DEUDAS Y DEMOCRACIAS: ENSEÑANZAS LATINOAMERICANAS

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Traducción de la comunicación presentada en el Coloquio «crise de l'euro, effets discursifs et changements institutionnels : approches transdisciplinaires » llevado a cabo en el CRIISEA, UFREG/UNIVERSITE DE PICARDIE JULES VERNE, Amiens, Francia, del 3 al 5 de diciembre de 2014.

Hay otra forma de interpretarlo, basándose en el desfase entre las necesidades colectivas de la población y los recursos fiscales; cuando éstos son muy débiles en relación con aquéllas, el Estado se endeuda. Esta interpretación realza la idea de que, igual que los ciudadanos de un país contraen una deuda con su Estado, por ser representante de la vida colectiva, el Estado también tiene una deuda con su población, con el fin de asegurar la vida colectiva (Théret). En América Latina, por la falta de legitimidad de muchos de sus gobiernos, el Estado ha tenido que conseguir legitimidad redistribuyendo recursos de la renta pública (petroleros, mineros, agrícolas) o escogiendo estimular el crecimiento y el empleo por vía de la inversión pública; ambas vías conducen al endeudamiento. Ambas pueden considerarse como deudas legítimas, incluso si pueden escaparse del control de los gobernantes.
Entre otros, Buchanan y sus sucesores, los economistas neoinstitucionalistas, que lograron dominar el pensamiento sobre las políticas públicas en América Latina.
En contraste, en América Latina las monedas nacionales son frágiles por sus instituciones débiles. De hecho, se puede rastrear la casi permanente falta de confianza en América Latina en las tres formas. El hecho de que este continente haya vivido una sucesión de crisis económicas y devaluaciones, además de la potencialidad siempre presente de la expropiación del ahorro por parte de los poderes políticos, provocan que los sectores sociales con recursos no confíen en la moneda local y ahorren en divisas. Esta "dolarización" del ahorro de las clases medias y de los empresarios alimenta la huida de capitales, condición casi estructural en estos países. Además, en América Latina, los regímenes políticos padecen constantemente una falta de legitimidad, evidente durante los regímenes militares y en los regímenes democráticos poco representativos y corruptos que, además, dirigen políticas económicas que empobrecen a su población. En América Latina, la crisis de confianza se debe al desorden de las tres formas de confianza descritas.
Esto explica, como propone Théret, que sobre los euros no haya personajes, sino sólo monumentos; de hecho, sobre todo puentes, para significar la alianza entre los países.
La economía era, en este caso, como dijo Foucault, una forma de administrar a la población que nada tenía que ver con la democracia, sino más bien con la dominación.
Aunque actualmente, en Chile, bajo la segunda presidencia de Bachelet, el modelo económico parece estar cambiando más sustancialmente.
Al contrario, aunque Chile y México también hayan tenido una explosión de precios en ciertos momentos de la crisis por las brutales devaluaciones, las subidas del endeudamiento y las tasas de interés internas, y por los desequilibrios de las cuentas gubernamentales, nunca pasaron a la hiperinflación; la inflación se pudo controlar gracias a medidas sociopolíticas del régimen autoritario.




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DEUDAS Y DEMOCRACIAS: ENSEÑANZAS LATINOAMERICANAS
Ilan Bizberg
El Colegio de México
30 de Junio 2015

Las crisis son momentos privilegiados para descubrir la naturaleza de las instituciones. Como subraya Hannah Arendt en el famoso ejemplo del martillo roto, la esencia del instrumento se demuestra cuando deja de cumplir su función; así, las crisis monetarias nos muestran la naturaleza de la moneda (Théret, 2008), y las crisis del régimen político, la naturaleza de los regímenes políticos (Bizberg, en preparación). De esta forma, la crisis del euro es un momento privilegiado para analizar la naturaleza de esa moneda, así como la de la Unión Europea. Es esa relación, en comparación con la que hay entre la crisis de la deuda y el régimen político en América Latina, lo que constituye el objetivo principal de este artículo.
La mayoría de los análisis sobre la crisis del euro proceden de un punto de vista económico o de uno político. A partir de una perspectiva económica, se enumeran las fallas estructurales de la construcción de la moneda única, en especial, el hecho de que durante los 14 años de existencia del euro, las economías de los países europeos hayan divergido de forma significativa en términos de costo de mano de obra, productividad, inflación, y especialización de sus estructuras productivas, en lugar de converger mediante la aplicación de una política económica y fiscal común, de un presupuesto común, etc. Esto tuvo como consecuencia la heterogeneidad de las condiciones estructurales sometidas a una política monetaria única que demostró ser insostenible frente al golpe externo de la crisis global (Aglietta, 2010; Artus y Gravet, 2012; Boyer, 2011; Krugman, 2009; Sapir, 2012; entre otros). Además, algunos autores han analizado la crisis desde perspectivas sociológicas y políticas que se concentran en los movimientos sociales tanto de izquierda como de derecha, en el alza del rechazo ante la idea y la realidad de la Unión Europea, en la crisis de la representación política de los partidos y del sistema político europeo, y en la deslegitimación de las democracias de los países del continente (Wieviorka, 2012; Beck, 2013; Habermas, 2013; Streeck, 2013; Fraser, 2013). Finalmente, las crisis de los otros países o regiones del mundo han sido relativamente ignoradas o consideradas únicamente en términos mecánicos. Las referencias a las crisis de América Latina durante los años ochenta y a la crisis argentina de 2001-2002 están ausentes casi por completo, incluso siendo ejemplares, ya que no se las puede comprender si no es tomando en cuenta de manera sistemática tanto la economía como la actividad social y la política.
Las crisis latinoamericanas de los años ochenta tuvieron como resultado el desmoronamiento de los regímenes políticos autoritarios y del modelo económico de industrialización por sustitución de importaciones. Sin embargo, esas dos crisis simultáneas de los años ochenta se desencadenaron de dos formas distintas en América Latina: por una parte, en Brasil y Argentina, y por otra, en México y Chile. Todos los gobiernos de la región aplicaron planes ortodoxos (Salama, 1989) para afrontar la crisis. Mientras que México y Chile no se desviaron de dichas medidas, los gobiernos de Brasil y Argentina, una vez democratizados, aplicaron planes heterodoxos. Desde el punto de vista político, la democracia se fortaleció en los países donde la crisis desembocó en un proceso de democratización antes de que ésta acabara, mientras que en los países donde los autoritarismos pudieron manejar la crisis económica, la democracia que de ahí surgió tiene fuertes limitaciones.

