Deviniendo Kuñava\'era

October 12, 2017 | Autor: Noelia Enriz | Categoría: Etnografía, Antropología, Niños, Indios Guaraníes
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Descripción

Enriz Noelia y García Palacios Mariana. 2008 Deviniendo Kuña va‟era. En: Mujeres indígenas de la Argetina, Silvia Hirsch coord. Serie Culturalia. Editorial Biblos. Buenos Aires, 2008. pp. 205-230

“Deviniendo kuña va’era”

Noelia Enriz1 2

Mariana García Palacios

Hay algunos procesos vitales que constituyen cambios en las relaciones sociales. Entre las mujeres mbyá-guaraní de la provincia de Misiones, como para muchas otras, un cambio de gran importancia es la llegada de la menarca –primera menstruación–. El presente trabajo explora las transformaciones que se desarrollan a partir de este hecho, partiendo del análisis de una situación particular registrada a finales de 2003. No se trata en este caso de abordar las formas rituales del ñemondyiá, tal como lo mencionara Schaden (1998), sino de considerar las particularidades de las relaciones sociales que se establecen a partir de este momento. Por un lado, estas relaciones serán atendidas desde las experiencias lúdicas de los sujetos; es decir desde las distintas modalidades de participación y acercamiento al juego. En este sentido, abordaremos los cambios en la condición de las mujeres en la comunidad. Por otro lado, retomando algunos de los aportes de la perspectiva de género, analizaremos el establecimiento y la actualización a partir del rito de las asignaciones diferenciales para cada sexo. 1. Introducción Llevando a cabo nuestros proyectos de investigación acerca de los distintos procesos sociales que atraviesan las infancias, se nos ha revelado como fundamental la incorporación de los aportes que la perspectiva de género introdujo en la Antropología. Ya sea en el análisis de las prácticas lúdicas infantiles como espacios de socialización (Noelia Enriz) como en el abordaje de las distintas experiencias que niños y niñas atraviesan como parte del proceso de su formación religiosa (Mariana García Palacios), la distinción que cada sociedad construye entre los sexos y las relaciones que prescribe para ellos aparecen como aspectos que de ningún modo pueden ser desestimados. Es por ello que aquí intentaremos realizar una primera aproximación a esta dimensión analítica, retomando algunos de los desarrollos de los estudios de género en ciencias sociales. Si bien este trabajo es fruto de la discusión entre ambas y de nuestros respectivos recorridos, el análisis se centrará únicamente en los distintos procesos observados durante el trabajo etnográfico de una de nosotras, Noelia Enriz, en la comunidad mbyà-guaraní Tekoa Yma de la provincia de Misiones. A partir de las transformaciones registradas en el caso particular de la llegada de la menarca en una niña de la comunidad, nos proponemos explorar los cambios sociales que se presentaron como consecuencia tanto de este acontecimiento fisiológico como de su “ritualización”, con la ceremonia de la ñemondyiá. A lo largo de los distintos apartados, iremos incorporando dimensiones de análisis que creemos nos permitirán acercarnos a este propósito. En un primer momento, presentaremos 1

Licenciada en Ciencias Antropológicas, UBA. Becaria Doctoral del CONICET. E-mail: [email protected] 2 Licenciada en Ciencias Antropológicas, UBA. Becaria Doctoral del CONICET. E-mail: [email protected]

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algunos aspectos de las infancias mbyá: cómo han sido caracterizados los niños y las niñas en las investigaciones anteriores, qué actividades realizan en la comunidad, quiénes se encargan de su cuidado en las diferentes etapas. También fundamentaremos la decisión metodológica de utilizar las distintas modalidades de participación en las prácticas lúdicas como posibles indicadores de las relaciones sociales. Luego, a partir de estos desarrollos y de la consideración de algunos aportes de la perspectiva de género, nos aproximaremos a los cambios sociales que se encuentran implicados en el “devenir kuña va’era” (llegar a ser “la que está lista para ser mujer”), tanto en las relaciones entre las mujeres como en las que se establecen entre los géneros. Para adentrarnos en estos cambios consideraremos con Bourdieu las particularidades de los ritos de pasaje, y sus efectos tanto para quienes están forman parte de estos como para quienes no. Por último, señalaremos algunos interrogantes acerca de los modos en que pueden ser abordados los procesos de socialización involucrados en este pasaje. Comenzaremos por inscribir a la comunidad mbyá-guaraní Tekoa Yma, tanto en la línea histórica de larga duración como en el corto plazo, luego la situaremos geográficamente para continuar con algunos aspectos de las relaciones sociales registradas. Los mbyá-guaraní de Misiones pertenecieron originariamente a la familia lingüística Tupí-guaraní, que hace aproximadamente 4000 años, comenzó a diferenciarse de los demás pueblos amazónicos y, tras reiteradas dispersiones que realizaron siguiendo los cursos de los ríos Paraná y Uruguay, se concentraron en Paraguay; en Brasil, en el Matto Groso y la costa atlántica; y en Argentina, en la provincia de Misiones. Ya desde estas primeras dispersiones se manifestaron dos tendencias entre los guaraníes: la proto-mbyá y la proto-cario canoera. Los proto-mbyá se repartieron en pequeñas comunidades, asentadas en ríos angostos y de poco caudal (Susnik: 1988). Hasta hace unos 500 años, como resultado de distintas expansiones producidas no sólo por causas económicas -uso extensivo de la selva- o religiosas -la búsqueda de la tierra sin mal-, sino también por el ataque de tribus enemigas que los llevó a disgregarse por el territorio, cubrían cerca de 3000 kilómetros. El grupo se cohesionaba en torno a tres principios: avá-teko (la identidad de la costumbre), avá-ne’e (la identidad lingüística) y tamoi (el ancestro común) (Susnik: 1988). Entre otros aspectos, suele destacarse la reciprocidad practicada por las comunidades, lo que incentivó que en el siglo XVI los colonizadores europeos fundaran distintas ciudades alrededor suyo, explotando la posibilidad de conseguir allí servicios a bajo precio. Esto, a su vez, permitió sostener las ambiciosas expediciones de colonización. Una vez finalizadas las campañas de conquista religiosa, se dieron dos nuevos flujos migratorios de comunidades mbyá-guaraní en la provincia de Misiones. El primero se inició a finales del siglo pasado y el segundo hacia la segunda década del presente: “Todos ellos procedentes de la región oriental del Paraguay, en especial de la región centro-oriental y de la llamada del Guayra” (Sero, Kowalski: 1993: 228).

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En la actualidad viven en la provincia de Misiones alrededor de 40003 personas que se autodefinen como mbyá-guaraní. Asentados en distintos núcleos comunales, hablan una lengua propia. En este artículo nos centraremos en el análisis del material recabado en el trabajo de campo realizado en el núcleo Tekoa Yma 4, comunidad ubicada en la zona denominada Reserva Yabotí. Esta reserva, considerada por la UNESCO Reserva de Biosfera (Ley provincial Nº 3041, año 1995), es una zona de bioma de bosque tropical constituida por 119 lotes en donde se encuentran el Parque Provincial Moconá y la Reserva de Esmeralda, ambos de dominio del estado Provincial. El resto de los lotes son, en su mayoría, de propiedad privada5. Los distintos núcleos de la comunidad mbyá-guaraní tienen entre sí importantes diferencias, a pesar de que inconfundiblemente forman parte de una misma comunidad6. Muchas de estas diferencias están ligadas a la presencia o ausencia de escuelas y planes sociales, a la cercanía de caminos o vías de acceso, de poblados de importancia, etc. Es por ello que resulta fundamental tener en cuenta que la población de Tekoa Yma, así como la de las comunidades que la rodean, no tiene acceso a la escuela y, dada su distancia respecto de los caminos, encuentra dificultades para

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Los datos proporcionados por Asuntos Guaraníes, una cuestionada dependencia provincial encargada de la población indígena de Misiones, acreditan 6698 personas, según censo propio. En cambio, la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas realizada en el año 2004 por el INDEC establece la cantidad en 4083, según se publicara en Septiembre de 2005. Si bien hasta hoy perdura el cuestionamiento suscitado por esta diferencia en los datos, aquí nos inclinaremos por la información proporcionada por la segunda fuente, por considerarla más fehaciente. 4 El trabajo de campo en este comunidad fue desarrollado por Noelia Enriz en distintos períodos: Diciembre y Junio de 2006, Marzo y Abril de 2005, Mayo de 2003 (3º etapa TC). También ha sido complementado con experiencias en otras comunidades de la provincia, como Ka‟a Kupe y Perutí. 5 Ver Mapa adjunto. En los terrenos de la reserva fluye el Arroyo Yabotí, que mantiene sus aguas claras y transparentes, y es abundante en saltos y rápidos, lo que lo vuelve de gran interés. Su caudal es de unos 30m por segundo y alguna vez motivó el diseño de un proyecto hidroeléctrico que, afortunadamente, no prosperó. Ambos Yabotí, el Miní y el Guazú, abrazan las tierras del ex-obraje Esmeralda a las que irrigan con sus subafluentes. Según un informe conjunto del Programa “El Hombre y la Biósfera” de la UNESCO y la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable, del gobierno nacional, la importancia de mantener este ámbito reside en que sus cursos de agua son numerosos (entre otros cauces, se encuentran los de los arroyos Yabotí, Pepirí Guazú, Paraíso y un sector de El Soberbio, y los del río Uruguay). La Secretaría de Ambiente considera que el medioambiente de la reserva es uno de los biomas más importantes de la provincia (por ejemplo, aquí se encuentra el 33% de toda la fauna de la provincia). Existen al respecto destacables trabajos de paisanos mbyá. (Ver Marilyn Cebolla Badie: “Etno-ornitología: el conocimiento Mbyá de las aves, nomenclatura y clasificación”, III RAM, Posadas, 1999). Respecto de las tierras, por ser propiedades de dominio privado, están sometidas actualmente a distintos tipos de intervención, siendo el más importante el forestal de tipo selectivo. Sobre el lote ocupado por la Aldea Tekoa Yma, se desarrollaba tala al momento del primer período de trabajo de campo, a pesar de los reclamos de los paisanos a las autoridades. Afortunadamente, hubo una respuesta favorable y desde hace más de un año varios lotes no son talados. Esto ha incrementado la calidad de vida de los habitantes de la comunidad. 6 El concepto de comunidad presenta la dificultad de ser utilizado tanto para definir al pueblo mbyá-guaraní de toda la provincia como para definir al núcleo de convivencia (el grupo de hogares reunidos).

