueda de la verdad; y que llama a todos los hombres a forjar lazos perennes de unidad mediante la adopción de un idioma internacional auxiliar, la abolición de los extremos de riqueza y pobreza, la extensión de la educación obligatoria y universal, la creación de un tribunal internacional de justicia y la constitución de un poder ejecutivo mundial. Esta clase de unidad no es enemiga del patriotismo, pero lo supera en la medida en que coloca el listón de la lealtad humana no en una nación particular, sino en la humanidad misma. Por otro lado, la universalidad de la Fe bahá’í tiene fundamento escatológico. Todas las grandes religiones coinciden en apuntar hacia la llegada de una figura profética o mesiánica, cuya venida al final de los tiempos habría de inaugurar un reino de paz y unidad. Los bahá’ís identifican esa figura con Bahá’u’lláh, y Su mensaje con el gran anuncio de las revelaciones precedentes. En otras palabras, el mensaje de Bahá’u’lláh entronca con las demás grandes religiones de manera semejante a como el fruto «entronca» con el

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árbol, o la semilla con el fruto mismo. Esta visión no es gratuita sino que se basa en una interpretación seria de las escrituras y tradiciones sagradas de la humanidad; una interpretación que brinda la oportunidad de descubrir en las religiones del pasado una comunidad de propósito hasta hoy prácticamente ignorada. Los ensayos aquí reunidos son poco más que incursiones en algunos de los aspectos que acabo de reseñar. Un buen número de ellos fue redactado hace unos nueve o diez años. Aunque son abundantes las correcciones o modificaciones que he introducido, no he querido privarles de la carga y entusiasmo un tanto juveniles que dejan traslucir. Deliberadamente he despojado el texto de una buena porción de las notas a pie de página y referencias bibliográficas previstas en un principio, si bien las he mantenido en aquellos casos en que el rigor así lo aconsejaba. Quizá el lector se sienta incomodado por las evidentes repeticiones que recorren el texto. Tratándose de una colección de ensayos ha resultado casi inevitable. En mi descargo debo añadir que la redundancia es un importante refuerzo de la memoria y de la comunicación. El lector observará que, tal como queda estructurada la obra, se va produciendo un progresivo deslizamiento de la atención, que al final se vierte decididamente sobre algunos temas específicamente bahá’ís. Con todo, podrá apreciar que incluso en estos últimos ensayos se ha hecho un esfuerzo por abordar las cuestiones teniendo presente la necesidad de situar la Fe bahá’í en el contexto de las demás religiones e ideologías, en realidad respondiendo a preguntas, malentendidos y equívocos muy frecuentes en las descripciones realizadas por observadores externos. A ese criterio responden ensayos como «El Reino de Dios desde la perspectiva bahá’í», I

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«El concepto bahá’í de revelación progresiva» y «El componente milenario». Algunos de los textos fueron escritos y pensados para una audiencia bahá’í. Salvo en contados casos, no me he preocupado de alterar las apariencias. No puedo dejar de mencionar aquí que el primero de los ensayos del libro, «Diálogo de religiones, camino de paz», es una traducción retocada de mi colaboración para el libro Peace Strategies (Estrategias de paz), obra editada por el Dr. Davidson de la Universidad de Tasmania. La Asociación de Estudios Bahá’ís publicó hace algún tiempo el ensayo «Sobre sectarismos», lo recojo con algunas modificaciones importantes de estilo y contenido que espero que faciliten su lectura. En él llamo la atención sobre el fenómeno de las sectas y sobre determinadas concepciones sectarias de la ciencia. La inclusión de este segundo aspecto está destinada a eludir las complacencias que son tan habituales en el cientificismo serio y vulgarizador. El ensayo «La unidad de las religiones», publicado inicialmente en inglés por la Asociación de Estudios Bahá’ís de Australia, ilustra las coincidencias y contrastes entre dos formas bien diferenciadas de concebir la unidad de las religiones: la tradicionalista y la bahá’í. A modo de contrapunto he incluido una tercera visión –la sincretista– a fin de marcar más nítidamente las diferencias. Finalmente, debo advertir que el último ensayo, «El encuentro entre Oriente y Occidente», ha sido redactado conjuntamente con mi esposa, Elham Sami. Con él se quiere hacer buena la invitación de ‘Abdu’l-Bahá al «intercambio de dones» entre dos mundos abocados a entenderse. Confío en que el lector encontrará en este libro más razones para zambullirse en el diálogo de religiones y en el estudio de la Fe bahá’í. En todo caso, me daría por sobrada-

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mente satisfecho si al leerlo diera por buenas las intenciones y aspiraciones expresadas en sus páginas. La Fe bahá’í es, por supuesto, mucho más de lo que estos ensayos dejan traslucir. Nadie que lea a Bahá’u’lláh dejará de sorprenderse al saber que la revelación bahá’í ha tenido como punto germinal una mazmorra conocida como el SiyahChal, el Pozo Negro, en el que Bahá’u’lláh sufrió las mayores vejaciones. La generosidad de la Fe bahá’í, su solidaridad con los oprimidos del mundo, su apertura a todos, no podrían entenderse ni valorarse adecuadamente sin tener en cuenta lo que ese Pozo Negro significa como fondo de esperanza para la humanidad. Aoiz, junio de 2000

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NA de las paradojas más intrigantes del mundo contemporáneo consiste en la idea cada vez más extendida de que las religiones –esas mismas religiones que la sociología describe a menudo como «sistemas rivales» separados por las barreras de la teología, la historia y la cultura– no sólo pueden sino que también deben dar lugar a un mundo mejor y más pacífico. Variadas e incluso contradictorias son las fuerzas que impulsan al planeta entero hacia un futuro de paz. La contracción del mundo llevada a cabo por el comercio, la comunicación e información internacionales hacen imperiosa la necesidad de llegar a comprender mejor a ese «otro» que es nuestro vecino. La convivencia con los creyentes de otras confesiones, los problemas prácticos planteados por los matrimonios mixtos, la concurrencia de problemas éticos y legales ocasionados por el choque de creencias contrapuestas D I Á L O G O

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en la esfera de la educación, la sanidad, la justicia social; todos estos factores, por no mencionar los conflictos armados en los que la religión desempeña un papel decisivo, requieren un planteamiento radical que permita la adopción de soluciones eficaces. Ahora bien, la pregunta es obligada: ¿cabe dar con tales soluciones sin modificar, al propio tiempo, los presupuestos teológicos y antropológicos de los que parten las distintas confesiones protagonistas del diálogo? La historia rebosa de casos que ilustran la tendencia a eliminar el problema por el simple expediente de convertir a los demás en enemigos. En efecto, las mismas sospechas que recaían sobre el creyente católico de la Inglaterra isabelina parecen haber justificado, sólo que en sentido inverso, la expulsión de los judíos y moriscos de la España católica, o los ataques vitriólicos contra los jesuitas del período revolucionario francés. Si bien es cierto que esta tendencia a deshacerse de los demás está muy lejos de haber sido erradicada del ámbito político y religioso, va abriéndose paso la idea de que tal modo de conducta, además de ser inviable, constituye un recurso a todas luces ineficaz y a largo plazo suicida. En consecuencia, el reconocimiento de este proceso ha dado lugar a que Estados y filosofías seculares que por tradición negaban toda razón de ser a la religión organizada estén buscando en la actualidad nuevas vías, siempre delicadas, de cooperación con las confesiones religiosas de su entorno. Del mismo modo, un gran número de denominaciones se enfrentan a presiones procedentes de dentro y fuera de sus filas, en parte agravadas por problemas de orden material y teológico, que las inducen a adoptar una posición más dialogante respecto de los «valores seculares» y de las creencias ajenas.

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Huelga decir que la descripción que acabamos de ofrecer varía considerablemente de nación a nación y aun de región a región. Sin embargo, nos da una idea sucinta de la complejidad que rodea al fenómeno religioso. Hacerse cargo de lo que dicha complejidad representa constituye un paso adelante, y acaso la primera salvaguardia contra el peligro de abandonar el diálogo.

Dialogar tiene sus virtudes La presencia de los factores de unidad arriba mencionados no basta para obtener resultados. Por encima de todo, se necesita una voluntad selectiva e informada. Por sí mismos los encuentros entre culturas, ideologías y sistemas religiosos no dicen mucho. Para calificarlos de «encuentros» propiamente dichos se precisa valorar positivamente lo que los demás se aprestan a ofrecernos. Se necesita, lo que es aún más importante, capacidad introspectiva suficiente para poner en cuestión las propias creencias a la luz de lo que nuestro prójimo tenga que decir. Llegar a este estadio entraña el cultivo deliberado de algunas virtudes esenciales. Sin pretender ser exhaustivos, detallamos a continuación las que nos parecen fundamentales, a saber: respeto, autodistanciamiento, empatía, simpatía-compasión, tolerancia, cortesía y amor3. 3

Obsérvese que aquí prescindimos de los contenidos éticos y doctrinales de las diferentes religiones y sus posibles repercusiones en el establecimiento de la paz. Quien desee informarse más sobre este particular puede leer con provecho la edición a cargo de T.K. Unni-

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1. Respeto. El respeto es el miramiento, la prevención, la deferencia y la consideración que se debe a los demás. En el respeto confluyen –como se ve– la prudencia y la cortesía. En el trato con los demás, la combinación de ambas virtudes impide que los juicios se expresen precipitadamente y sin medir las consecuencias. El respeto implica una actitud positiva hacia las creencias ajenas en cuanto dotadas de cierta coherencia. No significa, por tanto, considerar que dichas creencias sean iguales o mejores que las propias; pero sí conlleva el que, al menos, no se las descarte como meros absurdos. Ese mismo respeto contempla que aquí están en juego factores muy arraigados como lugar, tiempo, condiciones socioeconómicas. La «actitud positiva» del que respeta no significa que deba haber identificación ni aceptación tácita de la valía o verdad de las creencias ajenas. Más bien presupone una resistencia deliberada a dejarse llevar por la tendencia a «reducir» las creencias del prójimo, a «encasillarlas» o «explicarlas» dando por descontado que éstas se fundan en el capricho, la esterilidad mental, las condiciones materiales u otras expeditivas generalidades. Al fin y al cabo, siempre existe la posibilidad de encontrar que las diferencias no sean tan notables como en un principio se las suponía. El respeto obliga than y Y. Singh, Traditions of non-violence; New Delhi, South Asia Books, 1973. Sobre las virtudes del diálogo interreligioso véase N. Smart, Religion and the Western Mind; London. Macmillan, 1987, y J. Newman, Foundations of Religious Tolerance; Toronto, University of Toronto, 1982. Aunque con variaciones de importancia, hemos adoptado en lo fundamental el enfoque de Ninian Smart.

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a que si ha de corregirse el punto de vista del prójimo, bien porque sus creencias constituyan una grave falsedad, o porque no hacerlo así pudiera interpretarse como una claudicación de la verdad que se dice profesar, ello se haga sin coerción y en un contexto de diálogo. De lo contrario, cualquier simple intento de «sustituir» unas creencias supuestamente erróneas por otras a las que se juzga correctas puede conducir a la violación intelectual del prójimo y al fomento de la desconfianza mutua4. 2. Autodistanciamiento. El autodistanciamiento podría definirse como desapego intelectual y emotivo hacia las creencias, ideas y sentimientos que alberga uno mismo. Es también la forma que reviste el respeto que toda persona se debe a sí misma. La finalidad del autodistanciamiento no es tanto la de poner en duda las propias creencias como la de impedir que «mi» percepción inicial de las creencias ajenas se 4

Ananda Coomaraswamy nos recuerda el ejemplo de ciertos misioneros jesuitas enviados a remotos lugares de la China, a quienes no se permitía enseñar hasta pasados dos años, tiempo en que deberían haber aprendido alguno de los oficios del lugar. Éste es el tipo de actividad que fomenta el respeto, empezando por uno mismo (véase The bugbear of literacy; Pates Manor, Middlesex, Perennial Books, 1979, pág. 44). Esta práctica contrasta con ese otro estilo misionero consistente en «exportar» masivamente modos de pensar, ser u obrar que a lo mejor nada tienen que ver con lo que se cree estar haciendo (como da a entender Iván Illich en «The seamy side of charity», Celebration of Awareness, A Call for Institutional Revolution; Harmondsworth, Middlesex, Penguin, 1973, págs. 47-58).

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erija en barrera que impida todo acercamiento. Autodistanciarse es algo que va más allá del respeto, pues presupone cierta capacidad autocrítica, una disciplina y una apertura de espíritu capaz de evitar las anteojeras. No se trata, pues, de «identificarse» con los demás, ni siquiera de reconocerles de entrada que puedan estar en lo cierto. De lo que se trata es de reconocer que una identificación absoluta con lo que uno cree que es verdad, además de ser imposible (pues nada es absolutamente cognoscible), puede muy bien convertirse en una actitud indeseable. 3. Empatía. Cabe definir la empatía como un revivir o recrear en uno mismo la experiencia de los demás. La empatía es algo más serio que averiguar en qué consiste ser cristiano, judío o bahá’í. La empatía trasciende la curiosidad o el proceso de «nativización» (going naive) de nuestros modernos antropólogos. La empatía constituye por así decir una ampliación de nuestra propia humanidad, y posee unos alcances mayores que los de la famosa máxima latina homo sum et nihil humani a me alienum puto (hombre soy y nada de lo humano me es ajeno). La empatía despliega las cualidades salvíficas de la verdadera inteligencia y supone reconocer que existe un hilo conductor que nos liga a todas las mujeres y hombres, por el simple hecho de ser personas. Conviene decir, una vez más, que la empatía no presupone que uno se «identifica» con los demás, sino sólo –y no es poco– que se asume su humanidad como una posibilidad y aun parte de la propia.

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4. Simpatía y compasión. Forman un par indisoluble caracterizado por connotaciones ligeramente divergentes. Si la empatía equivale a una suerte de «apropiación imaginativa», la simpatía y la compasión destacan por hacer hincapié en la idea de compartir. Amor y sufrimiento, respectivamente, son las notas dominantes de estas dos virtudes mediante las cuales no sólo se adquiere verdadero saber sino que se evita la traición de la fe depositada por el prójimo. Ambas virtudes no tienen nada que ver con la emotividad superficial que caracteriza a quienes sienten pena por aquellos que no han tenido la «suerte» de recibir la verdad5. 5. Tolerancia. La tolerancia, a su vez, nace de las virtudes antes mencionadas. Se necesita tiempo para aprender a ser respetuoso y autodistante, para desplegar empatía, simpatía y compasión auténticas. La tolerancia, por tanto, no es sino el ingrediente que hace posible ese proceso hasta su maduración en espíritu de fe y confianza. En cierto sentido, la tolerancia nace de la paciencia y del sufrimiento. Por ello mismo puede afirmarse que el principio del laissez faire (que a menudo se ve extrapolado al dominio religioso 5

Desde esta perspectiva, la redención de los pecados operada por Cristo es el milagro de la empatía: el camino del Calvario, la agonía en la cruz, en fin, la pasión del Señor, sólo es concebible tras reconocer que la experiencia resume e incorpora empáticamente los dolores de la humanidad. El sacrificio «expiatorio» del Imam Husayn, la ejecución del Báb y los padecimientos de Bahá’u’lláh son exponentes de esa misma vía dolorosa.

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como una especie de panacea subjetivista), si bien puede relacionarse con la idea de una liberalidad extrema rayana en la permisividad, carece de relación con las notas de paciencia y sufrimiento, que son características de la verdadera tolerancia. En resumen, si el respeto y el autodistanciamiento vienen a reducir las barreras psicológicas entre creyentes de diferentes confesiones, la empatía y la simpatía, paradójicamente, vienen a suprimir dicho sentido de la distancia. A su vez, la tolerancia sirve de aglutinante, es el cemento de lo heteróclito. En definitiva, el diálogo de religiones no niega que existan las distancias; pero tiende puentes para salvarlas en aras de la convivencia y del bien espiritual propio y ajeno.

Diálogo de religiones, instrumento de paz Las consideraciones que preceden revisten gran importancia para el diálogo de religiones. En último término, uno de los servicios más importantes que las religiones del mundo están en condiciones de poder prestar consiste en su capacidad para desarrollar la comprensión entre las gentes. No es ningún secreto, ni tampoco una crítica simplificadora, afirmar que en este terreno los buenos ejemplos abundan menos que los malos ejemplos que nos ofrece la historia. Precisamente esta es una razón más para acometer la labor. No obstante lo dicho, el realismo hace necesario que quienquiera que participe en una experiencia «real» de diálogo sea consciente al propio tiempo del papel que juegan los

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temores, antes y durante el proceso de diálogo. Me refiero a temores como los derivados de transigir en cuestiones de principio; temor a perder cierta respetabilidad; temor a tener que cambiar estrategias misioneras; temor a crear incómodas tensiones internas (a menudo provocadas por sectores parcial o totalmente contrarios al ecumenismo religioso). En la actualidad predominan todavía las reticencias hacia los encuentros religiosos. Nadie niega que existen obras en abundancia dedicadas al estudio de las religiones comparadas. Pero son muchas menos las que abordan el tema desde la perspectiva del diálogo activo. ¿Por qué razón? Quizá porque todavía cunde la sospecha de que, en el fondo, el diálogo no es más que una excusa para establecer «odiosas comparaciones» (lo que en términos más académicos podríamos llamar el «equívoco comparativista»). Con la posible excepción de los Estados Unidos, donde existen numerosas organizaciones constituidas en foros públicos que agrupan a una amplia variedad de confesiones religiosas, puede afirmarse que el desarrollo de espacios comunes de diálogo se encuentra todavía en mantillas. En fechas más recientes, el Parlamento de las Religiones del Mundo y el World Congress on Religion and Peace han dado grandes pasos en este sentido. En conjunto, sin embargo, se aprecia gran falta de entusiasmo. Esta falta no se explica sólo por la presencia de un temor genérico, o por un afán de encastillarse en la ortodoxia. La historia del diálogo interreligioso es a este respecto bastante esclarecedora. Es preciso recordar que el liberalismo teológico se excedió en su día al buscar, a expensas del rigor doctrinal, lugares comunes entre las distintas confesiones religiosas. La propia experiencia de un Comte, con su religión de la humanidad, vendría a confirmarlo por el extremo contrario. Nadie desea una recaída de este género. AdeDIÁLOGO DE RELIGIONES , CAMINO DE PAZ



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más, existe un miedo, muy real, a que los encuentros religiosos se conviertan en plataforma para la proyección de determinadas confesiones. Y hay miedo a que las experiencias de diálogo sean alentadas por ciertos sectores en un intento por lograr una «reconciliación» de las religiones arrancada a cualquier precio. Para colmo, los encuentros interreligiosos plantean problemas importantes en sus dimensiones pública y diplomática, especialmente cuando los contactos se producen a alto nivel. Entonces, y de manera casi inevitable, el mismo diálogo religioso queda en gran parte condicionado por las expectativas y percepciones que «la opinión pública» pueda formarse. De entre los obstáculos arriba enumerados quizá ninguno más serio que el que plantea la prevención (rayana en alergia) contra el peligro de que el diálogo degenere en sincretismo, esto es, en una amalgama religiosa donde todas las confesiones acabarían por diluirse. Llama la atención el poco rigor con que se usa este término, no pocas veces empleado para descalificar la originalidad y méritos de creencias ajenas. Decir esto, por supuesto, no significa afirmar que no existan religiones sincréticas o favorecer de alguna manera algún tipo de acomodo sincretista. Pero, por otro lado, tampoco cabe negar que la cuestión sigue en pie. De ahí el dilema. Es más que improbable que los estudiosos de la religión, sobre todo aquellos que son creyentes, lleguen a ponerse de acuerdo en adoptar como suya el tipo de epistemología «suave» (soft epistemology) propuesta por Ninian Smart al definir los sistemas de creencias religiosas como conjuntos sincréticos (syncretic wholes)6. Otra 6

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Véase N. Smart, op. cit., así como Beyond Ideology, Religion and the Future of Western Civilization; London, Harper & Row, pág. 49. I Á L O G O

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variante de este enfoque consistiría en adoptar la postura de que todas las grandes religiones son «buenas», con más razón todavía si se considera que no existe un patrón espiritual y moral universalmente aceptado con que medirlas7. Aunque no cabe descartar enteramente este tipo de planteamientos, sería una ingenuidad creer que estas posturas gozan de grandes simpatías entre las principales autoridades religiosas. De hecho, si suelen dosificarse tanto las comparecencias de grandes líderes religiosos en foros interconfesionales es porque se quiere evitar cualquier posible «confusión» en este sentido8. Debido a estas mismas dificultades que acabamos de mencionar, se suele hacer caso omiso del problema, eludiendo el contacto con los hombres y mujeres de otras confesiones so pretexto de respetarlos. De ahí que el mayor y más sorprendente de los retos que se les plantea a los creyentes contemporáneos consista en lograr una definición de la creencia propia que dé cuenta del lugar correspondiente a las 7 8

Remitimos al lector a la obra dirigida por J. Hick, Problems of Religious Pluralism; London, Macmillan, 1985. Véase, por ejemplo, los comentarios representativos del filósofo católico Rafael Gambra en su El lenguaje y los mitos; Madrid, Sperio, 1983, págs. 75-84; y en particular este párrafo sobre el ecumenismo: «La puerta estaba abierta para un ecumenismo de signo totalmente distinto, que constituía la esencia misma del modernismo de Lamennais hasta Maritain y Teilhard de Chardin. Un ecumenismo sin conversión, por vía de acuerdo o «mercado común» de todas las religiones, apostasía de todas, inverosímil e impensable desde cualquier óptica religiosa o teocéntrica». Desde una perspectiva diametralmente opuesta, el conocido historiador español Gonzalo Puente Ojea denunciaba recientemente que se estaba formando una internacional del teísmo.

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demás religiones. Un retorno al tipo de coexistencia medieval basada en el desconocimiento mutuo equivaldría a tener pluralismo pero sin diálogo (recuérdese el foso, a veces literal, que solía separar la judería de los otros barrios o burgos de la ciudad medieval). A este respecto cabe recordar lo que hace cuarenta años escribió el filósofo indio Radhakrishnan: «Hoy en día la antipatía hacia las otras religiones ha cedido el paso a la incomprensión respetuosa». La insularidad y la autarquía religiosas, aunque ficticias (tal cosa nunca se ha dado en estado puro), no por ficticias dejan de ser menos reales en sus demoledoras consecuencias. Inevitablemente, el mero hecho de crear una atmósfera de diálogo puede engendrar una mayor interacción y movilidad de creencias. Hasta es posible que un número considerable de personas encuentren necesario «convertirse» a otros credos. Pero es más probable que muchas personas intenten realizar inicialmente nuevas síntesis, asimilaciones y adaptaciones, sin por ello renunciar a su propio credo. Las ortodoxias establecidas pueden verse afectadas y bascular, o ser empujadas hacia diferentes posiciones dentro de sus límites teológicos, todo ello como resultado de nuevos replanteamientos en los dominios metafísico, teológico e histórico. En consecuencia, los lindes del panorama religioso quizá lleguen a difuminarse, posibilidad especialmente trágica para aquellos que por tradición hayan articulado su fe en torno a formulaciones fijas. De este modo es posible que lo que para algunos se asemeja a una especie de choque de «continentes religiosos a la deriva», se les ofrezca a otros como el solapamiento inevitable de religiones que ya no pueden existir dándose la espalda. Huelga decir que esta indeterminación añade nuevas complejidades al diálogo religioso.

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Necesidad de ampliar las bases de diálogo Si bien no cabe negar que ha existido y existe un buen número de instancias de lo que aquí venimos denominando «diálogo religioso», no es menos cierto que por sí solas han demostrado ser insuficientes. Por más que apenas se pueda exagerar su valor real, lo que las hace tan necesarias es su valor potencial. En definitiva, el éxito de la empresa dependerá de nuestra habilidad para ampliar sus alcances, multiplicar los planteamientos, aumentar el número de interlocutores y mejorar el grado y calidad de los distintos dominios en que vaya a desarrollarse el diálogo. Hay una gran necesidad de sobrepasar el limitado círculo de los teólogos y especialistas. Claro está que, al mismo tiempo, para aumentar el número de interlocutores se necesita educar a un público mucho más amplio. El éxito de numerosos grupos fundamentalistas que denuncian el ecumenismo como un mal diabólico se debe –más de lo que se quisiera admitir– al enorme foso que separa las preocupaciones e intereses de una minoría, más o menos esclarecida, de las preocupaciones e intereses de grandes sectores de la población. «Foso», a propósito, es la palabra con que frecuentemente se ha llegado a designar la supuesta incapacidad de las religiones modernas para entroncar con el mundo «real» descrito por la sociología del conocimiento, la antropología, la psiquiatría y otras disciplinas modernas. La multiplicación de planteamientos a que nos referíamos debería tener este dato en cuenta y enfilar el diálogo por esos derroteros plurales. DIÁLOGO DE RELIGIONES , CAMINO DE PAZ



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Por descontado, el diálogo religioso no puede llevarse a cabo con absoluta independencia de los hallazgos, teorías y metodología que caracterizan a estas ramas del conocimiento, esto es, sin establecer un diálogo multilateral. Sin embargo, por la misma razón debería comprenderse que dicho diálogo no debe establecerse considerando que el mundo «real» sea definido del modo y manera propuesto por dichas ciencias. Hasta podría asegurarse que el sello de autenticidad de toda creencia religiosa descansa –si se me permite este giro forzado– sobre la premisa de no comprometerse con cualquier cosa que reclame ser el mundo real, contra cuyas manifestaciones ilusorias, inherentes a la naturaleza contingente de los seres, conviene estar prevenidos. El ascetismo intelectual inculcado por muchas tradiciones religiosas no es sino un rechazo de lo que Berdyaev calificó de tendencia a la objetivación: la tendencia a comprometerse existencialmente con lo que en verdad no pasan de ser meras representaciones de lo real. Por supuesto, las consideraciones que acabamos de presentar no tienen por objeto el desacreditar a la ciencia, ni mucho menos el presumir que la religión deba encastillarse dentro de una autoproclamada autonomía. Es más, si algo ha hecho la ciencia contemporánea ha sido romper precisamente con esquemas demasiado rígidos de sí misma que la tenían encorsetada en una especie de contrapunto laico de certezas religiosas inamovibles. Lo que ha de estar claro es que, sean cuales sean los puntos que se desee incorporar al proceso de diálogo, debería al mismo tiempo procurarse que el orden del día en tales discusiones sea lo bastante flexible –y hasta generoso– para hacer abstracción de muchos temas candentes, trasladando la discusión al plano de los principios.

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Por suerte, no poco del trabajo preparatorio necesario para situar el diálogo religioso en perspectiva está ya hecho. Si bien es cierto que el optimismo generado por el Congreso Internacional de las Religiones celebrado en 1893 en Chicago quedó agostado por la reacción barthiana, el interés por el estudio de la religión, así como por el diálogo con las «fes vivientes», ha quedado ratificado merced a los esfuerzos de Mircea Eliade, W. E. Smith o Raimon Panikkar. Por otro lado, la sociología, que desde hacía largo tiempo había permanecido al margen de la religión, se ha visto recompensada con los trabajos de dos de sus máximos exponentes, a saber, P. Berger y B. Wilson. Por su parte, la antropología ha dejado de ser el campo privilegiado de la especulación, con fines puramente polémicos, en torno al origen de la religión. Merced a un renovado interés por la filosofía del lenguaje y temas relacionados tales como la traducibilidad y codificabilidad de los mensajes; merced al progreso en la semántica histórica y al mayor interés por el contexto lingüístico y la naturaleza de los géneros literarios, por no decir nada de las posibles ramificaciones del debate sobre los universales principios lingüísticos y el supuesto carácter intraespecífico del lenguaje humano, se ha allanado el camino para que se dé una conciencia más sutil y mucho menos dogmática que aquella a la que nos tenían acostumbrados los planteamientos puramente racionalistas, positivistas o conductistas. Tal estado de fluidez sin duda ha de favorecer una nueva valoración de los distintos mensajes religiosos. Paradójicamente, el clima que acabamos de describir se ha visto posibilitado por el «desencanto» que grandes sectores del público han experimentado con respecto a las ideologías e ideocracias modernas. Después de las experiencias reales derivadas de la aplicación de éstas, ya es posible adopDIÁLOGO DE RELIGIONES , CAMINO DE PAZ



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tar una actitud más comedida y considerar los universos ideológicos como visiones alternativas de la realidad, doctrinalmente diferenciados de las religiones, pero no tan diferentes desde el punto de vista funcional9. De hecho, una de las metas a largo plazo que podría incluir el diálogo por el que abogamos sería la de invitar a los representantes de las modernas ideologías a que se sumen a este proceso dialogístico que, en palabras de Roger Garaudy, cabe denominar «diálogo de civilizaciones», y, siguiendo a Ninian Smart, «análisis de las visiones del mundo». La nostalgia de un Michel Foucault por la recuperación de una «espiritualidad política» constituye un signo elocuente de lo que tienen que decirse Oriente y Occidente.

