Desencuentros y Encuentros en el Alto Orinoco. Incursiones en Territorio Yanomami, siglos XVIII-XIX

July 24, 2017 | Autor: H. Caballero Arias | Categoría: History, Anthropology, Amazonia, Venezuela, Yanomami
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Descripción

Consejo Directivo Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas Director

Eloy Sira

Subdirector

Alexander Briceño

Representantes del Ministerio del Poder Popular para Ciencia, Tecnología e Innovación Representante del Ministerio del Poder Popular para la Educación Universitaria

Guillermo Barreto Juan Luis Cabrera

Gerencia General

Jesús Manzanilla

Martha Velásquez Comisión Editorial

Coordinador

Eloy Sira Lucía Antillano Horacio Biord Jesús Eloy Conde María Teresa Curcio Rafael Gassón Pamela Navarro Héctor Suárez Erika Wagner

Desencuentros y encuentros en el Alto Orinoco: incursiones en territorio yanomami, siglos XVIII­­–XIX Hortensia Caballero Arias

© Ediciones IVIC Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas Rif: G-20004206-0

Coordinación Editorial: Pamela Navarro Diseño y diagramación: Nuria Martín Portada: Flooded jungle, Keller-Leizinger, Franz (1875) The Amazon and Madeira Rivers. Philadelphia: J.B. Lippincot & Co. Mapas: elaborados por Nuria Martín, Centro de Antropología, páginas: 31, 35, 40 y 74 Imagen satelital: Grisel Velásquez, Unidad de Sistemas de Información Geográfica (UniSig), página 95 Fotografía solapa interna: Yheicar Bernal Impresión: Grupo Intenso Depósito legal: If66020149001646 ISBN: 978-980-261-149-2 Altos de Pipe, Venezuela, 2014

Desencuentros y encuentros en el Alto Orinoco: incursiones en territorio yanomami, siglos XVIII-XIX Hortensia Caballero Arias

Centro de Antropología José María Cruxent Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas

Ediciones IVIC

A mi madre Blanca Graciela, in memoriam, siempre.

Índice

Índice de figuras

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Prólogo

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Agradecimientos

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Introducción: hacia una antropología histórica de los contactos con los yanomami 21 Elementos históricos y espaciales a considerar Manejo de las fuentes históricas y evidenciales

24 28

Capítulo I. Los

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yanomami del

Alto Orinoco Superior

Una etnografía abreviada El yanomami indómito en las representaciones etnográficas

33 41

Capítulo II. El otro indígena en las percepciones europeas El encuentro con América: algunos enfoques Visiones eurocéntricas del colonizador La noción simbólica del «salvaje» Historia, cultura y alteridad

45 45 48 51 55

Capítulo III. Explorando el Orinoco colonial

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Guayana: primeras incursiones y asentamientos europeos De la región Alto Orinoco al Alto Orinoco Superior

59 73

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La Real Expedición de Límites hacia la región Alto Orinoco 78 Los cacahuales silvestres y las fuentes del Orinoco 86 Los equívocos en torno a los viajes de Fernández de Bobadilla 97 Guaribas, guahibas blancos o guaharibos 100 Algunas conclusiones 109 Capítulo IV. Viajeros y exploradores del siglo XIX

111

Humboldt en el Orinoco Lo que no vio pero escuchó sobre las fuentes del Orinoco Visión de los indios guaicas y guaharibos Viajeros y cartógrafos Robert Schomburgk Richard Spruce Francisco Michelena y Rojas Jean Chaffanjon Continúan las exploraciones para remontar el orinoco Los yanomami siguen siendo desconocidos

114 119 126 130 140 146 153 158 168 171

Reflexiones finales: más que un encuentro, un desencuentro

173

Bibliografía

178

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Índice

Índice de figuras 1. Mapa del Alto Orinoco Superior, estado Amazonas, Venezuela

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2. Mapa de ubicación de los grupos lingüísticos yanomami en Venezuela y Brasil 35 3. Mapa actual del municipio Alto Orinoco, estado Amazonas, Venezuela 40 4. Mapa de Guayana, Theodore De Bry, 1599

62

5. Mapa de la Provincia del Nuevo Reino de Granada, José Gumilla, 1741 65 6. Mapa geográfico de la mayor parte de la América meridional, Francisco Requena, 1796 66 7. Región Alto Orinoco en el período colonial 74 8. Mapa de América del Sur con la división limítrofe acordada en el Tratado de Madrid, 1750 80 9. Idea del raudal de Atures, Ignacio Milhau, 1757

83

10. Raudal de Atures, estado Amazonas, 2013 84 11. Mapa del Alto Orinoco, Apolinar Diez de la Fuente, 1760

93

12a. Raudal de Guaharibos, Alto Orinoco, 2013

94

12b. Imagen satelital landsat del raudal de Guaharibos, Alto Orinoco, 1999 95 13. Mapa de José Solano indicando la ubicación del Lago Parime con respecto al Orinoco, 1763 96 14. Mapa de América Meridional, Cruz Cano y Olmedilla, 1775 103 15. Mapa Corográfico de la Nueva Andalucía, Luis de Surville, 1778

105

16. A orillas del Orinoco frente a la desembocadura del río Mavaca, Alto Orinoco, 2009

121

17. Mapa itinerario del curso del Orinoco, A. Humboldt, 1814 123 18. Tabla comparativa de los ríos que salen del sistema Parima, A. Codazzi, 1840 136

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19. Mapa del Cantón de Río Negro de la Provincia de Guayana, A. Codazzi, 1840 138 20. Mapa de la ruta de Schomburgk en Guayana, 1840

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21. La Esmeralda, una visión de Schomburgk, 1840

143

22. Mapa del viaje de Spruce por el Orinoco, 1853

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23. El indio guaharibo Kudé-kubui que describió Spruce en su diario 150 24. Venezuela en el mapa de América del Sur, Francisco Michelena y Rojas, 1867 154 25. Dibujo de Morisot del raudal de la Desolación, 1886

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26. Dibujo de Morisot del supuesto descubrimiento de las fuentes del Orinoco, 1886 166

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Prólogo del otro y otras cosas

Cuando Hortensia Caballero me pidió que escribiera un prólogo para

estos Desencuentros y encuentros, me dejé guiar por el concepto durkheiniano de «prenoción», utilizado por la autora, y sin reparar un instante, ni tan siquiera saber de qué se trataba, le dije que sí. ¿Prenoción, prefiguración? Sin duda y también prejuicio, es decir juicio previo sobre lo desconocido, en este caso sobre una obra que no dudé guardaría el rigor analítico y expositivo que en mi criterio debe observar una monografía antropológica. Y no me equivoqué. Valga esta breve introducción para afirmar que ninguna valoración sobre lo ignoto, trátese de una monografía o del Otro, parte de la inopia más absoluta. En mi caso, mi «prenoción» se sustentó en previas «evidencias empíricas» y mi decisión, en un simple silogismo. Considerando que la otredad es a la antropología lo que la madera al carpintero y que en tanto haya madera seguirán habiendo artesanos expresando lo mismo pero con estilos distintos, me permitiré añadir algunas ideas a las planteadas por la autora en los Desencuentros y encuentros protagonizados entre europeos y yanomami en las cabeceras del Orinoco desde mediados del siglo XVIII y hasta finales del XIX. Este pequeño pero intenso episodio en la permanente aventura humana que entraña el descubrimiento y reconocimiento del Otro, representa un magnífico ejemplo para contextualizar las prefiguraciones y el imaginario americano de los europeos. La expresión más clara de la alteridad como ideología de dominación sobre los hombres y mujeres de la tierras bajas tropicales, inmaduros y primitivos, ocupantes de un entorno inhóspito y degenerador, se hizo manifiesta en la ciencia

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ilustrada del siglo XVIII gestada por filósofos y naturalistas franceses e ingleses que privilegiaron la condición del hombre como mamífero, para dar nacimiento a la «raciología» antesala del racismo y de la sociobiología. Aunque sería justo decir que cuando Europa, en ruta a la India por el Occidente, chocó inevitablemente, con el Nuevo Mundo, -la isla más extendida del planeta de norte a sur-, las naciones del llamado mundo cristiano ya exhibían un acendrado «eurocentrismo» sin que ello supusiera forzosamente una ideología imperial, al menos no en la denostada «madre patria». Aunque la conquista española del continente americano representó, la acción que hizo bascular definitivamente el epicentro del mundo del lado europeo, no fue expresión de una ideología imperial, tal y como la desplegada por Inglaterra en la India o la de la otras potencias europeas en África, Medio Oriente y China; por el contrario su originalidad consistió justamente en carecer de una ideología racista e imperialista al más puro estilo galo-anglo-sajón. El Otro americano, el indígena fue jurídicamente desde muy temprano un miembro del régimen metropolitano con sus obligaciones, derechos y autoridades naturales, perteneciente a una «raza» que, en el sentido que le asignaba el marco jurídico, no entrañaba explícitamente una concepción racista sino de pertenencia a una comunidad culturalmente diferente. Una manera de intentar comprender lo dicho en las entrelíneas de las crónicas coloniales y relatos en general, sería aceptar que el Otro es y será siempre como yo desde el momento que lo nombro, defino y caracterizo desde mi yoidad. Lo que hace interesante esta afirmación es que el otro como yo no se construye como igual, sino todo lo contrario, como diferente y desigual. De lo cual podríamos desprender que toda reflexión teórica sobre el Otro es antropológica, ontológica y especular. Si aceptamos el axioma levistrossiano, de que la domesticación del fuego condenó al hombre a la cultura y la percepción de su finitud a la religión, no sería descabellado añadir que el conocimiento del Otro terminó por conducirlo a la guerra y la conquista. El Otro es una realidad cuya inevitabilidad nos ha permitido reafirmarnos y manejarnos frente a lo ajeno. La construcción de la alteridad es imposible sin la existencia del yo por lo que en estrecha «complicidad» podemos hablar de nosotros y de vosotros en la oposición, exclusión o guerra. En el descubrimiento del Otro lo primero que se nos impone es su imagen como pseudo concreción o «claroscuro de verdad y engaño», como diría Kosik. Una imagen que construimos a partir de nuestras propias carencias y de las similitudes con lo que nos es propio o familiar. Este descubrimiento de la heterogeneidad del Otro a partir de la yoidad le otorga a lo extraño la doble condición de rechazo-atracción; de fascinación pero al mismo tiempo de recelo y la idea, por demás perturbadora, de tener que relacionarnos con esa realidad. Una idea inquietante que se traduce en una resistencia «innata» para aceptar la diversidad cultural y racial y una tendencia, como señala Levi Strauss, a expulsarla fuera de mi esfera cultural para hacerla parte de la «naturaleza» como

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Prólogo

algo primitivo o salvaje marcando así los límites de nuestra humanidad respecto a la barbarie. Cuando situamos al Otro en relación con nosotros mismos, se convierte en lo que no soy yo, lo que es diferente a mí: primer paso al reconocimiento de la alteridad como opuesta a identidad. De este proceso singularizante y generalizador participan todas las culturas que a su vez construyen su identidad sobre series de oposiciones binarias (humano/no humano, racional/irracional, bárbaro/civilizado, moral/inmoral, etc.). El proceso gnoseológico comienza con el nombramiento del Otro, (verbigracia por yanomami: guaicas, shirishanas, guaharibos, etc.) base de ese inocultable etnocentrismo universal y congénito del que todos, de una manera u otra sufrimos. Nombrar así como descubrir es hacerse dueño. Con el acto de nombrar, primera abstracción de lo sensible, se compendia en una palabra o frase corta los atributos más conspicuos que se reconocen en el Otro individual o colectivo. La naturaleza siempre especular del Otro y el reconocimiento de sus carencias, como propiedades negativas, contribuye a reforzar la superioridad de quien nombra. La alteridad tal como cabría comprender, supone el o los discursos, -como sinónimos de teorías- que forjamos desde la yoidad -como ethos cultural- sobre el Otro como ethos cultural, y que correspondería a la etapa hegeliana de intelectualización y elaboración de hipótesis para explicar la diversidad en la unidad de la especie humana. Esbozado el marco en que concebimos al Otro, pasemos a ver el papel histórico que el llamado etnocentrismo occidental, y más concretamente europeo, por ser el continente de los grandes imperios universales de la era moderna, tuvo en la conformación de los mitos americanos y en construcción de las alteridades americanas. Lo primero que deberíamos constatar es que lo que llamamos y entendemos por pensamiento occidental en rigor no es tal. Me explico. Nacido de la tradición judeo-cristiana-musulmana su origen más remoto está en el Cercano Oriente y posteriormente en el este Mediterráneo. Sólo siglos después se desarrollaría en el atrasado Occidente pagano y bárbaro para implantarse bajo su imposición imperial urbi et orbi en el resto del planeta. Ese Occidente o Viejo Mundo que por desplazamiento semántico según Dussel conocemos como la Europa occidental, surgió de una Europa mitológica muy distinta a la actual establecida justamente en las tierras que griegos y romanos, llamarían de bárbaros. Con el renacimiento y la caída de Constantinopla (1453) surgió otra ficción que unió lo griego oriental como enfrentado al mundo turco, y que dio origen al euro centrismo como óptica irrenunciable basada en la idea de «progreso», obviamente desde la «centralidad» europea, y que justificará cualquier forma de dominación. En consecuencia la teoría más sofisticada y con rango de

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«ciencia» que se ha elaborado sobre el Otro y la alteridad, cabe decir la etnología, está indisolublemente ligada a esta matriz y en consecuencia constituye una expresión básicamente del pensamiento occidental del Viejo Mundo. Pero sigamos, la alteridad como oposición a la identidad se ubica a distancia. El Otro se asocia a la lejanía. Distante será todo lo que no está aquí o forma parte de mi entorno y cotidianidad. La distancia geográfica, real o imaginaria, ayuda al miedo por lo desconocido y abona la fantasía y los prejuicios discriminatorios. Para la humanidad la ampliación de sus horizontes geográficos fue siempre un gran reto y no pocas veces una necesidad y Occidente desde el mismo Medioevo parece haber tenido conciencia de su condición viajera y dominadora. Fruto de aquellos innumerables viajes fue la construcción de alteridades fantasiosas y de mitos que persistieron por siglos. Confrontaciones entre lo imaginario y la realidad que desde los viajes de Ulises, del legendario rapsoda Homero (siglo VIII a.C), nos llevan al encuentro de lo desconocido aunque sólo fuera en apariencia pues en realidad la narración es un canto a la inmovilidad. Ítaca el punto de salida se transforma en la anhelada meta. La expresión prematura de una balbuceante apertura al mundo. Los calificativos hacia el Otro como «melenudos» o «bárbaros» tienen el valor de la distinción no del juicio valorador. Herodoto de Alicarnaso (484-425 a.C.) y su «antropología imaginaria» con tantas narraciones, bestiarios y mitos, como el de las Amazonas, que pervivió durante el Medioevo, el renacimiento para saltar al Nuevo Mundo donde se les ha querido hacer cuna. Sin embargo, la alteridad de la tradición helénica que pasó con Roma al resto de Europa y pervivió durante la Edad Media, no fue precisamente la muy ecuánime que se desprende de Herodoto y Tucídides (460-396 aC.). El término bárbaro onomatopeya que designaba a toda persona o pueblo que no hablaba la lengua griega fue aplicado a todo el orbe conocido desde los nómadas, bereberes o etíopes africanos, hasta los pueblos de la todavía desconocida Europa. El habla «inteligente» se asoció con el raciocinio y en consecuencia quienes no eran capaces de hablar griego carecían de la cualidad que distinguía a los hombres de los animales y seres inferiores. Con Platón (428347 a.C.), esa deriva lógica adquirió netamente un sentido minusvalorador con profundas repercusiones hasta el Renacimiento. Paralelamente al desarrollo filosófico jurídico de la alteridad, que tuvo lugar en el mundo helénico romano, se ampliaba la visión de un mundo donde lo real y lo fantástico se entrelazaron para producirnos un paisaje alucinante del universo terrenal. En tiempos tan remotos se gestaron los imaginarios de una mitocartografía de ubicuos dorados y la de hombres crueles, de rasgos monstruosos, sus celosos e implacables cancerberos. Aunque han transcurrido algo más de dos mil años de intensa evolución humana, me voy a permitir establecer un paralelismo entre aquellos arquetipos míticos con El Dorado guayanés y los «feroces» yanomami para

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Prólogo

poder explicar la construcción de su alteridad desde la perspectiva dominadora, que llamamos occidental, y mediante el método empírico universal de las «aproximaciones sucesivas». El relato más relevante sobre lo maravilloso que conoció la Antigüedad y Medioevo fue sin duda la Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia o Pseudo Calístenes escrita por Calístenes de Olinto (360-328 a.C). Más que una obra fue un eceptáculo imperecedero en el que cupieron todos los desvaríos, mitos, ilusiones y temores humanos. Hazañas, leyendas y tradiciones de la antigüedad heleno romana y del Medio Oriente que a partir de sus numerosas traducciones y recensiones calaron el alma popular de cristianos, judíos y musulmanes. Temas como la fuente de la eterna juventud, ciudades de oro protegidas por hombres salvajes, antropófagos, o aguerridas amazonas armadas de lanzas y flechas de oro, llenan las aventuras del gran Alejandro de Macedonia dejándonos como lección que el alcance de lo más codiciado inevitablemente entraña grandes riesgos. Entre la larga lista de estrambóticos pueblos, reseñados por Diodoro Sículo, historiador griego del siglo I a.C., que poblaban la tierra hayamos los blemmyes acéfalos etíopes y nubios con la nariz, ojos y boca en el pecho. Las enciclopedias de prodigios recopiladas por Diodoro Sículo o Plinio «El Viejo», o las teorías de Filón, entre otros, tuvieron fuertes repercusiones en el imaginario de los cronistas de indias y en las motivaciones doradistas de la conquista del Nuevo Mundo. En la cartografía mitológica de esa gran obra del mundo árabe Las mil y una noches, se mencionan tierras en el Oriente asiático que encierran inimaginables riquezas custodiadas por fieros cancerberos, seres monstruosos con absurdas deformaciones. En el repertorio del Libro de las maravillas de Marco Polo no podían faltar las amazonas y en el Tratado de las cosas más maravillosas y notables que existen en el mundo de John de Mandeville, ambas obras del siglo XIV, reaparecen, esta vez en la India, los hombres sin cabeza. Un siglo y medio después los hombres sin cabeza vuelven a hacer presencia en las selvas guayanesas. Son los míticos ypurgotos de Vera e Ibargoyen, lugarteniente del gobernador Antonio de Berrío, que en su jornada doradista remontando el Caroní afirmó que poblaban las tierras de Manoa, la ciudad de oro a orillas del lago Parime. Los mismos que posteriormente Walter Raleigh llamó ewaipanomas e inmortalizó en su famoso Discovery. Si le seguimos la pista a estos fabulosos acéfalos podremos descubrir cómo funciona ese método de «aproximaciones sucesivas» y cómo hasta se puede construir una «alteridad» sobre un Otro imaginario sin que forzosamente nadie constate su existencia, verbigracia: los fieros yanomami durante buena parte de su «desencuentro» histórico. Con los científicos de la Ilustración la alteridad de los acéfalos avanzó sustancialmente. Para Georges Louis Leclerc, mejor

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conocido como Conde de Buffon (1707-1778), los acéfalos ypurgotos (ewapainomas) guayaneses representan una apreciación fantasiosa de Raleigh al tratarse con seguridad de un grupo humano de cuello corto y espaldas elevadas, para GuillaumeThomas Raynal (1713-1796) esta deformación tampoco puede ser natural y de acuerdo a Cornelius de Pauw (1739-1799) los salvajes sin cuello de «Caribana», cuyas espaldas eran tan altas como sus orejas, llegaron a tal grado de deformidad por llevar cargas pesadas sobre sus cabezas desde la infancia, renovando en el viajero ignorante las antiguas fábulas de los acéfalos. De míticos y horrorosos guardianes de fabulosas riquezas a pobres diablos contrahechos por los rigores de una vida miserable ¿No guarda acaso algún parecido esta «objetivación» de un ser desconocido, a través de las «aproximaciones sucesivas», con el caso minuciosamente descrito por Hortensia Caballero sobre los enigmáticos yanomami?, y quienes más recientemente una vez conocidos antropológicamente con criterios «científicos» ¿No han sido acaso «redescubiertos» para perpetuar viejos prejuicios como su fiereza natural? ¿Puede el descubrimiento académico como acto de posesión intelectual ser más poderoso que el sencillo ejercicio de reconocer una alteridad como igual y diferente? Al parecer sí. Miguel Ángel Perera Universidad Central de Venezuela

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Agradecimientos

El presente trabajo ha transitado por una serie de etapas y momentos

donde el desarrollo profesional, la formación académica y los trabajos de campo entre los yanomami del Alto Orinoco han sido determinantes para reunir la información necesaria que le da forma a esta publicación. En este recorrido, desde sus inicios como proyecto de investigación sociohistórica sobre poblaciones indígenas del Alto Orinoco durante el periodo colonial, una extensa lista de profesores, colegas, amigos y familiares han estado involucrados en esta empresa. A todos ellos quisiera reconocer profusamente sus observaciones, orientaciones, comentarios y solidaridad. Otros, siguen siendo sujetos de mi más profunda gratitud a pesar de que lamentablemente ya no nos acompañan. Consciente de que siempre habrá algunos cóncavos en mi memoria para incluirlos a todos, haré el mejor esfuerzo. En la primera etapa del desarrollo de esta investigación, las observaciones y comentarios de los profesores Federico Brito Figueroa†, Catalina Banko, Adelina Rodríguez Mirabal, Aura Teresa Ruzza, Ricardo Torrealba† y Marcial Ramos Guédez de la Maestría de Historia Económica y Social de Venezuela de la Universidad San María fueron claves para ayudarme a visualizar cómo la relación que intrínsecamente existe entre la historia y la antropología permeaba toda esta investigación. En esta fase inicial agradezco, especialmente, el apoyo de Lilia Vierma en el arqueo bibliográfico y de archivos; H. Dieter Heinen, quien me facilitó referencias históricas, cartográficas y bibliográficas; Erika Wagner por sugerir literatura adicional sobre el tema; y Timothy Asch† quien en sus conversaciones siempre me incentivó a realizar este trabajo sobre la historia de los yanomami desde la mirada de los expedicionarios. Valiosas consideraciones y reflexiones sobre las percepciones que los napë (no yanomami) han tenido sobre los yanomami las obtuve de

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los misioneros salesianos: Padres José Bórtoli y Nelson Briceño, el Hermano Juan Finkers, Sor María Isabel Eguíllor y Antonieta Amazonas, a quienes agradezco su respaldo durante mis estadías en el Alto Orinoco en la década de los 90. Para ese tiempo, la Dirección de Recursos Humanos del entonces Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, Conicit, me otorgó un financiamiento inicial para la fase de revisión de fuentes históricas e investigación de campo. En una segunda etapa, en la cual busqué actualizar información desde el punto de vista teórico-conceptual a partir de la antropología histórica, quisiera reconocer la lectura analítica y reflexiva que hicieran de un borrador de este trabajo los profesores Ellen Basso, Daniel Nugent† y Ana María Alonso del Centro de Antropología de la Universidad de Arizona, EE.UU. Sus orientaciones fueron claves en mi formación como estudiante de doctorado en antropología, y sus comentarios me llevaron a repensar, detenida y críticamente, sobre cómo este trabajo historiográfico estaba vinculado a los estudios y discursos poscoloniales. En una tercera y reciente etapa quisiera agradecer especialmente las discusiones y lectura crítica que hiciera Krisna Ruette. Reflexionar sobre los dilemas de la antropología histórica, las formas de representación colonial y poscolonial, y las alteridades indígenas se convirtieron en el centro de una serie de prolijos debates con esta colega y amiga. Así mismo, este trabajo requirió actualizar las fuentes bibliográficas; en este proceso agradezco a Álvaro García Castro y Bernardo Urbani, quienes me facilitaron nuevas referencias sociohistóricas, y a Javier Carrera Rubio por sus comentarios al capítulo introductorio. La información sobre el uso de los etnónimos entre los indígena shirian me la proporcionó la colega Francia Medina. Una revisión del texto y de la bibliografía la hizo Yheicar Bernal, y de las galeradas Viviana Cuberos. Agradezco a Grisel Velásquez por haber suministrado la imagen satelital de la Figura 12b. La consecución de los mapas coloniales, el montaje de mapas actuales y el diseño gráfico de la publicación la llevó a cabo Nuria Martín. Una lectura completa del manuscrito la realizó Miguel Ángel Perera, a quien retribuyo su sugerente y acucioso prólogo. Quisiera expresar mi gratitud a las autoridades del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), por el respaldo institucional para la publicación de este manuscrito. A los miembros del Centro de Antropología quienes me han dado su apoyo, y en particular a los colegas, compañeros y estudiantes del Laboratorio de Antropología del Desarrollo. Agradezco, sinceramente, el cuidadoso trabajo editorial de Pamela Navarro de Ediciones IVIC y las observaciones de dos evaluadores anónimos de este trabajo. En este discurrir académico, hay un grupo de personas que son los amigos y familiares quienes lo motivan, aúpan y ayudan a uno a remontar los momentos

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Agradecimientos

difíciles y a veces de poca inspiración. Quisiera agradecer especialmente los comentarios siempre acertados y agudos de Jesús Ignacio Cardozo sobre cómo deconstruir las representaciones de los yanomami tanto en el pasado como en el presente. A mi amiga Lele Portas por haberme dado albergue y gratos momentos mientras estuve en Madrid realizando trabajo de archivo histórico; y a mis compañeras(os) de aventuras y desventuras académicas durante el doctorado: Ana María Ollarce, Aurea Toxqui, Edaena Saynes, Elea Aguirre, Gillian Newell, Guillermo Núñez, Jacqui Messing y Marcela Vázquez. Así mismo, a mis muy apreciados colegas y amigos Rafael Sánchez y Patricia Spyer, y a mis amigas de la cotidianidad Griselda Colina, Mariví Arapé, Yurena Vásquez y Evalú Linares. A todas y todos reconozco, con afecto, su solidaridad y amistad en una o más etapas de este trabajo. Finalmente, agradezco a mi familia, mis hermanos Hugo, Felipe y Fernando Caballero, y en especial a mi querida hermana y sobrina Angela y Fabiola Caballero, por su afecto y respaldo infinito. No puedo concluir este apartado, sin hacer un especial reconocimiento a los yanomami del Alto Orinoco, especialmente a mis amigos de Mavaca, Platanal y Ocamo con quienes he compartido y aprendido algo de su muy compleja cultura. Quisiera agradecer con afecto a Pasta, José Seripino, Jairo, Joseíto, Lucas, Itirio, Miguelito, Sheroanawe, Jacinto, Luis Urdaneta y Otomimi. Hay otros y otras yanomami que ya no están entre nosotros, y por consideración a sus tabúes fúnebres no los nombro; sin embargo, siguen presentes en mi memoria. A todos ellos, mil gracias.

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Introducción Hacia una antropología histórica de los contactos con los yanomami

L

os yanomami, habitantes de las cabeceras del río Orinoco, al sureste del estado Amazonas en Venezuela, han sido considerados por la literatura antropológica como uno de los pueblos indígenas menos afectados por los procesos de expansión colonial y las políticas indigenistas de las instituciones nacionales. Si bien estas apreciaciones académicas aún tienen validez por la legitimidad y la persistencia de la cultura e identidad yanomami, también es un hecho que ellos han experimentado, en su historia contemporánea, diferentes procesos de cambio sociocultural. Estas transformaciones han sido el resultado del impacto y los modos de representación generado por agentes externos tales como exploradores, misioneros, científicos, turistas, militares, garimpeiros y últimamente, políticos y funcionarios de las instituciones públicas del Estado. A pesar de estas recientes y continuas formas de interacción con la sociedad nacional, los yanomami conservan un alto grado de integridad cultural que se evidencia en la reproducción y producción de sus modos de vida cotidianos, idioma, rituales, cosmologías, organización social y política, actividades de subsistencia basadas en la horticultura, la caza, la pesca y la recolección, y su visión del mundo inmaterial indisolublemente relacionada con el hábitat donde viven. Esta condición de indígenas «poco transculturizados» podría considerarse como privilegiada en comparación con otros pueblos indígenas1 que han sido 1

Utilizaremos la denominación «pueblo(s) indígena(s)» para designar a los diferentes grupos, etnias o poblaciones indígenas del país de acuerdo a lo establecido en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV 1999) y en la Ley Orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas (LOPCI 2005). Estamos conscientes que el término «pueblo(s) indígena(s)» es de reciente data y que existe una variedad de vocablos que se han utilizado para designarlos y calificarlos históricamente. En vista de que este trabajo es de carácter sociohistórico, utilizaremos esas otras denominaciones cuando se haga alusión a citas textuales y a otras referencias coloniales.

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objeto de radicales procesos de asimilación cultural a lo largo de la historia. La noción de transculturación, la entendemos en su sentido más amplio y dinámico, a partir de la clásica reflexión de Fernando Ortíz (1987 [1940]), como las formas de transición de una cultura a otra en contextos de contacto cultural entre grupos diferentes. Con la discusión de este concepto, Ortíz (1987 [1940]) cuestionaba la rigidez de los términos aculturación y deculturación que daban cuenta sólo de los procesos de cambio cultural desde posturas estáticas y meramente coloniales. La transculturación, como lo planteó posteriormente Pratt (1992: 6), es un fenómeno que ocurre en una «zona de contacto», la cual constituye un espacio de interacción social. En ella, ocurren los encuentros coloniales entre grupos que están histórica y geográficamente separados y que llegan a establecer relaciones continuas, muchas veces de sometimiento y desigualdad entre los sujetos dominantes y los sujetos subordinados. En este marco de las interacciones socioculturales en las zonas de contacto es que examinamos cómo fueron representados y bajo qué circunstancias ocurrieron los primeros desencuentros y encuentros entre los colonizadores (europeos y criollos) y los yanomami. Esta investigación reconstruye así los procesos de contacto previos a las oleadas de cambio cultural que los yanomami han experimentado a partir de mediados del siglo XX. Este trabajo plantea examinar los factores históricos y geográficos en torno a las representaciones construidas en el contexto colonial y poscolonial sobre los yanomami a lo largo de siglo y medio, entre 1750 y finales del siglo XIX. A partir de la revisión y comparación de los registros históricos que dan cuenta de las expediciones y viajes al Alto Orinoco, este estudio analiza cómo se fueron creando diversas imágenes colonizadoras en torno a los yanomami y cómo se fue configurando en la historia de los contactos la idea de un ser aguerrido, indómito e inaccesible. La comprensión sobre las representaciones coloniales en relación con los yanomami persigue dilucidar cómo ese Otro indígena2 ha sido construido discursivamente a lo largo de la historia por las diferentes visiones e interpretaciones del imaginario occidental. Dado que las crónicas históricas revelan escasos encuentros directos (cara a cara) entre exploradores europeos y estos indígenas, esas primeras referencias sobre las alteridades yanomami se examinan, igualmente, a partir de los desencuentros, es decir de las no coincidencias espacio-temporales entre los sujetos en las zonas de contacto. Una genealogía de las alteridades yanomami, entendida como la construcción y el discernimiento sobre la diferencialidad de ese Otro indígena por parte de los no indígenas desde una perspectiva de la antropología histórica, constituye el marco general de nuestras reflexiones. A lo largo del trabajo utilizaremos la categoría «Otro indígena» para referirnos a las construcciones y representaciones coloniales y poscoloniales de las alteridades indígenas en general, y las yanomami en particular.

2

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Introducción

En un principio, los estudios sobre las relaciones entre los colonizadores y las poblaciones indígenas se dedicaron a dar cuenta tanto de los efectos genocidas y etnocidas durante la conquista y la colonización como de los drásticos cambios culturales producidos por la expansión capitalista entre los diferentes pueblos indígenas de América (León Portilla 1989 [1961]; Wachtel 1976; Todorov 1987). Desde perspectivas más críticas y recientes, los estudios poscoloniales se han concentrado en examinar las formas de resistencia y las acciones de los grupos subalternos así como la constitución de experiencias híbridas que han emergido entre los sujetos colonizadores y colonizados en las zonas de contacto (Spivak 1988; Pratt 1992; Bhabha 1994). Así mismo, dentro de esta línea de estudio, se ha hecho hincapié en el análisis de los discursos coloniales para develar las distinciones culturales entre los occidentales y los no occidentales, y con ello abordar cómo las narrativas europeas imperiales han generado una tendencia hegemónica en la producción de conocimiento que hace uso de su autoridad en la invención y construcción del Otro, tal como lo propuso en su momento Edward Said (1979). Tomando en consideración los criterios fundamentales de los estudios poscoloniales y de la antropología histórica, la cual busca explicar la configuración de un pueblo con relación a la producción de los ejes espacio y tiempo (Axel 2002), esta investigación se enmarca en el análisis de las situaciones de contacto entre los no indígenas e indígenas en territorios desconocidos para los colonizadores. Las representaciones coloniales y poscoloniales que los europeos han construido sobre el mundo amerindio, constituye un espacio de reflexión relevante tanto para la comprensión de la producción de imágenes y referentes elaborados en torno a la apariencia, costumbres y hábitos del Otro indígena como de las respuestas indígenas ante las formas de colonización. En un esfuerzo por apuntalar hacia una etnografía histórica de los encuentros coloniales, antropólogos, historiadores y lingüistas se han dedicado a analizar el discurso escrito de los viajeros y expedicionarios que se aventuraron a «descubrir» nuevos territorios y poblaciones indígenas en las Américas. El análisis crítico de estos documentos permite, por una parte, diferenciar los momentos históricos en que fueron escritas estas narrativas e indagar sobre el perfil psicosocial de los expedicionarios; y por la otra, develar cómo los viajeros conciliaban sus prejuicios culturales sobre un mundo desconocido con las experiencias vividas durante sus exploraciones por los territorios ignotos de las Américas. Considerando estas premisas sobre los discursos coloniales, este trabajo reconstruye los desencuentros y encuentros que agentes externos de cambio como expedicionarios, viajeros y aventureros europeos y criollos sostuvieron con los indígenas yanomami desde mediados del siglo XVIII. Proponemos que el desencuentro sucede en diferentes momentos de la expansión colonial cuando no se produce

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una simultaneidad espacio-temporal entre sujetos culturalmente distintos, pero se presume de la existencia de ese Otro. Esta situación de los desencuentros refiere, por lo tanto, a la asincronía de los contactos entre los sujetos colonizadores y los sujetos a ser colonizados. Al no establecerse relaciones de manera directa, cara a cara, entre colonizadores e indígenas bien sea por medio de acercamientos, intercambios o incluso choques, existe en los discursos coloniales una tendencia a construir una visión conjetural que infiere, imagina y especula sobre ese Otro indígena aún no contactado. Estas conjeturas coloniales surgen por referencias de segunda mano, testimonio de terceros o suposiciones alegóricas de los colonizadores de acuerdo a los contextos históricos y geográficos de sus exploraciones. Esto trajo como consecuencia la invención de imágenes tergiversadas y confusas sobre los no colonizados representadas, en este caso, en el indio «indómito», «irracional», «salvaje», «bárbaro», «hereje», entre otras categorizaciones. Así, sugerimos que la noción de «zona de contacto» propuesta en un principio por Pratt (1992), referida a esos espacios de interacción social entre grupos que están apartados temporal y espacialmente debe entenderse no sólo a partir de los encuentros coloniales directos, sino también, a partir de los desencuentros y de las implicaciones que esas no coincidencias tuvieron en las formas de representación colonial de los pueblos indígenas. En cuanto al análisis histórico de la imagen del indígena indómito, ésta se hace de acuerdo a las percepciones que los expedicionarios, viajeros y exploradores tuvieron de los yanomami durante el período colonial y republicano temprano. Planteamos que estas impresiones sobre la agresividad y animosidad yanomami son, en algunos casos, el resultado de construcciones imaginadas e inventadas más no de encuentros directos y continuos. Además de los desencuentros, consideramos los diferentes momentos de la interacción cultural, vale decir, los primeros encuentros cara a cara, los supuestos enfrentamientos, y cualquier intercambio sucedido entre los napë 3 (no indígenas) y los yanomami. Así, se contrastarán las imágenes, ideas y juicios de valor que los exploradores describieron en sus crónicas y relaciones históricas sobre estos indígenas.

Elementos históricos y espaciales a considerar En el análisis de estas representaciones coloniales en torno al indígena indómito tomamos en cuenta los diversos factores históricos y geográficos que El vocablo napë significa toda persona no yanomami. Por extensión refiere también al que es diferente, extranjero, enemigo y hasta sub-humano y se usa en contraposición al término yãnomãmi, cuyo significado es «ser humano» (Lizot 1975, 1988, 2004).

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han influido en el desenvolvimiento de las relaciones entre la sociedad yanomami y el mundo no indígena. Esto nos permitirá comprender desde una perspectiva de la antropología histórica la continuidad cultural de los modos de vida yanomami, que como pueblo indígena todavía exhiben y reproducen. Los factores a ser considerados en las diferentes etapas del contacto refieren a: 1) la naturaleza de las relaciones sociales establecidas entre los occidentales, los yanomami y otros pueblos indígenas; 2) su ubicación territorial en la parte más meridional de la región Alto Orinoco, en el Alto Orinoco superior4 donde están las fuentes de este río; y 3) a los patrones históricos de movilización y expansión territorial yanomami. Al presentar, retrospectivamente, cómo fueron los procesos de aproximación y las formas de interacción social entre los napë y los yãnomãmi estaremos dando cuenta comparativamente de cómo estos indígenas fueron percibidos y representados por los colonizadores y exploradores en sus crónicas y diarios. En esta comparación de las formas históricas de contacto entre las parcialidades que comprenden a los no indígenas (europeos, otros extranjeros y criollos) y los yanomami, consideramos que a diferencia de un gran número de pueblos nativos que fueron dominados, torturados y hasta exterminados en toda América5, los yanomami no sufrieron, ni padecieron los embates de la conquista y la colonización europea. Ellos no fueron sujetos de los procesos de reducción, caracterizados por los repartimientos, las encomiendas o los pueblos de misión durante la colonia. No fueron controlados ni asimilados por las políticas integracionistas de la época republicana como muchas poblaciones indígenas experimentaron en las zonas centrales y costeras del país. Tampoco estuvieron sometidos, de manera directa, a las presiones de la explotación del caucho en Amazonas que sí padecieron dramáticamente los pueblos indígenas de filiación arawaka y caribe a finales del siglo XIX y principio del siglo XX (Iribertegui 1987; Wright 1998). Los escasos y esporádicos contactos con el mundo occidental que registran las fuentes históricas demuestran, por el contrario, que los yanomami no fueron subyugados o dominados por la sociedad colonial o criolla. Aún, a pesar de las tensiones y choques interétnicos que tuvieron con otros indígenas, particularmente con los yekuana del Alto Orinoco (Barandiarán 1979; Coppens 1981), hasta el momento, no se

A lo largo de este trabajo distinguimos la «región Alto Orinoco» del «Alto Orinoco superior». La primera, refiere a la extensa región recorrida por el río Orinoco desde su nacimiento hasta los raudales de Atures al noroeste del actual estado Amazonas. La segunda abarca desde las cabeceras del río Orinoco hasta la confluencia con el Casiquiare; territorio que comprende, parcialmente, el área donde habitan los yanomami en la actualidad, y que constituye nuestra principal zona de estudio. 5 Darcy Ribeiro (1989) estimó que a la llegada de los colonizadores europeos al «Nuevo Continente», la población de indios en América sumaba cerca de los 70 millones; un siglo y medio después se había reducido a tres millones y medio debido a trabajos forzosos, enfermedades y guerras. 4

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han encontrado evidencias históricas ni orales que señalen que fueron sometidos o disminuidos por otros pueblos indígenas. Además de mantenerse, parcialmente, al margen de los procesos de conquista y colonización europea y de la expansión del Estado nacional al menos hasta mediados del siglo XX, hay que resaltar que desde el punto de vista espacial, los yanomami han habitado un área intrincada y de difícil acceso hacia las nacientes del río Orinoco y en la sierra Parima. Esta ubicación geográfica retirada, con respecto a los centros de mayor actividad productiva, comercial y política localizados hacia al noroeste del actual estado Amazonas, representó durante mucho tiempo una barrera real y psicológica para los colonizadores y exploradores quienes intentaron remontar el Orinoco más arriba de La Esmeralda y que, en repetidas ocasiones, vieron frustradas sus aspiraciones de llegar hasta las fuentes de este río. Para los expedicionarios, en esta dimensión espacial convergía una imprecisa hidrografía del Orinoco con una geografía humana indígena diversa y esquiva, con lo cual durante mucho tiempo, el Alto Orinoco superior se convirtió en un referente espacialmente remoto e inaccesible. En la imaginación de los no indígenas se configuró la idea de una complicada espacialización del territorio con respecto a la ubicación de las cabeceras del río Orinoco y de los mismos yanomami, que no debe interpretarse simplemente como «aislamiento», sino que apunta a las dificultades que tuvieron los conquistadores en alcanzar las metas propuestas en sus diversas exploraciones. Recordemos que fue sólo hasta finales de 1951 cuando la expedición franco-venezolana logra remontar el río Orinoco hasta sus cabeceras y establecer finalmente las coordenadas de sus nacientes (Anduze 1960; Rísquez Iribarren 1962). Otros factores a considerar son los constantes patrones de movilización yanomami y la dispersión de sus aldeas en una extensa zona territorial de selva tropical. Estas particularidades culturales dificultaron el establecimiento de los primeros contactos y encuentros coloniales y poscoloniales. A diferencia de otros indígenas amazónicos cuyo patrón de asentamiento se caracterizó por la ubicación de sus comunidades a orillas de los grandes ríos y por la práctica de la navegación ribereña; los yanomami, en un principio, habitaron en las proximidades de la sierra Parima y su zona de influencia, alejados de los grandes cauces fluviales. Durante mucho tiempo, sus aldeas estuvieron localizadas en zonas interfluviales, es decir cerca de los caños pero lejos de las riberas de los ríos navegables. Los grandes cauces de los ríos parecían constituir barreras naturales más que vías de navegación y comunicación para ellos. Fue sólo hasta hace unas pocas décadas, que estos indígenas adoptaron las técnicas de construcción de canoas y la navegación por ríos de gran caudal. Esta distinción en relación con su movilización en zonas interfluviales, que se ha ido modificando con los procesos de cambio cultural

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contemporáneos, fue un elemento que también incidió en el tardío contacto entre los no indígenas y los yanomami. Hasta aquí, todos estos factores históricos y geográficos hicieron difícil el acceso de los expedicionarios a territorio indígena, lo cual redundó en la mistificación y exageración de una agresividad per se de los yanomami en las crónicas históricas. Es sólo a mediados del siglo XX cuando algunas comunidades yanomami se asientan en las márgenes del río Orinoco y comienzan a tener un contacto sostenido con algunos grupos foráneos no indígenas. En primer lugar, con la presencia de misiones religiosas evangélicas en 1950, luego con las misiones católicas salesianas a partir de 1957; y consecutivamente, con otros agentes externos como antropólogos, viajeros y funcionarios públicos, entre otros. Más tarde, en la década de los sesenta, se inicia la etapa de producción de conocimientos etnográficos sistemáticos sobre este pueblo indígena y sus particulares características sociales, culturales y lingüísticas. Antes de estos contactos continuos con misioneros y antropólogos, las relaciones entre napë y yãnomãmi en el Alto Orinoco fueron esporádicas, fortuitas y en muchas ocasiones más que encuentros, ocurrieron desencuentros. Hay que advertir que si bien los yanomami tuvieron una vertiginosa entrada en el ámbito antropológico contemporáneo con el muy difundido y también controvertido texto de Chagnon (1968) titulado Yąnomamö: The Fierce People (yanomamö, el pueblo feroz)6, nuestro trabajo no transita necesariamente por las discusiones de carácter etnográfico y teórico planteadas en dicha publicación. Aunque algunas hipótesis sobre la guerra yanomami son brevemente expuestas en el Capítulo 1, nuestra investigación no tiene como finalidad analizar el orden empírico de los conflictos intraétnicos yanomami, sino las percepciones y representaciones históricas de los exploradores y viajeros quienes describen al yanomami como un ser aguerrido e inaccesible en una región remota cerca de las cabeceras del Orinoco. En una búsqueda por entender los procesos históricos de la interacción social humana, este trabajo propone, como fin último, deconstruir la conformación del indígena indómito en el imaginario colonial y poscolonial. Con ello, esperamos contribuir a las discusiones antropológicas que intentan examinar lo que ha sido denominada «la ranura del salvaje» (Trouillot 1991), que analiza, de manera crítica, los procesos de inserción de quienes «no son occidentales» y han sido calificados como «primitivos» en las representaciones sociales y en los ámbitos de producción epistemológica. El texto de Chagnon ha sido publicado en cinco ediciones diferentes. Con el título de Yąnomamö: The Fierce People en 1968, 1977 y 1983. Con el título Yąnomamö. Fourth Edition, en 1992 y Yąnomamö. Fifth Edition, en 1997, omitiendo en estas dos últimas ediciones la expresión The Fierce People.