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comunicarse con la localidad más cercana en Argentina, El Soberbio, por lo que mantienen un mayor contacto con Brasil. Al llegar a las viviendas mbyá-guaraní, probablemente encontremos al menos un fogón, que suele estar fuera de las casas, en algún lugar reparado, si bien puede ser cambiado de lugar en virtud de la necesidad. En ciertas ocasiones, es posible que sea ingresado a las viviendas por la noche. Los fogones pueden corresponder a una sola familia, aunque generalmente agrupan a varias unidades domésticas que viven cerca y aprovechan un mismo fuego. En este sentido, es necesariamente un espacio de reunión. Allí, además de las comidas, pueden desarrollarse charlas e intercambios, generalmente acompañados del mate. Éste puede ser repartido (cebado) por una mujer, una jovencita, un hombre o un joven. Sin embargo, la preparación de las comidas invariablemente recae sobre las mujeres, como lo expresa el siguiente registro: Un jovencito llega al fogón cercano a la casa de su abuela. Viene solo caminando por el monte y se lo ve un poco agitado. Se acerca y tira un coatí muerto en el suelo. Todos lo miramos y se empiezan a escuchar murmullos. La llegada y la entrega generan sorpresa. Lo había cazado. Suenan preguntas y comentarios; él toma agua y dice “después, la abuela se encargará de pelarlo y cocinarlo para todos”

El joven vive con su madre, padre y hermanos, pero éstos no están en la comunidad al momento de su llegada. Entonces, ¿puede preparar él la carne que ha traído del monte? ¿quién va a encargase de cocinarla y servirla? Según distintas etnografías, “... la mujer ha sido y es tradicionalmente la que está junto al fuego, y cocinar, una ocupación exclusivamente suya” (Nicolás del Techo, citado en Vara: 1984: 49). También para León Cadogan, “La función de la mujer guarani dentro de su cultura puede tal vez ser definida como estar junto al fuego.”(1971: 113). Probablemente no se trate sólo de permanecer junto al fuego para cuidarlo, mantenerlo o avivarlo, según el momento. La cercanía al fuego guarda relación con otros aspectos que se supone se vinculan con lo femenino. Para los mbyá, la preparación de los alimentos es una actividad vinculada con la interioridad del grupo; es decir, con las cuestiones que suceden dentro del ámbito de la comunidad en sí misma. Este espacio se diferencia del monte u otros ámbitos que pueden expresar la exterioridad. El monte forma parte de sus tierras, tal como se traduce en los diversos reclamos por el reconocimiento legal de su propiedad y en los diversos usos de éste asociados a la subsistencia. Aún así, es considerado un ámbito de uso diferencial respecto de la zona en la que se establecen las casas (tekoa). En este sentido, si cada núcleo de la comunidad puede ser pensado como un conjunto de anillos concéntricos, el monte, aunque necesario para la subsistencia, es un ámbito exterior. Por implicar ciertos peligros, representa un espacio de circulación reservado estrictamente a los varones, pero no un espacio de permanencia. (Larriq: 1993). Las mujeres no suelen recorrer el monte, ni ir más allá de las tierras de cultivo, salvo que lo hagan acompañadas de hombres. Las pocas ocasiones en las que salen están fundamentalmente motivadas por la venta de la fuerza de trabajo o el acompañamiento de procesos institucionales específicos (una reunión, una visita, etc.). Esta relación entre la interioridad y la exterioridad parece reproducirse en el mismo fogón: recibe algo de fuera, del espacio que los

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hombre transitan y, sin embargo, “La mujer, provenga de donde provenga el fuego, tiene que limitarse a guardarlo.” (Cadogan: 1971: 113) Esta diferenciación se hace muy notoria durante la couvade, entendida generalmente como la observancia por parte de los hombres de una serie de tabúes y restricciones durante el período de parto y posparto de su mujer (Moore, 1999). Hasta su culminación, mientras que a las mujeres se les pauta una dieta particular, la imposición masculina más notoria está asociada a la imposibilidad de salir al monte: “odjepota es la triste suerte que espera a todo hombre que no respete la prescripción de quedar en casa cuando la esposa da a luz, si no resiste la tentación de salir a cazar. El primer animal que encuentre se le figura como gente” (Schaden: 1974: 8384, en Vara: 1984: 66). Este peligro y otros, como las dificultades que podría tener el alma del recién nacido, refuerzan la idea de que el padre no pueda alejarse por el monte y que, entonces, acompañe de un modo diferente la llegada de su hijo/a.7 Por lo tanto, este período se caracteriza por la permanencia de los hombres en el núcleo. La finalización de la couvade suele estar acompañada de una serie de elementos que benefician su cierre, como el caso de los popygua (LéviStrauss: 1986b): Un hombre que acaba de tener su primer hijo porta unos popygua muy pequeños, de unos 5cm de largo. Los popygua son, por lo general, unas varitas de madera delgadas de unos 20cm de largo que se usan para percutir. En sus palabras, sirven para avisar que uno está llegando desde el monte a la comunidad, aunque en ocasiones se utilizan también durante ceremonias religiosas. El hombre construyó estos pequeños popygua para su hijo, para que el alma del bebé se quede con él cuando el papá se va al monte a cazar. La madre los buscó, nos los mostró a nosotras y acercándoselos al bebé, percutió cerca suyo.

La presencia femenina en el interior de la comunidad también se asocia al cuidado de los niños y las niñas, aunque éste no recae exclusivamente sobre las madres, sino sobre todos los que permanezcan a su lado, dentro de la tekoa (hermanos/as, otros niños, abuelas, etc.). A medida de que el niño crece y va logrando una mayor autonomía, se van estableciendo relaciones más amplias entre él y el resto del grupo. Por lo tanto, las mujeres de la comunidad no van al monte y sólo se encargan de la provisión de las materias primas para los alimentos cuando éstas se encuentran en territorios cercanos y limpios (rozados). Por ejemplo, pueden ocuparse de la limpieza de los porotos, de traer maíz de las propias huertas y, ocasionalmente, de traer frutas de los árboles más próximos a la tekoa. Sin embargo, otras provisiones, que en ocasiones también se realizan cerca del núcleo de la comunidad, están a cargo de los varones. Este es el caso de la recolección de miel: Una tarde salieron a melar –ir a buscar miel– un anciano, dos hombres jóvenes y unos niños de 10 y 12 años. A su regreso, trajeron un panal para comer la miel con la larva de abeja. Como no debía ser cocinado, lo repartieron ellos mismos a todos los presentes. Reservaron algunas porciones, porque con miel también preparan bebidas (trozos de miel con 7

Existen diferentes interpretaciones acerca de lo que implica la couvade. Algunos autores la consideran como la afirmación de la paternidad social, mientras que otros la definen como el reconocimiento del papel del marido en el alumbramiento (Moore: 1999).

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cera se colocan en agua para beberla una vez disuelta). Suelen hacer esto con las partes en las que se dificulta la salida de la miel. Este proceso de consumo de la miel que los hombres recogen la realizan las mujeres. Ellas colocan las porciones de panal en agua y luego ofrecen la bebida.

