Desaparecidos de la espuma

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Descripción

MÓNICA MARÍA DEL VALLE IDÁRRAGA Desaparecidos de la espuma El papel de un escritor no es decir lo que todos podemos decir, sino lo que no somos capaces de decir

(Anais Nin)

Al inicio de su pequeño tratado sobre el misterio y el sobresalto (“Lo siniestro”), Freud confiesa su escepticismo frente a lo espectral: “desde hace mucho tiempo no he experimentado ni conocido nada que me produjera la impresión de lo siniestro, de modo que me es preciso evocar deliberadamente esta sensación, despertar en mí un estado de ánimo propicio a ella” (1). Terminando ya su análisis, es claro que la literatura está en un lugar privilegiado para producir esa sensación de mucho más que simple angustia: “lo siniestro en la ficción —en la fantasía, en la obra literaria— merece […] un examen separado. Ante todo, sus manifestaciones son mucho más multiformes que las de lo siniestro vivencial, pues lo abarca totalmente, amén de otros elementos que no se dan en las condiciones del vivenciar. […] la ficción dispone de muchos medios para provocar efectos siniestros que no existen en la real” (Freud, 12). Los hijos del paisaje, el poemario en prosa de Maríamatilde Rodríguez, publicado en el 2007, utiliza la ficción del “lugar lleno de fantasmas”, siniestro, a modo de comentario sobre la relación de la isla de San Andrés con Colombia. Este libro es una especie de quejido intenso, muy bien medido, a veces plegaria, a veces carta de amor, a veces reclamo; es un libro sobre el que el poeta Juan Manuel Roca, su prologuista,ha dicho, y con justa razón, que es “bello e inquietante” y sin antecedentes (vii). Maríamatilde Rodríguez es barranquillera, vive desde hace años en San Andrés isla y, como abogada, ha trabajado en derechos humanos en lo

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tocante a desaparecidos en alta mar. La dedicatoria del libro, ya poética de suyo, es abrebocas a este escenario: A Peterson, desaparecido hace más de 12 años A Fernando Archbold, desaparecido en Bajo Alicia A Jorge Luna, desaparecido cuando navegaba en el “Rosalinda” A los hermanos de Miss Haissel, perdidos en las cárceles de Tampa A Nito Bent, Leonard Hudson, David Livinstong, Reynaldo Dowkeings y Claudio Hooker, desaparecidos en el Distrito Federal A todos los desaparecidos en la ruta hacia las costas de Yucatán A los más de trescientos desaparecidos de la espuma… Este es el único libro suyo publicado (aunque no el único escrito), y está traducido al italiano. En el conjunto de la literatura de la isla, Los hijos del paisaje es sui generis. Los temas que obsesionan a las obras sobre San Andrés incluyen el violento empujón hacia la modernización que le dio haber sido decretada Puerto Libre (en 1953), y la consecuente frágil situación actual de sus biosistemas; el trazado genealógico que la une al resto del Caribe más que a Colombia, con la que quisiera mantener su distancia; y, más recientemente, los deletéreos efectos de la encrucijada del tráfico en que está el archipiélago, pero especialmente San Andrés. Bahía Sonora de la conocida Fanny Buitrago, por ejemplo, ilustra en muchos modos el primer tema que, bebiendo de su libro, se resume con agilidad: “[…] El Puerto Libre trajo consigo la electricidad, la aviación, la corrupción de las costumbres, el dominio comercial de los pañamanes” (61); las novelas de Hazel Robinson permiten vislumbrar los enlaces de historia y cultura del archipiélago con el resto del Caribe, y una obra de teatro como “Combak combak” [Regresa, regresa] de Marilyn Leanor Biscaino Miller se pronuncia sobre el desmedro de un tejido social invadido por la sed de dinero rápido. Los hijos del paisaje entrama la primera y la última problemática de una manera tan intensa que el libro, como los espectros que trae a cuento, no nos abandona; su textura está hecha de una densidad sutil que nos hace dimensionar ambos temas en lo grande y en lo chico a la vez y, más importante a mi modo de ver, hace que la casa