Conclusión No corresponde a este ensayo entrar a considerar si cabe la posibilidad de dar con una síntesis creativa, resultado de un armonioso entendimiento mutuo entre las diferentes religiones, o si, de acuerdo con la premonición de Jacob Burckhardt, lo que se precisa es nada menos que el surgimiento de una «nueva religión» acompañada de nuevos mártires. Lo que en cualquier caso sí parece claro es que la paz a 9

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Son muchos los autores que han acertado a ver la analogía entre las cosmovisiones ideológicas y las de origen netamente religioso. Para algunos intelectuales, el programa laico consistiría en depurar la ideología de todo rastro religioso. La política se volvería racional en la medida en que el pensamiento mítico-religioso quedase definitivamente excluido del dominio del pensamiento político. Para otros, el hecho de que existan esas similitudes es ya un motivo más para intentar un acercamiento consciente. I Á L O G O

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la que todos los hombres aspiran debe proceder de una radical revalorización de las verdades más profundas contenidas en todas las religiones. En este sentido, vale la pena hacer mención de la importante contribución prestada por los colaboradores de la francesa Revue d’Études Traditionnelles. A diferencia del historiador de las religiones Mircea Eliade, quien se definía a sí mismo como historiador científico (a pesar de ser definido más como un teólogo de la historia), los tradicionalistas han exhibido siempre una actitud distante y crítica respecto de la historia y las ciencias modernas en general. No obstante, lo que les confiere particular interés son sus descripciones de lo que F. Schuon denomina «la unidad trascendente de las religiones»10. Dicha unidad aparecería claramente manifiesta en el simbolismo del arte sacro, así como en las doctrinas metafísicas de exponentes tales como Eckhardt, Dante, Ibn-al-Arabí, Shankara y Lao Zi. Precisamente es en este dominio metafísico donde, de acuerdo con los tradicionalistas, alientan los principios fundamentales que el lenguaje religioso traduce según su genio en formas adaptadas al tiempo y mentalidad particulares de las diferentes «humanidades». Desde esta perspectiva, la falta de paz y concordia es inherente a la época en que vivimos (los estertores del Kali Yuga). La paz es el resultado y concomitante necesario del nuevo ciclo que ya se avecina. Los tradicionalistas entienden que el diálogo religioso, en la medida en que esté justificado, no puede consistir en un regateo ni en un sincretismo de pacotilla, sino en el reconocimiento de las verda-

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F. Schuon, De la unidad trascendente de las religiones; Madrid, La Rama Dorada, 1980. DIÁLOGO DE RELIGIONES , CAMINO DE PAZ



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des primordiales que aparecen depositadas en todas las grandes religiones11. De manera análoga, en su declaración La promesa de la paz mundial, el órgano supremo de la Fe bahá’í aboga por una paz basada en el reconocimiento de la unidad de la humanidad y la elevación de las discusiones actuales al plano de los principios. Consecuentemente, invita a los hombres a sentar las bases de la futura concordia en esa dimensión espiritual que por derecho de nacimiento les pertenece y que las religiones han interpretado con diferentes matices. Estas afirmaciones arrancan de la convicción de que la comunidad bahá’í puede servir de modelo para la configuración espiritual y material de la humanidad. Lo que refrenda y da carácter a esa aspiración es la fe en Bahá’u’lláh y en Su nueva revelación, en la que los bahá’ís creen ver cumplidas las promesas escatológicas comunes a todas las grandes tradiciones religiosas. La declaración a que acabamos de referirnos, y aun el cuerpo entero de las Escrituras bahá’ís, están presididos por este sentido de urgencia (urgencia, que no prisa). En ésta la hora de las grandes decisiones, la humanidad ha de habérselas con situaciones críticas. La época de la ambivalencia adolescente debe ser abandonada, para permitir que los principios de que están imbuidas las grandes religiones fructifiquen en el árbol de una nueva religión: la religión de siempre.

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Las posturas de Schuon y otros perennialistas aparecen descritas en nuestro ensayo sobre «El establecimiento de la unidad religiosa».

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UNCA antes la llamada hacia la unidad religiosa había sido tan intensa ni tan dramática como en el presente siglo. Lo que ya no está tan claro es la forma que deba adoptar dicha unidad o las consecuencias teológicas que de ella puedan desprenderse. Aunque la mayoría de autores se declaran totalmente favorables a una apertura incondicional hacia las creencias ajenas (después de todo, según Karl Barth y Rudolf Otto, ¿no es Dios el «absolutamente otro»?), las enfáticas advertencias acerca de la necesidad de proteger la fe de uno mismo frente a la tentación sincretista12 constituyen un ejemplo de los temores supuestamente justificados que acompañan al proyecto. 12

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Véase Radhakrishnan, La religión y el futuro del hombre; Madrid, Guadarrama, 1969, págs. 119-137. E S T A B L E C I M I E N T O

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Se comprenderá por qué en este contexto la concepción bahá’í de la unidad religiosa como expresión de la convergencia escatológica en la revelación de Bahá’u’lláh está destinada a ser recibida con escéptico miramiento. A primera vista, la perspectiva bahá’í aparece como una variedad peculiar del tan temido sincretismo. Es igualmente posible que la apertura del bahá’í hacia los demás sea vista como un ejemplo de oportunismo, pues al tiempo que se dice respetar el origen divino de las grandes religiones, se las declara «caducas». Los bahá’ís se beneficiarían del clima de diálogo religioso sin por ello renunciar a su pretensión de ser los portadores de la revelación de Dios. Como en su momento se verá, la originalidad de la Fe bahá’í radica en que ella misma se erige en argumento y prueba de la unidad esencial de las religiones. Para evitar repeticiones innecesarias examinaremos dos ejemplos extremos de concepciones contemporáneas de dicha unidad. De este modo –creemos– será más fácil apreciar los rasgos distintivos de la concepción bahá’í.

El nuevo orden de C. B. Purdom El nuevo orden (The New Order) es el título de la obra del autor británico C.B. Purdom. La fecha de publicación (1941, en plena Segunda Guerra Mundial) y el contenido de la obra misma no dejan lugar a dudas respecto de la orientación política del autor. A pesar de que su concepción de la sociedad es típicamente organicista, Purdom expresamente repudia las aplicaciones aberrantes de dicho concepto en sus diferentes versiones fascistas. La misma expresión «nuevo

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orden», frecuentemente asociada con organizaciones e ideales de extrema derecha, puede encontrarse en obras de signo político opuesto. El sentimiento de que con el advenimiento del siglo XX se abría una «nueva era», pertenecía por igual a las dos culturas de la época. Aunque desde una perspectiva bien diferente, los títulos de obras bahá’ís como El nuevo orden de Bahá’u’lláh y Bahá’u’lláh y la nueva era se encuadran dentro de este clima espiritual13. Purdom nos ofrece una estampa extremadamente vaga acerca del papel que le cumpliría desempeñar a la religión en una futura Comunidad de Naciones (Commonwealth of Nations). La religión vendría a ocupar el puesto de «principal factor cultural» (the chief cultural factor), de ahí su preeminencia en lo que el autor denomina «Cámara de la Cultura» (Cultural Chamber)14. Para Purdom se trataría de una cuestión de necesidad. Su razonamiento se resume en la siguiente disyuntiva: si es cierto que el mundo se dirige hacia un estado de integración progresiva en lo económico y político, conviene, entonces, que las religiones se unan también, o de lo contrario el edificio entero de la civilización amenazará ruina: Mientras no nos reconciliemos en lo religioso, esto es, mientras no nos reconozcamos mutuamente, sin afán de dominar, la amenaza de la guerra habrá de continuar. Hoy en día, todas las guerras son guerras civiles, y su

13

14

Véase Purdom, C.B. The New Order; London, 1941. Por si acaso, quede claro que las referencias a un orden nuevo aparecen en la obra de Bahá’u’lláh. Purdom, op. cit., pág. 133.

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causa radica en la contienda religiosa, en negarse a permitir que el prójimo se adapte a Dios según su manera.15

Purdom llega a predecir que, de no tomarse las oportunas medidas, será la ciencia la que acabe tomando el relevo de la religión: Tal como he sostenido, la síntesis de las ciencias, todavía no realizada, si bien posible en un futuro inmediato, podría reemplazar al liderazgo religioso. A falta de unidad religiosa, el liderazgo científico supondría un peligro para el mundo.16

Lo que no queda aclarado en esta visión es el modo en que la unidad de las religiones podría lograrse. La esperanza de Purdom se cifraba en un posible entendimiento entre las iglesias cristianas de Gran Bretaña. Ello, junto con el ejemplo sentado por la Comunidad Británica de Naciones, proporcionaría el modelo de lo que las otras naciones europeas podrían a su vez realizar a escala planetaria. Fuera de estas ideas generales, Purdom no intenta explicar el modo en que las Iglesias podrían culminar el proceso de unificación por el que aboga. Lo que sí hay, por el contrario, son algunas afirmaciones categóricas, coronadas por otras tantas conclusiones casi grotescas, que evidentemente abocarían a un sincretismo condenado de antemano. El siguiente párrafo es una reminiscencia del culto sociológico de Compte: La ley espiritual de la tolerancia exige que las religiones se reconcilien mutuamente. Cada religión responde a determinadas necesidades del alma humana. Por 15 16

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Ibíd., pág. 136. Ibíd., pág. 232.

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tanto, debería erigirse una Iglesia, símbolo de unidad en lo más profundo de la conciencia humana, donde cada religión contaría con su propio altar.17

No cabe duda de que muchas de las advertencias en contra de la amenaza sincretista provienen de ejemplos como el propuesto por Purdom. Sin embargo, el hecho de que se haya descrito y describa a la Fe bahá’í como a una fe sincretista nos obliga a hacer algunas precisiones que fuera de este contexto nos parecerían superfluas e impertinentes. En primer lugar, la búsqueda de la unidad religiosa y la promoción de la virtud de la tolerancia no requieren, contrariamente a lo que parecía pensar Purdom, que las confesiones existentes deban ampararse bajo un mismo techado. La misma denominación de «Iglesia» con la que Purdom describe a la institución/templo tendría un carácter exclusivo incompatible con la vocación universal de su proyecto. Tampoco debe creerse que la noción de erigir un «altar» para cada religión dentro de esa iglesia va mejor encaminada que la opuesta: erigir lugares de adoración concebidos como espacios neutros. La siguiente descripción de la sala de meditación de la sede de las Naciones Unidas da una idea de la orfandad que esta última solución entraña: Estando allí de pie, me pareció que la sensación de nada era tan agobiante y desoladora que rayaba en la locura. La sala se asemejaba a un calabozo recubierto de forros. Allí es donde creí ver que residía la raíz de nues-

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Ibíd., pág. 233.

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tros grandes males presentes, en toda aquella blancura, amorfidad y debilidad destinadas a complacer a todos, y que, tal como una leucemia, iban minando nuestras fuerzas. Por lo visto, al final hemos llegado a la conclusión de que sólo la nada puede agradar a todos. [...] Lo terrible de la sala es que no decía nada.18

Esta descripción realizada por un contemporáneo recuerda no poco la respuesta de Shoghi Effendi a un creyente bahá’í a quien prevenía frente al otro extremo gemelo, consistente en satisfacer esa supuesta necesidad de unión a base de contentar a todos convirtiendo el templo bahá’í, al modo de Purdom, en un abigarrado espectáculo de capillas ensambladas: Convendría recordar que el Edificio central del Mashriqu’l-Adhkár, alrededor del cual han de arracimarse en la consumación del tiempo instituciones de servicio social que ofrezcan auxilio a los que sufren, sostén al pobre, abrigo al viajero, solaz al desconsolado y educación al ignorante, debe considerarse al margen de estas dependencias como la Casa concebida exclusivamente y dedicada por entero a la adoración de Dios de acuerdo con los pocos, si bien definitivamente prescritos, principios que estableciera Bahá’u’lláh en el Kitáb-i-Aqdas. Sin embargo, de esta afirmación general no debería inferirse que el interior del Edificio central mismo haya de convertirse en un conglomerado de oficios religiosos condu-

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Mannes Marya, cit. por Scott P. M., The Different Drum, Community-Making and Peace; London, Arrow Books, 1987, pág. 20.

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cidos según marquen las pautas tradicionales que imperen en iglesias, mezquitas, sinagogas y otros lugares de culto. Sus varias vías de acceso, todas confluyentes en la sala central, no darán entrada a los fieles seguidores de fórmulas rígidas y credos hechos por la mano del hombre que se apliquen, según sus ritos, a recitar sus oraciones, realizar sus abluciones y desplegar los símbolos particulares de su fe dentro de secciones separadas de la Casa Universal de Adoración de Bahá’u’lláh. Muy lejos de ofrecer el Mashriqu’l-Adhkár un espectáculo de observancias y ritos sectarios incoherentes y confusos, condición absolutamente incompatible con las provisiones del Aqdas e irreconciliables con el espíritu que inculca, la Casa central de Adoración bahá’í, atesorada dentro del Mashriqu’lAdhkár, reunirá dentro de sus castos muros, en un clima serenamente espiritual, sólo a quienes, desechando para siempre los arreos de ceremonias complicadas y ostentosas, sean adoradores deseosos del Dios único y verdadero, tal como se manifiesta en esta época en la Persona de Bahá’u’lláh. Para ellos el Mashriqu’l-Adhkár simboliza la verdad fundamental que subyace a la Fe bahá’í: que la verdad religiosa no es absoluta, sino relativa; y que la revelación divina no es final sino progresiva. Suya será la convicción de que un Padre amoroso y siempre vigilante, Quien, en el pasado, y en varias etapas de la evolución de la humanidad, ha enviado por delante a Profetas como Portadores de Su Mensaje y Manifestaciones de Su Luz para la humanidad, no puede, en este período crítico de su civilización, apartar de sus hijos la Guía que necesitan tan acuciantemente en medio de la oscuridad que los anega, la cual ni la luz de la ciencia ni la del intelecto humano o de la sabiduría pueden disiEL ESTABLECIMIENTO DE LA UNIDAD RELIGIOSA



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par. Y así, habiendo reconocido en Bahá’u’lláh a la fuente de donde emana la luz celestial, se sentirán irresistiblemente atraídos a buscar el abrigo de Su Casa, y a congregarse allí, desembarazados de ceremoniales y libres de credos, para rendir homenaje al único y verdadero Dios.19

En segundo lugar, claro está que la unidad defendida por Purdom tendría más el carácter de una fusión consensuada que el del nacimiento de una nueva revelación. Por otra parte, pensar que las religiones presentarían un frente unido con el solo propósito de evitar ser desplazadas por la ciencia constituye una proposición quimérica, sobre todo si la recompensa por tanto sacrificio se reduce a un hipotético liderazgo en la «Cámara de la Cultura»(!)20. Purdom se conforma con imaginar una armonía deseable suponiendo que las fuerzas religiosas habrán de subordinarse a ella siguiendo pautas que sólo cabe calificar de disparatadas. El contraste con lo que es la posición bahá’í no puede ser mayor. Apuntemos algunas razones en apoyo de esta afirmación. Desde el punto de vista bahá’í, Dios ha hablado a la humanidad a través de diferentes religiones, cada una de las cuales ha sido vehículo de salvación. El reconocimiento de esta verdad no se contradice con la convicción bahá’í de que la unión de las religiones es la meta última hacia la que los 19

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Shoghi Effendi, Bahá’í Administration, Selected Messages, 19221932; Wilmette, Illinois, Bahá’í Publishing Trust, pp.184-185 (la cursiva es mía). Véase La promesa de la paz mundial, declaración de la Casa Universal de Justicia; Terrassa, Editorial Bahá’í, 1986 .

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credos hasta ahora enfrentados caminan, no por imperativo de la historia, sino porque ésta pertenece a la jurisdicción de la Voluntad Divina. Dicha unidad, sin embargo, no es ni puede ser el resultado del esfuerzo humano al estilo de Purdom. El diálogo de religiones, si bien es imprescindible, se mueve dentro de los estrechos límites marcados por la historia, el dogma y la ortodoxia, sin que por ello sea poco lo que éste diálogo puede aportar. La última esperanza que puede rescatar a la religión de sí misma es una nueva revelación. Si nada menos que la divina providencia fue necesaria para que de la Fuente de Revelación surgieran las grandes religiones actuales, ¿por qué hoy habría de ser diferente de ayer? ¿Es tan inconcebible imaginar que por intervención divina se realice aquello que el hombre señaladamente ha rehusado emprender? ¿No contienen todas las grandes religiones promesas claras acerca de la venida de un día de días en que la humanidad se volverá en sí, un día de resurrección? Los bahá’ís son conscientes de las consecuencias de una respuesta afirmativa. Sin embargo, debido al hecho de que toda proclamación es al mismo tiempo diálogo, los bahá’ís suelen adoptar un tono comedido. Invitan a su prójimo a que examine sus pretensiones, y al hacerlo no adoptan una postura desafiante. No quiere esto decir que a título individual y colectivo los bahá’ís no ofrezcan una medida plena de sus creencias (por ejemplo, al explicar que Bahá’u’lláh «representa el retorno» de la realidad espiritual de Cristo), pero sí que, al hacerlo, evitan cualquier planteamiento que pueda prestarse a escándalo y controversia innecesarios. Estas consideraciones, aunque esquemáticas, brindan el trasfondo necesario para discutir a continuación la segunda categoría de autores en los que el tema de la unidad de las religiones ocupa una posición decisiva. EL ESTABLECIMIENTO DE LA UNIDAD RELIGIOSA



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La «escuela» tradicionalista En un polo opuesto al representado por Purdom cabe situar a autores tales como René Guénon, Frithjof Schuon, Titus Burchardt, Seyyed Hossein Nasr, Martin Lings, Marco Palis, Huston Smith y otros estrechamente asociados con lo que se ha dado en llamar por pura conveniencia «escuela tradicionalista», o «perennialista». La primera de estas denominaciones procede del título de la Revue d’Études Traditionnelles, fundada por René Guénon. La segunda denominación, «perennialista», se debe a la publicación de la antología Filosofía perenne, compilada por el escritor Aldous Huxley, obra en la que se da cuenta de la continuidad de verdades compartidas por los representantes más preclaros de las diferentes grandes tradiciones filosóficas y religiosas. Conviene subrayar que los autores tradicionalistas no constituyen una «escuela» en el sentido común de la palabra, y que todos se sitúan críticamente respecto de la metodología y aportación de Aldous Huxley. No es éste lugar adecuado para intentar ofrecer una sinopsis de las principales contribuciones de los tradicionalistas al tema de la unidad de las religiones. Dicho punto constituye la premisa básica de la que arrancan la mayor parte, si es que no la totalidad, de sus investigaciones. Posiblemente la obra más representativa sea The Trascendent Unity of Religions, escrita por F. Schuon21.

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Véase The Trascendent Unity of Religions; Wheaton, Illinois, The Theosophical Publishing House, 1984. (Hay edición española: De la unidad trascendente de las religiones; Madrid, Heliodoro, 1980.)

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Poco es lo que cabe objetar al tenor fundamental de sus argumentos. De hecho, que las aportaciones tradicionalistas se hayan visto totalmente desatendidas por los especialistas en religiones comparadas y teólogos (con pocas pero honrosas excepciones)22 resulta sumamente desconcertante. Se ha llegado incluso a hablar de una conspiración silenciosa para explicar semejante omisión23. No es difícil apreciar, sin embargo, el porqué de este casi bochornoso estado de cosas. En primer lugar, cabe destacar el hecho de que los tradicionalistas hayan hecho suya la concepción cíclica de la historia, así como la doctrina –podría decirse «correlativa»– del Avatar, ambas incompatibles con la doctrina cristiana del Señorío de Cristo. Por muy elocuentes que sean los argumentos de Guénon a este respecto, es improbable que lleguen a ser asimilados cabalmente por quienes consideran que una de las mayores contribuciones del cristianismo es el haber hecho posible una concepción lineal de la historia (es decir, una concepción «progresista», en contraste con las concepciones estáticas del devenir histórico)24. De esta manera, la mayor parte de lo que se acepta de los tradiciona-

22 23

24

Del mundo católico la más conspicua es la del cardenal Jean Danielou. Véase Armando Asti Vera, «Estudio Preliminar, René Guénon, El último metafísico de Occidente», págs. xi-xxxvii, en René Guénon, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada; Buenos Aires, EUDEBA, 1976. Nótese que en una concepción estática del devenir histórico no se niega algo totalmente obvio como es el devenir mismo, sino que se subraya el carácter contingente del devenir para centrar la atención sobre lo que es inmanente y trascendente en ese mismo devenir.

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listas en algunos círculos cristianos se reduce a las inteligentes críticas que éstos han formulado sobre la teosofía, el espiritismo y el fideísmo científico, lo que ya es algo. Si a esto se le agrega la «impopularidad» de algunas posiciones sostenidas por los tradicionalistas, por ejemplo su «justificación» doctrinal del sistema de castas y, en general, de las jerarquías tradicionales, en seguida se comprende por qué para la mentalidad moderna sus tesis resultan casi escandalosas. No deja de ser irónico que los autores de una de esas obras vulgarizadoras de lo misterioso hayan comparado a Guénon nada menos que con Hitler25. En segundo lugar, existe un problema de personalidad, estilo y presentación. La mayor parte de los tradicionalistas, incluso aquellos con larga experiencia académica (Guénon, Nasr), a pesar de haber demostrado suficientemente el caudal de su erudición, con frecuencia parecen despreciar deliberadamente las normas que gobiernan la presentación y justificación de conclusiones científicas. Es evidente, al menos en el caso de Guénon, que dicho «desprecio» se deriva de la relativa incompatibilidad existente entre el «método metafísico» (una expresión que quizá molestaría a Guénon) 25

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Nos referimos a los autores del Retorno de los brujos. Conviene dejar bien claro que en algunas de las proposiciones de los tradicionalistas es difícil distinguir lo que es idealización imaginaria de lo que es arquetipo. De ahí que al leerlos se tenga a veces la sensación de que, en efecto, existe un peligro muy real para el lector de deslizarse, de la mano del propio texto, hacia interpretaciones no ya «autorizadas» sino autoritarias y hasta provocativas. A ello no es ajeno, ni mucho menos, el estilo y pasado de ciertos autores, como Evola (baste remitirse a su Metafísica del sexo; Madrid, Ediciones Heliodoro, 1982, págs. 250-252), a los que conviene leer con sumo cuidado.

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y el método «racional». El resultado es que allí donde Guénon pretende romper una lanza en favor de la intuición, de la iluminación y la libertad de espíritu, el lector occidental tiende a ver sólo manifestaciones gratuitas e infundadas (a lo que Guénon podría replicar: «gratuitas, sí, porque es la gracia la que ilumina; pero infundadas, no, pues no puede haber mejor fundamento que el de la gracia»). Finalmente, la misma idea-eje de que existe una unidad fundamental entre las grandes religiones se presta indudablemente a críticas de todo tipo. Algunas de ellas constituyen la prolongación de las objeciones que acabamos de indicar. Se dirá, por ejemplo, que la supuesta identidad funcional o doctrinal de ciertos ritos, símbolos y creencias que a menudo parecen encontrarse entre las diferentes religiones no prueba que dichas coincidencias –aun suponiendo que sean tales– tengan su origen en una misma fuente espiritual. En otros casos se alegarán conocidos ejemplos con los que se pretende demostrar que en el fondo muchas de las similitudes identificadas se deben a préstamos culturales o a parecidas condiciones socioculturales. Se dirá también que estas similitudes bien pueden ser resultado de coincidencias fortuitas. Por otra parte, las traducciones jugarían un papel asimilador muy importante, pues al traducir un texto sagrado a otro idioma se tiende a eliminar gran parte del contexto semántico e histórico en que muchos de los conceptos clave expresados en la lengua original encuentran pleno significado. El adagio latino duo si idem dicunt non est idem (si dos dicen lo mismo, no es lo mismo) se convertiría en principio metodológico. Todas estas objeciones sirven, a su vez, para presentar a los perennialistas como difusores de una especie de sincretismo; dudoso honor que suelen compartir con teósofos (donde EL ESTABLECIMIENTO DE LA UNIDAD RELIGIOSA



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el sincretismo es una realidad patente) y bahá’ís. La cita de Schuon parece obligada: Se ha hecho mención más arriba del concepto de «sincretismo», término éste que suele aplicarse sin ton ni son a todo conocimiento espiritual que, bajo iluminación directa de la verdad, pretende dar cuenta de las diferentes tradiciones. Pero una cosa es fabricar una doctrina a base de juntar ideas de la mejor manera posible, y otra es reconocer la sola Verdad que aparece contenida en varias tradiciones en virtud de lo que de buen grado damos en llamar Sophia Peremnis.26

Conviene, pues, no perder de vista la calidad de los motivos que informan la obra de los tradicionalistas. Su persistencia en demostrar la existencia de un máximo común denominador entre las grandes tradiciones religiosas (inclu26

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F. Schuon, Logic and Trascendence; London, Perennial Books, 1984. En el primer capítulo del presente libro ya hemos tenido oportunidad de referirnos al término sincretismo. Nuestra objeción al uso de la palabra tiene más que ver con las aplicaciones indeseables que de ella suelen hacerse (convertida en una especie de arma arrojadiza) que con el concepto mismo. Tiene en gran parte razón M. J. Fisher cuando afirma: «La palabra “sincretismo” no goza de las simpatías de los bahá’ís, quienes temen que con ello se denigre a las doctrinas, creencias y afirmaciones de su fe como si se tratasen de un producto amañado y no de una revelación divina». Fisher añade otro comentario interesante, pero que convendría matizar más ampliamente: «La palabra sincretismo no tiene necesariamente por qué cargar con ese lastre (es más, normalmente carece de él): la comprensión humana (incluso de lo divino) suele crecer mediante síntesis y operaciones sincréticas, juntando verdades dondequiera que se encuentren. No hay un

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yendo las de los mal llamados «pueblos primitivos») no obedece a una voluntad de crear una síntesis de creencias, sino a la voluntad de reconocer la armonía preestablecida en que estas tradiciones adquieren su sentido más perfecto. Se trata, más bien, de una voluntad de lucidez que impide a los perennialistas echar por la borda, en nombre de un desventurado progreso tecnicista, siglos de historia de verdad tradicional ininterrumpida. Advirtamos, asimismo, que los perennialistas no están interesados en hacer comparativismo religioso, y que su método pretende ir más allá de los meros paralelismos. Si la unidad de las religiones debiera probarse por esta vía, los perennialistas darían la razón a sus críticos y, en general, a cuantos se muestran remisos a entrar en el diálogo de religiones sobre esta clase de premisas27. En realidad, el método

27

sustituto del término, y, naturalmente, no entro en la cuestión de distinguir entre lo que pueda ser una pura componenda y lo que sea una integración convincente. Éste es un tema fundamental en el estudio de la extensión de las religiones y los procesos de conversión» («Social Change and the Mirrors of Tradition: The Bahá’ís of Yazd», edición a cargo de H. Moayyad, The Bahá’í Faith and Islam; Ottawa, Association For Bahá’í Studies, 1990, pág. 26); existe edición española: La Fe bahá’í y el islam; Terrassa, Editorial Bahá’í, 1999). Como dice Raymond Pannikkar, «Es evidente que un encuentro verdadero y vivo [del cristianismo y el hinduismo] no puede consistir sólo en descubrir ciertas similitudes o rasgos comunes ya sea de la vida práctica o del campo del pensamiento. [...] Incluso si así fuera, una mayoría de los aspectos comunes serían tales únicamente cuando, al quedar desvinculados del conjunto para compararlos, se les examinase desde una perspectiva estéril que de hecho no pertenece a ninguno de los dos» («The Unknown Christ of Hinduism», edición a cargo de J. Hick y B. Hebblethwaite, Christianity and Other Religions; Glasgow, Selected Readings, 1980, págs. 127-128).

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perennialista no está tan interesado en las similitudes aparentes como en las identidades y analogías aparentemente más irreductibles. Es cierto que, por un exceso de compensación, algunos tradicionalistas parecen incurrir en la idealización exagerada de la vida en las sociedades tradicionales, y no menos cierto es que sus críticas del mundo moderno rozan los límites de lo desmesurado28. Aun así –y esto es lo que a nuestros efectos cuenta–, el mérito de los tradicionalistas consiste en haber respaldado sus tesis fundamentales (a saber, la unidad trascendente de las religiones) con los datos de una inteligencia extraordinariamente perspicaz, una erudición formidable puesta al servicio de la intuición, y una sabiduría probada por el hecho de haberse mantenido al margen de las tentaciones del sectarismo, el sincretismo y el comercialismo. La coincidencia de perspectivas entre los puntos de vista bahá’í y perennialista no puede escapar al observador atento. Bahá’u’lláh explica así la presencia del principio divino en todas las grandes religiones: Es indudable que los pueblos del mundo de cualesquiera raza o religión derivan su inspiración de una sola fuente celestial y son los súbditos de un solo Dios. La diferencia entre las ordenanzas bajo las que viven debe ser atribuida a los requisitos y exigencias variables de la 28

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No todos los perennialistas vierten sus críticas sobre el mundo moderno con el mismo rigor o vehemencia. En algunos casos nos da la impresión de que esa vehemencia es un tanto compensatoria. Por ejemplo, la nostálgica defensa del latín y del concepto de «prejuicio» realizada por Linbdom nos parece bastante desafortunada (Cfr. T. Lindbom, La semilla y la cizaña; Madrid, Taurus, 1980, págs. 97-105).