dos maneras de interpretar la crisis del euro
La interpretación ortodoxa para explicar la crisis del euro coincide con la usada para describir las crisis latinoamericanas: el endeudamiento populista, irresponsable, de los países del sur de Europa. Los países de Europa del sur, menos competitivos que los del norte, con la creación del euro, aprovecharon "indebidamente" la convergencia de sus tasas de interés con las que pagaban los países más desarrollados de la zona: Alemania, Francia, etc. Esta interpretación coincide, a su vez, con la propuesta por los países latinoamericanos, que tomaron ventaja de los flujos de dólares a intereses bajos, accesibles durante los años setenta: principalmente de los enormes recursos de los países petroleros luego del excepcional aumento del precio del petróleo a partir del ascenso en el poder de la OPEP en 1973-1974, así como de los recursos de la Reserva Federal luego de que Estados Unidos hubiera abandonado el patrón oro en 1971. Lo anterior tuvo como consecuencia el sobreendeudamiento de los países latinoamericanos, pero por razones distintas que explican tanto las diferentes respuestas a la crisis como las formas de salir de ella: Brasil utilizó la deuda para desarrollar y profundizar la sustitución de importaciones en bienes de capital e intermedios; México, para desarrollar su industria petrolera y continuar su modelo político distributivo-selectivo, y así, mantener en pie su sistema político de corporativismo estatal.
En ambos casos, el suceso que llevó a mal término esta situación fue un golpe externo que hizo tambalearse la confianza de los inversores y de los prestamistas extranjeros, quienes repatriaron sus haberes. En el caso europeo fue la crisis global iniciada en Estados Unidos con las subprimes y la suspensión de pagos de Lehmann Brothers lo que suscitó la falta de confianza generalizada entre bancos y un "credit crunch" que condujo a la divergencia de las tasas de interés entre países. Aunque todas las deudas de los países europeos hayan estado denominadas en euros, cada uno era responsable de sus deudas pues el banco central de cada país individual de la zona euro no tiene derecho de emitir euros, y el Banco Central Europeo no funciona como "prestamista de último recurso".
La solución que promovieron las instituciones internacionales y la Comisión Europea fue, como para América Latina, enfrentar la restricción externa y la falta de liquidez mediante la austeridad del gasto público. Además, frente a la heterogeneidad de los países europeos y a la falta de competitividad de los del sur, se preconizó una devaluación interna que afectaría sobre todo el costo de mano de obra y el nivel de protección social. Lo anterior tuvo como consecuencia la pérdida del poder adquisitivo de la población, la inseguridad creciente en términos de empleo y de protección social, que a su vez condujo (junto con la desinversión estatal) a la caída del crecimiento de la demanda interna, que, aunada a la débil demanda externa causada por la crisis global, provocó la explosión del desempleo.
Los economistas heterodoxos critican la austeridad como solución, así como la forma en la que se construyó Europa –sobre bases liberales– que llevó a la competencia entre todos los países con condiciones fiscales y sociales distintas para atraer la inversión extranjera; la consecuencia natural de esta trayectoria fue el crecimiento de las divergencias entre los países que constituyen la Unión Monetaria. Para algunos de esos economistas, la situación actual de Europa se asemeja a la que vivió la Argentina del currency board de los años noventa, que dio paso a la profunda crisis de 2001-2002. Consideran que los defectos de construcción del euro se parecen a los que tuvo que enfrentar Argentina y que se debe vislumbrar la salida de algunos países para que puedan devaluar y recuperar la competitividad (Krugman, 2009; Velasco, 2012; Sapir, 2012). Otros, como Lordon, proponen mantener el euro como moneda común y crear euros nacionales, que emitirían los bancos centrales nacionales y podrían devaluarse para recuperar la competitividad de las economías nacionales (Lordon, 2014). Por último, Théret se opone a esas salidas de la crisis y propone la creación de monedas complementarias que circulen exclusivamente a nivel nacional, las cuales no cumplirían con la idea de devaluación ni de competitividad externa, pero servirían sobre todo para reanimar la demanda interna (Théret, 2012).
De manera más fundamental, estos economistas afirman que se necesita trascender la Europa liberal sin salir de Europa. Rechazan el callejón sin salida de la austeridad y las devaluaciones internas, y defienden la idea de otra Europa, de una federación europea (Aglietta, 2010; Boyer, 2012; Théret, 2012). La forma de salir de la crisis actual es con una arquitectura distinta a nivel europeo: un impuesto europeo capaz de dar nacimiento a un presupuesto de la UE, tributación y política social comunes capaces de reducir las posibilidades de competencia entre países de la zona, y avanzar hacia la homogeneidad entre países.