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sea “un lugar lleno de fantasmas”, lo más familiar algo que se ve ajeno, y todo esto mediante la estrategia de hacer (retomando palabras de Blanchot) que “el otro venga hacia mí por la muerte” (147). En los aciagos días que vive el archipiélago tras el fallo de La Haya (que concede parte de su mar a Nicaragua), este libro cobra mucha relevancia para volver a mirar las islas “colombianas” y sus habitantes, porque, de nuevo en esto atina Juan Manuel Roca: “El país reafirma a cada tanto que las islas son suyas. Las islas. Mas no sus hijos. Estos ‘hijos del paisaje’ que desembocan en el libro, en esta especie de puerto que es la memoria. Al vaivén de unas palabras bien habitadas por el amor y la rabia, los que se fueron no dejan, como las olas, de golpear nuestra sensibilidad y nuestra conciencia” (xii, énfasis mío).

ESPECTROS Lo reprimido y la repetición, como las dos condiciones para el funcionamiento efectivo de lo siniestro, son los resortes de este poemario. La reflexión de Blanchot sobre lo invisible es particularmente conveniente en este punto: “Lo invisible es entonces lo que no se puede dejar de ver, lo incesante que se hace ver” (147). Ese tipo de invisible, pese a que estemos en una isla caribeña, no corresponde al folclórico Duppy Gull: comparados con ese fantasma medio bonachón, los espectros de Los hijos del paisaje son más bien representantes de “sujetos particulares que se han vuelto susceptibles de borradura, marginalización y precariedad” (19), para retomar el espíritu de los estudios sobre espectros en las ciencias sociales y humanas (cfr. Blanco y Peeren)… En este sentido, la noción de espectro funciona como metáfora conceptual, como una metáfora que “realiza un trabajo teórico” (Ibíd., 1) muy relacionado en este caso con las elaboraciones de Benítez Rojo sobre el fantasma y la violencia colonial (véase capítulo seis de la Isla que se repite…), elaboraciones derivadas precisamente de la novela Los pañamanes, de Fanny Buitrago, cuyo eje espacial y social es esta misma isla de San Andrés. Los hijos del paisaje hace parte entonces de un corpus literario del Gran Caribe, donde el espectro habla de situaciones coloniales como la

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expropiación de tierras, el silenciamiento ontológico, la borradura (imposible) de la memoria. En este sentido, yo la pondría —por esa veta temática compartida—al lado de obras como Feeding the Ghost, de Fred d’Aguiar, Ancho mar de los sargazos, de Jean Rhys, Bahía sonora, de Fanny Buitrago, Chronique des septmisères, de Patrick Chamoiseau, y de las visiones submarinas del jabao de Walcott, así como, en otra dimensión, de las de Caliban. Se entiende que estos universos literarios vayan dando pie a una especie de “política del espectro” (Blanco y Peeren, 19), que se ofrece como “alternativa a los marcos de trabajo del poscolonialismo, el nacionalismo y la globalización”, mediante los términos de “espectralización” o “fantasmización” (19). *** Los diez apartados de Los hijos del paisaje recorren el espectro de lo reprimido a lo recurrente partiendo del plano subjetivo de una voz narradora para terminar en el plano de la enajenación de las tierras de otra voz también femenina. Permítaseme explicar un poco este circuito que considero uno de los logros más encomiables de este poemario. “Será mejor que no hablemos de eso. Que los hombres se pierdan mar adentro no es nuevo” (1, énfasis mío). Con estos, los primeros versos, estamos ya en el mundo de un dolor colectivo sofocado (“todas sabemos”, 3), un colectivo que se enfrenta a la sorda negativa de la ley y el gobierno: “Nunca supimos de él. ¿Para qué?, nos dijo el comisario, todos son iguales” (3, énfasis mío). A partir de ahí, acompañamos a estas mujeres en su deambular por toda la isla (especialmente por su sector más popular y elevado: La Loma, en el poema III: “Bajo por La Loma. Mis pasos se mecen sin prisa y los tacones enlutados parecen maracas vencidas” (14)) por las cocinas y los fogones, por las orillas del mar (“Mañana en la orilla encontraré varios mensajes de su suerte” (3)), con la ilusión de atisbar el cuerpo del desaparecido que regresa, como un barco abandonado, o hallar su cuerpo encallado entres las algas. Esta repetición básica del gesto del duelo se atornilla a la deriva por los mismos lugares (detalle que ya señala Freud en su caracterización de lo siniestro). Pero también implica de continuo la tematización de una pérdida social porque involucra la pérdida de la isla