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Manejo de las fuentes históricas y evidenciales Esta investigación es el resultado de una revisión de las fuentes históricas que dan cuenta de las expediciones y viajes realizados a la región del Alto Orinoco y más específicamente al Alto Orinoco superior donde habitan actualmente los indígenas yanomami. El estudio de estos documentos nos permitió hacer una reconstrucción del proceso del contacto y las relaciones sociales interétnicas, así como de los imaginarios construidos a lo largo de la interacción entre los exploradores europeos y criollos y los yanomami. El análisis de las exploraciones la hicimos basándonos en tres aspectos fundamentales: 1) los objetivos que perseguían los expedicionarios en cada uno de sus viajes, 2) las referencias e informaciones que recogían de segunda mano, así como las noticias y relatos que recopilaban de otros indígenas sobre los yanomami, y 3) la imagen que europeos y criollos iban construyendo a partir de los desencuentros y encuentros que sostenían con los yanomami. Con la intención de profundizar en el segundo y tercer aspecto, tomamos prestada de manera heurística una categoría gramatical de la lingüística, la evidencialidad, la cual refiere a la identificación de la fuente u origen de la información que es enunciada a través de un marcador o elemento lingüístico específico (Aikhenvald 2004). Si ampliamos esta cualidad modal de la evidencialidad al campo de los estudios historiográficos podremos distinguir y examinar lo que hemos denominado la evidencialidad histórica. Nos referimos al proceso deconstructivo de identificar el origen de las declaraciones o enunciaciones registradas en los diarios y relaciones históricas coloniales y mostrar cómo los viajeros utilizaron las múltiples fuentes de información en sus descripciones. A través de la evidencialidad histórica procuramos determinar si los viajeros enunciaban o no las fuentes de donde recopilaban los datos sobre los indígenas del Alto Orinoco a partir de lo visto, oído o prefigurado durante sus expediciones, y si éstos eran identificados en sus narrativas coloniales. Esta producción de impresiones, imágenes y conocimientos recopilados en las relaciones y crónicas de los exploradores constituyen el objeto de nuestro estudio y comparación, el cual se hará de manera particularizada de acuerdo a cada uno de los viajeros. Con ello, buscamos contrastar si la información compilada en los relatos de los exploradores provenía de evidencias visuales directas a partir de lo experimentado y lo visto por los propios viajeros; o de evidencias testimoniales, vale decir, de los testimonios que habían oído y luego recopilado entre los informantes indígenas y no indígenas; o de juicios prefigurados o reflexiones por deducción de acuerdo a suposiciones y conjeturas que construían los viajeros a partir de sus percepciones coloniales. Un

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elemento que procuramos destacar en el registro de las evidencias testimoniales era si los exploradores europeos distinguían social y étnicamente a sus informantes, especialmente si estos habían sido indígenas, y cómo los presentaban. En nuestro caso, pretendemos analizar el uso, enunciación y reconocimiento de las fuentes de información que utilizaron los expedicionarios para dar cuenta de las cabeceras del Orinoco y de la presencia de los indígenas guaharibos y guaicas, como fueron denominados los yanomami. Esta revisión de la evidencialidad histórica proporcionará elementos adicionales para el análisis de las representaciones de las alteridades yanomami, sobre todo durante el siglo XIX, en el marco de los desencuentros y encuentros entre los sujetos colonizadores y las poblaciones indígenas. En cuanto a las fuentes históricas que describen las relaciones de contacto con los yanomami, éstas datan desde la década de 1750, cuando las relaciones históricas mencionan el primer acercamiento de un europeo a la región Alto Orinoco, hasta finales del siglo XIX. Igualmente, se incluyen de manera contextual algunas referencias sobre la expansión colonial en la Guayana venezolana desde la llegada de los primeros europeos a esta región. Aunque el período histórico que abarca esta investigación resulta relativamente extenso, consideramos que debido a la limitada cantidad de fuentes históricas y a las contadas visitas de los expedicionarios no indígenas al Alto Orinoco superior, se pudo trazar una línea continua de las expediciones durante siglo y medio. Siguiendo esta guía cronológica describimos y contrastamos las diferentes exploraciones europeas y criollas al Alto Orinoco; es decir damos cuenta de los viajes y los viajeros de una manera progresiva a través del tiempo sin desestimar el criterio espacial, a partir del análisis de las representaciones cartográficas coloniales. Con ello, podremos apreciar los objetivos planteados por cada explorador y cómo estos se fueron modificando o ajustando con el transcurrir de los años y de acuerdo a las condiciones históricas y políticas de la época. Reconstruimos así, las visiones coloniales de los primeros observadores en torno al yanomami. Esto implica discernir sobre los matices de la observación, la percepción y la clasificación de ese Otro indígena. Si bien aquí nos concentramos en las impresiones de los «observadores», es decir de un grupo diverso de viajeros europeos y criollos que exploraron la región del Alto Orinoco, sería un error epistemológico separarlos de quienes fueron los «observados», en este caso el Otro indígena, el yanomami. De tal manera que este estudio sobre las representaciones coloniales y poscoloniales es también la reconstrucción de una porción del pasado yanomami. Un pasado que se revela a través de la mirada de los expedicionarios occidentales que intentaron remontar, en repetidas oportunidades, el Orinoco hasta sus fuentes y quienes fueron aparentemente amenazados por los violentos ataques yanomami.

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Esta investigación se basa en la revisión comparativa de los datos obtenidos, a saber: las crónicas y las relaciones escritas de los viajeros sobre ese territorio, los documentos coloniales de algunos archivos históricos (Archivo General de la Nación, Archivo de la Academia Nacional de la Historia y Biblioteca Nacional de Madrid), y las diversas publicaciones que han compilado, ventajosamente para nuestro trabajo, documentos varios ubicados en los Archivos de Sevilla, Simancas y Madrid, en España, referidos a la región que nos ocupa. Igualmente, examinamos y comparamos los trabajos publicados por historiadores y antropólogos que han reconstruido la etnohistoria del actual estado Amazonas. La principal área geográfica de estudio es el territorio que comprende el Alto Orinoco superior en el estado Amazonas, Venezuela (Figura 1). Esta área interfluvial abarca desde la confluencia del río Casiquiare, siguiendo por La Esmeralda hasta las cabeceras del río Orinoco, y desde la sierra Parima hasta las cuencas de los ríos Casiquiare y Siapa. Así mismo, se hace alusión a algunos acercamientos y encuentros entre europeos y yanomami sucedidos en el área de Brasil, concretamente los ocurridos en el área de los ríos Uraricoera, Uraricaá y Branco; y a cualquier otro dato que hiciera referencia sobre la ubicación de aldeas yanomami. El trabajo está dividido en cuatro capítulos. El Capítulo I presenta una breve reseña etnográfica de los yanomami y cómo han sido representados en la literatura antropológica. El Capítulo II hace una revisión de algunos aspectos históricos y conceptuales en torno a la noción de alteridad a fin de comprender cómo se construye epistemológicamente la imagen del indígena aguerrido y «salvaje» en el contexto de la conquista de América. El Capítulo III es una reconstrucción histórica de las primeras expediciones europeas hacia la Guayana, la región Alto Orinoco y los acercamientos iniciales por parte de europeos a territorio yanomami. El Capítulo IV, reseña y compara las expediciones al Alto Orinoco superior desde el viaje de Alejandro de Humboldt (1800) hasta la expedición de Jean Chaffanjon (1886) y algunos otros viajeros de finales del siglo XIX y principios del XX. Con el análisis de estas fuentes documentales esperamos hacer evidente cómo la imagen del yanomami indómito surge inicial e históricamente a partir de los desencuentros de los no indígenas (europeos y criollos) más que de encuentros directos y sostenidos con este pueblo indígena.

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Figura 1 Mapa del Alto Orinoco superior, estado Amazonas, Venezuela

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Situación relativa nacional

Leyenda Hidrografía Cuerpos de agua Comunidades indígenas División Política

Venezuela

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Capítulo I Los yanomami del Alto Orinoco superior

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l propósito de este libro es analizar las construcciones y representaciones coloniales sobre de la alteridad yanomami a partir de la historia de los desencuentros y encuentros. No obstante, resulta pertinente presentar algunos datos etnográficos sobre este pueblo indígena en Venezuela para contextualizar ciertas prácticas culturales presentes con relación a sus temporalidades pasadas. La intención es demostrar, una vez más, que los estudios históricos se complementan con las perspectivas antropológicas contemporáneas sobre los pueblos indígenas. Al considerar cómo las poblaciones indígenas han estado influenciadas por las formas de expansión colonial y poscolonial y relacionarlas con las referencias etnográficas del presente, nos suscribimos a los planteamientos que persiguen desmitificar la idea dicotómica entre los enfoques diacrónicos y sincrónicos. Aunque algunos de los párrafos siguientes describen a los yanomami utilizando el presente etnográfico7, con ello no pretendemos representarlos como sujetos culturalmente inmutables, más bien, buscamos presentar un continuum histórico y cultural de las actividades y patrones que forman parte de sus modos de vida pasados y presentes.

Una etnografía abreviada Los yanomami del Alto Orinoco superior constituyen hoy en día el pueblo indígena más numeroso del estado Amazonas. Estos indígenas cuyo etnónimo El presente etnográfico es un estilo narrativo clásico de la antropología que describe a las culturas en un momento determinado utilizando construcciones verbales en tiempo presente. Esta forma narrativa que caracterizó a la etnografía tradicional ha sido criticada por su carácter ahistórico. En este capítulo, el uso del presente etnográfico, en ciertos párrafos, tiene como finalidad resaltar el valor etnográfico de algunos elementos culturales que conservan los yanomami.

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en la actualidad es yanomami o yãnomãmi (yanomami)8, forman parte de la familia lingüística independiente conocida también como yanomami o yanomama. Los otros tres subgrupos que constituyen a este conjunto lingüístico y cultural son los sanema (sanumá, sanima), shirian (yanam, ninam) y yanomae (yanomam, yanomama) (Figura 2). Existen diferencias idiomáticas entre estos cuatros subgrupos; sin embargo, existe cierto grado de comprensión mutua que permite percibir su inteligibilidad lingüística (Lizot 2004; Mattei-Muller 2007). Desde el punto de vista geográfico, el subgrupo lingüístico yanomami está ubicado principalmente en el estado Amazonas en Venezuela, mientras que los sanema y los shirian habitan tanto en el estado Amazonas de Brasil como en los estados Bolívar y Amazonas en Venezuela. Los yanomae, en su mayoría, residen en los estados Roraima y Amazonas en Brasil. Esta ubicación es referencial ya que debido a sus movimientos migratorios, los miembros de estos diferentes subgrupos lingüísticos traspasan las fronteras nacionales y regionales en busca de servicios asistenciales, bienes manufacturados y el establecimiento de relaciones sociopolíticas con otras comunidades indígenas yanomami y no yanomami. El subgrupo yanomami, el cual constituye principalmente el centro de esta investigación, habita un extenso territorio de aproximadamente 45.000 km2 que comprende los municipios Alto Orinoco y Río Negro, en el suroeste del estado Amazonas, Venezuela. Las características ecológicas del territorio donde residen presentan una variedad de hábitats. Los principales son el bosque tropical lluvioso o tierras bajas ubicadas entre las cuencas de los ríos Orinoco, Ocamo, Mavaca, Padamo, Siapa y Matacuni, entre los 100 y 400 msnm, y la pleniplanicie alta o sabana de montaña (tierras semi altas) en las sierras Parima, Unturán y Tapirapecó, entre los 400 y 1500 msnm. A pesar de las diferencias en cuanto a las variaciones climáticas, geográficas, y de fauna y flora de los ecosistemas de su entorno, los yanomami de estas diversas áreas mantienen una significativa inteligibilidad cultural y lingüística. Según el censo indígena de 2001 (INE 2004), la población yanomami en Venezuela ascendió a 12.234 individuos. Esta cifra es una estimación, ya que sólo 7.234 yanomami fueron censados directamente y, los otros 5.000 fueron calculados de manera aproximada. Están distribuidos en unas 200 comunidades (shapono), que oscilan entre 30 y 250 habitantes con un promedio de 60 personas por comunidad y con una densidad demográfica aproximada de 0,28 habitantes por km2. En

La anotación fonética es yanomami- o yãnomãmi;- sin embargo, para simplificar su grafía adoptamos el término genérico «yanomami», el cual se ha estandarizado para identificar tanto al subgrupo lingüístico yanomami ubicado en el Alto Orinoco superior, como a toda la familia lingüística.

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Los yanomami del Alto Orinoco superior

Figura 2 Mapa de ubicación de los grupos lingüísticos yanomami en Venezuela y Brasil M ar Cari b e Venezuela

Colombia Brasil

sanema

yanomami

shirian

yanomae

shirian

Leyenda Grupos lingüísticos yanomami Hidrografía

Cuerpos de agua División política

Basado en mapa de Roberto Lizarralde (Lizot 1988)

cuanto al subgrupo sanema su población en Venezuela alcanza los 3.035 individuos ubicados, principalmente, en los estados Bolívar y Amazonas. En cuanto a los subgrupos yanomae, sanema y shirian en Brasil, la última información censal de 2011 reporta que su población asciende a 19.338, distribuidos en 8 municipios de los estados Roraima y Amazonas, y residen en un área territorial aproximada de 96.650 km2 (DSEI 2011). En la actualidad, el total de la población de la familia lingüística yanomami o yanomama se calcula en unos 34.600 indígenas, los cuales ocupan un área extensa de bosque tropical lluvioso y de sabana de unos 190.000 km2 en ambos países. Hay que destacar que la dificultad para obtener cifras confiables en el censo de 2001 en Venezuela ha sido una constante que también se presentó en los

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censos indígenas de 1982 y 1992 (OCEI 1985, 1993). En todo caso, estas estimaciones generales de población demuestran lo problemático que ha sido censar al subgrupo yanomami por lo que la afirmación hecha para el censo indígena de 1982 que «el área yanomami deba contarse entre las de mayor omisión» (OCEI 1985: 32), todavía tiene validez. Si para finales del siglo XX y principios del XXI, ha sido difícil censar y ubicar a los yanomami con todo los avances tecnológicos que cuenta el Estado venezolano en materia de transporte y técnicas de empadronamiento, resulta comprensible imaginar lo complicado que pudo haber sido localizarlos, y muchos más censarlos durante las expediciones de los siglos XVIII y XIX. Otro elemento a subrayar, desde el punto de vista histórico-etnográfico sobre los yanomami, tiene que ver con las múltiples denominaciones que fueron utilizadas para referirse a ellos. Durante mucho tiempo, se desconoció cuál era el gentilicio exacto para denominar a los yanomami como grupo étnico. Esto generó la utilización de una variedad de acepciones y grafías, de las cuales las más comunes son: waika (waica, guaica, guayca, oayca o uaica); guajaribo (guaharibo, guajaribo, guahariba o uaharibo); xiriana (shiriana), kirischana (kirishana, kirischana o shirishana), yanomamö (yanomamo), yanoama (yanoáma)9. Otras denominaciones como shamathari, barafiri (parahiri) y shiithari (shitari) describen nomenclaturas referenciales o regionales. Entre esta variedad de denominaciones, waika (guaica, guayca) y guaharibo fueron las más utilizadas a lo largo de la historia por los expedicionarios y viajeros que incursionaron en el Alto Orinoco superior. Debido a los escasos contactos y el desconocimiento que se tuvo durante tanto tiempo de estos indígenas en cuanto a sus características culturales, ubicación e idioma, la utilización del término yanomami sólo se adoptó hasta después de mediados del siglo XX. Por otra parte, el uso histórico del término waika o guaica no debe considerarse como etnónimo para identificarlos como pueblo indígena, ni tampoco el uso de los vocablos shamathari o parafiri, los cuales son algunas de las denominaciones empleadas por los mismos yanomami para nombrar a otros yanomami de aldeas circunvecinas. Según las fuentes históricas y orales, la sierra Parima es considerada el núcleo territorial de origen desde donde los yanomami se movilizaron hacia tierras bajas en el Alto Orinoco. Durante la segunda mitad del siglo XIX se produce una Aparte de estas designaciones registradas en las crónicas históricas, investigadores y científicos también han difundido en menor o mayor grado cada una de estas denominaciones. Así, por ejemplo, han sido referidos como «waika» por Zerries 1956, 1964, 1975; y Barker 1953, 1959. Como «xiriana» o «shirishana» por Migliazza 1964; Grelier 1954; y Vinci 1956. Como «yanoama» por Wilbert 1963; Biocca 1969; y Barandiarán 1965, 1967. Como «yanomamö» por Diniz 1969 y Chagnon 1968. Finalmente, como «yanomami» por Migliazza 1972; Lizot 1970 y una gran cantidad de autores, quienes en la actualidad utilizan este término ya que es el etnónimo que emplean los propios yanomami para auto-identificarse.

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explosión demográfica que conjuntamente con la búsqueda de objetos manufacturados y la intensificación de la agricultura llevó a los yanomami a migrar hacia nuevos territorios por los ríos Orinoco, Padamo, Ocamo, Mavaca y Manaviche. Sin embargo, debido al desconocimiento que tuvieron de las técnicas de construcción de canoas y navegación hasta hace algunas pocas décadas, sus viviendas estuvieron ubicadas principalmente en lo que se llamó «tierra adentro». Estas formas de asentamiento y el escaso uso de los recursos fluviales fueron determinantes para que los yanomami fueran catalogados como indígenas «de selva adentro» (foot indians) en contraposición a los indígenas «de río» (river indians), de acuerdo a criterios etnoecológicos y particularidades etnográficas de las poblaciones indígenas amazónicas (Chagnon 1983; Good 1984; Heinen 1991). El patrón de asentamiento yanomami, por lo tanto, se ha caracterizado fundamentalmente por ser semipermanente, combinando periodos de residencia fija en las comunidades (shapono) y excursiones prolongadas en la selva (wãyumi- ). Como característica cultural distintiva, el patrón de asentamiento yanomami, aunque se ha modificado con los años hacia una mayor sedentarización cerca de los cauces de los grandes ríos, incidió en el tardío contacto entre los napë y los yanomami. En cuanto a su economía y patrones de subsistencia, los yanomami han vivido fundamentalmente de la horticultura, la caza, la recolección y la pesca, más o menos en ese orden de importancia. Estas actividades las realizan en un área aproximada de unos 30 km2 cerca de su comunidad, en la cual practican la horticultura de conuco, la cacería de larga duración (heniomou) y la individual o de corta duración (rami- ), la recolección de productos varios en la selva, y la pesca de acuerdo a las variaciones estacionales de lluvia y sequía en la región. La diversidad, intensidad y estrategias llevadas a cabo en estas actividades de subsistencia dependen de las particularidades ecológicas de la zona, la organización familiar y los tipos de asentamiento, entre otros (Cardozo & Caballero Arias 1994). Por ejemplo, sobre las estrategias de subsistencia yanomami, varios autores han concentrado sus análisis en la distribución de los cultivos; los tipos de cacería; y la intensidad, frecuencia y aportes proteicos que estas actividades han generado (Chagnon 1968; Lizot 1980, 1988; Finkers 1986; Good 1989, 1995; Colchester 1991). Estas múltiples investigaciones han demostrado tanto las distintas formas de adaptación yanomami al medio donde habitan, como la relación directa entre sus sistemas productivos y su organización social y política. Aunque se desconoce a ciencia cierta cuando empezaron a cultivar, los yanomami son claramente horticultores, utilizando el sistema de tala y quema, el cual implica el desbroce de los matorrales, tumbar los árboles y la quema de la vegetación. Los hombres son quienes ejecutan estas actividades, mientras que las mujeres participan esporádicamente en la quema de la vegetación y sobre todo en

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la cosecha. En los conucos cultivan una gran variedad de musáceas como plátanos y bananos (Musa paradisiaca), yuca amarga y dulce (Manihot esculenta), árboles frutales diversos, así como cultivos no alimenticios como hojas de tabaco (Nicotiana tabacum), onoto (Bixa orellana), y algodón (Gossypium), entre otros. En las primeras descripciones científicas realizadas sobre los yanomami, algunos autores los clasificaron inicialmente como cazadores y recolectores con escaso o ningún conocimiento de técnicas de cultivo (Koch-Grünberg 1982 [1924]; Zerries 1956; Migliazza 1964; Wilbert 1972). Estas primeras referencias sobre sus patrones de asentamiento y economía llevó a Steward (1948, III) a clasificarlos como una «tribu marginal, cazadora y recolectora» en su célebre compilación titulada Handbook of South American Indians, lo que tuvo un gran impacto en la producción del conocimiento etnográfico para mediados del siglo XX (Caballero Arias 2005). No obstante, luego de sistemáticas investigaciones antropológicas tal interpretación fue considerada como errónea, reconociendo, por el contrario, que la agricultura entre los yanomami tiene cientos de años (Chagnon 1968; Lizot 1980, 1988; Colchester 1991; Finkers 1991). Sobre su organización social, las relaciones de parentesco, al igual que en la mayoría de las poblaciones indígenas, constituyen el eje central que articula al pueblo indígena yanomami. Es a partir de las relaciones de parentesco que ellos establecen los lazos de solidaridad, reciprocidad o antagonismo político entre las comunidades. Aunque las aldeas están esparcidas irregularmente en ese extenso territorio, existen redes de caminos entre la selva que conectan muchas de estas comunidades. La utilización frecuente o no de estas rutas refleja los tipos e intensidad de las relaciones sociales, económicas y políticas que mantienen las aldeas. Cada comunidad o shapono constituye una unidad residencial socio-económica que es políticamente independiente. Por lo general, las decisiones que tienen que ver con las actividades de subsistencia, intercambios y celebraciones dependen de cada familia y de manera extensiva de cada comunidad de acuerdo a las circunstancias. En vista de la importancia del parentesco como principio organizador de la sociedad yanomami, la cohesión de un shapono se mantiene fundamentalmente por los vínculos de consanguinidad y afinidad entre sus miembros, característica que se repite desde los primeros registros etnográficos. Un aspecto que hay que destacar sobre la cultura yanomami es que los individuos se identifican con su grupo familiar, su shapono y luego con una región o área de convivencia, mientras que la noción de pertenencia a un pueblo como conglomerado étnico, como un todo, tiene menor relevancia en su visión del mundo. Esto se ha modificado con el tiempo, sobre todo por las relaciones intraétnicas que han establecido entre ellos en función de los recientes procesos de demarcación

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territorial y las demandas para el reconocimiento de sus hábitats y tierras (Caballero Arias & Cardozo 2006). Para los yanomami del Alto Orinoco superior, la selva (urihi) tiende a ser vista como vasta en cuanto a tamaño y recursos, es un inagotable e infinito espacio donde se ubican las comunidades distribuidas al lado de caños, raudales y montañas; y además, está poblada por numerosos espíritus así como por una gran diversidad de vida animal y vegetal. El urihi refiere al orden de la naturaleza pero también es donde los yanomami habitan y establecen las relaciones sociales, simbólicas y políticas con otras comunidades. La extensión de su territorio es tan amplia y espaciosa que les cuesta pensar que su urihi es un ecosistema de extrema fragilidad (Eguíllor 1984; Finkers 1991; Caballero Arias & Cardozo 1995). En la actualidad, los yanomami han experimentado diversos cambios socioculturales que han incidido en sus modos de vida, actividades de subsistencia y su visión del mundo o cosmogonía. Estos cambios se iniciaron con la llegada de las misiones evangélicas Nuevas Tribus en 1950 a la comunidad de Mahekototeri (Platanal) y; luego, con el arribo de las misiones católicas salesianas a la desembocadura del río Ocamo en 1957, cuando fundaron la misión de Santa María de los Guaicas. A parte de la influencia misionera que se ha extendido por las comunidades de los ríos Orinoco, Ocamo, Padamo y Mavaca, y en la sierra Parima, la paulatina entrada de instituciones gubernamentales como los organismos de salud, desarrollo y educación también han incidido en las transformaciones culturales de este pueblo en las últimas décadas. Podríamos afirmar, sin embargo, que es en los últimos veinte años cuando los yanomami han experimentado intensos procesos de cambio sociocultural como consecuencia de la ordenanza de creación del municipio Alto Orinoco en 1994 (Figura 3), la entrada de los partidos políticos y la afluencia de programas gubernamentales que han creado diversos tipos de dependencias con las instituciones del Estado. Por ejemplo, el hecho de que un número considerable de hombres yanomami sea personal fijo asalariado de la alcaldía del Alto Orinoco, la gobernación de Amazonas o cualquier otro ente gubernamental, ha generado una disminución en las actividades productivas y en la preparación de los conucos familiares. Otra modalidad de trabajo asalariado que se advierte con cierta regularidad es entre aquellos yanomami asalariados quienes contratan a un tercero para que éste trabaje y coseche su conuco a cambio de bienes o pagos en efectivo. Esto, redunda en la cada vez más frecuente adquisición, por parte de los yanomami, de bienes y alimentos procesados que compran en La Esmeralda o Puerto Ayacucho, lo cual ha alterado sus sistemas y hábitos alimenticios. En cuanto a sus patrones de asentamiento, estos también se han modificado con el impacto de la presencia criolla a lo largo de las últimas décadas. En la actualidad se aprecian cambios con el uso constante de las vías fluviales en

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Figura 3 Mapa actual del municipio Alto Orinoco, estado Amazonas, Venezuela

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Leyenda Hidrografía

Municipios

División política

Cuerpos de agua

embarcaciones de aluminio y motores fuera de borda, en la apertura de nuevas redes de caminos por la selva, y sobre todo, en la sedentarización de sus comunidades a orillas de los ríos Orinoco, Ocamo, Mavaca y Manaviche, espacios que

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no estaban ocupados con la presencia yanomami durante el siglo XIX. Estas transformaciones han promovido la concentración de comunidades en áreas de influencia que identificamos como sectores de convivencia permanentes. Nos referimos a un conglomerado de aldeas (shapono) que están ubicadas relativamente cercanas unas a otras, que establecen dinámicas sociales similares y mantienen una parcial cohesión en función del acceso a los bienes y servicios que brindan las misiones religiosas, los centros de salud y las instituciones públicas dentro del municipio Alto Orinoco (Caballero Arias & Cardozo 2006). Cada comunidad yanomami es políticamente independiente y las decisiones sobre sus actividades productivas, los intercambios económicos y los ritos funerarios, dependen de cada familia y de manera extensiva de cada aldea. Sin embargo, también es cierto que las decisiones relacionadas con el mundo no yanomami, es decir el mundo napë, derivan de las alianzas y acuerdos entre las comunidades que conforman, por ejemplo, los sectores de convivencia permanentes de las áreas de Mavaca, Ocamo, Platanal y Mavakita. En cada uno de estos sectores, las comunidades comparten una cotidianidad sociopolítica en torno a la escuela intercultural bilingüe, los puestos de salud y las instituciones públicas que hacen vida en el municipio (Caballero Arias 2003, 2012). Si bien los yanomami han experimentado acelerados procesos de transformación cultural en las últimas décadas como consecuencia de la presencia de una diversidad de agentes externos en su territorio y han padecido epidemias y enfermedades y hasta la invasión de mineros (garimpeiros) en algunas comunidades, lo cierto es que ellos aún conservan en gran medida sus formas de vida locales, mientras establecen diálogos sostenidos con la sociedad nacional. La realidad yanomami, actualmente, es disímil a la vivida durante los siglos XVIII y XIX. No obstante, para reconstruir historias pasadas es necesario describir los contextos culturales presentes en función de establecer analogías y comparaciones en cuanto a los patrones de asentamiento y formas de vida de este pueblo indígena.

El yanomami indómito en las representaciones etnográficas Las representaciones etnográficas del yanomami indómito y aguerrido producidas a finales de la década de 1960, han sido el centro de largos e intensos debates entre antropólogos quienes han propuesto diversas teorías para explicar el origen de la violencia y la guerra entre estos indígenas habitantes de la selva amazónica. En vista de que las representaciones coloniales que analizamos en este trabajo hacen referencia a la belicosidad yanomami, no podemos culminar

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este capítulo sin hacer una breve referencia sobre las implicaciones que algunas investigaciones etnográficas han tenido en la configuración contemporánea de la imagen del «yanomami feroz», en especial desde la aparición del trabajo Yąnomamö: The Fierce People (Chagnon 1968). Este apartado no pretende hacer una revisión exhaustiva de las causas de la guerra y la agresividad yanomami, ni verificar si existen bases evolutivas, ecológicas, materialistas o culturales para explicar su supuesta agresividad. Aquí sólo expondremos los argumentos principales de algunas de estas propuestas teóricas y sus principales autores, a manera de precisar cómo la producción científica contemporánea también ha jugado un papel relevante en las representaciones sobre la alteridad yanomami en las últimas décadas. Desde diferentes enfoques antropológicos, se han planteado al menos tres grandes hipótesis que han intentado determinar las causas de la guerra yanomami. Desde la biología evolutiva (sociobiología, ahora también llamada antropología darwinista), Chagnon argumentó que las causas de la violencia intraétnica yanomami se debían a la competencia por el acceso a las mujeres y a las ventajas reproductivas que ello implicaba. Para este autor, las pugnas violentas relacionadas con los homicidios, las venganzas y las guerras entre pueblos indígenas como el yanomami, fueron vistas como manifestaciones individuales de conflictos de interés sobre recursos materiales y reproductivos. De acuerdo a los análisis de Chagnon (1977, 1979, 1983, 1988, 1992, 1996, 1997), la mayoría de los conflictos violentos tienen como origen razones sexuales y la explicación más común para la causa inicial de las guerras era el acceso a la mujer. Esta propuesta, generó opiniones contrarias y adversas entre varios antropólogos, quienes han argumentado que la violencia yanomami como resultado únicamente de las estrategias y el éxito reproductivo de los hombres en relación con las mujeres es discutible desde el punto de vista etnográfico, teórico y ético (Sponsel 1983, 1998; Alès 1984; Ramos 1987; Lizot 1989; Albert 1989, 1990; Ferguson 1989, 2001). Por otro lado, algunos teóricos de la ecología cultural consideraron que la guerra yanomami era el resultado de la competencia por recursos naturales escasos, especialmente por la proteína animal. Para investigadores como Gross (1975), Ross (1978) y fundamentalmente Harris (1979, 1984, 1986), desde la perspectiva del materialismo cultural, la guerra entre los yanomami, y entre otros pueblos indígenas que habitan en la Amazonía, era la consecuencia de una competencia por la escasez de la proteína animal. Sin embargo, tendencias contrarias a esta hipótesis sostenían que esta explicación reflejaba debilidad en su argumento y un número de problemas comunes que giraban alrededor de una deficiencia global de datos cuantificados sobre la cacería y otras actividades de subsistencia (Chagnon 1974; Lizot 1977; Chagnon & Hames 1980).

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Hacia la década de 1990, Ferguson (1992, 1995) formuló una nueva hipótesis. Este autor, quien realizó una extensa revisión de fuentes bibliográficas, mas nunca llevó a cabo trabajo de campo etnográfico entre los yanomami, sugirió que los patrones de la violencia yanomami estaban relacionados con la influencia externa occidental, principalmente a partir de las incursiones esporádicas de europeos y criollos desde el siglo XIX. Ferguson (1992: 200) cuestionaba la tesis de Chagnon (1983), la cual proponía que «la soberanía tribal yanomami» era el resultado de un extenso proceso de evolución sociocultural sin la influencia de otras culturas o sociedades. Por el contrario, el planteamiento de Ferguson establecía que la guerra yanomami se llevaba a cabo en una «zona tribal», la cual definió como una extensa área que abarcaba más allá de la administración del Estado y que está habitada por indígenas quienes reaccionan ante los efectos esporádicos de la presencia de instituciones estatales. Él proponía que la guerra yanomami se habría intensificado con la influencia y la presencia occidental, y en la actualidad la práctica de la guerra entre los yanomami es el resultado de intereses antagónicos con respecto al acceso o control sobre el comercio de los bienes occidentales manufacturados tales como hachas, machetes, cuchillos, entre otros objetos (Ferguson 1995). Las premisas e inferencias formuladas por este autor son fundamentalmente para desarrollar una teoría de la guerra desde la perspectiva del materialismo cultural en torno a los elementos externos que han contribuido a generar ciertos patrones de violencia yanomami. A pesar de lo inapropiado que resulta calificar a toda la sociedad yanomami de «feroz»; sobre todo, si consideramos que los actos de violencia en ella son esporádicos y circunstanciales, es innegable que los hechos de carácter violento se producen entre ellos10. En todo caso, si la agresividad yanomami vinculada estrechamente con su actividad guerrera, ha sido objeto de fuertes debates en la antropología, aún se hace difícil precisar de manera cuantitativa la frecuencia y la duración de los tipos de conductas violentas en un número representativo de comunidades yanomami para determinar sus niveles de belicosidad, aspectos que han sido alertados por Sponsel (1983) y Albert (1989), entre otros. Además de estas tres hipótesis que se presentan como reduccionistas y limitantes para explicar fenómenos sociales tan complejos como son los conflictos y la guerra yanomami (Caballero Arias 2011), existen otras interpretaciones que proponen abordar comparativamente las relaciones sociales y políticas entre las comunidades, la dimensión simbólica La violencia está presente en la resolución de conflictos interpersonales e intercomunitarios, particularmente entre aquellas personas y comunidades con menos lazos de parentesco entre sí. Sobre formas de resolución de conflictos entre los yanomami ver Biocca 1969; Chagnon 1966, 1983; Cocco 1972; Shapiro 1972; Eguíllor 1984; Valero 1984; Lizot 1988; Bórtoli 1996, entre otros.

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de las enfermedades, las esferas de lo sobrenatural, y los sistemas de intercambio y discursos rituales, entre otros (Valero 1984; Alés 1984, 2000; Albert 1990; Lizot 1991; Carrera Rubio 2004). La manera cómo los yanomami han sido representados por diversos antropólogos y en distintas áreas geográficas también fue analizada desde posturas reflexivas en la antropología. Los trabajos de Davis (1976), Ramos (1987) y Albert (1989, 1992) han discutido críticamente cómo la construcción de ciertas tipologías etnográficas sobre los yanomami ha tenido repercusiones políticas y éticas desfavorables sobre este pueblo indígena en Brasil y Venezuela. Además, cuestiones sobre la ética del antropólogo, los métodos de investigación utilizados en los trabajos de campo y el compromiso moral del científico con las poblaciones que estudia pasaron a ser temas de intenso debate en la disciplina a propósito de las investigaciones científicas realizadas por Chagnon y otros científicos en décadas anteriores entre los yanomami. Estas reflexiones convergieron en intensas y controversiales discusiones a principios del siglo XXI en relación con la ética del antropólogo, sobre todo en la academia norteamericana (Tierney 2000; AAA 2001, 2002; Turner 2001; Borofsky et al. 2005). Aunque muchos de los trabajos antropológicos que se han citado hasta ahora, reseñan de una u otra forma las exploraciones al Alto Orinoco superior y sus áreas adyacentes desde mediados del siglo XVIII, escasas monografías abordan las formas de representación yanomami durante tiempos coloniales y republicanos desde enfoques históricos más comparativos y críticos. En este sentido, hay que destacar la valiosa contribución del enciclopédico trabajo del Padre Cocco (1972), el cual presenta una de las relaciones históricas más detallas y precisas sobre las exploraciones al Alto Orinoco durante más de dos siglos. Sin embargo, poco se ha discutido sobre las implicaciones que han tenido los escasos encuentros entre los no indígenas y este pueblo indígena en siglos anteriores; qué significó para los expedicionarios europeos el incursionar en un territorio cuya población era tan diversa en términos de su cultura, historia, hábitat e idioma; y de qué manera se reconstruyeron históricamente los tipos de contacto entre los exploradores europeos y los yanomami. Nuestra investigación busca dar cuenta de esa historiografía en torno a la construcción europea y criolla de las alteridades yanomami; pero también, sugiere hilvanar ciertos elementos discursivos de los encuentros etnográficos más recientes con las imágenes yanomami construidas en el pasado. Hasta aquí, hemos querido resaltar la relación alegórica que existe entre las representaciones etnográficas del yanomami contemporáneo y las narrativas históricas coloniales que refieren a esa categorización indómita del Otro indígena.

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Capítulo II El Otro indígena en las percepciones europeas

El encuentro con América: algunos enfoques

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l encuentro entre Europa y América fue, sin duda, un hecho histórico con consecuencias inimaginables que cambió la historia de la humanidad. La existencia de un mundo indígena que no estaba contemplado en la visión occidental del conquistador y, viceversa, el asombro que produjo entre los indígenas americanos la llegada de los europeos a sus tierras, supuso la necesidad de desentrañar a ese Otro desconocido que apareció repentinamente a finales del siglo XV. Para los europeos colonizadores, el encuentro con estas poblaciones suscitó una serie de especulaciones, consideraciones y representaciones sobre ese Otro indígena. Imaginarlo, descubrirlo, negarlo o identificarse con esa otra cultura que era diferente a la europea, fue una constante que bajo diversas formas conscientes e inconscientes estuvo presente en el pensamiento de estos conquistadores. En el proceso de la conquista de América, el encuentro entre culturas diferentes y mutuamente desconocidas entre sí, produjo un cuestionamiento casi inmediato entre el «Nosotros, los europeos» y los «Otros, los no europeos». El estar frente a sociedades distintas con características físicas y culturales diferentes generó entre los occidentales casi de modo inmediato una posición etnocéntrica entre el «Nosotros» y los «Otros» (Todorov 1991). Los europeos, por un lado, negarían y rechazarían la diferencialidad cultural de ese sujeto indígena, quien era visto como extraño, desconocido y ajeno; por la otra, asumirían rápidamente una actitud de superioridad que estuvo asociada al establecimiento de mecanismos de control y sometimiento de las poblaciones indígenas durante las diversas etapas de la colonización. Esa separación cultural entre sociedades distintas es también una separación existencial entre «el Yo y el Otro» (Foucault 1991). Sin embargo, el «Yo» existe porque el «Otro» existe, y esa oposición de pares es lo que hace que

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el «Yo» se [re]descubra a sí mismo en un complejo proceso que abarca desde la aceptación o identificación (personal y cultural) hasta el rechazo y el desprecio de ese sujeto distinto. A partir de la noción de alteridad, la revisión del «Nosotros, los europeos» con relación a los «Otros, los no europeos» ha sido insistentemente debatida desde diversos puntos de vista en la historia y las ciencias sociales en las últimas dos décadas. Estas reflexiones académicas sobre la construcción, idealización y disposición de las representaciones europeas sobre América, tuvieron como marco sustancial de discusión la conmemoración del V Centenario de la llegada de los europeos a América en 1992. Los análisis sobre esta coyuntura histórica repercutieron, posteriormente, en la producción de estudios sugerentes sobre las representaciones historiográficas y las narrativas coloniales. A través de estas perspectivas sociohistóricas, enmarcadas más dentro de la crítica al discurso colonial y poscolonial, se buscaba trascender los tradicionales ensayos que examinaban sólo los aspectos económicos, políticos y jurídicos de la conquista y la colonización europea, o las meras dicotomías entre colonizadores y colonizados. Así, la expansión y colonización europea comienza a ser abordada desde los enfoques de la Otredad, los cuales indagaban en la conciencia del conquistador sus diferentes visiones y percepciones sobre el llamado «Nuevo Mundo» y sus pobladores, constituidos en el Otro indígena. De esta matriz conceptual surge una primera etapa de reflexión, sobre todo entre los años 1980 y 1990, destinada a dar cuenta sobre cómo se fueron creando ciertas imágenes míticas sobre el indígena americano en el imaginario occidental11. Hay que subrayar que estos estudios sobre la imagen del indio partían del análisis de los textos coloniales escritos por viajeros, misioneros y cronistas quienes presentaban las visiones europeas sobre las tierras americanas y sus conglomerados indígenas. El texto, en sí mismo, constituyó la fuente de datos empíricos desde donde los académicos examinaban los discursos coloniales para develar las epistemologías occidentales dominantes con respecto a los pueblos indígenas. La revisión crítica de estos documentos y de las narrativas coloniales también significó una evaluación de las formaciones discursivas o epistemes sobre el conocimiento occidental como formas de poder (cfr. Foucault 1972). Estos trabajos iniciales sobre la alteridad se concentraron, por consiguiente, en revisar críticamente los cánones europeos que perseguían legitimar discursos Sobre discusiones en torno a la imagen del indio desde la visión europea, ver los trabajos de Bitterli 1982; Buarque de Hollanda 1987; Todorov 1987; Buxó 1988; Cohen 1992; Amodio 1993, y las compilaciones realizadas por el CSIC 1990 y Schwartz 1994. Así mismo, hay que destacar las publicaciones previas a estas décadas como son los trabajos de O’Gorman 1993 [1958]; Vásquez 1962; Bonfil Batalla 1977; Berkhofer 1978, entre otros. Para el caso de las representaciones de viajeros extranjeros en la Venezuela del siglo XIX ver Pino Iturrieta & Calzadilla 1992.

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hegemónicos en relación con: la expansión de la cultura occidental, el afianzamiento de la noción de civilización y la imposición de la religión cristiana durante los primeros siglos de la colonización. De estas discusiones sobre la invención y construcción del Otro indígena focalizadas más en la temporalidad de los procesos de colonización, ha emergido otra etapa de reflexión sobre la Otredad de América. Se trata de los debates promovidos por el llamado Grupo modernidad/colonialidad12 que se formó fundamentalmente por intelectuales latinoamericanos provenientes de diferentes disciplinas de las ciencias sociales y humanas entre finales de los años 1990 y principios del siglo XXI. Hacer un análisis in extenso sobre los diferentes enfoques y aportes que han emergido de este grupo de trabajo excede los objetivos de esta investigación. Sin embargo, vale la pena destacar que la tesis central que propone este grupo de intelectuales señala que la colonialidad, entendida como esa «lógica cultural del colonialismo», no es independiente ni antecede a la modernidad sino que forma parte en sí misma de los procesos de modernización. La modernidad es concebida como la dirección de la historia cuyo modelo lo estableció la Europa triunfalista y victoriosa de finales del siglo XV (Mignolo 2007). Por lo tanto, para entender a la modernidad hay que ubicar sus orígenes en la conquista de América y en las formas de control y sujeción colonial. De acuerdo a autores como Quijano (2000, 2007) y Dussel (2000), las herencias coloniales de América Latina deben ser comprendidas a través de la colonialidad del poder, del saber y del ser. Estas propuestas de análisis desentrañan el establecimiento de clasificaciones sociales que operan por medio de formas de exclusión como el racismo, la configuración de racionalidades técnico-científicas que privilegian sólo el saber occidental, y la instauración de mecanismos de sometimiento sobre las poblaciones locales que los coloca en una situación de inferioridad. Estas posturas críticas a la modernidad, proponen por lo tanto revertir la visión unidireccional de esa historia eurocéntrica y presentar otras alternativas historiográficas a ese proyecto de colonialidad. Desde este enfoque, vemos como el encuentro con América considerado como el hito inaugural de la modernidad El Grupo también se le conoce con el nombre de «Proyecto Modernidad/Colonialidad/Decolonialidad» y ha tenido como figuras fundamentales de sus propuestas teóricas al filósofo argentino Enrique Dussel, el sociólogo peruano Aníbal Quijano, el semiólogo argentino Walter Mignolo, el sociólogo venezolano Edgardo Lander, y el antropólogo venezolano Fernando Coronil, entre otros. Algunos de sus trabajos iniciales a destacar son: Dussel 1992; Coronil 1996; Lander 2000; Quijano 2000; Mignolo 2001. Si bien estos intelectuales han planteado una serie de categorías filosóficas como fundamentos teóricos que se han concentrado en descolonizar las teorías sociales latinoamericanas de los paradigmas eurocéntricos, también han propuesto acciones desde la praxis social de los movimientos sociales para generar cambios a los cánones de la modernidad. Para conocer comparativamente la trayectoria de este grupo de trabajo y sus proponentes ver el trabajo de Quintero & Petz (2009).

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supuso nuevas formas de interpretación desde los análisis de la modernidad/ colonialidad. Considerando estas propuestas conceptuales, podemos resaltar que la conformación y representación de ese Otro indígena no sólo deviene de la tradición occidental y su proyecto civilizatorio, sino también forma parte de esa idea de modernidad en la que está imbuida la historicidad occidental. Estas comparaciones conceptuales y teóricas sobre la Otredad de América, nos llevan a ubicar, inicialmente, nuestro trabajo en las contribuciones sobre la imagen del indio y en la visión crítica de la colonialidad del poder, que busca interpelar las epistemologías históricas en torno a las clasificaciones socioculturales establecidas por Occidente sobre las poblaciones indígenas. Igualmente, destacamos el significado histórico-cultural que tienen las experiencias y percepciones de los viajeros europeos, lo cual implica un desarrollo de la conciencia histórica o lo que algunos autores llaman historicidad (Whitehead 2003), que en este caso está circunscrito a una lógica racional imperial. En este sentido, proponemos revelar esa historicidad occidentalizada que se presenta a través de las múltiples narrativas de los exploradores quienes han construido una variedad de imágenes y categorías que representan al Otro indígena como «salvaje», «irracional», «hereje» y «caníbal» desde temporalidades euro-occidentales; mientras que al mismo tiempo lo ubica espacialmente en parajes cuyos referentes aluden al aislamiento, ostracismo y la adversidad.

Visiones eurocéntricas del colonizador Para los conquistadores europeos el encontrarse frente a un conglomerado humano compuesto por un número considerable de «indios» con características físicas y culturales distintas a las que ellos estaban acostumbrados durante sus travesías por Asia y África, generó en ellos grandes incógnitas y especulaciones sobre la naturaleza humana, el origen y el desarrollo de estos pueblos. La alteridad del sujeto colonial, el Otro indígena, quedaba expuesta y con ella la necesidad de dar explicaciones filosóficas y éticas sobre la existencia de esas poblaciones humanas. Sin embargo, estas primeras deducciones sobre los indígenas estarían influenciadas por las preconcepciones intelectuales y culturales de los europeos y por sus visiones eurocéntricas sobre ese nuevo sujeto. Los primeros acercamientos europeos reflejaron ciertas dificultades cognitivas para conocer a los indígenas, sus formas de vida, sus costumbres y sus lenguas, con lo cual se entretejieron una serie de especulaciones, mitos y conjeturas sobre la presencia de estos hombres y mujeres en el Nuevo Continente. En un principio, las interpretaciones de los colonizadores estuvieron mediadas por la incertidumbre a

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lo desconocido y por las nociones anticipadas de lo que iban a encontrar; es decir, por las ideas preconcebidas del conquistador, sus juicios de valor característicos de la época medieval y los dogmas de la religiosidad cristiana (Tovar 1981; Cohen 1992). Al mismo tiempo, el encuentro colonial predispuso al europeo a establecer criterios teleológicos para justificar la conquista y cristianización de los pueblos indígenas, y con ello la imposición de las «ideas de la civilización occidental» (Patterson 1997). El máximo exponente de las nociones apriorísticas al encuentro de América fue sin duda Cristóbal Colón, quien desde antes de su llegada a este continente ya había imaginado, soñado y construido estas tierras aún desconocidas (Colón 1989). Este viajero creyó haber encontrado, y así lo describe, en sus primeros relatos, a seres con rasgos sobrenaturales, inconcebibles como humanos, pero sí como monstruos o seres míticos: gigantes, cíclopes, criaturas exóticas con cuerpos sin cabeza, caníbales y seres deformes (Todorov 1987; Cohen 1992; Amodio 1991a; Perera 1994). Colón, establece así un primer repertorio de la alteridad del indígena. En su diario describe: «[...] me quedan de la parte del Poniente dos provincias que yo no he andado, la una de las cuales llaman Auan, adonde nace gente con cola» (Colón 1985: 229). Sin embargo, Colón no encontró en realidad esa clase de monstruos, sino indígenas americanos de carne y hueso. Esto generó inicialmente en él cierta confusión en sus ideas en cuanto al sujeto encontrado que luego comparó y modificó con otros relatos europeos. Aunque la visión del indígena adquirió posteriormente dimensiones más humanas en los discursos coloniales, las primeras impresiones sobre los habitantes de América estuvieron supeditadas a esas imágenes sobrenaturales y unificadoras descritas por Colón: «En todas estas islas no vi mucha diversidad de la hechura de la gente, ni en las costumbres ni en la lengua, salvo que todos se entienden que es cosa muy singular para lo que espero que determinarán Sus Altezas: para la conversión de ellos a nuestra santa fe, a la cual son muy dispuestos» (Colón 1985: 229). A partir del encuentro entre Europa y América, se inicia lo que O’Gorman (1993 [1958]) calificó como la «invención de América», al considerar ese hecho no como un «descubrimiento físico», sino como el resultado de una invención del pensamiento occidental. Para los europeos, el hallazgo de estos territorios ultramarinos representó grandes retos en los ámbitos tecnológicos, filosóficos y hasta ontológicos, lo cual puso en evidencia la inconsistencia de las teorías clásicas del Medioevo que de manera desacertada daban cuenta de las características geográficas y de los habitantes en el globo terráqueo. Sin embargo, este encuentro fue inesperado

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y ante la sorpresa de hallar un «nuevo territorio» y una gran diversidad de pueblos indígenas desconocidos para ellos, el europeo no encontró otra opción sino discurrir y especular sobre lo encontrado y lo no encontrado durante los primeros años de la expansión colonial. Así, surge un nuevo sujeto en esa temporalidad y espacialidad colonial, se trata del indígena americano, el nativo de ultramar. Este individuo que emerge como un Otro al estar en clara oposición ontológica al sujeto occidental y civilizado, es deshumanizado y construido de acuerdo a prejuicios europeos. A partir de estas convenciones no indígenas surgieron imágenes, mitos, fábulas, y elementos fantásticos que, de diversas formas, demonizaron y subalternizaron a los amerindios, despojándolos muchas veces de sus identidades culturales. En el desarrollo de la historia de la conquista y colonización de América, las representaciones del europeo sobre los Otros indígenas tuvieron, por lo tanto, como consecuencia la creación de diferentes clasificaciones socioculturales. Estas fluctuaron desde la imagen del indio «irracional», «salvaje», «bárbaro» y «hereje», hasta la visión del indio «noble», «bueno» y «obediente». Sin embargo, esta variedad de representaciones fueron generadas siempre a partir de una relación de dominador-dominado que pretendía como último fin la asimilación y el sometimiento de los pueblos indígenas a los sistemas políticos, económicos, sociales y culturales de la sociedad occidental impuestos por los países europeos. Bajo ese proceso de dominación colonial europea, los atributos particulares y las diferencias culturales de cada pueblo indígena no eran del todo reconocidos por los cánones del pensamiento occidental. La tendencia predominante de la colonización era que la gran diversidad étnica quedara anulada bajo una visión monolítica, estática y homogénea que los europeos tenían de los indígenas, sobre todo durante los siglos XVI y XVII (Bonfil Batalla 1977). Si bien la conquista de América tuvo como objetivo inicial la expansión y explotación de las tierras encontradas, utilizando la mano de obra indígena para conseguir el lucro a través de la expoliación y la razia de perlas, piedras preciosas, oro y especias, también es cierto que las relaciones entre los conquistadores y los conquistados variaron de acuerdo a los intereses particulares de los sujetos colonizadores y las reacciones bravías de los aborígenes. No hay que olvidar, como señala Meza (1989), que la relación y aproximación del conquistador a las diversas sociedades indígenas estuvo supeditada a factores de carácter individual, oficial, religioso, legal y hasta filosófico que a su vez influyeron en las formas de colonización. Bitterli (1982), por su parte, señala que las formas europeas de ver a los pueblos indígenas fueron modificándose no sólo por la manera de la expansión, sino también por el modo cómo se realizó la colonización. Este autor propone, por ejemplo, la conformación de cuatro formas de encuentro cultural hasta finales

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del siglo XVIII: el roce cultural, el contacto cultural, el choque cultural, y el entretejimiento cultural y la asimilación. De acuerdo a este esquema, las interacciones sociales estuvieron influenciadas por los prejuicios y valores preconcebidos que tenían los conquistadores sobre los sujetos a ser colonizados. En consecuencia, los tipos de relaciones que se establecieron entre los europeos y los indígenas obviamente fueron distintos de acuerdo a las particularidades culturales de cada conglomerado étnico, su ubicación espacial y a las formas de expansión del imperio colonial. Elementos como la geografía física, las condiciones ambientales, las relaciones interétnicas entre los pueblos indígenas y sus respectivos patrones de asentamiento y los sistemas políticos, sociales y religiosos influyeron en la manera cómo los conquistadores y expedicionarios se fueron acercando y relacionado con estas poblaciones nativas. Estos factores incidieron en la percepción del colonizador, quien aún cuando mantenía fundamentalmente una visión homogénea y dominante sobre los numerosos pueblos indígenas, iba reconociendo con cierta dificultad algunas particularidades culturales y lingüísticas de los habitantes del continente americano.