Este fragmento nos muestra que cualquier alimento que requiera alguna elaboración, por más sencilla que ésta sea, queda a cargo de las mujeres. Son ellas quienes se ocupan de su preparación y distribución. 2. Infancias mbyá Por lo general, consideramos a la infancia y la niñez como períodos del ciclo vital de las personas que parecieran haber existido siempre y con las mismas características en todos los tiempos y culturas. Sin embargo, es posible analizar la variabilidad de las infancias a nivel histórico y comparativo8. La diversidad de estas construcciones suele estar articulada con diferentes condiciones históricas, como la organización socioeconómica, las pautas de socialización o los intereses políticos. En antropología, según Szulc, los estudios de Margaret Mead y Ruth Benedict “... sobre sistemas clasificatorios del ciclo vital y pautas de crianza de diversos pueblos (...) suponen una contribución fundamental a la deconstrucción y relativización de nociones occidentales universalizadas sobre la niñez” (2005) Más adelante, consideraremos algunas críticas a estos estudios. Sin embargo, lo que aquí nos interesa es subrayar que a partir de ellos y otras investigaciones antropológicas más actuales, sabemos de la gran variabilidad de concepciones sobre la niñez, tanto histórica como transculturalmente. Para el caso de las comunidades mbyá-guaraní, Susnik (1983) sostiene que los niños y las niñas recién nacidos deben ser protegidos tanto por la madre como por el padre. Esto significa que durante un período ambos están obligados a permanecer con su hijo/a en el núcleo habitacional, como se ha mencionado anteriormente en la descripción de la couvade. Una vez finalizado este período, el padre vuelve a realizar sus tareas fuera de la tekoa (la caza y/o el trabajo como asalariado, generalmente como peón) y el niño es cuidado fundamentalmente por su madre. En este sentido, los primeros años de vida transcurren en estrecha relación con un núcleo social, que para estos fines, puede estar representado sólo por la madre o por ella, los hermanos/as y alguna de las tías o abuelas del niño. Es decir que existe también un estrecho vínculo con otros integrantes cercanos de la comunidad porque, como lo anticipábamos en el apartado anterior, el 8

Uno de los primeros investigadores en analizar los cambios históricos en la construcción occidental de la niñez fue el historiador Philippe Àries, quien publicó la obra El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen. A partir de sus estudios y de otros que le han sucedido dentro del campo de la historia, podemos sostener que las concepciones acerca de la niñez en occidente se han ido modificando a lo largo de los siglos. Existen en la actualidad estudios que dan cuenta de esta escasa atención prestada a los niños y a problemáticas que los involucren, en las investigaciones antropológicas. Para un recorrido sobre el tratamiento de estos temas en antropología, ver Szulc (2005). Uno de los primeros en prestar especial atención a la infancia en las comunidades mbyá fue Marcelo Larriq, quien analizó sistemáticamente la etapa que abarca desde el nacimiento hasta los 3 años, aproximadamente. Luego, los trabajos de Carolina Remorini abordaron la problemática al analizar los procesos de salud y enfermedad en la primera etapa del ciclo de vida.

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cuidado de los niños queda a cargo de quienes estén con ellos dentro de la tekoa: en la mayoría de los casos, las mujeres, pero también otros niños. Esto representa el primer paso hacia el establecimiento de la relación del niño con el grupo total. Tanto las experiencias de campo actuales como los registros más clásicos reflejan una imagen muy particular en relación con el afecto que se les tiene a los niños y las niñas. Así, se subrayan las formas muy amables y consideradas del trato. No sólo quedan excluidos por completo los castigos corporales o las palabras severas, sino que la manera de tenerlos en brazos, la forma en que se les habla y cómo se juega con ellos son cuestiones llevadas a cabo con un estricto cuidado. Se procura no generar tensión en el niño para no provocarle el llanto. Según Alfred Metraux, “Los Mbyá satisfacían todos los caprichos de sus niños, y de buen grado vendían sus caballos o se mudaban de campamento si los niños así lo deseaban” (1996:182). De este modo, en compañía de los adultos, los niños van construyendo los diversos conocimientos de la vida social. El compartir (uno de los valores principales de la comunidad), tal como otros valores culturalmente importantes, se transmite en gran medida en las relaciones grupales; “... desde temprana edad se les enseña a compartir la comida.” (Metraux: 1996: 184). También se comparten los objetos utilizados para jugar, los cuales permanecen al alcance de todos, al igual que las técnicas necesarias para construirlos. Los niños y las niñas que ya han alcanzado una mayor autonomía pasan sus días entre diversos intereses y estimulados por un contexto muy rico. Con su crecimiento se van ajustando las relaciones con el grupo y aumentan las ocasiones en que son los mismos niños quienes se encargan de muchos de los aspectos del cuidado de los más pequeños. 9 Así, se constituyen grupos de pertenencia, en donde se comparten tanto las instancias lúdicas como los baños, las actividades en las ceremonias religiosas y algunas labores. En este momento, el grupo de juego constituye uno de los lazos sociales más fuertes. Si bien son espacios de comunidad, no se mantienen necesariamente estables: las personas que lo componen, tanto varones como mujeres, pueden ir cambiando a lo largo del tiempo. Los juegos elegidos también varían y no se observan grandes diferencias entre las elecciones de niños y niñas. La variación se debe más bien a que parecieran recordar determinados juegos y practicarlos durante un período con mayor frecuencia que otros. Es decir que en ciertos momentos predominan algunos juegos y, en otros, éstos cambian, pero siempre puede hablarse del desarrollo de distintas habilidades a partir de ellos. 10 Coincidimos con Metraux en rescatar que en los juegos, “[Los niños] Demuestran escasa o ninguna brutalidad, y raramente atropellan a los chicos de menor edad” (1996: 183) No hemos podido hallar referencias más extensas acerca de los juegos de los niños en las etnografías clásicas existentes sobre la 9

Carolina Remorini ha analizado la participación de los niños mbyá en el cuidado de sus hermanos u otros niños más pequeños. 10 Podríamos referirnos largamente a cómo se construyen los conocimientos en el juego, pero excedería los propósitos de este trabajo. Para una primera aproximación al tema ver Enriz: 2004.

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comunidad. Consideramos que motivados por la noción occidental de niñez, que considera a los niños y niñas como carentes de ciertas características que se supone que los adultos poseen, las aproximaciones etnográficas muchas veces les han reservado el lugar de agentes pasivos, progresivamente socializados hasta cumplir con las reglas de su sociedad. Al no ser tenidos en cuenta como interlocutores válidos para la investigación de campo, la mayoría de los estudios hacen mención de sus actividades en tanto preludio de la vida adulta. Por ser considerado como la actividad “esencial” de los niños, el juego tampoco ha merecido mayor atención. Sin embargo, aquí sostendremos que las prácticas lúdicas son capaces de expresar relaciones sociales. Para esclarecer este punto, analicemos el siguiente fragmento: Una niña de 7 años salta sobre una de sus piernas; reiteradamente sobre la misma. Salta frente al fogón donde están reunidas su abuela, su madre y algunas personas más. En medio de los demás que no saltan, mira a todos, se ríe y salta. En cierto momento apoya la otra pierna, la que mantenía recogida. Entonces se detiene, mira a su alrededor y dice “me cansé, estoy cansada”, se ríe y sigue jugando.

Si la niña advierte permanentemente a los demás cuáles son las reglas que persigue. Quienes la acompañan están preparando comidas, conversando. En esta ocasión, no la acompañan los chicos y chicas con quienes suele jugar, pero ella respeta las reglas que conoce y así convierte en juego ese momento. Si toma una serie de reglas y las expresa ante los otros y, en el momento de apoyar la pierna que mantenía recogida, denuncia haberlas transgredido, ¿juega sola? Para Platón (1998) el juego consiste básicamente en un ejercicio de imitación (mimesis). Desde nuestra perspectiva, sólo lo es en tanto anticipa y ejercita el vínculo de la comunidad como tal y prepara para la vida en grupo. Sin embargo, como lo establece Huizinga (1972), entre otros factores, el juego ordena aspectos de la vida social; crea un orden que es particularmente compartido por todos los integrantes del grupo de juego, pero que además trasciende a éste. Hay en el juego mencionado una enunciación hacia los otros de cómo debe jugarse, en la que se demuestran habilidades y saberes. La niña que salta sola, mantiene una permanente relación con quienes no saltan y respeta las reglas que estos mimos comparten. Las prácticas lúdicas11 pueden comprenderse en analogía con otras instancias a las que la antropología ha prestado mayor atención, como los 11

Considerar como categoría analítica la de práctica lúdica nos permite poner el énfasis en las prácticas de los sujetos (indeleblemente ligadas a la conciencia como un todo), es decir en las acciones transformadoras o creadoras sobre distintos aspectos de su entorno cultural, trabajo, arte, relaciones sociales, etc. Esta definición se nutre de la brindada por Rubén Dri “El ser humano es esencialmente praxis, totalidad de práctica y conciencia (…) Como práctica que es transforma continuamente la realidad natural, crea productos como bienes de consumo, obras de arte, etc. en los que se ve a sí mismo, en los que expande su ser. Su ser es su hacer, su obrar, su crear. La naturaleza va deviniendo mundo, mundo humano” (Dri: 1998: 195) En tal sentido, las prácticas lúdicas serán aquellos abordajes del mundo a través de los códigos lúdicos, que se planteen prácticas transformadoras. Esto es habitual en las formas lúdicas observadas. También permite desdibujar un poco los límites de lo que es y no es juego, considerando más bien las prácticas lúdicas como una forma de aproximarse a diferentes situaciones.

