\"Desagradable es siempre el escándalo promovido sobre un ataud\": la privación de sepultura eclesiástica en la Restauración, Texto presentado al XII Congreso de la AHC, Madrid, 17-19 de sptiembre de 2014

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Descripción

"Desagradable es siempre el escándalo promovido sobre un ataúd”1: la privación de sepultura eclesiástica en la Restauración2 Miguel Martorell Linares, UNED Entre 1876 y 1931, la Iglesia católica ejerció una jurisdicción excepcional en el ámbito de la muerte: fue la única institución, por encima de cualquier administración civil, con autoridad para decidir dónde debían ser enterrados los cadáveres. Era su potestad denegar la inhumación de un cuerpo en el cementerio católico –el principal y con frecuencia único en muchas localidades- o impedir el entierro de un bautizado en el cementerio civil, aun cuando fuera la voluntad de sus familiares. Las autoridades eclesiásticas fundaban este privilegio en los artículos 3º y 4º del Concordato de 1851 y los gobiernos de la Restauración lo refrendaron reiteradamente: "así como la Iglesia tiene el derecho a denegar la sepultura eclesiástica al individuo que muera fuera de su seno, lo tiene igualmente para exigir que se le conceda al que muere en su comunión", rezaba una Real Orden del 23 de julio de 18873. A veces, la decisión de negar sepultura eclesiástica a un cadáver ocasionaba un choque entre la Iglesia y las familias, amigos, vecinos o correligionarios del difunto. Eran conflictos con una honda carga emocional que podía derivar en actos violentos, pues la prohibición de sepelio en sagrado ocurría en el mismo momento de la pérdida, separaba al muerto de las comunidades a las que perteneció en vida, enturbiaba su memoria y a ojos de los allegados perturbaba su descanso eterno, sobre todo si el desterrado era católico. Estas contiendas fueron más usuales en el ámbito rural que en el urbano, pues en las pequeñas localidades los párrocos ejercían una labor de control moral y vigilancia de la ortodoxia católica que resultaba ya casi imposible en ciudades más pobladas. Algunas tuvieron una notable repercusión nacional gracias a la prensa, generaron una copiosa normativa legal, se debatieron en las Cortes y desataron encendidas polémicas entre quienes desde posiciones clericales sostenían el derecho de la Iglesia a imponer un control ideológico sobre la sociedad, con la ayuda de un aparato estatal subordinado, y quienes desde los ámbitos del librepensamiento, la masonería, el republicanismo, y ocasionalmente desde los partidos dinásticos, defendían la supremacía del poder civil. Enfrentamientos similares sucedieron en aquellos países donde el catolicismo era la religión hegemónica al comenzar la edad contemporánea. En España ya eran habituales antes de la Restauración, pero tuvieron su apogeo entre los años 70 y 90 del siglo XIX, para declinar hasta prácticamente desaparecer en la tercera década del siglo XX. Este tipo de pleitos es “hoy menos frecuente”, escribía en 1918 el teólogo Guzmán y Muria

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El Globo, 5 de noviembre de 1879. Agradezco a Julio de la Cueva sus comentarios sugerentes, que han contribuido a mejorar este texto. Esta investigación ha sido posible gracias al proyecto HAR201231520, de la Secretaría de Estado de Investigación, Desarrollo e Investigación del MINECO. 2

Texto presentado al XII Congreso de la Asociación de Historia Contemporánea, Madrid, 17-19 de septiembre de 2014. 3