La noción simbólica del «salvaje» Las impresiones y representaciones que se fueron creando en torno a las poblaciones originarias en América, se fueron difundiendo y reactualizando en el pensamiento de los conquistadores, exploradores y viajeros en el transcurso de la colonización. Desde una perspectiva occidental y dogmática, los europeos miraban a los indígenas como seres «irracionales», «inferiores», «caníbales» e «inhumanos». Estos conceptos sirvieron de base para justificar la esclavitud y la dominación a las que estuvieron sometidos los sujetos colonizados durante siglos. Al mismo tiempo, había una fuerte tendencia a percibirlos a todos como exactamente iguales, fundamentalmente eran vistos como «salvajes», con las mismas debilidades y carencias, con los mismos usos y costumbres. En pocas palabras y de manera generalizada, el reconocimiento a la diversidad cultural de estos pueblos era difícilmente contemplado en el pensamiento del conquistador en sus inicios. Esa incapacidad de mirar las diferencias por parte del colonizador estuvo regida sobre todo por la importancia que tiene para la cultura occidental la noción del símbolo (Pandian 1985). De manera más concreta, podríamos llamarlos los símbolos occidentales de la alteridad humana, referidos a: símbolo del «salvaje», entendido como el ser irracional e inferior; el símbolo del «bárbaro» que alude al ser feroz, caníbal; y el símbolo del «hereje», entendido como el ser pagano, carente de alma. Estas categorías provistas de toda una significación semántica, eran cons-

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tantemente atribuidas a los indígenas americanos por parte de los europeos. En la larga tradición histórica del pensamiento occidental, estos símbolos que reflejaban la irracionalidad fueron en una época referidos al hombre primitivo, que luego se transformó en el hombre fiero y bestial de las selvas durante la Edad Media. Finalmente, el nativo amerindio representó la imagen perfecta del salvaje durante los tiempos de la conquista y la colonización de América (Pandian 1985; Buarque de Hollanda 1987; Patterson 1997). En la mentalidad occidental, el salvaje y el bárbaro estaban fuera de las normas preestablecidas de la sociedad, desconocían el cristianismo y por tanto los verdaderos preceptos de la fe religiosa. Aquellos que eran considerados como salvajes practicaban el canibalismo, tenían rasgos físicos anormales y poseían una sexualidad insaciable, eran mitad bestia y mitad humano. La noción del salvaje también hacía referencia a «la irracionalidad, el caos y lo formalmente no establecido» tal como lo señaló en su momento Pandian (1985: 38). Así mismo, esta imagen inhumana sirvió como justificación ideológica para legitimar la conquista de las tierras americanas y la dominación de sus pobladores. Un ejemplo, referido a nuestra zona de estudio en la Guayana, que hace alusión a estas categorías desnaturalizadas, es presentado por el misionero jesuita Pelleprat (1965 [1655]), quien utilizaba en sus registros el término «salvaje» para designar indistintamente a cualquiera de las «naciones indias»13 de esta región, sin establecer diferencias particulares entre ellas. La condición del «indio hereje» también se había convertido en un símbolo que debía ser modificado a través de las políticas de evangelización que se iniciaron casi desde el mismo momento de la conquista (Meza 1989). El adoctrinamiento fue un arma de dominación, pero también fue la herramienta para agrupar a todas esas «naciones indias» y convencerlos de que asumieran un mismo sistema de creencias: el cristiano. Con ello, en primer lugar se trataría de impedir los enfrentamientos contra el europeo conquistador (considerado como un hecho censurable), y en segundo lugar, se buscaría la uniformidad de las identidades étnicas, negando una vez más las diferencias culturales de los pueblos. Los resultados de estas políticas evangelizadoras redundaron en la fragmentación de muchas de las poblaciones indígenas. Esta visión de inferioridad que tuvieron los conquistadores sobre los indígenas se desarrolló sobre todo a lo largo del siglo XVI e indiscutiblemente se mantuvo en los siglos siguientes. La noción del amerindio subordinado y subalterno Con el término nación o naciones, los colonizadores y misioneros se referían a un grupo de indios que se reconocían como parientes, usaban la misma lengua, y «guardaban cierta unión en la paz y en la guerra» (Gumilla 1993: 107 [1741]). En la actualidad, los términos de «nación india» o «naciones indias» están totalmente en desuso porque contradice, desde el punto de vista jurídico, la definición de nación venezolana.

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es producto de toda una concepción occidental de mirar al Otro, a la otra cultura no como seres humanos con una esencia cultural diferente sino bajo una tradición que niega, de distintas formas, la alteridad humana de quien no es occidental. Estas formas de aproximarse al indígena americano, con cualidades culturalmente distintas al conquistador europeo, parten de criterios diversos y paradójicos desde las primeras concepciones de la modernidad. Todorov (1987) las analiza siguiendo dos puntos de vista, que a nuestro parecer tienen una clara vigencia. El europeo miraba indistintamente al indígena como: 1) diametralmente distinto al hombre occidental. En este caso los indígenas eran vistos como seres inferiores, bárbaros, carentes de toda noción de cultura, eran considerados simplemente seres salvajes; o 2) idéntico a él, a su imagen y semejanza basada en los preceptos religiosos. En este caso se les debía imponer obligatoriamente todos los valores y las creencias de Occidente, negando sus modos de vida y las características culturales de cada grupo, actitud que se resume en los procesos de asimilación. Existía además, una doble y ambigua percepción de los indígenas, que para el caso de la región de Guayana, eran vistos, por un lado, como salvajes y paganos, seres que vivían como animales, y carentes de costumbres dignas (Pelleprat 1965 [1655]; Rivero 1883 [1736]; Gumilla 1993 [1741]). Por el otro, eran percibidos como seres generosos, ingenuos, obedientes, y considerados muchas veces como «niños indefensos». Un clásico ejemplo fue la visión del padre Bartolomé de Las Casas (1981), quien llegó a catalogarlos como «corderos muy mansos» que simplemente tuvieron la desventura de no poder ser hijos de Dios, ya que no habían recibido ni asimilado los santos sacramentos de la iglesia católica. «Todas estas universas e infinitas gentes a todo género crió Dios los más simples, sin maldades ni dobleces, obedientísimas y fidelísimas a sus señores naturales e a los cristiano a quienes sirven; más humildes, más pacientes, más pacíficas e quietas, sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rancores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo» (Las Casas 1981: 31). Ambas posturas planteadas, descansan en un elemento común que es el desconocimiento a la existencia misma del Otro indígena. Era la negación a admitir que ellos tenían y tienen derechos iguales a los de cualquier ser humano. Estas inflexibles y dogmáticas miradas europeas, dejaban poco espacio para el reconocimiento de las diferencias culturales en términos más horizontales y dialógicos. Estas ideas y percepciones europeas desconocían la diversidad cultural y lingüística que existía entre los muchos pueblos indígenas de América. En este primer período de la conquista, se observa una gran ambigüedad con respecto a la manera de ver y relacionarse con el indígena: la alteridad humana del no occidental se revela y se niega a la vez, como lo señaló Todorov (1987).

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La noción de los símbolos salvaje, bárbaro y hereje en el mundo occidental son fundamentales para entender el tipo de relaciones generadas entre el colonizador y el nativo: «‘Bárbaro’, ‘salvaje’ y ‘pagano’ son antónimos de aquello por lo que uno se toma a sí mismo; eran conceptos que definían a la parte contraria del encuentro cultural por su heterogeneidad y extranjería, sin que quien los utilizase hubiera de molestarse en razonar de modo más riguroso; es más, hallándose de antemano seguro de recibir un amplio consenso por parte de sus congéneres. La esencia del etnocentrismo queda constituida primariamente por la exclusión del hombre exótico y de su insólita forma de vida [...]» (Bitterli 1982: 445). En este sentido, la imagen generalizada del «indio» representada en «el salvaje», impidió al conquistador durante un largo período tener una mirada diferente que no fuera la de un contingente humano todos bárbaros, todos inferiores, y en el mejor de los casos como seres ingenuos, inocentes e infantiles. Esta última, aunque es la mirada del «buen salvaje» sigue reflejando una imagen de un ser débil e irracional, la cual se mantuvo como concepto de dominación durante los dos primeros siglos de la conquista. Esa incapacidad y ambigüedad en distinguir las diferencias culturales de los pueblos indígenas, tuvo una esencia que iba más allá de la noción de dominación y asimilación a la que estuvieron sujetos por las imposiciones del conquistador. Esa mirada inquisitoria hacia el Otro indígena estaría sustentada por ideas preconcebidas de la alteridad humana reforzadas en la tradición occidental y civilizatoria de mirar al Otro como salvaje, en la configuración de un pensamiento medieval monolítico y en los marcos normativos de los preceptos cristianos. El ethos, referido a los elementos culturales característicos que permiten diferenciar e individualizar a un grupo con respecto a otro, no fue, por mucho tiempo, considerado en el pensamiento occidental del colonizador en América. Cabe resaltar que esta manera genérica de percibir a las poblaciones originarias en los primeros siglos de la conquista y la colonización, continuó bajo diferentes registros e imaginarios en los siglos siguientes. Las reflexiones expuestas hasta ahora, sobre las visiones eurocéntricas en las representaciones coloniales sobre los indígenas americanos, nos ofrecen una pertinente plataforma histórica para establecer algunos criterios analíticos acordes con nuestro caso de estudio. Las consideraciones, que definimos a continuación, nos ayudaran a comprender los elementos históricos y culturales que influyeron en la percepción que tuvieron los europeos al incursionar en la región del Alto Orinoco, y clasificar y representar a las poblaciones indígenas que allí habitaban.

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Historia, cultura y alteridad Tomando en consideración algunos elementos que refieren a ese proceso del contacto entre Europa y América descrito hasta ahora, proponemos distinguir al menos tres criterios metodológicos o niveles de reflexión. Con ello, pretendemos comprender cómo a partir de las diferentes fases del encuentro colonial y poscolonial, se construyen y entretejen visiones y representaciones sobre el Otro indígena. Estas apreciaciones permitirán establecer un marco temporal y conceptual para examinar el desarrollo de los contactos y los encuentros coloniales entre sociedades culturalmente distintas. El primer nivel es de carácter histórico. Es fundamental conocer cómo se dio el proceso de conquista y colonización de los pueblos indígenas de América y particularmente en la región de Guayana. El propósito es visualizar cómo a partir de la expansión europea se establecieron distintos tipos de relaciones entre sociedades cuyos modos de vida y visión del mundo eran diferentes. Estos encuentros variaron desde el sometimiento y la dominación europea de un gran número de pueblos indígenas; la rebelión y alzamiento de otras poblaciones indígenas; la negociación y articulación entre europeos e indígenas; hasta la independencia y autonomía de aquellos quienes no padecieron propiamente los embates históricos de la conquista y colonización, como es el caso de los yanomami del Alto Orinoco superior. De estas poblaciones indígenas, que no fueron del todo sometidas durante la colonia, emanan una variedad de imágenes que los representan como rebeldes, caníbales, salvajes e irracionales, entre otras. El segundo criterio refiere a las ideas culturalmente preconcebidas de los sujetos colonizadores. En este caso, resulta útil el concepto durkheimiano de «prenoción» entendido como una herramienta de interpretación para develar las ideas y nociones anticipadas que se forman en el pensamiento humano y que provienen de la «experiencia vulgar» (Durkheim 1978). Esta enunciación nos permite distinguir algunas predisposiciones asumidas por los europeos conquistadores ante los encuentros con el Otro indígena. Aquí destacamos la carga y juicios de valor con que los occidentales estaban predispuestos a juzgar a los indígenas que encontraban en sus expediciones, y quienes aún no formaban parte de las clasificaciones de los sistemas jurídicos ni religiosos europeos. Las ideas preconcebidas con las que anticipadamente los colonizadores se referían a ese Otro indígena negaban la existencia, la historia y la cultura de estos pueblos aún desconocidos para ellos. Si bien sería inapropiado señalar que los europeos, como una totalidad, tuvieron una postura única sobre el estatus jurídico y ontológico de poblaciones locales recién encontradas, hay que destacar que una de las instituciones que se

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impuso de manera hegemónica entre los indígenas americanos fue la iglesia, a través de la religión cristiana como único y verdadero credo. Al mismo tiempo, en el afán de justificar la imposición de los procesos civilizatorios, los colonizadores manipularon y recrearon las nociones en torno al símbolo del salvaje y del bárbaro para clasificar a las sociedades indígenas. La deconstrucción de algunas de estas prenociones constituye la base para comprender el tipo de percepción inicial que los conquistadores europeos tuvieron de los pobladores originarios. El tercer nivel es de carácter cognoscitivo. En términos conceptuales alude a la clásica relación sociológica entre el sujeto cognoscente y el objeto cognoscible. En este caso, el sujeto colonizador que buscaba nuevas tierras para conquistarlas fue, al mismo tiempo, interpretando y conociendo al indígena, a quien lo convertiría en el «objeto» colonizado. Sin embargo, este «objeto» cognoscible y subordinado que era aprehensible por el sujeto europeo, a su vez conocía e interpretaba al individuo colonizador, inicialmente el sujeto cognoscente. Este dualismo entre sujeto y objeto alude a los encuentros coloniales propiamente dichos; es decir a las formas de contacto y a las relaciones sociales establecidas entre los europeos y las poblaciones indígenas, las cuales a medida que se producían, iban generando distintas percepciones y representaciones sobre el indígena americano. La conquista de América representó un complejo momento histórico, en el cual sistemas sociales y culturales radicalmente distintos entraron en contacto e interactuaron bajo una intensa presión social. Conflictos culturales, religiosos, económicos y políticos determinaron las formas cotidianas de relación entre europeos e indígenas. Desde el punto de vista ontológico, el proceso de colonización también representó la confrontación, distinción y reconocimiento de la alteridad humana, la existencia del Otro, tanto para los occidentales como para las poblaciones locales (Todorov 1987, 1991). Este reconocimiento fue ciertamente mutable y dinámico, y variaba de acuerdo a los modos de vida de los pueblos indígenas y al contexto social e histórico en que se producían tales encuentros. En el caso de los europeos que llegaron a tierras venezolanas y que se adentraron a su conquista y colonización, hay que diferenciar los tipos de encuentros y enfrentamientos que sostuvieron con los distintos pueblos indígenas que habitaban la Guayana. Estos contactos variaron de acuerdo a las características culturales de cada pueblo, a su ubicación espacial, a las relaciones comerciales e interétnicas que establecían, y a las formas de resistencia y adaptación practicadas por los indígenas ante la expansión de los conquistadores. Vale mencionar como ejemplo de estas consideraciones, las relaciones que sostuvieron los conquistadores (españoles, franceses, ingleses y holandeses) con los

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«aguerridos indios» caribes, las cuales fueron muy distintas a la que mantuvieron con otras poblaciones amerindias. En las crónicas históricas, los caribes aparecen generalmente descritos como «indios salvajes», «caníbales» y «paganos», aparte de ser considerados temibles y traidores por mantener relaciones comerciales con los holandeses (Gumilla 1993 [1741]; (Caulin 1987, II [1779]; cfr. Alvarado 1956; Civrieux 1976). En contraste con los caribes, hay referencias distintas sobre los guahibos que eran vistos como «tímidos cimarrones». El misionero franciscano fray Ramón Bueno (1933), aún a principios del siglo XIX clasificaba las «naciones indias» del Orinoco según su condición de rebeldía; es decir como temibles o dóciles, guerreras o tímidas. Al igual que estas representaciones, existe una gran cantidad de referencias que indican el sometimiento o rebeldía de estos conglomerados indígenas hacia los conquistadores europeos (Rivero 1883 [1736]; Gumilla 1993 [1741]). En el caso que nos concierne, la aproximación paulatina de los europeos y criollos a la región Alto Orinoco y las circunstancias en cómo los yanomami fueron percibidos y aprehendidos como pueblo culturalmente diferente, propiciaron distintas formas de representación y comprensión entre los viajeros y exploradores. En estos procesos de encuentros y desencuentros se contrastan imágenes tan diversas como la del indígena guerrero y salvaje con otras representaciones más indulgentes sobre los modos de vida indígena de otros pueblos amazónicos. Sin embargo, más allá de establecer simples tipologías sobre las representaciones coloniales, pretendemos, desde la antropología histórica, diferenciar las formas de interacción social que prescriben los desencuentros y encuentros en relación con las variables espacio y tiempo en cuanto a la expansión colonial en la región del Alto Orinoco. Hay que hacer notar que las fuentes históricas que analizamos provienen de diarios, descripciones, noticias, crónicas y relaciones históricas de colonizadores y viajeros no indígenas que exploraron el Alto Orinoco, contrastando principalmente sus impresiones y perspectivas sobre los indígenas yanomami. De igual forma, se busca registrar los tipos de evidencialidad histórica que revelan los documentos en relación con la identificación de fuentes de información referidas a testimonios de terceros. Pretendemos mostrar de qué manera los expedicionarios enunciaban o no las fuentes de donde recogían los datos de acuerdo a los visto, oído o prefigurado. Sobre todo, nos interesa conocer si le daban crédito a las informaciones suministradas por los guías indígenas que los acompañaban y hasta qué punto, desde sus perspectivas coloniales, registraban las voces y visiones de estos indígenas. Alertamos que la mayoría de estas narrativas coloniales y poscoloniales no

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hacen referencia alguna a testimonios orales, relatos o descripciones enunciadas propiamente por los yanomami. Esto se debe, principalmente, a que no se producen encuentros sostenidos con ellos durante el período histórico que abordamos en esta investigación.

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Capítulo III Explorando el Orinoco colonial Los españoles han tenido una confusa idea de este país que han llamado El Dorado Voltaire. En: Carpentier, Visión de América

Guayana: primeras incursiones y asentamientos europeos

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urante los dos primeros siglos de la conquista y la colonización europea, la llamada Guayana española tuvo un lento proceso de ocupación, ordenación territorial y poblamiento no indígena. Entre los aspectos que incidieron en estas formas de ocupación colonial se destacan: el poco conocimiento que tenían los conquistadores sobre la geografía guayanesa; la resistencia demostrada por los diversos pueblos indígenas, en especial los caribes; y las disputas geopolíticas entre españoles, portugueses, franceses, ingleses y holandeses. A pesar de esa gradual y a veces indefinida política de colonización española hacia esta región, hay que subrayar algunas particularidades sociohistóricas que contribuyeron a la configuración de las primeras representaciones europeas sobre la topografía, los recursos y los habitantes de estas tierras guayanesas. Nos referimos al fuerte impacto que tuvo el mito de «El Dorado» entre los expedicionarios y su relación en torno a las imágenes que construían sobre el Otro indígena, al establecimiento y distribución de las diferentes órdenes religiosas misioneras en la región, y a las relaciones políticas que se establecieron entre los diferentes imperios coloniales y las diversas poblaciones indígenas de la Guayana. Este capítulo presenta una síntesis de las etapas de la conquista europea en la Guayana entre el siglo XVI y el XVIII. Particularmente, discurre en torno a los procesos de colonización española que ocurrieron a lo largo del Bajo, Medio y Alto Orinoco, y a los imaginarios europeos que se fueron construyendo sobre esta región y sus poblaciones indígenas. El río Orinoco, para ese entonces, era el principal canal de acceso para las incursiones europeas que penetraron hacia el

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interior en esta parte de Tierra Firme para la expansión colonial. Es por ello, que su recorrido constituyó un reto para los expedicionarios, sobre todo entre quienes remontaron más arriba de los raudales de Atures y Maipures (en el vértice superior del actual estado Amazonas), región que luego fue identificada de manera general como el Alto Orinoco. Este marco histórico-contextual, nos permitirá comprender cómo la geografía física y el discernimiento sobre regiones desconocidas influyeron en las representaciones y descripciones coloniales de las poblaciones indígenas del Orinoco. Esto nos proporcionará las bases históricas para entender las primeras percepciones europeas sobre los yanomami. A lo largo del siglo XVI, la búsqueda de El Dorado se convirtió en el principal incentivo de las exploraciones europeas hacia el misterioso territorio guayanés (Ramos Pérez 1988). Estas travesías comenzaron con la expedición de Diego de Ordaz por el Orinoco en 1531, a quien la Corona le otorgó una capitulación para la conquista y el poblamiento de Guayana con el fin de hallar este fabuloso reino. Luego, se realizaron otras exploraciones por el Orinoco, entre ellas la de Alonso de Herrera en 1537. Gonzalo Jiménez de Quesada también emprendió una importante exploración desde Santa Fe de Bogotá en 1569 y recorriendo los Llanos por el río Ariari trató de llegar al Orinoco y encontrar El Dorado, sin mayores resultados (Fride 1979). Sin embargo, es a partir de las expediciones de Antonio de Berrío entre 1591-1595 y de Sir Walter Raleigh en 1595 que la Guayana queda identificada como la gran región de El Dorado (González & Donís 1989). El ficticio reino, ubicado supuestamente en la gran ciudad imaginada de Manoa a orillas del lago Parime, era un lugar rico en oro y plata, según los conquistadores. Gracias a esas inimaginables riquezas, este paraje mítico se convirtió en la obsesión de todo explorador que se aventuraba a incursionar en las selvas de Guayana en busca de ese enigmático reino. De hecho, la idea de El Dorado cobró tanta importancia en los procesos de expansión europea en Guayana que en 1595 el Consejo de Indias otorgó a Antonio de Berrío la jurisdicción de «la gobernación de El Dorado», constituyéndose el quimérico territorio doradista en una región de carácter jurídico-político. En esa búsqueda, Berrío funda Santo Tomé en 1595 y propone realizar ante la Corona española una gran expedición hacia Manoa para descubrir la ciudad de oro. Sin embargo, este conquistador no logra alcanzar su cometido, entre otras razones, por las incursiones del inglés Sir Walter Raleigh quien también se obsesionó con esta fábula doradista (Ramos Pérez 1988; González & Donís 1989). Un ciclo de expediciones españolas cobra un carácter más formal con los viajes de Fernando de Berrío en 1598, quien luego de la muerte de su padre Antonio de Berrío en 1597, prosiguió la búsqueda de El Dorado:

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«[...] con no menos de 18 expediciones en varios tributarios del Orinoco: Caroní, Caura, Cuchivero, pero siempre enfrentando la barrera de los inevitables raudales, cataratas y siempre la presencia de la selva impenetrable o de los tepuyes inaccesibles» (González & Donís 1989: 99). Por su parte, Sir Walter Raleigh, siguió creyendo en la existencia de la ciudad dorada. Sus viajes por la región de Guayana y su fascinación por descubrir El Dorado lo llevaron a escribir The Discoverie of the Large, Rich and Beautiful Empire of Guiana with a relation of the Great and Golden City of Manoa, which the Spaniards call El Dorado, publicado por primera vez en Londres en 1596. Con esta obra, bastante divulgada para aquel entonces, Raleigh popularizó la leyenda dorada y difundió rápidamente las imágenes míticas de hombres monstruosos con rasgos sobrenaturales, y de los temibles caníbales que habitaban cerca de las riberas de los ríos y deambulaban por las selvas. Recordemos la definición que hace Raleigh sobre los ewaipanomas como «terribles guerreros del río Coara», a quienes los describe como hombres sin cabezas cuyos ojos estaban en los hombros, sus bocas en la mitad del cuerpo y llevaban una trenza de cabello que le brotaba de la espalada (Raleigh 1988: 64 [1596]), así como de las enigmáticas mujeres Amazonas quienes habitaban en la supuesta «isla de Matinino». Estas representaciones fantásticas se fueron difundiendo con rapidez entre los europeos. El dibujante belga Theodore De Bry se inspira en el texto de Raleigh y presenta su propia versión de El Dorado y de sus habitantes a través de imágenes transfiguradas, las cuales tuvieron un impacto contundente en la creación de un imaginario europeo sobre estas tierras americanas a finales del siglo XVI, y posteriormente en el siglo XVIII (Figura 4). En esa búsqueda de El Dorado, los españoles comienzan a crear y a difundir ideas y representaciones en torno a los habitantes de esa región como figuras subhumanas y caníbales. Desde el inicio de las expediciones que incursionaron en el Bajo Orinoco, se divulgó la idea de que Guayana estaba poblada por indios caníbales, y ese canibalismo fue asociado principalmente a los indios caribes (Whitehead 1988; Morales Méndez 1990). Su origen radicaba, en primer lugar, en los conflictos entre los caribes y los indígenas de idioma arawaka, especialmente los taínos quienes acusaban a los primeros de efectuar prácticas sanguinarias. Estas descripciones redundaron en la imagen de indígenas caribes «comedores de carne». En segundo lugar, los españoles tuvieron inicialmente una visión desvirtuada y equivocada con respecto a las costumbres y ritos funerarios que practicaban los indígenas caribes (Amodio 1991a), lo cual contribuyó a difundir aún más la idea de indios caníbales. Hay que resaltar, igualmente, que cada vez que los conquistadores eran repelidos y sus proyectos de conquista eran aplazados o frustrados por la resistencia

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Figura 4 Mapa de Guayana, Theodore De Bry, 1599

Representación de los ewaipanomas según De Bry.

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de los indígenas, una de sus justificaciones ante la Corona recaía en culpar a estas poblaciones nativas de practicar la antropofagia. A pesar de ciertas prácticas que pudieran ser identificadas como violentas entre los caribes, estas ideas exageradas sobre el canibalismo de los primeros siglos de la conquista comienzan a ser posteriormente desmentidas por los misioneros Filippo Salvatore Gilij (1987, II [1782] ), Antonio Caulin (1987, I [1779]) y luego por el explorador Alejandro de Humboldt quien señaló: «Todos los misioneros del Caroní, bajo Orinoco y de los Llanos del Cari, que tuvimos ocasión de consultar, nos aseguraron que los Caribes son quizá los pueblos menos antropófagos del Nuevo Continente [...] Se concibe que el encarnizamiento y la desesperación con que se vio a los desgraciados Caribes defenderse contra los españoles, cuando en 1504 un decreto real los declaró esclavos, ha debido contribuir a esta fama de ferocidad que se les ha dado» (1985 V: 2829 [1807]). Este ejemplo refleja la creación de ideas tergiversadas sobre las prácticas guerreras de un pueblo indígena, en este caso los caribes, y cómo la invención de ciertos estereotipos concebidos por los europeos y reforzados por las acusaciones de indígenas enemigos propició el marco necesario para calificar en demasía algunos de sus patrones culturales. En este sentido, al revisar las crónicas históricas hay que estar atentos en sopesar tanto las relaciones de alianza como de enemistad que se dan entre los pueblos indígenas a la hora del análisis de sus relaciones interétnicas14. Humboldt advierte sobre esta situación al referirse a las relaciones conflictivas entre pueblos indígenas distintos: «No son siempre los vencidos quienes son calumniados por sus contemporáneos; también abunda la costumbre de vengarse de la insolencia del vencedor, aumentando la cantidad y la calidad de sus crímenes» (Humboldt 1985 V: 28 [1807]). El rastreo de El Dorado se extiende durante el siglo XVII hasta mediados del siglo XVIII. Las expediciones continuaron y llegaron a tener un mayor alcance hacia las fuentes de los ríos Paragua, Caroní y Caura, en el actual estado Bolívar. Sin embargo, debido a la constante hostilidad caribe-holandesa hacia los españoles y a las continuas movilizaciones de los diferentes pueblos indígenas durante el siglo XVII (Whitehead 1988), la provincia de Guayana experimentó varios altibajos y desajustes en su política de poblamiento español. Para aquel tiempo, por consiguiente, sólo llegó a fundarse la población de Santo Tomé cerca de la desembocadura Una situación similar revelan las crónicas con relación a los yekuana y los yanomami. Debido a las tensiones interétnicas entre estas dos etnias, los primeros se han referido a los segundos como salvajes, tal como lo demuestran las relaciones históricas del siglo XIX, las cuales se analizan en el próximo capítulo.

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del río Caroní en el Orinoco en 1595 y algunos precarios asentamientos aledaños en las riberas del Bajo y Medio Orinoco (Useche 1987). Hacia el siglo XVIII, uno de los principales impulsores de las exploraciones en busca de la «ciudad de Manoa» fue el Comandante General de Guayana Manuel Centurión, considerado como el gran «fanático doradista». Centurión gobernó Guayana a partir de 1766 durante diez años y aparte de construir caminos y fortificaciones y promover el poblamiento de Guayana con la creación de pueblos mixtos, compuestos por indios y españoles (González del Campo 1984: 127-132), emprendió, con un carácter más geopolítico, las últimas expediciones hacia la famosa laguna Parime entre 1772 y 1775 (Armas Chitty 1968). Para aquel tiempo, la laguna Parime era considerada por los colonizadores «el centro de esta provincia, en cuyas islas, márgenes, caños y vertientes (sic), se hallan bastantes indios para poblarlas»15. En la medida que los colonizadores europeos mitificaban cada vez más la existencia de la laguna Parime; su ubicación, dimensiones y características hidrográficas también se iban re-inventando desde el punto de vista cartográfico. De allí, las numerosas y confusas representaciones en cuanto a su ubicación con respecto a los ríos Orinoco, Caura y Caroní en la cartografía colonial (Figuras 5 y 6). Este ciclo de expediciones culmina cuando españoles y portugueses se encuentran sorpresivamente en el río Branco durante la búsqueda del «reino de El Dorado» en la laguna Parime. A partir de ese momento, el espacio desconocido, el sueño doradista, considerado hasta ese entonces como infinito se acaba (Amodio 1991b). Las regiones míticas representadas en esa ciudad de oro dejan ser tales y el sueño doradista se difumina poco a poco. Aún cuando los europeos prosiguieron las expediciones por la Guayana en busca de otros productos silvestres, minerales y tierras para ser conquistadas, la expectativa de que pudieran encontrar El Dorado siempre estuvo presente durante sus exploraciones por la cuenca del Orinoco.



En cuanto a la labor misionera en Guayana, el adoctrinamiento cristiano se había iniciado en la segunda mitad del siglo XVII. Sin embargo, el proceso de evangelización cobró realmente fuerza hacia 1724 cuando «empezaron los indios de la provincia de Guayana a tener perseverancia en la fe católica» (Carrocera 1979, II: 23). Fueron los misioneros capuchinos catalanes quienes establecieron los primeros hatos ganaderos con el propósito de generar el autoabastecimiento necesario para subsistir en el Bajo Orinoco. Para 1734, los misioneros de las órdenes religiosas capuchina, observante y jesuita, demarcaron en un común acuerdo los territorios y poblaciones que iban a explorar y a evangelizar en la Manuel Centurión: Carta a don Tomás de Melo (Guayana 20 de abril de 1771). En: Prólogo de Pablo Ojer, Caulin 1987 I: CLXXI [1779].

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Figura 5 Mapa de la Provincia del Nuevo Reino de Granada, José Gumilla, 1741

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Detalle del delta del Orinoco y la laguna Parime según Gumilla.

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Figura 6 Mapa geográfico de la mayor parte de la América meridional, Francisco Requena, 1796

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Detalle del Orinoco y la laguna Parime en el mapa de Requena.

región guayanesa, y «en un lapso de 35 años fundaron 23 pueblos» (Donís Ríos 1990: 229). Estas órdenes misioneras se distribuyeron a lo largo de la provincia de Guayana. Por una parte, los capuchinos catalanes tuvieron a su cargo la reducción y poblamiento del área que abarca desde las bocas del Orinoco hasta la ciudad de Angostura. Luego los franciscanos observantes ocuparon desde Angostura hasta la boca del río Cuchivero. Finalmente, los jesuitas se extendieron desde este río hasta los raudales de Atures y Maipures. Un cuarto sector comprendido desde estos raudales hasta el Río Negro, fue encomendado con posterioridad a los capuchinos andaluces de acuerdo a la real orden de San Lorenzo del 2 de diciembre de 1762 (Abbad 1974 [1781]). En cuanto a la reducción de las naciones indígenas de Guayana, las misiones capuchinas tuvieron asignado para su adoctrinamiento a los caribes, con los

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que formaron varios pueblos; a los guayanos, tan numerosos como los caribes; a los guaicas (akawaio) habitantes de los ríos Caroní y Cuyuní; a los guaraúnos (warao), agrupados en tres pueblos; así como otros asentamientos que fundaron con los aruacas (arawaco), arinagotos, panacayos y sálibas (Carrocera 1979, I: 64). Por su parte, los observantes, conocidos como los misioneros franciscanos de Píritu, tuvieron a su cargo la fundación de pueblos desde la boca del río Unare hasta el Río Negro (Gómez Parente 1979). Entre las naciones de indios que lograron los misioneros reducir y convertir mencionan a los píritus, cumanagotos, palenques o guarives, cores, tumuzas, chaimas, farantes, cuacas, aruacas y caribes (Ruiz Blanco 1965: 37 [1690]). En la confluencia del Orinoco y el Meta, los misioneros jesuitas, en cambio, agruparon a los indios achaguas, sálivas, guahíbos, chiricoas y cabres (Rey Fajardo 1977). En el Orinoco arriba, el padre jesuita Gilij menciona las diversas naciones indígenas con las que tuvieron contacto: por el Alto Orinoco con los cáveres, parenes, güipunaves, marepizanos y amuizanos (Gilij 1987, III: 118 [1782]); entre Cabruta y San Fernando con los otomacos, guahibos, chiricoas y yaruros (Gilij 1987, I: 71-72 [1782]); entre los ríos Cuchivero y Ventuari con los quacas, payuros, guaiqueríes, caribes, yaruros, mayopes, piaroas, maipures, avanes entre otros; y en la izquierda del río Ventuari con los averianos, maquiritares, puinaves y masarinaves (Gilij 1987, I: 131-133 [1782]). Las misiones jesuitas ocuparon una extensa región hasta el raudal de Atures. Hasta ese momento, las crónicas misioneras no hacen referencias sobre los indios guaribas, guaharibos o guaicas como fueron llamados los yanomami en la historia colonial. El enunciar a todas estas poblaciones indígenas que estuvieron bajo el velo de las diferentes misiones religiosas católicas tiene el propósito de resaltar la gran diversidad cultural de la región para ese tiempo. Así mismo, advertir que los procesos de evangelización por parte de las diferentes órdenes misioneras tuvieron diferentes alcances y repercusiones entre los muchos pueblos indígenas que estaban bajo sus respectivas jurisdicciones. Por ejemplo, con la presencia de los misioneros jesuitas en la Guayana española, la Corona pretendía reforzar las bases colonizadoras para el establecimiento de las ansiadas reducciones indígenas. La evangelización fue el principal objetivo de los misioneros quienes se adentraron por el río Orinoco, y la justificación para la pacificación y el adoctrinamiento de los indios, se resumía en esta idea: «Innumerables tribus de indios bárbaros se alojan en las márgenes de dichos ríos sin conocer a su creador, sin leyes, sin sociedad, en una palabra disfrutando de los dones de la tierra a manera de bestias, las cuales privados de la razón, no saben el fin para que fueron creadas» (Rivero 1883: 1 [1736]). Dos crónicas escritas por misioneros jesuitas bajo los cánones ideológicos dieciochescos presentan una imagen diferente de la naturaleza de la cuenca del río

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Orinoco y sus habitantes americanos. Estos trabajos conocidos como El Orinoco ilustrado y defendido. Historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertientes, de Joseph Gumilla (1741), y el Ensayo de historia americana de Filippo Salvatore Gilij (1782), revelan un conocimiento y registro detallado de la hidrografía del Orinoco, de sus pobladores, y de la situación política y económica de estas comarcas. Estas obras constituyen, en el sentido más amplio, los primeros aportes sistemáticos sobre la geografía y la vida de las poblaciones orinoquenses a partir de las experiencias y convivencias cotidianas de los misioneros con los indígenas. Sin embargo, aunque el jesuita español Gumilla hace un interesante intento por establecer algunas diferencias culturales entre las naciones caribes, salivas, guaraúno, otomacos, mapoya, guajiva y achaguas, entre otras (1993: 106-114 [1741]), su preocupación principal fue la de establecer los grados de evangelización de cada grupo. Así mismo, buscaba adoctrinar o «domesticar», a como fuera lugar, esas «alma perdidas», como en algún momento lo enunció. «El indio en general [...] es ciertamente hombre; pero su falta de cultivo le ha desfigurado tanto lo racional, que en el sentido moral me atrevo a decir que el indio bárbaro y silvestre es un monstruo nunca visto, que tiene cabeza de ignorancia, corazón de ingratitud, pecho de inconstancia, espaldas de pereza, pies de miedo, y su vientre para beber y su inclinación a embriagarse son dos abismos sin fin» (Gumilla 1993: 103 [1741]). No es casual, entonces que Gumilla al referirse a los «indios aruaca» como «la nación más amante y leal a los españoles», entre las que encontraron en el Orinoco, se lamentara al mismo tiempo de su negativa a ser cristianizados, a pesar de los arduos esfuerzos misioneros «que se hacen y que se han hecho» (Gumilla 1993: 137 [1741]). En cuanto a los caribes de la boca del río Caura, se refiere a ellos como gente nada tratable, que no quieren ser cristianos, ni quieren que otros indígenas del Orinoco lo sean, «porque se tienen por amos del resto de las naciones; y en esa mala fe venden a los extranjeros a todos cuantos pueden cautivar» (Gumilla 1993: 139 [1741]). Mientras que sobre la nación saliva, los jesuitas la definen como dócil, manejable, amable, indios gentiles, que «reciben de buena fe el evangelio» (Gumilla 1993: 159; [1741]; Cassani 1967: 232 [1741]), y son considerados «los mejores indios» por su facilidad de conversión (Rivero 1883 [1736]). Por su parte, el padre italiano Felipe Salvador permaneció largo tiempo en La Encaramada, en el Medio Orinoco, y tuvo la oportunidad de estar en contacto y aprender la lengua de los indios tamanacos de filiación caribe y los maipures de filiación arawaca. Como cualquier otro misionero, su objetivo fundamental fue evangelizar a estos indígenas y administrarles los sacramentos cristianos, pero Gilij trascendió las barreras lingüísticas utilizando los propios idiomas indígenas para

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transmitir el mensaje evangelizador. Sin embargo, su visión sobre los indígenas del Orinoco estuvo caracterizada por un fuerte etnocentrismo. Esta mirada del Otro indígena la condensa en una frase «visto un indio, todos están vistos a la vez» (Gilij 1987, I: 16 [1782]). De esta forma, Gilij al hacer sus descripciones sobre los pueblos orinoquenses en cuanto a sus atributos físicos, genio, moral, desnudez, adornos y enfermedad, ente otros (1987, II [1782]), lo hace de manera generalizada, sin detenerse en las características particulares de cada pueblo indígena y sin establecer diferencias significativas entre ellos: «De estas naciones orinoquenses de las que he hablado podrá fácilmente deducirse el genio de las otras, habiendo en todo el Orinoco, excepto las lenguas y ciertos extraños usos procedentes de la ignorancia, de la pereza y de los vicios, el mismo modo de pensar y de hacer [...]» (Gilij 1987, II: 58 [1782]). Si bien hay que destacar que Gilij realizó la primera clasificación de las «lenguas de las naciones indias» del Orinoco y aportó importantes datos etnográficos sobre las poblaciones del Orinoco medio, la visión de Gilij sobre el indígena refiere a «la existencia de un indio genérico cuya unicidad no admite límites ni diferencias» (Arvelo-Jiménez & Biord Castillo 1989a: 75). Esta visión del «indio» homogéneo e indistinto se repite con frecuencia en los relatos de los misioneros y exploradores sobre la gente del Orinoco. En especial cuando el contacto con los pueblos indígenas era escaso y había la necesidad de dar cuenta de sus aspectos físicos y culturales. Así, es común encontrar descripciones casi idénticas entre los diversos pueblos indígenas a lo largo del Orinoco cuando etnográficamente se han comprobado diferencias sustanciales. Además de esa visión unívoca, incluso a pesar de las diferentes formas de contacto, hay otras referencias misioneras que los presentan en términos de una condición imaginaria como salvajes y atrasados. La mirada del padre jesuita Juan Rivero, resulta elocuente al respecto: «Son tantas y tan diversas las naciones que viven sepultadas en la barbarie del gentilismo, entre los ríos Orinoco y Meta, que se embaraza la pluma al describirlas, al mismo tiempo que lastimada se lamenta por la perdición de tantas almas [...]» (Rivero 1883: 18 [1736]). Otros elementos que añadir a la conformación del paisaje sociohistórico del Orinoco son la compleja ordenación político-administrativa de la provincia de Guayana y las relaciones geopolíticas entre las potencias europeas; es decir, entre España, Portugal, Francia, Inglaterra y Holanda, y sus disputas por controlar esta amplia región de Tierra Firme. Hay que advertir que hasta mediados del siglo

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XVIII, la provincia de Guayana tuvo diversos altibajos en su fundación y ordenamiento político-administrativo, con lo cual los procesos de expansión europea en la Guayana colonial estuvieron sujetos a diversas y a veces encontradas decisiones políticas por parte de la Corona. Luego de algunas fundaciones y refundaciones realizadas por Antonio de Berrío, la provincia de Guayana se establece a finales del siglo XVI conjuntamente con la de Trinidad. Estas provincias dependieron administrativamente de la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá. En 1731, Guayana pasa a formar parte de la provincia de Nueva Andalucía, desapareciendo como entidad territorial diferenciada. En 1762 adquiere de nuevo su condición de provincia y pasa nuevamente a estar bajo las directrices de Santa Fe de Bogotá, convertida para ese entonces en el Virreinato de la Nueva Granada. Para 1766 esta entidad es parte de la provincia de Caracas y finalmente en 1777, Guayana es una de las seis provincias que conformaría a la Capitanía General de Venezuela. Esto evidencia las dificultades que tuvieron los españoles en administrar y reglamentar la jurisdicción de este territorio. En cuanto a las relaciones políticas entre las naciones imperiales, éstas las dividimos, por una parte, en los pactos y convenios entre España y Portugal; y por la otra y sin ánimo de simplificar demasiado, entre España y los otros imperios coloniales como fueron Holanda, Francia e Inglaterra. Aún cuando el Tratado de Tordesillas (1494) prescribió los límites de las posesiones entre España y Portugal en ultramar, existen referencias que resaltan la constante transgresión de este acuerdo por parte de Portugal. Esto se evidencia en la fuerte campaña de tráfico de esclavos indígenas por el Orinoco y el Río Negro iniciada por los portugueses en 1730, la cual generó «graves conflictos con la Corona española» (Gumilla 1993: 251 [1741]). A pesar de las fricciones y diferencias que se suscitaron entre España y Portugal, estas naciones lograron establecer, posteriormente, ciertos acuerdos en cuanto a las divisiones político-territoriales de esta región, que se concretaron posteriormente con el Tratado de Límites Hispano-Portugués de 1750, también conocido como el Tratado de Madrid, el cual tuvo un efecto directo en la expansión española sobre la región Alto Orinoco. En cuanto a las relaciones geopolíticas entre España y las otras potencias europeas, estas resultaron más desafiantes, sobre todo a finales del siglo XVII y principios del siglo XVIII. En diversas ocasiones, Inglaterra, Francia y, particularmente, Holanda atacaron a las posesiones españolas en el Orinoco, tratando de establecer sus enclaves comerciales en la Guayana para controlar el monopolio de algunos productos tropicales. Más tarde, los holandeses intentaron penetrar por las tierras altas a través de incursiones esclavistas y comerciales buscando alianzas con los indígenas caribes (Useche 1987; Whitehead 1988).

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Las relaciones comerciales y los acuerdos políticos establecidos entre caribes y holandeses alteraron el poblamiento colonial hispano en la Guayana. Los holandeses comerciaban armas y municiones con los caribes para que estos se defendieran del hostigamiento de los españoles y de otros indígenas. Los caribes, por su parte, permitieron que se establecieran en su territorio puestos holandeses que servían para el contrabando (Depons 1960). Así mismo, los caribes debían proveer a los holandeses de esclavos, llamados poitos, que se habían escapado de sus haciendas de caña a orillas del Esequibo (Whitehead 1988; Morales Méndez 1990). La estrategia de coalición establecida entre holandeses y caribes no sólo ayudó a estos europeos a penetrar y controlar parcialmente los territorios hispánicos sino también fomentó tensiones interétnicas, situación que fue definida como la «milicia étnica caribe» (Carib Ethnic Soldiering) (Whitehead 1990). Esta agrupación de caribes, en alianza con otros indígenas de la zona, buscaba controlar al resto de los indígenas que se rebelaban contra ellos y que estaban asociados a los españoles. La estrecha relación entre los holandeses y los caribes fue de considerable preocupación para los españoles: «Discurro que costará mucho de reducirlos [caribes] porque tratan con los holandeses y dicen que son sus amigos, parientes, yernos y cuñados; y así será porque les venden sus parientes y extraños y es grande el tráfico de poitos o esclavos que venden a esos extranjeros por armas de fuego, ropas y hierros»16. Esta primera parte arroja algunas conclusiones que nos permiten entender ciertas particularidades sociohistóricas de la expansión colonial europea en la región de Guayana. Desde el punto de vista temporal y espacial, la colonización española tiene lugar, principalmente, en el Bajo y Medio Orinoco entre finales del siglo XVI y mediados del siglo XVIII. En cuanto al poblamiento europeo, los conquistadores españoles con grandes dificultades establecen algunos puestos de avanzada y pueblos de misión en las riberas del Orinoco con la finalidad de someter, dominar y evangelizar a los pueblos indígenas de esta región. En cuanto a las percepciones de los colonizadores, misioneros y exploradores, este período constituyó el inicio y desarrollo del mito de El Dorado, y la configuración de imágenes subhumanas que fueron recreadas a partir de los prejuicios de los colonizadores sobre las poblaciones habitantes del Orinoco. La referencia sobre los imaginarios guerreros llamados ewaipanomas, los indios carentes de almas, la ferocidad y el canibalismo de los caribes, el amancebamiento de los indígenas, y sobre todo la condición de «salvajes», son algunas de las referencias que se repi Tomás de Mataró y Benito de la Garriga (Documento, 1772), «Relación por los ríos Caroní, Icabaró, sierra de Pakaraima hasta las sabanas del río Parime». En: Armellada 1960: 138.