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época en que fueron reveladas. Todas ellas, excepto las de unos pocos, que son producto de la perversidad humana, fueron ordenadas por Dios y son el reflejo de Su Voluntad y Propósito.29

Los escritos de los tradicionalistas abundan en reafirmaciones de esta verdad cardinal. La cita que sigue pertenece a Seyyed Hossein Nasr: Sin embargo, los hay cuya vocación consiste en proporcionar las claves que dan acceso a los tesoros de la sabiduría de las demás tradiciones, a fin de que quienes están destinados a recibir tal sabiduría se hagan conocedores de la unidad y universalidad esenciales, y, al propio tiempo, de la diversidad formal, que son características de la tradición y la revelación. A la vista del escepticismo moderno, la más poderosa defensa que le queda a la religión no es otra precisamente que la de su universalidad, el llegar a comprender la verdad básica de que Dios se ha dirigido al hombre muchas veces diciendo «Yo» y utilizando en cada una de dichas tradiciones un lenguaje adaptado a la «humanidad» específica a la que se destina tal revelación.30

La principal y en todos los sentidos decisiva diferencia que separa a las dos perspectivas gira en torno al reconocimiento de Bahá’u’lláh como el Prometido de todas las épocas. Ello conlleva, a su vez, una notable diferencia en la apreciación del tiempo escatológico. 29 30

Pasajes de los Escritos de Bahá’u’lláh; Buenos Aires, EBILA, 1984, CXI. S.H. Nasr, Living Sufism; London, George Allen & Unwin, 1980, pág. 109.

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En efecto, se advierte en la obra de Guénon una marcada vocación por preparar al Occidente, mediante un rearme espiritual, para preservar («salvar», en realidad) su integridad frente a los peligros asociados con los espasmos finales del Kali Yuga31. Guénon abrigaba la esperanza de que la Iglesia católica (a la que toma por el repositorio de la auténtica verdad cristiana) garantizase la continuidad espiritual de la tradición occidental. De no cumplirse así, la extinción de la «modalidad» occidental de vida espiritual estaría con toda probabilidad asegurada. Este énfasis escatológico no se encuentra en los demás autores tradicionalistas, si bien es concebible que la estrecha comunidad de temas que les une torne, hasta cierto punto, innecesaria la reconsideración de los planteamientos guenonianos32. Fuere lo que fuere, la in-

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Véase R. Guénon, La crisis del mundo moderno; Barcelona, Ed. Obelisco, 1982. El Kali Yuga es la última etapa o Edad de Hierro, en que los fundamentos principiales, jerárquicos y sociales se vienen abajo. Es una concesión que no estamos seguros de poder hacer con entera justicia. Con la excepción de Guénon, las referencias escatológicas contenidas en los escritos de los tradicionalistas son muy escasas. Creo que la razón reside en el hecho de que el enfoque perennialista es fundamentalmente estático, por lo que propende a hacer abstracción del aspecto profético y escatológico de la historia. Resulta un tanto contradictorio tomar la doctrina cíclica de la historia como punto de referencia de sus consideraciones y no extraer ciertas conclusiones sobre lo que nos espera o sobre lo que vaya a ser ese gozne histórico que se da en el tránsito de los dos eones. La cosa tiene aún más miga, porque la complementariedad que preside los comienzos históricos de la Fe bahá’í (con el Báb y Bahá’u’lláh como figuras «estelares») admite una fácil explicación en términos tradicionalistas.

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formación que el lector encontrará respecto del tiempo escatológico, o en términos tradicionalistas, del tránsito de un ciclo al otro, es notablemente escasa. En abierto contraste, la Comunidad Bahá’í se ha mostrado mucho menos preocupada por la adquisición del conocimiento esotérico, y más orientada, en cambio, hacia la salvación de la humanidad. La dicotomía es, hasta cierto punto, ilusoria. Pero en tanto que los tradicionalistas se esfuerzan por probar la unidad esencial de las religiones, tomando como punto obligado de referencia la dimensión esotérica, los bahá’ís no centran sus esfuerzos en encontrar pruebas que demuestren la mencionada unidad esencial de religiones y se remiten sin más a Bahá’u’lláh como a la Manifestación Universal anunciada en las profecías sagradas; y a la alianza establecida con la humanidad, como a la prenda de garantía que asegurará el comienzo de otro ciclo espiritual. Podríamos ilustrar este contraste diciendo que, mientras que los tradicionalistas necesitan apelar al conocimiento esotérico para probar la unidad esencial de las religiones, la Fe bahá’í constituye la prueba misma expresada en términos propiamente religiosos. Conviene anotar esta distinción porque, ya sea desde el punto de vista metafísico, teológico o histórico-social, la Comunidad Bahá’í se encuentra todavía en estado embrionario. De ahí que lo que para muchos parezca ser un estado de indefinición, constituya en realidad la condición necesaria para adaptarse a los diferentes climas espirituales del mundo actual. Adaptación que implica, claro es, aprendizaje y t ransformación en una realidad renovada. De hecho, la autoconcepción de la Comunidad Bahá’í como un orden universal y orgánico, su inserción en la tradición profética del tronco semítico, y su despliegue gradual en EL ESTABLECIMIENTO DE LA UNIDAD RELIGIOSA



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conformidad con el principio de revelación progresiva, colocan a la Comunidad Bahá’í en una situación única para hacer verdad las palabras de Bahá’u’lláh: Lo que el Señor ha ordenado como el supremo remedio y el más poderoso instrumento para la curación del mundo entero, es la unión de todos sus pueblos en una Causa universal, en una Fe común.33

Tal como decíamos más arriba, la obra de Guénon aspiraba a proporcionar a Occidente los elementos fundamentales de una espiritualidad casi enteramente olvidada. Guénon advertía que los peligros inherentes a esta condición son mucho mayores de lo que los propios occidentales puedan siquiera imaginar. Por otra parte, Guénon se creía en el deber de poner de relieve hasta qué punto la pretendida superioridad del hombre occidental era fruto de una hipertrofia materialista. Había otra razón para que Guénon insistiera en poner al desnudo los mecanismos psicológicos del alma occidental. Guénon temía que, de seguir imponiéndose por la fuerza bruta de los señuelos materiales, Occidente acabaría arrastrando a la mayor parte del Oriente en su fulminante e inminente caída. Si ya era malo que el uno se echara a perder a sí mismo, pensar que Oriente pudiera perder lo único que de verdad importa (su condición de centro espiritual) precipitaría al mundo entero en un remolino de destrucción sin paliativos. La obra de Ananda Coomaraswamy, mitad británico, mitad indio, refleja más exactamente esta segunda preocupación. La tendencia, e incluso la vocación de la mayoría de los tradicionalistas, consiste, pues, en conservar las tradiciones religiosas mediante un tamizado intelectual. No sólo éstas 33

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son concebidas como vehículos eficaces de salvación, sino que también, y fundamentalmente, se las reconoce como portadoras de una luz que trasciende las fronteras teológicas y morales que las separan. El predominio del aspecto ahistórico y espacial que caracteriza a este planteamiento conlleva, sin embargo, un riesgo que no podemos pasar por alto. En la medida en que los tradicionalistas se esfuerzan por devolver hondura a religiones que han estado sometidas a un largo proceso de erosión histórica, en esa misma medida pueden de hecho cegarse a la perspectiva escatológica en que la Fe bahá’í encuentra su razón de ser. Se trata de un riesgo de particularismo que el propio Schuon ha sabido identificar en la tensión cristiano-musulmana: Cabe añadir que si la segunda venida de Cristo, cuando ésta se produzca al final de nuestro ciclo, ha de poseer una significación universal para los hombres, en el sentido de que afectará a toda la humanidad y no meramente a «una humanidad» –en el sentido ordinario de la palabra–, en su gran aparición, el Paráclito mismo había de manifestar esta universalidad de manera anticipada, al menos con relación al mundo cristiano. Y es por esta razón por la que la manifestación cíclica del Paráclito, o su personificación en Mahoma, había de aparecer fuera del cristianismo, a fin de poder quebrantar ciertas limitaciones «particularistas».34

Lo que la revelación de Mahoma supuso para los cristianos y judíos, eso mismo es lo que habrá de suponer para los creyentes de todas las grandes religiones la revelación de 34

The trascendent Unity of Religions, pág. 29.

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Bahá’u’lláh. La fe de Bahá’u’lláh se presenta como la respuesta a la espera escatológica. Como tal, somete a prueba la aceptabilidad de toda concepción, inspiración o realización intelectual, no importa cuán verdaderas puedan aparecer a simple vista: «Todo dicho depende de Su confirmación y todas las cosas necesitan de Su Causa»35. No se trata por tanto de decidir aquí sobre lo que haya de verdad en las valiosas aportaciones de los tradicionalistas, sino de decidir si la Fe bahá’í cumple con las promesas escatológicas. Es perfectamente posible comprender intelectual y emocionalmente que, diferencias de expresión y mentalidad aparte, existe una unidad indestructible entre las religiones. Pero hacerlo y al mismo tiempo excluir la fe de Baha’u’llah sería a los ojos del bahá’í tanto como desmentirse a uno mismo. La Fe bahá’í es de la misma sustancia de la que surgieron las religiones anteriores, de manera que, al reconocerla, se reconocen, en lógica prolongación, las verdades y promesas contenidas en las revelaciones previas. Si la pluralidad de religiones se justifica por el hecho de que a diferentes «humanidades» corresponden diferentes religiones, según la diversidad de situaciones, entonces apenas sí cabe negar la posibilidad y aun necesidad de una religión universal que corresponda al estado de evolución social hacia el que avanza el cuerpo político internacional. Entiéndase bien: no se pretende encontrar una religión a la altura de los tiempos –en cuyo caso lo razonable quizá sería predicar una teología de la muerte de Dios–, sino discernir la forma religiosa que en medio del aparente caos de nuestro mundo contemporáneo posea la gracia necesaria para imprimir carácter a una humanidad desvalida. 35

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Es punto menos que inevitable que las pretensiones bahá’ís sean recibidas con notable escepticismo, y aún más inevitable el que las jerarquías de las religiones establecidas se planteen un día seriamente cuál es su posición respecto de la naciente fe de Bahá’u’lláh. Lo más probable es que aquellos elementos que desde una perspectiva bahá’í constituyen reformas necesarias para resucitar el cuerpo de la religión, para otras religiones aparezcan como distorsiones radicales de la verdad. Es posible que la existencia de canales de diálogo interreligioso reduzca la posibilidad de que los bahá’ís se vean confinados a una posición marginal, víctimas del ostracismo e incluso de la persecución (de todo lo cual ha habido abundantes manifestaciones incluso en el pasado más reciente). En cualquier caso, lo que sí es seguro es que el proceso de renovación religiosa requiere que la Causa de Bahá’u’lláh sea juzgada por el mundo antes de que ésta triunfe sobre él. Quede claro que al decir esto no se quiere en modo alguno disminuir la importancia del diálogo como principio de progreso en la maduración religiosa. Lo que no es concebible hacer es idealizar las posibilidades mismas del diálogo. El martirio de miles de bahá’ís en Irán es la paradoja del diálogo que el bahá’í está dispuesto a entablar con quien se muestra incapaz de razonar. La decidida voluntad de Bahá’u’lláh de llevar el diálogo hasta el límite es en sí misma una contribución a la comprensión. Si la Fe bahá’í se presenta a sí misma como la religión de la unidad no es porque ella albergue la pretensión de establecer un pacto religioso, o porque se constituya en un sistema ecléctico o sincrético en el que se daría cabida a todas las expresiones religiosas del pasado. Quienes así la ven suelen dejarse llevar por meras apariencias. Conciben la Fe bahá’í EL ESTABLECIMIENTO DE LA UNIDAD RELIGIOSA



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–y así lo expresan– como una especie de idioma artificial del mundo religioso, una especie de esperanto sin vida ni historia propias. Sin embargo, olvidan que el nacimiento de una religión nunca comporta el aniquilamiento de revelaciones anteriores. Ni el cristiano renuncia al Pentateuco, ni el musulmán reniega del Evangelio. Del mismo modo, el bahá’í hace suya esta diversidad de tradiciones. Si ve a las religiones del pasado como un gran todo es porque ella misma es la piedra angular en la que convergen escatológicamente las otras piedras del arco divino de la religión. Por lo tanto, la unidad con la que se identifica el bahá’í no tiene su punto de partida en la dispersión, sino en la palabra de Dios renovada, que es centro de unidad para el mundo presente.

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N abril de 1989 el Centro de Documentación e Información Interconfesional de Melbourne (Multi-Faith Resource Centre, MFRC) se venía estrepitosamente abajo después de una caótica reunión de la Asamblea General, en el transcurso de la cual se intercambiaron duras acusaciones. La reunión se saldó con la defección de la mayoría de las confesiones representadas. El centro cumplía su primer año de vida como entidad legal, había sido dotado con una ayuda generosa del gobierno federal equivalente a dos millones de pesetas de entonces y contaba entre sus miembros con un buen número de académicos y figuras destacadas de la vida religiosa de la ciudad de Melbourne. Era la primera institución en su género que llegaba a establecerse en Australia. Se albergaba la esperanza fundada, y confirmada por posteriores acontecimientos, de que el ejemplo cundiese en otros estados australianos. ¿Qué puso fin –cabe preguntarse– a un U N A

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experimento tan prometedor en el que tenía puestos sus ojos el gabinete mismo del primer ministro?

El ejemplo de Birmingham Aunque fundado por creyentes de Melbourne, el MFRC disponía de un precedente inmediato situado en las antípodas. Se trataba del Multifaith Resource Unit (MUFRU, como se le conocería más tarde), centro pionero creado en Birmingham gracias a los esfuerzos iniciales de la doctora Mary Hall, monja católica designada por la Conferencia Episcopal Británica para acometer dicha tarea. El alumbramiento del MUFRU resultó especialmente oportuno dados los problemas endémicos que arrastraba la sociedad británica, y de manera muy especial la población de Birmingham, ciudad donde la crisis de los setenta había venido a complicarse con tensiones raciales, culturales y religiosas asociadas a la llegada de los inmigrantes. La meta de proporcionar un canal de comunicación para las distintas confesiones constituía un fin valioso, pero era evidente además que podía servir de freno al deteriorado clima social que entonces se respiraba. El ejemplo sentado por el MUFRU proporcionó a los colegas de Melbourne amplia información sobre lo que podía y no podía esperarse de una institución de diálogo interconfesional. Tal como su nombre sugería, el MUFRU se ocupaba de fomentar el respeto y el aprecio por las semejanzas –y las diferencias– entre las distintas confesiones, poniendo a disposición del público sus propios recursos humanos. No pretendía lograr componendas ni acumular libros.

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Según explica la doctora Mary Hall, los primeros pasos del MUFRU fueron necesariamente modestos. Se partía de la convicción de que la confianza mutua debía afianzarse lentamente, a través de un proceso en virtud del cual cada comunidad religiosa tendría oportunidad de darse a conocer, expresar sus preocupaciones y exponer sus puntos de vista –positivos o negativos– sobre las demás. Hacer esto requirió nada menos que tres largos años, de 1978 a 1981. Pasado este tiempo, el MUFRU se había convertido, en palabras de Mary Hall, en una verdadera «familia», con sus propias desavenencias internas, pero familia al fin y al cabo. El hecho de compartir las preocupaciones y, sobre todo, de aceptar que no todo era un lecho de rosas en las respectivas casas (léase confesiones), no sólo dio lugar a que todos supiesen qué terreno pisaban, sino al surgimiento de una atmósfera cálida y constructiva. Con el paso del tiempo el MUFRU llegó a conseguir un crecimiento respetable. Sus actividades empezaron a extenderse a numerosos sectores: educación, actividades juveniles, promoción de la mujer, cultura, ciudadanía y otros muchos más. El procedimiento fundamental para hacer efectivas sus operaciones consistió en capacitar personas especialmente preparadas para convertirse en «expertos» (resource persons) dentro de sus respectivas comunidades. Se establecieron cursos acreditados dirigidos a sectores clave de la población, a saber: educadores, trabajadores y asistentes sociales, capellanes, funcionarios de prisiones, etc. Los seminarios y talleres se sucedieron de forma regular. No es de extrañar que el número de afiliados creciera vertiginosamente. La fama y el reconocimiento públicos se extendieron merecidamente más allá de Birmingham y del Reino Unido. UNA EXPERIENCIA DE DIÁLOGO



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En 1985 se celebraba en la Universidad Monash, Melbourne, una Conferencia Interconfesional a la que fue invitada la doctora Mary Hall. Su presencia constituyó una oportunidad única para que el público interesado de Melbourne escuchase un relato de primera mano sobre la experiencia vivida por las confesiones religiosas de Birmingham. En aquella misma ocasión se lanzó la idea que habría de culminar allá por diciembre de 1987 en la creación del MultiFaith Resource Centre de Melbourne. Desgraciadamente, mientras el centro pionero de Birmingham sigue en pie y goza de envidiable salud, la experiencia de Melbourne es ya un capítulo para la historia y motivo de seria reflexión para quien desee adentrarse en un diálogo que, como el mismo arte de navegar, debe no poco de su éxito a los propios naufragios.

Fundación del Centro de Melbourne Australia es un enorme continente caracterizado por una de las poblaciones más urbanas y variopintas del mundo. Más de un tercio de sus habitantes son emigrantes o descendientes directos de emigrantes. No existe prácticamente región del mundo, cultura, lengua o religión que no esté representada en ese gran crisol. Los discursos oficiales suelen hacerse eco de estos datos con indisimulado orgullo. El «multiculturalismo» (multiculturalism) es la filosofía política del país, de momento secundada por los dos partidos dominantes. Con ella se pretende dar legitimidad y armonía a la expresión de esta diversidad humana. Baste recordar que en Australia viven más malteses que en Malta, y que Mel-

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bourne alberga, después de Atenas, la segunda concentración más populosa de habitantes griegos. Sin embargo, no todo son facilidades en el camino de la convivencia ciudadana. El llamado «continente tranquilo» no es un país impermeable a los problemas raciales, sociales y religiosos que afectan a otras comunidades del mundo. Todavía está vivo en el recuerdo de muchos la política de la «Australia Blanca» (the white Australia policy) con la que se cerraron las puertas a las gentes de otras razas y se fomentó la expulsión de hecho de los inmigrantes chinos, así como de los Kanaks (estos últimos trabajaron en las plantaciones de Queensland hasta ser sustituidos por las primeras oleadas de italianos). A partir de 1945 la preferencia casi exclusiva de que habían venido disfrutando británicos e irlandeses en los programas de inmigración se vio alterada. Los problemas demográficos surgidos a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial supusieron el cese relativo de la inmigración británica e irlandesa. La necesidad de poblar Australia, sin embargo, era más acuciante que nunca. La amenaza japonesa había hecho más patente si cabe la conveniencia de alterar la imagen de país semivacío que había caracterizado –y sigue caracterizando– al paraíso de las ovejas, los canguros y los conejos. Los italianos y los griegos, seguidos de los refugiados de los países del Este europeo y de los judíos, formaron el grueso de la nueva inmigración. A esto hay que sumar la llegada de refugiados vietnamitas, camboyanos, libaneses y salvadoreños, que, junto con la inmigración más diversificada de los dos últimos decenios, ha servido para corregir, si es que no invertir, la imagen negativa causada por la anterior política de discriminación racial. La inmigración misma presentaba dos caras contrapuestas. Por un lado, parecía ser la respuesta, fácil y económica, a las necesidades del país, sobre todo de mano de obra barata UNA EXPERIENCIA DE DIÁLOGO



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y bien dispuesta. Por otro lado, a medida que los inmigrantes se establecían, tanto más patente se hacía para muchos estudiosos que las cosas no iban tan bien como se esperaba. Las preocupaciones sociales de los años sesenta pusieron sobre el tapete algunas cuestiones pendientes: el país de promisión no ofrecía las mismas oportunidades para todos. Las barreras lingüísticas, educativas y socioeconómicas perjudicaban en muchas y muy variadas formas a los «autores» de la nueva prosperidad que conocía Australia por aquellos años. La mujer emigrante en particular se hallaba más expuesta que nadie a la discriminación en casa, en el trabajo y en la sociedad en general. En el plano religioso, las dificultades no eran menos complejas. A las tradicionalmente dificultosas relaciones Estado-Iglesia(s) se agregaban las propias dificultades internas surgidas entre las Iglesias cristianas y sus feligresías, amén de los problemas experimentados por los creyentes de minorías religiosas no cristianas. Aún hoy día es muy frecuente ver cómo los esfuerzos de una minoría religiosa por alzar un lugar de culto o una escuela se estrellan ante una barrera de incomprensión y discriminación disfrazadas de argumentos defendibles. Se deniegan permisos municipales de construcción por incumplimiento de normativas municipales excesivamente estrictas. Se presta oídos a intereses de vecinos que por razones extremadamente dudosas se oponen a determinado emplazamiento de un lugar de culto. Se hacen oídos sordos, o se tarda en responder, a las difamaciones de que son objeto los miembros de otras confesiones. En este contexto, puede afirmarse que el MFRC de Melbourne respondía a las preocupaciones de personas conscientes de que en un país religiosamente diverso era de

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todo punto necesario crear un foro público de diálogo interconfesional, un lugar donde se fomentara la confianza, el conocimiento y el respeto mutuos. Aunque ya con anterioridad a 1985 había habido escarceos en este terreno, hubo que esperar a entonces para saborear los primeros frutos. En este sentido, la concesión de una ayuda especial por parte de la Oficina de Asuntos Multiculturales con destino al MFRC de Melbourne, fundado legalmente en diciembre de 1987, representaba algo más que el espaldarazo a la actividad pionera de un grupo de gentes desinteresadas, se trataba de un giro gubernamental –o quizá de una rectificación– con el que se quería responder mejor a la realidad vibrante de la diversidad religiosa.

Composición del MFRC El MFRC de Melbourne se componía de un número reducido de miembros, poco más de sesenta. En la práctica, como sucede con las instituciones incipientes, el centro era sinónimo de su junta directiva, la cual contaba con los cargos tradicionales de presidente, tesorero y secretario, más varios vocales. La labor del secretario era más bien nominal, al existir un jefe ejecutivo con dedicación parcial y a sueldo, todas las tareas de representación y correspondencia quedaban en manos de éste. Dado su carácter remunerado, el jefe ejecutivo carecía de voto, a pesar de que asistía a las reuniones de la junta directiva y disponía de voz en ella. La junta directiva estaba integrada por dos representantes de cada confesión y un número indeterminado de miembros con derecho a voz. La inclusión de estos últimos era un UNA EXPERIENCIA DE DIÁLOGO



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arreglo de compromiso por el que se quería aprovechar la aportación de personas de especial valía. La junta directiva contaba además con un comité consultivo de planificación formado por miembros de la misma junta y miembros voluntarios de la Asociación. La Comunidad Bahá’í, aunque figuraba como entidad fundadora del Centro, se había incorporado a las tareas preliminares mucho más tarde que sus hermanas, en parte por haber sabido de la iniciativa cuando ésta ya estaba en marcha, y en parte porque hubo que vencer las dudas y resistencias que algunos miembros del Centro llegaron a presentar de forma más o menos velada. Que estas resistencias no fueron invencibles quedó probado por la incorporación de los dos representantes bahá’ís, así como por el ofrecimiento de un cargo dentro de la junta directiva (que no sería aceptado por la representación bahá’í). Que las resistencias no eran meramente imaginarias quedó confirmado más tarde por ciertas decisiones «oficiales» en las que los representantes bahá’ís no llegaron a tomar parte por no haber sido debidamente notificados. El autor de estas páginas fue nombrado representante bahá’í en abril de 1988, a fin de cubrir la vacante dejada por su predecesora. La junta perdía así a su tercer miembro femenino y ganaba a su miembro más joven e inexperto.

Problemas y riesgos Durante los escasos dieciséis meses transcurridos entre la sesión constituyente y la siguiente sesión de la Asamblea General, que sería la última, el MFRC hubo de pasar por una

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paradójica agonía. Lanzando una mirada retrospectiva, sería fácil advertir algunos de los peligros que amenazaban el frágil equilibrio en que se sustentaba el Centro. Como ocurre en las tragedias, el elemento que hace más patético el desenlace final no es su inexorabilidad sino que éste, a pesar de todo, nos parezca evitable. Vayamos por partes. El primer gran problema estructural del MFRC era el de su representatividad. La constitución del Centro daba derecho a que cualquier miembro que estuviera al corriente del pago de la cuota pudiese presentarse a elección como miembro de la junta en representación de su respectiva comunidad religiosa. En la práctica, la sesión constituyente se había limitado a ratificar las propuestas hechas por las instituciones fundadoras. Se trataba de un reparto de amigos, respetuoso con las formas democráticas (había dinero público de por medio), pero consecuente con la necesidad de proporcionar un mínimo de continuidad a la iniciativa. Para que todo funcionase bien se precisaba unanimidad real en la Asamblea General y entre los miembros de la junta directiva. Sin unanimidad, los arreglos amistosos necesarios para la distribución de cargos dentro y fuera de la junta podían convertirse –involuntariamente– en un arma de doble filo. En una situación así bastaba que una persona se sintiera excluida del proceso de consulta, o que sus méritos no fueran debidamente reconocidos, para que la semilla del descontento empezara a germinar. En la práctica eso es lo que ocurrió. Por otra parte, la cuestión de la representatividad trascendía los límites de lo puramente personal. Había una cuestión de fondo a la que probablemente no se podía dar una respuesta definitiva: ¿Cuán representativas eran las instituciones fundadoras? En otras palabras, ¿hasta qué punto podía afirmarse que los cristianos, por poner el ejemplo más UNA EXPERIENCIA DE DIÁLOGO



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obvio, estaban representados en la elección de representantes tomada por el Consejo de las Iglesias de Victoria? Lo mismo podía decirse de las demás confesiones. Salvando precisamente el caso de la Comunidad Bahá’í, ninguna de las confesiones podía decirse representativa in toto del cuerpo de los creyentes de sus comunidades respectivas. El caso de los aborígenes era más especial si cabe. Así pues, los peligros implícitos eran múltiples: 1. El margen de maniobra de que disponía el Centro era una expresión del grado de autonomía y representatividad con que estaban investidos los miembros de la junta por sus respectivas comunidades. La ecuación variaba según los casos. El peligro estaba en no acertar a ver la fragilidad misma del sistema de relaciones resultante. 2. Se soslayaba el problema planteado por el nivel de representatividad atribuible en principio a las instituciones fundadoras. Ni sikhs, ni budistas contaban con una organización representativa de todos los sikhs y budistas residentes en el Estado de Victoria. Los musulmanes, que sí contaban con tal organización, estaban representados por personas adscritas a otra entidad islámica. Los cristianos y los judíos habían sido representados por el Consejo de las Iglesias y el Consejo Judío de Victoria, respectivamente. Lo mismo cabía decir de la representación hindú. En cuanto a los bahá’ís, éstos habían sido nombrados por el Centro de Información Bahá’í de Victoria. El peligro radicaba en la posibilidad de que posibles desavenencias internas o externas llevasen a cuestionar la legitimidad y alcances de la representatividad así lograda.