R. O., en Boletín del Clero del Obispado de León, 15 de diciembre de 1887, pp. 468-469.

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“porque desgraciadamente, y más en poblaciones grandes, ya no inspira esto el saludable horror de otros tiempos”4. Una nueva sensibilidad hacia la muerte A lo largo de la Edad Media se consolidó la costumbre de enterrar a los muertos en las iglesias, o en pequeños cementerios apegados a ellas -ad sanctos y apud ecclesiam- con el fin de que el difunto descansara junto a los santos, que mediarían a su favor en el juicio final. Este modelo comenzó a ser cuestionado en el siglo XVIII, cuando muchas iglesias acabaron colmatadas de cadáveres y los avances en la ciencia y en la medicina higienista alertaron sobre el riesgo sanitario de mantener en un mismo espacio a los vivos y a los muertos. En España, la Real Cédula de 3 de abril de 1787 fue la primera norma que prohibió los enterramientos en iglesias y ordenó la construcción de cementerios extramuros. Pero en veinte años apenas se erigieron nuevas necrópolis y una circular del 26 de junio de 1804 hubo de recordar que su construcción era obligatoria. Diversas normas reiteraron estas instrucciones durante las Cortes de Cádiz, el Trienio Liberal y los últimos años del reinado de Fernando VII, pero el verdadero impulso llegaría ya consolidado el Estado liberal. El proceso, no obstante, fue lento. Una Real Orden de noviembre de 1857 recordaba que aún carecían de cementerio 2.655 municipios de los 11.000 que había en España. En 1888 algunas pequeñas localidades todavía inhumaban a sus difuntos en torno a los templos5. La revolución liberal y la generalización de los cementerios extramuros fueron de la mano. Y ambas transformaciones conformaron una nueva visión de la muerte, pues la afirmación liberal del individuo también se trasladó al ámbito funerario. Desde la Edad Media los difuntos habían sido integrantes anónimos de la gran comunidad católica, excepción hecha de los eclesiásticos, aristócratas o burgueses que por su vida ejemplar o sus donaciones perpetuaban su nombre dentro de los templos. Pero en el cementerio del siglo XIX cada ciudadano, cada familia, pudo aspirar a inmortalizar su memoria en una tumba personalizada. Como ha apuntado el historiador italiano Dino Mengozzi, el axioma liberal "un hombre, un voto" tuvo su correlato en la convicción de que todo el mundo debía tener derecho a perpetuar su nombre en una lápida. La revalorización del individuo trajo consigo una nueva cultura funeraria: los vínculos familiares se reforzaron en torno a la visita a los difuntos en el camposanto, los funerales se personalizaron, la pérdida adquirió un sentido más dramático. El culto a los muertos “constituye uno de

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Sobre clericalismo, anticlericalismo y el enfrentamiento entre ambos en España, Julio de la CUEVA MERINO: Clericales y anticlericales. El conflicto entre confesionalidad y secularización en Cantabria (1875-1923), Santander, Universidad de Cantabria, 1991. D. V. GUZMÁN Y MURIA: Legislación canónicocivil mortuoria, Barcelona, 1918, p. 167. 5

Philippe ARIES: Historia de la muerte en occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días, Madrid, El Acantilado, 2000 (ed. or. 1966), p. 193 y ss. Política higienista del XVIII sobre cementerios, Maria CANELLA: Paesaggi della morte. Riti, sepolture e luoghi funerari tra Settecento e Novecento, Carocci, Roma, 2005, pp. 17 y ss. Legislación española sobre cementerios del siglo XIX, Mariano GARCÍA RUPÉREZ y María del Carmen FERNÁNDEZ HIDALGO: "Los cementerios. Competencias municipales y producción documental", en Boletín de la ANABAD, Tomo 44, núm. 3, (1994), pp. 55-85.