las consecuencias de la crisis del euro sobre las democracias nacionales y sobre la posibilidad de construir una democracia europea
Igual que en América Latina, la crisis del euro dio pie a alternancias gubernamentales. No obstante, en Europa la austeridad se impuso en un contexto democrático y no autoritario, que como consecuencia llevó a la erosión de las democracias nacionales, tanto por acción de las élites como por la deslegitimación de las instituciones democráticas ante la población; lo que llevó, a su vez, al alza de los extremismos no democráticos, en especial de derecha.
Una de las fuentes de debilitamiento de las democracias europeas fue que las élites gubernamentales y europeas interpretaron el endeudamiento de los países como uno irresponsable, incluso ilegítimo, por parte de ciertos países. Esta interpretación tiene implicaciones teóricas y prácticas sobre la democracia. Para los teóricos del public choice, el gasto excesivo que lleva al endeudamiento es consecuencia "natural" de la extensión de la democracia a las clases populares. Se considera que el endeudamiento se debe a la politización de la economía, y en última instancia, al peso excesivo de la política y del Estado. Hay una especie de "perversión" natural de toda democracia, pues "…las demandas colectivas exceden de manera frívola a lo sostenible por el mercado […] consecuencia de la competencia entre diferentes agentes políticos que presionan por el aumento excesivo de las dádivas políticas para los ciudadanos". La democracia es "…incapaz de resistir a las tentaciones inherentes del libre acceso a los recursos colectivos […] mientras que las instituciones son vulnerables a la presión popular, la democracia conduce inevitablemente a decisiones económicas irracionales que incluyen gastos sociales que exceden los recursos públicos, lo que inevitablemente culminará en una deuda pública creciente…" (Schafer y Streek, 2012: 8-9).
Esta interpretación, que une la crisis de la deuda a las características inherentes a la democracia, desemboca directamente en la idea schumpeteriana de democracia elitista, cuyo origen se encuentra en los escritos de Platón y Aristóteles. La solución supone, por un lado, reducir el peso social de la política, despolitizar a la sociedad (North et al, 2000), aislar a la economía de la política, lo que se obtiene de forma más permanente reduciendo simplemente el peso del Estado. Por otro lado, hay que limitarles la democracia a las élites. Esta última decisión promueve "…que las políticas económicas estén protegidas de la presión electoral y del oportunismo político […] y depositadas en manos de instituciones políticamente esterilizadas, como los bancos centrales y las autoridades de la Comisión Europea" (Schafer y Streeck, 2013: 8-9).
Como resultado de estas interpretaciones se aprobó finalmente la Constitución Europea en Francia, por voto de la Asamblea Nacional y del Senado, luego de haber sido rechazada en referéndum por la población; se impuso un ultimátum a Papandreu para que retirara su idea de someter a referéndum el plan de ayuda económica a Grecia acordado con la Comisión Europea y el FMI; y que la Troica haya obtenido más soberanía que las autoridades nacionales elegidas con respecto a decisiones económicas.
La erosión de la legitimidad de las democracias europeas se deriva, en parte, simplemente de que las elecciones posteriores a la crisis no aportaron nada en este sentido, a pesar de haber estado marcadas por un deseo de cambio de rumbo económico. Esto explica tanto el alza del abstencionsimo como el ascenso de los extremistas en varios países europeos; es la consecuencia del carácter cada vez más elitista de la democracia, así como de lo que Streeck considera la última etapa de la ruptura entre capitalismo y democracia. Según Streeck, esta crisis es la última fase de una evolución que inició en los años setenta, cuando los Estados de los países desarrollados pasaron de ser Estados preceptores (de impuestos, de contribuciones) a Estados deudores: se produjo un retroceso, de un Estado en deuda con sus ciudadanos, a un Estado en deuda con los actores centrales del sistema financiero internacional (bancos privados, fondos de retiros). El Estado de bienestar se torna en un Estado deudor que ya no responde a sus ciudadanos, sino a sus acreedores. Pierde en términos de autonomía y de eficacia frente a su ciudadanía, elementos centrales para una concepción de la democracia como la de Tilly (2007), que establece que la democracia no es sólo la capacidad de la sociedad de expresarse y la disposición del Estado de tomar en cuenta las demandas sociales, sino la capacidad del Estado de responder efectivamente a esas demandas. Cuando la capacidad del Estado de responder a sus ciudadanos se reduce, la democracia se afecta. La democracia se vacía de su legitimidad cuando ya no responde a los actores internos, puesto que es (como pretende Arendt) un acuerdo entre los ciudadanos de una nación para vivir juntos y perseguir proyectos colectivos, y que exigen a su gobierno responda a sus necesidades. Pero si eso ya no es posible, la legitimidad, el poder, se disuelven, y la democracia se vacía de contenido. La ineficacia del Estado frente a las demandas de su población, la falta de legitimidad de los gobernantes frente a sus ciudadanos, son la fuente de lo que Gauchet llama el malestar en la democracia. Se presenta, de hecho, una reversión de la democracia, que ya no responde a sus electores sino a fuerzas externas difusas. Y es eso lo que presiona a construir los fantasmas según los cuales las fuerzas extranjeras son las que conducen los asuntos del país, y a afrontar a sus aliados internos.
La crisis de legitimidad de las democracias nacionales debió haber encontrado su alternativa en la Unión Europea. Tal fue la idea de los promotores de la UE y de Habermas y Beck, entre otros. Para Beck, las democracias nacionales están debilitadas pues las estructuras nacionales ya no tienen capacidad de resolver problemas que no pueden desenredarse más que a nivel cosmopolítico; la prueba está en la crisis de naciones frente a problemas o riesgos globales (Beck, 2003). Sin embargo, Europa tal como es hoy no constituye una alternativa para las democracias nacionales.
En efecto, tras la crisis del euro se transparenta una Europa incompleta. Para Théret, una crisis monetaria no es nunca una crisis puramente económica, conlleva siempre una dimensión política, dado que la moneda recae en la confianza. Claro que se puede dar una crisis debido a la falta de confianza de los inversionistas internacionales en la moneda local, pero se desprende sobre todo de una falta de confianza interna. La confianza toma tres formas: metódica, jerárquica y ética. El primer tipo de confianza "…surge del comportamiento mimético según el cual un individuo acepta la moneda porque los otros hacen lo propio, creyendo, cada uno, de forma rutinaria, que será aceptada mañana y pasado mañana a su valor del día". (Théret, 2008: 818). A partir de esta primera forma de confianza se puede desencadenar una crisis que provenga de "…una construcción inadecuada del sistema monetario en sí mismo, es decir del hecho de que una moneda no llegue a constituirse en un sistema viable dentro de un territorio…" (Théret, 2008: 819). La forma jerárquica de la confianza "…remite …al hecho de que la moneda está garantizada por un poder colectivo que en sí mismo inspira confianza como representante o parte integrante de una soberanía protectora…" En cuanto a la confianza ética, "…remite a una autoridad simbólica del sistema de valores y normas colectivas, aceptadas por consenso, que funda la pertenencia social…, la confianza ética es a la confianza jerárquica lo que la legitimidad es a la legalidad y lo que la autoridad simbólica es al poder político" (Théret, 2008: 818). Estos tres elementos se combinan para producir una falta de confianza jerárquica y ética que cuestiona cada vez más la legitimidad de Europa.
Esta falta de confianza en la moneda y en Europa se deriva de la falta de construcción de una ciudadanía europea debido a tres razones que se complementan: una simbólica, la otra institucional y, para terminar, una socioeconómica.
En el plano simbólico, Europa se construyó de forma "negativa". Fue menos el producto de un proyecto común (aunque existiera) que el de la idea de evitar nuevas tragedias: guerras cada vez más mortales que no producían más que perdedores. Como dice Beck "… la Unión Europea nace de la agonía de la guerra y como respuesta al horror del Holocausto" (Beck, 2013). Se puede considerar, sin embargo, como hace Beck, que en efecto se construyó un Lebenswelt europeo, una pertenencia común implícita, basada en un modo de vida: la identidad tácita fundada en "logros evidentes", basada en los intercambios entre estudiantes, la facilidad de viajar sin control fronterizo, sin tener que cambiar de moneda (Beck, 2013: 37).
Institucionalmente, varios estudios han subrayado la falta de legitimidad de Europa como resultado, entre otras cosas, de que el Parlamento Europeo tenga poco poder frente al ejecutivo: la Comisión. Habría que cambiar la relación entre el legislativo y el ejecutivo en la UE para que la población se sintiera más representada. De hecho, debería avanzar para convertirse en una federación, como la canadiense, donde los estados federados tengan capacidad financiera significativa y donde pudieran ser autónomos en cuestiones relativas, sobre todo, a la educación y a las políticas sociales, y donde el Estado federal se preocupara por el establecimiento de mínimos sociales y fiscales, y por usar sus recursos para homogeneizar las condiciones socioeconómicas para impedir guerras fiscales y de "dumping social" (Théret, 2002).
Esta última cuestión tiene relación directa con la ciudadanía europea en términos socioeconómicos. No puede haber una ciudadanía europea sin tributación europea, sin política social europea, si se piensa que no puede haber representación sin tributación, en alusión a la divisa de la revolución estadounidense de "no taxation without representation". Además, un impuesto europeo obligaría a que las instituciones se acercaran a la población, a que hicieran políticas sociales que le fueran útiles, y así, convertirse en fuente de legitimidad.
Pero de hecho, Europa no sólo carece de legitimidad, además, cada vez se la percibe más negativamente. Incluso antes de la crisis era evidente que las acciones europeas sobre la población no siempre se percibían de forma positiva, impresión que se agravó con la crisis. Por un lado, en los países del sur de Europa se percibe a la Comisión como una potencia que impone medidas de austeridad que provocan el aumento del desempleo, afectan los salarios, las pensiones, la cobertura social. En los países del norte, algunos dirigentes, medios y partidos populistas obligan a la población que sufre la crisis a creer que están ayudando a los países que no han hecho el esfuerzo de aumentar la productividad, que han vivido por encima de sus recursos, etc. Esto da pie a un divorcio cada vez mayor entre las precepciones de las poblaciones del norte y las del sur, que crean el contexto político en el que irrumpen los movimientos nacionalistas de extrema derecha y algunos de izquierda, que preconizan el fin de Europa y el regreso de las naciones.
Frente a esta situación, es necesario preguntarse si "… ¿la catástrofe dejará subsistir un mínimo de democracia?" (Beck, 2013: 62). Para intentar responder, observaremos cómo los regímenes autoritarios y democráticos de América Latina enfrentaron las crisis de la década de 1980.