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ten constantemente en las relaciones históricas sobre las «naciones indias» de la Guayana. En síntesis, para ese tiempo, la Guayana fue el espacio idóneo para que se entretejieran fábulas sobre la geografía mítica de estos territorios aún inexplorados por los europeos y se generaran una combinación de imágenes quiméricas sobre las poblaciones indígenas orinoquenses.

De la región Alto Orinoco al Alto Orinoco superior El evocar con una misma denominación a dos espacios que están vinculados histórica y geográficamente al actual estado Amazonas en Venezuela, no es una argucia en el uso de topónimos similares o un juego de palabras para referirse a lugares con características físicas equivalentes. Esta correspondencia en las denominaciones espaciales tiene que ver, en primer lugar, con las múltiples etapas del proceso de conquista y colonización española. En segundo lugar, refiere a la manera como fue identificado el territorio que llamaron «Alto Orinoco» en las narrativas coloniales, el cual abarcaba una extensa y desconocida porción territorial para los europeos hasta mediados del siglo XVIII. Buena parte de lo que hoy se conoce como el estado Amazonas fue registrado en la historia colonial como el «Alto Orinoco», en contraposición al Medio y Bajo Orinoco. Esta extensa región tuvo como puerta de entrada para la expansión colonial los agrestes raudales de Atures y Maipures, y estuvo delimitada por el Río Negro y varios afluentes del Orinoco hasta sus fuentes. Todo este territorio fue referido históricamente como el «Alto Orinoco» o también «la región Alto Orinoco-Río Negro» (Useche 1987). Sin embargo, en la medida en que los expedicionarios europeos se adentraban en el Orinoco hacia sus fuentes, el espacio que identificaban como «Alto Orinoco» también se iba desplazando río arriba. Es así como ya algunas relaciones históricas de finales del siglo XVIII comienzan a distinguir como «Alto Orinoco» sólo a una porción específica de esta amplia región, la cual abarcaba desde la confluencia del Casiquiare y el Orinoco hasta las cabeceras de este último río. Esta subregión constituye, principalmente, lo que es hoy el municipio Alto Orinoco, en el estado Amazonas. Aunque numerosas publicaciones abordan la historia colonial de este extenso espacio territorial, estos trabajos no presentan una clara diferencia en cuanto a la nomenclatura de estas dos áreas. Para evitar confusiones en torno a las etapas y los procesos de conquista y colonización que ocurrieron en uno y otro espacio geográfico establecemos denominaciones diferenciadas. Calificamos como la «región Alto Orinoco» aquella que comprendía fundamentalmente desde los raudales de Atures hasta las cabeceras del río Orinoco, lo que corresponde al

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Figura 7 Región Alto Orinoco en el período colonial San Juan Neponuceno (Pto. Ayacucho) Raudales de Atures Raudales de Maypures San José de Maypures

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Asentamiento de misiones católicas

actual estado Amazonas (Figura 7). En cambio, identificamos como el «Alto Orinoco superior» al espacio geográfico ubicado más al sureste de este estado, que comprende principalmente el territorio yanomami17. Hay que advertir que en la Para efectos de distinguir estas áreas geográficas, Cocco (1972) también diferenció entre «Alto Orinoco» para referirse a lo que representaba en aquel entonces el Territorio Federal Amazonas y «alto Orinoco» para describir a la cuenca que canaliza el río Orinoco más arriba del Casiquiare. Dado que este autor utiliza la mayúscula y la minúscula para establecer la distinción entre estos dominios, lo cual puede ser confuso a lo largo del trabajo, preferimos identificar la «región Alto Orinoco» en contraposición al «Alto Orinoco superior» donde viven propiamente los yanomami, representado en la Figura 1, al inicio de este trabajo.

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actualidad hablar del Alto Orinoco o alto Orinoco refiere a esta última área donde habitan principalmente los indígenas yanomami. La región Alto Orinoco que empieza geográficamente en los raudales de Atures, tuvo igualmente un lento proceso de colonización europea. En 1583, Antonio Berrío penetra por el río Casanare en el Meta y termina en el raudal de Atures en la siempre búsqueda de El Dorado. Allí, estableció el primer centro hispano en Guayana contra el cual los indígenas se mostraron decididamente hostiles (González & Donís 1989). A pesar de esta temprana expedición hasta los raudales de Atures, las penetraciones a la región Alto Orinoco y la conformación de asentamientos y pueblos de misión fueron esporádicos hasta principios del siglo XVIII. Los primeros intentos de pueblos de misión en la región del Alto Orinoco fueron emprendidos por la orden jesuita. Entre 1681 y 1684 se establecieron siete asentamientos ubicados entre la desembocadura de los ríos Meta y Vichada por el Orinoco (Rivero 1883 [1736]). Sin embargo, la resistencia indígena y sus continuos levantamientos, conjuntamente con la destrucción de los puestos de misión por parte de los caribes, retrasaron cualquier intento de instaurar las misiones orinoquenses en ese período (Useche 1987: 61-75). En 1726 se decretó la construcción de fortificaciones en el Orinoco, las cuales estaban amparadas, para ese entonces, por la Gobernación de Nueva Andalucía, más tarde llamada provincia de Cumaná, la cual dependía de la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá hasta 1777 cuando se constituye finalmente la Capitanía General de Venezuela. Luego de varios esfuerzos y con el empeño de los padres jesuitas Rivero, Cassani, Román y sobre todo Gumilla se restablecieron las misiones en esa parte del Orinoco hacia 1731. Según Rey Fajardo (1977: 154), aun cuando el ritmo fundacional de los misioneros jesuitas tomó impulso a partir de 1741 y logró incrementarse en esa década, la concentración de las fuerzas españolas en llevar a cabo la Expedición de Límites y la escasez de misioneros provocaron un descenso en las actividades religiosas. La labor jesuita en la Guayana culmina en 1767 con la expulsión definitiva de la Compañía de Jesús de tierras americanas durante la colonia. En cambio, la expansión portuguesa a la región Alto Orinoco se hizo por el Río Negro, mucho antes que los españoles, a partir de la segunda mitad del siglo XVII. En 1669, los portugueses fundan el fuerte de San José, su primer establecimiento en la boca del Río Negro con indígenas de las naciones Jarumá y Aruaqui, que luego pasaría a ser la Fortaleza de São José da Barra do Río Negro, hoy conocida como la ciudad de Manaus, actual capital del estado de Amazonas en Brasil. El avance portugués en esta región tuvo como finalidad reconocer los

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cauces y vertientes de este río, promover el tráfico de esclavos a gran escala, recoger especies silvestres y demarcar políticamente las posesiones de la Corona lusitana. La Fortaleza da Barra se convirtió en uno de los principales focos portugueses para el tráfico de esclavos durante el siglo XVIII (Wright 1981, 1998). A lo largo de sus continuas exploraciones por el Río Negro en busca de esclavos se presume que los portugueses llegaron hasta el Casiquiare antes de 1730. Sin embargo, para algunos autores como Useche (1987), aún no se conocen datos específicos de cuán conscientes estuvieron los portugueses de la geografía que habían recorrido desde el Río Negro hasta el Casiquiare-Orinoco. Estas primeras incursiones lusitanas al Río Negro fueron utilizadas como claras evidencias ante los españoles para la reclamación de los territorios durante los tiempos del Tratado de Límites HispanoPortugués de 1750. Los portugueses argumentaban que ellos conocían y habían recorrido el Río Negro y varios de sus afluentes mucho antes que los españoles y de allí su insistencia en reclamar estas posesiones como suyas: «En 1725 varias banderas exploradoras á expensas del Gobierno [portugués] subieron al Rio Negro sus arriarles en las orillas del Yavitá, su confluente arriba del Casiquiare; despacharon exploraciones á todos los confluentes por los cuales percibieron las aguas del Orinoco, traídas al Rio Negro por los ríos Inírida, Paraua, Pasavica, Tumbu y Casiquiare, conocimiento entonces ajeno a los españoles, como se lee en Gumilla, Orinoco Ilustrado pajina diecisiete [...]» (Araujo y Amazonas 1859: 73). La zona del Río Negro estuvo poblada por los indígenas manao y baré durante las primeras décadas del siglo XVIII. Los manao controlaban el trecho inferior del río mientras que los baré ocupaban la parte alta del Río Negro. Para principios del siglo XVIII, el tráfico de esclavos por parte de los portugueses estuvo bajo el control de los manao, quienes también tenían relaciones comerciales con los holandeses. Sin embargo, entre 1723 y 1725 los portugueses desataron una guerra de exterminio contra estos indios manao «para controlar ellos mismos la trata de esclavos» (Useche 1987: 92-93). Es probable que para mediados de 1720 las incursiones esclavistas portuguesas hubieran alcanzado el alto Río Negro y se expandieran hacia el Guaviare, Atabapo y el Orinoco (Vidal 1993, 1997). En 1744, ocurre un inesperado encuentro entre españoles y portugueses en la confluencia de los ríos Guaviare, Atabapo y Orinoco. Este encuentro luego revelaría la conexión entre las cuencas del Orinoco y el Amazonas a través del brazo Casiquiare y el Río Negro. El misionero jesuita Manuel Román a fin de evaluar la situación del Alto Orinoco decide salir desde Carichana en febrero de 1744 y recorre el río Orinoco después de los raudales de Atures y Maipures para visitar a los indios guaipunabis. Al llegar cerca de la confluencia de los ríos Gua-

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viare, Atapabo y Orinoco se topa con una embarcación que llevaba gente vestida al estilo europeo; el padre Román se había encontrado, accidentalmente, con el marino Francisco Javier de Morais y otros portugueses quienes se encontraban en esa zona, aparentemente, en busca de esclavos para comerciarlos18: «[...] habiendo llegado a las cercanías del Atabapo, se vio de improviso, a poca distancia, una gran barca. Causóle sorpresa al misionero y a los neófitos sálivas que eran sus remeros y al soldado Casandre ver en tan remotas regiones semejante navío [...] habiéndose reconocido ya quién como español, quién como portugués, cuáles eran, al preguntar el misionero a los forasteros sus residencias, dijeron que habían llegado a aquella comarca, viajando siempre por agua, desde el Río Negro, donde habitaban» (Gilij, I: 55 [1782]). Esto indica que para 1744 los portugueses ya habían navegado por el Río Negro, el Casiquiare y el Orinoco, pero como lo menciona Useche (1987) se desconoce si ellos estaban realmente conscientes de sus recorridos por estos ríos. La presencia de otros europeos por estos afluentes había sido también señalada por algunos indígenas (Lucena Giraldo 1993: 55-56), sin que los españoles le hubieran prestado mayor atención. Sin embargo, los españoles sólo llegaron a comprobar realmente la conexión entre el Río Negro y el Orinoco cuando el padre Román, fortuitamente, se cruza con la embarcación guida por el portugués Morais. En cuanto a la identificación de los pueblos indígenas asentados en esos territorios, la obra Ensayo de historia americana (Gilij 1987 [1782]) menciona a los indígenas maquiritares, guaipunaves, parénes, puináves, amuízanas y marepizánas como «las naciones más conocidas» de la región Alto Orinoco (1987, I: 28 [1782]). Si bien Gilij hace referencia a los maquiritares en el Orinoco, fue realmente Manuel Román, quien en su viaje por el Casiquiare hacia 1744 da cuenta de este pueblo indígena al pasar por el río Cunucunuma. Es para esa fecha que los indígenas maquiritares19, actuales vecinos de los yanomami, aparecen mencionados entre los conglomerados indígenas adscritos a la geografía humana de la región Alto Orinoco. Los contactos establecidos entre españoles y maquiritares entre 1754 y 1758 resultaron en un principio amistosos cuando el padre Román les prometió protección ante las amenazas de otros pueblos indígenas y de otros europeos, sobre De acuerdo a un texto que compila documentos relativos a la cuestión de límites y la navegación fluvial entre Brasil y Venezuela, para 1738 Francisco de Morais ya había fundado la aldea de Yavitá (Avidá), situada entre los ríos Pimichin y Tomó, en las proximidades del río Guianía-Río Negro (Documentos relativos a la cuestión de límites 1859). 19 Maquiritare es el vocablo con el que fueron denominados por sus vecinos de la familia arawaka. También fueron denominados maiongkong por sus vecinos orientales los arekuna y taurepan (pemón), y por los macushi. Así mismo, son conocidos como so'to, quien según Marc de Civrieux es «su auténtico gentilicio» (1992: 12). Actualmente se conocen como yekuana, ye'kwana o dekuana. 18

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todo ante las invasiones hechas por los portugueses en busca de esclavos y ante las incursiones de otros indígenas también de filiación caribe quienes estaban a las órdenes de los holandeses del Demerere en los ejes fluviales del Caura-UraricoeraBranco, Takutú, Rupununi-Esequibo (Barandiarán 1979: 15). Sin embargo, estas relaciones con el tiempo se fueron modificando ante las irrupciones violentas de los españoles, quienes en su obsesión por crear rutas comerciales permanentes entre Angostura y La Esmeralda pretendieron conquistar y someter a los maquiritares. Ante estas amenazas, estos indígenas promovieron acciones de resistencia y rechazo en una suerte de rebelión contra los españoles en 1776 (Civrieux 1992; Buchhloz 2009). Para mediados del siglo XVIII, la penetración con más impacto y transformación de la región del Alto Orinoco fue sin duda la Expedición de Límites que deja a su paso el establecimiento de varios pueblos y el reconocimiento de un área que era aún desconocida para los europeos. Este tipo de expediciones, las cuales formaban parte de las estrategias propuestas por las reformas borbónicas para la recuperación de la hegemonía española sobre sus posesiones en América, abrieron una nueva etapa en los procesos de colonización española siguiendo criterios más geopolíticos, comerciales y científicos. Con la Expedición de Límites, los españoles lograrían recorrer los territorios entre los ríos Casiquiare y el Río Negro, que hasta esa fecha habían sido prácticamente inexplorados por ellos; establecerían los primeros establecimientos coloniales; entablarían relaciones directas con los pueblos indígenas guaipunabis, macirinavis, darivazanas y maquiritares, entres otros; y registrarían por vez primera en sus crónicas a los «indios guaribas» (yanomami) que habitaban en las serranías donde tenía su origen el río Orinoco.

La Real Expedición de Límites hacia la región Alto Orinoco La Expedición de Límites al Orinoco llevada a cabo entre 1754 y 1761 ha sido objeto de numerosos y detallados estudios históricos20. Estos diversos trabajos destacan, entre otros aspectos: las dificultades técnicas que surgieron para la delimitación de las posesiones coloniales en América; las estrategias y negociaciones militares entre los imperios español y portugués; las características personales Para una mayor comprensión sobre las discusiones y acuerdos entre España y Portugal en relación con la delimitación de las fronteras coloniales y el impacto que tuvo la Expedición de Límites ver los trabajos de Ramos Pérez (1946); Ferreira Reis (1948); Kratz (1954); Lynch (1991); Lucena Giraldo (1990, 1993) y Perera (2006), entre otros.

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de los miembros que la conformaron y las discrepancias internas, especialmente entre sus comisarios; las disputas con las autoridades civiles de la Gobernación de la Nueva Andalucía y con los misioneros jesuitas de la provincia; los obstáculos económicos y logísticos; la paralización temporal de la expedición; los conflictos y alianzas con las poblaciones indígenas; y la frustración española por no haber iniciado formalmente la demarcación de las posesiones coloniales, entre muchas tantas situaciones. En nuestro caso, el propósito de hacer referencia a este acontecimiento de expansión colonial es resaltar el impacto que tuvo esta expedición en el desarrollo histórico y económico de la Guayana española y, sobre todo, en el reconocimiento del Alto Orinoco superior y de los indígenas que habitaban en esa zona. La región del Alto Orinoco comienza realmente a ser reconocida y explorada con la Real Expedición de Límites en tiempos de las reformas borbónicas bajo los reinados españoles de Fernando VI (1746-1759) y Carlos III (1759-1789). Esta empresa, sin duda constituyó la avanzada española más importante de la segunda mitad del siglo XVIII hacia este territorio. La expedición tuvo como principal objetivo la delimitación y el trazado de los límites entre los dominios españoles y portugueses tal como había sido acordado por los respectivos ministros de Estado José de Carvajal y Tomás Silva Téllez en el Tratado de Madrid de 1750 (Ramos Pérez 1946). Sin embargo, la tarea no resultó nada sencilla para los hispanos pues el punto de encuentro para iniciar oficialmente la delimitación de las colonias era la aldea de Mariuá, en el Río Negro medio, un importante puesto de colonización portuguesa ya edificado para aquel entonces. Hay que hacer notar que para 1728 la orden religiosa carmelita, bajo el consentimiento de la Corona portuguesa, había fundado la Misión de Nossa Señora de Mariuá, la cual fue promovida en 1755 a la categoría de villa con el nombre de Barcelos21 y convertida en la sede principal de la Capitanía de São José do Río Negro. Para cuando se inicia oficialmente la Expedición de Límites en 1754, los portugueses ya habían incursionado en el Río Negro e incluso en el Casiquiare y el Orinoco, y establecido algunas misiones y fortificaciones como parte de su intensa política colonizadora en el Amazonas. En cambio, los españoles para ese tiempo aún estaban tratando de discernir sobre cómo franquear los raudales de Atures y Maipures de la manera más rápida y segura para navegar el Orinoco río arriba. La Corona española por instrucciones públicas propone iniciar lo antes posible la demarcación de los territorios en el norte del continente americano. La actual ciudad de Barcelos se encuentra en el Río Negro medio, aproximadamente a unos 400 km. de distancia en línea recta de la población de Manaus, ubicada en la confluencia del Río Negro y el Amazonas, Brasil.

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Figura 8 Mapa de América del Sur con la división limítrofe acordada en el Tratado de Madrid, 1750

Fuente: Archivo General de Simancas, tomado de Lucena Giraldo 1999.

Para ello, el ministro José de Carvajal conforma una comisión dirigida por varios comisarios y un contingente de geógrafos, capellanes, astrónomos, botánicos, cirujanos, escoltas y otros militares para cumplir con los acuerdos establecidos en el Tratado de Madrid de 1750 (Figura 8) . Esta comisión estuvo comandada por José de Iturriaga, Eugenio de Alvarado y José Solano y Bote22, quienes fueron los responsables de llevar adelante la Expedición de Límites al Orinoco a partir de 1754. A ellos se les encargó la tarea de viajar hasta Cumaná, en la provincia de la Nueva El otro comisario de la expedición fue Antonio de Urrutia quien falleció en Guayana en 1754.

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Andalucía, remontar todo el Orinoco hasta el caño Casiquiare, de allí pasar al Río Negro y navegar hasta la aldea de Mariuá (Barcelos) para encontrarse finalmente con la comisión portuguesa de límites. A partir de ese momento, las comisiones procederían a la división de los dominios coloniales por áreas o partidas (Lucena Giraldo 1990). Sin embargo, este itinerario de viaje y recorrido por el Orinoco hasta el punto de encuentro con los portugueses resultó bastante complicado y dilatado, hubo considerables pérdidas humanas y materiales, y al final no se logró realizar la meta propuesta, es decir la delimitación de los dominios coloniales de acuerdo al Tratado de Madrid23. A pesar de que la Expedición fue un fracaso al no alcanzar su objetivo principal, es decir el trazado de límites entre las colonias, hay que destacar los efectos secundarios que tuvo en cuanto a la organización económica y política de la región de Guayana. En el transcurso de su desarrollo, el ministro de Estado español José Carvajal propuso otros objetivos en los ámbitos políticos y científicos que tuvieron que ver más con la ordenación y aprovechamiento de estos territorios y sus recursos. En el orden político, los expedicionarios españoles debían obtener noticias de los territorios recorridos, la formación de pueblos españoles, la ubicación de los holandeses y franceses en Guayana para su posterior expulsión, la localización y captura de unos «negros cimarrones», así como de los indios caribes para su pacificación. En el orden científico, esta expedición buscaba la obtención de noticias sobre la historia natural entre el eje Orinoco-Amazonas y la ubicación de cacao, canela y plantas medicinales (Ramos Pérez 1946; Lucena Giraldo 1990). En general, este proyecto de expansión tuvo también como propósito establecer un puente entre el Estado colonial y el campo de las ciencias de una manera más sistemática en cuanto a la obtención de conocimientos geoestratégicos, cartográficos y de delimitación de los territorios (Perera 1994). En suma se trataba de un proyecto de expansión de las fronteras coloniales españolas. Para remontar el Orinoco más arriba de los raudales de Atures era necesario que los expedicionarios españoles crearan redes de abastecimiento, fundaran pueblos en las márgenes del Río Negro y el Orinoco, y establecieran contactos con pueblos indígenas ubicados en los ríos Atabapo, Vichada, Guaviare, Ventuari y Casiquiare, entre otros. Sin embargo, los problemas logísticos, estratégicos y políticos que tuvo el controversial primer comisario de la expedición José Iturriaga Al morir el rey Fernando VI, lo sucedió Carlos III quien estaba en desacuerdo con los términos de este Tratado por considerarlo poco ventajoso para los intereses comerciales de España. Estas anomalías se hicieron evidentes cuando las reducciones paraguayas fueron entregadas a los portugueses, y a cambio los españoles no recibían el sitio de Colonia del Sacramento (hoy ubicada en Uruguay), tal como lo habían acordado. Ante estas divergencias en la política internacional, Carlos III denuncia las irregularidades de este Tratado y ordena cancelar todas sus actividades en 1757, entre ellas la Expedición de Límites (Lucena Giraldo 1993).

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con Mateo Gual, gobernador de la provincia de la Nueva Andalucía en Cumaná entre 1754 y 1757 y luego con los religiosos jesuitas retrasaron con creces la labor expedicionaria. A esto se le sumó el deterioro de las relaciones entre España y Portugal que redundó en la suspensión temporal del Tratado de Madrid a mediados de 1757. Luego de diez meses en el cese de relaciones diplomáticas, se reanuda el Tratado en abril de 1758. A pesar de estos altibajos, la Corona española decide continuar con la Expedición de Límites y es el nuevo ministro de Estado Ricardo Wall quien ordena a sus comisarios concentrarse en el objetivo principal de esta empresa, llegar hasta el Río Negro para el encuentro con los portugueses en Barcelos. No obstante, los conflictos y las dificultades internas continuaron y el primer comisario José de Iturriaga decide establecerse en Cabruta (en el Orinoco medio) y desde allí trata de controlar el «problema caribe» para mantener un equilibrio en esa parte del Orinoco. Lucena Giraldo (1993: 183) señala que al hacer un balance de la Expedición de Límites se presentaba un claro desequilibrio entre el fin principal y los propósitos secundarios, los cuales parecían tener mayor prioridad para el primer comisario de la expedición en aquel momento. El ministro Wall ordena nuevamente a Iturriaga desplazarse hasta el Río Negro para delimitar de inmediato los territorios con los portugueses quienes llevaban esperando a los españoles más de cinco años en la aldea de Mariuá (Barcelos). Surge entonces la figura del tercer comisario José Solano y Bote, quien queda encargado del avance español hacia la región del Alto Orinoco en 1758. En una incursión previa en marzo de 1756, Solano ya había logrado traspasar el raudal del Atures y contactado al «jefe de la nación guaipunabi», llamado Crucero. Este primer viaje le permitió reconocer los accidentes geográficos que debía sortear y a las «naciones indias» que podía encontrar. En su segunda exploración por ese territorio, una vez que traspasa los raudales de Atures y Maipures, Solano organiza una estrategia de avanzada a través de la conformación de asentamientos y fuertes hispanos, y el establecimiento de relaciones de amistad con los guaipunabis y otros indígenas de la región (Figuras 9 y 10). Para finales de 1758, Solano ya había erigido, con franco esfuerzo, los poblados de San José de Maipures, San Fernando de Atabapo y Santa Bárbara. Con la fundación de estos puestos militares, los españoles buscaban establecer los primeros pueblos para asegurar el territorio contra las incursiones de los portugueses «quienes avanzaban a la caza de esclavos», sobre todo de los indios manao (Caulin 1987: XV [1779]). En cuanto a la relevancia de estos nuevos asentamientos, San Fernando de Atabapo al estar estratégicamente ubicado en la confluencia de los ríos Orinoco, Guaviare y Atabapo fue designada como el cuartel general de la

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Figura 9 Idea del raudal de Atures, Ignacio Milhau, 1757

Fuente: Servicio Geográfico del Ejército de España, tomado de Lucena Giraldo & de Pedro 1992.

Expedición de Límites, y con ello se inició lo que Lucena Giraldo denominó «el primer ciclo fundacional en el Alto Orinoco» (1993: 205). En esta primera etapa de exploración de la región del Alto Orinoco, José Solano logró establecer importantes relaciones y acuerdos con los «belicosos indios güaipunabis comandados por el temido cacique Crucero» (Ramos Pérez 1946: 293). Estas alianzas permitieron al comisario español consolidar el fuerte y la fundación de San Fernando con la reducción de 200 indígenas. Para estos expedicionarios, los guaipunabis eran considerados indios feroces, antropófagos y temidos, incluso por otros pueblos indígenas de la región como los manetivitanas del río Bativa

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Figura 10 Raudal de Atures, estado Amazonas, 2013

Fotografía: Hortensia Caballero Arias.

(Useche 1987: 152). Algunos autores como Ramos Pérez (1946: 295), proponen que la presencia de los miembros de la Expedición de Límites fomentó la paz entre los indios del Río Negro-Orinoco, quienes se encontraban en constantes guerras unos contra otros. Se presume que, al principio, los españoles actuaron como intermediarios en las disputas inter e intraétnicas de estos pueblos amazónicos como parte de las estrategias de pacificación fomentadas por Solano; pero este período no duró mucho y tan pronto ejercieron mecanismos de dominación y sometimiento, los indígenas de las diferentes naciones se resistieron ante estas formas de opresión colonial. Como continuidad en su estrategia de expansión, Solano promovió otros ciclos fundacionales en la región Alto Orinoco. Entre 1759 y 1760 edificó los fuertes de Buena Guardia de Nuestra Señora de Guadalupe en la desembocadura del Casiquiare en el Orinoco, y de San Carlos de Río Negro y San Felipe más abajo

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de la confluencia del Casiquiare con el Río Negro para crear una red de escalas entre las misiones jesuitas de Atures y el Río Negro. Estos puestos de avanzada también serían claves para el control de las fronteras españolas ante las incursiones que pretendieran efectuar los portugueses fuera de los términos establecidos en el Tratado de Madrid. Una vez en San Fernando de Atabapo, José Solano obtiene noticias por parte de unos indígenas maquiritares sobre la existencia de bosques de cacao por el Orinoco arriba y ordena que sean explorados esos territorios. Para ese período, Solano dispuso realizar tres exploraciones hacia el Alto Orinoco superior y el Río Negro. La primera en 1758 bajo la dirección del sargento Fernández de Bobadilla quien remontó más arriba del Casiquiare hasta los ríos Padamo y Ocamo en busca del cacao silvestre que los maquiritares habían reportado. La segunda, en 1759 a cargo del alférez de infantería Simón Santos López y el sargento Francisco Fernández de Bobadilla hacia el Río Negro con objetivos más políticos y militares con relación a la delimitación de las posesiones con los portugueses. La tercera entre 1759 y 1760, comandada por Apolinar Diez de la Fuente quien aparentemente llegó hasta el raudal de Guaharibos en la búsqueda del origen del río Orinoco. Sobre la segunda expedición que partió de San Fernando de Atabapo hacia Río Negro en agosto de 1759, sólo mencionaremos que el alférez Simón Santos López tuvo como propósito establecer contactos e instruir a los indígenas del Casiquiare, presumiblemente los darivazanas. En cambio Fernández de Bobadilla debía navegar hasta la aldea portuguesa de Mariuá y dar inicio a las negociaciones para la delimitación de los territorios, la cual constituía la finalidad principal de esta gran expedición. Fernández de Bobadilla finalmente llega a Mariuá (Barcelos) en octubre de 1759. Allí encontró a un grupo de soldados portugueses quienes le informaron que el general y los matemáticos habían esperado a la comitiva española durante cinco años y medio y que por falta de noticias se habían marchado (Fernández de Bobadilla 1999 [1759-1760]). Con ello, los españoles finalmente habían alcanzado el punto de encuentro en territorio portugués, desde donde comenzarían a trazar los límites territoriales entre las dos Coronas, acontecimiento que nunca sucedió. En relación con la primera y tercera expedición que tienen que ver directamente con la exploración al Alto Orinoco superior, resaltaremos en el siguiente apartado algunos referentes geográficos descritos en estas expediciones, los hallazgos en la búsqueda de los cacahuales silvestres, el aparente arribo español al raudal de Guaharibos, considerado el punto de origen de las fuentes del Orinoco, algunos contactos con los indígenas maquiritares (yekuana), y las implicaciones y representaciones que estas exploraciones tuvieron, posteriormente, entre viajeros del siglo XIX.

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En cuanto a los resultados de la Expedición de Límites, a pesar de los avances realizados por Solano hacia el punto de encuentro con los portugueses que se concretó finalmente con la llegada de Fernández de Bobadilla a Barcelos el 3 de octubre de 1759, la delimitación de las posesiones coloniales en América nunca se inició de manera oficial. En vista de las tensiones diplomáticas que existían entre España y Portugal a propósito de las irregularidades en los acuerdos limítrofes, la parte española dio por culminada esta expedición al firmar el Tratado de El Pardo el 12 de febrero de 1761, el cual prescribía que todo debía ser como si el Tratado de Madrid de 1750 nunca hubiese existido (Lucena Giraldo 1993: 223; Perera 2006: 233).

Los cacahuales silvestres y las fuentes del Orinoco Con la segunda ola expansiva de la Expedición de Límites se producen las primeras exploraciones españolas hacia el Alto Orinoco superior con la finalidad de ubicar cacahuales silvestres, identificar y registrar las vías fluviales que los llevarían a encontrar el origen de las nacientes del río Orinoco, reconociendo las zonas del Padamo y del Ocamo, y contactar algunas «capitanías de indios maquiritares». Para aquel tiempo, la posibilidad de encontrar sembradíos de cacao o cualquier otra especie o cultivo viable para comercializar resultaba imperiosa para incrementar las actividades económicas de la Corona. Recordemos que para mediados del siglo XVIII, el cacao (Theobroma cacao) era un producto proveniente de algunas colonias americanas con gran demanda en España. En Venezuela, la Compañía Guipuzcoana era la casa que monopolizaba el comercio de este fruto. Entre sus planes, la Compañía promovía la exploración de los territorios en la búsqueda del cacao, y la Expedición de Límites era una empresa expansiva que abriría rutas para la consecución de nuevas áreas de cultivo de este fruto (Ramos Pérez 1946). Con la intención de hallar nuevos sembradíos de cacahuales para ser explotados, varias expediciones fueron organizadas durante y después de la Expedición de Límites en busca de este recurso tan importante para el desarrollo económico de España en aquel tiempo. En función de alcanzar los objetivos anteriormente señalados, el tercer comisario José Solano ordena la expedición en 1758 con el fin de verificar las noticias dadas por los maquiritares sobre la existencia de cacao silvestre Orinoco arriba. El sargento Francisco Fernández de Bobadilla es el encargado de hacer el reconocimiento del área en busca de este fruto y de ubicar a unos «negros cimarrones» escapados de las posesiones holandesas que aparentemente habían huido hacia esa región. Las fuentes documentales demuestran que esta expedición de

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1758 fue la primera en recorrer el Orinoco más arriba de la boca del río Casiquiare hacia las fuentes del Orinoco (Ramos Pérez 1976). De este viaje, Fernández de Bobadilla obtuvo por primera vez algunas noticias sobre los ríos Padamo y Ocamo, desconocidos hasta esa fecha por europeo alguno: «[...] el año de 58 me embio V.S. a ver y reconocer si era cierto lo que informaban los Indios de que había mucho cacao en el alto Orinoco, Paamo y sus riberas, fui solo a ver si era cacao y llevando tiempo limitado por ciertas diligencias que abia que hacer, llegue el primero arriba de Padamo, cogí lo que pude para muestra y algunas Almendras y me volví» (En: Altolaguirre y Duvale 1954: 306). Aunque Fernández de Bobadilla logró identificar algunos cacahuales silvestres y recolectar unos pocos frutos como muestras botánicas, sobre los negros fugitivos de las colonias holandesas «no logró encontrar ninguna pista» (Lucena Giraldo 1993: 195). Con esta expedición, Fernández de Bobadilla inaugura las incipientes exploraciones españolas al sureste del Orinoco y establece los primeros contactos con algunos indígenas maquiritares del río Padamo. Es posible que también con este viaje de Fernández de Bobadilla, tiempo después, Alejandro de Humboldt diera inicio a una matriz de interpretaciones erróneas en cuanto a los objetivos de esta primera exploración y el supuesto enfrentamiento con los indios guaribas. Estos viajes de Fernández de Bobadilla e interpretaciones de Humboldt los analiza con minuciosidad Ramos Pérez (1946, 1976). Sobre los yanomami, conocidos como guaribas o guaharibos no se ha encontrado ningún documento sobre esta expedición que dé cuenta de algún encuentro o referencia sobre ellos, como lo hizo creer Humboldt. Lo que sí se comprueba es la existencia de arboledas de cacao silvestres que son reportadas ante el comandante Solano en San Fernando de Atabapo. Una segunda expedición española hacia el sur del Orinoco fue organizada por Solano entre 1759 y 1760. Ésta estuvo comandada por Apolinar Diez de la Fuente, quien recorrió el Padamo y el Ocamo, remontó el Orinoco presumiblemente hasta lo que hoy se conoce como el raudal de Guaharibos y continuó el reconocimiento de los cacahuales a solicitud de José Solano. Existe el registro de otras expediciones, posteriores, a cargo de Fernández de Bobadilla en 1764 y en 1765, las cuales no tuvieron que ver con la Expedición de Límites. Su propósito, una vez más, fue el de recolectar frutos de cacao e instruir a los indígenas de la región de acuerdo a los designios del rey de España (Fernández de Bobadilla 1964 [1765]), la cual comentamos en el último apartado de este capítulo. En cuanto a la segunda exploración, el comisario José Solano ordenó al instrumentista Apolinar Diez de la Fuente salir en comisión desde San Fernando

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de Atabapo el 3 de diciembre de 1759 hacia el sureste por el Orinoco. Al analizar los fines de esta exploración24, observamos que se enmarcaba dentro de los propósitos secundarios de la Expedición de Límites, al continuar con las estrategias de expansión de la frontera colonial hacia los territorios que aún no habían sido conquistados por los españoles. La expedición de Diez de la Fuente tuvo una diversidad de objetivos en el orden económico, geográfico y poblacional. Buscaba, en primer lugar, reconocer los cacahuales silvestres que el sargento Fernández de Bobadilla había localizado el año anterior (1758) en los ríos Padamo y Ocamo, pero también pretendía explorar las márgenes y cabeceras del río Orinoco, establecer contacto con las «naciones indígenas» para su reducción y adoctrinamiento, ubicar lugares aptos para la fundación de pueblos de indios y españoles, y construir un fuerte cerca de la boca del Casiquiare (Diez de la Fuente 1954: 289 [1760a]) para la defensa de las poblaciones del Orinoco ante las posibles incursiones de los indígenas de Río Negro. Sobre esta exploración reconstruimos algunos aspectos relevantes que distinguimos en dos etapas. La primera da cuenta del recorrido que esta expedición hace por el Orinoco hasta la boca del Casiquiare, el establecimiento de relaciones con algunas capitanías maquiritares en el Padamo y el reconocimiento de los cacahuales silvestres. La segunda está relacionada con la navegación fluvial para llegar hasta el origen del Orinoco y la referencia que este explorador hace sobre los «indios guaribas». Sobre el recorrido fluvial, Diez de la Fuente remonta el Orinoco con una escolta compuesta por soldados españoles, cinco de ellos habían estado en la expedición de Fernández de Bobadilla el año anterior25, e indígenas de varias naciones, entre ellos dos guaipunabis y un maquiritare en condición de «lenguaraces» que Para reconstruir el viaje de Diez de la Fuente al Alto Orinoco se utilizaron dos documentos coloniales que registran diversos detalles de esta expedición. El primero es la relación titulada Reconocimiento del Orinoco y del Río Negro en la confluencia de ambos, hecho por D. Apolinar Diez de la Fuente, por orden de D. Josef Solano, con el objeto de averiguar las naciones de indios, examinar el territorio y escoger el sitio para el establecimiento del fuerte que aparece publicado en Altolaguirre y Duvale (1954: 289-304). El segundo es un manuscrito titulado Relación de los descubrimientos del Alto Orinoco, ríos que en él entran y particularidades en todo el país, 1759, el cual consta de siete folios y está ubicado en la Biblioteca Nacional de Madrid, España e identificado con el número 11.265. Aunque ambos documentos relatan el viaje de Apolinar Diez de la Fuente, sus recorridos, hallazgos e impresiones sobre la región y los pueblos indígenas que encontró, cada uno aporta elementos distintivos, sobre todo en lo que respecta a la ubicación del nacimiento del Orinoco y las referencias en torno a los «indios guaribas». Existe un tercer documento sobre esta expedición titulado Relación del Alto Orinoco ubicado en la Real Academia de la Historia, Colección Muñoz 9/4807, Madrid, España, del cual no tuvimos acceso directo, pero encontramos algunos extractos publicados en Lucena Giraldo (1993). 25 Estos soldados eran el cabo de escuadra Agustín Fernández, y los fusileros Joseph Gabriel Linares, Juan Marcos Zapata, Salvador Evora, Carlos Núñez y Christobal de Roxas (Diez de la Fuente 1954: 293), quienes además sirvieron de informantes a Diez de la Fuente, gracias a su sus recorridos por los ríos Orinoco y Padamo realizados el año anterior. 24

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sirvieron de intérpretes o traductores en la primera etapa de esta expedición. Diez de la Fuente sale de San Fernando, pasa por la nueva fundación de Santa Bárbara reconociendo los parajes para labranzas y otras actividades productivas, sigue por el Orinoco y registra la serranía Yacapana (Yapacana), la boca del río Yahu (Yahó), la boca de río Guanama, la boca del río Conoconoma (Cunucunuma) hasta llegar a la boca del brazo Casiquiare el 31 de diciembre de 1759 donde inspecciona el sitio para la construcción de un fuerte de acuerdo a las instrucciones emanadas por su comandante Solano. Una vez seleccionado el lugar donde se edificaría el fuerte de Buena Guardia frente a la boca Casiquiare, Diez de la Fuente continuó su recorrido Orinoco arriba en busca de los indios maquiritares hasta llegar a «un paraje donde su hermosa vista le llamó la atención» (1954: 293 [1760a]), en las cercanías de lo que hoy se conoce como el cerro Duida. De acuerdo a este explorador español, había en este lugar una gran sabana, morichales, arroyos y la tierra era adecuada para la cría de ganado y la labranza. Así mismo, este expedicionario creyó, por error, haber encontrado en ese lugar un «criadero de esmeraldas, acompañado de oro, el que advertí en un pequeño pedazo» (1954: 294 [1760a]). En un viaje posterior, este expedicionario fundó el 9 de noviembre de 1760 la población de La Esmeralda en ese mismo lugar. Aunque las descripciones de Diez de la Fuente sobre este sitio señalaban las buenas propiedades de ese lugar que contribuyeron a seguir fomentando la idea de un nuevo y posible Dorado, La Esmeralda pasaría a ser sólo un referente geográfico al ser considerado el último asentamiento de población mixta, criollo e indígena, del Alto Orinoco superior hasta mediados del siglo XX. En cuanto a la ubicación de las naciones de indios para la formación de pueblos y su adoctrinamiento, Diez de la Fuente tenía la intención de contactar a «los cabezuelas y capitanes» de la nación maquiritare ubicados en el río Padamo. En su relación describe un primer contacto con el capitán maquiritare Guarape (Guarapo) con quien intercambió bienes comestibles por objetos manufacturados y después con el capitán Guarena en el alto Padamo, luego de haber remontado este río por varios días. La finalidad de estos acercamientos era reducir y adoctrinar a estos indígenas, tal como lo indica en su relación: «[...] y lo que quería era que diesen obediencia y vasallaje a Su Majestad Catholica de las Españas, reconociéndole por su rey y Señor natural; y que se formasen en pueblos para que se les ensenase la Ley de Dios y entrasen por la puerta del Baptismo en el christianismo, sin el cual y sin conocimiento de Dios no se puede nadie salvar» (Diez de la Fuente 1954: 295 [1760a]). Ante lo cual, los maquiritares respondieron, según Diez de la Fuente que:

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«[...] a lo primero estaban prontos, y para lo segundo querían tiempo para hablar con los demás Capitanes, y sus parientes que, poblaban las cabeceras del Paddamo, y los tres Ríos que le entran» (Diez de la Fuente 1760b). En estos textos se destaca los encuentros y relaciones directas que estableció este viajero con los maquiritares del Padamo. Diez de la Fuente buscaba conseguir la confianza y aceptación de estos indígenas, como estrategia colonizadora para continuar con los propósitos de expansión en cuanto al poblamiento español, la sujeción de los indígenas y el resguardo de las fronteras, tal como lo había hecho Solano con los indios guaipunabis en el río Atabapo. Al respecto, este expedicionario justifica la presencia española en esa región ante los maquiritares diciéndoles que: «[...] el rey sentía mucho los agravios, que les hicieran los Caribes, y olandeses, esclavizando sus hijos, quitándoles sus mujeres, y los males que les hacían los de Rio Negro, y Casiquiare, que ya se trataba poner remedio y freno al orgullo de estas naciones tan malucas, que estuvieran seguros de que ya no vendrían los de Rio Negro a inquietarlos porque quedaba empezado un fuerte en la Boca del Casiquiare, con Artillería y soldados y no dejarían pasar ningún enemigo suyo…» (Diez de la Fuente 1760b). Sobre el reconocimiento de los cacahuales silvestres, gracias a la ayuda de los maquiritares, este expedicionario pudo ubicar una gran cantidad de árboles esparcidos irregularmente por todos esos bosques, los cuales Fernández de Bobadilla había reportado el año anterior en región del alto Padamo. Luego de reconocer los cacahuales del Padamo, y habiendo dejado órdenes a los maquiritares de recolectar sesenta mapires de cacao para cuando estuviera la cosecha, Diez de la Fuente se regresó al Orinoco y avanzó durante tres días más en dirección Orinoco arriba en busca de cacao más maduro. Como los cacahuales estaban igual de tiernos que los del Padamo, el expedicionario decidió regresar al Casiquiare y continuar con la construcción del fuerte. Una vez edificada la fortaleza, Diez de la Fuente emprendió viaje de regreso a San Fernando para reportarle a Solano sobre los avances de su misión y traer otros indios «lenguaraces» pues los dos que tenían habían desertado. Habiendo recorrido una cuarta parte de la distancia26, se encontró con el fusilero Juan Carlos Zapata que traía noticias del comandante Solano, quien le ordenaba «que teniendo ya concluido el Fuerte, pasara inmediatamente a hacer el reconocimiento de las cabeceras del Orinoco y de los cacaos de sus márgenes» (Diez de la Uno de los documentos de Diez de la Fuente (1954: 300 [1760a]) indica que había recorrido treinta leguas de navegación Orinoco abajo, en el otro (1760b) dice que había recorrido sesenta leguas cuando se topó con las embarcaciones que le había enviado Solano con nuevas instrucciones. Esto revela la variabilidad de sus apreciaciones en cuanto a las distancias que recorrían.

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Fuente 1954: 300 [1760a]). Sería esta exploración española la primera que tendría como fin oficial llegar hasta las fuentes del Orinoco. Así, este expedicionario emprende la segunda etapa de esta exploración Orinoco arriba el 17 de marzo de 1760 con el fin de: «[...] apear el nacimiento del Río Orinoco, y de todo formase Plan acompanando lo que no viese con las Relaciones de los Yndios tanto del curso de los ríos como de otras cosas particulares» (Diez de la Fuente 1760b). Este texto señala que además de trazar las primeras líneas cartográficas de las fuentes del Orinoco a partir de lo visto, Diez de la Fuente debía dar cuenta incluso de lo no observado de acuerdo a las informaciones suministradas por los indígenas sobre esos espacios. Este es un ejemplo de evidencialidad histórica que reconoce la importancia de los conocimientos que tenían los indígenas que acompañaban a los exploradores. Para lograr esta nueva misión, el expedicionario emprendió la navegación río arriba y llegó al puerto de los maquiritares en el Padamo con el fin de abastecerse de provisiones y dejar instrucciones a los indígenas sobre la cosecha de cacao. Siguió hasta la boca del río Ocamo donde reconoció más cacahuales silvestres sin madurar y navegando el Orinoco hacia el sur encontró unos árboles de yuvía (Bertholletia excelsa), de los cuales hace una amplia descripción (Diez de la Fuente 1760b). De igual forma, en su diario señala las distancias (en leguas) navegadas, los sitios donde pernoctaron, y las descripciones y relaciones que los indios acompañantes hacían sobre el origen del Orinoco y quienes lo habitaban, tal como lo había solicitado Solano. Si bien Diez de la Fuente, en esta segunda etapa del viaje, recorrió el Orinoco identificando árboles de cacao y de yuvía, relieves montañosos, raudales y curso del río hasta lo que él creyó era su origen, también hay que destacar que mucho de lo que él apunta sobre el origen del Orinoco provenía de los indígenas que encontraba a su paso y servían de informantes. En este proceso de adquisición de información sobre los cauces de los ríos es muy probable que Diez de la Fuente no entendiera del todo, por limitaciones lingüísticas de traducción e interpretación, las observaciones e indicaciones que le hacían los indígenas. Por otra parte, en la geografía imaginada de estos exploradores, permanecía la idea aún latente de la existencia de El Dorado, ubicado supuestamente en una gran laguna llamada Parima o Parime que era formada por el Orinoco. Así, por ejemplo, Diez de la Fuente al preguntar sobre el curso y las fuentes del Orinoco entendió que el Orinoco o Paraba tenía sus cabeceras en «las cercanías del Ventuari, Caura, Icuyuni y del Orinoco grande o Paruma» (1954: 301 [1760a]), según, dice él, le informaron

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tres naciones distintas de indios. Con estas primeras representaciones espaciales en torno al origen del Orinoco se fue creando una correlación entre lo que sería la ubicación de las fuentes de este río con la consecución de la laguna y, por lo tanto, la esperanza de encontrar el anhelado Dorado. Sobre los indígenas que allí habitaban, Diez de la Fuente tiene un encuentro en el Padamo con un «capitán de un caño próximo al Fuerte [en el Casiquiare], llamado Yoni» a quien: «Por interlocución de un indio Urumanavi le pregunté si avian navegado por el Orinoco hasta sus caveceras, y me respondieron que sí: y que avian ido á guerra contra los Guaribas, que eran muy guapos y valientes: que no fuera yo allá, porque me matarían con toda mi gente, por ser Indios que no admitian amistad con ningún

género de Indios» (1954: 301 [1760a])27.