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misma en el largo plazo. La negación de esa pérdida, por parte de las voces oficiales, y la impotencia de las voces narrativas que la viven, conforman los dos nudos de la sensación siniestra que provoca el poemario; ahí es donde se juntan lo reprimido y lo recurrente. Si solo fuera un lamento por la pérdida de un hombre querido (todos estos desaparecidos lo son y esto habla de las condiciones sociales que estos poemas están denunciando), este poemario quizás no pasaría de ser una hermosa endecha materna o mujeril en todo caso. El libro es mucho más y se vuelve sin antecedentes en su forma de ligar inextricablemente ese sentimiento de duelo femenino y las condiciones de pérdida de toda la isla, que no solo se va vaciando como las mujeres de sus seres queridos (“una Isla asmática navega a la deriva, el mar lleno de cruces espera los pasos” 21), sino que empieza a perder incluso su suelo (“no tenemos país, ni patria, no somos quejido ni lumbre encendida” 11). Desde el epígrafe, hombres y mujeres (niños incluidos), isla y mar, tierra y sin tierra, vida y muerte, se ligan y se muestran inseparables, de tal manera que el duelo que luego escuchamos en el poemario deja de ser individual y exclusivo y se convierte en un reclamo coral. En un texto muy fértil, Ileana Rodríguez glosaba las narrativas revolucionarias masculinas y señalaba un sofisma en ellos en tanto (paradójicamente) no lograban desalojar revolucionariamente el sujeto yo romántico en favor de la voz colectiva popular. Remito a los lectores a ese texto mientras yo apunto que Los hijos del paisaje hace un trabajo inmejorable en ese nivel al ensamblar a la voz femenina la voz popular y sus reclamos: no solo usa la voz plural femenina, sino que esa voz en duelo funciona como amplificadora de un duelo colectivo, político, que se deriva de dos vivencias sociales y económicas características hoy en día de los sanandresanos, también según el poemario: la fuga en busca de mejores futuros y el ingreso al trabajo del narcotráfico. Por su estratégica localización, el archipiélago desempeñó desde el siglo XVIII un importante papel en el comercio marítimo en el Gran Caribe, proporcionando, entre otras cosas, mano de obra muy cualificada como capitanes de barcos o goletas. Hoy, las exportaciones de la isla han sido reemplazadas en su mayoría por un turismo que está atado a sus comienzos como puerto libre colombiano. Además del turismo, los isleños rebuscan

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sus ingresos en la red del tráfico, favorecida por la posición de la isla. San Andrés es “un punto de paso estratégico de drogas, que se encuentra especialmente cercano al corredor centroamericano, es decir, a la ruta actualmente más activa para el tráfico ilegal que opera en la región”, según Mantilla, quien enfatiza que “el archipiélago es un centro de tráfico de todo tipo de recursos ilegales, pues, además de las drogas, se trafica con dólares ilegales, combustible y, especialmente, armas y municiones” (55). El primer verso del segundo poema: “Aquí no pasa nada que no sean barcos” (11) puede ser tomado como traducción de este contexto. “Los desaparecidos de la espuma” no son otros que los hombres atrapados en estos circuitos del tráfico. Eso es evidente en el epígrafe. Y en el poemario hay huellas dicientes que lo apuntalan: “los niños se abastecen de combustible detrás de los manglares para llegar hasta Dios” (25). El protagonista trágico de esta historia está nítidamente caracterizado al estilo del poemario: a saltos, en jirones, con una frase aquí, otra allá… Empieza siendo un niño que su madre le disputa al televisor (“Batimos las faldas para que regresen a ver televisión como niños normales”, 26), se codea con los turistas que lo van acostumbrando al roce del dólar (“y el sarcasmo de los visitantes les acaricia en dólares el omóplato sutil que se dibuja en la sombra”, 26), sueña desde chico con una lancha veloz (“Tenía solo nueve años cuando su caballo ganó doscientos mil pesos en siete minutos” […] Todos aplaudían en las acercas, y cuando Mr. Orlen lo detuvo y le preguntó qué quería por haber ganado, le dijo: “Una bicicleta”, que creció y se convirtió en motocicleta de doce vientos, con quilla y vela, con muertos en los postes y mujeres esperando en los rincones […]” 19)). Y finalmente, muere en el piso de esa lancha que pilotea (“El agua tocaba el cuerpo horizontal del capitán. Detrás, dos lanchas disparaban pero ya él no sentía miedo. Solo lloraba y sonreía”) (20). ¿Podemos dar un poco más de nitidez a eso reprimido y eso recurrente?, ¿qué es eso invisible que no se puede dejar de ver, a partir de Los hijos del paisaje, según esta interpretación que vengo proponiendo del poemario como estimulador de lo siniestro en tanto sensación que surge de la oposición y el rechazo a una pasión nacional que anexa sin dificultad a un San Andrés presuntamente paradisiaco a su imaginario turístico y aun político?