Deudas y democracia en América Latina, ¿qué enseñanzas para Europa?
Actualmente se reconoce que la austeridad en América Latina no hizo más que profundizar y prolongar la crisis durante más de diez años, sometiendo a las nuevas democracias de Brasil y Argentina, que aparecieron a media década de 1980, a fuertes tensiones y, finalmente, retardando y limitando la llegada de la democracia a países que administraron la crisis bajo regímenes autoritarios: México y Chile.
Una constatación fundamental inicial: el continente no salió de la crisis más que con crecimiento. Un estudio que resume las enseñanzas de la "década perdida" en América Latina recuerda que a cambio de los préstamos, que sirvieron principalmente para pagar los intereses de la deuda, el FMI les impuso a los gobiernos latinoamericanos medidas radicales de austeridad orientadas a producir excedentes fiscales: la reducción de los presupuestos estatales, el aumento de los impuestos y la privatización de las empresas estatales. Al mismo tiempo, los países redujeron las importaciones y equilibraron el saldo de las cuentas corrientes mediante la devaluación y otras medidas proteccionistas (Bertelsmann, 2013: 8-10). Las medidas de austeridad significaron, evidentemente, un golpe enorme para esos países: redujeron el crecimiento de sus economías y aumentaron el desempleo y la inseguridad social de la población. Entre 1982 y 1988, los países de América Latina destinaron entre 2% y 6% de su PIB principalmente para pagar los intereses de la deuda (Salama, 1989). Peor aún, eso no resolvió la crisis, ni siquiera permitió aligerar la deuda: el total aumentó de manera significativa. La deuda de Brasil pasó de $64 mil millones de dólares en 1980 a más de $123 mmdd en 1990; la de Chile pasó de $11,207 millones de dólares a $18,576 mdd; la de México, de $50,700 millones de dólares a $117 mmdd en 1991 (Cepalstat, 2014); y la de Argentina, de $14,500 millones de dólares en 1980 a $53,500 mdd en 1988 (Cortés Conde, 2007: 317).
Hubo que esperar hasta mediados de los años ochenta para que el FMI y sus economistas por fin se dieran cuenta de que la deuda no iba a disminuir en una coyuntura de contracción económica, y que había que reanudar con crecimiento. De hecho, varios países habían alcanzado el crecimiento sin abandonar la austeridad, aprovechando la devaluación o desarrollando nuevas cadenas productivas para aumentar significativamente sus exportaciones, pero sin conseguir resolver el problema de la deuda. Los recursos de las exportaciones se utilizaron para pagar intereses, pues la deuda regional era tres veces mayor que el total de las exportaciones. Finalmente se concluyó, más de cinco años después del inicio de la crisis y luego de enormes sacrificios, que en esas condiciones América Latina jamás podría pagar el principal de la deuda (Bertelsmann, 2013: 14).
Esta situación terminó por convencer a los acreedores de que tenían que renunciar a una parte del principal. El Plan Brady, concebido como un "market friendly debt swap program", ofreció una moratoria estructurada y ordenada de la deuda en los países latinoamericanos: permitió a los bancos convertir los créditos en obligaciones gubernamentales que los propios gobiernos podían recomprar o intercambiar en los mercados secundarios. Los "bonos Brady" asignaron descuentos que fueron desde el 35% para México, hasta el 89% para Costa Rica. Esto le permitió a México reducir su deuda en 29.8%, a Argentina en 32.5%, a Uruguay en 26.4% y a Venezuela en 19.2% (Bertelsmann, 2013: 14).
Las soluciones impuestas por estos cuatro países (sometidos a un régimen autoritario) para afrontar la crisis fueron muy similares al principio: todos absorbieron, de una u otra forma, las deudas del sector privado, salvaron a los bancos privados y aplicaron medidas de austeridad para disminuir la demanda global. La crisis, y esta forma de afrontarla, ayudó a la transición de regímenes autoritarios hacia democracias en los países donde el régimen autoritario estaba debilitado; sobre todo en Brasil y Argentina. A partir de la democratización de ambos, bajo la presión de la sociedad civil en una democracia redescubierta, los gobiernos trataron de establecer cierto equilibrio entre el pago de la deuda y las necesidades sociales en términos de crecimiento, creación de empleo e inversión en las políticas sociales mediante planes heterodoxos que fracasaron, todos, puesto que condujeron a una crisis monetaria (Marques Pereira, 2007; Welch, 1991). En otros países, como México y Chile, sometidos a regímenes autoritarios durante la crisis, hubo un completo divorcio (como el descrito por Streeck para Europa) entre políticas económicas y necesidades sociales; las sociedades nacionales sufrieron de lleno el impacto del ajuste.
Esta convergencia refuerza la idea de Streeck con respecto a la relación entre deuda y democracia. Para analizar las trayectorias, y sobre todo, la divergencia entre las de los países democratizados y los autoritarios, es útil referirse al modelo de Rodrik, según el cual, con la globalización de los últimos 30 años, toda la economía nacional en el contexto de un proceso de globalización está frente a un trilema entre integración económica profunda, soberanía de los Estados nacionales y democracia (figura 1). Según este autor, no es posible combinar más que dos de las tres dimensiones en un momento dado: se puede combinar la integración profunda con un Estado-nación que responde exclusivamente a las necesidades de integración, como es el caso de México en el TLCAN, y de Grecia y Portugal bajo las restricciones de la Troica; o se puede combinar la democracia con el Estado-nación, limitando los efectos de la globalización, protegiendo la economía nacional; o, finalmente, se puede combinar la integración profunda con la democracia, como en el caso europeo, y crear una Europa política, una federación europea, con un gobierno y una verdadera democracia en ese nivel (Rodrik, 2007, 2012 y 2013) (figura 2).