Según esta cita, Diez de la Fuente reconoce que otros indígenas ya habían navegado el Orinoco hacia sus nacientes. No obstante, los viajes que hacía un europeo por estas tierras remotas y desconocidas eran propicios para ganar prestigio y este expedicionario debía hacer gala de ello. Al referirse a los topónimos de la zona, él señala en su relación: «Estos nombres poníamos porque por aquí nunca avían pasado españoles, ni aun Yndios avían navegado, y los indios que yo llevaba iban muertos de miedo, por miedo a los indios Guaribas, que habitaban estas Serranías, nación que no da quartel, a ningun otro indio» (Diez de la Fuente 1760b). Estas citas indican que el expedicionario describió estos parajes, el curso del Orinoco y a los indios guaribas gracias a las informaciones obtenidas por el tal capitán Yoni28 (Diez de la Fuente 1954: 301 [1760a]), quien presumiblemente era un indio darivazane del Casiquiare. Sería este indígena quien le describió las márgenes y las nacientes del Orinoco, las cuales dejó representadas en su mapa de una parte del Alto Orinoco de 1760 (Figura 11). Se sobreentiende que estas noticias las obtuvo por medio de las traducciones que hiciera un indio «lenguaraz» de la nación urumanavi al español. Con esto queremos destacar, que la primera referencia que se hace sobre los indios guaribas (yanomami) en un documento colonial, proviene de una narración que recoge Diez de la Fuente de otros indígenas quienes, aparentemente estaban en conflicto con los guaribas.

El resaltado es nuestro. En la versión del documento de 1760, Diez de la Fuente señala a un capitán indígena llamado Une. Creemos que se trata del mismo indígena Yoni que este explorador encontró en el Padamo y le sirvió luego como guía e informante clave.

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Figura 11 Mapa del Alto Orinoco, Apolinar Diez de la Fuente, 1760

Finalmente el día 11 de abril de 1760, llegaron hasta lo que este explorador consideró el nacimiento del Orinoco, que aparentemente se trató del raudal de Guaharibos29 (Figura 12 a y b). Él señala que habiendo llegado al deseado fin del Orinoco, este tiene su origen: «Por detrás de toda esta Serranía, y cordillera de Montañas, corre el río Paruma, Parime u Orinoco Grande, que de estas tres maneras le llaman los indios, y haciendo Este raudal está ubicado aproximadamente a 220 km. de las cabeceras del Orinoco. En idioma yanomami se conoce con el nombre de Karepë-pora.

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Figura 12 - a Raudal de Guaharibos, Alto Orinoco, 2013

Fotografía: David Good.

una laguna rebalsada en medio de estas montañas, ocasionado de los continuos aguaceros de que esta tierra tan monstruosa nunca está libre» (Diez de la Fuente 1760b). Sobre el reconocimiento del nacimiento del Orinoco, Diez de la Fuente sugiere en su relación que llegó a un punto de la navegación en el cual no pudo continuar por la barrera que creaba la serranía que impedía todo progreso ulterior. Detrás de esa montaña se encontraba la gran laguna Parima desde donde corría sus aguas hacia el noreste, supuestamente, formando el río Paruma o también llamado Orinoco Grande hasta las cabeceras de los ríos Ventuari y Cunucunuma30. Con esta descripción y el mapa donde Diez de la Fuente traza presuntamente la Nos llama la atención la descripción realizada por Diez de la Fuente en cuanto a su imposibilidad de continuar navegando por el Orinoco porque se lo impedía una barrera creada por esa serranía. De acuerdo a nuestra experiencia de campo y recorridos por el raudal de Guaharibos, no existe tal accidente geográfico (la serranía) en el punto que señala este expedicionario. La continuidad del curso del Orinoco río arriba es claramente evidente. Presumimos, en todo caso, que al haber remontado este tramo del río durante el mes de abril, que corresponde a un mes de sequía, se le hizo francamente difícil traspasar el raudal de Guaharibos.

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2°15'0''N

2°20'0''N

Figura 12 - b Imagen satelital landsat del raudal de Guaharibos, Alto Orinoco, 1999

64°40'0''O

Ubicación del raudal de Guaharibos

64°35'0''O

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Figura 13 Mapa de José Solano indicando la ubicación del Lago Parime con respecto al Orinoco, 1763

ubicación del origen del Orinoco, se crean nuevas nociones cartográficas del Alto Orinoco superior que estarían provistas de concepciones tergiversadas sobre el curso de este río, las cuales fueron reproducidas y ampliadas en otras cartas como lo evidencia el mapa de Solano de 1763 donde destaca el origen del Orinoco en el gran lago Parime (Figura 13). Sobre el recorrido por el Orinoco hasta el punto que consideró su nacimiento menciona el paso por raudales o cataratas pero en ningún momento identifica al raudal de Guaharibos con ese nombre. Aunque uno que otro expedicionario pudo traspasar este raudal con grandes dificultades a finales del siglo XIX, este hito se convertiría hasta mediados del siglo XX en la barrera infranqueable en la búsqueda de las cabeceras del Orinoco. En cuanto al establecimiento de relaciones con las poblaciones locales, vemos que las narraciones de Diez de la Fuente están complementadas con informaciones y noticias que obtuvo por medio de «varios indios» que fueron traducidas

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por «lenguarezes», quienes le sirvieron de intérpretes. Sin embargo, dudamos de la fluidez lingüística que pudieran haber tenido estos indígenas del español debido al poco tiempo de contacto sostenido con los europeos hispanos. Indistintamente, hay que enfatizar que desde el principio, los indígenas adoctrinados tuvieron un papel relevante en el proceso de expansión colonial, que a su vez permitió a los españoles establecer contactos con otras poblaciones de la geografía del Alto Orinoco. Tal es el caso de los maquiritares del río Padamo, con quienes los expedicionarios europeos tuvieron encuentros directos, intercambios de información y bienes, y establecieron unas primeras alianzas, lo cual les permitió continuar en su avanzada colonial para ese período. Estas coincidencias espaciales y temporales entre los sujetos resultaron en formas de interacción social en zonas de contacto que proporcionaron al colonizador un conocimiento sobre ese Otro indígena, y por lo tanto una aproximación directa para establecer mecanismos de reducción y adoctrinamiento. En cambio, aquellos pueblos que aún no habían sido contactados pero que se tenía referencia de ellos, constituían casos que estimulaban la creación de ideas distorsionadas y especulaciones sobre su condición rebelde y guerrera. Es así como se entretejen las primeras representaciones coloniales sobre ese «indio guariba» (yanomami).

Los equívocos en torno a los viajes de Fernández de Bobadilla De los viajes de Fernández de Bobadilla al Alto Orinoco se inicia, tiempo después, la primera gran confusión histórica sobre la ubicación de las fuentes del Orinoco y los supuestos enfrentamientos con los yanomami conocidos en aquel entonces como «guaribas», «guaribas blancos», «guaharibos» o «guiacas». Sería el barón Alexander von Humboldt quien difundiría estos eventos sobre unos choques violentos con este expedicionario español, los cuales fueron fuertemente cuestionados a mediados del siglo XIX por viajeros como Francisco Michelena y Rojas (1989 [1867]), entre otros31. Estas reconstrucciones y conjeturas históricas realizadas por Humboldt sobre los viajes de Fernández de Bobadilla, los cuales exponemos a continuación, resultaron ser interpretaciones equivocadas sobre el nacimiento del Orinoco y los supuestos encuentros violentos entre españoles y guaharibos. En un texto intitulado «Una afirmación de Humboldt tenida por error, en relación con una expedición secretamente encaminada a la expulsión de los holandeses de la Guayana», Ramos Pérez (1976: 675-680) hace un análisis detallado de los viajes de Fernández de Bobadilla y cuestiona las interpretaciones de Humboldt con relación a las intenciones expedicionarias de este español.

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Sobre la exploración de Fernández de Bobadilla de 1758 hacia el Alto Orinoco superior, Humboldt en su Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente publicado en 1807 hace varias afirmaciones sobre esta exploración que son confusas e inexactas. La primera de ellas es que asevera que fue «una expedición militar que el comandante del fortín de San Carlos, don Francisco Bobadilla, había emprendido para descubrir el nacimiento del Orinoco, [que] proporcionó conocimientos muchos más circunstanciados acerca de las cataratas de Guaharibos» (Humboldt 1985, IV: 380 [1807]). La segunda refiere a un supuesto ataque que los indios guaharibos y guaicas propiciaron contra esta expedición: «Bobadilla llegó sin dificultad hasta el pequeño raudal 32 que está frente al Geheta: pero, como había avanzado hasta los pies del dique de piedras que forma la gran catarata, fue atacado inopinadamente, mientras almorzaba, por los indios Guaharibos y Guaicas, dos tribus guerreras y célebres por la actividad del curare, con que sus flechas están envenenadas. Los indios ocupaban las piedras que se alzan en medio del río. Viendo a los españoles sin arco y no teniendo ninguna noción acerca de las armas de fuego, provocaron a los hombres que creían sin defensa. Muchos blancos fueron peligrosamente heridos, y Bobadilla se vio obligado a combatir. Hubo una espantosa carnicería entre los naturales, pero no se encontró ningún negro holandés de los que se creían refugiados en esos lugares» (Humboldt 1985 IV: 380 [1807]). Sin embargo, como ya se señaló, ésta primera exploración de Fernández de Bobadilla tuvo sólo como objetivo reconocer los cacahuales silvestres de los ríos Padamo y Ocamo y seguir el rastro de unos negros cimarrones huidos, mas no intentaba ubicar el nacimiento del río Orinoco. En cuanto al violento encuentro con los guaharibos no existe referencia alguna en los documentos coloniales que se han hallado en los archivos históricos que informe detalles sobre este episodio. Esa «espantosa carnicería» que narra Humboldt fue considerada como un error por Michelena y Rojas (1989: 190 [1867]) y luego por otros exploradores como Koch-Grünberg (1982 III: 245246 [1724]). Michelena y Rojas indicó que Humboldt había inventado tal viaje de Bobadilla y que había sido Diez de la Fuente quien por primera vez había logrado penetrar más allá del Casiquiare entre 1759 y 1760. Al respecto Michelena y Rojas también confundió los viajes de Fernández de Bobadilla, al guiarse solamente por la relación histórica que el viajero español hizo en 1764. Ramos Pérez fue el primer historiador en advertir todo este enredo de fechas y exploraciones:

Según Humboldt, esta catarata la llamaban raudal de Abaxo en contraste con el gran raudal de Guaharibos, el cual se localiza más arriba en el Orinoco, hacia el este.

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«Como vemos, quien está en un error es Michelena, ya que los viajes que se hicieron al alto Orinoco fueron, el primero, en 1758, por Bobadilla; el segundo, en 1759-60, por Apolinar Diez de la Fuente; el tercero desconocido hasta ahora, en 1761, por Apolinar Diez también, y el cuarto, en 1764, por Bobadilla, y que ya no tiene nada que ver con la Expedición de Límites» (1946: 323). En cuanto a los relatos de Humboldt sobre el aparente reconocimiento que realizó Fernández de Bobadilla del raudal de Guaharibos y del supuesto enfrentamiento contra los indios guaribas blancos o guaicas, Michelena y Rojas lo describió como «falso y exagerado» (1989: 190 [1867]). Así, lo señala posteriormente Tavera Acosta (1984: 90 [1906]) quien considera algunas afirmaciones de Humboldt como «errores etnológicos» a lo largo de su recorrido por el Orinoco. Si este enfrentamiento hubiese sido cierto, Diez de la Fuente lo hubiera mencionado en su relación del Alto Orinoco de 1759-1760 (1954: 289304 [1760a]). Así mismo, el comandante Solano lo hubiera señalado en sus crónicas y relaciones de la Expedición de Límites por la relevancia del hallazgo geográfico que representaba haber remontado hasta las supuestas nacientes del Orinoco en el raudal de Guaharibos, y no fue así. Por otro lado, parece muy extraño que si Fernández de Bobadilla hubiera llegado hasta el mencionado raudal en 1758, no lo hubiese señalado o comentado en su relación de 1764 cuando remontó hasta el río Mavaca (Fernández de Bobadilla 1964: 394). De acuerdo a estas confusiones, omisiones o equívocos en cuanto a lugares, fechas, y encuentros, Humboldt exageró y especuló sobre lo que sucedió en este primer viaje de Fernández de Bobadilla. La enunciación que hiciera Humboldt, como intérprete, de estos supuestos encuentros violentos entre Bobadilla y los guaharibos resultaría en un equívoco que tuvo una significación determinante en la posterior construcción de las alteridades yanomami. Esto trajo como consecuencia, que los viajeros que siguieron a Humboldt durante el siglo XIX en busca de las cabeceras del Orinoco repitieran en sus crónicas ese ficticio enfrentamiento entre la expedición de Fernández de Bobadilla de 1758 y los indios guaicas y guaharibos. Estas narraciones de Humboldt dieron origen a la creación de la imagen de los temibles guaharibos quienes supuestamente impedían traspasar el raudal que lleva su mismo nombre hasta las cabeceras del Orinoco. La expedición de Humboldt al Alto Orinoco superior será abordada de manera más amplia en el próximo capítulo.

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Guaribas, guahibas blancos o guaharibos Aunque en la actualidad, un buen número de comunidades yanomami están asentadas en las orillas de los ríos Padamo, Ocamo, Mavaca, Manaviche, Orinoco y otros afluentes hasta la sierra Parima, hace aproximadamente tres siglos gran parte de este territorio estuvo ocupado por otras poblaciones indígenas de procedencia arawaka y posiblemente caribe. De acuerdo a las referencias históricas y orales, se presume que para el siglo XVIII esa subregión que comprende la boca del Casiquiare y algunos afluentes del Alto Orinoco superior estuvo habitada por indígenas de la confederación madávaka (Vidal 1993: 179) de filiación arawaka. Por lo tanto, las redes fluviales por donde remontaron las primeras exploraciones europeas al Alto Orinoco durante la colonia, no eran precisamente las áreas por donde transitaban cotidianamente los yanomami en aquel entonces. Sin embargo, los registros coloniales dan cuenta, de manera nominal, de la existencia de estos indígenas quienes fueron ubicados espacialmente en áreas que eran aún desconocidas para los españoles. Para mediados del siglo XVIII, el territorio donde moraban inicialmente los yanomami debe ubicarse por consiguiente más arriba del raudal de Guaharibos hacia las cabeceras del Orinoco y la sierra Parima (Cocco 1972; Wagner & Arvelo 1986; Lizot 1988), haciendo la salvedad de posibles migraciones esporádicas hacia el Orinoco y algunos de sus afluentes para eventuales actividades de cacería y recolección como lo señala Cocco (1972). No hay que confundir a los llamados «guaicas» del Alto Orinoco con los denominados «guaicas de Guayana» que fueron asentados y adoctrinados por los misioneros capuchinos catalanes entre 1755 y 1785 en los pueblos de misión del Caroní y el Cuyuní (Carrocera 1979). Estos «guaicas de Guayana» son de filiación caribe y en tiempos más recientes han sido conocidos como los indígenas akawaio (OCEI 1985). La Expedición de Límites tuvo corolarios geoestratégicos relevantes para la posterior expansión y fortalecimiento de la Corona española en la provincia de Guayana. Con el establecimiento de los nuevos poblados en la región Alto Orinoco, se fundó la Comandancia General de las Nuevas Poblaciones del Alto Orinoco y Río Negro en 1762, como una instancia dependiente de la provincia de Guayana. Dado que los espacios fluviales entre el Orinoco y el Amazonas eran difíciles de ser ocupados por los hispanos, la nueva comandancia serviría, inicialmente, como estímulo para promover el poblamiento español en esos territorios y para frenar las incursiones de otros europeos y de los indígenas caribes (González & Donís 1989: 105; Perera 2006: 269).

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Para esos tiempos post Expedición de Límites, José Solano, quien actuaba entonces como gobernador y capitán general de Venezuela desde 1763, había emprendido nuevamente la tarea de fomentar la búsqueda de nuevos recursos naturales entre ellos el cacao en la Guayana. Por consiguiente, luego de la Expedición de Límites, otras exploraciones coloniales tuvieron lugar hacia el Alto Orinoco superior con el propósito de seguir buscando frutos silvestres, principalmente cacao, y reducir a las poblaciones indígenas para que estuviesen sujetas a los designios de la Corona española. Fue casualmente Fernández de Bobadilla el encargado de esas exploraciones por el Orinoco para el reconocimiento de los cacahuales (Fernández de Bobadilla 1999 [1764], 1964 [1765]). Es durante esta etapa de finales del siglo XVIII que algunas relaciones coloniales registran a los yanomami como indios «guiacas», «guaribas», «guahibas blancos» o «guaharibos». Estas denominaciones comienzan a aparecer en los documentos de la época de manera referencial o marginal con respecto a otros pueblos indígenas con quienes los españoles habían establecido relaciones e intercambios más directos como los maquiritares del río Padamo. Para los colonizadores españoles, los maquiritares, fueron vistos, en un principio, como «indios mansos y dóciles» (Caulin 1987: 132 [1779]), a diferencia de otros indígenas que no se dejaban «instruir» o ni siquiera advertir, como pudo haber sucedido con los yanomami para aquel tiempo. Hay que hacer notar que fue con los informes y relaciones de la Expedición de Límites al Alto Orinoco que otros relatores o escribanos registraron una ubicación relativa de los guiacas y guaharibos en textos y mapas, mientras daban cuenta de los hallazgos y alcances de esta comisión de límites. Por ejemplo, el Padre Antonio Caulin, quien fuera capellán de la Expedición de Límites, remontó el Orinoco sólo hasta el raudal de Atures (Tavera Acosta 1984: 97 [1906]) pero hace descripciones del Alto Orinoco superior y sus pobladores. Se presume que toda la información restante sobre el Orinoco arriba la compiló de las relaciones, diarios y cartas de los expedicionarios y demás informes de la Expedición de Límites. En su capítulo sobre la descripción del «río Orinoco y su origen, sus afluentes y las naciones indígenas que habitaban en esa región», Caulin (1987: 103-132 [1779]) señala por primera vez a los «indios guaribas blancos»: «Por la orilla del Sur [del Orinoco] recibe á poca distancia del antecedente al Rio Omaguáca [Mavaca], que viene de los cerros de Turaguaáca, que trae consigo otro pequeño llamado One, en cuyas cabeceras vive la Nación de los Indios Guaribas de color blanco como los Españoles, cuyo Capitan se llama Oni, de quien tomó el nombre del Rio de su habitación» (Caulin 1987: 129 [1779]).

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Caulin, en esta cita, hace alusión a la ubicación de los «indios guaribas» por el río Mavaca, nombra a uno de sus capitanes, e incluso precisa una de sus características físicas cuando los describe como indios de piel blanca y los compara con los mismos españoles. Si bien sobre la ubicación de los «guaribas» pudo haber conseguido información en los diarios de los viajeros de la Expedición de Límites, resulta especulativo que este misionero refiera a un elemento de carácter fenotípico sobre estos indios, cuando hasta ese entonces no había indicios de que se hubiese producido un contacto directo entre los españoles y los «guaribas». Sobre ese «capitán Oni», creemos que se trataba más bien del «capitán Yoni» o «Une» encontrado en el Padamo en 1760 por Diez de la Fuente y que resultó ser su informante clave con respecto al curso del Orinoco hasta sus nacientes donde se formaba un gran lago. De acuerdo a esta relación (Diez de la Fuente 1760b), este capitán Yoni, Une u Oni fue quien le alertó también sobre los peligrosos indios guaribas que habitaban en las serranías de esa zona. Se deduce, por consiguiente, que estas descripciones de Caulin procedían de otras fuentes o de testimonios, en las cuales los rumores o las noticias imprecisas eran repetidas sin haber sido comprobadas de facto. Por su parte, los cartógrafos de la época como Cruz Cano y Olmedilla en 1775 y Luis de Surville en 1778 (Figuras 14 y 15) ubican a los «indios guahibas blancos» en el «país de los Cacaguayes», entre los ríos Orinoco, Siapa y Mavaca y cerca de un lago que ellos identifican como el «Lago Parime» desde donde supuestamente vierten las aguas para el nacimiento del Orinoco. Ante la incertidumbre del origen de las cabeceras del Orinoco, la cartografía colonial discurría y recreaba imágenes en torno a los territorios selváticos, los cursos de los ríos y las poblaciones indígenas con la escasa información que habían obtenido de estas primeras exploraciones al Alto Orinoco. En 1764 Fernández de Bobadilla, por orden del coronel don Joaquín Sabas Moreno de Mendoza, gobernador de la provincia de Guayana, remonta de nuevo el Orinoco desde Angostura hasta el Alto Orinoco para registrar y recoger frutos de cacao, instruir y reducir a los indios que habitaban esas regiones, y traer de regreso a algunos capitanes de las naciones indígenas maquiritares, amuisana, urumanavis y guaipunabis ante el gobernador (Fernández de Bobadilla 1964: 387-398 [1765]). En este largo recorrido por el Orinoco cruza los raudales de Atures y Maipures y navega el Orinoco río arriba indicando los poblados que la Expedición de Límites había fundado como San Fernando de Atabapo, Santa Bárbara y La Esmeralda hasta llegar a la desembocadura del Padamo. De allí, navega este río hasta la boca del Cuntinamo en busca, nuevamente, de árboles de cacao y el reconocimiento de las tierras que pudieran ser cultivables para sembrar este fruto. En este trayecto por el Padamo, Bobadilla llega al asentamiento maquiritare del capitán Guarapa y su

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Figura 14 Mapa de América Meridional, Cruz Cano y Olmedilla, 1775

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Ubicación de los indios guahibas blancos y el lago Parime según Cano y Olmedilla.

gente, quienes lo «recibieron muy gustosos por ser mi camarada y porque es toda la nación muy dócil» (1964: 390 [1765]). Continuó su viaje Padamo arriba y llegó hasta la aldea maquiritare del capitán Guarena, hermano de Guarapa en busca de más frutos de cacao. Allí, este expedicionario se encontró, aparentemente, con indígenas macos que estaban haciendo intercambio comercial con los maquiritares y celebraban una fiesta con música de «trompas y obóes». Algunos macos, ante la llegada de los europeos huyeron «por no haber visto jamás españoles» (Fernández de Bobadilla 1964: 391 [1765]). Estos macos, según Migliazza (1972: 371) probablemente eran indígenas piaroa. En su tarea de registrar y recolectar más cacahuales desciende por el Padamo hasta las orillas del Orinoco y de allí continua su viaje río arriba, pasa por la boca del Ucamo (Ocamo) y llega a un caño que llama Epige, conocido en la cartografía de la época como Ypige o Idige el cual indica tiene su boca al norte del Orinoco.

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Figura 15 Mapa Corográfico de la Nueva Andalucía, Luis de Surville, 1778

De este recorrido podemos identificar algunos aspectos importantes con referencia al reconocimiento de este sector del Alto Orinoco superior. Luego de pasar el río Ucamo (Ocamo), Bobadilla continúa la identificación de los cacahuales para precisar la concentración de número de árboles de cacao en esa zona y advierte que llega hasta un «río llamado Umáguaca», el cual distinguimos que se trata del actual río Mavaca, y de allí regresa río abajo por el Orinoco por no tener suficientes provisiones. Fernández de Bobadilla en su afán por encontrar cacahuales silvestres también localiza y describe unos árboles «muy grandes como nogales» con unas frutas parecidas a la nuez que había visto en su viaje de 1758 cuando recorrió el Orinoco más arriba del Padamo. Se refería a los árboles de yuvía (Bertholletia excelsa) que previamente había encontrado. A este respecto Bobadilla señala que: «Ya había visto estos árboles en año de 58 [1758] que de orden de don José Solano, comisario de límites, fui a reconocer si era cacao todo lo que informaban los indios, mas

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Ubicación de los guahibas blancos en el país de los Cacaguayes, según Surville.

luego llegué al primero, me volví, que era la orden que llevaba, y no descubrí más que cuatro. Ahora he visto mucho» (Fernández de Bobadilla 1964: 395[1765])33. De estas observaciones sobre el paisaje y los sembradíos de cacao hallados en el Alto Orinoco superior podemos argumentar que si Fernández de Bobadilla, en su relación de 1764, hizo referencia al viaje de 1758 con respecto al hallazgo de los árboles de yuvía, lo más lógico es que también mencionara, si así hubiese sido el caso, la navegación hasta el raudal de Guaharibos y el violento encuentro, que según Humboldt, sostuvo con los indios que allí se encontraban apostados. En esta relación del viaje de 1764, el expedicionario español no registra ni nombra este raudal. Tampoco menciona ningún encuentro con los guaharibos, guaribas blancos o guaicas ni hace referencia sobre ellos. Al no hacer Fernández de Bobadilla alusión a estos eventos en su diario, la tesis de Humboldt sobre los viajes de este expedicionario español hacia las fuentes del Orinoco queda rebatida una vez más. Otras informaciones sobre el Alto Orinoco y sus poblaciones indígenas provienen de José Antonio de Jerez, misionero capuchino y prefecto de las Nuevas Reducciones del Alto Orinoco y Río Negro, quien en compañía de Apolinar Diez de la Fuente y Francisco Fernández de Bobadilla remontaron el Orinoco entre 1765 y 1767 hasta La Esmeralda para asegurar el dominio español en el Orinoco. El resaltado es nuestro para indicar el punto desde donde regresó Fernández de Bobadilla.

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Una vez establecidos en este asentamiento, Diez de la Fuente construyó algunas casas para los indios, «[...] de las naciones Maquiritares, Catarapenes, Guapinabis y Macos, cuyo número, según relación de sus capitanes resultó: 600 Guapinabis, 160 Maquiritares, 100 Catarapenes, 2000 Macos y de las naciones Guajarivas, Guatapayanes, etc., 3 a 4000» (Jerez 1960: 191 [1768]). Según fray Jerez, estas dos últimas «naciones», los guajaribas y guatapayanes no concurrieron hasta donde estaban los expedicionarios por la distancia de sus moradas. De las otras naciones indígenas menciona que llegaron con cacao, mañoco, casabe y plátano solicitando, aparentemente, ser «poblados y mantenidos en seguridad» contra los ataques de los caribes y los holandeses (1960: 191 [1768]). En su recorrido por el Orinoco hasta «sus cabeceras al este», fray Jerez se asombra de los innumerables árboles de cacao y de la abundancia de sus frutos. Así mismo, advierte sobre la gran cantidad de yuvías que llama «yugas y almendrones», con las cuales «se mantiene la nación guajariba» (1960: 191 [1768]), y tienen la previsión de guardar el fruto cuando no pueden salir a recogerlas. A este respecto, compartimos la misma opinión de Cocco (1972: 45) quien señala que los yanomami no tienen tradición de almacenar alimentos, y que las yuvías que cosechan no les duran muchos días por su rápido consumo. Otros viajes hacia la región Alto Orinoco-Río Negro no se emprendieron hasta los años de 1775 por mandato del entonces gobernador de Guayana, Manuel Centurión quien continuaba promoviendo sus ideas expansionistas sobre esta región (Centurión 1968 [1778]). Sin embargo, después del retiro de Centurión, el auge expansionista y colonizador que se había iniciado hacia esa región disminuyó considerablemente, logrando poblar sólo La Esmeralda en el territorio Alto Orinoco. El establecimiento de La Esmeralda, aparte de que tenía una razón comercial por ser el asentamiento más cercano para la explotación del cacao y otros frutos silvestres, también representaba un punto estratégico de avanzada con la apertura de un camino por tierra y agua que comunicaba el Alto Orinoco con Angostura, la capital de Guayana34. Si bien para 1773, La Esmeralda contaba con 192 habitantes, 29 casas, 143 cabezas de ganado y 2 haciendas de caña de azúcar, pocos años después de la partida de Centurión y hasta casi mediados del siglo XX, Esta conexión entre la región del Alto Orinoco con el Bajo Orinoco se hacía remontando el Padamo hasta llegar a las cabeceras del Ventuari, luego se cruzaba hasta el Erebato y de allí hasta la desembocadura del río Caura, en un recorrido que podía durar dos semanas (Perera 1982: 15). Fernández de Bobadilla (1964 [1765]) hizo referencia a esta conexión hasta el Caura, la cual le había sido informada por los maquiritares del Padamo en su viaje al Alto Orinoco en 1764.

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este asentamiento lograría subsistir «únicamente como un minúsculo y miserable poblado» (González del Campo 1984: 147). En cuanto a las referencias sobre los guaharibos en territorio portugués, Migliazza (1972) hace una relación de las expediciones por la cuenca del Amazonas y el Río Negro a partir de 1500 y da cuenta de la posible ubicación de los yanomami y de algunas de sus denominaciones referenciales. Sin embargo, estos datos no registran ningún contacto o encuentro con los guaharibos y a duras penas hace referencia a probables asentamientos yanomami hacia el alto Uraricoera, un río que es un importante afluente del río Branco que tiene sus cabeceras hacia la sierra Parima en el lado brasileño. La primera relación que registra una lista de pueblos indígenas que habitaban la cuenca del río Branco hasta el Uraricaá a finales del siglo XVIII es la que hace el coronel Manuel da Gamma Lobo de Almada. Si bien este expedicionario reportó en su descripción por el río Branco y sus tributarios «a los indios oaycas que habitan las sierras entre los ríos Majari y Parime» (Lobo de Almada 1861: 676 [1787]), estos no eran guaharibos sino «indios guaicas» de filiación caribe como bien lo señala Migliazza (1972: 362). Estos «indios oaycas», con frecuencia se trasladaban desde el Caroní hasta los ríos Parime y Majarí (Amajarí), afluentes del Bajo Uraricoera en territorio portugués. Posteriormente, otros viajeros portugueses utilizaron y repitieron los términos recolectados por Lobo de Almada (1861 [1787]) para designar a los grupos indígenas de la zona del río Branco. Durante mucho tiempo se pensó erróneamente que estos «oaycas» (caribes) eran los mismos guaharibos del Alto Orinoco. En cuanto a las apreciaciones de otras naciones indígenas sobre los guaribas blancos (guaharibos) no hay que olvidar que si bien existía un práctica compleja de relaciones comerciales y de intercambio entre los grupos indígenas del Orinoco35, también eran frecuentes las guerras y los conflictos interétnicos, entre otras razones, por el acceso a los recursos de estas poblaciones orinoquenses. Tensiones que se acentuaron en algunos casos con la presencia de los europeos en la región Alto Orinoco y la intensa cacería de poitos realizada por los caribes para los holandeses que abarcó desde el delta del Orinoco hasta las cabeceras del Caura, el Caroní y el alto Parime (Carrocera 1979 I: 372). Todos estos factores, pudieron haber incidido para que los guaharibos mantuvieran una actitud de beligerancia ante posibles ataques de otros pueblos indígenas, especialmente de los caribes. Así mismo, con su aislamiento y alta movilidad, los guaharibos se mantuvieron por largo tiempo fuera del alcance de los conquistadores europeos. Esta red de relaciones interétnicas ha sido definida por algunos autores como «el sistema de interdependencia regional del Orinoco» (Arvelo-Jiménez, Morales Méndez & Biord Castillo 1989).

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Explorando el Orinoco colonial

Algunas conclusiones Se puede resumir que estas primeras expediciones a la región del Alto Orinoco hasta finales del siglo XVIII por parte de los europeos tuvieron como principales propósitos: 1) precisar los límites territoriales de la provincia de Guayana con respecto a las posesiones portuguesas, 2) ubicar los cacahuales silvestres, 3) adoctrinar y poblar a las naciones de indios, entre ellas a los maquiritares, y 4) remontar y ubicar el nacimiento del río Orinoco. Sin embargo, sólo de manera parcial se pudo lograr los tres primeros objetivos ya que la Expedición de Límites tuvo que ser interrumpida por las discrepancias diplomáticas entre España y Portugal concernientes al Tratado de Madrid. En cuanto a los indios guaribas, guaharibos o guaicas, no se han encontrado documentos históricos que den cuenta sobre algún encuentro ni pacífico ni aguerrido entre estos indígenas y los europeos para este período. Su ubicación y ciertas descripciones como la de indios indómitos asentados en las cabeceras del Orinoco son conocidas sólo por referencias o evidencias de otras «naciones de indios» como los maquiritares y los darivazanas con las cuales no tenían buenas relaciones como lo señala Diez de la Fuente en su registro de 1760. La evidencialidad histórica de las fuentes orales referida a los testimonios de otros indígenas en torno a los indios guaribas (yanomami) estaría permeada por las tensiones y conflictos interétnicos durante esta etapa de finales del siglo XVIII. En cuanto a sus primeras denominaciones de gentilicio, sólo se conocen los nombres externos con que eran llamados a los yanomami. Vale decir, los términos utilizados por otras «naciones de indios», los cuales fueron difundidos después por los exploradores europeos. Estas designaciones foráneas, por lo general eran de carácter peyorativo para referirse a los yanomami. Así, por ejemplo, encontramos el término guaharibo (guariba), que significa «araguato» en lengua tupí (Cocco 1972: 15), y que se generalizó entre otros indígenas para denominar a los yanomami. Por otra parte, los baré los llamaban comúnmente con el término de wajariwa (guahariba). En un testimonio que recoge Vidal (1993: 156) de un indígena baré menciona que había «indios wajariwas» que eran amigos y otros enemigos de los baré. A pesar de los registros de tipo nominal sobre los guiacas o guaharibos en documentos y mapas, ninguna de las crónicas o diarios coloniales que hemos analizado en este período hacen referencia a un contacto o encuentro directo con estos indígenas. Se entreteje así una primera trama de desencuentros que tendría repercusiones en el siglo siguiente de las exploraciones en cuanto a las representaciones de ese Otro yanomami.

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Finalmente, aunque Apolinar Diez de la Fuente pretendió haber encontrado las cabeceras del Orinoco, todavía seguía existiendo un espacio desconocido para los expedicionarios europeos que fue representado con la supuesta localización de la laguna Parime. Esa geografía ignota comienza a tener una estrecha relación con los indígenas guaribas o guaharibos, quienes fueron descritos como temibles y violentos que impedían, supuestamente, el avance de las expediciones hacia ese territorio. Para estos primeros exploradores españoles, los guaribas (guiacas) se convertirían en sujetos indeterminados que no habían sido vistos o encontrados pero se presumía de su existencia al habitar un espacio aún por conquistar. En todo caso, la expansión colonial española al Alto Orinoco trazó los primeros imaginarios geográficos de la región en la que referentes fluviales, cartográficos y poblaciones se fueron conformando en el pensamiento europeo sobre esta parte de Guayana. Es a partir de estas representaciones geográficas y esa materialidad del mundo desconocido que se constituye un cronotopo agreste donde converge la ubicación de las fuentes del Orinoco con la temporalidad de la existencia de los guaribas. Se origina entonces una relación mítica entre el espacio desconocido y estos «aguerridos indios» que habitaban ese territorio, del mismo modo como se originó el mito de El Dorado en la laguna Parima y sus enigmáticos habitantes. La diferencia radica en que en el Alto Orinoco sí se encuentran las cabeceras de este río y en ellas sí habitan los yanomami. Estas primeras impresiones de finales del siglo XVIII se repiten entre los demás expedicionarios con sólo algunas excepciones. Esta imagen del yanomami beligerante, se difundiría y mitificaría entre todos aquellos que se aventuraron a avanzar hacia las nacientes del río Orinoco hasta mediados del siglo XX.

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Capítulo IV Viajeros y exploradores del siglo XIX Hou K´ieou-Tsen decía: ¿cuál es el objetivo supremo del viajero? El objetivo supremo del viajero es ignorar a dónde va Lie-Tsen, El verdadero clásico del vacío perfecto

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on el inicio del siglo XIX también comienza un nuevo período en las ciencias naturales y en las humanidades producto de los cambios promovidos por la corriente filosófica de la Ilustración o Siglo de las Luces. La Europa moderna inaugura procesos de expansión en cuanto al comercio y las industrias, emprende la búsqueda de distintos recursos naturales para su explotación y mercantilización entre las diferentes metrópolis, y continúa con la ocupación de territorios aún no «descubiertos» por los imperios de ultramar. Estas regiones ignotas resultaban ciertamente atractivas para los exploradores, viajeros y científicos de la época, quienes se aventuraban a reconocer territorios aún inexplorados, identificar muestras botánicas y otras especies naturales, y encontrar poblaciones nativas todavía no contactadas. En los círculos ilustrados europeos, los viajes por tierras desconocidas daban prestigio y una valoración social significativa entre los exploradores del siglo XIX (Krotz 1988). Entre tanto, las referencias que hacían los llamados naturalistas sobre aquellos pueblos considerados como irracionales jugaban un papel importante en las discusiones sobre la cuestión del contrato social al criticar la propia sociedad occidental desde posturas roussonianas. Simultáneamente, a principios del siglo XIX, la mayoría de las colonias americanas iniciaban sus procesos independentistas contra España. Las élites criollas emprendían la tarea de formar nuevos Estados republicanos y cruentas luchas emancipadoras tuvieron lugar en las Américas durante los primeros 30 años de ese siglo. Con la formación de las naciones recién emancipadas, se produce un reordenamiento de las antiguas regiones coloniales en los ámbitos políticos, administrativos y territoriales. De igual forma, ocurre una reorganización de las clases

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sociales de acuerdo a distinciones étnicas y raciales, y a las actividades económicasproductivas que llevaban adelante los diversos grupos humanos estableciéndose así nuevas estratificaciones sociales. La conformación de estos nuevos Estados autónomos tendría efectos en las formas de incorporación y asimilación de las poblaciones amerindias y de los descendientes de africanos esclavizados en los nacientes proyectos nacionales; y Venezuela, no escapaba a estas inéditas formaciones sociales y políticas de Estadonación latinoamericano. Sin embargo, hay que destacar que en la ordenación de la nueva República de Venezuela, no todas las regiones y provincias fueron incorporadas de manera equivalente al proyecto de Estado-nación. Mientras la región del centro-norte del país tuvo una notable significación en el desarrollo político, económico y social de la nación durante el siglo XIX; la región del sur, y en particular la provincia de Guayana fue, parcialmente, desestimada en relación con la puesta en marcha de los planes geoeconómicos y político-administrativos de esta embrionaria república. En cuanto a los viajeros y exploradores europeos del siglo XIX por predios americanos, además del deseo de incursionar en otras tierras para la explotación de recursos naturales en beneficio de los intereses económicos de sus propias colonias, también dejaban entrever su audacia y curiosidad por encontrar y «descubrir» nuevos horizontes en el campo de la geografía, la física, las ciencias naturales y humanas. Esta expansión de las fronteras territoriales y científicas estaría determinada por las motivaciones imperiales y económicas de los Estados europeos así como por la personalidad y las aspiraciones individuales de cada viajero, quienes harían todo lo posible por explorar estas regiones, precisar hitos geográficos y localizar especies naturales siguiendo, por demás, los cánones de una racionalidad occidental y eurocéntrica. No obstante, las exploraciones de los viajeros por estas tierras americanas tuvieron un impacto que iría más allá de la simple recolección de muestras en el orden natural o del registro de sitios geográficos en mapas detallados. Estas narrativas constituirían formas de representación espacial y de sujeción poscolonial sobre los territorios de las nacientes naciones, el mundo natural circundante y las poblaciones americanas. Las expediciones científicas del siglo XIX construirían y reinventarían la topografía americana y con ella a sus pobladores indígenas, mestizos y criollos a partir de una lógica racional occidental que seguía los paradigmas de la modernidad. Circunscribimos así lo enunciado por Pratt (1992: 113) en cuanto a que las expediciones científicas de esos tiempos servirían para que Europa redefiniera y reimaginara América y, a su vez, América reimaginara Europa.

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En ese proceso de encuentros y reinvenciones de la América colonial y poscolonial, la redefinición de los espacios territoriales representaba una forma de expansión europea. Había que recorrer y navegar zonas desconocidas y aventurarse en expediciones peligrosas en busca de nuevos hallazgos que pudieran brindar algún conocimiento en el campo de las ciencias naturales. Uno de esos tantos enigmas que constituía el centro de discusiones entre los exploradores europeos era la ubicación y las características hidrográficas de algunos ríos en América. Entre ellos, el Orinoco y sus fuentes seguían siendo un misterio para los europeos y criollos. Esta incógnita supuso también la presencia de indígenas desconocidos que habitaban cerca de las cabeceras del Orinoco y que fueron sujetos a formas de colonialidad discursiva al ser identificados como indios «no reducidos», «irracionales», «independientes» o «salvajes», tal como fueron clasificados los yanomami en aquel tiempo. Siguiendo este enfoque sobre la reinvención de la América poscolonial, en este capítulo pretendemos analizar los relatos de viajeros que fueron produciendo una ideología de los espacios ignotos y de las poblaciones indígenas aún no contactadas. Para ello, identificamos y reseñamos las travesías de los principales viajeros y exploradores europeos y criollos que tuvieron como objetivo principal llegar hasta las muy ambicionadas nacientes del Orinoco durante el siglo XIX. Tiempo de la historia republicana en la que el Estado-nación venezolano se conformaba como proyecto nacional que requería delimitaciones geográficas que demarcaran el territorio y el paisaje de la naciente república. En esta tarea de precisar los sitios naturales y la hidrografía del país también se iba imaginando y construyendo la nación con sus pobladores, incluyendo a los indígenas ubicados en los sitios más apartados de la periferia territorial. Si la provincia de Guayana y más concretamente el Alto Orinoco representaba una región alejada, esquiva y aún desconocida para las ciencias naturales, mucho más eran las fuentes del Orinoco que se configuraban como un sitio de peligro y confusión36 en los imaginarios de los expedicionarios. No es casual entonces que para finales del siglo XVIII y principios del XIX, todavía se hablara de la posible existencia de El Dorado como un lugar localizable en espacios aún inexplorados por los europeos, y las cabeceras del río Orinoco representaba uno de esos sitios. A partir del análisis particular de las rutas recorridas por los viajeros destacamos algunos avances en cuanto al reconocimiento del Orinoco y sus percepciones de los llamados indios guaharibos o guaicas del Alto Orinoco. Procuramos diferenciar los diversos géneros narrativos que utilizaron los viajeros al discriminarlos en descripciones científicas, diarios de viaje, relatos cortos, informes oficiales o una Tomamos prestada la expresión «sitios de peligro y confusión» utilizada por Walter Benjamin para el análisis de las tramas literarias.

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combinación de ellos para evaluar el impacto que tuvo esta literatura de viajeros en el imaginario poscolonial de otros exploradores. Al examinar estas narrativas con respecto a la presencia de los indios guaicas y guaharibos (yanomami) en las cabeceras del Orinoco buscamos identificar las fuentes de evidencialidad histórica, la cual resulta ser un marcador que contribuye al análisis de las representaciones sobre las alteridades yanomami en el marco de los desencuentros y encuentros a lo largo del siglo XIX. Se trata de distinguir la referencia o la fuente de dónde se originó la información que luego sería registrada de manera escrita por el viajero en sus relaciones; vale decir si los datos provenían de las experiencias y observaciones in situ de los exploradores, de los relatos procedentes por parte de sus guías e intérpretes indígenas o de otras fuentes testimoniales. El precisar el origen de los datos que son expuestos o enunciados por los viajeros en sus diarios, permite no sólo reconocer propiamente las visiones y percepciones del explorador con relación a lo observado, sino también, diferenciar si el expedicionario reconocía o no las voces e identidades de aquellos quienes le sirvieron de informantes e intérpretes. Con ello, pretenderemos deconstruir las narrativas de estos viajeros para determinar si sus discursos seguían una lógica cultural que privilegiaba sólo el saber occidental y androcéntrico, o si reconocían el valor de los conocimientos de los indígenas sobre sus hábitats.

Humboldt en el Orinoco Alexander von Humboldt (1769-1859) inicia un nuevo período en las exploraciones hacia la región del Alto Orinoco en 180037. En su recorrido por estos territorios, sus descripciones dejan de ser los relatos dieciochescos de las exploraciones coloniales para presentar información de carácter más científica por medio de mediciones y comprobaciones en el campo de las ciencias naturales. Los diarios de viaje de Humboldt, compilados en su copiosa obra Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente durante los años 1799-1804 (1807), revelan no sólo un El naturalista Friedrich Wilhelm Heinrich Alexander Freiherr von Humboldt (1769-1859), conocido en español como Alejandro de Humboldt llegó con el botánico francés Aimé Bonpland (1773-1858) a las costas de Cumaná, provincia de la Nueva Andalucía el 16 de julio de 1799. De allí exploró buena parte del oriente venezolano, luego arribó a La Guaira y siguió hasta Caracas. Pasó a reconocer parte de la región centro-norte (Maracay, Valencia y Puerto Cabello) y de allí se dirigió a los Llanos centrales. En su recorrido por la entonces Capitanía General de Venezuela, llegó a la provincia de Guayana para explorar el río Orinoco; y particularmente, reconocer el brazo Casiquiare por ser el canal fluvial que une la cuenca del Orinoco con el Amazonas. Humboldt y Bonpland culminan su viaje por Venezuela, nuevamente en Cumaná, el 24 de noviembre de 1800. De esta larga travesía, surgen cinco volúmenes sobre Venezuela que forman parte de su obra más extensa de treinta volúmenes titulada Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente durante los años 1799-1804 (1807).

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conocimiento erudito en varias disciplinas científicas como la botánica, la geografía y la geología, sino también, presentan datos sobre las poblaciones nativas y sus costumbres. De igual manera, sus diarios y notas compiladas en los volúmenes relativos a Venezuela hacen referencia a otros trabajos publicados en su tiempo contrastando así varios puntos de vista y estableciendo equivalencias entre los datos cuando era necesario (Freites 2000). Debido a sus avances en el terreno de la climatología tropical y la geología, este viajero inició lo que Venegas Filardo calificó como la «gran época de Humboldt o el tiempo de Humboldt» (1983: 20). Por su parte, ya Bolívar en su Carta de Jamaica de 1815 señalaba a Humboldt como ejemplo de «universalidad de conocimientos teóricos y prácticos», y luego en una carta dirigida al científico exaltaba su labor como aquel que «sacó a América de la ignorancia, y con su pluma la ha pintado tan bella como su propia naturaleza» (Bolívar 1947 [1821]). Humboldt ha sido considerado por muchos como un hombre de ciencia de tal erudición sobre las Américas que sus trabajos se convirtieron en inspiración de nuevos enfoques fundacionales de América tanto en Europa como en tierras americanas. Este viajero alemán fue el interlocutor más influyente en el proceso de reinvención y redefinición de la América española de aquel tiempo (Pratt 1992). De allí, la importancia de sus observaciones, registros y comparaciones con alcance científico sobre las regiones equinocciales de América en general, y de la provincia de Guayana en particular, la cual formaba parte de la entonces Capitanía General de Venezuela. Sin embargo, al igual que se ha reconocido, en círculos intelectuales de diferentes épocas, el valor científico de la obra de Humboldt, también se ha discutido de manera crítica la influencia que tuvo el trabajo de Humboldt en el imaginario de los naturalistas europeos y criollos. En este proceso de reinvención y representación de las tierras americanas se ha debatido sobre el impacto ideológico que ha tenido el trabajo enciclopédico de Humboldt en la configuración de la historia natural y política de los países que exploró en América (Pratt 1992; Cañizares Esguerra 2005; Carrera 2011; Pérez 201238), lo cual nos lleva a repensar sobre el efecto de sus escritos con respecto a regiones poco exploradas como el Alto Orinoco. Tomando en cuenta estas visiones críticas sobre las formas de representación de lo natural y lo poblacional, revisamos puntual y detenidamente algunos aspectos con relación a la ruta del viaje de Humboldt por el Alto Orinoco. Destacamos, en particular, sus observaciones sobre el sitio de La Esmeralda y el curso El trabajo de Pérez (2012) presenta una visión crítica de la visita de Humboldt a la Cueva del Guácharo en Caripe el 18 de septiembre de 1799. En él, la autora analiza cómo la forma de representación expuesta por Humboldt sobre las características naturales de esta cueva también tuvieron una incidencia directa en cómo se ha percibido y consolidado ese monumento natural en los imaginarios locales y nacionales.