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3. Incluso en aquellos casos en que la representatividad parecía más fuera de dudas, cabía cuestionar el grado de representatividad que podían revestir los puntos de vista de un católico y de un presbiteriano como reflejo del punto de vista cristiano. Igualmente podía ponérsele reparos a la suma de judío ortodoxo y judío liberal. El peligro radicaba en violentar, aunque fuera involuntariamente, las distintas sensibilidades que coexistían dentro de cada confesión. 4. Finalmente, estaba el peligro de que decisiones mayoritarias, pero en absoluto unánimes, se presentaran ante el público como la expresión unívoca de todas las creencias representadas. En realidad, mientras el Centro no dispusiera de una vertiente pública pronunciada, los riesgos no eran considerables; pero, de tenerla, ello habría podido dar lugar a posibles y muy embarazosas desautorizaciones. Los riesgos arriba indicados estuvieron presentes, ignorados o no, en la marcha del Centro. Para evitarlos se contaba con un remedio universal: la «buena voluntad». Durante la larga crisis que presidió la infeliz gestación del Centro las alusiones a la buena voluntad y al actuar de buena fe marcaron una constante. Se esperaba con ellas hacer borrón y cuenta nueva cada vez que venían a asomarse las dificultades. Desde el primer momento la actuación de los representantes bahá’ís consistió en destacar la urgencia de respetar la constitución del Centro y de actuar conforme a principio. Se puede obrar de buena fe, pero si esa fe no es correspondida o –peor aún– se ve traicionada, existe la tentación de sentirse justificado para responder con la misma moneda. UNA EXPERIENCIA DE DIÁLOGO



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Así, en la práctica suele ocurrir que, por guardar una apariencia de unidad, se arrinconan los problemas hasta que después resulta demasiado tarde. Con su estallido saltan las emociones reprimidas y se da rienda suelta a la frustración. Las expectativas que no han llegado a cumplirse se interpretan entonces como traiciones de la buena fe y de la buena voluntad con que se creía haber obrado. Pero si se actúa conforme a principio, es decir, espiritualmente, entonces no cabe sino seguir la máxima dada por ‘Abdu’l-Bahá: «Confía en Dios, y no te dejes conmover ni por la alabanza ni las falsas acusaciones... hazte depender enteramente de Dios». Otro de los aspectos agravantes, íntimamente relacionado con cuestiones de principio, se dejó traslucir en la poca importancia que la Constitución del propio Centro llegó a tener en la práctica. No pocas dificultades se hubieran solventado con tan sólo aplicar sus provisiones. El respeto a la Constitución suponía algo más que estar familiarizado con su contenido; suponía que la figura del presidente debía ser respetada, sin que reservas a su capacidad y méritos fuesen de recibo; suponía que la cortesía había de presidir todos los actos en que participasen los miembros de la Junta; suponía que no habría pactos ni tratos secretos. Por desgracia, de todo esto se dieron casos repetidos, y tampoco faltaron momentos en que la representación bahá’í, haciendo apelaciones generales, hubo de referirse a los daños que estos comportamientos estaban causando. Una de las mayores dificultades experimentadas por la representación bahá’í consistió en la anormal situación de tener que demostrar que su respeto por la legalidad no era «táctico», ni el producto de una deformación profesional (mi colega era un brillante abogado). Esto podía parecer más

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extraño todavía teniendo en cuenta que en varias ocasiones los propios bahá’ís se expresaron a favor de modificar la Constitución del MFRC, coincidiendo en este punto con la persona a la que después se juzgaría responsable de todos los males padecidos. A tenor de lo dicho, vale preguntarse: ¿cómo podía esperarse que el Centro llegase a funcionar si tantos problemas venían arrastrándose desde el principio? La pasmosa facilidad con que algunos representantes se creyeron autorizados a encontrar «atajos» –puesto que habían visto sus esperanzas y su buena fe traicionadas– dio como resultado que en nombre de la eficacia se recurriese a procedimientos expeditivos. En estas circunstancias, la meticulosidad de la representación bahá’í pudo haber parecido a algunos de nuestros colegas demasiado ingenua, o demasiado burocrática, o quizá ambas cosas a la vez. Complicaciones como las que acabamos de describir ponen al descubierto la inconsecuencia con que las personas tienden a vivir su relación con las instituciones creadas por ellas mismas. No sería impropio recordar aquí la historia, erizada de disputas, que ha marcado el desarrollo del Estado y las instituciones en el mundo de tradición occidental, así como los dolores que suelen derivarse de una interpretación simplista del antilegalismo de san Pablo. Quien esto escribe está convencido de que cuestiones de este calibre, y no sólo desavenencias personales, dieron al traste con esta experiencia. La buena voluntad y la buena fe son vitales, sí, pero para ser efectivas han de ser, por paradójico que parezca, desinteresadas. La eficacia es importante, pero no al precio de sacrificar las relaciones humanas. La autonomía de la conciencia humana debe ser respetada, pero no a riesgo de UNA EXPERIENCIA DE DIÁLOGO



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ignorar que, mejor o peor, las instituciones y la ley son también «conciencia». Aparte de los problemas arriba expuestos, el MFRC sufrió terriblemente de un mal muy sintomático: la falta de asistencia. Muchas reuniones se vieron aplazadas por falta de quórum. En medio de la más desagradable crisis, cuando más importante era conseguir que todos los responsables de la junta directiva estuviesen presentes, precisamente entonces más patente se hacía la ausencia de muchos de ellos. Algunos sucumbieron a la frustración, otros acabaron arrojando la toalla, y aun otros se retiraron a un rincón a la espera de mejores tiempos, quizá confiando en que un puñado de incombustibles sabría capear el temporal. Para la minoría persistente nada podía ser más desalentador. La falta de asistencia acarreaba la obstrucción e imposibilidad misma de usar los recursos constitucionales que hubieran ayudado a resolver las cosas. Es verdad que muchos de los vocales y ejecutivos de la junta tenían –individualmente hablando– mejores cosas de qué ocuparse, y que tampoco les faltaban compromisos en otras partes (quizá demasiados compromisos). No obstante, se mire por donde se mire, las ausencias repetidas actuaban como las piedras en el tejado propio. Sin quórum la nave del Centro era un barco a la deriva. En resumen, lo que hizo tan difícil resolver un problema que para tantos pareció ser de naturaleza personal, tuvo que ver en no poca medida con la ausencia de una verdadera raison d’être, un común denominador. La preocupación por los problemas relacionados con el pluralismo religioso, en una sociedad donde éstos podían saltar fácilmente a la palestra, sin duda constituía un poderoso resorte para intentar la aventura. Lo que ya no es tan seguro es que todos participa-

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ran del mismo entusiasmo por aprender de la espiritualidad de los demás. Y lo que pocos parecen haber advertido es que un centro interconfesional constituye un microcosmos: desautorizarlo con los propios actos equivale a desdecirse de las verdades que se dice profesar. Ciertamente, había buenas razones para querer ayudar a las confesiones «étnicas» a que hicieran valer sus derechos, y a vivir sus vidas religiosas en pie de igualdad. Pero acaso se olvidaba con excesiva ingenuidad que incluso éstas confesiones eran portadoras de pretensiones universales. Es digno de anotar el hecho de que la primera decisión constructiva adoptada por mayoría consistió en el envío de una carta dirigida al Gobierno de Margaret Thatcher en favor de una comunidad hindú que experimentaba dificultades graves, en forma de prejuicios legales, para edificar su propio templo. Esta primera y prácticamente única resolución sirvió además para poner al descubierto las dificultades de representatividad arriba aludidas. El dilema era: ¿iba a ser el MFRC caja de resonancia de acontecimientos lejanos o sería creador de un dinamismo propio, aplicable al diálogo y a la convivencia entre las gentes de fe de Melbourne? Aunque las metas eran bienintencionadas, la experiencia demostró que con intenciones no basta. La buena voluntad y la buena fe no podían ser un sustituto de la confianza, ni tampoco relevar a los miembros del esfuerzo de saber qué es el bien y qué es la verdad en el «aquí y ahora» de una institución concreta. Con continuos atentados a la cortesía y a la disciplina no es sorprendente que el Centro funcionase mal. Suponiendo por un momento que la mayor parte de los conflictos vinieran de una sola persona, la incapacidad manifiesta del resto para actuar bajo presión debe considerarse, no obstante, responsabilidad colectiva. UNA EXPERIENCIA DE DIÁLOGO



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Conclusión Sin duda, una experiencia desastrosa como la que vivió el ya extinto MFRC de Melbourne justifica toda precaución en cualquier iniciativa de este género; pero no elimina por ello la necesidad de encontrar cauces de diálogo. Por el contrario, si algo ponen en evidencia esta clase de descalabros es lo mucho que se pierde precisamente por empezar tarde y por no saber salir de los balbuceos. En este sentido, la experiencia ofrecida por el MUFRU de Birmingham constituye un digno contrapunto y un modelo para quienes se interesan por el diálogo de religiones. Casos como el vivido por el MFRC de Melbourne, aunque sea de una manera negativa, sirven para ilustrar cuán necesario es ir preparado para el diálogo. Decíamos en otro capítulo que dialogar tiene sus virtudes. Pues bien, sería ingenuo creer que se puede prescindir de las virtudes y arribar felizmente a buen puerto. También conviene estar prevenido contra esa espada de dos filos que lleva a muchos a proclamar la necesidad de «celebrar nuestra diversidad». En su escueto enunciado la idea es inobjetable. En la práctica, hemos visto repetidas veces cómo la «celebración de la diversidad», a falta de verdadera unidad, se convertía en estampida tan pronto como aparecían los problemas de convivencia. Lo que nos ha llevado a sospechar más de una vez si con esas palabras no se pretende otra cosa que pasar un buen rato y dejar las cosas exactamente donde estaban. La concepción festiva y estética de la diversidad no se tiene en pie por sí sola; para que lo haga es preciso que responda a una unidad real. En un festín la excelencia y variedad de los ingredientes no hacen un buen plato: la receta sigue siendo necesaria.

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Hay quienes suponen que los abogados del diálogo de religiones, o del ecumenismo, son en el mejor de los casos unos idealistas, liberales bienintencionados, algo tocados por un cosmopolitismo burgués, sin verdadero conocimiento de las cosas. Quizás el juicio no vaya totalmente desencaminado. Pero también cabe afirmar que cuando el diálogo se ve negado, se trivializa, se politiza o se convierte en campo de batalla, el precio que se paga es muy caro: la comunicación se agota y todos sufren las consecuencias.

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En resumen, las disensiones entre las diversas sectas han abierto el camino hacia la debilidad. Cada secta ha elegido un sendero para sí y se adhiere a cierto cordel.36

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L propósito de las líneas que siguen carece de intención polémica. Por esta razón omito referencias directas a los movimientos sobre los que se inspiran muchas de las observaciones que aquí se hacen. Además, he procurado demostrar que parte de la hoy denunciada inclinación hacia lo pararreligioso no es ni mucho menos tan ajena al desarrollo de la ciencia actual y los mitos consiguientes de la superchería tecnológica. Debo aclarar a este respecto que no está en mi ánimo la idea de condenar, sino la de comprender y deshacer los equívocos que empañan la transparencia de las

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cosas. Esta conducta viene guiada por las instrucciones expresas de Bahá’u’lláh: Que no juzguen con ojo muy crítico los dichos y escritos de los hombres. Que más bien consideren tales dichos y escritos con espíritu de imparcialidad y amorosa simpatía.37

A tenor de lo dicho, procuraré resaltar algunos de los rasgos sobresalientes de la crisis espiritual de Occidente y, desde esa perspectiva, proyectar alguna luz sobre la cuestión de las sectas y los sectarismos.

Occidente, en crisis El hombre occidental vive o ha vivido en una tradición doblemente ambigua. Formado religiosamente en los principios del cristianismo, su experiencia cristiana aparece reducida a un conocimiento superficial de los fundamentos vivos de su doctrina, de la que ya no llega ni a reconocer su origen divino ni advierte su sello «oriental». Por otra parte, los avances del conocimiento racional y técnico no sólo han servido para acomplejarle o para minar su fe original, sino que le han privado de ese inefable y preservador sentimiento de sorpresa, temor reverencial y sobrecogimiento que siempre ejercieron sobre él una función reguladora, un poder normativo y a la vez moderador. Ciencia y religión son sentidas por el hombre contemporáneo 37

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como realidades incompatibles en permanente tensión, mundos destinados a eclipsarse mutuamente. La Fe bahá’í ha llegado a Occidente en el momento en que las conductas humanas se dejan guiar antes por conceptos políticos que religiosos. La política se presenta ahora como el brazo ejecutivo de la racionalidad científica, y con ello no ha hecho sino empequeñecer el papel de las instituciones religiosas, las cuales vienen a ocupar ahora un espacio anejo, meramente subsidiario, como corresponde a algo que más parece un anacronismo, una vergonzosa reliquia reservada a la diminuta intimidad del individuo. No es preciso ir muy lejos en el rastreo de este proceso de despojos. Probablemente fue el gran movimiento de la Ilustración el que situó definitivamente al hombre como centro de las cosas. Dicho período ha sido caracterizado por Benno von Wiese con estos certeros rasgos: El primado de la cultura suplanta al primado del reino de Dios. La trascendente comprensión del mundo se disolverá en el inmanente esclarecimiento del mundo y su orden racional. A la dependencia subjetiva vinculada a la fe, se le enfrenta la libertad convertida en soberana gracias a la razón38.

Nuestro siglo ha conocido la generalización de casi todas las tendencias apuntadas entonces; pero también, y junto con ellas, ha cobrado conciencia de una insatisfacción que gradualmente lo empuja desesperadamente hacia «algo más», un algo –claro está– distinto de Dios. 38

B. von Wiese, La cultura de la Ilustración; Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1979, pág. 23. S O B R E S E C TA R I S M O S



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Por mi parte, estoy convencido de que el ejercicio aislado de la razón utilitaria desemboca en fenómenos compensatorios que, lejos de procurar un compromiso de equilibrio, lo que hacen es quebrarlo. Es ésta una razón utilitaria que desborda sus límites, niega cualquier otra forma de conocimiento superior, pretende la exaltación por medios humanos e idolatra sus propias limitaciones con fervor de primerizo. De este modo la tendencia metafísica hacia lo otro, en tanto que imagen de Dios, se convierte en propensión hacia lo otro como imagen o proyección de uno mismo: padres que se contemplan con narcisismo en sus hijos; artistas que se recrean con solipsismo en sus obras; hombres que se reflejan en la imagen del Estado; seres que viven todo lo demás como si fuera mero apéndice de sus personas. Un proceso de sucesivas devaluaciones nos ha ido introduciendo en un paisaje donde el principio de placer preside muchos mundos de ensueño y cálida sugerencia (bebida, espectáculos, visiones surrealistas, publicidad, literatura evanescente), en graciosa coexistencia con una realidad dura, seca, gélida y hostil. De esta tensión, magníficamente ambigua, fueron ejemplo aquellos hombres del Renacimiento. Hoy día, apenas hay hombre que no sienta la sacudida espiritual que entonces fuera patrimonio de unos pocos. Mas corresponde a la actualidad el registro agigantado de tendencias antes mejor o peor disimuladas. La moral, la misma palabra «moral», ha sufrido el efecto pulverizador de ser trivializada y proscrita en virtud de su carácter supuestamente compulsivo y tradicional, y, por tanto, represor y autoritario. En el juego político ya no se habla tanto de «moral» como de «ética», en clara sustitución de un término con connotaciones religiosas por otro mucho más técnico y culto.

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Shoghi Effendi dejaba constancia de este proceso expresándose así: Lo que los bahá’ís debemos reconocer es el hecho de que la sociedad se está desintegrando tan rápidamente que cuestiones de moralidad que estaban claras hace un siglo, ahora están del todo confusas y, además, enteramente mezcladas con intereses políticos en pugna.39

Es en este contexto donde cobran mayor sentido las palabras de Bahá’u’lláh alusivas al significado de la contracción apocalíptica de la Tierra: ¿Qué opresión es más dolorosa que el hecho de que un alma busque la verdad y desee alcanzar el conocimiento de Dios y no sepa adónde dirigirse ni de quién obtenerlo? Pues las opiniones se han diversificado gravemente y los caminos para alcanzar a Dios se han multiplicado. Esta «opresión» es el rasgo esencial de toda Revelación; y si no ocurre, el Sol de la Verdad no será revelado.40

A la luz de esta cita el fenómeno de las sectas admite ser considerado como síntoma de unas carencias insatisfechas, por un lado, y como eslabón último de una dolorosa decadencia, por otro. Que los bahá’ís pasen por ser una más entre tantas sectas del llamado «mercado espiritual» forma parte del tributo que ha de rendirse a los signos de los tiempos. 39 40

Shoghi Effendi, Principios de Administración bahá’í; Buenos Aires, EBILA, pág. 35. Bahá’u’lláh, El Kitáb-i-Íqán, pág. 26. S O B R E S E C TA R I S M O S



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Las sectas Hay varios aspectos de las sectas por los que el público occidental muestra una especial susceptibilidad, sea para el rechazo o para el aplauso. En numerosos casos las razones que para unos cuentan a favor de las sectas constituyen para muchos el mayor argumento en contra. El traslado de formas religiosas extrañas a otra cultura está expuesto a alternancias variables que van desde, por ejemplo, el rechazo global, a la indigenización de dichas formas, a la adopción de éstas por una minoría dirigente, o a su admisión tan sólo por una minoría marginal. Los primeros misioneros jesuitas desplazados a China comprendieron muy bien que sin «adaptación» había escasas posibilidades de conversión. Los experimentos que allí se iniciaron pronto sufrieron el veto de Roma. El riesgo de promiscuidad religiosa era demasiado fuerte, y la reformulación del dogma y sus rituales, impracticable. De igual modo, ahora que el hombre occidental se ve sometido al influjo de movimientos o ideas exóticas (o quizá sería mejor decir «exógenas»), acusa ese instintivo sentimiento de aprensión hacia lo ajeno. Para cualquier occidental el nudismo o el amor libre son fenómenos, queridos o no, con algún arraigo típicamente europeo. Por contraste, una túnica de azafrán, un harén o la recitación de un mantra, son inseparables de sus respectivos orígenes y, culturalmente hablando, faltos de transparencia. Es bien cierto que en Occidente abundan las sectas autóctonas con arraigo histórico; pero no son éstas las que preocupan o causan verdadera alarma (puesto que están asimiladas), sino las de «fuera».

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Por eso mismo, la conversión a cualquiera de las sectas exógenas es vista desde fuera, y a menudo vivida desde dentro, como un acto de despojamiento, una ruptura formal y de fondo con la sociedad occidental, a la que se acusa de vivir atrapada en el laberinto materialista. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿es seguro que la «conversión» a la secta constituya una verdadera ruptura?, ¿ofrece ésta un modelo de vida diferenciado y válido?, ¿qué actitud adoptan sus seguidores ante el dinero, el poder, la sexualidad? En suma, ¿de qué espiritualidad se trata?

La espiritualidad de la secta Ocurre que numerosas sectas fundan conscientemente su cohesión en el propio carácter minoritario de sus creencias. Es el caso de bastantes movimientos que marginan de sus filas y funciones de prestigio a gentes de raza, sexo y categoría social distintas. La segregación a veces adopta matices más burdos. Así sucede, por ejemplo, con esas comunidades cerradas de los escogidos, capaces de predecir el número de los que serán salvados, conocedoras del emplazamiento concreto de la nueva tierra de promisión. Otras veces, el carácter minoritario se deduce de las mismas enseñanzas y prácticas religiosas, dado que su misma estrechez les concede en ese punto una indudable eficacia. Pensamos en las sectas urdidas en torno de un sistema de curación, de determinadas técnicas de meditación o de complejas prescripciones rituales, etc. Por divergentes que pudieran parecer, casi todas estas modalidades religiosas coinciden en un punto: son altamente restrictivas, tanto en lo tocante al desS O B R E S E C TA R I S M O S



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tinatario como a los contenidos que se le dirigen. Por una especie de principio de economía operativa, el énfasis recae en la mayoría de estos casos sobre uno o unos pocos centros de interés, cuyo trasfondo deja entrever móviles excesivamente humanos. Por ejemplo, se puede estar muy interesado por la vida después de la muerte. Pero una cosa es preocuparse por conseguir la cercanía de Dios, y otra ansiar la «inmortalidad» prescindiendo de todo los demás. No todo lo ultraterreno es espiritual. ¿Es la del convertido a la secta una ruptura formal? Hay sectas que imponen a sus miembros cierto alejamiento físico respecto de la sociedad. En el curso de las tres últimas décadas Occidente ha visto florecer por doquier comunas religiosas, o semirreligiosas, de rasgos orientales, señaladamente de filiación hindú. Emparentadas con éstas, se encuentran las comunas, hoy residuales, que implantaron la moda de los atuendos floreados, largas cabelleras y drogas psicodélicas. En la medida en que el factor común de esta clase de grupos radica en una crítica del materialismo, cierta fricción con la sociedad parece inevitable. La ruptura de los convencionalismos (a los que muy bien pueden sustituir otros), la intención provocadora, la aparente marginación del circuito comercial burgués, el rescate imaginario de la autenticidad liberadora, todo queda amalgamado en un malentendido «ama, y haz lo que quieras». La experiencia de cada día, por otra parte, ha sido suficiente para poner en guardia al hombre de la calle. Padres de jóvenes enrolados por sectas aislantes se reúnen y forman instituciones encargadas de recuperar a los jóvenes afectados por lo que no dudan en calificar de «lavado de cerebro». La presión se ha vuelto tan seria que ya son varios los países europeos que, si no lo han hecho ya, pronto impondrán limi-

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taciones al despliegue de este tipo de sectas «peligrosas», muchas de las cuales apenas llegan a disimular sus fines lucrativos al amparo de las exenciones fiscales. Hubo un tiempo en que cierta intelectualidad (¿dónde están sus voces?) quiso apreciar posibilidades alternativas en el sistema de vida en las comunas que ya comentamos. Ahora bien, nada permite avalar un juicio tal. La verdad es más bien lo exactamente opuesto. La movilidad de muchos de estos grupos es tan fuerte que no les permite un mínimo de estabilidad; su composición por edades revela una antinatural asimetría en favor del elemento joven. Por si fuera poco, ni la ubicación de los centros de la secta, por razones legales, ni los inquilinos, por motivos personales o de organización, suelen ser fijos. Es cierto que hay conciencia de protesta y de la diferencia, pero poco hay acerca del cambio social y de su propiciación por medio de la transformación individual y colectiva. Económicamente pueden depender de artesanías, productos del campo y artículos culturales cuya venta al exterior –total o excedentaria– es vital para garantizar la subsistencia del conjunto. Las notas precedentes bastarían por sí solas para demostrar la superficialidad de planteamientos que entraña la comuna como alternativa global. Por lo demás, nada mejor ni más indicado que seguir la peripecia vital de los cabecillas y fundadores de estas sectas, y cualquier pesquisa por este camino nos dispensaría de ulteriores indagaciones. Si introduzco cierta sospecha sobre la supuesta oposición entre secta y sociedad no se debe a dudas personales, sino porque la retórica al uso –la de unos y la de otros– obliga a partir de esa falsa disyuntiva. Queda claro que entre sociedad y sectas a menudo no sólo no existe ruptura, sino que la confrontación que las tiraniza se reduce a la expresión contradictoria de los mismos S O B R E S E C TA R I S M O S



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afanes que conducen al desmoronamiento de la persona. La insolidaridad del hombre es la misma tanto si la meta individual de éste consiste en alcanzar el bienestar personal, materialmente hablando, como si dicha meta se coloca en un plano espiritual. No es sólo el objeto el que debe variar, sino la disposición de ánimo hacia ese objeto. Como dice Bahá’u’lláh: Aquellos que son los adoradores del ídolo que han cincelado sus imaginaciones, y que lo llaman Realidad Interior, tales hombres son contados entre los paganos.41

¿Por qué, entonces, el carácter minoritario de la secta? Aunque ya antes me he referido a distintos factores causantes de que ello sea así, vale la pena destacarlos sucintamente de nuevo: 1. Voluntad de minoría, expresada doctrinal y físicamente como apartamiento de un mundo insalvable; 2. marcada vinculación a un origen cultural que le resta universalidad; 3. culto a la personalidad, devociones en vida; 4. pobreza doctrinal; 5. imposible aplicación del modelo de vida propuesto a escala universal.42 41 42

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Bahá’u’lláh, Pasajes, CLX. Salvadas las distancias –y debe quedar claro que las hay–, no parece descaminado apuntar que gran parte de la crítica del pensamiento contemporáneo occidental hacia las órdenes religiosas (particularmente intensa desde finales del s. XVIII hasta mediados del presente siglo) ha revestido todas las características de un

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Lo paranormal En un orden aparte, aunque análogo, cabría clasificar las aficiones ocultistas, parapsicológicas y afines. La motivación psicológica de sus cultivadores es muy similar. Existen unos poderes ocultos, «que están ahí» –se dice con insistencia–, sobre los que la ciencia oficial, la religión y las fuerzas políticas prefieren guardar un silencio culpable. La tarea de investigar en estos terrenos adquiere un aire detectivesco, con cierto sabor a transgresión. El problema es: ¿qué lección puede desprenderse del hecho de que una mesa levite, el cielo se inunde de luces, o de que nuestra mente se desplace al más remoto confín del universo o de la historia? Independientemente de la realidad de tales fenómenos, la pregunta queda en pie, ¿qué repercusión espiritual podría tener dicho reconocimiento? Las palabras de ‘Abdu’l-Bahá son una amable invitación a trocar este empeño por otro más perentorio: conquistar la máxima posición espiritual para nuestras almas en beneficio de las de todos. La posición bahá’í en torno a las ciencias de lo paranormal aparece bien dibujada en los Escritos bahá’ís. Se admite que el universo es de naturaleza orgánica –«como el cuerpo humano», dice ‘Abdu’l-Bahá apostando por una atrevida analogía–, como un todo donde cada parte actúa influida o influyendo sobre el conjunto43. Asimismo, la existencia de «otros mundos» y otras fuerzas queda cumplidamente reco-

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ataque y una denuncia en toda regla de los supuestos aspectos «sectarios» de la vida monásticorreligiosa. Cfr. ‘Abdu’l-Bahá, Contestación a unas preguntas; Editorial Bahá’í, 1994, cap. 69. S O B R E S E C TA R I S M O S



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nocida cuando se advierten la inutilidad y peligros que se desprenden de todo internamiento por ese camino. ‘Abdu’lBahá repite que la intervención «en las fuerzas psíquicas, mientras se está en este mundo, perjudica la condición del alma en la otra vida»44. Y Shoghi Effendi puntualiza sobre los poderes psíquicos diciendo que «hay que dejarlos dormidos, y no explotarlos, aun cuando lo hagamos en la creencia sincera de que estamos ayudando a otros». La tan traída y llevada explotación de experimentos psíquicos con fines bélicos, por hipotética que ésta sea (acaso sea poco más que un «farol» propagandístico), constituye un serio aviso sobre las ilusiones que puedan forjarse respecto de un uso inteligente de esas fuerzas.

Cientificismo y superchería ocultista Ciertamente no es casual la prevención que hoy se alza contra la proliferación psíquica y la luz roja de alarma que nos avisa de las imprevisibles consecuencias de la manipulación genética o del efecto invernadero. Los abogados de no pocos experimentos genéticos se amparan en el recuerdo de Galileo y su triste proceso, así como en las presuntas ganancias materiales que la humanidad pueda conseguir. De esta manera, ya sea por temor a ser denunciados como nuevos inquisidores, o ya sea porque se tema contrariar a las fuerzas inexorables del progreso, son muy pocos los que se atreven a 44

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Citado en Bahá’ú’lláh y la nueva eraı; Terrassa, Ed. Bahá’í, 1995, pág. 222.

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manifestar sus dudas sobre los alcances de mucho de lo que hoy es sedicente ciencia. Se olvida con harta frecuencia que la ciencia y la técnica, prácticamente confundidas, pueden generar un universo propio, con sus leyes y necesidades específicas independientes de las necesidades propiamente espirituales del hombre. Por supuesto, no se debe olvidar que si el hombre claudica ante su obra, no ocurre de forma casual ni desinteresada. Sin el reclamo de un bienestar ilimitado no es seguro que el hombre se lance a aventuras arriesgadas. Desde que Adán, según el relato mítico del Génesis, mordió de la manzana, el drama humano se desata con tanta mayor fuerza cuanto más desproporcionada sea la relación entre la promesa («y seréis como Dioses») y el acto simbólico destinado a entronizar esa nueva realidad prometida («comer de la manzana», «uncirse al carro del progreso»). Y lo propio ocurriría con los ocultistas, cuyo negocio se acabaría muy pronto, si en lugar de ofrecer atajos y explotar la indefensión moral del individuo bajo la promesa de experimentar maravillas, lo pusieran frente a frente con sus ilusiones, esperanzas y engaños. Las consecuencias imprevisibles de esta dejación obligan a recordar la admonición severa de Bahá’u’lláh: El día prometido ha llegado, día en que pruebas atormentadoras se agitarán por encima de vuestras cabezas y vuestros pies, diciendo: Gustad lo que vuestras manos han forjado.45

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Bahá’u’lláh, Pasajes inmortales; Buenos Aires, EBILA, 1983, párrafo 45.