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rituales o los mitos.12 En este sentido, tal como lo ha desarrollado ampliamente Lévi-Strauss (1968), cualquier modo de ordenamiento del mundo, de la realidad circundante a los sujetos, es superior a la admisión del caos. El juego, al igual que el mito, constituye un orden particular propio. En este sentido, podemos suponer que el mundo es entendido por la niña del fragmento como un espacio reglado conjuntamente con los otros. Si el juego, así como cualquier otra forma taxonómica, es una manera de enfrentarse al caos, es la definición del grupo de juego, el establecimiento de sus formas y particularidades, lo que otorga a los sujetos un modo de ordenamiento. Nos referimos fundamentalmente a la clasificación que se construye entre lugares protegidos y liberados, movimientos permitidos y prohibidos, etc. El orden está dado por las reglas y, al respetarlas, el jugador necesariamente comunica un mensaje hacia los otros, ya sea que participen también como jugadores o como espectadores. Este ordenamiento construido en el juego, permite además, en razón de poseer reglas, establecer límites (Huizinga: 1972). Es decir, define lo que está permitido y lo que no, dentro del marco de la actividad lúdica misma. Considerar el momento en que se pierde, o el inicio, o lo que no está permitido es necesariamente reconocer un límite consensuado por los sujetos. Si bien éste último puede ser variable, puede re-consensuarse, puede redefinirse, las reglas al interior del juego caracterizan las pautas del lugar de no-juego. Por lo tanto, en la medida en que un conjunto de personas se constituya como grupo de juego, a pesar de la inestabilidad que pueda tener, en él existe un código. Hay un vínculo creado entre los sujetos que se alimenta, retroalimenta y crece en función de su permanencia. Tal como quedó expresado en el juego descrito, en el que la niña salta en un pie y advierte a los demás cuando está cansada, los juegos son sociales incluso cuando son individuales. Las prácticas lúdicas no sólo se construyen en función de reglas consensuadas por el grupo, sino que ponen en juego saberes compartidos y, a su vez, construyen nuevos saberes. El grupo de juego y sus pautas existen más allá de las prácticas concretas de cada momento. Del mismo modo, no jugar no significa necesariamente estar fuera del juego: existen otras formas de participar en estas prácticas. En el ejemplo mencionado, los adultos que observaban el juego, participaban en él. Justamente, en este artículo, nuestro interés será ver cómo las modalidades de participación en estos ámbitos de juego se modifica al ritmo 12

Para ello, consideraremos los aportes de las teorías restringidas (Enriz: 2006) En términos generales esta categoría se refiere al conjunto de las teorías que analizan desde una perspectiva simbólica estas experiencias, fundamentalmente nutridas de abordajes filosóficos y antropológicos. Pueden verse ente otros: Lévi Strauss (1964), Elíade (1973), Scheines (1981). En este sentido, nos distanciamos de las aproximaciones más psicológicas al juego, como las de la teoría genética o el psicoanálisis. En la teoría estándar de Piaget, el juego aparece como un vehículo que permite reconstruir diferentes etapas del desarrollo cognitivo de los niños. Esta premisa ha sido uno de los motores que permitió incluir al juego en estrategias de enseñanza-aprendizaje, fundamentalmente en el ámbito escolar. En la teoría psicoanalítica, la importancia del juego radica en que a través suyo, el sujeto se vincula consigo mismo, con sus propios desarrollos, con sus habilidades, con lo que quiere conseguir, o bien, con la ausencia de su madre. Por lo tanto, para este trabajo, ambas miradas exceden nuestro análisis en el que intentaremos vincular distintos cambios lúdicos con nuevas significaciones sociales.

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de otros cambios sociales, especialmente en el período de la menarca de una niña. Así, las formas en que el juego se desarrolla en ciertos contextos permiten advertir los cambios y aventurar los nuevos roles sociales. Volveremos sobre este punto más adelante. Ahora quisiéramos detenernos en ciertas diferencias observadas entre las actividades de ambos sexos. La antropología siempre se interesó por ver cómo cada cultura expresaba las diferencias entre varones y mujeres. De este modo, se han realizado descripciones etnográficas de los papeles sexuales, supuestamente originados en la división del trabajo basada en la diferencia biológica13. Nuevamente aquí, los estudios de Margaret Mead son considerados como pioneros en el establecimiento de una perspectiva de interpretación más allá de la descripción etnográfica (Lamas, 1997). De ahí en más, se han realizado importantes avances en este campo, los que intentaremos tener en cuenta más adelante. Sin embargo, aunque en este apartado únicamente consideráramos estas investigaciones pioneras, podríamos advertir que la forma de organizar las relaciones entre los sexos no es algo dado ni invariante.14 En efecto, la obra de Margaret Mead nos ofrece dos ejemplos que presentan suma variabilidad. En primer lugar, con respecto a los samoanos, advierte que las niñas no se vinculan con un grupo de su edad hasta que tienen por lo menos seis o siete años, edad a partir de la cual comienzan a formar grupos más amplios estrictamente divididos de acuerdo con el sexo: el antagonismo entre las niñas y los niños es uno de los rasgos salientes del grupo (1993: 73). Según la autora, “La primera actitud que una niña aprende a adoptar hacia los muchachos es de esquivez y antagonismo. Se le enseña a observar el tabú del hermano y la hermana hacia los muchachos de su grupo de parentesco y casa, y junto con las otras niñas de su grupo de edad trata a todos los demás chicos como enemigos predestinados. Cuando una niña cumple ocho o nueve años de edad, sabe que no debe acercarse nunca a un grupo de varones mayores. Este sentimiento de antagonismo hacia los chicos y la avergonzada esquivez hacia los mayores continúa hasta la edad de trece o catorce años; no existe en el grupo de chicas que llegan a la pubertad y en el de los muchachos que acaban de ser circuncidados.” (1993: 95).

Es decir, que es a partir de la pubertad cuando los samoanos estimulan la vinculación entre varones y mujeres. Por otro lado, los manus de Nueva Guinea presentan una forma de organización muy distinta que los samoanos: hay una relativa indistinción 13

Al momento no existía la categoría de género, que se considera acuñada por la psicología en su vertiente médica a mediados de la década del ‟50 y redefinida a partir de entonces. Con papeles sexuales se intentaba dar cuenta de la diferente participación de los hombres y las mujeres en las distintas instituciones. La categoría incluía, además, los valores que cada sociedad construía en relación con estos roles (Lamas, 1997). Marilyn Strathern analiza el gran impacto que las críticas feministas tuvieron en la antropología, que muchas autoras atribuyen a la intención, siempre presente en la disciplina, de dar cuenta de roles diferenciales en las distintas sociedades. Sin embargo, para Strathern, también se opusieron ciertas resistencias. 14 A pesar de las críticas que se le han realizado a los trabajos de Mead y a pesar de estar de acuerdo con muchas de ellas, no podemos dejar de considerarlos ya que, como hemos mencionado, también forman parte de los estudios pioneros sobre socialización, problemática que nos convoca recurrentemente en nuestras investigaciones.

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entre los niños y las niñas durante la infancia, aunque existen ciertos aprendizajes indicados para cada uno. En este sentido, los niños aprenden el pidgin (pues lo necesitarán para los tratos comerciales) y las niñas no, aunque parecen conocerlo. En referencia a la pesca, Mead establece que tanto varones como mujeres acompañan las salidas, aunque “... las niñas van con sus padres pero no tienen que aprender el oficio” (1985: 42). Además, si bien los niños de ambos sexos no trabajan, las niñas, a partir de los doce años realizan algunas tareas caseras, a diferencia de los varones “... [que] siguen ociosos, generalmente, hasta después de contraer matrimonio” (1985: 45). Los cambios más notorios parecieran marcarse a partir de la pubertad. No hay que olvidar que las descripciones de Mead fueron realizadas entre las décadas del ‟20 y del ‟30. Seguramente, hoy en día existan grandes cambios en la organización de estas comunidades, sobre todo si tenemos en cuenta que las construcciones acerca de la diferenciación entre los sexos son cambiantes. Sin embargo, los ejemplos nos permiten apreciar claramente cómo cada grupo social realiza diferentes construcciones de género, modos de significar las relaciones entre los sexos. Entre los mbyá, como ha sido registrado por Metraux, tanto los niños como las niñas “... con buena disposición realizan cualquier tarea que se les encomienda” (1996: 183). De este modo, aportan a la organización de sus hogares en labores cotidianas, como ir a buscar agua o colaborar en el cuidado de los hermanos. Como establecimos, el juego también es un espacio común y no se espera que los niños y las niñas jueguen por separado o a juegos distintos. En el juego se dan ciertas relaciones que, como veremos, no serán exactamente las mismas que se dan en la vida adulta. Un claro ejemplo de esto se nos presenta en las danzas previas a las ceremonias religiosas: mientras que entre los adultos son sólo las mujeres quienes las realizan, durante la infancia, tanto niños como niñas participan en ellas.15 Pareciera entonces que existiría una relativa indistinción durante la infancia. No obstante, si bien los grupos no se construyen en oposición, existen ciertas distinciones entre los niños y las niñas. 16 Una diferencia importante es que un niño puede en ocasiones acompañar a un hombre adulto al monte para realizar alguna tarea sencilla, como por ejemplo melar, pero las niñas no suelen hacerlo. Así, los varones van siendo vinculados a la caza. Para Metraux (1996) la actividad paralela para el caso de las niñas sería el lavado de ropa, pero si bien actualmente ellas colaboran con esta labor, los varones también lo hacen. Por lo tanto, es en relación con la caza 15

Un dato interesante al respecto es que los adultos consideran que los niños y niñas, a diferencia de ellos, están jugando cuando participan de los bailes, pero los chicos no se muestran de acuerdo con esta distinción. 16 Cada vez que hagamos referencia a “las niñas” y “los niños” o “las mujeres” y “los hombres”, estaremos suponiendo que existen variaciones al interior de cada una de las categorías. Al analizar las asignaciones (actividades, roles, funciones) que socialmente se construyen para cada sexo y para cada fase del ciclo de vida, muchas veces se realizan descripciones que conllevan cierto grado de generalización. De más está decir que, sin embargo, existen diferencias entre las distintas mujeres de la comunidad, por poner un ejemplo. Volveremos sobre este punto al reflexionar sobre los procesos de socialización, cuando estableceremos que existen diversas maneras de apropiarse de las pautas sociales de género.