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del río Orinoco hasta sus fuentes, y su descripción de las poblaciones indígenas, que influyeron de manera determinante en las apreciaciones y descripciones de los viajeros que exploraron, subsecuentemente, esta región durante el siglo XIX. Al procurar identificar las fuentes de información y los registros de evidencialidad histórica utilizados por este naturalista, pretendemos hurgar en los testimonios que dieron origen a los equívocos o desencuentros de Humboldt relacionados con la supuesta exploración de Fernández de Bobadilla al raudal de Guaharibos y el pretendido enfrentamiento con los guaharibos, al cual hicimos alusión en el capítulo anterior. Lo que ha sido conocido como la ruta de Humboldt por el Alto Orinoco se inicia en los raudales de Atures y Maipures, los cuales calificó como «las dos grandes cataratas del Orinoco» que dividen en «dos partes desiguales los establecimientos cristianos de la Guayana española» refiriéndose a las misiones del Bajo Orinoco ubicadas entre en el raudal de Atures y el delta del Orinoco, y las misiones del Alto Orinoco situadas entre el raudal Maipures y el grupo granítico del Duida, en La Esmeralda (Humboldt 1985: 11). Su itinerario de viaje por la región que él identificó expresamente como Alto Orinoco, abarcó desde la misión de Atures subiendo por el Orinoco hasta San Fernando de Atapabo, siguió hasta Yavita para pasar en portaje por tierra hasta el Pimichin y luego el Río Negro, el cual navegó hasta llegar a San Carlos de Río Negro y, posteriormente, hasta la bifurcación con el Casiquiare. De allí, recorrió todo este brazo fluvial hasta alcanzar su desembocadura en el Orinoco y luego navegó un poco más río arriba hasta La Esmeralda, donde se detuvo por varios días para hacer observaciones sobre los aspectos geomorfológicos e hidrográficos del área, y sobre la situación en que se encontraba esta comunidad y sus moradores incluyendo las «tribus de indios» que allí residían. Después de La Esmeralda, regresó por el Orinoco río abajo hasta la confluencia del Guaviare y nuevamente llegó hasta los raudales de Atures y Maipures. En su recorrido por el Alto Orinoco, Humboldt hizo importantes señalamientos geográficos, botánicos, cartográficos e hidrográficos. Así mismo, realizó observaciones sobre la situación y ubicación de las misiones religiosas, y dio cuenta de algunos aspectos sociales y las condiciones de vida de las poblaciones indígenas que por allí habitaban. Al respecto hay que destacar que Humboldt trató de distinguir con cierta consistencia científica entre lo que él observó y los testimonios que le narraron tanto los misioneros como los indígenas, pero en la mayoría de los casos sin identificar social o étnicamente a sus informantes. Esto hizo difícil discriminar la fuente de información de los datos que no fueron directamente observados por él. Esta omisión tiene una doble interpretación para nosotros, por una parte, al no reconocer con precisión el origen de las referencias testimoniales complica el

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análisis de las representaciones sobre las alteridades indígenas al no evidenciar de dónde o de quiénes emerge la figura de ese Otro; por la otra, es un indicativo de una tradición narrativa eurocéntrica que invisibilizaba a los informantes sobre todo si provenían de grupos de estratificación social subalterna. Tal como hemos indicado, Humboldt hace un gran esfuerzo en contraponer la objetividad de los hechos con la subjetividad de las narraciones contadas por los misioneros que habitaban los asentamientos del Alto Orinoco, y señala que indudablemente la fabulación e imaginería estaban siempre presentes en estos relatos: «No debe sorprender que una región tan desierta haya sido en todo tiempo la tierra clásica de las fábulas y de las cosas de hadas. Allí localizaron graves misioneros esos pueblos que tienen un sólo ojo en la frente, una cabeza de perro, o la boca debajo del estómago: allí encontraron lo que los antiguos nos cuentan de los Garamantes, los Arimaspes y los Hiperbóreos. No sería razón suponer que esos sencillos misioneros, a menudo un poco rústicos, hayan inventado por sí mismos todas esas ficciones exageradas: las han tomado en gran parte de las narraciones de los indios. Contar es un placer en las misiones, como en el mar en el Oriente y dondequiera que amenaza el fastidio» (1985 IV: 12). Sin embargo, a pesar de reconocer la existencia de una lógica no racional de los sucesos que atrapaba la imaginación de los misioneros con imágenes sobrenaturales que aparentemente deambulaban por estas tierras, Humboldt también se dejó influenciar por esta clase de comentarios cuando estuvo en La Esmeralda. El objetivo principal del viaje de Humboldt por el Orinoco fue el reconocimiento de la conexión entre este río y el Amazonas a través del brazo Casiquiare, el cual llevó a cabo favorablemente. Sin embargo, Humboldt en el volumen IV de su obra Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente deja ver entre líneas su fallida aspiración de no haber podido remontar hasta las fuentes del Orinoco o al menos hasta el raudal de Guaharibos, lugar próximo donde creía que se encontraban las nacientes del Orinoco. Esto se evidencia, en primer lugar, por la cantidad de referencias y recomendaciones técnicas que propuso para aquellos exploradores que, ulteriormente, fueran a remontar el Orinoco hasta las fuentes de este río; y en segundo lugar, por las repetidas veces que mencionó o justificó la imposibilidad de continuar su recorrido por el Orinoco después de La Esmeralda. Entre las causas de tal impedimento, se lo atribuyó a la presencia de los indios guaharibos, quienes estaban asentados cerca del raudal que lleva su mismo nombre. Luego de remontar el río Orinoco y registrar el brazo Casiquiare, Humboldt llega hasta la misión de La Esmeralda, el establecimiento cristiano que

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calificó como el más aislado y remoto del Alto Orinoco. Allí, de un manera casi poética describe el lugar como una llanura encantadora regada por arroyos, una verdadera pradera en la que se encuentran palmas (Mauritia) y deliciosas piñas (Ananas), y que además es prodigiosa por la cantidad de plaga que oscurece el aire (1985 IV: 341-343). Más adelante, contrariamente señala que la villa de La Esmeralda es considerada «un lugar espantoso». Este viajero refiere que las causas principales de la insana condición de esta aldea son la falta de cultura, su lejanía con respecto a cualquier lugar habitado y la excesiva abundancia de mosquitos, afirmando luego que «[...] los habitantes de un país tan poco favorecido por la naturaleza quedan expuestos a las mayores privaciones» (1985 IV: 345, 347). Estas desaprobaciones de Humboldt sobre el entorno natural y cultural prefiguran a La Esmeralda como un sitio insalubre y carente de condiciones para su habitabilidad, con lo cual va delineando el espacio circundante de acuerdo a sus percepciones y observaciones directas. En cuanto a la población, Humboldt señala que La Esmeralda es «un lugarejo de 80 habitantes», compuesto por unas 12 a 15 familias. Menciona que no hay misioneros, pero sí zambos, mulatos y mestizos que se hacen llamar españoles para diferenciarse de los indios. Advierte además que la mayor parte de estos mestizos han sido desterrados a este paraje viviendo en una miseria tremenda. En cuanto a la composición étnica y lingüística de las poblaciones indígenas reseña que en La Esmeralda se hablan tres lenguas indias: el idapaminare, el catarapeño y el maquiritano, este último es el más hablado en el Alto Orinoco desde la confluencia del Ventuari hasta el río Padamo (1985 IV: 343), refiriéndose a la extensión geográfica en el uso de la lengua makiritare (yekuana). Esta información nos permite inferir que fueron estos indígenas, de diferentes tradiciones culturales y lingüísticas, quienes sirvieron de informantes de Humboldt, a parte de sus otros guías. No obstante, más allá de mencionar a qué nación pertenecían, no hay datos adicionales que reflejen algun elemento étnico, su distribución poblacional o representatividad en la zona. Durante su estadía en La Esmeralda, Humboldt recopila una serie de datos relacionados con la preparación del curare de los indios, sus efectos y sus usos, detalla algunas características de la caña (cárice) para elaborar las cerbatanas, describe ciertas actividades festivas de los indígenas con relación a la recolección y consumo de la yuvía, también conocidas como castaña o nuez del Brasil (Bertholletia excelsa), y explica las razones de la práctica de la poligamia entre los indios; todo esto sin distinguir la etnicidad a la que corresponden los indígenas según estas prácticas sociales. Así mismo, registra algunos datos geográficos de la zona y más concretamente da cuenta de las características geológicas del grupo granítico del Duida (Humboldt IV: 347-375).

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Hasta aquí, inferimos que todos estos apuntes que Humboldt registró fueron producto de sus observaciones directas en campo, evidencias visuales explícitas y de los datos recopilados por él en el área de La Esmeralda, mencionando, en algunos casos, si el informante era algún viejo misionero o un indígena. Tal es el caso de la descripción que hace sobre el curare al señalar que su informante se trataba de un viejo indio que conocía la alquimia para preparar este veneno y que era conocido en la misión como «el amo del curare» (Humboldt 1985: 350), pero sin dar mayores detalles personales o culturales sobre este sujeto. Como señala Freites (2000), en su recorrido por el Orinoco, los informantes y prácticos indígenas resultaron tener un papel importante en la movilidad de la expedición de Humboldt y Bonpland así como en el reconocimiento de sitios, especies botánicas y fauna, y en la navegación de los ríos, pero pocas veces eran identificados con precisión debido a su poca relevancia dentro de la estructura social de clase de la época.

Lo que no vio pero escuchó sobre las fuentes del Orinoco A partir del momento en que Humboldt comienza a presentar detalles sobre el origen del Orinoco y otras informaciones geográficas e hidrográficas de esta área interfluvial, ya no queda del todo claro quién o quiénes suministraron la información. Veamos cómo presenta y describe en su relación de viaje las referencias hidrográficas de las fuentes del Orinoco que no pudo comprobar por experiencia directa pero que son referidas por él a partir de otras evidencias testimoniales o estimaciones conjeturales que realizó. Quisiéramos subrayar que este viajero en su recorrido por el Orinoco llegó sólo hasta el caño Iguapo, a unos 10 km más arriba de La Esmeralda desde donde regresó río abajo por el Orinoco hasta llegar nuevamente a los raudales de Maipures y Atures. Dada la curiosidad que le suscitó la ubicación de las fuentes del Orinoco y de los indios que allí habitaban, él le dedicó una buena parte de su relación de viaje a estos temas. Los datos que presenta al respecto se basan, por lo tanto, en los relatos y comentarios de los habitantes en general de La Esmeralda, así como en las interpretaciones sobre informaciones «detalladas» que recolectó de algunos indios de esa localidad. Esa generalidad e imprecisión sobre los informantes se confunde, a su vez, con las opiniones sesgadas de los indígenas vecinos sobre la insolencia y temeridad de los guaharibos. En tal sentido, Humboldt pasó por alto que este tipo de testimonios se producen, frecuentemente, cuanto existen tensiones interétnicas entre pueblos indígenas diferentes. Se deduce, por tanto, que para la fecha del viaje de Humboldt a La Esmeralda ya se producían conflictos entre los indígenas makiritare residentes de esa población y los llamados guaharibos.

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Sobre el recorrido del Orinoco hacia sus fuentes, el viajero alemán recoge información indiscriminada con respecto a los informantes sobre cómo los indios solían viajar hacia el este desde La Esmeralda entre los meses de mayo y agosto, y de quienes «hemos podido tener nociones precisas acerca del curso del Orinoco al Este de la misión» (1985 IV: 373). Si bien es cierto que el conocimiento de los indígenas amazónicos sobre el cauce de los ríos es innegable, es difícil que Humboldt haya podido tener «nociones precisas» del Orinoco arriba con sólo estas informaciones, a pesar de que él reconocía que los indios eran «excelentes geógrafos» (1985 IV: 211). Por otra parte, cómo es que Humboldt pudo traducir las referencias que los indígenas le hicieran sobre las distancias, profundidad y cauces del Orinoco cuando ambas partes desconocían los sistemas de medición fluvial que utilizaban uno y otro. Recordemos que él ya alertaba sobre este problema de traducción cuando afirmaba que en la necesidad de establecer equivalencias de los ríos se confundía cuando «[...] llamaba a los indios más inteligentes para interrogarlos, por medio de un intérprete, acerca de las fuentes, los portages, el nombre de los afluentes. Como se habla tres o cuatro lenguas en una misma misión, es difícil poner de acuerdo a los testigos» (1985 IV: 211). Sobre el curso del Orinoco y sus fuentes, Humboldt hace una cantidad de presunciones y advertencias que tendría efectos posteriores en las formas de espacialización colonial y poscolonial de la región Alto Orinoco. Se dispuso a presentar una serie de hipótesis en torno a cómo podría remontarse el Orinoco hasta sus cabeceras, quiénes serían los que oficialmente deberían hacerlo y cuáles serían las mejores rutas para alcanzar las fuentes. En el orden político, él advierte, por ejemplo, que el descubrimiento del origen de este río es un problema del gobierno español y portugués. Luego propone, desde el punto de vista práctico, los recorridos fluviales más convenientes para llegar al nacimiento del Orinoco. En esta trama de suposiciones operativas expone una variedad de trayectos que evidencia su deseo por alcanzar las fuentes. Es así como indica que podría ser hacia el este por el mismo Orinoco, traspasando el raudal de Guaharibos; o dirigiéndose hacia el oeste por el río Caroní, el Esequibo o el río Branco para descender por el río que comunique con el Orinoco. Otro punto de partida sería siguiendo el curso del río Paragua, al oeste del puesto militar de Guirior; o avanzando hacia el oeste desde el fortín de San Joaquín, por el valle Uraricoera, en territorio portugués (1985 IV: 39091). Sobre el cauce del río Orinoco, Humboldt señala, por ejemplo, que después de la confluencia del río Mavaca, el Orinoco disminuye de repente su anchura y profundidad, «se vuelve este río muy tortuoso, semejando un torrente alpino» (1985 IV: 379). Si bien Humboldt se encontraba en La Esmeralda entre los meses de abril y mayo de 1800 que por equivalencia suponemos correspondió a la estación de verano o sequía, con lo cual el cauce de los ríos se hace menos profundo, resulta

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Figura 16 A orillas del Orinoco frente a la desembocadura del río Mavaca, Alto Orinoco, 2009

Fotografía: Hortensia Caballero Arias.

exagerado decir que el Orinoco a la altura del Mavaca se asemeja a un torrente ya que el ancho del Orinoco en ese punto del río es de unos 100 metros (Figura 16). Esto demuestra lo inexacto de sus apreciaciones sobre el Orinoco más arriba de La Esmeralda. Estos equívocos e inexactitudes sobre el curso del Orinoco, también se evidencian cuando Humboldt trata de ubicar al raudal de Guaharibos. En ciertas ocasiones, lo ubica muy cerca de la desembocadura del río Geheta39, en un dique de piedras graníticas que atraviesa el Orinoco, «son las columnas de Hércules, más allá de las cuales ningún hombre blanco ha podido penetrar» (1985 IV: 379). Pero luego De acuerdo a la ubicación que Humboldt y otros viajeros le han atribuido al río o caño Geheta, presumimos que se trata del actual caño Bocón (Shani-shani en yanomami), ubicado antes del raudal de Guaharibos, en la banda izquierda del Orinoco. Allí estuvieron asentadas durante la década de los 80 del siglo XX, las comunidades yanomami conocidas como Patanowë-theri.

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se contradice al indicar que Fernández de Bobadilla había llegado hasta al frente del Geheta sin dificultad, y remontando un poco más el Orinoco se encontraría el raudal de Guaharibos (1985 IV: 380). Así mismo, menciona con tono declaratorio que desde el Geheta hasta el raudal hay un día de navegación (1985 IV: 377). Más adelante señala que se podría llegar ciertamente hasta el raudal de Guaharibos, si un grupo pequeño de soldados saliendo de Angostura o de Río Negro, resistiera y atacara a los guaharibos y guaicas, de quienes, al igual que los caribes se ha exagerado en cuanto a su fortaleza y número (1985 IV: 389). A pesar de esta aseveración, presumimos que Humboldt simplemente no se atrevió a seguir el curso del Orinoco hasta sus fuentes por prevención y desconfianza a los indios guaicas y guaharibos, lo cual quedó reflejado en su diario de viaje. Humboldt no llegó hasta el raudal de Guaharibos, por lo tanto, las referencias sobre su ubicación y distancia con respecto a la desembocadura del Geheta no son apreciaciones producto de un proceso cognoscitivo directo sobre esta parte del río, sino de informaciones generales que debió haber recolectado en La Esmeralda. En su carta itinerario del curso del Orinoco (Figura 17) registra varios puntos como la ubicación del supuesto río Geheta (Gehette)40, el raudal de Guaharibos y otros hitos geográficos del Orinoco arriba; no obstante, esta información cartográfica es producto de referentes no identificados y de conjeturas del viajero, mas no de evidencias por experimentación y observación como sí sucedió con los datos recopilados sobre el brazo Casiquiare. Recordemos nuevamente que Humboldt navegó el Orinoco sólo hasta el caño Iguapo (Guapo) desde donde se regresó río abajo. Vale la pena destacar, que este viajero indica en su mapa, con una nota escrita, que todo lo que está al este del raudal de Guaharibos se desconoce. Al respecto nos parece un tanto paradójico que mientras Humboldt se conformaba con la información obtenida sobre el curso del Orinoco entre La Esmeralda y el raudal de Guaharibos a partir de testimonios locales y algunas cartas de navegación de otros viajeros, al mismo tiempo admitía que seguía habiendo un desconocimiento por encima de este hito geográfico, cuando en realidad para él todo era desconocido. El río Geheta también está referido en el mapa del Cantón de Río Negro de la provincia de Guayana de Codazzi, lo que indica que Codazzi reprodujo la misma información que el mapa de Humboldt. Cabe preguntarse de dónde sale este topómino que no vuelve a ser reproducido en mapas subsiguientes como el de Spruce (1908). Una coincidencia en el uso del topónimo Geheta por parte de Humboldt puede deberse a que esta denominación fluvial fuera enunciada por algún indígena de la familia guaica (yanomami) que encontró Humboldt en La Esmeralda. En idioma yanomami heheta o hehetai significa volverse poco profundo (el río). Podemos suponer que Humboldt escuchó ese vocablo considerando que se trataba de un río, cuando en realidad le estaban advirtiendo que el río Orinoco mientras más arriba era menos profundo. Esta es una mera presunción, pero nos parece válida traerla a colación por la similitud lingüística que denota.

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Figura 17 Mapa itinerario del curso del Orinoco, A. Humboldt, 1814

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Cabeceras del Orinoco en el mapa itinerario de Humboldt.

No obstante, sus especulaciones continuaron cuando afirmó que quedaba poco por descubrir sobre el curso del Orinoco, y según sus cálculos probablemente serían sólo unas 25 a 30 leguas desde La Esmeralda hasta las fuentes de este río41. Por otra parte, de acuerdo a estas indicaciones, él consideró que ese trayecto del río aún desconocido, muy pronto sería explorado en las dos Américas (1985 IV: 392)42 . Finalmente, Humboldt aunque tenía toda la autorización del rey Carlos IV La distancia que hay entre La Esmeralda y el raudal de Guaharibos es aproximadamente de 215 km y desde este raudal hasta las cabeceras del Orinoco es de unos 220 km. Esto indica que entre La Esmeralda y las fuentes del Orinoco hay más de 400 km de distancia. 42 Aquí Humboldt también erró en sus cálculos, pues las fuentes del Orinoco fueron alcanzadas finalmente por la expedición franco-venezolana en 1951, un siglo y medio después de su viaje. 41

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de España para llevar adelante sus exploraciones, justificó su imposibilidad para continuar hasta este raudal al decir que: «No habíamos remontado el Orinoco más allá de la desembocadura del río Guapo: Lo habríamos hecho si hubiéramos podido tratar de llegar a las fuentes de este río. En el estado actual de las cosas, unos simples particulares, a quienes se permite entrar en las misiones, deben limitar sus incursiones a la parte pacífica del país» (1985 V: 398). En esta aseveración, lo que se percibe, una vez más, es su intención de presentar indicios o supuestos sobre la ubicación de las cabeceras del Orinoco, que aún permanecían desconocidas para los europeos. Para este viajero alemán o bien existía una necesidad de revelar datos sobre las fuentes del Orinoco y pretender demostrar un conocimiento que no había sido recabado ni verificado por él o tenía un proyecto, no explícito, de remontar hasta las fuentes del Orinoco. En realidad, en este aspecto, Humboldt fue bastante audaz para presentar estimaciones hidrográficas sobre el origen de este río cuando en realidad nunca fueron comprobadas directamente por él. Estas impresiones sobre el curso del Orinoco hasta el raudal de Guaharibos quedan al descubierto con una nota bastante reveladora expuesta por el capitán de navío español y geógrafo Felipe Bauzá y Cañas en una relación sobre el Orinoco preparada en 1830, y recogida por Michelena y Rojas43 (1989 [1867]: 168-183). Bauzá señalaba que, para aquel entonces, el origen del Orinoco era aún dudoso en cuanto a su situación geográfica y que existían discrepancias en cuanto a las coordenadas geográficas que presentaban los mapas de Solano, de Díez de la Fuente y de Humboldt en relación con la ubicación de las fuentes del Orinoco. Bauzá al consultar a Humboldt44 sobre cuáles habían sido los medios para ubicar al raudal de Guaharibos, el viajero alemán le indicó «con aquella franqueza que le es característica» que: «Todo lo que yo sé del curso del Orinoco al este de La Esmeralda no se funda más que en manuscritos incompletos (extractos del diario de Blanco o Blasco, que yo he visto en Inglaterra) o sobre los reportes de indígenas de La Esmeralda, que yo he examinado. No observé al este del cerro Duida [...]» (Bauzá, en Michelena y Rojas (1989 [1867]: 174). Este testimonio de Humboldt, que Bauzá lo califica como ingenuo, tiene una valiosa significación en cuanto a que es una declaración por no decir una confe Michelena y Rojas (1989 [1867]) es el primero que hace una revisión bastante crítica sobre lo desacertado de las notas de Humboldt en cuanto a distancias, ubicación y referentes geográficos de las fuentes del Orinoco. 44 De acuerdo a lo indicado por Felipe Bauzá y Cañas (1764-1834) en esta relación sobre el Orinoco, este capitán de navío español mantuvo contacto directo con Alejandro de Humboldt. 43

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sión sobre lo fragmentario e incompleto de las informaciones que le sirvieron para reconstruir los datos sobre el supuesto origen del Orinoco al este de La Esmeralda. De igual forma, es un reconocimiento a los informes reportados por los indígenas, que si bien no distingue la identidad étnica de ellos, al menos manifiesta que son los indígenas de esa zona quienes le suministraron la información. Ahora la pregunta que nos hacemos es hasta qué punto este viajero logró tener una comprensión inteligible de las informaciones brindadas por los indígenas sobre la ubicación y toponimia de estos apartados sitios.

Visión de los indios guaicas y guaharibos Otro elemento que hay que examinar en los escritos de Humboldt en esta etapa de su viaje por el Alto Orinoco es la referida a su percepción de los indios guaicas y guaharibos. Entre las informaciones que Humboldt recoge entre los habitantes de La Esmeralda la que le produce más desconcierto y curiosidad, aparte del curso y la ubicación de las fuentes del Orinoco, es la referida a la agresividad de estos indígenas. Para aquel tiempo, según los pobladores de La Esmeralda, el Orinoco, por encima del raudal de Guaharibos, ya no era un río sino un riachuelo o torrente y en él se encontraban los indios guaicas constantemente armados con arcos y flechas para atacar a cualquier extraño. «Se puede remontar sin peligro el Orinoco, desde La Esmeralda hasta las cataratas ocupadas por los indios Guaicas quienes impiden todo progreso ulterior a los españoles: es una navegación de seis días y medio» (1985 IV: 377). Estas aseveraciones tuvieron un impacto directo en la fabricación de una tipología de los guiacas y por extensión sobre los guaharibos. Hay que destacar que estas descripciones categóricas estaban relacionadas con el supuesto ataque que estos indios llevaron a cabo contra la expedición comandada por don Francisco Fernández de Bobadilla en 1758, mientras almorzaban cerca de las cataratas de los Guaharibos. Como ya fue señalado en el capítulo anterior, de este encuentro violento no se han encontrado pruebas en los documentos coloniales existentes. Sin embargo, Humboldt se refiere a ellos como tribus guerreras conocidas por el uso del curare con el cual envenenaban sus flechas. «En esta catarata, que se atraviesa sobre un puente de lianas, están apostados unos indios armados con arcos y flechas. Ellos impiden a los blancos o a los que vienen del territorio de los blancos, avanzar hacia el Oeste. ¿Cómo habríamos podido esperar trasponer aquel punto, en el cual se vio detenido el comandante del Río Negro, Don Francisco Bobadilla, cuando, acompañado de sus soldados trató de penetrar más allá del Geheta? La carnicería que se hizo entonces entre los naturales, los ha hecho

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todavía más desconfiados y llenos de odio contra los habitantes de las misiones» (1985 IV: 389). Según Humboldt, esta exploración de Fernández de Bobadilla y entendemos por consiguiente que el ataque de los guaharibos fueron narrados por «muchos militares muy inteligentes» a quien él interrogó en La Esmeralda y en el Río Negro (1985 IV: 380). Sin embargo, él no menciona ni nombres, ni rangos militares, ni en qué condiciones supuestamente participaron ellos en esta expedición. Resulta también extraño que al hacer Humboldt la descripción de los pobladores de La Esmeralda, sólo destacó la presencia de los indios, zambos y mestizos, y a duras penas mencionó la presencia de unos viejos militares, sin darles mayor importancia al conocimiento que éstos tenían sobre esas áreas que eran desconocidas para él. Estas declaraciones con respecto al aguerrido encuentro que registró Humboldt serían repetidas innumerables veces por otros viajeros tales como Schomburgk, Codazzi y Spruce, quienes consideraron como ciertos tales encuentros violentos. Así mismo, estos viajeros que siguieron la ruta de Humboldt expondrían las mismas observaciones hechas por el explorador alemán al afirmar que sería imposible continuar hasta las cabeceras del Orinoco, no sólo por las dificultades del curso del río, sino por culpa de los temibles indios que se encontraban armados cerca del raudal de Guaharibos. Por otra parte, no hay que olvidar que La Esmeralda era una villa de desterrados, y tanto sus escasos pobladores, entre ellos blancos europeos, criollos y mestizos como los indios que habitaban en las cercanías de zona, se sentían amenazados ante posibles ataques y peligros del entorno. Por consiguiente, resultaba predecible exagerar sobre cualquier episodio que ocurriera en esas tierras lejanas (desapariciones, ataques de indios, revelaciones misteriosas de la selva, apariciones de seres deshumanizados), como parte de la fabulación típica que se producía en esas regiones tan remotas a los asentamientos coloniales de la costa. Una de esas situaciones que intranquilizaban a los moradores de esta villa era la presencia de los indios guaicas y guaharibos «quienes habitaban más hacia el sureste» y se rumoraba sobre sus constantes intenciones belicosas. Pareciera que estos temores y sobresaltos eran expuestos casi a modo de advertencia a todo el que pretendiera remontar el Orinoco hasta sus fuentes, y Humboldt no se escapó de estos comentarios e intimidaciones sobre la agresividad de los guaharibos, los cuales los afectaron tanto a él como a sus guías. Este viajero ubica cartográficamente a los guaicas en el supuesto caño Chigüire, a dos leguas45 de distancia de la desembocadura del río Geheta, y se refiere La legua es una antigua medida marítima que abarcaba 5.555 metros (equivalente a 1/20 parte de un grado).

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a ellos como una tribu de «indios blancos». A los guaharibos, los ubica cerca del raudal que lleva su mismo nombre, y también los califica como «indios blancos». A pesar de que Humboldt a duras penas tuvo contacto con algunos maquiritares del Padamo y solo una familia guaica en La Esmeralda, resulta sorprendente la afirmación tan tajante que este viajero hace sobre la blancura de estos indios cuando dice: «[...] de las cuatro naciones más blancas del Alto Orinoco me han parecido los Guaharibos del río Geheta, los Guainaros del Ocamo, los Guaicas del caño Chigüire y los Maquiritares de las fuentes del Padamo, del Jao y del Ventuari» (1985 IV: 383). En cuanto a los encuentros con el Otro indígena, Humboldt tuvo oportunidad de contactar a una familia guaica que se encontraba en La Esmeralda, y aprovechó para tomarles unas medidas y dar cuenta de algunos rasgos físicos. Estos guaicas fueron catalogados por él como una «tribu de indios enanos y blanquecinos». Según las mediciones que realizó, tenían una talla aproximada entre 4 pies 7 pulgadas y 4 pies 8 pulgadas, antigua medida de Francia (1985 IV: 383). De esta situación de encuentro, Humboldt se concentró en los aspectos fenotípicos de esta familia y a parte del color de la piel, le sorprendió su baja estatura. No obstante, posteriormente afirmó que se había exagerado sobre la mencionada pequeñez de estos indios, y sobre la blancura de los guaharibos. En todo caso, estas breves descripciones de la familia guaica refieren sobre todo a sus características físicas sin procurar revelar otras informaciones sobre su supuesta belicosidad. Por el desconocimiento que tenía de las poblaciones indígenas de esta zona, Humboldt incurre en el error de considerar «tribus» distintas a los guaicas y los guaharibos, y en sus narraciones este viajero hace constantemente una distinción entre estos dos grupos, cuando en realidad se trataba de los mismos indígenas yanomami. Esta confusión se debió probablemente a la utilización del topónimo del raudal para identificar a las comunidades indígenas guaharibas más cercanas a este hito geográfico, a diferencia de los guaicas que habitaban, según él, en la periferia de la zona. Así mismo, Humboldt pareciera confundir los guaicas del Alto Orinoco con los guaicas que menciona Caulin en su obra (1987 [1779]), los cuales son realmente los akawaios. Humboldt retoma lo narrado por el misionero y lo cita como parte de sus comentarios que hace sobre los guaharibos y guaicas de las cabeceras del Orinoco. En realidad, el religioso franciscano no estaba haciendo referencia a los guaicas del Alto Orinoco sino a los guaicas de las misiones capuchinas de Guayana en el sitio de Abachica (Caulin 1987 I: 98 [1779]). Como ya fue comentado anteriormente, estos indios guaicas de Guayana no eran yanomami sino indígenas de filiación caribe. Si Caulin hubiera denominado a los yanomami con el término guaica,

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así lo habría señalado en su descripción del Orinoco. Igualmente, la denominación de guaica aparecería en el mapa de Surville de 1778 y no la de «indios guahibas blancos»46. Aún cuando Humboldt afirmó que se había exagerado sobre la fortaleza de los guaharibos al igual que en el caso de los caribes, los comentarios que este viajero escuchó en La Esmeralda sobre su belicosidad, fueron al parecer lo suficientemente convincentes como para disuadirlo de la idea de continuar el viaje río arriba. El temor o el supuesto encuentro violento entre los españoles comandados por Fernández de Bobadilla y los guaicas, fueron claves, a nuestro modo de ver, para que este viajero decidiera regresarse ante los posibles peligros que representaban estos indígenas. No obstante, en vez de tratar de buscar las causas de estas actitudes agresivas en las relaciones conflictivas interétnicas que mantenían los indígenas en esa área, Humboldt se dedicó a recopilar informaciones generales sobre el río Orinoco y el raudal de Guaharibos, y repetir los comentarios que otros indios, mestizos y blancos europeos de La Esmeralda hicieran sobre, presuntamente, los yanomami. Inferimos, por lo tanto, que sus apreciaciones con relación al origen del Orinoco y sus habitantes a quienes identificó como indios guaharibos y guiacas, provienen de las informaciones suministradas por otros indígenas que se encontraban en conflictos con estos últimos, y de aquellos moradores que encontró en su visita a La Esmeralda, sin dejar evidencia clara de quienes eran sus informantes. Así la percepción de Humboldt sobre los yanomami se resume en la calificación de indios temibles y desconfiados que impedían el paso de los europeos blancos a las fuentes del Orinoco y que estaban siempre dispuestos a atacar a los pobladores de la misión de La Esmeralda. Estos serán los atributos culturales que caracterizarán con posterioridad a estos indígenas del Alto Orinoco en las relaciones históricas del siglo XIX, sobre todo entre europeos. Aunque Humboldt hace un esfuerzo por determinar la naturaleza de los datos, es decir de dónde provenían las noticias y las informaciones hidrográficas, en muchos casos encontramos que hay una omisión en distinguir las fuentes de evidencialidad histórica, sobre todo las referidas a las apreciaciones que se tejían en torno a las nacientes del Orinoco y a los indios guaharibos. Si bien los trabajos de Humboldt reinventaron y reimaginaron los espacios geográficos de América incluso de las zonas más remotas y desconocidas, también es cierto que no todas sus consideraciones y descripciones fueron recibidas como verdades incuestionables por los estudiosos y viajeros criollos. Tavera Acosta señala, De acuerdo a las relaciones históricas revisadas, el primero que utiliza el término guaica para llamar a los yanomami es Humboldt. La denominación guaica, así como la de «indios blancos» se generaliza, posteriormente, entre los expedicionarios que viajaron por esa zona.

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por ejemplo, que debido a la rapidez con que realizó su viaje por el Alto Orinoco, Humboldt no tuvo tiempo de tratar ni de conocer realmente a «esas tribus, ni mucho menos estudiar sus costumbres, ni siquiera verlas» (Tavera Acosta 1984: 89 [1906]), conformándose sólo con los informes sesgados de algunos misioneros. Michelena y Rojas (1989 [1867]) fue aún más contundente al referirse a la travesía de Humboldt por estas tierras orinoquenses como un viaje que desaprovechó totalmente al presentar datos imprecisos sobre sus recorridos, la geografía de la zona y las poblaciones indígenas de esa región. En realidad, Humboldt se excedió en presentar datos e informaciones geográficas que no fueron registradas ni comprobadas por él pero que tuvieron un impacto ideológico decisorio en la configuración del paisaje físico y humano del Alto Orinoco. La visión que Humboldt divulgó a través de sus diarios sobre estos indígenas y las cabeceras del Orinoco tuvo implicaciones tremendas en la conformación de un Orinoco un tanto quimérico que se constituyó en un sitio de peligro y confusión. Es a partir de estos relatos que este expedicionario establece, en su monumental obra, una autoridad proto-etnográfica en torno a estos indígenas, aún cuando él nunca llegó a contactarlos directamente con excepción de la familia guaica que encontró en La Esmeralda. Humboldt, fue ese tipo de explorador erudito quien, a través de sus escritos, delineó los primeros referentes culturales de los guaharibos y difundió unas tipologías genéricas como sentencias diacríticas sobre los yanomami que serían repetidas por otros expedicionarios durante los siglos XIX y XX. Es así como, en su narrativa, este explorador alemán reificó la figura del guaharibo con relación al raudal, generó una matriz de opinión sobre su belicosidad, y lo convirtió en un signo distintivo y alegórico de ese «estado de naturaleza» del indio colonial inextricablemente asociado a las fuentes del Orinoco.

Viajeros y cartógrafos Con las informaciones suministradas por Humboldt en su muy extensa y divulgada obra Le voyage aux régions equinoxiales du Nouveau Continente publicada por primera vez en 1807 en París, las cabeceras del Orinoco se convirtieron, a lo largo de ese siglo, en un inmenso reto para aquellos que intentaron la difícil aventura de alcanzar o «descubrir», como pretendieron algunos, sus fuentes. No sólo por las dificultades geográficas de la zona, sino también por la imposibilidad de penetrar un territorio que, aparentemente, estaba habitado por unos «indios primitivos» que no habían sido conquistados ni reducidos por las instancias coloniales, y que impedían el recorrido hasta su nacimiento.

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Continúa el tiempo histórico de las especulaciones, las informaciones imprecisas y las ambigüedades en torno a las ideas que transmitían los exploradores, aventureros y misioneros sobre las características hidrográficas del Orinoco, la ubicación de las cabeceras de este río, así como de las costumbres y condición adusta de los llamados indios guaharibos (yanomami). Relatos insólitos e imágenes confusas en torno a ellos se fueron repitiendo en las relaciones históricas de la primera mitad del siglo XIX. Tal es el caso de la descripción que hizo el franciscano observante Ramón Bueno quien estuvo entre 1801 y 1804 en el Orinoco medio como ministro de la Urbana y la Tortuga, quien señala que, «[...] la nación guajariba es de un color moreno; ellos y ellas de mediano cuerpo; andan en cueros caminando por los montes, sin ranchos ni labranzas, como los taparitos; duermen en el suelo y en los palos, conforme se dijo de aquellos; se mantienen de raíces de palos y cogollos de yagua o guama, no comen carne humana ni de cacería..., traen las narices muy chatas, procurando las madres aplastárselas a los hijos con una piedrecita desde muy tiernos por ser afrenta entre ellos traer las narices largas. No usan de flecha, ni otra arma; ni de música, ni de bebida; son muy tímidos y cimarrones» (Bueno 1933: 81). Este testimonio del misionero Bueno, del cual se desconocen cuáles fueron sus fuentes de información, hace alusión a características socioculturales que no se ajustan a los modos de vida yanomami. Esta descripción refleja el desconocimiento de estos indígenas, si es que efectivamente se refería a los guaharibos del Alto Orinoco superior, pues podría estar hablando de otra nación indígena. Los yanomami no duermen en el suelo, consumen toda la carne de cacería que puedan conseguir, viven en viviendas comunales, usan como instrumento de cacería los arcos y las flechas, y no practican la deformación corporal en los términos que señala el franciscano. Sólo para el uso de adornos corporales, las mujeres yanomami se perforan pequeños agujeros en los extremos de la boca y debajo del labio inferior y en los lóbulos de las orejas. En el caso de los hombres, algunos se perforan debajo del labio inferior y los lóbulos de las orejas para colocar adornos de trozos de verada47. En síntesis, esta representación de la nación guahariba del Alto Orinoco no refleja un encuentro cara a cara con el misionero sino un tipo de desencuentro a partir de rumores y testimonios no identificados en cuanto a su evidencialidad histórica. Viajeros de distintas nacionalidades intentaron remontar el Orinoco hasta sus fuentes sin mayores éxitos. Entre 1835 y 1836, el francés Francisco Arnaud remonta el Orinoco y llega hasta el río Mavaca, allí funda y se hace comisario de Para una descripción más amplia sobre los adornos corporales de este grupo indígena ver el trabajo de Cocco (1972: 135).

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los pueblos de San Pedro también conocido como Mavaca y el de Santa Isabel (Cocco 1972: 48). En la misma fecha, el botánico francés Pierre Boitard navegó por el Orinoco, realizó algunas exploraciones en la zona y fundamentalmente describió el área de La Esmeralda. Ninguna de estas dos relaciones da cuenta sobre las poblaciones indígenas que por allí habitaban. En cuanto a otras referencias geográficas y de poblamiento indígena, un documento hallado en la sección Misiones del Archivo General de la Nación de 1842, indica que la población de «San Pedro de Mavaca estaba ubicada en latitud 2°30'15", en la margen izquierda del río» del mismo nombre. Para esa fecha, este documento señala que Mavaca presentaba ser un vistoso pueblo con inmensas labranzas y los indígenas que la habitaban pertenecían a las llamadas «tribus panatarra y curichipanas», que consideramos se trataban de grupos arawakos, los cuales no aparecen identificados en las relaciones coloniales de la Expedición de Límites del siglo anterior. En esa región abundaba la zarzaparrilla, los cacahuales silvestres y las yuvías o almendrones (AGN 1843, T. IX, folio 91), especies que, con excepción de la zarzaparrilla, habían sido ya reportadas por Francisco Fernández de Bobadilla y Apolinar Diez de la Fuente hacia 1760. Estos legajos no mencionan la presencia de guaharibos o guaicas, por lo que se presume que para ese tiempo aún no se iniciaba la expansión yanomami hacia el río Mavaca. Entre 1830 y 1838, el coronel Agustín Codazzi (1793-1859) hace una amplia relación de la geografía física y natural de Venezuela, tarea que había sido encomendada por el presidente José Antonio Páez en 1830. Para cumplir con esta labor cartográfica, Páez lo nombró «Jefe de Estado Mayor» de sus fuerzas militares. Es así como Codazzi emprende el levantamiento cartográfico de las provincias de Coro en 1832; Barquisimeto, Barinas y Cumaná en 1833, del delta del río Orinoco entre 1834 y 1836, y finalmente de la provincia de Guayana entre 1837 y 1838, con lo cual reconoce y registra la geografía física y humana del Cantón de Río Negro (Codazzi 1960 II). Codazzi es considerado como el primer geógrafo que tuvo una visión global y disciplinada del territorio nacional (Venegas Filardo 1983: 43). Su trabajo sobre la cartografía de Venezuela publicado con el título Atlas físico y político de la república de Venezuela (1840) conjuntamente con la obra de Rafael María Baralt Resumen de la historia de Venezuela (1841) representan las primeras publicaciones oficiales que dan cuenta de una manera sistemática de la geografía e historia de la nación ya emancipada. Venezuela había conquistado su independencia de la dominación española en 1821 y luego de la desintegración de la Gran Colombia en 1830, los gobernantes de ese período tales como José Antonio Páez, José María Vargas y Carlos Soublette, tenían como meta unificar a un país que se encontraba dividido

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social y políticamente, y que había perdido casi una tercera parte de su población en las guerras independentistas. Esta cartografía del territorio venezolano constituyó el primer mapa y reporte oficial de la nación y por lo tanto era la primera representación geo-espacial que reunía en un solo atlas lo que se estaba configurando como país, y con ello la construcción de una identidad nacional en relación directa con un espacio territorial. En relación con el viaje de Codazzi que hizo a la provincia de Guayana y más específicamente al Alto Orinoco superior existe un debate en torno a si realmente alcanzó o no hasta el raudal de Guaharibos y si, por consiguiente, encontró a su paso a los llamados indios guaharibos. De acuerdo a un informe que hace la Academia de Ciencias de Francia para evaluar el contenido de esta relación geográfica, señala que el coronel Codazzi habría llegado hasta el mencionado raudal, lugar donde el capitán Francisco Fernández de Bobadilla «fue atacado por unos indios salvajes». No obstante, indica el informe que este geógrafo italiano no había podido traspasar ese punto, «porque los guaharibos han conservado su independencia y con ella su desconfianza hacia los hombres blancos» (Codazzi 1960 II: 33). Este informe repite las erróneas apreciaciones de Humboldt en torno al choque violento entre la expedición de Francisco Fernández de Bobadilla y estos indígenas. Sin embargo, es discutible si Codazzi verdaderamente navegó hasta la ubicación del raudal. Las evidencias indican, por el contrario, que sólo llegó hasta la bifurcación de los ríos Orinoco y Casiquiare y que de allí navegó hasta el Río Negro sin haber tenido contacto con ningún guaharibo, tal como lo señalaron, posteriormente, Michelena y Rojas (1989 [1867]) y Tavera Acosta (1984 [1906]). Las referencias y descripciones de los indios del Alto Orinoco fueron presumiblemente obtenidas de algunos habitantes del Orinoco así como de los diarios de Humboldt (Cocco 1972: 48; Tavera Acosta 1984: 91 [1906]). Tavera Acosta subraya que Codazzi nunca vio a ningún miembro de la «tribu de guaharibos» (1984: 295 [1906]) y que sus observaciones sobre ellos sólo tienen por base lo indicado en el atlas de Balbi, quien nunca viajó a esa región. Aunque Tavera Acosta no especifica la referencia bibliográfica de dicho atlas, presumimos que se trata de la colección del geógrafo italiano Adriano Balbi titulada Atlas ethnographique du globe ou classification des peuples anciens et modernes d’après leur langues, publicado en París en 1826. Hay que acotar que la obra de Codazzi es un extenso compendio de datos presentados en un formato de informe oficial sobre la variada geografía física y humana de Venezuela que, muchas veces, no refleja con exactitud el origen de la naturaleza de los datos. Es difícil inferir cuáles han sido las fuentes de información que Codazzi utilizó, sobre todo las que hacen referencia a las poblaciones indígenas. Por tanto, resulta difícil, sino imposible, determinar si las informaciones que

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recopila y presenta en torno a los pueblos indígenas son producto de observaciones directas en el campo, de indagaciones que realizó entre criollos e indígenas de la región, de fuentes escritas de segunda mano, o una mezcla de todas ellas. En todo caso, lo que hemos denominado evidencialidad histórica, referida a la enunciación de la fuente de donde proviene la información ya sea por evidencia visual directa, por testimonios o por deducción, resulta indeterminada. En su relación geográfica del entonces Cantón de Río Negro de la Provincia de Guayana, Codazzi presenta breves referencias demográficas de las poblaciones indígenas y describe a los indios que habitaban en los ríos que desembocan al Orinoco por el norte y por el este. En cuanto a los indígenas que podríamos identificar como los actuales yanomami, los reúne en tres grupos y los ubica espacialmente de la siguiente manera: los «guaharibos» los coloca en una amplia zona hacia las cabeceras del Orinoco y del río Manaviche, los «guaicas» los sitúa más hacia la zona del río Ocamo, y los «kirishanas» (schirianá) en la sierra Parima (Codazzi 1960 I). Presumimos que la información sobre la ubicación de estos kirishanas, probablemente proviene de los datos recogidos por Robert Schomburgk entre 1838 y 1839, quien hizo una breve descripción de estos indígenas del alto Uraricoera (Schomburgk 1923: 43-44). Con relación a los datos demográficos sobre estos indígenas Codazzi señala, por ejemplo, que los guaharibos alcanzan una población de 1100 individuos: «[...] son todos feroces, viven en el raudal de este nombre y en el Orinoco arriba. No usan embarcaciones sino conchas y viven de la pesca y caza, sus mujeres van todas desnudas»(Codazzi 1960 I: 273).

Mientras los guaicas tienen unos 1200 individuos, «[...] son más blancos que otros indios, viven en el Ocamo, Matacuna y Manaviche; algunas tribus de estos son aliados de los maquiritares y otros de los guaharibos, dos tribus que hacían la guerra en 1838»(Codazzi 1960 I: 273).