Figura 1. Trilema de Rodrik Integración




Estado-nación Democracia







Figura 2. Trilema de Rodrik modificado Acreedores




Estado-nación Sociedad


Si se aplica el trilema de Rodrik, ligeramente modificado puesto que hay un contexto autoritario en todos los países del continente, en lugar de considerar como dimensiones la integración, el Estado-nación y la democracia, se reemplaza esta última por sociedad. Así, se tienen dos trayectorias diferentes en la crisis de los años ochenta en América Latina: por una parte, México y Chile privilegiaron el par integración/Estado-nación, donde éste actúa como guardia de la integración y de la apertura radical (figura 3). Por otra parte, aunque Brasil y Argentina hayan privilegiado este mismo par entre los tres y cinco primeros años de la década de 1980, después del proceso de democratización, la sociedad civil, muy activa en ambos países, presionó al Estado para que se privilegiara el par Estado-nación/sociedad (democracia) (gráfica 4).






Figura 3. Vía México/Chile Acreedores

Prioridad: pago de deuda



Estado-nación Planes ortodoxos Sociedad


Figura 4. Vía Argentina/Brasil Acreedores

Presión sobre la deuda



Estado-nación Planes heterodoxos Sociedad

La prioridad del Estado chileno fue mantener el modelo económico neoliberal que había impuesto el gobierno de Pinochet y el pago de la deuda, para conservar su reputación internacional. Al inicio, el Estado absorbió la deuda privada, lo que hizo aumentar la deuda garantizada por el Estado: de 36% del PIB en 1981 a 86% en 1987 (Ffrench Davis, 2008: 210). Impuso medidas estrictamente ortodoxas que provocaron el descenso de la demanda interna per cápita en 25%, y una caída del PIB de 14% (Ffrench Davis, 2008: 196). No obstante, frente a la gravedad de la crisis, abandonó el ultraliberalismo de los "Chicago boys" para perseguir políticas más "pragmáticas": como subvencionar las exportaciones y aumentar los impuestos a las importaciones, abandonar la política de equilibrio fiscal de antes de la crisis (mientras que durante los años de 1982 a 1985 el déficit fue de 3.1% en promedio, con un pico de 3.7% en 1985, en 1987 regresó a ser excedentario) (Ibidem: 216); esto fue posible sobre todo imponiendo aumentos salariales del sector público inferiores a las tasas de inflación y con la reducción del gasto social (Ibidem). Frente a la crisis fiscal que desencadenó la crisis de la deuda, el gobierno de Pinochet salvó a los bancos y luego impuso medidas muy estrictas de regulación bancaria (Ibidem: 196, 216). Además, la necesidad de generar un excedente comercial para pagar la deuda obligó al gobierno a crear diferentes políticas para estimular a ciertos sectores económicos (productos forestales, vino, frutas, salmón) que se volverían centrales para sostener el crecimiento del país (Ibidem: 231-238). Por el contrario, en lo que concierne a la política salarial y social, la ortodoxia reinaba: imponía restricciones salariales con base en las leyes laborales aprobadas en 1979 que debilitaban al sindicalismo al imponer negociaciones por empresa, flexibilizando la mano de obra y dando a los empresarios dominio en las relaciones industriales. Esto tuvo como resultado que la relación productividad/salario fuera muy favorable al capital (Graña y Kennedy, 2010). Por último, redujo considerablemente el gasto social (Haggard y Kauffman, 2008: 388), lo que condujo a que, durante la dictadura, y sobre todo durante la crisis, el nivel de pobreza y de desigualdad de ingreso aumentara considerablemente. Aunque la pobreza haya disminuido desde la dictadura, de 45% de la población en 1987 a 14% en 2006, la desigualdad apenas y se ha movido (Ffrench Davis, 2008: 283).
Para el Estado mexicano, la prioridad era mantener el régimen político, lo que requería estabilidad económica, y sobre todo, monetaria. Esto obligó al gobierno a negociar con el FMI y a imponer medidas drásticas de austeridad que causaron el alza del desempleo, la disminución del salario mínimo (de un índice 100 para 1980, cayó a 46 en 1990 en términos reales) y la reducción del gasto social. Además, el PRI impuso un control estricto a los sindicatos que tenía bajo su mando con el fin de mantener los salarios por debajo de la tasa de inflación y así, tenerla controlada. Finalmente, hacia fines de la crisis, en 1987, cuando se enfrentó a un aumento de la inflación derivado de la caída de los precios del petróleo y del inicio de un conflicto distributivo aparejado al inicio de la democratización, el gobierno abandonó el modelo de sustitución de importaciones y orientó la economía hacia las exportaciones; abrió totalmente la economía a los bienes y capitales y se unió al GATT. El ajuste se consiguió por el "…desarrollo de la finaciarización de la economía […] por una liberalización financiera…" (Marques Pereira y Théret, 2004).
Frente a la crisis, el Estado mexicano redujo sus gastos, sobre todo el social, y redujo los salarios reales (Marichal, 2003: 472). Estas reducciones fueron drásticas: el déficit público pasó de (-) 16.9% del PIB en 1982 a (-) 8.6% en 1983 (Romero, 2003: 192). La crisis de la deuda vino acompañada de inflación, que alcanzó el 100% en 1982. No obstante, las medidas para reducir el gasto público y la represión de los salarios reales dieron paso a la reducción de la demanda interna que ahorcó a la inflación, la cual cayó a la mitad el año siguiente (Gollás, 2003: 242-243). Como resultado de esas políticas, la economía apenas creció entre 1982 y 1988: 0.2% en promedio anual (Romero, 2003: 191). Es evidente que el control corporativista que ejerció el gobierno sobre los sindicatos fue central para llevar a puerto la estrategia de mantener los salarios por encima de la inflación.
En ambos países, el ajuste interno fue la condición del ajuste externo. O, como apunta el modelo de Rodrik, el Estado-nación entró de lleno al juego de la integración a la economía mundial; aceptaron ser los buenos alumnos del FMI y de las finanzas internacionales. Esto tuvo consecuencias en términos de economía política para ambos países, donde el modelo neoliberal se perpetuó y hasta ahora casi no se ha desviado, aun cuando atravesó por un proceso de democratización y, en Chile, por gobiernos socialdemócratas.
En términos políticos, esta trayectoria también tuvo consecuencias. En ambos países subsisten herencias significativas de instituciones autoritarias, a lo que se llama en Chile, y luego en México, enclaves autoritarios. Atravesar la crisis bajo un régimen autoritario en México sólo fue posible gracias al control corporativista y a que la democratización no empezó sino hasta fines del sexenio de De la Madrid (1982-1988). De hecho, según Marques Pereira y Théret, la financiarización que permitieron las estructuras corporativistas fue, en México "…el precio a pagar por la restauración de la legitimidad del régimen corporativista a ojos de los detentores del capital" (Marques Pereira y Théret, 2004). Esto significó la ausencia de ruptura fundadora entre el régimen autoritario y el democrático (Bizberg, 2010).