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en el monte donde encontramos la diferenciación más clara, como puede observarse en el siguiente registro: En cierta ocasión, por razones excepcionales y que no viene al caso detallarlas aquí, la mayoría de los adultos salieron a visitar a una comunidad relativamente cercana, ubicada a unas dos horas de caminata. Era una situación que ameritaba la mayor cantidad de población de la comunidad posible, es decir que sólo se quedaron en el núcleo los que era imprescindible que permanecieran: una mujer, su bebé pequeño, una joven y unos cinco niños, entre los que se encontraba el hijo mayor de la mujer, de más o menos 12 años. El resto de la población partió, pero antes de hacerlo, algunos hombres le indicaron al mayor de los niños (el hijo de la mujer) que debía ocuparse de las trampas de caza: lo que él trajera sería el único animal que se comiera en esos días. Quizá resulte extraño que habiendo otros adultos, se le encomiende esta tarea a un niño. Sin embargo, el único mbyá adulto presente era una mujer.

Los niños varones no tienen la obligación de acompañar a los adultos al monte y, por lo general, prefieren permanecer en la tekoa con sus grupos de pares. Sin embargo, el niño pudo realizar la tarea encomendada porque, aunque sea en ocasión de alguna salida, la caza formó parte de los aprendizajes que fue compartiendo con los hombres de la comunidad. Abordaremos estos aprendizajes y otros en el apartado que hemos dedicado a la socialización. Nos detendremos ahora a ver qué respuestas sociales se construyen con respecto a la menarca en las niñas. 3. La menarca En cada cultura o sociedad, se clasifica o categorizan las etapas de la vida de diferente manera, por lo cual hay nombres que definen indican que comienzo o finalización de etapas de la vida. Esto se evidencia al considerar las denominaciones mbyá para las mujeres en distintos períodos de la niñez. A la niña recién nacida se la denomina pyt’a’i va’e. Luego, kiringue’i (niño en diminutivo), hasta más o menos los tres años y kiringue (niño), hasta aproximadamente los diez. Para estas etapas, no nos han informado variaciones entre las denominaciones para niñas y niños en la comunidad. Las niñas de once y doce años, son denominadas lñe’engue ramo va’e – la que va a escuchar las palabras – (ñe’e nguchu ramota va’e para los niños). Las diferencias entre los períodos se establecen a partir de cambios en el desarrollo que se consideran relevantes socialmente. Existen numerosos trabajos acerca de diferentes eventos que ritualizan la transición de las personas a través de distintos estados del ciclo vital. Por ejemplo, se han analizado en diferentes sociedades los rituales ligados al nacimiento, los mortuorios o los llamados ritos de iniciación. Así, la antropología se ha dedicado ha desentrañar de qué maneras ciertos procesos fisiológicos conllevan modificaciones en las relaciones sociales. Entre las mujeres mbyá-guaraní de la provincia de Misiones, como para muchas otras, un cambio de gran importancia acontece a partir de la llegada de la menarca –primera menstruación.17

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En un trabajo reciente, Mariana Gómez (2006) analiza las representaciones, significados y prácticas ligados a la menarca y la menstruación en una comunidad toba de Formosa. En

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Durante este período, algunos aspectos sociales cambian considerablemente. Veamos primero cómo ha sido analizado este tema en las anteriores investigaciones. Desde las primeras observaciones sistemáticas conocidas, se expresa que para los mbyá la menarca constituye una crisis de grandes proporciones. Así, se sostiene que “No hay duda de que la primera menstruación es tenida como el acontecimiento responsable por la manifestación de la crisis más delicada de la vida de la mujer Guaraní” (Schaden: 1998: 108). Una vez anunciada su llegada en una niña, se desarrolla una ceremonia particular, la ñemondyiá: “... los Mbyà guaraní someten a la muchacha púber a una rigurosa observancia ritual; se la recluye en un rincón de la vivienda, con cara a la pared, por espacio de tres semanas; no debe hablar, reírse, rascarse o ya soplar el fuego...“ (Müller: 1989: 188). La serie de recaudos rituales que se toman durante este período está relacionada con la consideración de que la menarca, en tanto eclosión pubertaria, está rodeada de gravísimos peligros (Schaden: 1998: 108). En este sentido, como lo describe Susnik, “A veces preparan para la muchacha una plataforma para evitar el contacto con el suelo y, por ende, evitar la interferencia del siempre dañino „yvy-ya‟...” (1983:53). Schaden coincide con esta apreciación al sostener que los “... Mbüa tienen la precaución de construir para la niña un catre bien alto para quedar bastante alejada del suelo y no ser alcanzada por el yvydjá, espíritu de la tierra” (Schaden: 1998: 109). Muchos autores asocian estas restricciones en la movilidad con las que se desarrollan para los hombres durante la cuovade. Consideran que los mbyá no permiten a la joven caminar por el monte para no ser víctima de la serpiente, ni de yvyrádjá (“espíritu de los árboles”). Tampoco la dejan atravesar los ríos para no ser agarrada por el ydja (“espíritu de las aguas”), ni tocar una piedra por causa de ytadja („espíritu de la piedra‟) (Schaden: 1998: 111). Mientras la joven es mantenida en la vivienda, suele purificársela con humo de tabaco. Una vez que reasume sus actividades cotidianas, “... el shaman realiza un lavado ritual con decocción de corteza de cedro” (Susnik: 1983:53). A lo largo del tiempo, producto del entramado de diversos factores, la ñemondyiá ha sufrido ciertas modificaciones. De hecho, como práctica generalizada, se considera en retroceso (Vara: 1984).18 Sin embargo, allí donde se sigue realizando la ceremonia, las variaciones no han ido en detrimento de sus características centrales. En Tekoa Yma, a la niña se le cortan los cabellos y es mantenida lejos del suelo en un lugar de reposo y resguardo dentro de una vivienda:

su estudio, realiza una completa síntesis de las distintas investigaciones sobre el tema en antropología. 18 Actualmente las comunidades indígenas se insertan en dinámicas que impactan fuertemente sobre sus condiciones de vida. Ente los cambios mas sistemáticos podemos señalar la tala del monte nativo, las constricciones espaciales, la presencia de instituciones religiosas, la institucionalización de los núcleos, los paliativos de planes sociales y, por supuesto, la presencia de la escuela. Así se modifican las ceremonias cotidianas, más aún las excepcionales. En este sentido, por ejemplo, practicar las “restricciones dietarias” que prescribe el ritual se dificulta en los contextos donde el alimento es escaso, o donde llega embolsado.

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Lo primero que observo al llegar a la comunidad es que una de las chicas, a quien a partir de aquí llamaré Ale, tiene el cabello rapado. Había tenido la menarca hacía muy poco tiempo. A partir de esta experiencia se sucedieron una serie de preguntas y relatos. Me comentaron que las mujeres que no formaban parte de su círculo más cercano no habían podido ni siquiera saludarla en esos días.