Codazzi al hacer una descripción de los habitantes de las fuentes del Orinoco, pareciera repetir las mismas consideraciones realizadas por Humboldt en cuanto a su condición fiera, la baja estatura y al color tan blanco de los indios guaharibos y guaicas, lo cual contrasta con la talla y color de otras «tribus de indios de la región» (Codazzi 1960 I: 76). No obstante, estos comentarios son ampliados cuando señala que los indios guaicas hablan una lengua semejante a la de los guaharibos. Esta asociación lingüística resultaría acertada ya que los indios guaicas y guaharibos que él menciona corresponderían a los actuales yanomami. Sobre los indígenas que ubica en el río Mavaca dice que esa zona está habitada por los

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indios «curiaranas», mientras que los «curichipanos» los sitúa en las cabeceras del río Geheta. En cuanto a las informaciones sobre los guaharibos y guaicas, Codazzi da cuenta en primer lugar de la estimación de la población de estos grupos indígenas, cifra que se desconoce de qué manera fue calculada, y en segundo lugar de las relaciones interétnicas entre los indios guaicas y los maquiritares. En el caso de los datos poblacionales que suministra Codazzi, una vez más se desconoce el origen de las fuentes de información. Sin embargo, considerando que la misión de Codazzi era de dar también cuenta sobre las poblaciones indígenas, se entiende que haya tratado de conseguir información censal incluso sobre aquellos indígenas aún no contactados. En su amplia obra, él clasificó a este tipo de indígenas como «indios independientes» a diferencia de los «indios civilizados» y los «indios catequizados», quienes ya habían experimentado los procesos de asimilación cultural. En una tabla comparativa sobre las provincias de Venezuela, Codazzi señala que la provincia de Guayana tiene 20.140 leguas y una población de 56.471 habitantes, la cual estaba compuesta por «indios independientes que viven en entera libertad y en las selvas cuyo número se ha calculado aproximadamente a 41.040» (Figura 18). Más adelante culmina diciendo que ésta es la provincia más grande de Venezuela, «pero su población es la más pequeña de todas, y también en generalidad la menos útil a la actual sociedad», declaración que reiteraba la imagen de invalidación y descrédito que se había creado hacia esta provincia y sus pobladores en el naciente país. Sobre las relaciones interétnicas, Codazzi menciona que los guaharibos y los guaicas son unas tribus muy disminuidas por la persecución encarnizada y ataques que hacían los maquiritares (maiongkongs) de los ríos Ventuari y Padamo para robarles a sus hijos, los cuales luego llevaban a los holandeses del Demerari (Demerara) para venderlos a cambio de herramientas, cuentas de vidrio y espejos (Codazzi 1960 I: 76, 256). Como lo señala Codazzi (1960 I: 76), entre los maquiritares y guaharibos existían fuertes tensiones interétnicas desde principios del siglo XIX. Además del rapto de los guaharibos por parte de los maquiritares, se presume que estos conflictos también se debieron a la expansión geográfica de los yanomami hacia el noroeste. A la larga, los yekuana ubicados en el Alto Orinoco superior sentirían la presión por parte de la expansión yanomami obligándolos así a migrar más hacia el noroeste48. Los yanomami ocuparon posteriormente la zona del Ocamo y Padamo. En la actualidad, existen tanto comunidades yekuanas como yanomami en el río Padamo. De acuerdo a Coppens (1981: 24), en la región sur de la Parima se produce un desplazamiento de algunas comunidades yekuana en donde tenían su puesto de avanzada más hacia el oriente. Esta área sería luego ocupada por los yanomami.

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Figura 18 Tabla comparativa de los ríos que salen del sistema Parima, A. Codazzi, 1840

Detalle ampliado de los ríos del sistema Parima.

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Cabe preguntarse, si Codazzi no llegó hasta el raudal de Guaharibos, cómo pudo haber obtenido estas informaciones en cuanto a la estimación de la población y a las conflictivas relaciones entre los guaharibos y maquiritares. Lo que se puede deducir es que en su viaje hasta la boca del Casiquiare contactó e interrogó a diversos informantes de las poblaciones ubicadas en la ribera del Orinoco, así como a las autoridades civiles y militares del Cantón de Río Negro quienes, presumiblemente, le suministraron informaciones generales sobre la presencia de estos indígenas en el Alto Orinoco. Por otra parte, se apoyó en las publicaciones coloniales existentes y sobre todo en las notas del viaje de Humboldt para describir esta región, las cuales reflejaban imprecisiones sobre todo hacia las fuentes del Orinoco. Si bien Codazzi no llegó a remontar hasta el referido raudal, al menos obtuvo datos de población y geográficos más puntuales sobre los pueblos indígenas y sobre el Orinoco que los reseñados por Humboldt. Estos datos están registrados en su mapa de 1840, el cual presenta relevantes referencias geográficas y poblacionales de las áreas periféricas y cercanas a las fuentes de este río (Figura 19). Finalmente, el informe publicado por la Academia de Ciencias de Francia sobre la relación geográfica de Codazzi hace un comentario sobre la desconfianza de los guaharibos y guaicas hacia criollos y europeos: «Sobrada razón tienen, si se considera que los indios que se han mostrado dóciles y sumisos, han desaparecido, al paso que los guaharibos se conservan y son poseedores de su desfiladero» (Codazzi 1960 II: 33). Más adelante este informe menciona que para tomar y controlar el raudal de Guaharibos habría que utilizar la fuerza, y que según instrucciones de Codazzi no se sugería llegar a este extremo. De hecho, en su relación geográfica, este viajero llama la atención de los maltratos ejercidos por parte de las autoridades hacia los indígenas del Cantón de Río Negro, los cuales no se corresponde con la supuesta filantropía de las instituciones del Estado: «El Gobierno de Venezuela ha dado pruebas de humanidad, pensando que valía más dejar imprecisa una cuestión de geografía que destruir a unos indios que, a pesar de sus derechos, no han sido consultados en la división política que se ha hecho de los diferentes Estados sudamericanos» (Codazzi 1960 II: 33). Estas apreciaciones resultan un tanto contradictorias en cuanto a la supuesta deferencia por parte del gobierno nacional hacia las poblaciones indígenas de la Guayana en aquel tiempo. Consideramos que esta justificación estaría más relacionada a la imposibilidad, obstáculos y dificultades que habían tenido los expedicionarios y viajeros, hasta ese momento, para remontar hasta las cabeceras del

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Figura 19 Mapa del Cantón de Río Negro de la Provincia de Guayana, A. Codazzi, 1840

Orinoco que a una postura indulgente por parte del gobierno y de sus funcionarios hacia los indígenas del Alto Orinoco superior. Resulta curioso y contrapuesto que mientras Humboldt recomendaba utilizar la fuerza para arremeter contra estos indígenas y poder remontar, sin obstáculos, el Orinoco hasta sus cabeceras (Humboldt 1985 IV: 389), Codazzi, por su

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Ampliación del Alto Orinoco según Codazzi.

parte, argumentaba que era «más humanitario» dejar a esas poblaciones tranquilas y no utilizar la fuerza a pesar de que las fuentes siguieran siendo un misterio. Consideramos que ambas posiciones presentan pretextos de diferentes índole para justificar la imposibilidad de los «blancos hispano-americanos y extranjeros» en alcanzar las fuentes del Orinoco mientras se le atribuía a la insubordinación de los indios guaharibos y guaicas la culpa de tal impedimento. A pesar de los datos demográficos presentados por Codazzi sobre estas poblaciones indígenas, no hay un registro claro y fehaciente que indique un encuentro directo con los guaharibos y guaicas. Estos indígenas seguían siendo tan desconocidos como las mismas cabeceras del Orinoco.

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Robert Schomburgk Entre 1838 y 1839 el explorador alemán Robert Hermann Schomburgk (1804-1865) al servicio de los ingleses, emprendió un viaje desde el Roraima hasta el Río Negro. Este viaje fue el tercero que realizó como parte de las expediciones que llevó a cabo por la Guayana Británica entre 1835 y 1839 bajo los auspicios de la Sociedad Real Geográfica de Londres49. Hay que señalar que para principios del siglo XIX, los ingleses, como parte de su política de expansión, buscaban ocupar territorios más allá del Esequibo hacia la Guayana venezolana, y de allí que fueran enviados exploradores y viajeros como Schomburgk para investigar y reconocer estos parajes para la posible explotación y aprovechamiento de los recursos naturales50. La ruta que tomó para buscar las fuentes del Orinoco fue distinta a la realizada por la Expedición de Límites, por Humboldt y por Codazzi quienes remontaron propiamente el cauce del río Orinoco o sus tributarios. Schomburgk, en cambio, sale desde las cercanías del monte Roraima (en el punto donde convergen los límites de Brasil y las Guayanas inglesas y venezolanas), sube por el río Uraricoera, traspasa la frontera venezolana y llega a la hoya del Merevari, cerca de las cabeceras del Caura en el actual estado Bolívar y encuentra una aldea de indios guinau (Figura 20). De allí siguió al sur hasta la cuenca del río Parima, pasando por el río Auarís, en territorio brasileño hasta alcanzar las cabeceras del río Ocamo, en busca de las fuentes del Orinoco, que era el principal objetivo de esta tercera expedición (Schomburgk 1923 (43): 155). El género narrativo que utiliza es el diario de viajero o relato de viajero describiendo por fecha los sitios visitados, las especies botánicas encontradas, los cauces de los ríos, las montañas, así como los pueblos indígenas que encontraba a su paso, y demás aspectos físicos y naturales de la región. Según las informaciones que Schomburgk tenía, las nacientes del Orinoco se encontraban en las cercanías del río Parima hacia el sur, luego de una cordillera que se extendía de noroeste a suroeste «y que los indios indicaban como objeto final del viaje, diciendo que allí La obra original de Schomburgk se titula Voyage in Guiana and upon the shores of the Orinoco during the years 183539 (London 1840), la cual fue traducida al alemán por su hermano Otto Schomburgk con el título Reisen in Guiana und am Orinoco in den Jahren 1835-39 (Leipzing 1841) con prefacio escrito por Alexander von Humboldt. De estas ediciones extranjeras no logramos tener acceso. Para reconstruir el viaje de Schomburgk utilizamos la traducción y compilación comentada por Henri Pittier, publicada en dos números de la revista Cultura Venezolana de 1923 bajo el título de «Desde el Roraima hasta la Piedra de Cucuí. Viaje exploración efectuado en los años 1938-39 por Roberto Hermann Schomburgk». 50 En el prefacio del traductor, Pittier advierte sobre los ambiciosos planes ingleses de expansión más allá del Esequibo que procuraban explorar la región de la Guayana venezolana, cuyos territorios constituían «la parte más desconocida, pero más prometedora de la república» (Pittier, En: Schomburgk 1923 (43): 147). 49

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Figura 20 Mapa de la ruta de Schomburgk en Guayana, 1840

Detalle de la ruta de Schomburgk hasta el Orinoco.

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en la sombra de árboles gigantes, se encontraba la fuente del Orinoco» (1923 (44): 235). Sin embargo, como bien lo narra este viajero, el 1.ero de febrero de 1839, se aniquilaron todas sus esperanzas de continuar el viaje en busca de las nacientes del Orinoco. Al llegar a un pueblo maiongkong51, encontró a estos indios en una terrible exaltación y preparándose para dejar el lugar. La razón de esta repentina partida era que los kirischanas o schirianás (presumiblemente yanomami), que habitaban en las montañas entre el Ocamo y el Orinoco, habían matado a 20 maiongkongs cuando se disponían a realizar intercambios de objetos manufacturados. Aparentemente, estos kirischanas, que Schomburgk los califica como «los mismos salvajes», también habían atacado, con posterioridad, a otro pueblo de maiongkongs, matando a sus habitantes, el cual estaba situado a un día de distancia de donde se encontraban este viajero con sus acompañantes (Schomburgk 1923 (44): 235). Los atropellos, hostilidades y muertes que los kirischnas habían causado a los maiongkongs, generó un pánico total entre los guías de Schomburgk. Con este suceso, sus guías no sólo se negaron a continuar el viaje sino que simplemente estaban decididos a regresarse inmediatamente para salvar sus vidas dejando a este viajero a su suerte. Schomburgk también menciona que mientras realizaba su recorrido por el río Merevari tuvo que «dar licencia» (permiso) a varios de sus guías macuchis ya que ellos temían por sus vidas ante posibles ataques indígenas. Ellos sabían que los maiongkongs de la Parima y del Alto Orinoco estaban en guerra con los del Merevari y también con los indios guinau (1923 (43): 155). Esto demuestra lo atemorizados que se encontraban los guías indígenas macuchis antes de llegar al río Uraricoera debido a los conflictos interétnicos que se suscitaban entre diferentes pueblos indígenas de esas latitudes en aquel tiempo. De acuerdo a sus notas, ningún obsequio o dádiva que Schomburgk ofreció a sus guías fue lo suficientemente convincente para alentarlos a proseguir el viaje. Todo fue inútil y lo único que logró Schomburgk entre sus acompañantes fue que esperaran hasta el amanecer del día siguiente para emprender la retirada, cuando según sus apuntes «ya estaba en los mismos umbrales de las fuentes del Orinoco». Este viajero, no tuvo más opción que regresarse por el norte hasta dar de nuevo con los macos del río Auarís, pasando por el alto Matacuni y el río Cuntinamo donde encontró otra aldea de maquiritares y guinau y de allí siguió hasta el Padamo, y bajando por este río hasta el Orinoco llegó a La Esmeralda el 22 de febrero de 1839 (Figura 21).

Maiongkong era el nombre utilizado por los indígenas macushi para denominar a los maquiritare (yekuana). Gran parte de los guías que acompañaron a Schomburgk eran indígenas macushi, de allí que él utilizara este término.

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Figura 21 La Esmeralda, una visión de Schomburgk

Fuente: tomado de Schomburgk 1841 (Ilustración realizada por Charles Bentley).

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Schomburgk comenta que estos kirischanas que se atravesaron en su anhelado deseo de encontrar las fuentes del Orinoco, probablemente habían sido los mismos indios hostiles, los temidos guaharibos y guaicas, que habían impedido el paso a Humboldt unos años antes (Schomburgk 1923 (44): 236). Como vemos el mito creado por Humboldt sobre la beligerancia de los guaharibos era repetido ahora por este viajero como argumento para explicar las razones huidizas de sus guías y su fracaso para alcanzar las fuentes. Schomburgk es el primer expedicionario que se refiere a los yanomami con el término de kirischana. Esta denominación trajo posteriormente confusión entre otros exploradores del siglo XIX al considerar que se trataban de los mismos indios krischaná (crichanás), de filiación caribe, ubicados en el bajo río Yauapery (Jauaperi), afluente del Río Negro en territorio brasileño (Barboza Rodrigues 1885; Coudreaux 1887). Como bien lo señaló luego Koch-Grünberg, estos krischaná o uaimiri del río Jauaperi no tienen ninguna relación lingüística con los llamados schirianá del Alto Uraricoera (1982 (III): 241). Aun cuando Schomburgk no tuvo ningún contacto directo con los indios kirischanas, sí llegó a encontrar, aparentemente, un sembradío cultivado por ellos cerca de la sierra Marutaní, por el Alto Uraricoera, en el lado brasileño. Este explorador ubica a estos indios en el curso superior del río Uruwé, un pequeño afluente del Uraricoera, y principalmente en la sierra Parima. Schomburgk señala que estos kirischanas eran una «tribu nómada», aguerrida y valiente que vivía en «perfecto estado natural». A pesar de que no encontró de manera directa a estos kirischanas, sí realizó una serie de señalamientos a partir de lo que pudo enterarse por medio de sus guías y otros informantes. En su descripción resalta que los kirischanas viven de la cacería en las sierras y cuando ésta es escasa, viven de la pesca y de comer tortugas y caimanes de los ríos. De vez en cuando tumban un pedazo de bosque para cultivar, presumiblemente, yuca amarga que luego es recolectada. Para la navegación utilizan pequeñas canoas de cortezas de árboles, las cuales son construidas rápidamente con el uso del fuego (Schomburgk 1923). Migliazza (1972: 365) sugiere que con estas descripciones de Schomburgk se inicia la equivocada idea de que los patrones de subsistencia de este grupo consistían sólo de la caza y la pesca y un poco de cultivo de la yuca. Lo cierto es que la dieta yanomami aún depende principalmente de la horticultura, sobre todo del plátano. Por lo tanto, sería erróneo clasificarlos como tribus marginales cazadoras-recolectoras tal como lo señaló un siglo después Julian Steward en su monumental obra Handbook of South American Indians (1946). En cuanto a las relaciones interétnicas con otras poblaciones indígenas colindantes, este explorador advierte que el temor de los indios vecinos hacia los

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kirischanas lo compara con el desprecio de otros indios hacia los oewaku (awaké)52, y afirma que los kirischanas se aprovechan de ese miedo para saquear y atacar las comunidades más débiles sin temor alguno. «Sus flechas envenenadas están siempre listas para matar» afirmaba este viajero. Schomburgk, menciona, así mismo, otro cruento encuentro entre maiongkongs y kirischanas cuando tres de los primeros se tropezaron con un grupo de los segundos en un viaje hacia el Bajo Uraricoera. Estos mataron a dos de los maiongkongs y el otro escapó llevando la terrible noticia a su aldea. Estaban tan atemorizados que emprendieron la fuga inmediatamente. De acuerdo a lo que indica Schomburgk sobre la ocupación territorial indígena, se puede suponer que en ese tiempo la movilidad espacial de los guaicas y guaharibos alcanzaba más allá de las cabeceras del Orinoco, y que de alguna forma existían tensiones entre los diferentes pueblos indígenas por controlar estas áreas territoriales y sus recursos. Al igual que Humboldt y Codazzi, las notas del diario de Schomburgk no señalan ninguna coincidencia espacio-temporal o encuentro directo con los kirischanas (yanomami). Esto hace suponer que las descripciones sobre sus actividades productivas y los hostiles tropiezos con otros indígenas provienen de las referencias y comentarios de sus vecinos rivales, así como de las informaciones recopiladas, posteriormente, entre los habitantes de La Esmeralda y San Carlos de Río Negro. Lo que parece evidente es que los kirischanas sí estaban en guerra con los maiongkongs, macos y macuchis en aquel tiempo, así que cualquier referencia sobre ellos estaría desproporcionalmente sesgada por la visión de aquellos indígenas que se sentían amenazados. En La Esmeralda, Schomburgk estableció contacto, por ejemplo, con el indio ipavaquena Antonio Yurumari, quien muchas veces había remontado por el Mavaca (Schomburgk 1923 (44): 253), y luego en San Carlos con el juez de paz don Diego de Pina quien le comunicó que en varias ocasiones había llegado hasta el raudal de Guaharibos. Comenta Schomburgk: «Los indios guaharibos se habrían retirado, según él [Diego de Pina], más hacia el Este, pero sin perder por eso su animosidad contra los extranjeros que traten de internarse en su territorio» (1923 44: 263). Una vez en La Esmeralda, Schomburgk pretendía seguir hasta San Carlos de Río Negro por el río Mavaca y el Siapa, ya que había tenido noticias de que los indios de Brasil comerciaban con esta villa tomando el camino de Río Negro, Padauirí, Mararí, Siapa hasta el Mavaca (Cocco 1972: 50). Sin embargo, debido a la sequía en los cauces de los ríos no tuvo otra opción sino tomar por el brazo Los awaké también conocidos como uruak, arutani, auake y aoaquis habitaban entre Brasil y Venezuela en los afluentes del río Branco. No tienen una filiación lingüística determinada (Migliazza & Campbell 1988: 311).

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Casiquiare para llegar hasta San Carlos y culminar en la Piedra del Cocuy su largo recorrido desde el Roraima. Los guaharibos, los guaicas y ahora los kirischinas, cobraban cada vez mayor reputación de indios aguerridos y «salvajes» entre los exploradores que pretendían remontar el Orinoco. Aunque hasta ese momento no se habían registrado ciertamente encuentros directos sino más bien desencuentros, con excepción de la familia de guaica que Humboldt había contactado en La Esmeralda, los exploradores europeos especulaban sobre sus características físicas, actividades de subsistencia y su constante actitud beligerante. La evidencialidad histórica recaía en lo que Schomburgk había escuchado, sin que identificara a sus informantes, sólo con algunas excepciones, y en las evidencias que conjeturalmente construyó este viajero a partir de sus percepciones sobre el territorio agreste y las relaciones interétnicas de las poblaciones indígenas. Los guaharibos, los guaicas y los kirischinas al igual que las fuentes del Orinoco se habían convertido en un gran enigma y desconcierto para los viajeros europeos y criollos de la época.

Richard Spruce En 1853 llega a San Carlos de Río Negro el botánico inglés Richard Spruce (1817-1893) con la intención de preparar una expedición hacia las aún desconocidas fuentes del Orinoco. Spruce fue un naturalista victoriano que se dedicó con empeño a recolectar muestras botánicas y objetos materiales utilizados por las poblaciones indígenas durante su extenso y prolongado viaje por el Amazonas y los Andes entre 1849 y 1864, el cual fue financiado por el herbario inglés de Kew (Royal Botanic Gardens). Una vez en Suramérica, este explorador inicia su viaje desde el Pará, Brasil, navega por el río Amazonas hasta Santarém donde conoce al también naturalista inglés Alfred Russel Wallace53 y de allí avanzó hasta la boca del Río Negro. Luego siguió hasta la Barra o Manaus, navegó hasta São Gabriel da Cachoeira y de allí pasó a explorar el río Uaupés (Vaupés) para luego trasladarse hasta San Carlos de Río Negro en territorio venezolano. Una vez en San Carlos de Río Negro, Spruce organiza su exploración para remontar hasta el Orinoco por el brazo Casiquiare. Recorre una serie de pequeños poblados establecidos a lo largo del Casiquiare y hace algunas descripciones Sería A. R. Wallace quien se encargaría de compilar y editar gran parte de los dos volúmenes de notas del viaje de Spruce luego de su muerte (1893) bajo el título de Notes of a botanist on the Amazon and Andes: being records of travel on the Amazon and its tributaries, the Trombetas, Rio Negro, Uaupés, Casiquiari, Pacimoni, Huallaga and Pastasa; as also to the cataracts of the Orinoco, along the eastern side of the Andes of Peru and Ecuador, and the shores of the Pacific, during the years 1849-1864. London: Macmillan, 1908.

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botánicas de la región. De acuerdo a Alfred R. Wallace, compilador y editor de sus notas, Spruce perseguía dos objetivos con esta expedición. El primero, visitar los mismos sitios recorridos por Humboldt y Bonpland, y especialmente por Schomburgk. El segundo, navegar por dos ríos nunca antes visitados por europeo alguno, mientras obtenía información sobre «algunas tribus de indios interesantes y poco conocidas» que habitaban esa región (Spruce 1908: 385). Aquí, el editor no menciona explícitamente los nombres de estos ríos, pero de acuerdo a los apuntes posteriores de Spuce presumimos que se trataba del río Cunucunuma y del Orinoco hacia sus cabeceras (Figura 22). El estilo narrativo de las notas de este explorador inglés es también en formato de diario de viajero. Describía lo que veía y encontraba día a día. En su extensa obra refiere con detalle las especies botánicas que hallaba a su paso, así como los lugares visitados, los cauces de los ríos, los accidentes geográficos de la Amazonía y las poblaciones nativas que contactaba. Sin embargo, hay que hacer la salvedad que fue Wallace quien organizó y compiló la información de sus viajes por Suramérica a partir de sus diarios, cartas y demás información adicional como dibujos, mapas y listas. Por lo tanto, el texto está compuesto tanto por las Figura 22 Mapa del viaje de Spruce por el Orinoco, 1853

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Ampliación del curso del Orinoco según Spruce.

observaciones de Spruce, en la mayoría de los casos contenidas entre comillas, y los comentarios realizados por el editor, es decir, por Wallace. En el volumen uno del estudio de Spruce, hay dos secciones que hacen referencia directamente a la región del Alto Orinoco y a los indios guaharibos. La primera es una carta escrita por Spruce desde San Carlos de Río Negro el 27 de junio de 1853 dirigida al botánico Sir William Hooker, uno de sus principales mentores con quien mantendría comunicación en Inglaterra. La segunda es el capítulo doce de su texto cuyo título es «En el país de Humboldt: Viaje por el Casiquiare hasta La Esmeralda por el Orinoco, y hasta los ríos Cunucunúma y Pacimoni», que relata su viaje en forma de diario desde noviembre de 1853 hasta febrero de 1854. En la carta a Hooker, Spruce (1908: 353-357) hace una relación de las investigaciones efectuadas entre comerciantes e indígenas con respecto a las posibilidades de llegar a las fuentes del Orinoco, que hasta entonces «no habían sido visitadas e incluso ni se habían acercado europeo alguno» (Spruce 1908: 353). Estando en San Carlos, Spruce se encuentra al comisario general del Cantón de Río Negro, don Gregorio Díaz quien vivía en San Fernando de Atabapo. En este intercambio, Díaz le manifestó a Spruce su deseo de llegar hasta el nacimiento del Orinoco y no sólo le ofreció acompañarlo sino también le prometió todo el apoyo logístico necesario para alcanzar este cometido. Sin embargo, como luego lo expone,

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esta expedición que estaba prevista arrancar desde La Esmeralda a principios de 1854, no tuvo lugar pues el Comisario General Díaz había sido removido de su cargo dejando sin efecto la ayuda que le había prometido (Spruce 1908: 437). En cuanto a los guaharibos, Spruce indica en esa carta que entre las rutas para llegar a las fuentes del Orinoco, la del Siapa hasta el Mavaca resultaría la más verosímil. Todo ello con el fin de «evitar a los hostiles guaharibos», los cuales podrían vencer «cincuenta hombres bien armados». Más adelante en esta carta, Spruce advierte sobre dos aspectos importantes, uno con respecto a unos encuentros violentos con los guaharibos y otro en relación con lo que se encuentra más arriba del raudal de Guaharibos. Sobre el primero, señala que después de la separación de Venezuela con respecto a España, un contingente de hombres bien armados dirigidos por un comandante de San Fernando había llegado hasta ese raudal para establecer relaciones amistosas con estos indios. Una vez que encontraron un campamento de guaharibos, los blancos fueron recibidos amigablemente: «En recompensa de la cual ellos atacaron a los indios en la noche, mataron a todos los hombres que pudieron y se llevaron cautivos a los niños. Uno de esos cautivos está todavía viviendo cerca de la boca del Casiquiare superior, y yo espero verlo y conversar con él» (Spruce 1908: 355). Esta cita presenta una visión distinta de los encuentros con estos indígenas, en la que ellos aparecen como las víctimas de este sorpresivo ataque. Esta es otra versión de los contactos en la que los choques contra las guaharibos suceden como consecuencia de agresiones por parte de mestizos y criollos provenientes de San Fernando, es decir de encuentros violentos con los no indígenas. El otro aspecto es que el raudal de Guaharibos comienza a desmitificarse en las narrativas cuando Spruce afirma que en San Carlos de Río Negro encontró a varias personas que habían remontado hasta ese punto. Entre ellos a Diego Pina, quien también había sido informante de Schomburgk, le indicó que se necesitaba un mes para ir de La Esmeralda al raudal, deteniéndose en todos los caños y que por encima del raudal, el Orinoco todavía era un gran río que podía ser surcado por piraguas de tamaño considerable durante lo más fuerte de la estación lluviosa (1908: 356). Resalta aquí el hecho de que Spruce no sólo identifica a su colaborador informante sino que presenta una visión distinta sobre la continuidad del curso del Orinoco por encima del raudal de Guaharibos, que se ajusta más a las características de esta red fluvial. En el capítulo llamado «En el país de Humboldt», Spruce relata su viaje por el Casiquiare desde San Carlos de Río Negro. Luego de tres semanas de recorrido

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por este brazo identificando los poblados que encontraba en su camino, Spruce llega el 17 de diciembre al pueblo de Monagas, también llamado Camaciano. Allí encontró a un indio guaharibo que había sido capturado 30 años atrás, cuando este debió tener unos 20 años de edad, ya que Spruce le calculó cerca de 50 cuando lo encontró. Spruce le dedica cierta atención a este guaharibo, único contacto que él llega a tener con algún miembro de este grupo, y hace varias observaciones sobre su lengua, estatura, color de la piel, y la manera como fue capturado por sus prisioneros, entre ellos un tal Monagas. Todas las observaciones que realizó Spruce sobre los guaharibos provienen en primer lugar de las informaciones suministradas por este señor Monagas, aparentemente un mestizo y gobernador del pueblo que llevaba su mismo nombre y quien había recorrido muchas veces el Orinoco y los ríos adyacentes. En segundo lugar, es el resultado de lo que Spruce logró entender de los testimonios que recolectó del propio indio guaharibo que encontró en ese pueblo, estableciendo una relación directa con este informante. Este explorador señala que el guaharibo hablaba escasamente el castellano, y Monagas tuvo que servirle de intérprete para comunicarse con él. Su nombre indígena, según Spruce, era Kudé-kubui, pero había sido bautizado con el nombre de José Miguel. En cuanto a su apariencia física la describe como de baja estatura (5 pies54), era barrigón y de piernas débiles, de piel clara y ojos castaños (Figura 23). Su cabello era negro y ligeramente ondulado, «parecía gente buena, pero mucho menos inteligente que los indios barés». Spruce relata que mientras registraba alguna de sus palabras, los otros indios a su alrededor se burlaban de la manera de hablar del guaharibo y que éste también lo hacía (Spruce 1908: 396397). Registra Spruce cómo este mestizo Figura 23. El indio guaharibo capturó al guaharibo. Monagas con otros seis Kudé-kubui que describió Spruce en hombres se encontraban recogiendo nueces su diario de yuvía en un río que creemos se trataba De acuerdo a las antiguas medidas españolas 1 pie equivalía a 27,9 cm.

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del Manaviche, ubicado más arriba de la boca del Mavaca. Por allí, estos hombres mestizos habían seguido hasta encontrar un claro en la selva, que constituía una aldea guaharibo, «Las casas eran de forma anular, con el techo bajo inclinado ligeramente hacia afuera, ancho no más de dos o tres varas, mientras el hueco en el centro estaba abierto hacia el cielo. El techo y la pared externa estaban hechos de largas y anchas hojas enteras de una palmera parecida al Bussú del Pará. Debajo de los techos estaban colgadas hamacas de varias familias» (Spruce 1908: 397). Esta parece ser la primera descripción de un shapono, vivienda yanomami registrada por explorador alguno hasta la fecha. Si bien fue Monagas quien le suministró esta información a Spruce, pareciera que este explorador tenía una sensibilidad etnológica que le impulsaba a percatarse sobre algunos aspectos etnográficos de este pueblo indígena, en vez de repetir los relatos sobre sus características físicas o sobre su condición de indios feroces y belicosos que habitaban en el raudal de Guaharibos. En la reconstrucción del encuentro entre Monagas y los guaharibos, Spruce comenta que al llegar este mestizo y sus compañeros a una de esas aldeas por el Manaviche, ellos se encontraron con dos jóvenes y tres mujeres de estas tribus. Uno de los hombres escapó, pero Monagas y sus acompañantes, probablemente indígenas barés, capturaron al resto. Después de atar a los cautivos, ellos fueron fuertemente atacados y repelidos por un grupo de guaharibos que estaban de regreso a la aldea, pero los mestizos lograron escapar en la densa selva después de matar a uno de ellos y llegar a salvo hasta sus embarcaciones. Las tres mujeres murieron pocos años después de la enfermedad llamada escarlatina (fiebre escarlata) (Spruce 1908: 397). Monagas con varios acompañantes visitó dos o tres años después el lugar donde había sucedido este choque con los indígenas con la idea de capturar algunos otros. Cuando llegó a la aldea, ésta había desaparecido y los senderos estaban llenos de matorrales (Spruce 1908: 398). En cuanto a la información que el indio Kudé-kubui, aparentemente, le suministró de manera directa a Spruce, registra que hay varias aldeas guaharibos en el Orinoco arriba cerca sus fuentes. Este indio no había llegado hasta allá pero dijo que habían grupos que «estaban asentados a un lado de la serranía y cuando ésta se cruza, el río Branco se alcanza en un día» (Spruce 1908: 398). Sobre lo que este viajero recopiló de sus costumbres, señala que cada hombre debía tener sólo una mujer, y además: «Ellos queman los cuerpos de sus difuntos, recogen los huesos calcinados, y los majan en un mortero, y los guardan en sus casas en unas cestas globulares de fino tejido de

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mamuri. Cuando ellos se trasladan de residencia o viajan, ellos llevan con ellos los huesos de sus ancestros. Monagas encontró varios de estos mapires (cestos) en la casa donde él entró» (Spruce 1908: 398). Aunque sobre esta descripción Cocco (1972: 51) señala que tiene ciertas discrepancias con relación a si estos huesos eran de restos animales o humanos, lo cierto es que ésta es la primera referencia que se aproxima en detallar en qué consisten las costumbres funerarias yanomami55. A pesar que Spruce sólo encontró y registró datos obtenidos de un miembro de «la tribu de los guaharibos», se puede deducir que este viajero quedó particularmente fascinado con estos relatos funerarios que identificaban, de manera particular, algunas costumbres y formas de vida de los guaharibos. A diferencia de Humboldt que también encontró solo una familia, y que a partir de allí los describió como salvajes y guerreros, Spruce optó por reconstruir estas características más desde una visión etnográfica sobre los guaharibos. Spruce sólo llegó hasta la población de La Esmeralda donde encontró la villa reducida «a seis miserables chozas», pero al mismo tiempo quedó tremendamente impresionado con la belleza del cerro Duida. Para Spruce, esa villa estaba ubicada en el sitio más magnificente que él había visto en toda Sur América, «es un paraíso, pero la plaga es insoportable» (1908: 403404). Finalmente, este viajero desciende por el Orinoco hasta la boca del Cunucunuma, el cual remonta parcialmente, luego vuelve al Orinoco, baja por el Casiquiare, y remonta el río Pacimoni para llegar nuevamente a San Carlos de Río Negro en febrero de 1854. Al final de sus notas, Spruce menciona que además de la extensa colección botánica, los mapas y dibujos que recopiló en esta expedición, también elaboró una lista de palabras más o menos completa de seis lenguas diferentes, incluyendo la de los indios guaharibos (1908: 443). Sin embargo, se desconoce hasta ahora si dichos vocabularios indígenas fueron publicados. En todo caso, este vocabulario vendría a ser el primero en dar cuenta sobre información lingüística de los yanomami. Spruce presentó nuevos datos sobre las costumbres de los guaharibos y por lo tanto una visión más cercana a las prácticas y tradiciones de estos indígenas. Sin embargo, el hecho de haber encontrado a solo uno de ellos en un pueblo por el Casiquiare, localidad completamente alejada del territorio yanomami, no puede considerarse como un contacto o encuentro sostenido con los guaharibos o guaicas. En cuanto a su objetivo de reconocer el Orinoco hasta sus cabeceras tampoco pudo remontar más allá de La Esmeralda.

Sobre las prácticas funerarias yanomami ver Cocco 1972: 439-445.

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Francisco Michelena y Rojas Una exploración oficial relevante para el gobierno de Venezuela en el reconocimiento de la región Alto Orinoco fue la que efectuó a mediados del siglo XIX el diplomático y político Francisco Michelena y Rojas (1801-1872), oriundo de Maracay, estado Aragua. Por los múltiples viajes que realizó alrededor del mundo fue conocido en aquel tiempo como «el viajero universal». En 1855 le fue asignada la misión de visitar e informar sobre la región al sur del Orinoco por encargo de entonces presidente José Tadeo Monagas en calidad de Agente Oficial de Venezuela, tarea que llevó adelante hasta 1859. Más que una exploración científica56, lo que se le solicitó a Michelena y Rojas fue dar cuenta del estado de las poblaciones en aquel amplio territorio, las misiones religiosas, las informaciones estadísticas y comerciales de los lugares aislados, y de cómo eran tratados los indios y demás habitantes de esas localidades de acuerdo a lo expuesto por el ministro de Relaciones Exteriores Francisco Arana en la introducción de su libro. A diferencia de las expediciones realizadas hasta ese entonces por europeos a la región Alto Orinoco, cuyos hallazgos científicos y consideraciones sobre el Orinoco fueron presentados en un estilo narrativo de diarios de viaje, la exploración de Michelena y Rojas tuvo un propósito de carácter estatal y de expansión de la frontera nacional. Su trabajo, por tanto, se suscribe más al género de obras oficiales que revelaban un interés por consolidar la identidad y soberanía nacional tal como sucedió con el tratado de Codazzi en cuanto al reconocimiento geográfico del territorio y la población venezolana. En el caso de Michelena y Rojas, su trabajo era aún más específico desde el punto de vista regional, pues se trataba de una misión auspiciada por el Estado al sur del Orinoco para obtener información sobre los ámbitos político-administrativos, económicos y poblacionales que pudieran ser aprovechados por el gobierno nacional de aquel entonces para contrarrestar las incursiones clandestinas de los brasileros. El trabajo de Michelena y Rojas tenía una finalidad más geopolítica que científica, y esta perspectiva le permitió tener una visión más amplia y directa del entorno amazónico y sus pobladores, lo que ha hecho que algunos autores consideren esta obra como «una fuente confiable para la historia de la región» (Arvelo-Jiménez & Biord Castillo 1989b: 15). Por lo tanto, sus motivaciones político-nacionales y sus conocimientos in extenso de ese territorio, que se complementan además con su ejercicio político cuando es designado gobernador de la recién creada provincia de Amazonas en 1857, le imprimen una mirada distinta tanto a la geografía física como humana de la región (Figura 24). Sachs (1987: 259) también hace un reporte de las actividades realizadas por Michelena y Rojas en esta comisión.

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Figura 24 Venezuela en el mapa de América del Sur, Francisco Michelena y Rojas, 1867

Para la fecha en que escribió su obra Exploración Oficial57, Michelena y Rojas ratifica que el Orinoco permanecía desconocido desde su origen hasta el El título completo de la obra de Michelena y Rojas es Exploración Oficial por la primera vez desde el norte de la América del Sur siempre por ríos, entrando por las bocas del Orinóco, de los valles de este mismo y del Meta, Casiquiare, Rio-Negro ó Guaynia y Amazónas, hasta Nauta en el alto Marañon ó Amazónas, arriba de las bocas del Ucayali bajada del Amazonas hasta el Atlántico. Comprendiendo en ese inmeso espacio los Estados de Venezuela, Guayana Inglesa, Nueva Granada, Brasil, Ecuador, Perú y Bolivia. Viaje a Rio de Janeiro desde Belen en el Gran Pará, por el Atlántico, tocando en las capitales de las principales provincias del imperio en los años, de 1855 hasta 1859. Bruselas: A. Lacroix, Verboeckhoven y C., Impresores y editores 1867.

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Detalle del Alto Orinoco, según Michelena y Rojas.

raudal de Guaharibos. Sin embargo, este primer explorador venezolano consideraba que no existían realmente inconvenientes para penetrar por esa parte hasta las cabeceras como se había repetido tantas veces. En todo caso, Michelena y Rojas señalaba que el problema radicaba en que no ha habido nadie quien lo hubiese intentado después de la exploración de Diez de La Fuente en 1760 (Michelena y Rojas 1989: 170 [1867]). En 1857, este explorador venezolano remontó el Alto Orinoco saliendo de San Fernando de Atabapo en una embarcación grande y ligera llevando a bordo a 5 soldados y 16 personas, de las que no tenemos mayor información sobre su composición étnica. Llegó a Santa Bárbara y luego hasta la boca del río Cunucu-

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numa, pasó por la boca del Casiquiare hasta llegar a La Esmeralda. A lo largo de este trayecto describe los poblados que encontraba y sus habitantes, algunas de sus costumbres y actividades comerciales, así como las distancias y características fluviales de los ríos. Una vez en La Esmeralda, Michelena y Rojas compara alguna de sus observaciones con las que había realizado Humboldt hacía más de 50 años atrás y desaprueba las informaciones suministradas por el naturalista alemán en torno a la ubicación y distancia del raudal de Guaharibos y las nacientes del Orinoco, la preparación de curare, y la blancura de los indios guahibas (guahibas blancos), las cuales calificó de exageraciones y errores. Luego continúo su recorrido Orinoco arriba pasando por las desembocaduras del Padamo y el Ocamo hasta la boca del río Mavaca, y desde aquí remontó durante nueve días hasta la primera población a medio camino de las montañas de Unturán. Por los informes suministrados entre los indios de la población de Santa Isabel del Mavaca, existían todavía desde la desembocadura de este río hasta el raudal de Guaharibos ocho días de navegación; pero este viajero estaba consciente de que las cabeceras aún no estaban allí, y había que remontar un trecho largo hasta alcanzarlas (Michelena y Rojas 1989: 170 [1867]). En su recorrido por el río Mavaca, Michelena y Rojas hace una descripción de las márgenes del río, la profundidad, la vegetación y la abundancia de la fauna. Al mismo tiempo, le llama la atención que los viajeros que lo antecedieron no hubieran remontado el Mavaca para describir con detalles la gran variedad de fauna y flora. Al llegar al asentamiento de Santa Isabel no encontró a nadie, sólo algunos sembradíos de plátano (Musa paradisiaca), caña de azúcar (Saccharum officinarum) y ñame (Dioscorea), pero al día siguiente se presentaron un grupo de indígenas «con su capitán». Aunque Michelena y Rojas no menciona a qué pueblo indígena pertenecían ni tampoco de qué etnia eran sus informantes, se puede inferir por otras fuentes históricas que se trataban de indios panatarra o curichipanas (ARG 1843: 91), descendientes de familia arawaka. Por su parte, Cocco (1972: 23) señala que los habitantes del Mavaca eran, para ese tiempo, los indígenas curiaranas, quienes traficaban con la gente de San Carlos de Río Negro. En todo caso, este viajero tuvo curiosidad por saber sobre los aguerridos indios guaharibos, y señala que estos indígenas de Santa Isabel le comunicaron que los guaharibos eran tranquilos y que él podía seguir seis días más arriba por el Orinoco sin obstáculo alguno, «También me aseguraron los indios, que no había temor ninguno, fundado, para ir a los raudales, de ser atacados por los guaharibos; que ellos comerciaban con éstos en cambios de productos y que eran pacíficos. Opiniones absolutamente contrarias a las que han prevalecido hasta ahora» (1989: 170[1867]).

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Michelena y Rojas dice que todos los cálculos que existen sobre la profundidad y la distancia del río Orinoco hechas por Humboldt, Codazzi y Schomburgk «que ellos no han recorrido, son todos errados desde Esmeralda hacia arriba» (1989: 170 [1867]). Este viajero discrepa profunda y tangencialmente de los registros hechos por Humboldt y considera que muchas de sus observaciones las había exagerado, sólo por el simple propósito de ganar prestigio y ser reconocido ante la Academia de Ciencias en París (1989: 334337[1867]). A pesar de que Michelena y Rojas no intentó remontar más allá de la desembocadura del Mavaca y no tuvo ningún encuentro directo con los guaicas o guaharibos, resulta importante señalar que este explorador venezolano rescata y valora la información suministrada por Solano y Diez de la Fuente en cuanto al curso y las fuentes del Orinoco, criticando seriamente las opiniones y aproximaciones enunciadas por Humboldt. Sobre la visión que Michelena y Rojas recoge de los guaharibos, ésta es contraria a la aportada por los expedicionarios que lo precedieron. Interpretamos que esta percepción distinta del viajero emerge tanto por la imagen positiva que tenían los indios del río Mavaca sobre los guaharibos por las relaciones comerciales que mantenían, como por el simple hecho de desmentir y criticar las observaciones realizadas por Humboldt, sobre todo en cuanto a las zonas fluviales que nunca llegó a recorrer (1989: 170 [1867]). Lo que podemos rescatar sobre lo señalado en torno a las relaciones interétnicas, es que aquellos indígenas del Mavaca, presumiblemente de tradición arawaka, tenían buenas relaciones con los guaharibos para el momento en que Michelena y Rojas visitó esos parajes. Esto nos permite suponer que los mencionados guaharibos no estaban en guerra endémica con todos los pueblos indígenas de la región, y que era frecuente que también se establecieran relaciones de alianza y amistad entre ellos. En todo caso, las descripciones de este explorador, producto de su experiencia directa en el campo, lucen divergentes ante las tradicionales percepciones de belicosidad y agresividad que se habían presentado de los guaharibos hasta ese entonces. Hay que hacer notar que este viajero tenía grandes conocimientos de la geografía física y humana de la región Alto Orinoco, por lo que cualquier exageración propia de estas latitudes sobre la agresividad de los diversos conglomerados indígenas, era tomada con sumo escepticismo hasta su comprobación. Aunque es la primera vez que se menciona en una relación histórica que los guaharibos son pacíficos y que es posible comerciar con ellos, Michelena y Rojas nunca llegó a tener ningún contacto con ellos como ya se señaló. Sus apreciaciones provienen de otros indígenas, no identificados, asentados por el río Mavaca y con quienes los guaharibos mantenían buenas relaciones comerciales. Con esto, no se pretende considerar como incuestionables las afirmaciones de Michelena y Rojas

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sobre su visión de estos indígenas; sin embargo, llama la atención que un explorador local con una vasta experiencia y conocimiento de la zona tuviera una percepción distinta a la presentada por los otros viajeros europeos sobre estas poblaciones y territorios. No obstante, Michelena y Rojas no dudaba que el Orinoco seguía siendo desconocido desde su origen hasta el raudal de Guaharibos debido al temor de los criollos de ser atacados por estos indios, cada vez que se aproximaban al raudal. En este caso, los desencuentros continúan; no obstante, debido al conocimiento de la región y a su vínculo con el territorio las representaciones de Michelena y Rojas sobre los indígenas, y en particular sobre los guaharibos resultaron distintas. Podemos finalmente concluir en este apartado que a diferencia de exploradores anteriores que remontaron el Alto Orinoco con intereses derivados de cánones europeos en la búsqueda de «innovaciones científicas», Michelena y Rojas tuvo otras motivaciones más de carácter estatal y republicano que ciertamente moldearon su percepción sobre esta región y sus pobladores indígenas. Él fue nombrado directamente por el presidente Monagas para hacer una expedición oficial; llegó a ejercer un cargo político como gobernador de la provincia de Amazonas, en la que tuvo cierto poder e influencia sobre el territorio; y tuvo un gran conocimiento de la geografía física y humana del Alto Orinoco. Con toda esta experiencia sobre la región, llegó a ser bastante escéptico de cualquier tipo de exageración sobre el medio ambiente natural del Alto Orinoco, o condición rebelde de los grupos indígenas. En este sentido, Michelena y Rojas es el primer explorador que muestra una imagen constructiva de los indios guaharibos, y aunque reconoció que las fuentes del Orinoco no habían sido descubiertas por el temor causado por los indios, afirmó que los guaharibos eran indios «pacíficos capaces de negociar con otras personas».