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No es casualidad que una mayoría de los astrólogos y demás colegas del oficio hayan demostrado una predisposición utilitaria muy acorde con los tiempos. No pretendo negar algún fundamento real a caracterizaciones astrológicas del tipo «solar», «lunático», «venusiano» o similares, ni a las representaciones simbólicas de signo zodiacal. Lo que sí discuto es la oportunidad y validez de las obsesiones astrológicas, quirománticas, taróticas y demás, cuya relación con el mercado periodístico y editorial se verifica por motivos casi única y exclusivamente pecuniarios. Esta crítica podría afinarse recordando que la horoscopodependencia encuentra su «cita habitual» no en salitas sórdidas y semiiluminadas, sino en las atildadas columnas de los medios de difusión supuestamente «serios». La impronta de idénticos apaños se asoma en la producción teórica de no pocos adivinos y curanderos. Según muchos de éstos, hay una ciencia o poderes «de más arriba» que se filtran a través de sus personas para derramarse sobre los demás, previo pago –eso sí– de un impuesto en dinero contante y sonante. Pero ¡qué lejos de obrar por amor a Dios! Y ¡qué infrecuentes las excepciones! Como asegura El Corán: A quien desee labrar el campo de la vida futura se lo acrecentaremos. A quien, en cambio, desee labrar el campo de la vida de acá, le daremos de ella, pero no tendrá parte en la otra.46

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El dios, genio o impulso que cultiva la vida de acá no produce sino milagrería, y los arrebatos que se cosechan con ella son los propios del estupor y no los del éxtasis místico. La cultura de lo maravilloso es esclava de lo que ve y no entiende. Imita las formas de la libertad sin más resultado que una exacerbada espontaneidad. Ama la verdad que no encadena, para encadenarse luego a la verdad que no libera. Quiere más, desde luego, pero niega que exista un Absoluto, que por definición es más que nada. La superchería tecnológica funciona mejor prescindiendo de «lo divino en las cosas». La otra superchería, la supersticiosa y pseudoespiritualista, funciona mejor confundiendo lo sagrado en esas mismas cosas. Ambas distorsiones se contradicen y a la vez se complementan. Son formas «religiosas», una en el sentido del progreso autónomo –o sea, de la autorrealización del hombre en la historia–, la otra en la dirección de lo maravilloso, transpersonal y subjetivo. Son «religiosas» en tanto que producen la vinculación del hombre con su medio, sin dejarlo solo en su verdadera soledad. Los dos planos reflejan a su manera el predominio de los valores sensibles, y en ese punto coinciden; pero divergen en cuanto que el mito del progreso técnico y las corrientes pseudorreligiosas imprimen movimientos contrarios. El progreso técnico busca medios que le procuren «orden y concierto»; la segunda desarrolla a fondo la tendencia humana a la dispersión, o sea, a la diferencia que identifica. No es de extrañar que de uno y otro lado se crucen tan vivos reproches. La fe en la ciencia, tal como la reclamaba Renan a la caída de Napoleón III, se vale del culto técnico para sublimarse en la objetividad pura. Paradójicamente, esta misma necesidad de trascenderse en la aspiración a la objetividad es en gran parte responsable de la deshumanización e impersoS O B R E S E C TA R I S M O S



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nalización que la literatura se complace en describir. Nada más lógico por otra parte, ya que la premisa de que el conocimiento consiste en un salirse de uno mismo para absorberse en el objeto de estudio no es en realidad más que una idealización analógica. Escudarse en dicha analogía es explotar un mito, que corre el serio peligro de no ser comprendido y de llevar a la aberrante presunción, confirmada por la práctica, de que para obtener resultados (en ciencia como en las aplicaciones tecnológicas) necesariamente deba eliminarse la «variable humana». Muchas de las legítimas aspiraciones humanas que el saber aplicado pretende satisfacer son introducidas por la puerta falsa, ya sea pervirtiéndolas o acomodándolas a su propia dinámica. Se comprueba entonces cómo la moda, el turismo, la publicidad comercial y la propaganda política explotan al máximo las técnicas de persuasión apropiadas de la imagen, el sonido y la palabra. Son estas mismas técnicas las que fijan las necesidades en términos humanamente convincentes, pero casi nada tienen que ver ya con la bondad intrínseca de la cosa o la íntima naturaleza humana (aquella que le asemeja a Dios). En el polo opuesto está el culto a la subjetividad, o si se quiere, no a lo otro-objetivo (culto técnico), sino a lo otrosubjetivo, con su corolario de excentricidades e imposturas. Las objeciones que se aducen en contra de la tendencia subjetivista tienen peso. A veces el carácter reactivo de esta tendencia es tan evidente que ni se la toma en consideración. En general, la falta de rigor de sus proposiciones repugnan al racionalista estricto, en particular esa tendencia –«oriental», se dirá– a cubrir bajo un mismo rótulo los pares de opuestos más insospechados e irreductibles. La misma pluralidad de conventículos, círculos y sectas contrarían la voluntad uní-

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voca, pero no la realidad, del racionalismo técnico, el cual justifica su reparto en especialidades por la idea eje del progreso, así como por su aspiración a una síntesis coherente y exacta de todas sus disciplinas (una especie de juicio final de las ciencias al que nunca se le hace la hora).

Actitudes sectarias Hasta aquí me he ocupado no sólo de las sectas, en la acepción común de la palabra, sino también del carácter «sectario» que en gran medida tipifica la visión científica de las cosas. A modo de contrapunto he hablado de las tendencias paranormales y ocultistas, precisamente para subrayar su parecido con el cientificismo. Aunque sólo sea de pasada, conviene hacer mención de una serie de corrientes de pensamiento y de vida que, ya sea por lo corto de sus alcances o por la crispada exageración en que se vierten, no pueden por menos de conducir sino a la formación de expresiones sumamente fragmentarias (si es que no sectarias) de la realidad. 1. Según ciertas tendencias de pensamiento, el polimorfismo perverso sería el antídoto revolucionario del autoritarismo, representado por las ideas de Dios, Patria, Familia y Estado. Respecto de Dios, dicha negación opta por un politeísmo a la griega, amable y trágico a la vez por tanto. Respecto del Estado, se contenta con su disgregación. La necesidad de subrayar la poliformidad vendría dada por el peligro que entrañan las tendencias hacia la uniformidad, de las que el monoteísmo eclesial y el centralismo burocrático serS O B R E S E C TA R I S M O S



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virían de ejemplo. La perversión aquí aludida no es tanto la inmoralidad como la contestación del orden moral uniformador mediante sus opuestos. Al subvertir o pervertir lo que se afirma por tradición o por la fuerza de la razón de estado, se aseguraría como mínimo la creación de unos espacios de libertad imprescindibles para que los marginados del proceso no lleguen a sofocarse, y acaso también para potenciar un mundo diferente y mejor (eso se dice). 2. En una línea de pensamiento análoga, aunque de alcances normalmente más modestos, están situados quienes atribuyen a la heterodoxia funciones saneadoras en el seno de la ortodoxia establecida. Desde este punto de vista, la heterodoxia constituiría el tónico ideal contra la esclerosis perenne que amenaza a las instituciones eclesiales o religiosas, y la garantía de su permanencia en el ruedo secular. Aquí, como en el caso precedente, lo que tenemos es más bien una posición, o si se quiere, una postura de oposición continua. Con ello seguimos sin salir del círculo. 3. No faltan quienes dicen que los «malos inventos» de la familia, la sociedad, la filosofía, son recusables no tanto por su realidad en sí como por los efectos deprimentes del rigorismo, aburrimiento y falta de imaginación que les rodea (verdaderos pecados para una generación que deliberadamente antepone la estética a la ética). Este tipo de argumentaciones sienta muy bien en gente frívola y sin gran interés por explicarse. 4. Hay quienes hacen verdaderas campañas a favor de una recuperación de las dimensiones cotidianas. Esta insistencia en el presente, cuando ya se advierte que el

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futuro se nos escapa, tiene de positiva su recta intención cuando habla del concepto de «calidad de vida», de los ritmos y de los espacios adecuados al hombre. Sin embargo, corre el riesgo muy grave y común a todas sus versiones vulgarizadas que reducen todo a una actualidad variopinta, y poco o nada tienen que ver con la despreocupación espiritual por el mañana. En todos estos casos el móvil actuante es un planteamiento más o menos hedonista de la vida, un no dejar para mañana lo que puedas disfrutar hoy (mientras el poder no te lo impida). 5. Se da también una idealización de la naturaleza, hacia la cual convergen tendencias dispares ahora reforzadas por la conciencia del peligro ecológico. Segundas residencias campestres, modas dietéticas, terapéuticas y deportivas son fieles exponentes de un culto físico a la figura tras el cual se adivinan elevadas dosis de hipocondría. Con esto no pretendo restar validez al vegetarianismo, ni a tantas otras formas de expresar la necesidad vital de respetar la naturaleza y la vida en su sentido más profundo, lo que trato de poner de relieve es el carácter superficial y sin arraigo que por desgracia suele afectar a estas modas. 6. En conexión con lo anterior está esa añoranza por lo primitivo y lo ingenuo, a todo lo cual se le supone el sello de autenticidad que le falta a nuestra sociedad de consumo: nostalgias de la infancia perdida entre las perolas de cobre y el olor a tierra mojada. Y así se recupera el folclore y se investiga la historia casi con la necesidad desesperada de hallar, por fin, el hilo conductor que dé fe de una identidad que la lógica del S O B R E S E C TA R I S M O S



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progreso trastocó hace tiempo. Estas propensiones lo mismo pueden servir para dar raigambre a un nacionalismo visceral o para reivindicar la comercialización de los tebeos entre la población adulta. Alcanza mayor profindidad, sin embargo, quien rastrea el origen intemporal de la vida que quien se remonta a sus más remotas raíces temporales. El volverse niño del evangelio no consiste en la terapia psiquiátrica del renacer (por útil que ésta sea), ni en simular una pretendida espontaneidad, sino en un empequeñecerse, en el necesario achicarse que permite a la persona «centrarse sobre sí misma» al hacer la voluntad divina. 7. La filosofía del progreso hizo posible muchas ilusiones futuristas y muchas comunidades utópicas crecieron a su sombra. Esta utopía, reino soñado de la imaginación y de la perfección, unas veces romántica, otras científica, sería el Norte espiritual de las nuevas generaciones. La utopía no consiste simplemente en la prédica de un futuro mejor, sino en toda la gama de sentimientos con que se la anticipa, acaricia y envuelve. Este tipo de utopía es una proyección del presente, una tierra incógnita que, al igual que el Nuevo Mundo, se desea explorar y dominar. La cita de Berdiaev parece aquí oportuna: Nosotros nos atrevemos a pensar que lo mejor, lo más bello y amable se encuentra no en el futuro sino en la eternidad, y que así fue en el pasado, en tanto que participaba de la eternidad y suscitaba lo eterno.47 47

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N. Berdiaev, Una nueva Edad Media; Buenos Aires, Ediciones Carlos Lohlé, 1979, pág. 9.

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8. Se da también un rechazo generalizado de la noción de culpa y pecado, consecuencia del experimentalismo radical que torna lo bueno y lo malo en «experiencias válidas» por sí mismas. La noción de límite se reduce al nivel físico más elemental. Y la misma degradación sufren virtudes como el amor, la justicia, la sinceridad, etc. Los experimentalistas son tránsfugas que «asumen» sus propias contradicciones (la contradicción desde luego no es el pecado), mas con la conciencia de que con ello no se obligan a nada. Siempre están «evolucionando». Hacen suya con gusto aquella máxima dolorosamente repetida por Oscar Wilde desde su prisión: «Todo lo que se comprende está bien». Pero para comprender hace falta sufrir de veras. 9. Por la misma vía experimentalista se entra en la afición por las emociones fuertes. Éstas son como las palpitaciones para un organismo debilitado: la garantía de que todavía hay vida. La necesidad de experiencias excitantes, aventuras y amores apasionados se explica en gran parte por la sensación de plenitud que acompaña a toda actividad absorbente. Ambos movimientos, plenitud y absorción, son todavía el reflejo transformado del movimiento del alma hacia Dios, y dan razón de esa verdad según la cual, aun para negarlo, el hombre –ser espiritual– necesita de la aprobación divina. Cada emoción deja impresa en la conciencia una imagen cuya huella, antes de que se desvanezca, habrá de borrarse con otra nueva –más fuerte– aunque no muy distinta de su predecesora. Ello implica el sacrificio ritual del pasado (el propio, S O B R E S E C TA R I S M O S



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el de los padres y el de la historia) para hacer real una inocencia imposible que acaba en autodestrucción. Son ejemplos de ello el hombre alcoholizado y el nihilista.

Conclusión No es preciso continuar con la enumeración de conductas relacionadas de una u otra manera con las formas de religiosidad vigentes, por difusas que éstas se nos antojen. El sumario que acabo de perfilar describe algunas modalidades de comportamiento que, sin ser definibles como religiosas, expresan una afinidad notable con lo religioso. Dejo al lector que indague por su cuenta y riesgo la correspondencia entre estas actitudes y las sectas de ayer y hoy. He enfrentado dos universos, el de la racionalidad técnica y el de las pseudoespiritualidades, para afirmar que su amor y odio mutuos, sus semejanzas y contradicciones, se requieren en la obra de edificarse el uno a costa del otro. Parten de un mismo origen, a saber, una misma concepción sensualista de la naturaleza, y siguen caminos opuestos aunque gemelos. La técnica puede alcanzar una especie de trascendencia objetiva de la que son garantía sus adelantos materiales. En su despliegue, la técnica ocasiona, a menudo, trastornos imprevisibles, que sólo ella osa desafiar en una suerte de duelo sin fin. La voluntad humana deja de contar porque debe plegarse a las exigencias del progreso técnico; y en el nombre de éste se destruyen culturas, se esquilman naciones y se degradan familias. Nunca antes tanta destrucción había contado con el asentimiento general de sus víctimas.

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La falsa espiritualidad trabaja al revés, magnificando la presencia de un yo más cavernoso que profundo, y de cuyo afloramiento se supone que sale el hombre original –el que siempre fue–, el hombre autorrealizado, el tipo genial. En este mismo sentido, muchas de las actitudes exhibidas por los máximos exponentes de la cultura moderna son concepciones sectarias. Poseen éstas el sentido integrador o totalizador de la religión, pero no renuncian a desarrollar una conciencia particularista de la «producción intelectual» (la obra del creador, genio o artista es sólo suya). En cuanto a las sectas religiosas propiamente dichas, las consideraciones precedentes apuntan a varias notas caracterizadoras: su aislamiento, su focalización en un aspecto particular (curación, meditación, silencio, retiro, prácticas rituales) al que subordinan cualesquiera otros aspectos. En conclusión, claro está que la materia, tomada como base de conocimiento o lugar de disfrute, produce un orden precario, frágil, ilusorio y vulnerable. Su propia dinámica la aboca por el camino de la pluralidad y la atomización. No obstante, todo bahá’í sabe que en cada vuelta del rollo de la creación está inscrita la añoranza de Dios; sabe que las manifestaciones de la naturaleza son múltiples por diferentes causas y que «en su diversidad existen signos para los hombres de entendimiento»50. Del mismo modo, comprende que es «necesario que haya escándalo», que las divisiones y las luchas se precipiten, anulándose entre sí, a fin de que a la tempestad siga la calma y la paz se difunda como luz sobre las praderas.

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Bahá’u’lláh, Tablas de Bahá’u’lláh; Buenos Aires, EBILA, 1982, pág. 165. S O B R E S E C TA R I S M O S



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El Reino de Dios desde la perspectiva bahá’í

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ESDE la perspectiva bahá’í, Bahá’u’lláh es el entronizador del Reino de Dios sobre la tierra, aquel cuya venida aparece profetizada por Jesucristo51. En tanto «Manifestación Universal», Bahá’u’lláh posee una palabra universal por su alcance y pretensiones. La suya es una misión regia no por arrogarse poder temporal, sino porque su palabra aparece dotada del poder conquistador de la Causa de Dios52. Es más, 51

52

Véase Sears, W., The Wine of Astonishment; Oxford, George Ronald, 1983, págs. 82-96, donde el autor explica la posición espiritual de Bahá’u’lláh como Señor de la Viña. Sobre el poder creador de la palabra divina, véase Taherzadeh, A., The Revelation of Bahá’u’lláh; vol. 1, op. cit., págs. 30-34 ‘Abdu’lBahá acostumbraba a ilustrar dicho aspecto recalcando la audacia con que Bahá’u’lláh, un prisionero, se dirigía a las testas coronadas de la Tierra: «Sus enemigos eran reyes» (véase La promulgación de la paz universal; Buenos Aires, EBILA, 1991, págs. 495-497). P E R S P E C T I VA

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la dispensación inaugurada por Bahá’u’lláh marca el tiempo del fin, el horizonte escatológico predicho por las revelaciones anteriores, a cuya sola luz cabe interpretar las profecías que éstas contienen. Es así como el anuncio cristiano de la llegada futura del Reino se transforma en la proclamación de su establecimiento: el nuevo orden traído por Bahá’u’lláh constituye la base misma del Reino de Dios sobre la tierra. Se trata de un reinado en el que los conceptos de revelación progresiva y civilización divina se funden en un todo al que bien pueden aplicarse las palabras de Schweitzer: «Sólo mediante la idea del Reino de Dios se consigue que la religión pueda relacionarse con la civilización»53. El período presente es descrito por ‘Abdu’l-Bahá como el tiempo del establecimiento del Reino de Dios. Cuando no importa cuán turbulentas se tornen las circunstancias, más y más arrecian los favores divinos: Este es el tiempo glorioso del cual Jesucristo habló cuando nos dijo que oráramos: «Venga a nosotros Tu Reino, hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo».54

El Reino se está realizando por obra divina. Ya no es una promesa distante y venidera, sino una realidad presente que se va gestando entre los hombres. Una realidad en la que 53

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Schweitzer, A., «Religion in Modern Civilization», texto incluido como apéndice en George Seaver, Albert Schweitzer, The Man and His Mind; London, 1949, pág. 338. ‘Abdu’l-Bahá, Sabiduría, p 90. Véase también Shoghi Effendi, Dios Pasa, pág. 302.

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cumple al Orden Administrativo Bahá’í convertirse en «pauta de la civilización divina»55. El Reino es una realidad móvil, en crecimiento, necesitada de renovación periódica, en diálogo permanente con la historia, en una relación íntima sellada por una alianza renovable: El mundo del Reino –dice ‘Abdu’l-Bahá– es uno solo. La única diferencia es que la primavera regresa una y otra vez, y causa una nueva gran conmoción en todas las cosas creadas [...] Por lo cual las Dispensaciones de épocas pasadas están estrechamente vinculadas con aquellas que les suceden: en verdad son una y la misma, mas a medida que el mundo crece, crece también la luz, crece también la lluvia de gracia celestial y entonces el Sol brilla en su esplendor meridiano.56

Por supuesto, la idea de que el Reino futuro a que se refiere Jesucristo en los Evangelios guarda relación directa con las realidades terrestres no deja de tener sus contradictores. Algunos autores se inclinan a pensar que el aplazamiento de las expectativas mesiánicas permitió la posibilidad de una teología del presente57. Para los partidarios de este punto 55 56 57

Shoghi Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh; Wilmette, Illinois, 1982, pág. 152. ‘Abdu’l-Bahá, Selecciones de los Escritos de ‘Abdu’l-Bahá; Buenos Aires, EBILA, 1978, pág. 59. Véase Salas, A., El Fin del Mundo; Madrid, 1984, págs. 48-49, donde el autor excluye, al igual que otros muchos, la posibilidad de una parusía histórica. La parusía sería, según eso, ni más ni menos que la ascensión y la asunción de Cristo en el ser íntimo de los creyentes, es decir, la cristianización de la persona y de la sociedad. Curiosamente esta explicación guarda enorme parecido con las especulaciones shiitas ortodoxas sobre el retorno del duodécimo Imam. PERSPECTIVA BAHÁ ’ Í DEL

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de vista, la parusía, o segunda venida de Jesucristo, no se referiría a un hecho histórico, datable y concreto. Sin embargo, desde la perspectiva bahá’í, el cambio operado desde una espera activa del Reino, como acontecimiento histórico, a una creencia en una identificación «escatológica» con Cristo no se puede sostener de manera consecuente por una mera reducción al absurdo. Lo cierto es que los Evangelios no sólo hablan de un Reino ya presente (y por tanto realizado, por ejemplo, Lc 17:21), sino más bien de un Reino presente y otro por venir. El teólogo católico Schillebeeckx oportunamente indica que ambas facetas –la presente y la futura– se encuentran conjugadas en el concepto de Reino de Dios (basileia theou), correspondiéndose con la noción de soberanía de Dios y Reino de Dios, respectivamente. Mientras que la noción de soberanía es dinámica y representa el dominio efectivo ejercido por Dios sobre todas las cosas, la noción de Reino de Dios sugiere el estado definitivo al que se orienta la acción redentora58. El mismo autor indica que al declarar la preeminencia del Reino de Dios, es ese mismo Reino el que se convierte en referencia crítica inmediata (es decir, en juicio para con quienes no se sometan a la voluntad de Dios)59. Por su parte, otro conocido teólogo, W. Pannenberg, insiste en el hecho de que el Reino futuro de Dios se refiere a un futuro concreto. Lo cual significa, dada la unidad inseparable entre el Ser de Dios y su Reino, que Dios no «es» todavía (o en términos más bahá’ís, que su Manifestación en el plano del ser no es o no ha sido plenamente universal)60. 58 59 60

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Schillebeeckx, E., Jesús, la historia de un viviente; Madrid, 1983, págs. 124-126. Ibídem, pág. 130. Véase Pannenberg, W., Teología y Reino de Dios; Salamanca, 1971, pág. 18.

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El planteamiento bahá’í coincide en lo fundamental con estas últimas apreciaciones, difiriendo únicamente en la apreciación del tiempo escatológico, que es ahora, coincidente con esta dispensación bahá’í que ahora se abre. La dispensación bahá’í, en efecto, representa el cumplimiento de ese tiempo esperado y de las expectativas que la acompañan. Es ahora cuando la soberanía de Dios está calando en formas que van haciendo del Reino una manifestación visible. Conviene, sin embargo, no extremar la expresión. En realidad, el Reino de Dios sobre la tierra es «sólo» un reflejo del Reino de Abhá, el Reino celestial: «Sabe que el Reino es el mundo real, y que este mundo no es más que una simple sombra que se alarga»61. Convendría, pues, definir más nítidamente y con mayores datos la descripción del Reino desde el punto de vista bahá’í. Bahá’u’lláh, en tanto Manifestación de Dios, aparece como gobernador supremo del mundo62. Pero la ley con que dispensa justicia es sutil, imposible de medir con criterios meramente humanos63, e inseparable de la verdad salvífica64. Bahá’u’lláh es el «Templo que os ha sido prometido en el Libro»65. Él es el Señor de la Viña y el padre amoroso. Las leyes del Reino son puertas a la salvación; son como luz para 61 62 63

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‘Abdu’l-Bahá, Selección; pág. 179. Bahá’u’lláh, Tablas; pág. 13: «Anúnciales a los sacerdotes: ¡He aquí! Aquel Que es el Soberano ha llegado». Véase Bahá’u’lláh, El Kitáb-i-Aqdas; Terrassa, Editorial Bahá’í, 1999, párr. 5: «No penséis que os hemos revelado un mero código de leyes». Bahá’u’lláh, Tablas; pág. 105, explica que el motivo de que revele ciertas palabras es que «acaso los que se han desviado esposen la verdad y se familiaricen con las sutilezas de la Ley de Dios». Véase Taherzadeh, A., The Revelation of Bahá’u’lláh; vol. 3, pág. 133. PERSPECTIVA BAHÁ ’ Í DEL

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el mundo. Pero la ley divina, a diferencia de las leyes del mundo, no tienen otro cimiento que el amor, la unidad y la justicia66. Así Bahá’u’lláh afirma (¿acaso no observamos resonancias paulinas?): Si los hombres observasen lo que la Pluma del Más Exaltado ha revelado en el Libro Carmesí, bien podrían prescindir de las normas que prevalecen en el mundo.67

Para que el Reino se haga realidad la humanidad ha de convertirse en un espejo de los atributos divinos, el primero de los cuales no es otro que el de la unidad. Sin éste ni el amor ni la justicia podrían complementarse. El juicio final ya ha sido pronunciado en este Día de la Resurrección; pero «no es éste el Día de la Justicia sino de la Gracia»68. Como dice ‘Abdu’l-Bahá, en la dispensación bahá’í «la Causa de Dios es espíritu puro»69. Pero ni ese espíritu ni esa gracia resultarían inteligibles prescindiendo de la Ley de Dios a la que ‘Abdu’l-Bahá identifica como la novia, la Jerusalén Celestial, el alimento del banquete divino70. La correlación 66

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La virtud de la justicia requiere discernimiento espiritual y por tanto –tal como sugiere Bahá’u’lláh– es «la más amada de todas las cosas ante mi vista» (Palabras ocultas; Terrassa, Ed. Bahá’í, 19942; en árabe, nº 2). Bahá’u’lláh, Tablas; pág. 104. ‘Abdu’l-Bahá, Selección; pág. 181: «Con respecto a la falta de capacidad y a la falta de mérito en el Día de la Resurrección, esto no es causa de que uno sea excluido de los dones y la munificencia, pues éste no es el Día de la Justicia sino el Día de la Gracia». Ibídem, pág. 259. Ibíd., pág. 13: «Él ha echado los cimientos de la excelsa Ciudadela, Él ha inaugurado el Ciclo de Gloria, Él ha originado una nueva creación en este día que es, claramente, el Día del Juicio».

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ley-novia-Jerusalén Celestial tiene su paralelo en esa otra afirmación de ‘Abdu’l-Bahá: «La Soberanía eterna desciende del cielo, el cuerpo es de la tierra»71. La humanidad –esto es, la tierra– es el repositorio de la ley y portadora de sus frutos. El Reino de Dios, por consiguiente, no es el resultado de una intervención repentina y justiciera donde el hombre asume un papel meramente pasivo. Por más que semejante representación de despliegue autoritario tenga un fundamento en las imágenes simbólicas del Apocalipsis, no hay que olvidar que la imagen no es la totalidad del símbolo sino tan sólo una parte de él. Para ser precisos, el establecimiento del Reino se produce como resultado de la imbricación de dos procesos, uno caracterizado por la unificación política (lo que en términos bahá’ís recibe la designación de «Paz Menor») y el otro caracterizado por el resurgimiento espiritual (que culminará en lo que se conoce como «Paz Mayor»). El papel de la Comunidad Bahá’í consiste en instilar el espíritu de la nueva vida en el cuerpo de la humanidad. Para conseguirlo, la propia Comunidad Bahá’í debe comprometerse en un proceso de regeneración interna y de actuación simultánea en favor de la sociedad en general. De hecho, el papel de los bahá’ís es descrito por Shoghi Effendi como el Plan Menor de Dios. El Plan Mayor corresponde a Dios y sigue caminos desconocidos. Esa «modestia» del papel humano no supone demérito alguno. Son abundantes las expresiones con que Bahá’u’lláh alaba cada una de las buenas obras de sus creyentes como actos dotados de una potencialidad imperceptible e inimaginable. En justa correspondencia con la ley –en tanto que Nueva Jerusalén– y la tierra (la humanidad) –en tanto que sede del trono del Reino–, el corazón del creyente debe con71

‘Abdu’l-Bahá, cit. por Balyuzi, H.M., ‘Abdu’l-Bahá; Terrassa, Editorial Bahá’í, 1985, pág. 499. PERSPECTIVA BAHÁ ’ Í DEL

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vertirse en el espejo de las perfecciones celestiales e iluminar el mundo con la luz de la visión interior, atestiguando la verdad de que «el Reino es de Dios». En la dispensación bahá’í todos los hombres son hijos de Dios72. Las enseñanzas que antes eran patrimonio de pocos son ahora patrimonio de todos, pues en «esta edad de esplendores, las enseñanzas que antes estaban limitadas a unos pocos se hallan ahora a la disposición de todos»73. Tal como asegura ‘Abdu’l-Bahá: En estos mismos días el Paraíso de Abhá debe montar sus tiendas en las planicies del mundo. Las luces de la realidad deben ser reveladas ahora, y los secretos de las dádivas de Dios deben darse a conocer ahora, y ahora la antigua gracia debe brillar, y este mundo debe convertirse en el placentero recreo celestial, el jardín de Dios. Y por los corazones puros, y a través de las munificencias celestiales, todas las perfecciones, las cualidades y atributos de lo divino, deben hacerse manifiestos ahora.74

De esta somera presentación se desprenden dos hechos: primero, que el Reino de Dios sobre la tierra y el Reino celestial, aunque son conceptos semejantes, no son idénticos. Y, segundo, que el Reino de Dios no es una fijación o acontecimiento histórico único, sino una realidad en crecimiento, cuyo establecimiento no es una mera posibilidad histórica, sino más bien un hecho ya presente, como lo atestigua el cumplimiento de las promesas escatológicas. 72 73 74

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Véase ‘Abdu’l-Bahá, La promulgación de la paz universal; pág. 522. ‘Abdu’l-Bahá, Selección; pág. 60. Ibídem, pág. 234.

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El concepto de revelación progresiva impide que los bahá’ís conciban el Reino de Dios sobre la tierra como un inalcanzable futurible, o bien –alternativamente– como el último estadio en la vida de la humanidad (por muy paradisíaca que ésta pueda llegar a ser). En este sentido, la afirmación de que «el Reino es de Dios» se convierte en un acto de fe innegable, pues como asegura ‘Abdu’l-Bahá: «Aun cuando el Reino del cielo está oculto a la vista de esta gente inconsciente, no obstante, para aquel que ve con el ojo interior, está claro como el día»75.