De este modo, tal como lo expresara Schaden, durante el período en que dura el resguardo, la joven “... sólo tiene contacto con gente de la familia; incluso éstas le hablan en voz baja y ella responde de igual manera” (Schaden: 1998: 109). Toda la comunidad se había encargado de darle a Ale lo que necesitaba durante ese período, pero fundamentalmente eran las mujeres adultas quienes debían acompañarla y hablar con ella. En estas conversaciones, según nos refirieron, le “cuentan las cosas que debe saber para la vida futura”. Así, se ocupan de instruirla sobre su futuro, el matrimonio y las cuestiones vinculadas a su vida sexual y reproductiva. Junto con las restricciones asociadas al movimiento y a las relaciones sociales, al igual que ha sido relatado en el pasado (Schaden: 1998: 110; Müller: 1989: 188), hicieron que la joven cumpliera con una dieta apropiada, procurando que se alimente de “comida seleccionada”: exclusivamente vegetales, en poca cantidad y sin sal ni miel. Todas las restricciones y tabúes que distintas mujeres experimentan no sólo durante la menarca, sino también durante los siguientes períodos menstruales o el parto, han sido estudiados muchas veces como claves para entender cómo se clasifican y ordenan los géneros en diferentes sociedades. Así, según Moore (1999), una de las particularidades del simbolismo del género más estudiadas por los especialistas que pretenden explicar el “estatus inferior” de la mujer ha sido el concepto de contaminación. En este sentido, se han analizado distintas sociedades en las que la mujer es considerada como un agente contaminante al menos en determinados momentos de su vida. Sin embargo, aquí no abordaremos la menarca y la ñemondyiá en relación con el concepto de contaminación, porque al no contar con los elementos suficientes para reconocer los matices que este concepto cobra en la comunidad, correríamos el riesgo de trasladar erróneamente estructuras de dominación reconstruidas para otros contextos. Por lo tanto, analizaremos algunos aspectos simbólicos, pero partiendo de los cambios que hemos percibido en las relaciones sociales. Aún así, sí mencionaremos más adelante algunos recaudos que será necesario tener en cuenta a la hora de considerar estos universos simbólicos, fundamentalmente porque partimos de la premisa de que las relaciones sociales no pueden comprenderse enteramente si las aislamos de las estructuras simbólicas que les dan significado y las justifican. 4. Consecuencias sociales de la menarca: La transición de Iñe’engue ramo va’e a kuña va’era Mientras las mujeres tomamos mate, algunos chicos juegan. Unos, a saltar en un pié; otros, con una pelota de bolsa que se arrojan a las manos. Cuando terminan, se acercan a comer al fogón, donde hay un preparado de maíz molido con miel, secado al fuego. Mientras comen, conversan. Más tarde, vuelven las corridas. Son cinco chicos (cuatro varones y una niña de casi la misma edad que Ale, pero que aún no ha tenido la menarca). Se corren entre sí, se empujan y se agarran 14

simulando una lucha, pero no parece haber tensión, ni brusquedad. Aunque se encuentra en el mismo espacio que los demás, parece que Ale tiene otros deberes. Como está siendo introducida en los saberes femeninos de la edad adulta, debe dedicarle tiempo a las preparaciones de los alimentos, acompañada por otras mujeres. Es por ello que, dada la época del año, se dedica a moler maíz. Luego, la mujer prepara rora, con ayuda de Ale, y todos comemos.

Ale se encuentra ahora en el pasaje a un nuevo estado 19; está deviniendo kuña va’era, que literalmente significa “la que está lista para ser mujer”. A partir de aquí, puede armar su pareja y tener hijos. Kuña va’era es, en primer lugar, la joven que ha tenido su menarca, pero no es sólo eso: es además quien ha adquirido los saberes necesarios para convertirse en mujer, más allá de sus fundamentos físicos. Aquí, lo esperado por el grupo forma parte de consignas muy claras, explicitas y difícilmente franqueables. Tal como lo expresa Schaden, “... una vez transcurridos los días de la menstruación, hay mucho que aprender: preparar la comida, descarozar algodón, hilar, trenzar hamacas, coser, cortar ropa…” (Schaden: 1998: 112).20 De este modo, la joven se encuentra en el centro del interés social: “Es un „estado de crisis‟ que incluye a la comunidad toda y que podemos describir como de intensa sobrecarga emocional o dramática.” (Vara: 1984: 75). No sólo recibe la atención de las mujeres mayores que deben transmitirle los conocimientos y destrezas propios de su nueva condición social (generalmente, la abuela materna o paterna), sino la de todos en la comunidad, puesto que, al haber en ella una mayor exposición a distintos peligros y amenazas, deben abocarse a su cuidado y protección. A su vez, todo este interés se ve reforzado por la necesidad de observar que la joven lleve a cabo los aprendizajes correctamente. Durante esta nueva etapa, las prácticas lúdicas disminuyen de forma notoria: las jóvenes ya no ocupan su tiempo en el juego. Si se las encuentra jugando ocasionalmente, no son reprendidas explícitamente; es decir, no se aplica sobre ellas ningún medio coercitivo. Volviendo a la situación registrada, para instar a Ale a que compartiera el fogón y las tareas que allí se desarrollan no ha habido ningún tipo de hostilidad. Sin embargo, existe otra manera de lograr este objetivo: a las jóvenes, se les van incorporando paulatinamente tantas tareas que se les hace prácticamente imposible ocupar el tiempo de otro modo. Si una joven no cumpliera con estas nuevas 19

Turner (1980) entiende por estado cualquier tipo de situación estable o recurrente culturalmente reconocida. Para analizar el proceso de transición entre estados distintos y los ritos que acompañan estos cambios en la posición social, el autor retoma la teoría de Van Gennep (1960) sobre los ritos de pasaje. 20 Para el caso de los varones, entre los mbyá, se considera que el comienzo de la pubertad está dado por el cambio en la voz. En el pasado, se realizaba una ceremonia que simbolizaba este pasaje. Allí se colocaba el tembetá –tras la perforación de la parte inferior del labio-, pero “ya no parecen asociar excepcional importancia a ella, por lo menos de modo general” (Schaden: 1998: 112). En la actualidad, este ritual no se realiza en las comunidades que conocemos. Sin embargo, su abandono no ha significado de modo alguno que la etapa, como tal, no sea considerada particularmente y menos aún, que el aprendizaje de los saberes de los jovencitos no fluyan por los canales que lo han hecho, como lo expresábamos en la situación de la provisión de alimentos. Es decir, distintos factores contextuales pueden modificar las formas de referir cierto cambio, lo que no implica necesariamente que éste pierda toda su significación social.

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tareas y dedicara su tiempo a jugar pesaría sobre ella una mirada muy negativa. Este sistema pareciera funcionar tan eficazmente que no se han podido registrar, durante los distintos períodos de trabajo de campo, juegos en los que participen las jóvenes con una única excepción: la práctica lúdica permitida en esta nueva etapa es la que se asocia con la transmisión de saberes a los niños pequeños en el caso de las danzas previas a la ceremonia religiosa. Esta situación vuelve a cambiar considerablemente con la llegada del primer/a hijo/a, acontecimiento que convierte a la kuña va’era en kuña tai (mujer joven). Cuando la joven es madre, vuelve a jugar, ahora con el pequeño. En este sentido, en Tekoa Yma es usual encontrar a las madres jugando con sus hijos e hijas. Como anticipamos, durante el primer período de vida, el círculo que rodea al niño está compuesto, generalmente, por su madre y hermanos/as y es con ellos con quien comparte los distintos juegos. Mientras Ale lava ropa en el arroyo, dos niñas con una edad similar (un año menos), pero que no han tenido la menarca, participan de distintos juegos con unos niños. Hasta hace poco tiempo, con ésas niñas ella solía compartir sus actividades. Los niños de la misma edad que Ale también se encuentran jugando a unos metros de sus casas. Un poco más lejos, otra joven, también de edad similar, está jugando con su bebé en su casa.

A partir del registro, puede advertirse que en un rango de edad de aproximadamente tres o cuatro años, se viven experiencias cotidianas muy distintas. Mientras que algunas niñas (Iñe’engue ramo va’e) mantienen sus juegos y entretenimientos, la joven que ha tenido la menarca (kuña va’era) debe completar su aprendizaje acerca de las “cosas de mujeres”, y la joven que ya se ha casado y ha tenido un hijo (kuña tai), puede volver participar del juego. Planteábamos anteriormente que un análisis del juego puede ser relevante a la hora de abordar diferentes aspectos de un grupo. Las prácticas lúdicas permiten considerar ordenamientos que muchas veces expresan al resto de la comunidad. En este sentido, consideramos que a partir de ellos pueden advertirse algunos de los cambios sociales asociados a la menarca. En el juego hay enunciaciones hacia los otros, tanto hacia quienes participan directamente de la actividad, como hacia quienes lo hacen como espectadores (mirando o riendo). Mencionábamos que los adultos muchas veces se involucran de este modo en los juegos de los más chicos. Sin embargo, pareciera que existe un “período sin juego” que se da entre el momento en el que “está permitido jugar” y el momento en que “está permitido participar”, aún desde afuera: mientras realiza sus actividades, Ale no se involucra de ningún modo en los juegos que se desarrollan a su alrededor. Hasta aquí hemos establecido que una de las consecuencias sociales de la ñemondyiá es el pasaje de un status a otro: de Iñe’engue ramo va’e a kuña va’era. Este pasaje implica una diferenciación de estatus entre las mujeres basada en los diferentes momentos del ciclo de vital. Aquí se evidencian algunas de las cuestiones que ya mencionamos. En primer lugar, que cada sociedad establece las distintas etapas (y sus consecuentes caracterizaciones) por las que transita la vida de las personas, por lo que lo