Jean Chaffanjon El naturalista francés Jean Chaffanjon (1854-1913) llegó a Venezuela en 1884 con el propósito de realizar una expedición científica para explorar la cuenca del Orinoco y «estudiar la historia natural y la antropología de esa región» (1989: 17 [1889]). En su primer recorrido realizado entre 1884-1885, navegó desde el Bajo Orinoco hasta la desembocadura del Caura, remontó hasta más arriba del Erebato y luego continuó por el Orinoco hasta el río Meta. De esta experiencia por el Orinoco, que contó con el apoyo del entonces presidente venezolano Joaquín Crespo, surge en Chaffanjon la voluntad de seguir navegando el Orinoco para alcanzar y «descubrir» las fuentes de este renombrado río. Así, organiza un segundo viaje a Venezuela con el respaldo del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes de

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París hacia principios de 1886 que culminaría con su regreso a Francia el 25 de julio de 1887. Esta segunda exploración, Chaffanjon la hace en compañía del pintor también francés Aguste Morisot (1857-1951). En este viaje, los exploradores franceses toman la ruta del Orinoco, saliendo el 11 de junio de Ciudad Bolívar hasta Caicara y luego hasta los raudales de Atures y Maipures. De allí continuaron hasta San Fernando de Atabapo llegando el 17 de octubre a esta localidad, y siguieron por el Orinoco río arriba hasta La Esmeralda. Una vez que alcanzaron lo que Chaffanjon consideró las nacientes del Orinoco, regresó por la misma ruta hasta llegar nuevamente a Ciudad Bolívar el 10 de abril de 1887. Estos viajes son compilados en su obra titulada El Orinoco y el Caura. Relación de viajes realizados en 1886 y 1887 con 56 grabados y dos mapas y publicada en forma de libro en 1889 en París. La relación que hace Chaffanjon de su expedición por el Alto Orinoco que la llama Viaje a las fuentes del Orinoco tiene un carácter más de diario personal que de informe o relación de los aspectos físicos y naturales de la región. Por su parte, Morisot también escribe una reseña de este viaje en forma de diario58 (Morisot 2002). Sobre estos dos relatos hay que acotar que mientras la narrativa de Chaffanjon refleja las notas de un codicioso aventurero, desenfrenado y calculador, el relato de Morisot es más personal, impresionista y denota gran sensibilidad artística59. A lo largo su obra Chaffanjon muestra una ambición incontrolada por «descubrir» las muy anheladas fuentes del Orinoco. Si bien tenía conocimientos en geografía e historia natural debido a sus investigaciones previas y a su condición de maestro en estas disciplinas, más que información en el campo de la botánica o la geografía, este explorador de manera muy general y superficial dio cuenta de las poblaciones que encontró a su paso, de las relaciones comerciales en la región del Alto Orinoco, y de los usos y costumbres de algunos grupos indígenas de la zona. En tal sentido, este viajero no oculta en sus relatos su fuerte sentido aventurero, con el cual es capaz de lidiar contra los más terribles obstáculos de la selva y vencer las hostilidades tropicales de una manera casi sorprendente. Así lo hace notar desde el comienzo de sus notas del viaje a las fuentes del Orinoco, las cuales, antes que todo, hacen alusión a su osadía anunciada: Morisot por su parte había preparado una versión abreviada de su diario con el título Un peintre dans l’Orenoque, pero sus manuscritos sobre este viaje in extenso no logran ser publicados sino hasta después de su muerte (García Castro 2002). 59 Para mayor detalles sobre las contrastantes personalidades de estos dos viajeros franceses, ver las referencias críticas que hace Perera (1989) en el texto de Chaffanjon (1989) y de García Castro (2002) en el estudio preliminar de la obra de Morisot (2002). 58

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«Ir a las fuentes del Orinoco, le parecía a la gente del país una locura o un acto de temeridad: era exponerse a no volver nunca más, a ser devorado, o quemado, o tener un fin aún más trágico, si fuera posible. Durante mi viaje anterior, yo había visto a varios indios a quienes pedí algunas informaciones precisas; todos me contaron unas historias, o mejor dicho leyendas, tan extraordinarias acerca de esa región que no daba crédito a mis oídos. Ninguno de ellos la había visitado, pero todos afirmaban: fulano de tal me lo ha dicho, a fe de tal otro» (Chaffanjon 1989: 133 [1889]). En sus relatos, constantemente se quejaba de las dificultades del trayecto, del comportamiento de los peones que lo acompañan, de lo que cazaban, lo que comían, y si las autoridades civiles de los pueblos lo ayudaban o no, demostrando poco respeto y comprensión al medio y sus habitantes. Los peligros de la selva eran engrandecidos y exagerados para demostrar su condición de aventurero incontenible en una selva terriblemente insana e inhóspita. De allí que Tavera Acosta lo haya llamado con cierto desdén el «soberbio romancero» (1984: 287), en tanto que su trabajo había inspirado a Jules Verne a escribir la novela El soberbio Orinoco, la cual fue publicada como libro en 1898. Si bien, el descubrimiento de las fuentes del Orinoco le generaba una gran exaltación en vista de la magnitud del hallazgo que pretendía realizar ante los ojos de la comunidad científica de Europa, la presencia de los guaharibos, habitantes de las cabeceras de este río representaron para Chaffanjon un tema recurrente y preocupante en sus relatos. Los guaharibos eran considerados por él como el obstáculo más difícil de vencer para alcanzar su meta, las fuentes del Orinoco. Aún cuando Chaffanjon trata de resaltar que las historias de la terrible agresividad de los guaharibos provienen de otros indígenas e incluso de informantes que nunca se han aproximado a esa región, no deja de ser relevante que Chaffanjon le conceda tanta importancia a estos relatos. Por su manera de narrarlos, exhibe que lo difícil no es llegar a las fuentes del Orinoco sino lidiar con estos temibles indígenas. Con este escenario que tan peligrosamente describía, el cual amenazaba aparentemente su vida y de quienes lo acompañaban, Chaffanjon lo que pretendía era ganar prestigio y renombre entre los círculos científicos franceses. Tal como lo señala Morisot en su diario, para Chaffanjon el descubrimiento de las fuentes del Orinoco se había convertido en el medio a través de cual sería reconocido y laureado con la ambicionada Cruz de la Legión de Honor de Francia (Morisot 2012: 396). Sobre las visiones y representaciones que construyó Chaffanjon sobre los indios guaharibos hay una estrecha relación entre lo que él escuchó y recopiló de varios informantes (indígenas y criollos) sobre la ferocidad de estos indígenas y sus propias prenociones y juicios culturales eurocéntricos. Es así como Chaffanjon no

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deja de ser menos alarmista en cuanto a las informaciones que recopiló a lo largo de su viaje sobre los habitantes de las cabeceras del Orinoco. «Según ellos [la gente del Orinoco], las fuentes se encontrarían en un cantón poblado por antropófagos bien armados, numerosos, que guerrearían con las tribus vecinas para apoderase de los vencidos y devorarlos [...]. En fin unos indios blancos y barbudos de una crueldad sin par, pertenecientes a una tribu feroz y numerosa, se divertirían atormentando a sus prisioneros, que perecerían entre los más atroces sufrimientos. Esos seres abominables se complacerían correr gota por gota sangre con la cual se pintarían el cuerpo. Experimentarían una alegría delirante al contemplar los espasmos de los suplicantes, al cortarles los miembros y comérselos en presencia de sus víctimas. Esos rumores habían golpeado tanto sus imaginaciones, que bastaba con sólo escuchar hablar de las fuentes, para que algunos de ellos huyeran espantados» (1989: 133 [1889]). Esta imagen del indio guaharibo considerado como antropófago, blanco, barbudo de una crueldad tremenda no sólo había perturbado la imaginación de los otros indígenas, tal como lo señala este viajero, sino también la del mismo Chaffanjon. La desconfianza y el menosprecio hacia las poblaciones indígenas no sometidas constituirían referentes comunes en su estilo narrativo. Así, por ejemplo, consideró a los indios cuivas como unos salvajes particularmente feroces que se encontraban en la confluencia del Meta y el Orinoco para aquel entonces (1989: 163 [1889]). De igual forma, a los indios imos que habitaban cerca del raudal de Atures los catalogó como un pueblo belicoso, sanguinario y antropófago que tenían a los indios atures bajo su dominación. En cuanto a las formas de asimilación que habían experimentado estos indígenas para aquel tiempo, los cuivas ya habían sido plenamente contactados y reducidos, mientras que los indios imos, según Chaffanjon, habían confrontado una larga y cruel guerra entre ellos, la cual los llevó a la destrucción de su grupo (1989: 166 [1889]). En el caso de los guaharibos estos seguían siendo desconocidos y aún no habían sido contactados por los viajeros y expedicionarios del siglo XIX. Vemos como los prejuicios e ideas desfiguradas de Chaffanjon también iban moldeando sus especulaciones sobre estos indios, incluso antes de su viaje por el Orinoco arriba. De acuerdo al diario de Chaffanjon, no había localidad donde los exploradores se acercaran y comunicaran su deseo de viajar hasta las fuentes del Orinoco entre los pobladores, para que la gente comenzara a lamentarse del terrible futuro que tendrían ante los bravos indios guaharibos que seguramente los matarían. Según Chaffanjon todo esto eran exageraciones de los indígenas, pero él recopiló estos relatos como si fueran casi advertencias apocalípticas. Así señala que un indígena del Yapacana le informó que él había sido atacado por ellos cuando recogía yuvías, que esos salvajes guaharibos eran horrorosos, «muy altos, blancos y barbudos, tienen

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el pelo rojo y lanzan flechas con gran precisión sirviéndose de sus pies» (Chaffanjon 1989: 222 [1889]). El presagio de este indio, según Chaffanjon, era que éste viajero no pasaría de los raudales y que sería degollado junto con sus compañeros. Ahora nos preguntamos, si esta imagen realmente la obtuvo de ese informarte del Yapacana o fue la fabricación, por parte del viajero francés, de un tipo de indio genérico no reducido ya que esa descripción no se ajusta a las características físicas de los yanomami. Por otra parte, resulta extraño que Chaffanjon no citara las obras de Humboldt, Codazzi, Schomburgk o Michelena y Rojas, para contrarrestar estas informaciones en cuanto a la estatura y otras características físicas de los guaharibos. Consideramos que tal omisión se debió o bien porque no revisó estas relaciones históricas o porque simplemente prefirió prescindir de ellas, en su relación, para que no le restaran espectacularidad a su relato. En el último trayecto por el Orinoco, sus guías eran indígenas baré y maquiritares, dos de los grupos con quienes los guaharibos y guaicas habían tenido las relaciones más conflictivas, por lo cual era de esperarse que los testimonios de ellos estuvieran cargados de apreciaciones sesgadas. Esto retroalimentaba aún más las ideas negativas sobre los indígenas guaharibos de las cabeceras del Orinoco. Chaffanjon llega a La Esmeralda el día 1 de diciembre de 1886, y la encuentra completamente abandonada. De allí decide continuar el viaje en busca de otros guías para que lo ayuden a llegar hasta las cabeceras y finalmente recluta a unos maquiritares60 en el caño Iguapo que luego desertarían. Según Chaffanjon, luego de cruzar la desembocadura del río Ocamo, sus guías se encontraban cada vez más nerviosos y atemorizados. Las historias que relataban sobre los bravos guaharibos, que hacían referencia a la muerte de algunos de sus parientes por el río Ocamo, se hacían cada vez más frecuentes (1989: 260 [1889]). En su trayecto Orinoco arriba, Chaffanjon señala que sus guías estaban muy contrariados en continuar ese viaje por temor a los guaharibos y en un par de oportunidades tuvo que amenazarlos con las armas para que continuaran el recorrido. Cuando se encontraban por el Manaviche, uno de sus guías descubre algunas Chaffanjon en su visita por el Alto Orinoco comenta que la mayor concentración de maquiritares se encontraba por el Padamo y que establecían frecuentes relaciones con los pobladores de la Guayana inglesa. Señala además que estos indígenas de vez en cuando se iban de expedición cargados de plumas, hamacas, cestas y piedras preciosas hasta el río Demerari, cruzando toda la Guayana. Allá cambiaban sus productos por armas de fuego, municiones perros y guaruras (Strombus gigas) que les servían de bocinas. Las escopetas conocidas con el nombre de escopetas maquiritares, tenían un sólo cañón y eran muy largas. Acostumbrados a ellas, disparaban con una gran precisión (Chaffanjon 1989: 258 [1889]). De esta cita podemos inferir que mientras los maquiritares ya utilizaban con destreza las escopetas para aquel entonces, los guaharibos aún desconocían los instrumentos de metal. El uso desigual de tecnología foránea por parte de los indígenas contribuiría a incrementar las diferencias entre estos dos pueblos.

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huellas y un sendero presumiblemente hecho por los guaharibos. Chaffanjon dice que ese camino ha sido hecho rompiendo o torciendo las ramas, pero ninguna ha sido cortada. Lo que le hace concluir que esos indios no poseen instrumento alguno para cortar (1989: 264 [1889]), afirmación que también hace Morisot (2002: 379). Cuando Chaffanjon se aproximó al raudal de Guaharibos, los maquiritares que lo acompañaron estaban sumamente nerviosos y asustados. La información de que uno y otro maquiritare había sido asesinado o atacado por los guaharibos eran cada vez más frecuentes y alarmantes, y el temor entre ellos iba creciendo a medida que avanzaban. No obstante, y sin justificar estos ataques y masacres que los maquiritares contaban, Chaffanjon ve en estas agresiones la venganza y retaliación de los guaharibos frente al rapto de sus mujeres por grupos enemigos. Este explorador comenta que los macos y piaroa, se dejaban oprimir por los maquiritares, mientras que los guaharibos, fuertes e independientes vengan el rapto de sus hijas y de las madres (1989: 260 [1889]). En todo caso, estas notas demuestran que las tensiones y conflictos entre maquiritares y guaharibos se habían incrementado aún más a finales del siglo XIX, sobre todo a la luz de los relatos de los maquiritares. Sin embargo, poco o nada se sabía de las visiones y opiniones que tenían los guaharibos sobre los maquiritares, pues aún no se había producido un encuentro lo suficientemente continuo con los no indígenas que permitiera conocer desde los testimonios guaharibos, la otra cara de los contactos interétnicos. Después de haber pasado la desembocadura del río Bocón (presumiblemente el que Humboldt llamó Geheta), uno de los guías baré más viejos le menciona que detrás del cerro Guanayo, en una extensa sabana al otro lado viven los guaharibos. Por la descripción del lugar, pareciera referirse a la sierra Parima. Pasan por el raudal de Guaharibos, y registra los detalles del cruce por este raudal. Una vez más sus acompañantes se amotinan y se niegan a continuar el viaje, pero Chaffanjon los obliga bajo amenazas a proseguir el viaje. Luego de cruzar este torrente llegan a otro raudal que lo llama de la Desolación donde aparentemente los guaharibos habían acampado poco antes de su arribo. Allí, según Chaffanjon, encontró siete pequeñas chozas colocadas en círculo, «que parecían más bien unos cobertizos para gallinas o perros que para hombres» (1989: 267, 270 [1889]). Por su parte, Morisot en su diario indica que mientras se encontraba en el raudal de la Desolación esperando el retorno de Chaffanjon había descubierto un antiguo campamento guaharibo con algunas chozas de forma cónica que parecían un gallinero (2002: 393). Con estos queremos resaltar como Chaffanjon se atribuía hallazgos y encuentros que no le habían ocurrido necesariamente a él. En cuanto al sitio descrito, lo que podemos inferir es que Morisot lo que encontró fue un pequeño campamento de resguardos provisionales que los

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Figura 25 Dibujo de Morisot del raudal de la Desolación, 1886

Fuente: Auguste Morisot. Un pintor en el Orinoco, 1886-1887. Tomado de Morisot 2002 (Colección Patricia Phelps de Cisneros).

yanomami denominan yahi y los hacen cuando están de cacería o de excursión por la selva. Son refugios temporales que constan de estructuras individuales hechas con cuatro palos y unas hojas en el techo y están dispuestas más o menos en círculo, dependiendo del número de cazadores o familias que se desplazan. Luego de pasar el recóndito raudal de Guaharibos, Chaffanjon decidió seguir remontando el Orinoco en una pequeña curiara con dos guías baré, dejando al pintor Auguste Morisot al cuidado de la embarcación más grande en el raudal de la Desolación (Figura 25). Pasó la desembocadura de un río de más de 15 metros de ancho en la orilla derecha del Orinoco y continuó su viaje (1989: 271 [1889]). Por la ubicación que Chaffanjon señala seguramente se trató del río Orinoquito. En su diario cuenta que: «Apenas habíamos dejado nuestro campamento cuando damos con siete guaharibos, hombres, mujeres y niños, en una playa en la orilla izquierda, cerca de un arroyito. Esa gente se queda en primer lugar inmóvil; luego al ver que nos acercamos, desaparecen en la selva con gritos de espanto... Esos bravos que veo por primera vez

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no me parecen tan temibles como me los habían pintado. Pequeños y endebles, unos miembros delgados, un estómago desmedidamente hinchado, un cabello largo y sucio, una fisonomía bestial, les dan un aspecto repulsivo. Están totalmente desnudos; dos de los hombres tiene una barba larga y rala; tienen la tez más clara que todos los indios que he encontrado hasta ahora; por única arma llevan un bastón: eso es todo cuando pude ver desde lejos» (1989: 274275 [1889]). Más adelante informa que vio una banda de guaharibos compuesta por 14 individuos. Los describe de igual forma que los anteriores y agrega que, «[...] las mujeres, con aspecto repelente, ostentan senos apenas desarrollados con pezones enormes... Algunos niños se arrastran en el suelo: parecen pequeños orangutanes. Mordisquean frutas y yemas de palmeras [...] Desde luego no hay nada que temer por parte de esos supuestos antropófagos, y sigo remontando el río» (1989: 279 [1889]). Chaffanjon continúa su recorrido, y finalmente llega hasta lo que él consideró que eran las fuentes del Orinoco que presumiblemente se trataba del raudal Guaica, al que más tarde se llamó Peñascal61 y que fue captado de un modo imaginario por el dibujante Morisot (Figura 26). En ese punto, Chaffanjon dice que el Orinoco ya no es más que un torrente que corre bajo las rocas, y que está en la sierra Parima que se eleva entre 1200 y 1400 metros (1989: 280 [1889]). El viajero francés afirmó haber encontrado aquí las fuentes del Orinoco, descubrimiento que fue desmentido posteriormente por otros expedicionarios. En realidad, desde Peñascal hasta el nacimiento del Orinoco en la sierra Parima existen todavía unos ciento cincuenta kilómetros de recorrido62. A pesar de superar la barrera del raudal de Guaharibos y avanzar un trecho de dos días hasta el raudal de Peñascal, se considera como incierto que Chaffanjon tuvo contacto con los yanomami, como él lo trata de demostrar a través de sus narraciones. De acuerdo a una relación que hace Juan Anselmo, gobernador en aquel tiempo del Territorio Alto Orinoco, sobre el viaje de Chaffanjon, señala que el indio maquiritare Aramare le había informado, al regreso de la expedición de Chaffanjon por el Cunucunuma, que estos viajeros no tuvieron ningún contacto con los guaharibos (Tavera Acosta 1984: 286287 [1906]). «Fue al regreso de los mismos cuando fuí informado, en presencia del patrón de la expedición, de nombre Chacón, que era racional civilizado, que la expedición no En lengua yanomami, este raudal es conocido con el nombre de Shuimiwei-pora. Durante los meses de mayo y junio de 1988, tuve la oportunidad de recorrer el río Orinoco desde La Esmeralda hasta Peñascal cruzando el raudal de Guaharibos. En Peñascal pude constatar que el cauce del Orinoco medía todavía unos 30 metros de ancho cuando la estación de invierno (lluvia) estaba recién comenzando. Señalo esto para llamar la atención sobre lo inverosímil del «descubrimiento» de Chaffanjon.

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Figura 26 Dibujo de Morisot del supuesto descubrimiento de las fuentes del Orinoco, 1886

Fuente: Auguste Morisot. Un pintor en el Orinoco, 1886-1887. Tomado de Morisot 2002 (Colección Patricia Phelps de Cisneros).

tuvo contacto alguno con los guaharibos, quienes al rumor de los remos y canaletes se ahuyentaban in continenti, dejando abandonadas sus rancherías, buscando las selvas más tupidas, pero siguiendo siempre los movimientos de la expedición» (Tavera Acosta 1984: 287 [1906]). Años más tarde Hamilton Rice (1922: 1502), señala que uno de sus guías, el indio baré Pedro Caripoco había acompañado a Chaffanjon en ese viaje. Este indígena le informó a Rice que en aquella oportunidad no llegaron a ver a guaharibo alguno como lo señala Chaffanjon, y que el relato que este baré expuso sobre el supuesto contacto con los guaharibos se ajustaba a lo que el padre de Caripoco le había contado a Chaffanjon y a este indio cuando era muchacho63. De acuerdo a esta versión, Chaffanjon simplemente había repetido una historia que le había sido contada. Dice Rice (1922) que el padre y el hermano de Caripoco eran los otros barés que acompañaron a Chaffanjon en su viaje.

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Uno de los primeros exploradores en cuestionar el descubrimiento de las fuentes del Orinoco fue el italiano Ermanno Stradelli, quien también pretendía por esa misma fecha realizar un viaje similar al de Chaffanjon con la intención de alcanzar las cabeceras. Por diversas razones, Stradelli apenas llegó hasta San Fernando de Atabapo y de allí siguió a Yavita. Sin embargo, él tuvo la oportunidad de encontrarse con Chaffanjon cuando este último se encontraba de regreso, y haciendo una reconstrucción de tal descubrimiento, Stradelli le señaló la inexactitud de su hallazgo (Stradelli 1966: 357). A pesar de que el expedicionario italiano le llamó la atención sobre el error cometido, Chaffanjon simplemente no se dio por aludido. Finalmente, llega a Francia como un héroe y con la pretensión de haber descubierto las fuentes del Orinoco. Este hallazgo le dio renombre y prestigio entre el círculo de científicos franceses y le brindó la posibilidad de emprender otras exploraciones por otras partes del mundo. Fueron años después cuando este supuesto descubrimiento fue desmentido tanto por criollos como por otros científicos europeos, tales como el belga De Wavrin (1939), quien había remontado hasta el raudal de Guaharibos sin poder continuar más allá de este punto. Aunque no logró encontrar las fuentes del Orinoco como lo afirmó, Jean Chaffanjon traspasó por primera vez la barrera del ya famoso raudal de Guaharibos, con lo cual una porción de la geografía ignota del Orinoco se hizo evidente y conocida para el imaginario occidental. A pesar de las exageraciones y falsas atribuciones triunfalistas a las que se hizo acreedor Chaffanjon en cuanto al supuesto descubrimiento de las cabeceras del Orinoco, esta expedición tuvo el alcance de remontar más allá del raudal de Guaharibos, donde el curso del río aún permitía su navegación sin que ésta fuera una experiencia deletérea, lo cual resultó en un aliciente para futuras exploraciones. Además, el recorrido del Orinoco no sólo quedó representado en las narrativas y las cartas geográficas, sino que gracias a la participación del pintor Auguste Morisot el paisaje, la gente y los detalles del viaje quedaron plasmados en los vívidos dibujos de la selva tropical, los cuales contribuyeron a la reinvención de nuevos referentes iconográficos sobre el Orinoco en la Europa de finales del siglo XIX. En cuanto a las fuentes de información y evidencias testimoniales, al igual que los viajeros que lo precedieron, Chaffanjon recoge, o quizá se podría decir selecciona, los relatos que dan cuentan sobre la ferocidad de los guaharibos, sus ataques sorpresivos contra los maquiritares, y su manera de guerrear, en este caso distinguiendo uno que otro informante. Sin embargo, todas estas observaciones son producto de las referencias de otros indígenas y de las elucubraciones que Chaffanjon construyó sobre esta «temida tribu», la cual al parecer no tuvo la oportunidad de encontrar. Lo relevante, a nuestro modo de ver, no es probar si verídicamente Chaffanjon contactó o no a los guaharibos, sino que la figura de los

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temibles guaharibos constituía un elemento central en el desarrollo de la narrativa de este viajero. Es decir, el descubrimiento de un sitio de peligro y confusión como eran las fuentes del Orinoco no podía quedar exento de una trama de aventura, hazaña y desafío, y los guaharibos representaron ese reto misterioso que requería Chaffanjon para sus relatos de viajero. Es así como la imagen de indios peligrosos y ahora antropófagos de los guaharibos, se consolida a partir de una experiencia que da cuenta de unos supuestos encuentros, legitimando a través de un discurso poscolonial la existencia de ellos en las caberas del Orinoco.

Continúan las exploraciones para remontar el Orinoco Años más tarde, algunos criollos, oriundos de las tierras amazonenses intentaron también remontar, fallidamente, el Orinoco hasta sus fuentes. El deseo de descubrir el origen del entonces llamado «soberbio» Orinoco se extendía a cuanto viajero y explorador tenía la oportunidad de aproximarse a esta red fluvial, y con ello atribuirse la distinción de haber logrado el significativo hallazgo. Esta oleada de aventureros criollos coincidió con el tiempo de la explotación del caucho y el balatá, para lo que se requería de mano de obra indígena. Así que muchas de estas expediciones por el Alto Orinoco superior también tenían como finalidad capturar indígenas que luego eran forzados a trabajar en la extracción del caucho. En cuanto a la ordenación política-administrativa, para 1893 el gobierno nacional de aquel entonces decretó la unión de los territorios Alto Orinoco y Amazonas en uno sólo, y llevó el nombre de Territorio Amazonas. Uno de esos amazonenses que emprendió viaje río arriba fue Guillermo Escobar quien era un balatero residenciado en La Esmeralda. En 1897 remontó el Orinoco y se presume que pasó por el raudal de Guaharibos y llegó hasta el raudal de Peñascal (Tavera Acosta 1984: 289 [1906]). Sobre los guaharibos no hace ninguna referencia. Así mismo, lo intentó Guillermo Level por esa misma fecha. Este criollo se estableció después en La Esmeralda con la intención de explotar el balatá desde este poblado hasta Santa Bárbara (Anduze 1960: 28). Ninguno de los dos pudo lograr su propósito de alcanzar las fuentes del Orinoco, si es que esa era realmente la finalidad de sus viajes por el Orinoco arriba. Bartolomé Tavera Acosta, quien fuera gobernador del Territorio Amazonas entre 1900-1902, organizó un viaje hacia el territorio Alto Orinoco en 1903. En compañía de Guillermo Escobar, intentó remontar hasta las fuentes del Orinoco pero las autoridades de San Fernando le prohibieron continuar, llegando sólo hasta la bifurcación del Orinoco con el Casiquiare. Aunque no logró aproximarse

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a territorio yanomami, Tavera Acosta registra en su obra algunas características de estos indígenas. Él señala que los uahariba (guaharibo), son indios salvajes que viven en las cabeceras del Orinoco y quienes haciendo irrupción en la selva atacan a los maquiritares. Sobre los uaicas (guaicas), dice que viven también en esa zona y en las cabeceras del río Branco (Tavera Acosta 1984: 31 [1906]), señalando la expansión de estos indígenas en otras áreas. Aún cuando Tavera Acosta no logró aproximarse al Alto Orinoco superior, sus observaciones comparativas y comentarios sobre los otros expedicionarios son bastante analíticas para su época, y no se deja impresionar por observaciones o informaciones de segunda mano. Así por ejemplo, con posterioridad critica que Hamilton Rice afirmara que los guaharibos fueran antropófagos, cuando en realidad no llegó a ver «a ni uno de ellos» (Tavera Acosta 1984: 40 [1906]). El siglo XIX culmina sin que las exploraciones científicas u oficiales al Alto Orinoco hubieran dado claras luces sobre la ubicación de las fuentes del Orinoco. Este sitio de confusión y desconcierto en cuanto a sus coordenadas geográficas se había convertido también en un referente peligroso por los indígenas guaicas y guaharibos que lo habitaban y quienes, aparentemente, impedían el paso de aquellos que se aproximaran. La topografía mítica de este territorio poscolonial no estaba ahora definida por el imaginario de El Dorado, pues en algo se había avanzado desde el punto de vista geográfico, sino por un referente indígena guerrero y violento que se mantenía esquivo, diverso e inaprensible ante la mirada de los exploradores de ese siglo. Con la entrada del siglo XX, nuevas expediciones emprendieron la tarea de alcanzar esa meta mientras la expansión de la explotación cauchera continuaba en varias partes del territorio (Iribertegui 1987). En ese tiempo ocurren algunos cambios territoriales, económicos y expansivos que valen la pena señalar. En cuanto a la expansión de la frontera nacional, la región pasó a ser el Territorio Federal Amazonas de acuerdo a una resolución presidencial de Joaquín Crespo de 1893. Desde el Estado-nación, este territorio comienza a visualizarse como un espacio que debía ser regido por normas y leyes nacionales a partir de la organización político-administrativa de esta entidad que la dividía en tres departamentos: Atabapo, Río Negro y Casiquiare. En cuanto a lo económico, la actividad extractivista con la explotación del caucho y el balatá continuaba de manera rampante y varias exploraciones se dirigieron hasta el Alto Orinoco superior en busca de mano de obra indígena y de áreas que pudieran ser también explotadas. Este desarrollo de la frontera extractivista coincidió con una expansión demográfica yanomami que alcanzaba áreas cada vez más cerca a los ríos Mavaca, Manaviche y Ocamo. Finalmente, se produce una nueva afluencia de exploraciones científicas, como las de

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Theodor Koch-Grünberg (1982 [1924]), Hamilton Rice (1922) y Herbert Spencer Dickey (1932) quienes también intentaron localizar las fuentes. Tal como lo indicamos en un trabajo anterior (Caballero Arias 2005), en el periodo que comprende las primeras décadas del siglo XX, se presentan tres tipos de encuentros y percepciones sobre los yanomami. La primera, es de carácter etnográfico a partir de los breves encuentros del explorador Koch-Grünberg con grupos schirianá en el Alto Uraricapará (Uraricaá) y por el río Motomotó, afluente del Uraricoera. La segunda, refiere a la visión expoliadora que tenían los caucheros que incursionaron en el Alto Orinoco superior para explotar nuevas áreas y conseguir mano de obra indígena que le sirviera para esta empresa. La tercera, es la mirada cautelosa de expedicionarios y científicos como Hamilton Rice y Herbert Spencer Dickey que procuraron remontar el Orinoco hasta sus fuentes y que consideraron a los guaicas y guaharibos como un obstáculo para alcanzar sus metas. Hasta la década de los treinta del siglo XX, los contactos con los guaharibos habían sido esporádicos y poco constantes. A pesar de los primeros datos etnográficos suministrados por Koch-Grünberg, la imagen de los indios guerreros y salvajes se mantenía debido a las fuertes tensiones entre los llamados «civilizados» y estos indígenas (Caballero Arias 2005). La era del caucho en el Alto Orinoco, afianzó aún más la imagen del indígena bravío, que era además difundida a través de los relatos de los indígenas circunvecinos quienes mantenían constantes guerras interétnicas con los guaharibos. Finalmente, es en 1951 cuando la expedición franco-venezolana comandada por el mayor Franz Rísquez Iribarren «conquista», en definitiva, las anheladas fuentes del Orinoco. Después de más de tres meses de navegación esta expedición cumplió con su objetivo: remontar el Orinoco hasta sus cabeceras y establecer las coordenadas de su nacimiento (Rísquez Iribarren 1962; Contramaestre Torres 1954). Así mismo, tuvo como finalidad hacer contactos con las diferentes «tribus de indios» de la región y llevar a cabo estudios botánicos, geográficos, etnográficos y lingüísticos (Anduze 1960; Lichy 1979; Salas de Carbonell 2012). A pesar de que la expedición estuvo bajo la influencia de la «psicosis guahariba» como lo menciona Anduze, en los contactos que sostuvieron con los guaharibos nunca llegaron a tener ningún tipo de enfrentamiento con estos indios. Poco antes del hallazgo de las fuentes del Orinoco en 1951 también se produce un tipo de relación distinta con los guaharibos. Para 1948 el norteamericano James Barker funda una misión de las Nuevas Tribus en Platanal, asentamiento yanomami y en 1950 comenzó a convivir con ellos, conocer sus costumbres y aprender la lengua yanomami (Barker 1953). Para cuando la expedición franco-

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venezolana pasó por Platanal, este misionero ya llevaba nueve meses con los yanomami (Heinen & Caballero 1991). Las relaciones entre napë blancos y los yanomami comienzan a ser más intensas y directas a partir de la década de los 50 con el asentamiento de las misiones evangélicas y luego católicas primero en Platanal, y después en Ocamo y en Mavaca. La imagen de indios salvajes comienza a desmitificarse cuando se establecen relaciones más directas y constantes con estos misioneros religiosos (Cocco 1972). Sin embargo, la idea del yanomami indómito o feroz ha sido recreada a través de la historia no sólo entre los viajeros del siglo XIX y principios del XX sino también en trabajos etnográficos contemporáneos (Chagnon 1983) que han insistido erradamente en hacer de esta característica un elemento primordialmente distintivo de la cultura yanomami.

Los yanomami siguen siendo desconocidos Una vez que se fabricó la representación del indio aguerrido, violento, temible como sucedió con los guaharibos y guaicas a principios del siglo XIX a partir de las relaciones de Humboldt, esta visión se fue mitificando y fue reificada en el tiempo. Esta imagen penetró en las narrativas, los imaginarios europeos, nacionales y de todo aquel que se aproximaba al Alto Orinoco superior, por lo cual resultaba difícil que esa idea se modificara a pesar de las reivindicaciones que algunos viajeros locales intentaron hacer como en el caso de Michelena y Rojas, y posteriormente de Tavera Acosta. Hasta finales del siglo XIX, lo único que se conocía de los guaharibos, guaicas, o schirianá era algunos aspectos genéricos sobre sus rasgos físicos, y donde estaban establecidos de manera muy general. A duras penas se sabía algo de las prácticas de incineración de los cuerpos, que recogían yuvías en el Orinoco, y que estaban en persistente guerra con los maquiritares del Padamo, con lo cual se deduce que existía una constante tensión entre estos pueblos indígenas por el acceso a los territorios y sus recursos. Un elemento que distingue estas primeras representaciones del guaharibo es su imprecisa ubicación en la geografía física de la región. En sus relatos, los viajeros no mencionan comunidades ni sitios específicos de caza o de encuentros, sino simplemente hacen referencia a su localización más arriba del raudal de Guaharibos. Estas primeras observaciones nos permiten inferir que la incertidumbre que existía en cuanto a su ubicación estaba correlacionada con sus patrones culturales de movilización. Es decir, que los desencuentros no sólo fueron producto de la imposibilidad de los europeos en contactarlos directamente, sino también podría interpretarse como una estrategia de los mismos guaharibos

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para eludir los encuentros con los no indígenas a partir de su constante movilidad por las cabeceras del Orinoco y la sierra Parima. Al cerrar el siglo XIX no se había producido ningún contacto entre exploradores y yanomami que dieran cuenta de otros aspectos culturales de este grupo étnico, y los guaharibos, guaicas y schirianá seguían siendo vistos como indios irracionales, «tribus monteras» que no habían logrado ser reducidas, ni evangelizadas ni sometidas por grupo alguno, manteniendo su condición de indios independientes como los calificó Codazzi. El desconocimiento en cuanto a su cultura y patrones de asentamiento, así como a sus ritos, costumbres, migraciones y lengua fue una constante entre los exploradores y viajeros a lo largo del siglo XIX. De los escasos contactos con los viajeros, estos se produjeron de manera aislada y fuera de sus zonas de convivialidad, como por ejemplo la familia guaica que Humboldt encontró en La Esmeralda, o el guaharibo que Spruce entrevistó en el poblado de Monagas. Para la mayoría de los exploradores europeos que pretendieron llevar acabo descubrimientos científicos, el elemento cultural diacrítico es su «estado de naturaleza» en condición de hostilidad e indomabilidad; en cambio para los viajeros nacionales que tuvieron como meta realizar misiones oficiales, los guaharibos simplemente formaban parte de la geografía poblacional del Alto Orinoco. En fin, luego de varios intentos en remontar el Orinoco hasta sus fuentes, el espacio geográfico se mantenía desconocido al igual que los indígenas que habitaban en esa región.

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Capítulo V Reflexiones finales: más que un encuentro, un desencuentro

Según el Diccionario de los Símbolos de Cirlot, el viaje, desde el punto de vista espiritual, no refiere a la mera traslación en el espacio, sino a la tensión de búsqueda y cambio que determina el movimiento y la experiencia. Por consiguiente, «estudiar, investigar, buscar, vivir intensamente lo nuevo y profundo son modalidades de viajar o si se quiere, equivalentes espirituales y simbólicos del viaje» (Cirlot 1985: 460). Viajar, en su sentido primordial, significa buscar, explorar, andar. Este simple enunciado encierra de un modo convincente la intencionalidad de todos esos viajes y exploraciones realizados al Alto Orinoco durante más de siglo y medio por europeos y criollos. La búsqueda de fabulosos parajes como El Dorado, así como de una materialidad y concreción de sitios como las fuentes del Orinoco, de recursos naturales como los cacahuales silvestres y de pueblos desconocidos como los guaicas y los guaharibos en un locus inhóspito, apartado y enigmático, fueron los pretendidos hitos a ser rastreados y registrados en esa indagación de los viajeros. Sin embargo, más allá de las intenciones personales por las cuales estos aventureros se aproximaron a la región del Alto Orinoco, cabe reflexionar sobre las implicaciones de sus relatos y escritos. Nos referimos al impacto que tuvo en la mentalidad europea la disposición de una geografía ignota, una naturaleza tórrida y un conglomerado humano culturalmente esquivo y diverso. Las cartografías de esos espacios periféricos no fueron meras descripciones o imágenes gráficas de un mundo desconocido, no fueron simples marcas o elementos aislados que tomaron la forma de un objeto o un sujeto; estas representaciones están provistas de contenidos y significados socio-espaciales, y al mismo tiempo son construcciones discursivas e ideológicas. El estudio de estas representaciones coloniales y poscoloniales nos ha llevado, por consiguiente, a entender ese carácter dual y a veces contrastante de la articulación entre el significante y el significado, como

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sucede con el signo lingüístico. En este proceso de comprensión de los imaginarios, la revisión de las narrativas históricas ha requerido la evaluación no sólo de la expresión o forma del referente indígena como significante sino también de los contenidos ideológicos del signo que discurren desde esas lógicas racionales occidentales. En este caso, se trata de revelar las prenociones, las subjetividades y los juicios de valor de los exploradores, la expansión de la economía política en los territorios periféricos, y las formas discursivas de sujeción imperial que establecen clasificaciones sociales que funcionan como degradaciones para la ignominia y la estigmatización del Otro indígena. Nuestro trabajo ha procurado analizar sistemáticamente esos relatos de viajeros, tanto desde la motivación del viajero como de las implicaciones de sus narrativas en la configuración y redefinición de los espacios naturales y las poblaciones indígenas. Para ello, nos hemos valido de las fuentes y narraciones de viajeros europeos y criollos en torno a la región Alto Orinoco y más concretamente del Alto Orinoco superior a partir de las primeras expediciones colonizadoras de Díez de la Fuente a finales de 1750 hasta las exploraciones de viajeros presuntuosos como Chaffanjon que coincidieron con la presencia de los caucheros y balateros a finales del siglo XIX. A lo largo de este período, la imagen del yanomami que refleja lo que en antropología se ha llamado críticamente la construcción de «la ranura del salvaje», se fue elaborando a lo largo de las relaciones históricas de los expedicionarios que intentaron remontar el Orinoco hasta sus fuentes. En este proceso de construcción y re-imaginación del Alto Orinoco, las referencias y relatos de los viajeros a partir de sus propias experiencias no resultarían ser las únicas para la producción de una literatura que diera cuenta de la topografía y el espacio mítico. También, los testimonios de sus informantes, lo escuchado y lo inferido durante sus viajes constituirían fuentes de «evidencialidad histórica» que nutrirían esas narrativas. Es así como los tipos de relaciones, asociaciones y conflictos generados entre los mismos pueblos indígenas influirían en la elaboración de algunos referentes socioculturales de los llamados guaicas y guaharibos. Por ejemplo, las rivalidades entre los yanomami y los pueblos indígenas vecinos, especialmente los yekuana, contribuyeron decididamente a la mitificación de esa imagen del indio «belicoso». En tal sentido, los relatos sobre la agresividad yanomami, fabricados y repetidos a lo largo del siglo XIX, no sólo son un epifenómeno de las descripciones hechas por Humboldt, las cuales tuvieron un impacto sin igual en las percepciones de los exploradores europeos y criollos, sino también de las apreciaciones hechas por otros indígenas que se encontraban en conflicto casi permanente con los yanomami. En esta investigación hemos querido abordar las representaciones de sitios periféricos y desconocidos dentro del marco de los estudios poscoloniales, pero tam-

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bién interpelamos las visiones occidentales de los sujetos que no han sido colonizados ni pacificados desde la antropología histórica. Se trata del indígena que no ha sido asimilado y que por el contrario es visto como independiente, arisco e inaprensible. Durante siglo y medio, las relaciones de los viajeros que pretendieron remontar el Orinoco hasta sus fuentes hacían, de manera repetitiva, alusión a la malevolencia y hostilidad de los yanomami en sus narrativas. Sin embargo, las impresiones sobre estos indígenas, se producían también por la carencia de datos que dieran cuenta de quiénes eran ellos y cuáles eran sus modos de vida. Esa falta de contacto directo desembocó en una serie de desencuentros, por lo cual las alteridades yanomami se revelaron a partir de la no coincidencia espacio-temporal entre los sujetos en las zonas de contacto. De esta manera, los desencuentros a los que hacemos alusión a lo largo de este trabajo resultan ser la sumatoria de esas no concurrencias en el espacio y el tiempo entre sujetos colonizadores y colonizados, y de la construcción de imágenes sobre el Otro indígena, en este caso el yanomami. Aparte de las representaciones coloniales y poscoloniales que los europeos han construido sobre estos indígenas, debemos también referirnos a las prácticas, modos y características culturales de este pueblo indígena. Hay que destacar que el desconocimiento que se tuvo durante tanto tiempo acerca de los yanomami, también se debió a su sus patrones de movilidad en una extensa e intrincada área, a su independencia frente a otros pueblos indígenas y criollos, y a su sistema político donde cada comunidad es autónoma y no existe un poder central. Además, hay que considerar que las relaciones de alianza, reciprocidad e intercambio intraétnico seguramente influyeron para que las aldeas yanomami más apartadas tuvieran acceso a los bienes manufacturados deseados, sin tener que cambiar sus patrones de asentamiento gracias a su extensa red de redistribución. Sin embargo, los yanomami no son ni han sido un pueblo sumiso, ni apacible. En la literatura antropológica, estos indígenas han sido catalogados como una sociedad guerrera, que resuelve sus conflictos internos a través de pugnas entre las aldeas, y los resultados han sido ciertamente violentos: hombres golpeados y flechados, mujeres raptadas, emboscadas, escaramuzas y muertes. Aunque la intensidad y las razones de las agresiones entre los yanomami varían, ellos se consideran un pueblo decididamente guerrero. Los miembros en cada una de sus comunidades vengan a sus muertos y luchan por la soberanía de sus comunidades. Entonces cabe preguntarse, si los yanomami son indígenas guerreros, que resuelven sus problemas a través de las pugnas intraétnicas ¿por qué consideramos que la imagen del indio indómito y salvaje ha sido el resultado de construcciones y representaciones históricas? Hemos argumentado que existen factores sociohistóricos, los cuales contribuyeron substancialmente en la mitificación en sí de esta imagen. A diferencia de los

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güaipunabis, también considerados como una nación muy guerrera y valiente que vivía a orillas de los ríos Inírida y Atabapo, o de los caribes, considerados como los indios más belicosos y caníbales de la Guayana y la costa Oriental de Venezuela, los yanomami (guaicas y guaharibos) no llegaron a ser contactados, reducidos, ni adoctrinados en las diferentes fases del contacto con los conquistadores. Tampoco tuvieron que rendirle obediencia al rey de España, ni a las instituciones posindependentistas del siglo XIX, ni fueron diezmados, aunque si amenazados por las presiones de la explotación cauchera a principios del siglo XX. Ellos se mantuvieron al margen de estos procesos de asimilación, reducción y sometimiento que muchas veces fueron terriblemente etnocidas para otros pueblos indígenas del Amazonas venezolano. Por lo cual nunca entraron en la categoría de indios pacificados o adoctrinados en las referencias coloniales o republicanas. Por otra parte, desde el punto de vista geográfico, el raudal de Guaharibos, llegó a convertirse en un obstáculo difícil de traspasar en busca del nacimiento del río Orinoco. El desconocimiento de las fuentes del Orinoco estuvo implícitamente vinculado con el desconocimiento de los yanomami. La posibilidad de que los expedicionarios no lograran alcanzar las cabeceras de este río fue atribuida no sólo al obstáculo natural que constituía este raudal, sino también a la barrera humana de los indios guaharibos, quienes supuestamente impedían el paso de aquellos que se atrevieran a cruzar más allá del raudal. Así mismo, la mala reputación de los yanomami que se difundió entre los expedicionarios por los comentarios y testimonios de otros indígenas, muchas veces francos adversarios de los yanomami, son elementos que confirman que para finales del siglo XIX: 1) Los yanomami eran desconocidos para los exploradores europeos y por consiguiente resultaba predecible que se especulara sobre su aguerrida condición e independencia en tanto no se tuviera un control político y militar sobre ellos o, al menos, hubieran logrado reducirlos a las misiones u otros asentamientos criollos; 2) Su ubicación en las cabeceras del Orinoco, aunado a la dificultad de traspasar el raudal de Guaharibos, configuró un sitio de peligro y confusión en torno al origen de este magno río. De tal manera, había que justificar que aparte de las dificultades naturales para alcanzar el origen del Orinoco, se encontraban unos indígenas, «sumamente belicosos» que obstaculizaban la continuidad de los viajeros hacia el descubrimiento de las cabeceras de este río. Aún cuando en las crónicas de los viajeros, se reitera que el factor de mayor peso que impidió su navegación río arriba lo constituyó la terrible fama de los yanomami, curiosamente, Koch-Grünberg el único que logró tener un contacto directo con algunos schirianá (Caballero Arias 2005), tiene posteriormente una percepción un tanto distinta a sus predecesores llegando a calificarlos como indios «inocuos, muy primitivos» y fáciles de atemorizar.

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Los desencuentros con estos indígenas, también pueden ser medidos a través de la gran variedad de etnónimos con que fueron denominados los yanomami a lo largo de la historia de estas exploraciones. Estos viajeros de los siglos XVIII, XIX, y luego a principios del XX repetían y recreaban las versiones dadas por otros exploradores, misioneros e indígenas sobre los temibles guaicas y guaharibos que habitaban en las fuentes del Orinoco, refiriéndose a ellos con nombres y grafías que variaban de tiempo en tiempo. En vista de que no se sabía a ciencia cierta cuál era su denominación correcta, la proliferación de términos se observa a lo largo de las crónicas de estos viajeros. El desconocimiento y en todo caso el desencuentro con los occidentales, sirvió para que los yanomami hayan conservado relativamente su integridad y autonomía como conglomerado étnico. Cuando el espacio desconocido y sus moradores se hacen efectivamente conocidos y se establecen relaciones socioculturales entre los grupos, entonces la fantasía y las especulaciones se diluyen, y la realidad de los hechos cobra otro sentido. En el caso de los guaharibos y de las fuentes del Orinoco, ambos fueron propicios para que se creara esa percepción mítica de las tierras y de los hombres enigmáticos, tal como se creó y se difundió el imaginario de El Dorado en la laguna de Manoa. La diferencia es que si bien el Dorado continuó siendo un mito, la existencia de las fuentes del Orinoco y la presencia de los guaharibos en el Alto Orinoco si eran reales y empíricamente comprobables. El hecho de no saber con precisión con qué tipo de sociedad indígena estaban tratando los expedicionarios, generó claramente un enigma entre ellos. Esto, redundó en la conformación de una visión tergiversada o falseada de estos indígenas. Ante un territorio desconocido y unos hombres igualmente desconocidos, se inventan y se recrean historias hiperreales. Sobre el río, se especula en cuanto a su ubicación, distancias, profundidades. Sobre la población que lo habita, se discurre acerca de su condición guerrera, belicosidad y animosidad. La percepción en torno al yanomami belicoso y guerrero ha jugado un papel determinante en las exploraciones e incursiones en el Alto Orinoco durante más de siglo y medio. Sin negar la condición guerrera de este pueblo indígena, la revisión de las relaciones históricas hace concluir que la condición beligerante de los yanomami fue exagerada, descontextualizada y manipulada por los expedicionarios que procuraron alcanzar las fuentes del río Orinoco. Son estas conjeturas las que van a influenciar a las expediciones del siglo XX al Alto Orinoco y, posteriormente, a algunas visiones académicas signadas por la modernidad que de manera distorsionada han promovido la imagen del «primitivo» a través de disertaciones que se apoyan en una lógica cultural permeada por referentes occidentalizados de la alteridad.

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Este libro se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2014 en los talleres de Grupo Intenso.

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Caracas, Venezuela

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