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Las mujeres de esta coral temen, naturalmente, que sus sospechas de que el desaparecido está muerto se vean confirmadas: “Pero nadie regresa de la espuma, a menos que la traiga puesta” (5). Pero hay un miedo más aterrador: “Me dicen que siembre caracoles en el patio, que cuando crezcan un extraño sonido de brújula guiará tu espanto y entonces vendrás pidiendo explicaciones al gobierno. ¡Pero qué cosa atroz! ¡Regresar para andar otra vez en malas compañías!” (5, énfasis mío). Esta voz coral es bien clara en incriminar al gobierno por la conjunción de malas compañías y algo de lo que hay que pedir explicación: en palabras gastadas, el abandono estatal y la falta de opciones para los isleños, sumados a la falta de control efectivo y buen manejo de esas aguas que se pelean en las cortes internacionales. Todo esto propicia la escapada, la alucinación con las tierras allende la mar: “Todos abandonan la isla como una ola en retroceso” (4). Huele al otro lado del mundo, donde todo es verdadero, donde los hombres caminan hacia el horizonte, seguros de encontrar la dirección precisa del amante; donde todos se quedan hasta el final, aspirando el olor de las fábricas para jubilarse después, buscando…” (27). Si retomamos de la lúcida lectura de Spivak al libro de Jean Rhys dos nociones podemos avanzar hacia el final de este texto. Por un lado, si bien este poemario no recurre a la imagen y su otro, el espectro sí cumple el papel de evocar una unidad dislocada, de hacer deslizar la voz más allá del yo del sujeto femenino haciendo resonar en ella la voz masculina del desaparecido, y volviéndola así una voz coral, e interpelando al sujeto colombiano en ausencia, en tanto turista, en tanto detentor de la ley, punto donde entra la otra noción interpretativa de Spivak: la ley y el orden, como huellas de la violencia epistémica y legal ejercida por Colombia sobre estos territorios de ultramar. El poema IX es a mi modo de ver el lugar de ensamble de estas dos perspectivas, unidas mediante la única bisagra posible, la irracional (en tanto lo que diga este sujeto impotente suena a desvarío a oídos del sistema): Este poema, uno de los más hermosos del poemario, es el de la locura. Cito en extenso, pero aún incompleto:

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¿Una bandera sobre un océano? Bueno, de todo hay en esta tierra ¿verdad? Es por eso que no tenemos héroes. Por lo menos no esos tan laureados, tan engominados, recorriendo la historia en caballos adiestrados por ángeles que tiran de sus cuerdas, caballos amarrados con bozales de barbitúricos. Los nuestros deambulan por las calles en silencio, en compañía de un amigo loco que además no le cree que fuera de aquí es un hombre sobrehumano, volador y viceversa. Que fuera de aquí, lo escuchan en los bares con la seriedad de los guisantes sorprendidos. Y viceversa. Es seguro que si se vive en la otredad, nadie recuerde tu nombre, o piense que te hayas ensimismado en las alas de una mariposa calcinada en la pared. El hospital está lleno de locos súbitos, pues una extraña esquizofrenia nos habita desde siempre. Rebaños de locos caminan por las calles. Cuando los porteros duermen, ellos pueden salir a recorrer la noche con las esquirlas de su dopada serenidad y las circunvoluciones de su cerebro hinchadas por el litio. Están los loquitos del agua, que creen que una ventana abierta los devorará, porque es posible que el viento del nordeste muestre sus colmillos amarillentos en las fauces de encías rosadas de North End. Están los loquitos del sereno, que se untan los pétalos de las Copas de Oro en la piel de su paisaje personal para que el agua no penetre en las manchas de sus mapas repletos de nombres, que no están más en el álbum familiar […] (41-42, énfasis mío). Se anudan allí la sorna del imposible cotidiano (¡una bandera sobre una isla!) con la locura colectiva, aunque de disímiles manifestaciones. El hilo subterráneo de la no pertenencia y del control escaso, que permite escaparse de noche, alumbran destellos alegóricos.

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Respecto a las mujeres, en este mismo poema, aparece una semblanza engañosa, por incompleta:“Las mujeres locas de la Isla son como las mujeres locas de cualquier lugar del mundo: Se pintarrajean como señuelos de un amor perdido, soñando siempre a través del humo de unos cigarrillos bizantinos. Se muerden las uñas detrás de las puertas y esconden manzanas que dan a comer a cualquiera que les pida un pedazo” (45).Puesto que nos han ocupado en este trabajo, terminemos la semblanza: “Las mujeres locas de la Isla llevan señas de golondrinas en los costados de sus vestidos: parecen muñecas abandonadas en el acantilado. Han perdido los ojos y los brazos. Han perdido el aliento de sus rosadas mejillas, han perdido los hijos y solo las acompañan sus recuerdos guardados en cajas de cartón que dejan al descuido en cualquier almacén del centro” (46). A renglón seguido, el poema explicita el vínculo entre estas mujeres y el resto de los habitantes de la isla: “Los demás tenemos la locura del advenimiento de alguna divinidad marina. Todos estamos a la espera, hacemos fila, nos llegará el turno y saldremos de noche mientras los porteros duermen” (46). Este éxodo, la divinidad marina esperada, la necesidad (o la oportunidad) de burlar al portero, ven su razón de ser, la justificación perentoria en el poema final, el inmediatamente siguiente, donde la locura coge raíz: De nuevo lo cito en extenso: En este lugar los doctores abundan como almejas. Son de todos los tipos y de diversas maneras, todas irracionales, por supuesto. […] —Llamen al doctor, llamen al doctor, que el miedo comienza en las entrañas. —Doctor, ¿podría por favor decirme qué pasó con nuestra tierra? Nosotros la dejamos aquí mismo, pero ya no está. Ahora, aparece con menos árboles y el otro doctor me dice que esa con menos árboles tampoco es de nosotros. —¿Cómo pudo mudarse, así, ¡tan de repente? Perdóneme, doctor, que le pregunte, pero yo sé que usted tiene todas las respuestas, eso dice mi hermana que ha votado por usted desde que cumplió 18 años.