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que cuenta no es la edad cronológica y los cambios fisiológicos o biológicos, sino los modos en que estos cambios son codificados socialmente. Por otro lado, que el juego no pertenece sólo a la infancia sino que existen diversas modalidades de participación establecidas para cada período. Ahora bien, existe otro aspecto que es necesario destacar y sobre el cual nos detendremos en el siguiente apartado: lo que estos cambios también evidencian son las asignaciones diferenciales para los sexos, que si bien ya aparecían en la infancia, de ahora en más cobran una dimensión radical. 5. Las consecuencias sociales del rito: la institución de las diferencias entre los sexos. La mayoría de las aproximaciones etnográficas al ritual de la menarca en las comunidades mbyá no problematizan el modo en que éste contribuye a la construcción de la diferencia entre los sexos. Tras describir los distintos aspectos simbólicos del rito, suelen mencionar las nuevas actividades de la joven que ha tenido su menarca, inscribiéndolas en la esfera de “actividades femeninas” de la comunidad. De este modo, se da por sentada la existencia de una esfera femenina de la vida social, separada de otra esfera, la masculina. Sin negar que la vida cotidiana en la comunidad mbyá aparezca dividida en dichas esferas (como, en efecto, puede observarse a partir de nuestro desarrollo anterior), creemos que es de fundamental importancia dilucidar los modos a partir de los cuales éstas se establecen y se actualizan socialmente. En este sentido, consideraremos al rito de la ñemondyiá como un rito de institución, noción con la que Bourdieu (1985, 2000) redefine los ritos de pasaje: a partir del rito se establecen fronteras artificiales (en tanto que socialmente construidas) entre los sexos.21 Bourdieu cuestiona la teoría de Van Gennep sobre los ritos de pasaje, y la interpretación que de ella realiza Turner, al señalar que el hincapié que se ha hecho en la transición temporal de un status a otro impide apreciar uno de los efectos principales del rito: la separación entre quienes hicieron el rito de quienes nunca lo harán. Esta separación realizada por el rito institucionaliza una diferencia fundamental entre aquellos que son abarcados por el rito y aquellos que de ningún modo lo serán. Si consideramos el ritual de la menarca como un rito de institución, su función principal consistiría en separar “lo femenino” (las mujeres abarcadas por el rito y sus asignaciones sociales) y “lo masculino” (los hombres, que nunca serán abarcados por el rito y sus asignaciones sociales), estableciendo una distinción entre ambas esferas. Es decir, establecer una frontera no sólo entre aquellas que hicieron el rito y las que aún no lo han hecho (las jóvenes y las niñas, respectivamente), sino entre las primeras y los que nunca lo harán. Entendido de este modo, el rito, al establecer fronteras artificiales, instituye, reproduce y actualiza permanentemente las diferencias entre los sexos. 21

En un primer momento, Bourdieu no utiliza esta categoría para un análisis de género, si bien menciona varios ejemplos al respecto, como las diferencias que se establecen a parir del ritual de la circuncisión. En ¿Qué significa hablar? da cuenta de esta categoría con respecto al campo lingüistico. Sin embargo, en La dominación masculina la retoma para analizar las estructuras simbólicas de la dominación que se ejerce sobre las mujeres.

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Pese a los cambios que introduce en sus vidas, es posible que la ñemondyiá no represente para las niñas la entrada a un mundo radicalmente distinto, sino un momento a partir del cual progresivamente se le van incorporando tareas, algunas de las cuales incluso ya realizaba. Además, de más está decir que las niñas no viven en un mundo propio, por lo que al compartir su vida cotidiana con hombres y mujeres jóvenes y adultos van aprendiendo que existen tareas y funciones para unos y otros, aún cuando por su edad ellas no las desempeñen. Sin embargo, las consecuencias del rito son contundentes en un sentido muy distinto: el rito representa una de las muchas formas en que se vale la comunidad para institucionalizar la diferencia entre los hombres y las mujeres (y una forma particular de concebir esta diferencia en la que creen tanto los unos como las otras). Al establecer que las personas pueden dividirse en dos categorías distintas (las que el rito abarca y las que no), en la misma operación en que les asigna sus “correspondientes” atributos sociales, naturaliza la asignación misma, dándola por sentada: una niña puede convertirse en mujer y una mujer ha sido niña, por lo que entre ellas existe cierta vinculación, pero los hombres aparecen como una categoría completamente distinta. Consideramos que la noción de rito de institución nos permite sumar una dimensión analítica fundamental a este trabajo: la perspectiva de género. Justamente, y a pesar de las diferencias entre los distintos abordajes realizados desde esta perspectiva, consideramos que el mayor aporte de los estudios de género a las ciencias sociales es su intento por dilucidar el modo en que se construyen las diferencias sociales entre los sexos y la manera en que estas diferencias establecen desigualdades sociales. En este sentido, se trata de una perspectiva relacional que intenta dar cuenta de cómo, a través de distintas instituciones sociales, políticas, religiosas y económicas, se establecen relaciones de poder entre los sexos (Lamas, 1997; Conway, Bourque y Scott, 1997; Scott: 1993). El rito confirma que existen dos únicos sexos, radicalmente diferentes entre sí, a los que se supone corresponden de manera directa e inmediata (“natural”) asignaciones sociales diferentes. 22 Así se legitima toda la estructura elaborada para distinguirlos. Por lo que hemos desarrollado, si antes niños y niñas podían jugar juntos y no había prácticas lúdicas diferenciadoras, en el caso de las niñas es a partir de la menarca, cuando se instala una diferencia fundamental con los hombres, una frontera artificial que separa dos esferas, dos géneros y una forma de entender las relaciones entre estos. Con anterioridad, se ha señalado que estas ceremonias marcan oficialmente el fin de la infancia de la mujer, pero no sólo eso: también instauran una diferencia entre los sexos y un modo particular de entender esa diferencia. A su vez, permiten reactualizar esta diferencia al constituirlas sobre nuevos sujetos. Estos roles diferenciales, que implican repartos desiguales, también se expresan en otras ceremonias, de carácter periódico, como es el caso del ñemongaraí, la ceremonia anual en la que se establecen los nombres de los nacidos. Según afirma Irma Ruiz, hombres y mujeres realizan ofrendas distintas, ellas tortas de maíz (mbïta), ellos frutos de guembé, “... en agradecimiento por la maduración de los alimentos y en pos de la 22

En su estudio sobre los baruya, Godelier (1986) establece esta idea de confirmación de la diferenciación entre los sexos a la que considera que contribuyen los “ritos de iniciación”.

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prosperidad grupal” (1984: 54). Vuelven aquí a marcarse claramente lo que se espera para cada sexo, ya sea la provisión de las materias primas como la elaboración de los alimentos. Sin embargo, el conjunto de ideas sobre lo masculino y lo femenino no está configurado sólo por expresiones referidas a la división sexual del trabajo, sino que constituye una serie de respuestas sociales a variables muy diversas de la vida social. En el campo religioso, también encontraremos algunos desarrollos que nos permitirán esclarecer lo enunciado: Es lo habitual que en las ceremonias religiosas algún varón se ocupe de hacer sonar la guitarra. Tanto niños como niñas bailan y cantan diferentes danzas que suelen ser previas a los rezos. Hay distintos bailes y las jovencitas también pueden participar en ellos, realizando algunas indicaciones a los más pequeños, aunque en ningún caso vi mujeres adultas que se comprometan en esta parte del baile. Los adultos lo consideran parte de los juegos de los niños. La única vez que alguien intervino en los bailes fue el anciano, que se preocupó porque algunos bailes no salían bien y ayudo a cambiarlos. También, un joven hace sonar un violín en permanente afinación. Cuando llega el momento de la oración, los hombres caminan y rezan, mientras suena la música que alguno de ellos produce. Al menos una mujer adulta se arrodilla y hace coros agudos a las plegarias. Tanto una jovencita como una mujer joven toman un instrumento, takua-pu (una caña tacuara gruesa, con la que percuten contra el suelo) y acompañan el momento. Ningún niño o niña hace esto. Hay mucha emoción, durante toda la ceremonia; en ocasiones, se llega a llorar durante los rezos.

Generalmente, la forma en que se envía el mensaje a los dioses en las distintas ceremonias expresa varios de estos aspectos que venimos desarrollando. Además de la importancia del lugar en sí, del humo y otros elementos, se considera fundamental cantar fuerte para ser escuchados y el sonido agudo de las voces de las mujeres pareciera ser el indicado. Sin embargo, los mensajes que se van a transmitir, las palabras de oración a los dioses en las ceremonias cotidianas son expresados por los hombres de la comunidad: “... una ceremonia pública no tendría fuerza sin la actuación femenina en la ejecución del takuapu ritual y la contestación y acompañamiento de los rezos masculinos. Sin embargo, los que reciben inspiración, y en general se comunican con los dioses, son los hombres” (Larriq: 1993: 118)23. En el marco de la ceremonia religiosa cotidiana que describimos se expresan entonces las diferencias respecto de los lugares establecidos para mujeres y hombres, como categoría general, y las particularidades vinculadas a la etapa de la vida en que se encuentra cada uno. Así, a lo largo de la vida, pueden modificarse las posiciones, de acuerdo también a los contextos de interacción y a distintas estructuras de poder que entran en juego (genéricas y etarias, entre otras). Los estudios de género han demostrado que la subordinación de las mujeres es consecuencia de las relaciones, condiciones, nociones, etc. que producen y organizan el género. Aquí reside la importancia de analizar los 23

También en los rezos por la muerte de alguna persona, u otros de importancia, las mujeres inician estas expresiones. Así, fueron referidas varias situaciones en las que una mujer anciana da el pie para el comienzo de la ceremonia religiosa.