Algunos símbolos escatológicos bahá’ís ¿Qué relación existe entre el Reino de Dios y la parusía? ¿Es la Iglesia una Comunidad escatológica? Y si lo es, ¿qué eclesiología es posible si se abandona la noción misma de espera escatológica? Son pocos los autores que prestan atención a las consecuencias que la ausencia o presencia de convicciones escatológicas podría acarrear76. Por decirlo más llanamente: Si se cree que la venida de Cristo está cerca, se tiende a enfatizar la doctrina. Si se cree que está distante, la doctrina es descuidada o cae en un completo olvido.77 75 76 77

Ibídem, pág. 194. Una interesante excepción es la constituida por Weber, P., Living in the Shadow of the Second Coming, American Premillennialism, 18751925; Oxford, 1983. Sandeen, E.R., «Millennialism», págs. 104-118, edición a cargo de Gaujtad Butler, E. S., The Rise of Adventism, Religion and Society in Midnineteenth century America; New York, 1974, pág. 105.

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Resulta significativo que la atrofia de las esperanzas escatológicas se haya visto acompañada de la consiguiente hipertrofia de las expresiones de una espiritualidad individualista. También son significativas las sucesivas distorsiones que parecen haber rodeado todo lo relacionado con nociones conexas. Como indica el bien conocido historiador H. I. Marrou, citando a san Agustín, el final escatológico no entraña un fin del mundo, o de su sustancia, sino de su forma: «Figura ergo praeterit non natura» (De civitate Dei, XX, 24)78. Debido a una falsa representación de la oposición entre la ciudad terrena (civitas terrena) y la ciudad de Dios (civitas Dei) se ha solido interpretar que por «ciudad terrena» san Agustín entendía todo orden temporal y no aquel que contradice la ley del amor divino79. De ahí el desplazamiento final de las esperanzas escatológicas bien hacia un futuro remoto (tan remoto que se vuelve insustancial), o bien hacia a un más allá situado en los dominios de ultratumba. Ambos hechos, la atrofia de la espera escatológica, por un lado, y la ausencia de una integración de la espera escatológica en formas sociales consecuentes, por otro, han sido responsables de la confusión que hoy se evidencia en el orden de los compromisos políticos. Desde una perspectiva bahá’í, la escatología posee una importancia única. El principio polar de la revelación progresiva se sostiene y confirma en un importante aparato de profecías a las que la revelación de Bahá’u’lláh da cumplimiento. Sin esa referencia a sus antecedentes proféticos la misión de Bahá’u’lláh no se entendería y la referencia al principio de unidad esencial de las religiones diferiría muy 78 79

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Marrou, H.I., Teología de la historia; Madrid, Rialp, 1978. Ibíd., págs. 82-87.

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poco de la posición sostenida por Schuon, Guénon y otros perennialistas. Convendrá, pues, dar un repaso sucinto a algunos de los símbolos de mayor importancia en la interpretación bahá’í de la escatología.

La Nueva Jerusalén Los comentarios de ‘Abdu’l-Bahá sobre el significado de la Nueva Jerusalén están fundados en la misma distinción que informa el concepto de revelación progresiva. De hecho, la imagen de la Nueva Jerusalén, junto con otros símbolos relacionados, se convierte en uno de los conceptos clave ilustrativos del modo en que la revelación divina se desarrolla80. Cualquier lector familiarizado con la interpretación alegóri80

En una carta de respuesta referente a la interpretación del capítulo XXI del Apocalipsis, ‘Abdu’l-Bahá proporciona una pista importante respecto de lo que cabe esperar de los fieles en la dispensación bahá’í e, indirectamente, expone por qué él mismo no se ve en la necesidad de cubrir todos los aspectos dignos de consideración en una exégesis cabal: «Las siervas de Dios deben elevarse a tal posición que por sí solas y sin ayuda comprendan estos íntimos significados, y sean capaces de exponer en toda su extensión cada una de las palabras; una posición en la que de la verdad de sus íntimos corazones brote un venero de sabiduría y surta como una fuente que fluye impetuosa desde su propio manantial de origen» (Selección, pág. 167). La profundidad de los símbolos escatológicos no depende de su verificación histórica. Es menos importante saber con precisión a qué figura histórica adscribir el número de la bestia que saber discernir sus atributos. Es esta clase de conocimiento el que imbuye al creyente con el grado de vigilancia que le permitirá entrar en el Reino. PERSPECTIVA BAHÁ ’ Í DEL

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ca de las dos alianzas (Gál. 4:21-22) encontrará cierto paralelismo con la interpretación de ‘Abdu’l-Bahá. Tanto Pablo como ‘Abdu’l-Bahá coinciden en correlacionar la figura de una mujer con la alianza y la ciudad de Jerusalén. La analogía podría ir incluso más lejos, pero a los efectos de este estudio baste con indicar la coincidencia. El sello distintivo en la interpretación de ‘Abdu’l-Bahá radica en la asimilación de la Nueva Jerusalén y de la mujer vestida de sol con la ley de Dios: La mayoría de las veces el significado de la Ciudad Santa, la Jerusalén de Dios, mencionada en el Libro Sagrado, es la Ley de Dios. En ciertas ocasiones se la compara con una novia, en otras con Jerusalén y en otras con el cielo y la tierra nuevos.81

‘Abdu’l-Bahá discierne dos aspectos de la Ley en correspondencia con el Santo de los santos y el patio exterior del templo (patio exterior y ciudad sagrada aparecen aquí identificados): Lo que se quiere significar con la expresión Santo de los santos es aquella Ley espiritual que jamás será modificada, alterada ni abrogada; y la Ciudad Santa significa la Ley material, que sí es abrogable. Precisamente es la ley material, descrita como la Ciudad Sagrada, la que habrá de ser hollada durante mil doscientos sesenta años.82 81 82

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‘Abdu’l-Bahá, Contestación a unas preguntas; pág. 92. Ibídem, págs. 72-73. El significado de los 1.260 días se refiere al período en que la Ciudad Sagrada, esto es, la Ley Divina, no será implantada en su totalidad.

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Según esto, el descenso de la Nueva Jerusalén y la renovación de la tierra y del cielo representan la aparición de una revelación nueva mediante la cual la verdad de las dispensaciones anteriores aparece totalmente reivindicada. La explicación recibe el respaldo de la siguiente interpretación referida a la apertura del templo en el cielo y la visión del arca de la alianza: «Y el templo de Dios fue abierto en el cielo». Merced a la difusión de las enseñanzas divinas, a la aparición de los misterios celestiales y al amanecer del Sol de la Realidad, las puertas del triunfo y de la prosperidad se abrirán por doquier, y las señales de la bondad y las bendiciones celestiales se harán palpables. «Y el arca de su alianza se veía en el templo», esto es, el libro de su testamento aparecerá en su Jerusalén, la Epístola del Convenio será establecida, el significado del testamento y del Convenio se hará evidente. El nombre de Dios se propagará por Oriente y Occidente, la proclamación de la Causa de Dios colmará al mundo; los violadores del Convenio serán deshonrados y dispersados; los fieles serán favorecidos y glorificados, pues se adhieren al Libro del testamento y son firmes y constantes en el Convenio.83

‘Abdu’l-Bahá identifica al hijo de la mujer vestida de sol como el Báb, «quien nació en verdad de la Ley de Mahoma»84. La manifestación del «hijo de la ley» coincide con la 83 84

‘Abdu’l-Bahá, Contestación a unas preguntas; págs. 85-86. Ibíd., pág. 94. Contrástese con otras interpretaciones alternativas, por ejemplo Ellul, J., Apocalypse, The Book of Revelation; 1977, págs. 82-99. PERSPECTIVA BAHÁ ’ Í DEL

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resurrección de los dos testigos, personificados por Mahoma y Alí, quienes, luego de resucitar, representan al Báb y a Quddús85. De conformidad con el principio de revelación progresiva, los tres ayes se interpretan como las tres revelaciones consecutivas a la revelación cristiana, esto es, las revelaciones de Mahoma, el Báb y Bahá’u’lláh, respectivamente86. Análogamente, la vara de oro mencionada en el capítulo 21 se considera, dado el metal de que está hecha, representativa de la distinción del ciclo de Bahá’u’lláh87.

Una cronología espiritual: los mil doscientos sesenta días del Apocalipsis La interpretación de este número se realiza teniendo en cuenta el principio de equivalencia día y año, cuya justificación se encuentra en Ezequiel 4:6 y 14:5. Los mil doscientos sesenta días de que se hace mención en Ap. 12:6 marcan el 85 86 87

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Véase ‘Abdu’l-Bahá, Contestación; págs. 73-80. Ibídem, pág. 80. Véase ‘Abdu’l-Bahá, Selección; pág. 168: «El significado es que ciertos personajes guiaron al pueblo con un cayado que brotó de la tierra, y los pastorearon con una vara, semejante a la de Moisés. Otros enseñaron y pastorearon al pueblo con una vara de hierro, como en la dispensación de Muhammad. Y en este presente ciclo, debido a que es la más poderosa de estas dispensaciones, aquella vara brotada del reino vegetal y esa otra vara de hierro se transformarán en una vara de oro purísimo, extraída de los inagotables tesoros del Reino del Señor. Con esta vara será instruido el pueblo».

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tiempo durante el cual la mujer vestida de sol es mantenida y guardada en el desierto. La cifra se corresponde exactamente con los 42 meses referidos en el capítulo anterior (Ap. 11:2). Los 42 meses son mencionados en conexión con el patio exterior del templo, que –como se recordará– representa el aspecto exterior o ley material de la religión. Si la correlación o «identidad» entre los 1.260 días, los 42 meses y los tres días y medio es correcta, como así parece indicar su inclusión en el mismo capítulo 11, resulta evidente, entonces, que proporciona no ya una «fecha», sino toda una secuencia lógica de imágenes referidas al mismo acontecimiento escatológico. Recuérdese que en Dn. 7:25 y 12:7 el mismo número aparece referido como un tiempo, tiempos y medio tiempo (es decir, tres años y medio) en directa alusión al tiempo del juicio final. Este solo hecho hace sumamente difícil entender cómo muchos autores puedan interpretar los capítulos 11 y 12 del Apocalipsis a la luz de la primera venida de Jesucristo. En todo caso, vale la pena recordar que en Dn. 8:13 se hace mención de los 2.300 días, y aquí –como explícitamente indica el versículo 17 del mismo libro– la visión se refiere al tiempo del fin. Por otro lado, dado que los 1.290 días y los 1.335 días (Dn. 12:11-12) aparecen después de mencionar la expresión «tiempo, tiempos y medio tiempo» (1.260 días), es de todo punto lógico interpretar esta secuencia como una progresión en el desarrollo del drama escatológico. Por último, en Dn. 9:25 se indica claramente que el tiempo a partir del cual debe contabilizarse el período de sesenta semanas es la fecha en que se emitió el decreto de restauración del templo de Jerusalén. ‘Abdu’l-Bahá explica que el decreto en cuestión debe tomarse como punto de partida de los 2.300 días mencionados en Dn 8:13. De los cuaPERSPECTIVA BAHÁ ’ Í DEL

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tro dictados para ese propósito es el edicto de Artajerjes de 457 a.C. el que proporciona una explicación completa. En efecto; si se cuentan los 490 años a que equivalen las sesenta semanas mencionadas, a partir del año 457 a.C., se obtiene 33 d.C., la edad comúnmente atribuida a Jesucristo en el momento de su crucifixión. Del mismo modo, si se cuentan 2.300 años a partir del 457, se obtiene el año 1.843 d.C. La razón de por qué se escoge el mismo punto de partida para el inicio de los 2.300 días y las sesenta semanas estriba en la referencia que Jesucristo hace en Mt. 24:15 al libro de Daniel, al ser preguntado por sus discípulos acerca del tiempo de su venida. Según eso, sólo aquellos capítulos de Daniel que se refieren al tiempo del fin son aplicables, con la sola excepción de la profecía relativa a las sesenta semanas (relacionada con la muerte de Jesús). En cuanto a la interpretación de los 1.260 días, hay que anotar que aunque la misma cifra aparece disimulada en varias alternativas, el conjunto de ellas se refiere, no ya al mismo fenómeno, sino a diferentes aspectos de éste. Debido a la diversidad de acontecimientos asociados con dataciones, resulta tentador imaginar que constituyen fechas distintas, meras revisiones, o –lo que es peor– que éstas constituyen una forma ingeniosa de no decir nada88. ‘Abdu’l-Bahá, sin 88

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Un buen ejemplo de esta última actitud hacia las referencias cronológicas del Apocalipsis se encontrará en A. Salas (op. cit., pág. 45), quien entiende que la imaginería compleja así utilizada significa que muchos acontecimientos habrán de ocurrir «antes», de modo que se fije la atención en el presente más que en un futuro inescrutable. El mismo autor continúa señalando que los cataclismos cósmicos del Apocalipsis no son más que un «eco» arraigado «en un simbolismo veterotestamentario carente de todo significado histórico». Mueve a maravilla que un redactor de la antigüedad

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embargo, indica que los 1.260 días se refieren al período que va desde la hégira hasta la proclamación del Báb (12601844), y los 1.290 al período que da comienzo con la proclamación de Mahoma y que termina con la proclamación de Bahá’u’lláh. Por supuesto, el hecho de que ‘Abdu’l-Bahá escoja como comienzo de los dos períodos dos puntos de partida diferentes puede parecer un tanto arbitrario. Pero es esta flexibilidad una de las características inherentes al lenguaje simbólico, sin la cual dejaría de ser lo que es. Es más, lo dicho viene a confirmar que el valor del símbolo no está en sí mismo (en su lenguaje y belleza formal) sino en la «verificación» de su significado89. Dicha verificación sólo puede confirmarla

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hubiera de recurrir a semejante imaginería simbólica para significar simplemente que «muchas cosas habrían de ocurrir antes». El autor elude el problema de por qué habrían de confluir diferentes imágenes en una sola y, por lo demás, de trivial significado. En este sentido los comentarios de Ellul al comienzo de su obra (op. cit., págs. 9-20) son bastante oportunos. Tomemos, por ejemplo, el interesante caso proporcionado por la interpretación que ‘Abdu’l-Bahá hace de una conocida profecía zoroastriana. De seguir las pautas normales de razonamiento lógico, los diez, veinte y treinta días en que según aquélla el sol habría de detenerse, no podrían conformarse a los 1.000 años de la dispensación islámica, los veinte de la dispensación babí y los quinientos mil del ciclo bahá’í. En esta interpretación la secuencia progresiva (propia del principio de revelación progresiva) se mantiene; pero los valores cronológicos imputables a cada uno de los elementos de esa secuencia difieren. Véase Shoghi Effendi, La Dispensación de Bahá’u’lláh; Buenos Aires, EBILA, 19732, págs. 14-15. En este punto la cuestión metodológica relativa a la interpretación de los símbolos bíblicos y religiosos en general resulta capital. Si el criterio que se adopta de antemano consiste en desvirtuar o pres-

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quien tenga el poder de las llaves, quien disponga de la posibilidad de abrir el libro y entender90.

Conclusión Justamente al apuntar la riqueza doctrinal de ciertas interpretaciones bahá’ís en torno a los símbolos escatológicos he querido subrayar la importancia que éstos tienen como soporte del principio de revelación progresiva y del concepto bahá’í del Reino de Dios. La identificación de la mujer vesticindir del sentido simbólico de los pasajes apocalípticos, se da por sentado que la confusión provocada por la opacidad de los pasajes bíblicos (del Apocalipsis en nuestro caso) es enteramente atribuible a la supuesta ilogicidad y hasta confusión del redactor. Ejemplo típico de esta confusión atribuida son las discrepancias entre las distintas «fechas» (!) aportadas por el Apocalipsis, convenientemente interpretadas como «revisiones». Es el caso de J. Collins, (The Apocalyptic Vision of the Book of Daniel; Michigan, 1977, pág. 154), quien anota reveladoramente: «En todo caso, lo que hace falta resaltar es que las visiones no habían de verse desmentidas por el incumplimiento de la predicción. Es más, ni siquiera se creyó necesario que hubiera que borrar las cifras incorrectas» (las cursivas son nuestras). De tomar como cierta la hipótesis de la revisión de fechas compartiríamos la sorpresa inicial de Collins ante la falta de cuidado del o los redactores. Pero la hipótesis se tiene en pie sólo suponiendo, en primer lugar, que en realidad sean distintas fechas y que todas ellas se refieran a un mismo acontecimiento, y, en segundo lugar, que todos los acontecimientos referidos en Daniel tengan su referente inmediato en circunstancias contemporáneas. Lo cual es mucho suponer. Sobre la base de las supuestas revisiones de fechas, que el redactor no se molestaría en corregir, Collins se permite añadir todavía un comentario: «Esta preocupación por la cronología es indudablemente importante en Daniel pero no

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da de sol como la ley renovada de Dios, y, parejamente, la elucidación de la cronología apocalíptica, conllevan importantes repercusiones para la definición de la posición histórica que ocupa la Fe bahá’í. Creo que estas sucintas explicaciones demuestran que la Fe bahá’í está en condiciones de desarrollar una teología y exégesis de los textos sagrados (bahá’ís y no bahá’ís) mucho más avanzada y rica de lo que algunos se imaginan. Las interpretaciones de ‘Abdu’l-Bahá son susceptibles de ampliaciones y aplicaciones por analogía e inferencia que, sin duda, han de dar mucho que pensar y meditar a las futuras generaciones de estudiosos de la religión.

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puede ser tomada como el interés primordial del libro». La conclusión parece correcta; no así las premisas fraudulentas en que se basa. Es un principio bien establecido de la crítica literaria que todas las partes de una obra literaria cumplen una función y poseen un significado determinado (a menos que se hayan producido interpolaciones o lagunas). Por tanto, si Collins concluye que uno de los aspectos más chocantes de las predicciones radica en las discrepancias que las separa unas de otras, estaríamos ante un caso singularmente interesante. Las supuestas discrepancias indicarían con mayor probabilidad la presencia de un elemento importante. Ya hemos visto, no obstante, que las cifras revisadas apuntan a una identidad fundamental de valores (los 42 meses = tiempo, tiempos y tiempo y medio = 1.260 días) y a la presencia de una secuencia de eventos escatológicos. No es el único caso en que referencias cronológicas resultan deliberadamente oscurecidas. Baste referirnos a las tradiciones según las cuales Mahoma habría predicho el retorno del Mahdi al cabo de 7 años ó 9 años (de los que Ibn Khaldum nos proporciona un resumen en su obra clásica). Como ya se ha apuntado más arriba, dicha verificación no se refiere tanto a la adscripción de un determinado símbolo a un acontecimiento, fenómeno o personaje concretos, como a la correcta inteligencia del símbolo en su riqueza (y también pluralidad) de significados. PERSPECTIVA BAHÁ ’ Í DEL

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En todo caso, el lector advertirá que existen claras posibilidades de interpretación rigurosa que poco tienen que ver con la pasión con que algunos se empeñan en leer los libros sagrados. Las referencias al Reino de Dios y a la cronología espiritual mencionada en el Apocalipsis no admiten ser leídas como si se tratasen de horóscopos de la historia, o emocionantes crónicas de sucesos. Como dice el Corán: Los que disputan sobre la Hora, ¿no están profundamente extraviados?91

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Corán, 42:18 (El Corán, versión de Julio Cortés; Barcelona, Herder, 1992).

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EL CONCEPTO DE REVELACIÓN PROGRESIVA : EN TORNO A UNA DEFINICIÓN DE SHOGHI EFFENDI El problema

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N líneas generales, judíos, cristianos y musulmanes coinciden en señalar que el proceso de revelación está cerrado. Los bahá’ís, por su parte, sostienen que existe una continuidad progresiva de la religión o, si se quiere, una renovación periódica de ésta mediante sucesivas revelaciones: ni la mano de Dios está encadenada, ni su voz apagada. Por supuesto, judíos, cristianos y musulmanes entienden que el conocimiento humano de la sagrada escritura es susceptible de verse ampliado de manera ilimitada, ya sea bajo el magisterio de una autoridad, del consenso teológico o de la aprobación unánime de la tradición y de la comunidad de fieles92. Sin embargo, el concepto bahá’í de revelación 92

Conviene en este punto no generalizar demasiado y restar importancia a cuestiones como decidir a quién o qué instancia corresponda la autoridad interpretativa (la Iglesia, la Umma, el libro sagrado) y cuáles sean los alcances de ésta. E L

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progresiva, si bien no descarta la idea de una expansión desde dentro, la relativiza en la medida en que coloca el conocimiento humano como «en suspenso». De hecho, la formulación de una polémica en torno a estos puntos informó la refutación de las pretensiones proféticas del Báb93. Por otro lado, al hablar de revelación progresiva las nociones de «novedad» y «progresividad» obligan a establecer valoraciones comparativas. La Fe bahá’í no se limita a afirmar un origen común para todas las religiones, sino que otorga una validez relativa a los mensajes respectivos situándolos dentro de un proceso revelador acorde con circunstancias de tiempo y lugar. Son estas circunstancias, y en última instancia la calidad de la respuesta humana, las que imponen la necesidad de una revelación nueva, necesidad que justifica y explica la posición que la propia Fe bahá’í aspira a ocupar. Tampoco hay que olvidar que el concepto de revelación progresiva plantea problemas de verificación. Formulado como hipótesis de trabajo, el principio siempre podrá ser 93

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Para un estudio ilustrativo de este aspecto véase D. MacEoin, «Early Shaykhy Reactions to the Báb and His claims», edición a cargo de Moojan Momen, Studies in Bábí & bahá’í History; vol. 1, págs. 1-47. La postura del Báb no puede entenderse debidamente sin un conocimiento previo de la doctrina relativa al ejercicio vicario de la autoridad espiritual del Imam. Sobre este particular véase M. Momen, An Introduction to Shí’i Islam; Oxford, 1985, págs. 184207. Un tratamiento más amplio de la cuestión en el marco islámico medieval se encuentra en I.J. Rosenthal, El pensamiento político en el Islam medieval, esbozo introductorio; Madrid, 1967; y en A. K.S. Lambton, State and Government in Medieval Islam, An Introduction to the Study of Islamic Political Theory: the Jurists; Oxford, 1981.

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visto ya como una invasión del dominio científico (ya que estaría basada en un supuesto apriorismo fideísta), ya como un intolerable reduccionismo de la riqueza, variedad y no menos supuesta incompatibilidad esencial de las religiones. En otras palabras, el concepto de revelación progresiva y la hipótesis de un origen común de las religiones serían tan resistentes a toda comprobación como el concepto mismo de religión lo sería a toda definición94.

El concepto bahá’í de revelación progresiva El concepto de revelación progresiva entraña la existencia de un tiempo y un espacio no homogéneos. En otras palabras, la verdad no se decanta ni se revela de manera uniforme, sino rítmicamente, de tiempo en tiempo, con alternancias, diferencias de densidad y énfasis acordes con las exigencias variables de tiempo, lugar y mentalidad. Los escritos bahá’ís hacen referencia al período especial de revelación –es decir, cuando el mensajero se «revela»– como el «Día» de Dios. Por extensión, el Día de Dios comprende todo el tiempo en que la ley religiosa emanada de esa dispensación permanece en vigor sin ser abrogada por otro Mensajero Divino. Puesto que la aparición del portador de un nuevo mensaje divino se produce en un tiempo y lugar precisos, su palabra aparece marcada por la tensión entre lo nuevo y lo 94

Sabida es la dificultad que los comparativistas e historiadores de la religión encuentran para utilizar incluso este mismo concepto. EL CONCEPTO DE REVELACIÓN PROGRESIVA



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viejo, tensión que a menudo queda subrayada por la general incomprensión de los no creyentes y aun de los mismos seguidores. No en vano la aparición profética tiene lugar en un tiempo de crisis y confusión generales, al punto de que el surgimiento de la fe de Dios se caracteriza por la persecución y el martirio (una condición necesaria y propia del método divino, sin la cual no podría demostrarse la excelencia de la palabra de Dios)95. Así afirma Bahá’u’lláh: ¿Qué «opresión» es más dolorosa que el hecho de que un alma busque la verdad y desee alcanzar el conocimiento de Dios, y no sepa adónde dirigirse ni de quién obtenerlo? Pues las opiniones se han diversificado gravemente, y los caminos para alcanzar a Dios se han multiplicado.96

Los escritos de Bahá’u’lláh ofrecen numerosas referencias al sentido de la religión y a su alternante discurrir en el tiempo. En El Kitáb-i-Íqán Bahá’u’lláh destaca especialmente la «verdad unificadora subyacente a todas las revelaciones del pasado»97. La obra contiene importantes aclaraciones respecto del significado de términos como «día», «sol», «resurrección» y otros que, según el giro interpretativo bahá’í, confirman precisamente la identidad de misión que enlaza los respectivos mensajes de los profetas de Dios.

95 96 97

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Véase Shoghi Effendi, El advenimiento de la justicia divina; Buenos Aires, EBILA, 1974, pág. 15. Bahá’u’lláh, El Kitáb-i-Íqán; págs. 25-26. Shoghi Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh; pág. 61.

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Dejo para mejor ocasión una descripción que haga mínimamente justicia a la riqueza de matices presente en dichos escritos, y paso a glosar brevemente dos aspectos de lo que considero que constituye la definición más completa y sintética del concepto de revelación progresiva que haya salido de la pluma de Shoghi Effendi, a saber: El principio fundamental enunciado por Bahá’u’lláh –lo creen firmemente los seguidores de su fe– es que la verdad religiosa no es absoluta, sino relativa; que todas las grandes religiones del mundo son de origen divino; que sus principios básicos están en completa armonía; que sus fines y propósitos son uno y el mismo; que sus enseñanzas no son sino facetas de una verdad; que sus funciones son complementarias; que sólo difieren en los aspectos no esenciales de sus doctrinas; y que sus misiones representan estadios sucesivos en la evolución espiritual de la sociedad humana.98

Esta definición ocupa una posición axiomática en la doctrina bahá’í. De ello dan fe tanto el número de veces que la cita en cuestión es mencionada en introducciones generales a la Fe bahá’í como el número de variantes formuladas previamente por el mismo Shoghi Effendi99.

98

99

Shoghi Effendi, Call to the Nations, Haifa, 1977, pág. xi. La cita pertenece a un informe elaborado por Shoghi Effendi para una Comisión de las Naciones Unidas enviada a Palestina en 1948. Véase Shoghi Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh, págs. 58-60, y págs. 102-103. Los dos textos pertenecen a textos fechados en 1932 y 1934, respectivamente. EL CONCEPTO DE REVELACIÓN PROGRESIVA



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• La verdad no es absoluta sino relativa La verdad revelada por Dios a través de sus mensajeros no agota la realidad. Desde una perspectiva bahá’í la idea de que la verdad religiosa no es absoluta sino relativa no implica la inexistencia de un Absoluto, sino más bien la perfectibilidad e inagotabilidad del conocimiento, el cual es, para adoptar la expresión de Schuon, «relativamente absoluto». Como advierte el propio Bahá’u’lláh: Respecto de tu pregunta sobre si el mundo físico está sujeto a limitaciones, sabe que la comprensión de este tema depende del observador mismo. En un sentido está limitado; en otro sentido está exaltado más allá de toda limitación.100

No obstante esta afirmación general, conviene distinguir grados de relatividad. Los escritos bahá’ís, a pesar de tener el conocimiento científico en gran estima, coinciden en apuntar que el espíritu del hombre no se revitaliza mediante recursos materiales, ni mediante la «mera investigación de los fenómenos del mundo y de la naturaleza»101. Es decir, el conocimiento, además de ser relativo en sentido general, también lo es asimismo con respecto al dominio al que se aplique. Los conocimientos espiritual y material, aun siendo conocimientos y necesarios, no cumplen la misma función ni ocupan la misma posición. 100 Bahá’u’lláh, Pasajes; EBILA, Buenos Aires, LXXXII. 101 ‘Abdu’l-Bahá, Fundamentos de unidad mundial; Terrassa, Editorial Bahá’í, 19813, págs. 99-100.