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[…] En mi patio ya no puedo caminar, tengo las piernas deformadas porque usted sabe que cuando se está mucho tiempo sentada una se hincha como un elefante de azúcar. Ahora quiero mudarme de aquí, pero la tierra no está y yo ya no tengo donde ir(47, énfasis mío). La usurpación, el robo, la expropiación por medios legales (un relato recurrente en las historias de la relación de Colombia con San Andrés, como se puede leer en The Province of Providence) es lo recurrente invisible, es lo reprimido en los recuentos oficiales colombianos, que este poemario hace ver, desde otra dimensión. A fin de cuentas, los isleños insisten en este punto que retraen al puerto libre mientras que, por su parte, el gobierno colombiano no para de repetir el gesto de su apropiación de palabra (acompañada de un descuido en obra), imaginaria, política, territorial, como las reacciones ante el reciente fallo de la Haya lo prueban. Esta aparente locura, lúcidamente denuncia el vaciamiento y despojo de la isla, y lo hace mediante la indisoluble articulación de la casa-cuerpo femenino (“Mi casa, levantada sobre pilotes, abre sus piernas para el paso de un mar que nos ignora mientras crujen las vértebras de un animal que lanza a retazos. Con la madera de su costillar te voy a hacer una puerta que conduzca al solar donde los mangos caen como estrellas y los cuerpos se humedecen para rezar aleluyas de platino” (11), la voz-presencia del desaparecido y el reclamo colectivo de casi expulsión de su territorio. En este sentido, Los hijos del paisaje nos ha de provocar—como lectores colombianos— la sensación de terror de quien por fin ve algo que se negaba (y se niega oficialmente) a ver. Algo que, sofocado, ha ocurrido desde los tiempos de la fundación, como bien muestra el poemario al yuxtaponer la muerte del capitán de lancha rápida a la muerte del corsario Aury, contratado por el primer gobierno independiente para proteger los mares de posibles incursiones españolas, y quien estableció en San Andrés una base comercial y de saqueo a naves españolas. La mujer que llora la desaparición de un ser querido y la que al final del poema “no puede caminar” ni tiene a dónde ir, prestan su cuerpo a rogativas y reclamos y voces plurales, más allá del género. Al hacerlo, permiten la

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triple articulación sobre la cual Didi-Huberman sitúa la construcción de las relaciones sociales: el pathos del duelo que convierte“el drama de la muerte injusta en ethos moral de la vida política” (283). En un mundo “donde se pierde la ausencia [sugiere Didi-Huberman] si todavía queda alguna posibilidad de tocar el dolor humano, será a través de las formas fantasmales de los aparecidos en un duelo inconsolable” (283). Que podamos volver visibles esos fantasmas, ese duelo, esas pérdidas de territorio que atentan contra la sobrevivencia cotidiana, en la semblanza de una isla que los medios presentan como un paraíso, sin fisura, es el potente gesto poético y político de Los hijos del paisaje.

OBRAS CITADAS Benítez Rojo, Antonio. 1989. La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva posmoderna. Hanover: Ediciones del Norte. Blanco, María del Pilar y Peeren, Esther (eds.). (2013). The Spectralities reader.Ghosts and Haunting in Contemporary Cultural Theory.Nueva York y Londres: Bloombsbury. Blanchot, Maurice. (2002). El espacio literario. Madrid: Editora Nacional. Buitrago, Fanny. (1976). Bahía Sonora. Relatos de la Isla. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura Didi-Huberman, Georges. (s.f.) “El gesto fantasma” (281-291).S.c: s.e. Recuperado en: http://reacto.webs.ull.es/pdfs/n4 didi_huberman.pdf Freud, Sigmund. (1919). “Lo siniestro” En CIX: “Sigmund Freud: Obras completas” en Freud total (versión electrónica). Recuperado en http://elartedepreguntar.files.wordpress.com/2009/12/ freud__sigmund_-_siniestro__lo.pdf Mantilla, Silvia. (ene-jun. 2011). “Narcotráfico, violencia y crisis social en el Caribe insular colombiano: El caso de la isla de San Andrés en el contexto del Gran Caribe” (39-67). En Estudios Políticos, 38. Petersen, Walwin G. (2002). The Province of Providence.San Andrés: The Christian University of San Andrés, Providence and Catalina.

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Roca, Juan Manuel. (2007). “Huellas en el agua” (prólogo) (vii-xii). En: Rodríguez, Maríamatilde. Los hijos del paisaje. Bogotá: Luna con parasol. Rodríguez, Ileana. (jul-dic 1996). “Conservadurismo y disensión: el sujeto social (mujer/pueblo/etnia) en las narrativas revolucionarias” (767-779). En Revista iberoamericana, Vol LXII (176-177) Rodríguez, Maríamatilde. (2007). Los hijos del paisaje. Bogotá: Luna con parasol. Spivak, G. Ch. (1985). Three women’s texts and a critique of imperialism. Critical inquiry, vol 12, n 1, pp 243-261.

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