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modos a partir de los que se producen y actualizan las diferencias, a lo que hemos intentado aproximarnos en este trabajo. Pero existe un recaudo que es necesario tener en cuenta: distintas investigaciones han mostrado las falencias de trasladar sin mayor análisis un sistema de dominación femenina –es decir, de lo hombre que domina a las mujeres–como el occidental a otros contextos. Por ejemplo, hemos mencionado la frecuente asociación entre la sangre menstrual y el concepto de contaminación. Aquí es necesario tener en cuenta que “Para evitar asumir generalizaciones a priori (...) hay que localizar las interpretaciones nativas en el contexto que le dan contenido y forma, pues la idea de „contaminación‟ (...) no necesariamente debe expresar relaciones hostiles y jerárquicas entre los géneros” (Gómez: 2006). También se ha advertido acerca de que el desprestigio de las labores domésticas es una noción occidental, por lo que no debe considerarse como una cualidad universalmente válida de la esfera “doméstica” de las mujeres (Strathern: 1984 en Moore: 1999). Según Bourdieu (2000), como la violencia simbólica ejercida por la lógica del género se inscribe tanto en la objetividad de las estructuras sociales como en la subjetividad de las estructuras mentales, los intentos de analizar las relaciones entre los géneros en cualquier sociedad corren siempre el riesgo de utilizar las categorías que la propia dominación ha inscripto. Por eso, no sólo hay que tener el recaudo de no transpolar como objeto de estudio las relaciones de dominación occidentales, sino que también es necesario problematizar estas últimas para no utilizarlas como instrumentos de análisis. Sin esta problematización, podemos caer en formulaciones que a la par que describen relaciones sociales de distintas comunidades únicamente en los términos en que son configuradas las relaciones sociales de la propia sociedad, naturalizan unas y otras al no ponerlas en cuestión de antemano. En este sentido, a simple vista, podríamos enumerar una serie de cuestiones que podrían parecernos signos de una dominación masculina. Sin embargo, sin negar que esta exista, para no caer en una mirada etnocéntrica es necesario que nos adentremos en el universo simbólico de los mbyá, lo que por el momento, no es sino una línea a seguir en el futuro. Es por ello que analizar los modos en que se expresan, en la comunidad mbyà, las desigualdades de género o cómo son percibidas estas desigualdades por las personas es un punto fundamental que será objeto de mayor indagación en el futuro. Al ser ésta la primera aproximación a la dimensión, lejos estamos de poder enunciar claramente las formas particulares que, en distintos campos, asume la dominación basada en el género en la comunidad mbyá. Aún así, nos parece fundamental comenzar por desnaturalizar esta asignación diferencial de roles y problematizar la supuesta “complementariedad” entre ellos. En términos de Scott (1993), consideramos que describir los distintos papeles asignados a cada sexo sin intentar al menos problematizar su arbitrariedad y los modos a partir de los cuales se establecen y jerarquizan en una comunidad dada, contribuye a reforzar la idea de que existe una complementariedad funcional, lo cual, a su vez, nos sitúa aún más lejos de poder desentrañar los mecanismos a través de los cuales la diferencia cobra la dimensión de la desigualdad.24 24

Así, existen muchos trabajos que describen las relaciones en las comunidades mbyá como un “equilibrio” entre tareas. Esto puede verse en el siguiente fragmento, por poner

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6. Comentarios finales: Apuntes para considerar la socialización En este último apartado, quisiéramos esbozar algunas líneas de análisis acerca de los procesos conocidos generalmente como socialización. Si bien son las que nos guían actualmente en nuestras investigaciones, han sido complejizadas a partir de esta nueva aproximación a lo que podría considerarse como los procesos de adquisición/ construcción del género. Con respecto a la problematización de los roles de género, ya desde los primeros aportes de la antropología, se ha podido advertir que los lugares sociales que son asignados a los distintos sujetos en el marco de las relaciones sociales deben ser analizados a partir de su adquisición, es decir de las estrategias sociales a través de las cuales las conductas esperadas son aprendidas. En otras palabras, cómo esta persona que nació aquí se convierte en un miembro de este grupo y lo hace conforme a las relaciones que el grupo pretende establecer con él. En este sentido, mencionábamos las experiencias tanto de una niña que había tenido su menarca como de un niño que debía encargarse de proveer el alimento en la comunidad por ser el único varón presente. En ambos casos, las tareas que debían cumplir eran indicadas por otras personas. También establecimos que es en la pubertad en donde ambos sexos son diferenciados radicalmente, si bien ya en la niñez existen elementos diferenciadores. Consideramos que en el proceso por el que los niños y las niñas van incluyéndose en estas prácticas y percibiéndolas como “específicas de su sexo” intervienen diferentes aspectos interrelacionados: los modelos culturales de dominación y subordinación, las pautas de control y resistencia, las estructuras simbólicas que organizan los significados y los procesos individuales que estructuran las propias identidades. En este sentido, consideramos que es una de las problemáticas que más desafían la manera de concebir cuestiones centrales para las ciencias sociales, como la relación entre el sujeto y los modelos socioculturales. Desde los años „30 y „40, los estudios antropológicos sobre las identidades de género tuvieron un matiz particular, diferente del que le dan otras disciplinas. Mencionábamos que los estudios de Margaret Mead procuraron demostrar que la identidad de hombres y mujeres no es producto de una esencia masculina o femenina inmutable, sino que se construye culturalmente, a través de un proceso de socialización (Lamas, 1997). Con el fin de desterrar los enfoques esencialistas o biologicistas sobre las identidades genéricas (y de la niñez y la juventud), el énfasis estaba puesto en la intervención de los modelos sociales que definen las actitudes y conductas apropiadas para cada sexo. La consecuencia, tal vez inesperada, fue que en esta aproximación a la socialización, los niños y niñas ocupaban un lugar de pasividad: sólo recibían las pautas sociales que eran externas a ellos (Szulc: 2005). Consideramos que es necesario problematizar la idea de que los niños y niñas únicamente “internalizan” lo que les viene dado de antemano sólo un ejemplo: “Sin embargo, como dijimos, la complementariedad es el signo de la unión en estas diferencias. Y la división sexual del trabajo –aún en versiones elásticas- es expresión de ello, ya que por medio de la distribución de las tareas cada miembro aportará su parte al sustento del hogar, la crianza de los hijos y la participación en las obligaciones del parentesco” (Larriq: 1993: 97).

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por la sociedad. En este sentido, coincidimos con Elsie Rockwell en que “El análisis de los procesos culturales se puede enriquecer con la idea de apropiación, como contrapeso al concepto de socialización” (1991: 25)25 Al existir una relación activa entre cada sujeto y los modelos culturales de su sociedad, el análisis puede partir de esta actividad, aunque ella no sea intencional. Siguiendo esta línea de análisis, se arribó a la categoría de experiencia formativa en referencia al conjunto de relaciones y prácticas cotidianas (escolares, familiares, barriales u otras) en las que los niños se involucran activamente y que condicionan, en tanto limitan o posibilitan, el sentido de sus diferentes construcciones (Rockwell: 1995). Aquí se considera a los niños como personas activas; constructoras, en parte, de sus propias experiencias formativas, dentro de los límites y posibilidades que imponen las situaciones institucionales y estructurales. Tener en cuenta las “experiencias formativas” de los chicos y chicas nos permite aproximarnos a las prácticas a partir de las cuales ellos se apropian y reconstruyen no sólo diversos conocimientos, sino también valores, formas de vivir y de sobrevivir (Cerletti: 2005). Teniendo en cuenta lo desarrollado, la relación entre los/ las sujetos y los modelos establecidos socialmente para cada sexo está mediada por los procesos continuos de apropiación, que continúan a lo largo de toda la vida. Al existir una distancia entre la transmisión de las pautas culturales y la apropiación de cada sujeto (Rockwell: 1995), no pueden establecerse de antemano las características que tendrán las personas en tanto hombres y mujeres, aún conociendo las asignaciones sociales establecidas para ellos y ellas. Es por ello que necesariamente existen diferencias entre los modelos y estereotipos de género y las situaciones y posiciones reales de cada persona. En este sentido, Butler (2001) señala que las personas no sólo son construidas socialmente sino que en cierta medida se construyen a sí mismas. Entonces, el género de cada uno/a sería el resultado de un proceso mediante el cual se reciben significados culturales, pero también se innova (Lamas, 1997). En definitiva, en las distintas experiencias, se apropian activamente (aún de manera involuntaria) los distintos parámetros culturales. Las personas interpretan las normas de género recibidas de tal forma que las reproducen y las organizan de nuevo. Considerar a las personas como sujetos activos de ningún modo niega la existencia de estructuras que condicionan, en tanto posibilitan o limitan, los sentidos de las apropiaciones. La oposición binaria hombre/mujer y las relaciones primarias de poder que en ella y por ella se establecen son cuestiones centrales en los procesos de simbolización y se despliegan sobre todos los aspectos de la vida social, condicionando la existencia de las personas. Es por ello que resulta fundamental el estudio de la llamada “lógica de género”, la estructura primaria de poder y dominación que marca todas las demás estructuras. Mapa de la región

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Rockwell retoma la categoría de apropiación y su caracterización de los desarrollos teóricos de Agnes Heller.

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