Por el contrario, Argentina y Brasil se democratizaron en medio de la crisis de la deuda; Argentina en 1983 y Brasil en 1985. Lo anterior llevó a que, en el esquema de Rodrik, se haya pasado del par integración/Estado-nación (al menos en parte), al par sociedad/Estado-nación, pues el gobierno tenía una "deuda social" acumulada tras tantos años de dictadura, donde las demandas sociales estaban reprimidas, y por la gestión ortodoxa de la crisis (Marques Pereira y Théret, 2003; Rapoport, 2005: 739); situación semejante a lo que está pasando en Grecia en 2015 con el triunfo electoral de Syriza, luego de cinco años de austeridad. Esto significó, en América Latina, el paso de los planes ortodoxos a los heterodoxos que –aunque no tuvieron los resultados previstos en términos económicos, incluso todo lo contrario, pues a la crisis de la deuda se sumó una crisis monetaria caracterizada por la hiperinflación– consiguieron la renegociación de las deudas de los países latinoamericanos, como método para evitar el contagio a los buenos alumnos y, además, sirvieron para consolidar la democracia en estos dos países.
Como el resto de los países de América Latina, Brasil transfirió la deuda privada al Estado. No obstante, por un lado, la mayor parte de la deuda ya estaba en manos del Estado, en comparación con los otros países de la región, y por otro, la deuda brasileña había servido para la inversión productiva (Welch, 1991). Frente a la crisis, el gobierno militar brasileño puso en marcha, en octubre de 1982, antes del acuerdo con el FMI, un plan negociado con los bancos privados. Una vez hecho el acuerdo con el FMI, se consiguieron los recursos financieros para ponerlo en marcha. Con este acuerdo, Brasil se obligaba a tener un excedente comercial de $6 mil millones de dólares, que se logró con la caída de la demanda global y el crecimiento. Además, el gobierno tuvo que modificar su política de limitar los salarios por debajo de la inflación, lo que conllevó a la caída considerable de los salarios industriales en 1983. Finalmente, la inflación comenzó a aumentar como resultado de la devaluación, y alcanzó el 200% ese mismo año (Fishlow, 1986). El acuerdo fue muy criticado al interior de un país que se estaba democratizando desde mediados de los años setenta en razón del aumento de la cantidad de recursos que debían pagarse al exterior. También, dado que el FMI nunca estuvo satisfecho con el nivel de respeto a los objetivos del plan, los acreedores nunca concedieron ninguna reestructuración ni la reducción de los spreads, como en el caso de México (Ibidem: 537).
El resultado del programa representó efectivamente una mejoría impresionante en las cuentas externas: de un déficit de la cuenta corriente de $16 mil millones de dólares en 1982, Brasil pasó a tener un débil excedente en 1984. Sin embargo, esta mejoría de las cuentas externas se tradujo en un desequilibrio interno. Las tasas de interés altas y las fuertes ventas de títulos gubernamentales se tradujeron en una inversión débil. Además, en lugar de reducirse, la inflación casi se duplicó. El déficit público sobrepasaba los límites propuestos, menos por la falta de control en el gasto público o en la reducción de impuestos que por el rápido aumento de los intereses de la deuda interna (Ibidem: 537-538). La inflación aumentaba tanto por el crecimiento de la deuda y de los intereses de la deuda interna, como por la macrodevaluación (Ibidem: 538; Salama, 1989).
De esta forma, la falta de crecimiento de la economía brasileña (hay que recordar que el crecimiento era fuente esencial de la legitimación del gobierno militar) y la inflación contribuyeron al debilitamiento del régimen autoritario, un proceso que comenzó con la liberalización "desde arriba", promovida por Geisel y las huelgas sindicales de 1978, 1979 y 1980, y que aceleró la democratización. En noviembre de 1982 hubo elecciones; en varios estados ganó el MDB, partido de oposición. Con este impulso, el movimiento por "direitas ja", que exigía elecciones directas de presidente de la República, reunió a más de 2 millones de manifestantes en varias ciudades de Brasil. Aunque el movimiento no haya logrado arrancarle al poder las elecciones directas, se eligió al primer presidente civil desde hacía 20 años, Tancredo Neves, en enero de 1985.
El primer año de democracia recobrada fue el mismo de la recuperación del crecimiento del 5.4%, y el año siguiente, de 7.8%. A diferencia de los periodos anteriores, esta alza de la economía no se acompañó de un desequilibrio de las cuentas externas ni de las públicas (Barros de Castro, 2005: 118). Pero el talón de Aquiles del periodo fue la inflación. La crisis de la deuda que contribuyó al debilitamiento y que probablemente acarreó el desalojo de los militares del gobierno se transformó en crisis monetaria con el paso a la democracia. Esto se debió en gran parte a que, en democracia, los conflictos distributivos fueron imposibles de controlar.
El primer gobierno democrático puso en marcha un plan heterodoxo, el Plan Cruzado, para ahorcar la inflación sin sacrificar el crecimiento. De esta forma, la inflación cayó a 64% del 235% que había alcanzado a fines del año anterior, mientras que el crecimiento se aceleró y creó 20% de puestos de trabajo más que en los cuatro primeros meses de 1986, en comparación con 1985. El desempleo descendió de 4.4% a 3.8% de marzo a junio. El problema de este crecimiento fue que el auge del consumo se produjo sobre una demanda ya sobrecalentada (Barros de Castro, 2005: 126). El Plan Cruzado, como los que lo siguieron, no logró controlar la inflación, como atestigua el promedio de 471% del alza de precios del periodo de la Nova República, entre 1985 y 1989. Sin embargo, el crecimiento de la economía fue de 4.3% anual durante ese periodo. Este crecimiento fue posible gracias a la maduración de las inversiones hechas durante el régimen militar, sobre todo, con el plan PNDII (Ibidem: 132).
La inflación, según los economistas estructuralistas, se derivó de un conflicto distributivo entre diferentes sectores de la sociedad que intentaron, en un contexto democrático e inflacionista, prevenirse contra las pérdidas causadas por la inflación. Según la mayoría de los autores, el conflicto se desencadenó entre empresarios y trabajadores; según Théret, se trataba, ante todo, de un conflicto más fundamental entre los intereses industriales (que incluían a los empresarios y a los trabajadores del sector productivo de la economía) contra los sectores rentistas (tanto de rentas inmobiliarias como de rentistas de la deuda pública) (Théret, 1993). Este conflicto dio pie a una inflación inercial que, según Bresser Pereira, se decidió finalmente a favor de los intereses rentista-financieros, con el Plan Real de Cardoso, de 1995 (Bresser Pereira, 2007).
Finalmente, en febrero de 1987, Brasil anunció la moratoria y el rechazo a las condiciones del FMI. Eso agravó de forma significativa la situación de endeudamiento de los países latinoamericanos (Rapoport, 2005: 706), que empeoró profundamente con la crisis en Wall Street de octubre del mismo año. Lo anterior agravó las crisis fiscales, los cuellos de botella en los mercados de divisas de los países latinoamericanos y los conflictos distributivos que alimentaron la inflación e incluso la hiperinflación en ciertos países como Brasil y Argentina (Ibidem: 707). Pero al mismo tiempo, el rechazo por parte de Brasil del plan de ajuste del FMI sirvió de apoyo para procesos re renegociación renovados, con fórmulas de reducción de la deuda (el Plan Brady, mencionado arriba) y la reprogramación de las deudas a tasas de interés más bajas, en lugar de las medidas antes dominantes (con los planes del FMI y el Plan Baker) que consistían en préstamos para pagar las deudas (Ibidem: 707).