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Los dos aspectos, relativo y absoluto, aparecen representados en las siguientes descripciones que da ‘Abdu’l-Bahá: La religión es la expresión exterior de la realidad divina, por lo que debe ser viviente, vitalizada, en movimiento y progresiva.102 Ha sido demostrado concluyentemente, entonces, que el fundamento de la religión de Dios es permanente e inmutable. Es este fundamento fijo el que asegura el progreso y la estabilidad del cuerpo político y la iluminación de la humanidad. Ello siempre ha sido la causa del amor y la justicia entre los hombres, trabaja por la verdadera camaradería y unificación de la humanidad, porque jamás cambia y no está sujeta a reemplazo.103

• La verdad divina constituye un proceso continuo y progresivo La idea de que la revelación divina es continua y progresiva no es sino una reformulación de las afirmaciones de Bahá’u’lláh sobre la perfectibilidad del hombre y de la sociedad, posibles merced a la manifestación periódica de la gracia divina104. Desde la perspectiva bahá’í, la historia es un proceso de civilización, y por tal se entiende aquella civilización que mejor refleja los atributos del Reino celestial. Tal y como

102 Ibídem, pág. 141. 103 ‘Abdu’l-Bahá, La promulgación; pág. 466. 104 Véase Bahá’u’lláh, Pasajes, XXXI. EL CONCEPTO DE REVELACIÓN PROGRESIVA



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sentencia ‘Abdu’l-Bahá, «el progreso es la expresión del espíritu en el mundo de la materia»105. Más aún, «todos los hombres han sido creados para llevar adelante una civilización de progreso continuo»106. La tarea civilizadora incluye y trasciende el mero progreso material e implica, propiamente hablando, una labor mediadora entre cielo y tierra: El hombre es la vida del mundo, y la vida del hombre es el espíritu. La felicidad del mundo depende del hombre, y la felicidad del hombre depende del espíritu.107

La idea se expresa con toda claridad en este otro pasaje digno de mención: Es necesario que los signos de la perfección del espíritu se manifiesten en este mundo, a fin de que el mundo de la creación produzca resultados sin límite.108

No sería, pues, exagerado interpretar el proceso civilizador como un acercamiento del hombre hacia Dios, su creador, o, si se quiere, como una traslación de las realidades divinas al plano humano. Suponiendo que la palabra de Dios es una realidad abierta que se presta a varios niveles de interpretación y

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‘Abdu’l-Bahá, La sabiduría; págs. 92-93. Bahá’u’lláh, Pasajes, CIX. ‘Abdu’l-Bahá, La promulgación; pág. 278. ‘Abdu’l-Bahá, Contestación a unas preguntas; pág. 247.

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posee un ciclo vital propio (como el de la semilla con el que se la suele comparar) delimitado por un tiempo y contexto cultural propios, resulta mucho más fácil admitir el carácter contingente de la palabra y, por consiguiente, el hecho de que ésta se vea «abrogada» y reemplazada por su propia simiente. La verdad de la palabra es eterna, pero la palabra misma está sujeta a cambios, deslizamientos semánticos e incluso anulación. La realidad se reviste de infinitas posibilidades, y las posibilidades se definen por sus respectivos límites. La Palabra divina subraya claramente determinados temas, privilegia determinadas posibilidades de entendimiento, sugiere otras más sutilmente y no niega otras. En cuanto tales posibilidades son contingentes, se agotan o requieren ampliación. Por lo que la renovación cíclica, además de reafirmar y ampliar las verdades eternas, desenmascara lo que de efímero y transitorio hay en ellas. La fuerza de la inercia debe vencerse por medio de la acción disolvente y liberadora de prácticas tales como la oración, meditación, ayuno, examen de conciencia. Pero puesto que incluso estas prácticas poseen una dimensión material, también ellas están sujetas a cancelación. Los escritos bahá’ís destacan el hecho de que no sólo hay progresión en la sucesión de ciclos y dispensaciones proféticas, sino también dentro de cada revelación y dentro del tiempo que dure la dispensación. La aparición de la Manifestación divina, asegura Bahá’u’lláh, es como el surgimiento gradual del Sol, cuya potencia y calor se hacen notar de manera escalonada, lo que permite que, entretanto, las realidades creadas se adapten a la creciente intensidad de su luz. Por ello Bahá’u’lláh ordenó en varias ocasiones la EL CONCEPTO DE REVELACIÓN PROGRESIVA



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destrucción de algunos de sus escritos109, y por ello también algunos profetas aparecieron dotados de atributos de los que otros parecían estar privados110.

109 Shoghi Effendi, Dios Pasa; Buenos Aires, EBILA, 1974, págs. 119 y 131. 110 Bahá’u’lláh, El Kitáb-i-Íqán; págs. 66-67. Análogamente, véase la interprtación que ‘Abdu’l-Bahá hace de la tela de saco mencionada en Apocalipsis 11.3.

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L presente estudio parte de la premisa de que la presencia de rasgos milenarios en la Fe bahá’í se explica mejor en relación con el concepto de revelación progresiva que con el milenarismo como categoría tipológica. El milenarismo, en otras palabras, no determina fundamentalmente la naturaleza de la Fe bahá’í. Hasta la fecha no existe más que un artículo, del que es autor Peter Smith, dedicado a examinar los aspectos milenarios de las religiones bábí y bahá’í111. Fuera de este artículo, todas las demás obras de autores bahá’ís relacionables abor-

111 P. Smith, «Millenarianism in the Babi and Bahá’í Religion», edición a cargo de Wallis, R., Millennialism and Charisma; Belfast, 1982, págs. 231-283. El mismo autor dedica algunos comentarios de importancia a la cuestión de los motivos milenaristas y carismáticos en la formación de la comunidad bahá’í norteamericana, con especial énfasis en el papel agluti-nante desempeñado por ‘Abdu’lBahá, en «The American Bahá’í Community, 1984-1917: A Preli-minary Survey», págs. 85-223, edición a cargo de M. Momen, Studies in Bábí and Bahá’í History; vol. 1. E L

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dan la cuestión «desde dentro», situándose en los lindes de la interpretación tradicional de profecías.

La aportación de Peter Smith Aunque la bibliografía existente sobre el fenómeno milenarista no es despreciable, son pocas las obras que se hayan planteado un estudio de conjunto sobre los movimientos milenaristas, y menos si cabe el número de obras donde se presenta un estudio sociohistórico en torno al milenarismo. Quizá de entre estas últimas sea la obra de Norman Cohn En pos del milenio la más conocida. Para el propósito perseguido por Peter Smith, sin embargo, la caracterización que Norman Cohn hace de los movimientos milenaristas carece de la inclusividad requerida por un estudio en profundidad que resulte aplicable al caso de la fe bábí. Se comprende por qué. Según Cohn, los movimientos milenarios giran en torno a la «fantasía» de una salvación que sería colectiva, terrestre, inminente, total y realizada por medios sobrenaturales112. Pero la inminencia a que se refiere Cohn es un rasgo 112 Véase N. Cohn, En pos del milenio; Madrid, 1981, pág. 15. Asimismo de interés es su artículo «Medieval Millenarianism: its bearing on the Comparative Study of Millenarian Movements», edición a cargo de S. L. Thrupp, Studies in Revolutionary Religious Movements; New York, 1970, págs. 31-43, donde el autor hace hincapié en la conjunción de catástrofes y la aparición de un profeta como elementos necesarios para la creación de un movimiento milenario.

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necesario sólo de aquellos movimientos comprometidos con fechas y realidades venideras muy específicas. Hay otros movimientos milenarios que, sin caer dentro de esa categoría particular, siguen siendo descritos como tales. En este sentido, la obra de Michael Barkun ofrece, en opinión de Smith, una explicación más completa, ya que su descripción no depende de una concepción más o menos definida de la idea de salvación. Sin embargo –añadimos nosotros– puesto que Barkun presenta no tanto una descripción del fenómeno milenarista como un esquema rudimentario de causaciones, sólo con las debidas reservas podrían aplicarse sus conclusiones al estudio de la fe bábí. Dado que la descripción de Smith descansa en buena parte sobre el modelo de Barkun, conviene detenerse brevemente en la obra de éste. Barkun, en efecto, distingue tres grandes factores que influyen en el desarrollo de los movimientos milenarios, a saber: 1. La existencia de una región en situación cuasi catastrófica; 2. la actuación de un líder carismático; y 3. la presencia de una tradición milenarista, de la que la figura profética extrae las creencias fundamentales del movimiento113.

113 Véase M. Barkun, Disaster and the Millennium; New Haven, 1974. Algunas de las deducciones de Barkun sobre la conducta de las personas, y particularmente del líder carismático, parecen demasiado consecuentes para ser ciertas. Véanse, por ejemplo, sus explicaciones en torno a la conversión y la susceptibilidad (págs. EL COMPONENTE MILENARIO



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El punto débil en la teoría de Barkun radica en que su aportación fundamental –la relación entre catástrofe y milenio– difícilmente puede extrapolarse a movimientos que hayan conseguido implantación en regiones no proclives a una situación catastrófica, o a movimientos cuya vida se haya extendido por un período más largo de lo que la teoría de las catástrofes repetidas permitiría explicar. Aparte de esto, Barkun se limita a afirmar que para que el profeta llegue a crear un movimiento milenario precisa disponer de una tradición milenarista previa. Las causas que explicarían la formación de ese núcleo primario de creencias quiliastas quedan sin explicar. Por su parte, Peter Smith, si bien adapta parcialmente el modelo de Barkun a su estudio de los aspectos milenaristas de las religiones bábí y bahá’í, llega a la conclusión de que las dos se desvían en buena medida de los movimientos típicamente milenaristas. Esta «desviación» se explicaría en buena parte por razones históricas y también por la presencia de otros «motivos» o temas dominantes distintos de los milenaristas114. 105-110), o esta otra afirmación categórica: «La esencia del ritual es dar seguridad y confirmar que los valores y esperanzas de uno no han muerto». Para ser justos con Barkun hay que aclarar que éste se interesa por los movimientos milenaristas activos, esto es, «movimientos que esperan la llegada inminente del milenio y toman medidas concretas en consecuencia» (pág. 3). Presumiblemente, tales movimientos activos serían fenómenos de corta duración, sin posibilidades reales de echar raíces excepto en caso de sufrir una mitigación considerable de sus posiciones. 114 Véase Smith, «Millenarianism», pág. 271.

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Con relación a la presencia de una tradición milenarista, Smith comprueba que la fe bábí difiere en varios aspectos importantes de los movimientos islámicos milenaristas de los que hay noticia115. Mientras que éstos fueron de carácter rural y periférico, la fe bábí atrajo la adhesión de numerosos seguidores procedentes de centros urbanos. Por otra parte, si bien es cierto que Irán conoció un gran fondo de expectativas milenarias en su vida religiosa diaria, éstas vinieron a integrarse en las doctrinas oficiales de las autoridades religiosas y civiles con tanto éxito que hasta la aparición del Báb no hay constancia de movimiento milenarista alguno que arraigase en suelo persa. Por lo demás, conviene destacar que no existe todavía ningún estudio sistemático que analice las expectativas mesiánicas del movimiento shaykhí y los orígenes de la fe bábí, por lo que no es posible determinar la existencia de una continuidad de temas116. Nada de extraño 115 Smith, «Millenarianism», págs. 237-242 (y la bibliografía correspondiente, págs. 278-279). Véase además P.M. Holt, «Islamic Millenarianism and the Fulfilment of Prophecy: a Case Study», Prophecy and Millenarianism; op. cit., págs. 337-347. 116 El artículo de D. MacEoin, D. «Early Shaykhy Reactions», aunque valioso, no arroja luz sobre las relaciones entre la escuela shaykhí, y la Fe bahá’í. M. Momen, Shí’i Islam; op. cit., pág. 231, dedica un párrafo de su obra a la cuestión: «Desarrollando el argumento de la escuela shaykhí, desde la perspectiva babí, [se razonaría que] al igual que el Imam Oculto existía en el mundo de Hurqalya o reino de las imágenes, del mismo modo el retorno de la realidad física del Imam se interpretaría como el advenimiento de un hombre que en el reino de Hurqalya se identificaría con la figura arquetípica del Imam. De este modo las doctrinas shaykhíes allanaron el camino del Báb, hasta el punto de que cabe dudar si el Báb hubiera podido atraer tantos seguidores de no ser por las doctrinas shaykhíes». [Post scriptum: esta afirmación debe corregirse a la vista de la obra EL COMPONENTE MILENARIO



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tiene que tampoco exista estudio alguno que explore las posibles conexiones que han solido percibirse entre el ismaelismo y las religiones bábí y bahá’í117. El problema radica en que, tras afirmar que la fe bábí no es «solamente» un movimiento milenarista, Smith se replantea la subsiguiente división entre bahá’ís y azalíes como un de Abbas Amanat, Resurrection and Renewal, the Making of the Babí Movement in Iran 1844-1850, Cornell University Press, Ithaca, 1989.] 117 Véase B. Lewis, The Origins of Isma’ilism, a Study of the Historical Background of the Fatimid Caliphate; New York, 1975, págs. 93-96. El autor sugiere que el «Ismaelismo se vio influido por la Isawiya de Isfahán, una secta judía que durante el reinado del califa omeya Abd al-Malik predicaría que tanto Jesús como Mahoma fueron profetas verdaderos respecto de los países y pueblos donde aparecieron. Este núcleo de creencias sería desarrollado por los ismaelíes, dando lugar a un sistema coherente en el que se admitía abiertamente la verdad relativa de todas las religiones y el fanatismo quedaba definitivamente rechazado». No es preciso destacar la similitud de planteamientos. El mismo autor describe el ismaelismo en términos muy semejantes a los utilizados por otros autores (Blachere por ejemplo) que han creído ver un gran parecido entre el ismaelismo y la Fe bahá’í: «Junto con el legitimismo alida como programa político (...); con una mezcolanza de todas las fes y filosofías, y con un fondo racionalista como doctrina; y con sus quejas sociales y organización como parte importante de sus actividades, el movimiento tuvo grandes posibilidades de canalizar todo el descontento religioso y social que tanto abundaría en el califato medieval (ibídem, pág. 2; el subrayado es nuestro). Cabría añadir otras posibles «analogías», por ejemplo, la concepción cíclica del tiempo. Anotemos que el procedimiento de señalar posibles similitudes entre la Fe bahá’í y el ismaelismo más da la impresión de ser un expediente para justificar el desinterés que el resultado de un examen detenido (los resultados del cual, en todo caso, nos suelen ser ahorrados).

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caso de reacción a raíz de la «derrota», o sea, de la frustración de las esperanzas milenaristas (que es lo que se trata de demostrar)118. Para hacer su argumentación más creíble Smith parece dar por seguro que hubo una militancia política explícita bábí (cuyo objetivo sería la instauración de un estado teocrático); y, sin embargo, el propio Smith reconoce que las revueltas de Tabarsí, Nayríz, Zanján y Kirmán –casos únicos de resistencia armada bábí– caben ser interpretados como excepciones de jíhad defensivo119. Más aún, si Smith 118 Ibídem, pág. 270: «La despolitización efectiva característica de los dos movimientos se parece a la drástica transformación que suelen registrar los movimientos milenarios que sobreviven a una derrota devastadora». 119 Ibídem, pág. 269. En cuanto a las supuestas pretensiones políticas del Báb véase H.M. Balyuzi, El Báb; Terrassa, Editorial Bahá’í, 2000, y Nabil-i-Azam, Los rompedores del alba; Buenos Aires, EBILA, 1963, págs. 224-225. Desgraciadamente, Smith no nos proporciona ninguna referencia a metas políticas explícitas, si es que las hubo, ni arroja luz sobre la clase de Estado teocrático a que podían aspirar los babíes. Quizá sea posible dar razón de esas supuestas aspiraciones políticas de los años formativos del babismo si se toman en cuenta las distintas percepciones que las autoridades civiles y religiosas llegaron a formarse sobre la persona del Báb (y las que indudablemente llegaron a formarse los primeros creyentes babíes). Puesto que dichas autoridades legitimaban su autoridad en uso vicario de las funciones atribuidas al Imam, caía por su peso que con el retorno del Imam tales funciones revertían en éste. También es perfectamente po-sible que el Báb hubiese reclamado el pleno ejercicio de la autoridad temporal y espiritual, como correspondía justamente a sus pretensiones. Ahora bien, concedido esto, es también perfectamente posible que el Báb hubiese realizado tales manifestaciones en un contexto que las hacía impracticables y, por tanto, equivalentes a una declaración de principios. El juicio a que fue sometido el Báb en Tabríz en presencia del príncipe hereEL COMPONENTE MILENARIO



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está en lo cierto al afirmar que los referidos choques armados fueron experimentados por los babíes como una reviviscencia del fracaso sacrificial del Imam Husayn –es decir, de acuerdo con la más auténtica tradición religiosa shí’i–, entonces ya no puede hablarse de «derrota» en el sentido que Smith parece otorgar a la palabra120. Sobra decir que si las aspiraciones específicamente políticas no fueron dominantes en las pretensiones del Báb, difícilmente podría hablarse de un proceso ulterior de despolitización. En todo caso habría que distinguir más claramente en qué medida un movimiento surgido en pleno islam –donde, como es sabido, la diferencia entre las esferas civil y religiosa está mucho menos definida que en Occidente– podía desvincularse de lecturas y contralecturas, propias y ajenas, que no fuesen netamente políticas. El hecho de que dero proporciona un ejemplo único para el estudio de estas implicaciones. (Sobre el juicio del Báb, véase Balyuzi, op. cit.; y Nabil-iAzam, op. cit., 312-323). Para entender las consecuencias de la posición mantenida por el Báb es preciso poseer cierto conocimiento sobre el desarrollo de la jurisprudencia imamita. En este sentido es de interés el artículo de J.R. Cole, «Imami Jurisprudence and the role of the Ulama: Morta-za Ansarí on Emulating the Supreme Exemplar», edición a cargo de N.R. Keddie, Religion and Politics in Iran, Shi’ism from Quietism to Revolution; New Haven, 1983, págs. 33-46. 120 Pues está claro que la «derrota» del shí’i tiene un claro valor purgativo y, sobre todo, ejemplar. La «derrota» tendría algún sentido si pudiese probarse que los dirigentes babíes de Tabarsí y de otros lugares estaban inspirados por la idea popular de un retorno triunfante del duodécimo Imam. Conociendo el carácter y la personalidad de Mullá Hussayn y Quddús, los cabezas indisputados de la defensa de Tabarsí, cualquier idea de este género queda descartada de antemano.

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Smith prescinda de estas consideraciones podría deberse a que en sus propias palabras la fe bábí sería un movimiento milenarista, pero no «solamente» milenarista. La «desviación» bábí respecto del tipo ideal de movimiento milenarista, se debería, según lo dicho, a la presencia dentro del movimiento de «otras preocupaciones centrales»121. De ahí el distanciamiento de Smith respecto de las caracterizaciones de Cohn y Barkun: Las ideas que se derivan del estudio comparativo del milenarismo y del entramado analítico proporcionado por los científicos sociales resultan de interés evidente para una mejor inteligencia de los orígenes del babismo. Por sí mismas, sin embargo, no proporcionan elementos suficientes para dar cuenta del fenómeno.122

Pero ello nos retrotrae al principio. Si hubo otras preocupaciones centrales, aparte del milenarismo, ya no parece razonable tratar a la fe bábí como si fuese un movimiento milenario cuya naturaleza atípica se explicaría por la incrustación de otros elementos igualmente «centrales».

121 Smith, «Millenarianism», pág. 269. Pero si esas preocupaciones eran «centrales» en el mismo sentido que el milenarismo podía serlo, está claro que ya no puede legítimamente describirse a la fe babí como un movimiento milenarista de excepción. 122 Smith, «Millenarianism», pág. 254. El lector puede comparar con provecho esta conclusión con la obtenida por P. Hempestall concerniente al factor de «protesta» en el milenarismo melanesio: «Protest or Experiment? Theories of ’Cargo Cults’», occasional paper Nº 2, Research Center for Southwest Pacific Studies, La Trobe University, 1981, págs. 6-7. EL COMPONENTE MILENARIO



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Smith relaciona el atipismo bábí con la presencia de factores como el influjo de las doctrinas shaykhíes y el impacto del componente clerical dentro de las filas babíes. Queda claro que la afirmación de Smith es un non sequitur (puesto que parte de dar por sentado que el movimiento bábí fue un movimiento milenarista) y se basa en dos supuestos clave: la vaguedad de las creencias milenaristas bahá’ís, y la concurrencia de otros «motivos»123. En palabras del propio Smith: El carácter amorfo de las expectativas milenarias [de los bahá’ís] y la presencia de otros motivos religiosos de importancia impidieron que se desencadenara una crisis grave al no sobrevenir el esperado milenio.124 123 Smith identifica los cuatro «motivos» más presentes en la comunidad bahá’í norteamericana, a saber: esoterismo, liberalismo religioso, regeneracionismo social y adhesión personal a ‘Abdu’l-Bahá (»The American Bahá’í Community», pág. 155). 124 Smith, «Millenarianism», pág. 270. En otra parte de su artículo Smith se refiere a las expectativas milenaristas de los bahá’ís, especialmente de los bahá’ís norteamericanos, «demasiado amorfas como para verse frustradas por el incumplimiento del milenio en 1917» (ibíd., pág. 261). El propio Smith reconoce que la idea de que el milenio comenzaría en 1917 «nunca formó parte de la enseñanza oficial bahá’í». Smith, en su artículo sobre la comuni-dad bahá’í norteamericana (op. cit., pág. 156), afirma: «Al menos algunos bahá’ís esperaban que el milenio se instauraría en 1917». Estas afirmaciones confirman lo que ya nos imaginábamos, a saber, que la espera del milenio en una fecha concreta era, y no podía haber dejado de ser (baste leer el Kitáb-i-Íqán), una creencia minoritaria propia de creyentes neófitos. Lo que no se explica es que creencias que no formaron parte de la enseñanza oficial, o que sólo lo fueron de algunos pocos creyentes, reciban un tratamiento teórico privilegiado.

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No es necesario insistir en lo inconsistente de esta explicación. El adjetivo «amorfo» sugiere falta de precisión, pero la afirmación se tiene en pie sólo a condición de soslayar los comentarios de Bahá’u’lláh y ‘Abdu’l-Bahá. En efecto, por sorprendente que pueda parecer, la descripción que Smith hace de los elementos milenaristas presentes en la Fe bahá’í no presta ninguna atención a las interpretaciones que Bahá’u’lláh y ‘Abdu’l-Bahá ofrecen con relación al «tiempo del fin», «juicio final» y «resurrección», a pesar de que Bahá’u’lláh concede una importancia capital al esclarecimiento religioso de tales conceptos (por ejemplo en el El Kitáb-i-Íqán). En cambio, Smith otorga mayor atención a la división operada entre bahá’ís y azalíes (que él liga al proceso despolitizador sufrido por ambos grupos), al papel desempeñado por la figura carismática de ‘Abdu’l-Bahá125, y a la visión de Shoghi Effendi sobre el drama escatológico. La omisión de todo tratamiento de las interpretaciones alegóricas de Bahá’u’lláh y ‘Abdu’l-Bahá –a las que Smith califica de «endebles» (bland126)– da lugar a una distorsión, 125 Smith, «The American Bahá’í Community», págs. 100-105. Smith proporciona pruebas abundantes de que la posición mesiánica o cuasimesiánica otorgada a ‘Abdu’l-Bahá por los creyentes norteamericanos no afectó en absoluto la conciencia que ‘Abdu’l-Bahá tuvo de sí mismo y de su papel dentro de la Comunidad. Es más, tales atribuciones dieron pie a que ‘Abdu’l-Bahá reiterase sus advertencias de que no se le adscribiese otro título ni posición que, de «Siervo ante el umbral de la Bendita Belleza» (véase Selección, págs. 299-300). 126 Smith no dice nada, por ejemplo, acerca de la posición profética reclamada por Bahá’u’lláh, ni sobre los fundamentos escatológicos en que su autoridad reposa. Por otra parte, el juicio de Smith al referirse a «interpretaciones alegóricas, a menudo endebles, de versos bíblicos» ni se justifica ni exime al autor de explicar su importancia en el conjunto de creencias bahá’ís. EL COMPONENTE MILENARIO



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sin duda indeseada, de la cuestión que se propone examinar. Esa misma falta de atención le permite a Smith restar cualquier valor fundacional a esos comentarios. De ahí que el concepto de revelación progresiva no merezca ninguna atención, y de ahí también el que Smith pierda la oportunidad de explicar el carácter atípico de la Fe bahá’í. Para Smith la Fe bahá’í sería una solución nueva ocurrida como consecuencia de la derrota de las aspiraciones políticas babíes. En dicha solución el componente milenario continuaría ocupando «una gran parte de las preocupaciones religiosas de sus adherentes»127. Teniendo en cuenta las reservas que formulábamos más arriba concernientes a la coherencia de la teoría de Smith respecto de la religión bábí, parece razonable poner en tela de juicio la metodología que permite a dicho autor concluir que la Fe bahá’í deja de ser un movimiento milenarista. De hecho, da la impresión de que la explicación de Smith se encuentra atrapada en dos problemas. Primero, el problema general de explicar el desarrollo de las religiones bábí y bahá’í a partir del milenarismo. Segundo, el problema que le plantea el paso del esquema teórico de Barkun al concepto de motifs (motivos). En este contexto la nula atención que Smith dedica a Bahá’u’lláh, a su doctrina y a su papel «carismático» tiene una razón de ser: Smith está interesado en demostrar la utilidad del enfoque milenarista y, por consiguiente, concede especial importancia a aspectos que, aun no siendo tan esenciales, realzan la plausibilidad de su planteamiento. Parte de las dificultades que acabamos de observar se deben a una sobrevaloración de las conceptualizaciones y tipos ideales con que Smith pretende describir el milenaris127 Smith, «Millenarianism», pág. 259.

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mo bahá’í. Es cierto que la obra de Barkun nos puede ayudar a entender mejor las condiciones que hacen probable el surgimiento de un movimiento milenario, pero no explica qué es en esencia el milenarismo. La descripción de Cohn gira en torno a conceptos como salvación y mal, en tanto que la tipología de Wilson –que Smith no utiliza– se funda en el concepto «respuestas al mundo»128. Todas estas contribucio128 B. Wilson, Magic and the Millennium; Bungay, Suffolk, 1973, págs. 9-30. Aunque Smith incluye la obra de Wilson en su bibliografía, no hace uso de sus categorías sociológicas, quizá porque resulta muy difícil decidir si la Fe bahá’í cabe ser descrita de acuerdo con los tipos ideales de respuesta que Wilson distingue (conversionista, revolucionario, introvertido, manipulador, taumatúrgico, reformador y utópico). Siempre será posible encontrar rasgos coincidentes con cualquiera de estas categorías, por ejemplo en las explicaciones de Shoghi Effendi en torno al doble proceso que preside el desarrollo de la Comunidad Bahá’í. Por un lado, al creyente bahá’í se le insta a adquirir un corazón nuevo, a «nacer del espíritu»; pero al mismo tiempo tal transformación interior se considera irreal si no se traduce en mejores obras con que servir a los demás. Esta relación (que participa de rasgos reformadores e introvertidos) no debería entenderse como una dicotomía, como si existiese un foso inmenso entre el «yo» del creyente -o el «nosotros» de la Comunidad Bahá’í- y el mundo. Por otro lado, es cierto que a los bahá’ís se les exige no participar en actividades políticas, algo que recuerda la actitud de los «movimientos introvertidos». Sin embargo, este «repliegue» no lleva a la pasividad. La convicción de que el Sistema Administrativo Bahá’í constituye un modelo para la humanidad no implica que todo lo demás sea malo. De hecho, las enseñanzas bahá’ís, y en especial los principios de consulta y participación universal, pretenden reducir al mínimo los efectos de cualquier posible espíritu de exclusividad o superioridad. Por supuesto, en la medida en que haya autores que describan la Fe bahá’í como una utopía –la creación de un Gobierno Mundial se describe a menudo como tal–, cabrá describir la Fe bahá’í como un movimiento a caballo entre la utopía y la reforma. EL COMPONENTE MILENARIO



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nes reúnen ventajas con vistas a establecer una tipología, pero a menudo colocan al estudioso de los fenómenos religiosos complejos ante la tesitura de organizar sus observaciones como si –para bien o para mal– sólo contasen determinadas características. En este sentido, el planteamiento de Smith resulta bastante más discreto, ya que al incorporar el concepto de «motivos» evita caer en la tentación de destacar un tipo ideal en exclusiva; pero lo hace al precio de un eclecticismo metodológicamente dudoso. Smith reconoce que Bahá’u’lláh representa para los bahá’ís la figura del prometido de todas las religiones; subraya el papel cuasi mesiánico de ‘Abdu’l-Bahá; apunta correctamente al milenarismo magmático de los primeros creyentes americanos, así como al papel de Shoghi Effendi como primer exponente de una visión bahá’í del mundo. No obstante, Smith sugiere que durante este proceso se produce una pérdida de los rasgos milenaristas en grado suficiente como para afirmar que la Fe bahá’í deja de ser un movimiento milenarista. A falta de pruebas, el lector se enfrenta ante el dilema de cómo reconciliar esta afirmación con esa otra tan fundamental según la cual Bahá’u’lláh constituye la «Manifestación Universal», el Prometido de todas las religiones con que culmina el ciclo profético. Baste recordar las vacilaciones de Smith al describir la fe bábí como un movimiento milenarista atípico, para caer en la cuenta de que las explicaciones aportadas por Smith con relación a la Fe bahá’í distan de ser completas, coherentes y satisfactorias. La razón –según vengo subrayando– parece descansar en la inadecuación objetiva de las construcciones teóricas de que se vale Smith para investigar el fenómeno bahá’í. En resumen, la aportación de Smith posee el mérito de poner de manifiesto la diversidad de aspectos que emparentan, al mismo tiempo que diferencian, a las religiones bábí y

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bahá’í respecto de algunos movimientos milenarios conocidos. La mayor carencia que puede achacársele es de orden metodológico. Da la impresión de que Smith utiliza la categoría «milenarismo» sin gran convicción, consciente de que el «atipismo» de la religión bábí y la «desviación» más acentuada de la Fe bahá’í deben explicarse con mayores matices (en este último caso, mediante otro utillaje teórico). A esta carencia se suma la omisión en que Smith incurre al pasar por alto algunos aspectos de singular interés. Donde más se acusa esto es en la ausencia de todo tratamiento de las fuentes judías, cristianas e islámicas en que se funda la escatología bahá’í. La omisión no deja de ser natural. La regla comúnmente seguida entre los estudiosos ha sido la de hacer caso omiso de cualquier examen comparativo de las respectivas escatologías (con la sola excepción de Henri Corbin)129. Lo cierto es que lo que hay de milenarismo en la Fe bahá’í se enmarca dentro de una concepción escatológica de más largos alcances, con raíces inmediatas en la tradición shí’i (donde la parusía, la promesa del Paráclito, la aparición del duodécimo Imam y la venida de Elías son concebidas en una relación escatológica particular), y con profundas conexiones en las tradiciones cristiana y musulmana. El hecho de que tal vinculación se haya dado proporciona una prueba más de que, para entender la naturaleza de las creencias (milenaristas) bahá’ís, se necesita un examen más detenido 129 Henri Corbin sí ha prestado atención a las posibles conexiones entre la parusía, la promesa del Paráclito y la venida del duodécimo Imam. Véase su En Islam Iranien; op. cit., págs. 303-460. Siyyed Muhammad Alatata-baí se limita en su repaso al Islam Shí’i a mencionar el tema y dar una somera descripción de las características que habrán de rodear la venida del duodécimo Imam (véase Shi’ite Islam, pág. 215). EL COMPONENTE MILENARIO



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de sus fundamentos histórico-teológicos y de su inserción en un plano doctrinal, escatológico y profético más amplio130. En resumen, he procurado demostrar que el milenarismo como categoría constituye una interesante aproximación descriptiva a las religiones bábí y bahá’í, pero no al punto de explicar profundamente la singularidad histórica y doctrinal de éstas. Esto es; considerar la Fe bahá’í como un movimiento milenarista, sin observar que ésta data el milenio en 1844 (mil años desde el ocultamiento del duodécimo Imam) y ofrece una interpretación alegórica de los símbolos escatológicos, supone, en gran medida, la pérdida de ese elemento de «entusiasmo» y reduccionismo característico de los movimientos milenaristas.