La inflación fue un problema tanto del gobierno militar como del democrático, pero se agravó considerablemente con el último, y se convirtió en hiperinflación. Esto resultó de que los gobiernos "…privilegiaron de facto el ajuste externo […] a costa de la reducción de las fuentes de inestabilidad monetaria y financiera internas…" (Marques Pereira y Théret, 2004). Esta situación se agravó con una democratización promovida en gran parte por una vibrante sociedad civil (prácticamente ausente en los casos de México y Chile) que obligó a los diferentes gobiernos democráticos a "…llenar, o al menos tapar, un déficit de legitimidad del Estado frente a ciertos sectores de las clases dominantes, pero también, y sobre todo, de las clases populares…" (Marques Pereira y Théret, 2004).
En contrapartida, aunque Brasil haya aceptado las restricciones del FMI y aplicado medidas de austeridad, no aceptó reducir radicalmente el papel del Estado, no llevó a cabo privatizaciones ni redujo el gasto social, que disminuyó sólo en 1984 y 1985 para luego aumentar fuertemente a partir de la adopción de la Constitución de 1988 (Lautier, 2009; Haggard y Kaufman, 2008: 388-390). Como excepción con respecto a otros países de América Latina, la economía de Brasil (junto con Colombia y Panamá) logró hacer crecer su producto per cápita (Salama, 1989); de hecho creció durante el primer periodo de la nueva república a un ritmo significativo: 7,9% (1985), 8% (1986), 3,6% (1987), - 0,1% (1988), 3,3 (1989), -4,3 (1990) (Bancon Mundial), (Hermann, 2005, y Barros de Castro, 2005 para Brasil; Rapoport, 2005, para Argentina). Además, según Marques Pereira y Théret, el país logró conservar su industria. "El carácter rampante de la hiperinflación indica, no obstante, que está administrada y que, bajo control, […] funciona de facto como instrumento de resistencia a la desindustrialización que tiende a provocar toda liberalización financiera bajo restricción externa…" (Marques Pereira y Théret, 2004).
Los planes heterodoxos, aunque menos consistentes (Cortés Conde, 2007: 306), de Argentina, también fracasaron en ahorcar la inflación derivada de conflictos distributivos en contexto inflacionista y en democracia. Sin embargo, la tradicional polarización entre el sector agroexportador (aliado al financiero) y el industrial, así como entre el justicialismo/peronismo y los intereses empresariales, combinada con el débil poder del Estado argentino y con la débil capacidad institucional del sistema político para arbitrar entre los diferentes intereses (en lugar de tomar partido en función de los que están en el poder), dio pie a un conflicto distributivo mucho más intenso e incontrolable que en Brasil (Bizberg y Théret, 2012). Además, en Brasil, al inicio de los años ochenta, la deuda era sobre todo pública y se había invertido en activos productivos, mientras que en Argentina, una gran parte era privada y había servido para la especulación y la huida de capitales; por esta razón se consideró ilegítima la absorción de la deuda por el Estado argentino en 1981 y generó una fuerte insatisfacción frente al sistema político (Welch, 1991: 10; Cortés Conde, 2007: 299). Esta polarización y esta falta de confianza en el Estado argentino explican por qué, mientras que la inflación brasileña "…se caracteriza por su fuerte condición inercial que le confiere una relativa regularidad […], la inflación argentina es errática, y ve sucederse periodos de aceleración y desaceleración, que acabó con dos episodios de hiperinflación en 1989 y 1990 y alcanzó en promedio un nivel más elevado que en Brasil" (Baldi-Delatte, 2004: 4).
Argentina transitó hacia la democracia antes que Brasil: el primer presidente civil desde el golpe de Estado de 1976 entró en funciones en 1983. Alfonsín recibió de los militares una situación económica catastrófica: una recesión, una deuda externa cercana al 70% del PIB y una inflación de más del 400% (Rapoport, 2005: 738). Frente a la explosión de la inflación en 1984 y 1985, el proyecto del Ministro de Economía, Sorrouville, presentado en enero de 1985, intentó conciliar el control de la inflación con el crecimiento económico. Sin embargo, en junio sobrevino un cambio de rumbo radical con el Plan Austral, que conllevaba un ajuste muy fuerte: la congelación de los precios de las tarifas públicas, una devaluación y una política monetaria muy estricta que comprendía la reducción del déficit del sector público del 11% del PIB al 4% para fin de año. Aunque el plan logró controlar la inflación, hizo entrar a Argentina en recesión de más del 7% (Rapoport, 2005: 742-5). En 1986, el plan parecía haber podido conciliar la estabilidad de los precios con el crecimiento. No obstante, a partir de 1987, el conflicto distributivo reapareció en una coyuntura de disminución del precio de granos y oleaginosas, medidas proteccionistas y subvenciones de los países desarrollados, y aumento de las tasas de interés internacionales (Rapoport, 2005: 748). El conflicto distributivo fue lo que condujo a la crisis monetaria que, como ya se explicó para Brasil, se produjo tanto entre trabajadores y empresarios como entre los sectores aliados a los interese financieros y los demás sectores económicos de la sociedad en general (Théret, 1993; Marques Pereira, 2007). Los grupos económicos locales dominantes, que tenían relaciones estrechas con los intereses financieros, el sector agroexportador, ligado también a esos intereses, y las empresas extranjeras, no tuvieron la actitud que se habría esperado de ellos ante la nueva democracia: protegieron sus propios intereses concretos e inmediatos (Rapoport, 2005: 741). Esta situación dio pie a la hiperinflación, a la especulación financiera y a la crisis social y finalmente política, por lo que obligó a Alfonsín a retirarse de la presidencia seis meses antes del fin de su mandato, para cederle el lugar al peronista Menem, que impondría la convertibilidad y que consiguió frenar la inflación los diez años siguientes.
Las dos trayectorias que acaban de describirse son distintas: la de México y Chile manejó la crisis bajo un régimen autoritario que puso al Estado-nación al servicio de la integración internacional, haciéndole pagar a la sociedad el costo de la crisis y, como resultado, con una economía vuelta hacia el exterior, integrada de forma subordinada y pasiva al mercado internacional, sometida a los intereses financieros, y donde la democracia se arraigó poco en la sociedad civil. En contraste, Brasil y Argentina, donde gobiernos democráticos trataron de encontrar un acuerdo entre sociedad nacional e integración internacional, con resultados moderados (más en Argentina que en Brasil), pero donde las economías voltearon en parte hacia el mercado interno, tuvieron una integración más activa en el mercado internacional y democracias más profundas, arraigadas en la sociedad civil.