130 Sabido es que mucho antes del surgimiento de los movimientos dispensacionalistas cristianos, Joachin de Fiore concebía la historia como una sucesión de períodos revelatorios. El abad calabrés participaba de una concepción cíclica dentro de la cual correspondía a la época del espíritu, todavía por llegar, el cumplimiento de las promesas escatológicas; la tercera edad sería, pues, la edad de la revelatio plena (Véase una sucinta presentación de sus ideas en K. Lowith, El sentido de la historia, implicaciones teológicas de la filosofía de la historia; Madrid, 1968, págs. 207-228. Esta obra ofrece la ventaja de situar las ideas de Fiore dentro de un contexto más amplio y en contraste con las filosofías de la historia de autores cristianos y no cristianos).

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L O S ES T A D O S GENERALES DE L A HUMANIDAD

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IGLOS atrás el filósofo y educador Comenio concibió la idea de que la humanidad se dotase de un auténtico gobierno o concejo mundial. George Fox, fundador de la Sociedad Religiosa de Amigos (los cuáqueros) instaba en sus cartas a que los reyes de su época impusieran la paz. A tan sólo dos siglos de distancia, Kant se deleitaba en redactar los artículos de la constitución que habría de decretar nada menos que la paz perpetua para todas las naciones. Su contemporáneo el norteamericano y revolucionario Thomas Paine se hacía eco, del proyecto concebido por Enrique IV de Francia de crear un Congreso Europeo, con representantes electos de todas las naciones, destinado a dirimir pacíficamente los contenciosos que surgieran entre las naciones. Ya en pleno siglo XIX Bahá’u’lláh, un ignorado prisionero persa, volvía a dirigirse desde el penal de ‘Akká (San Juan de Acre) a los jefes de estado y testas coronadas de la tierra. L O S

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El fundador de la Fe bahá’í conminaba a éstos a que redujesen la carrera de armamentos e impusieran un sistema de seguridad colectiva mediante el cual toda agresión perpetrada por un miembro de la comunidad de naciones fuese repelida instantáneamente por el conjunto de todas las demás. Como aclararía su hijo ‘Abdu’l-Bahá, tal sistema nacería de una consulta universal en la que estarían representados todos los estados de la Tierra y que habría de contar con la sanción de sus pueblos. En esa magna convención, además de delinearse los fundamentos del sistema de seguridad antes aludido, habría de perfilarse la solución a otras cuestiones no menos candentes y que a lo largo del tiempo han permanecido ignoradas, pero que son requisitos esenciales de la paz. Ciertos principios deberían ser establecidos para poner fin al problema multisecular planteado por la inestabilidad de las fronteras. Al mismo tiempo habría de elegirse un idioma internacional auxiliar (artificial o no), así como proceder a la creación de un Tribunal Internacional con jurisdicción universal e inapelable en determinadas áreas de su competencia. La humanidad debería aprender de los errores que dieron al traste con la Sociedad de Naciones, los mismos errores que actualmente han minado la labor de las Naciones Unidas. Hoy por hoy, las esperanzas de muchos pueblos se cifran precisamente en la posibilidad de que las Naciones Unidas adquieran un papel arbitral de peso. Un sistema de seguridad colectiva como el referido más arriba liberaría a un buen número de pueblos del fantasma de la aniquilación inmediata. Lo sucedido en los Balcanes nos proporciona el contrapunto necesario para comprender, en nuestras propias carnes, el altísimo coste que acarrea la ausencia de una verdadera autoridad internacional europea.

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Sobra decir que la sola puesta en vigor de medidas como las mencionadas bastaría para garantizar la creación de un modesto poder ejecutivo mundial, sensiblemente más efectivo que el precario orden facilitado por la actual Organización de Naciones Unidas. Se dan las condiciones ideales para intentar esta nueva experiencia. La división tradicional de los bloques ha recibido golpes de muerte. Alemania y Japón apuntan ya como poderes económicos de pleno derecho, y no es de extrañar que en un futuro más o menos inmediato se hagan valer políticamente con voz pareja. Alemania ha quedado absorbida en la dinámica europea y va camino de imprimirle a ésta un movimiento propio (como bien vaticinaba Ortega). En cuanto a Japón, todavía es pronto para saber si habrá de constituirse en núcleo de un bloque económico y político similar al europeo. Los indicios van por ahí, aunque no es seguro que el gigante chino desee convertirse en el hermano gemelo de esta empresa. En cualquier caso, los pequeños tigres asiáticos, incluyendo Tailandia, Indonesia y Malasia constituyen de hecho economías muy respetables. Los procesos de integración económica que viven los países norteamericanos, México incluido (por supuesto), así como los avances logrados por Argentina, Brasil y Uruguay completan un cuadro claramente presidido por la necesidad de coordinar las políticas económicas del globo. No cabe duda de que los riesgos anejos a la constitución de los correspondientes bloques económicos son demasiado graves como para descartarlos alegremente. Si dichos «bloques económicos» acaban convirtiéndose en meros islotes de prosperidad, quizá todo lo que hayamos conseguido sea consagrar a escala universal el principio de las dos ciudadanías, con ciudadanos capaces de disfrutar más o menos plenamenL O S

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te de sus libertades, al amparo de ciertas garantías económicas; y ciudadanos de segunda, política y económicamente desgarrados por la inestabilidad externa e interna. Contrariamente a lo que muchos puedan temer, la formación de un incipiente gobierno mundial puede y debe erigirse en prenda de garantía de los derechos de la humanidad en su totalidad. Al margen del destino final que aguarde a la CEI y a Rusia misma, es obvio que la mecánica de confrontación entre los superpoderes ha sufrido un vuelco cuasi definitivo. El mundo de hoy se ha convertido –como gusta a decir a los estadounidenses– en un mundo multipolar. Sin embargo, y en virtud de esa misma realidad, las costuras del antiguo sistema de equilibrios amenazan con romperse antes de que la humanidad en su conjunto haya sido capaz de sustituir la antigua camisa de fuerza por un nuevo ropaje mínimamente decente. Que la amenaza es real y no imaginaria se está viendo claramente en las confrontaciones que vienen sucediéndose en distintos rincones de la gran Europa. Conviene recordarlo por si fallase la memoria. Las noticias que se reciben a diario del escenario balcánico han servido para recordarnos que los viejos demonios de Europa, no por viejos, dejan de ser contemporáneos nuestros. Y es que la lucha de bloques ideológicos poseía el barniz de cierta modernidad. Mientras luchaban –o así nos gustaba figurárnoslo– dos ideologías contrapuestas, nacidas de un largo proceso de secularización, aún parecía posible dignificar la dialéctica de la proliferación nuclear con un halo de idealismo. Pero ahora ya no caben componendas. Los acontecimientos mismos, el fantasma de los campos de concentración, las violaciones en masa, la llamada «limpieza étnica», las divisiones de religión, los recuerdos de las matan-

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zas de preguerras, entreguerras y postguerras, el hambre inducida, todo invita a reevaluar cuánta realidad yacía bajo aquel duelo entre los dos colosos, me explico, entre las dos ideologías ciclópeas aspirantes a encarnar la modernidad. En este sentido, deberíamos armarnos de un sano escepticismo y renunciar a fáciles nostalgias. Es posible –como Minc indica– que el mundo tienda a fragmentarse política y aun ideológicamente. Pero esa fragmentación es también fruto de una necesaria rearticulación de los Estados y naciones, y, desde luego, no es necesariamente incompatible con los procesos más bien imparables que tienden a la constitución del mundo en grandes bloques socioecónomicos. Lo que hace falta es que esa rearticulación se realice de forma no traumática, y sobre todo con generosidad y visión de futuro. Ponerse a la obra significa que ya ahora mismo debería negociarse un nuevo código de conducta de las relaciones internacionales. El papel de la organización de las Naciones Unidas habrá de ser realzado, en primer lugar mediante la abolición del derecho de veto, y en segundo lugar mediante un reparto de votos en consonancia con la demografía y potencial económico de las naciones miembros. Sin estas últimas alteraciones –no nos engañemos– las grandes decisiones del futuro seguirán tomándose a espaldas de los órganos legitimados para representar los intereses y necesidades del conjunto de la humanidad. Los acontecimientos de estos últimos años han servido en parte para afianzar en la conciencia del público el concepto de injerencia justificada en los asuntos de otro país. No deseo entrar en polémicas sobre las instancias concretas que han servido para justificar esta doctrina todavía en estado de larva. Lo que sí me interesa destacar es que el reconocimiento de dicha doctrina presupone –aunque no se diga– el consecuente reconocimiento L O S

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de una supranacionalidad que engloba y vela por las necesidades del conjunto de las naciones. Seamos francos. Es muy posible que las potencias más influyentes de la Tierra quieran valerse de la Organización de las Naciones Unidas convirtiéndola en una entidad con funciones de policía internacional, una especie de orden militar de caballería destinada a mantener las fronteras más estratégicas. Pero también es muy cierto que el prestigio y autoridad moral que se confiere a las Naciones Unidas muy bien pueden desembocar en la definitiva y a mi modo de ver inevitable consagración de éstas primero como árbitro internacional, luego como potestad primera inter pares, y finalmente como poder soberano con imperio sobre sus unidades federadas. El paralelo histórico a considerar, mutatis mutandis, sería la evolución de monarquías occidentales como la francesa, la inglesa o la española. Como es sabido, las monarquías occidentales no llegaron a imponerse sino tan sólo al cabo de una prolongada pugna de varios siglos entre señores feudales, tan dueños entonces de sí mismos y de sus destinos como puedan serlo hoy las naciones del mundo. No pretendo hacer apología de sistemas periclitados, sino todo lo contrario: pretendo subrayar precisamente el carácter «moderno» que en el fondo posee el proyecto de dotar a las Naciones Unidas de mayores poderes. Que en el fondo esa utilidad venga impuesta en buena parte por consideraciones de orden público internacional no debería hacernos perder de vista la perspectiva histórica, ni tampoco cegarnos a las beneficiosas contrapartidas que la creación de una autoridad ejecutiva internacional habrá de aportar en frentes menos comprometidos como la educación, la sanidad y las comunicaciones. Quizá las borrascas que se ciernen sobre el mundo nos impidan verlo así. No obstante, parece lógico deducir probabilísticamente –incluso sin necesidad de asumir finalismo,

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biologismo social o providencialismo alguno– que la humanidad se dirige hacia una fase más en su proceso de integración. ‘Abdu’l-Bahá se refería a comienzos de este siglo a la necesidad que el hombre había tenido de articular su existencia en torno a centros colectivos. La familia, el clan, la tribu, la ciudad, la nación y el Estado habían servido en diferentes estadios de la evolución de la humanidad como ejes vertebradores de la existencia social. Hoy en día –aseguraba ‘Abdu’l-Bahá– lo que se precisa es un nuevo centro colectivo: la humanidad. A decir verdad, el gran «reto», en el sentido que Toynbee da a este término, consiste en reconocer ni más ni menos que la unidad de la humanidad es el horizonte vertebrador de la «modernidad». El reconocimiento de la unidad del género humano y la legitimación de la soberanía supranacional en todos los ámbitos que le son propios (poder ejecutivo, legislativo y judicial) definen las principales coordenadas históricas de nuestro tiempo. El que no lo admitamos y nos dejemos absorber por consideraciones demasiado locales sirve si acaso para subrayar mejor el tremendo problema que representa analizar o examinar un misma realidad con mapas de muy diferente escala. Para el observador imparcial, no obstante, resulta evidente que una de las características del devenir histórico realmente existente es que las diferentes formas de integración social (familia, clan, tribu, ciudad, Estado) son inclusivas más que exclusivas. En otras palabras, la ciudad no elimina la familia, ni el Estado la ciudad, ni el Gobierno Mundial las realidades nacionales. Otra característica de no menor importancia es que dichas formas de integración social tienden a abarcar el espacio natural de comunicación humana. L O S

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Precisamente, que el mundo carezca de una autoridad mundial representativa constituye no tanto un reflejo de la falta de visión o idealismo, como la pervivencia de un arcaísmo demasiado caro de sostener. Sobre todo si es verdad que la Tierra se ha convertido en la famosa aldehuela electrónica de nuestros comunicólogos. La Tierra vive ya en pleno período constituyente. De momento quizá no lo advertimos porque los sucesos de aquí y allá nos tienen en vilo. En realidad, son estos mismos sucesos los que brindan cumplido testimonio de lo que ocurre en estos magmáticos tiempos. Asistimos a una etapa de efervescencia comparable a la que precedió a la convocatoria de los Estados Generales franceses, sólo que, a diferencia de entonces, es la humanidad entera la que se encuentra llamada a decidir el curso y tenor del siglo venidero. Sin duda, un buen motivo para celebrar con esperanza el 50 aniversario de las Naciones Unidas.

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UALQUIERA de nosotros puede identificarse con una de estas categorías. Es posible que en el lenguaje de hoy día llamarse occidental u oriental ya no tenga el mismo grado de pertinencia que en el pasado. Ser un occidental, por ejemplo, puede simplemente significar que se ha recibido una educación occidental, sin que el lugar de nacimiento tenga ya una influencia decisiva. El japonés es un buen ejemplo de ello: aunque geográficamente sean extremoorientales, desde el punto de vista de la educación su formación está basada en premisas típicamente occidentales. Las preguntas que cabe plantearse entonces son: ¿qué validez tiene la distinción entre Oriente y Occidente?; ¿qué es lo que espiritualmente hace diferente a un oriental de un occidental?; ¿hasta qué punto es importante la diferencia?; ¿es reflejo esta distinción de concepciones espirituales diferentes?; ¿son los orientales personas más espirituales?; ¿hay E L

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algo especial en ser un oriental?; ¿en qué medida, si tomamos conciencia de esas diferencias entre Oriente y Occidente, puede ayudarnos a hacer que la causa de la unidad de este mundo avance? En fin, ¿hasta qué punto debemos tomarnos en serio estas reflexiones? Lamento afirmar que no puedo proporcionar respuestas concretas a todas estas preguntas. En lugar de ello, lo que haré será proporcionar cierto contexto mediante la selección de determinados pasajes de los escritos de Bahá’u’lláh y ‘Abdu’l-Bahá donde este asunto es abordado directa o indirectamente. Los comentarios personales que he añadido no tienen otra finalidad que la de invitar a que otras personas se animen a investigar esta cuestión con mayor profundidad. Estando casada con un europeo y habiendo vivido la mitad de mi vida en países occidentales (Portugal, Australia y España) donde he visto nacer a mis tres hijos, creo tener sobradas razones para preocuparme por esta cuestión de manera personal. Sin embargo, quisiera dejar claro que no pretendo poner en cuestión mi propia identidad –cualquiera que sea el significado de esta palabra–, sino conocerme mejor. Creo que los Escritos Bahá’ís pueden ayudarnos a entender mejor quiénes somos. Y sí, también creo que dentro de ese esfuerzo por conocernos entra el conservar y vivir lo mejor que la cultura de nacimiento tiene que ofrecernos.

Algunos pasajes selectos En las Escrituras bahá’ís encontramos algunos pasajes directamente relacionados con nuestro tema. El primer texto que quisiera presentar es, en mi opinión, fundamental en la

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medida que proporciona un claro contraste entre Oriente y Occidente: Una nueva vida se agita, en esta época, dentro de todos los pueblos de la tierra y, sin embargo, nadie ha descubierto su causa ni comprendido su motivo. Considerad los pueblos de Occidente. Mirad cómo, en su búsqueda de lo vano y trivial, han sacrificado y siguen sacrificando incontables vidas por el establecimiento y la promoción de ello. Por otra parte, los pueblos de Persia, aun cuando son el repositorio de una clara y luminosa Revelación, la gloria de cuya grandeza y renombre ha abarcado el mundo entero, están desalentados y sumidos en un profundo letargo.131

Este pasaje contiene tres afirmaciones fundamentales. En primer lugar, Bahá’u’lláh se refiere a la existencia de un poder que lo anima e invade todo en la creación: es el poder de la nueva Revelación de Dios. Todos permanecen ignorantes de su existencia y de los resultados que está obrando en nuestras vidas diarias. En segundo lugar, Bahá’u’lláh explica que dicha ignorancia se hace evidente en Occidente, donde la búsqueda de lo vano y trivial se ha cobrado ingentes sacrificios. Sin que quiera ofender a nadie, me pregunto si la programación de televisión, con sus audiencias millonarias y sus programas concurso tan demenciales, no entra de lleno en esta lucrativa categoría. Ahora bien, la referencia al sacrificio de «incontables vidas» parece referirse a algo incluso más sustancial que las trivialidades del espectáculo. Ese algo

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más destructivo parece estar relacionado con la tecnología mortífera, como así lo demostrarían otros pasajes en que ‘Abdu’l-Bahá hace alusión a la tecnología belicista. En tercer lugar, Bahá’u’lláh hace ver que Persia no está en mejor posición que Occidente, pues ella también ha permanecido cerrada a la nueva Revelación y ha demostrado carecer del empuje que la había animado en el pasado. Naturalmente, ésta es mi propia lectura del pasaje, que no pretendo que sea la única, ni la mejor. Sin embargo, creo que esta forma de verlo se sostiene cuando se tienen presentes otros pasajes en que Bahá’u’lláh se refiere a la condición del mundo. El texto siguiente parece confirmarlo: Cuando la mirada del pueblo del Este fue cautivada por las artes y maravillas del Oeste, ellos vagaron aturdidos por el desierto de las causas materiales, olvidados de Aquel Que es la Causa de todas las causas, y su Sostenedor, en tanto los hombres que fueron la fuente y manantial de la Sabiduría jamás negaron el impulso motivador que hay detrás de estas causas, ni al Creador y Origen de las mismas. Tu Señor sabe; sin embargo, la mayoría del pueblo no sabe.132

Si comparamos este texto con el anterior vemos claramente que el principal tema sigue siendo el mismo, a saber: que la mayoría de los hombres están ciegos a la Revelación de Dios. La única diferencia –pero significativa– estriba en que en este pasaje no se hace mención específica de Persia, aunque sí hay una referencia a los pueblos del Este, categoría

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en la que se incluye Persia. Lo más interesante es que en este pasaje Bahá’u’lláh establece una relación entre la adopción del estilo occidental de vida («las artes y maravillas del Oeste») y la expansión del materialismo en el Este. Dicho materialismo es malo porque, de acuerdo con Bahá’u’lláh, la perspectiva espiritual se pierde. El «Causante de las causas», el «Creador» y «Origen» de todas las cosas es negado. ¿Por qué resulta grave esta negación u olvido? Mi punto de vista personal es que una característica general del Oriente que he conocido es que ya sea que hablemos de la realidad de Dios, o bien de «las influencias celestiales», éstas no son negadas. Es cierto que los pueblos del Oriente han negado a Dios con su conducta durante siglos. Pero lo que no ha sucedido hasta hace relativamente bien poco es que esos mismos pueblos dieran el salto hacia la negación de palabra y voluntad. La razón de que ello haya sido así se debe al hecho de que Dios ha estado más presente en sus vidas. Ni qué decir tiene que no pretendo insinuar que esta distinción sea válida a estas alturas en todo el Oriente geográfico, pero sí que lo era cuando Bahá’u’lláh habló de esa diferencia en tono admonitorio y premonitorio. Con todas las correcciones que deban hacerse a tenor de los cambios ocurridos en el curso de un siglo escaso, creo que el genio adormecido del Oriente consiste en su capacidad para relacionarse con Dios, lo divino, lo celeste, más allá de palabras y descripciones. Es una manera más directa e inmediata de relacionarse con Dios. En el caso de la cultura persa, esa relación se vive intensamente de una manera muy personal y tremendamente emotiva. La poesía amorosa de los grandes místicos, todavía viva en la memoria de muchos, toca al corazón, busca conmoverlo en una expectante agonía: morir al yo para vivir en Él. Los mártires bahá’ís mueEL ENCUENTRO ENTRE

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ren porque no podrían concebir salvar la parte (unos años más de vida sobre este plano) y condenar el todo (su dignidad, su conciencia). Conste que al hacer estas afirmaciones no deseo sugerir que Oriente sea superior o mejor en un sentido moralizante. Cualquier discusión que enfilase esa senda no sólo sería contraria al principio de unidad, sino que atentaría a la verdad misma. Recordemos que en las dos citas de Bahá’u’lláh la mención que se hace de Persia y de los pueblos del Oeste dista muchísimo de ser elogiosa. Por lo tanto, espero que quede claro que si hablo de una capacidad espiritual presente en las gentes del Oriente ello no significa que tengan mejores derechos que sus hermanos del Occidente. Reconozco que no es fácil aceptar este tipo de ideas, quizá demasiado amplias. Con todo, creo que es necesario reflexionar sobre estas cuestiones con una mente abierta. Aun siendo fácil perderse en consideraciones que bordeen el nacionalismo cultural, debemos recordar que no nos interesa centrarnos en los puntos débiles, sino sacar partido de los respectivos puntos fuertes. Los siguientes párrafos nos permitirán ahondar en nuestra indagación: En el pasado como en el presente, el sol espiritual de la verdad ha brillado siempre en el horizonte del Oriente. [...] Todos los Grandes Maestros Espirituales surgieron del mundo Oriental. Y aun cuando el Sol de Cristo apareció en Oriente, Su resplandor y apogeo fueron evidentes en Occidente, en donde fue más apreciado el fulgor de Su Gloria. La Divina Luz de su Enseñanza brilló con mayor fuerza en el mundo occidental donde se acrecentó con mayor rapidez que en la tierra de su ori-

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gen. En esta época el Oriente necesita progreso material y el Occidente necesita ideales espirituales. Sería necesario que el Occidente recibiera iluminación del Oriente y que éste diera en cambio su sabiduría científica. Tiene que hacerse este intercambio de dones. Oriente y Occidente deben unirse para darse uno al otro lo que les hace falta. Esta unión traerá consigo una verdadera civilización donde lo espiritual se expresaría y se llevaría a cabo en lo material.133

Nos encontramos aquí con una afirmación categórica. Nos guste o no, es un hecho que durante los últimos cuatro mil años la iluminación espiritual ha venido de Oriente. Personalmente creo que ‘Abdu’l-Bahá nos ha dado la explicación del porqué. Oriente y Occidente existen para intercambiar sus propios dones como regalos. Oriente no debe negar la necesidad del conocimiento científico o de la técnica occidental, como tampoco, por la misma razón, Occidente debe negar su necesidad de espiritualidad. Hasta cierto punto, algunos de los más graves problemas de nuestro mundo moderno arrancan de la renuencia de unos y otros a encontrarse a «mitad de camino» y a establecer un modelo de civilización que armonice los dos aspectos. Las palabras de ‘Abdu’l-Bahá que acabo de citar contienen ideas que se repitieron incesantemente a lo largo de sus viajes por Occidente. En realidad, la visita de ‘Abdu’l-Bahá a Occidente constituye todo un ejemplo de ese encuentro amoroso de Oriente y Occidente (pues, en efecto, la condición impuesta por ‘Abdu’l-Bahá para que el viaje «se produjera» era la unidad de los creyentes; sin ella no habría «atracción» 133 ‘Abdu’l-Bahá, La sabiduría; págs. 16-17. EL ENCUENTRO ENTRE

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suficiente para vencer los obstáculos que se interponían, entre ellos la mala salud del propio ‘Abdu’l-Bahá). El valor simbólico de esta visita fue inmenso desde el punto de vista que nos importa considerar aquí. Como lo fue también, a una escala difícilmente imaginable, la estadía de Bahá’u’lláh en tierras europeas, concretamente en la Turquía europea. Como lo fue el viaje de los primeros peregrinos occidentales a Tierra Santa, el matrimonio de Shoghi Effendi o la terminación de las obras del Templo Madre de Occidente. Todos estos ejemplos vienen a afirmar, de manera concreta y simbólica, que la Fe bahá’í es la religión de la unidad, y que esta unidad es concebida en términos de unión entre Oriente y Occidente. La siguiente cita de ‘Abdu’l-Bahá reproduce con otras palabras el espíritu de la cita anterior: El Occidente ha recibido siempre iluminación espiritual del Oriente. El canto de Reino siempre se ha dejado oír primero en el Oriente, pero en Occidente, al alcanzar mayor volumen el sonido, estalla en los oídos.134

Como se ve, el Occidente es fuerte precisamente en la parte ejecutiva de la espiritualidad. En otras palabras, Occidente sabe llevar los principios espirituales a la realidad. Es como un potente altavoz gracias al cual las más leves reverberaciones de la palabra divina encuentran su justa plasmación en la realidad. Y en otra parte ‘Abdu’l-Bahá describe a Occidente como el ámbito o dominio de la actividad. Cuando la actividad se asocia con la espiritualidad, se producen resultados. 134 Ibídem, pág. 29.

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Cualquier discusión de este género debería incluir un examen de El secreto de la civilización divina. Es una obra magna que reclama mayor atención de la hasta ahora otorgada. Los bahá’ís de origen persa harán bien en familiarizarse con sus contenidos. Apenas puede concebirse una introducción mejor para comprender las raíces profundas del drama contemporáneo que vive Irán y, como Irán, otros muchos países del mal llamado Tercer Mundo atraídos por las soluciones del fundamentalismo. A quienes lean el libro les rogaría que no lo interpreten unilateralmente como una llamada a que Irán se apropie de la técnica occidental. Es verdad que la obra insiste en esa idea, pero lo hace desde presupuestos críticos para con la prepotencia técnica de los países occidentales. Más aún, rezuma espiritualidad por sus cuatro costados y habla de la necesidad de aunar las fuerzas vivas de Oriente y de Occidente. Quizá sea este mensaje de unidad entre dos patrones fundamentales de vida lo que justifique el papel que le está reservado desempeñar a Irán. Sirvan de aviso y aliento las palabras del historiador español Vicens Vives: El Irán vive hoy uno de sus momentos de decadencia histórica. En el resurgir de esa Asia del siglo XX juega un papel muy secundario. Pero no desconfiemos del espíritu de un pueblo que tantas veces llevó en Oriente la antorcha de la civilización.135

135 J. Vicens Vives, Historia general moderna, Del Renacimiento a la crisis del siglo XX, Historia moderna del Extremo Oriente; Barcelona, Editorial Vicens Vives, 1971, pág. 1265. EL ENCUENTRO ENTRE

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