¿Qué enseñanzas para Europa se pueden sacar de las crisis latinoamericanas?
Una constatación, que actualmente parece evidente para la mayoría de los economistas y que ha sido válida para toda América Latina, es que ningún país ha podido salir de la crisis de la deuda mediante la austeridad. Se necesitó crecimiento, que no se produjo más que con la renegociación de la deuda.
Esta última parte examina las enseñanzas que se pueden sacar para Europa de la forma en que dos tipos de regímenes diferentes, uno autoritario (México y Chile) y el otro democrático (Brasil y Argentina), atravesaron la crisis. Y trata sobre la gestión de la crisis, por una parte, y sobre la relación entre crisis de la deuda y democracia, por la otra.
En México y en Chile, los gobiernos autoritarios manejaron la crisis de la deuda, sin sufrir presión por parte de la sociedad civil y, por lo tanto, hicieron que sus poblaciones pagaran, por completo, el costo de la crisis, mediante planes ortodoxos. Los Estados actuaron como relevo de los poderes económicos internacionales y dejaron a sus sociedades sometidas a los designios de la globalización. Aunque también haya habido una situación inflacionista, la crisis de la deuda no desembocó en una crisis monetaria porque había mecanismos, tanto en Chile como en México, para administrar la crisis ex-ante, por la debilidad del sindicalismo y la represión en el primer caso, y por el corporativismo estatal en el segundo.
Al contrario, los gobiernos recién democratizados de Brasil y Argentina intentaron (sin mucho éxito), equilibrar el costo de la crisis entre los acreedores y su población, aplicando planes más o menos heterodoxos. Los Estados intentaron arbitrar entre sus sociedades y los intereses de los acreedores; según los términos de Polanyi, intentaron pagar sus deudas, sin dejar de proteger a su sociedad. Esto porque estaban bajo presión de una sociedad civil muy activa que exigía la liberación de la enorme deuda social acumulada durante los años en que los gobiernos militares aplicaban políticas económicas y sociales antipopulares. La crisis monetaria que siguió a la crisis de la deuda resultó, en gran parte, de que la gestión de la primera se había hecho en situación inflacionista en democracia, y que los conflictos distributivos se tuvieron que solucionar ex post, en ese contexto.
La crisis de la deuda tuvo consecuencias nefastas para las sociedades de los cuatro países considerados: las sociedades de México y de Chile sufrieron medidas de austeridad, mientras que las de Brasil y Argentina soportaron medidas de austeridad y de hiperinflación alternativamente. No obstante, la forma de manejar la crisis tuvo importancia; las diferentes trayectorias en la crisis tuvieron resultados divergentes en lo que respecta a las capacidades estatales y al carácter de la democracia en esos países. México y Chile, donde el Estado se contrajo, se retiró de la economía y se abandonó ante las fuerzas internacionales, siguen siendo países integrados de forma pasiva a la economía internacional, totalmente abiertos y dependientes de los capitales extranjeros. Además, en estos dos países la sociedad civil, ya muy débil, se debilitó aún más, y la democracia tendió hacia una partidocracia con muy poco basamento social. Al contrario, ahí en donde el Estado intentó arbitrar entre sociedad nacional y economía internacional, las economías se integraron de forma defensiva/proactiva a la economía internacional, los Estados conservaron capacidad de acción para prevenirse contra las crisis y proteger su capacidad productiva y su mercado interno; este fue sobre todo el caso de Brasil, y un poco menos el de Argentina a causa de las políticas de Menem entre 1989 y 1999, aunque durante el periodo posterior a la crisis de 2001 haya habido un esfuerzo de recuperación. Además, en estos dos países, la sociedad civil se fortaleció y sigue siendo la base sobre la que se asienta una democracia más vibrante y participativa.
El dilema, o trilema, para Europa, es el mismo que vivió América Latina. Tras cinco años en crisis, está claro que los sufrimientos de la población son inevitables, dado que se está en crisis. Ninguna de las distintas soluciones los abstrae: mantener el euro en su estado actual, salirse del euro, crear monedas complementarias; nada de eso hace o hará desaparecer los problemas que se suscitaron a partir de la creación del euro. Sin embargo, como en América Latina, la forma de manejar la crisis va a determinar la autonomía de las economías nacionales frente a la economía mundial, la capacidad y autonomía de los Estados, y la fuerza y carácter de las democracias una vez que Europa haya salido de la crisis.
Al decidir resolver el trilema de Rodrik con el par Estado-nación/integración internacional, que quiere decir la imposición de la austeridad por parte del Estado sin cambiar las instituciones de la Unión Europea, no sólo se corre el peligro de no salir de la crisis, sino de salir a la mexicana/chilena, reforzando la dependencia con el capital internacional y degradando la democracia, como está sucediendo actualmente. Hay otras dos salidas, la argentina/brasileña, que Syriza está experimentando en Europa, con el par Estado-nación/sociedad-democracia, donde el Estado intenta arbitrar entre la sociedad y Europa; esto implica una dosis de incertidumbre con respecto a la integración europea y al euro, una incertidumbre que podría disminuir si Syriza consigue crear un euro-dracma (Coutrot, Kalinowski y Théret, 2015). Está, finalmente, la solución basada en el par sociedad-democracia/integración, de Rodrik, que implica el fortalecimiento de la idea de Europa como federación, con fiscalidad y política social europeas, y mecanismos de redistribución entre los países, como en todas las federaciones descentralizadas.

Traducción de Ana Inés Fernández A.


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