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los elementos propios de la agregación de las familias”, escribía un grupo de ciudadanos franceses en 18816. Fue un cambio de mentalidad inicialmente urbano, promovido por las élites ilustradas en el siglo XVIII y liberales en el XIX, pero que poco a poco arraigó en toda la población, extendiéndose al ámbito rural: el cementerio se transformó en el lugar para honrar a los familiares, a los amigos, a los vecinos; el lugar en el que reverenciar, también, a los héroes locales o nacionales. Un rincón para reposar y meditar y un jardín por el que pasear entre cipreses, árbol elegido por los higienistas para depurar los efluvios de la descomposición. Un espacio que agrupaba en la muerte a las comunidades familiares o locales que habían vivido unidas. Nada ilustra mejor la voluntad de preservar la unidad parental más allá de la vida que la concesión de terrenos a perpetuidad para construir panteones familiares, con frecuencia lujosos, trasunto funerario de los grandes palacios burgueses. Los cementerios del siglo XIX reproducían en horizontal la ciudad de los vivos, pues quienes no eran iguales en la vida no tenían por qué serlo ante la muerte. De este modo, el espacio fúnebre también se jerarquizó en función de las rentas: quien disponía de recursos adquiría concesiones a largo plazo, pero mucha gente solo podía costear su tumba durante un periodo limitado tras el cual sus restos pasaban a una fosa común; otros iban a la fosa común directamente, pues una cosa era tener el derecho a perpetuar el nombre y otra distinta disponer de medios para conseguirlo. Tampoco eran iguales todos los cementerios. En las ciudades ricas podían ser jardines elegantes, aunque abundan por esta época las descripciones de necrópolis urbanas en estado ruinoso; en los municipios pobres, como Jávea, cuyo cementerio era "pequeño e indecente"7. La Iglesia y los nuevos cementerios El nuevo espíritu funerario secular contrarió sobremanera a la Iglesia. El clero y los publicistas católicos percibieron la creación de las necrópolis fuera de las ciudades como una suerte de amputación. Como si se siguieran practicando los entierros ad sanctos, la Iglesia del siglo XIX argumentó que los cementerios formaban una unidad con el templo y eran tan sagrados como él. Son “parte de las iglesias”, escribía en 1887 el canónigo Rafael Leante; constituyen “un solo cuerpo moral con la iglesia, equiparado a ella, aún después de haberles separado materialmente”, insistía en 1918 Guzmán y Muria. Los nuevos cementerios, además, suscitaron graves disputas de jurisdicción. Descapitalizada la Iglesia tras la desamortización, su construcción y mantenimiento se atribuyó a los ayuntamientos. A pesar de ello, las autoridades eclesiásticas siguieron reivindicando el pleno dominio sobre el camposanto frente a los municipios, que no siempre se resignaron a desempeñar una función marginal sobre un bien que costeaban. 6

Philippe ARIES: Historia de la muerte..., p. 204-207. De ahí la cita. Dino MENGOZZI: "Riti funebri e laicizzazione nell´Italia del XIX secolo", Studi tanatologici, (2005), I, pp. 57-74. Fernando CATROGA: "O culto dos mortos como una poética da ausencia", Artcultura, Uberlandia, v. 12, jan-jun (2010), pp. 163182. 7

Cipreses, Francisco QUIRÓS LINARES: El jardín melancólico. Los cementerios españoles en la primera mitad del siglo XIX, Universidad de Oviedo Quirós Linares, p. 27; Jávea en p. 20; diversificación social, en p. 30 y ss. Panteones y concesiones a largo plazo, Jacqueline LALOUETTE: La libre pensée en France. 1840-1940, Albin Michel, Paris, 1997; Fernando CATROGA: "O culto dos mortos...".

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No fue el único cambio que azoró a la Iglesia. En nombre de "la dichosa higiene", los cementerios se alejaron excesivamente de los núcleos urbanos en las grandes ciudades y eso entorpeció que el sacerdote acompañara en solemne procesión a los cadáveres. Las compañías de pompas fúnebres asumieron funciones que antes correspondían solo al párroco. A ojos del clero, la proliferación de lujosos panteones rompía la igualdad cristiana en el sueño eterno: cuando los enterramientos "dependían solo de la Iglesia no había distinción entre ricos y pobres". Por si fuera poco, la nueva mentalidad en torno a la muerte resultó una fuente de conflictos, pues las familias de los difuntos empezaron a reclamar sus derechos frente a los dictados eclesiásticos8. La cultura funeraria del siglo XIX trajo otra complicación: si la ciencia higienista prescribía que todos los cadáveres se concentraran en espacios acotados fuera de las ciudades, era preciso hallar un lugar para los difuntos que la Iglesia no quería en sus camposantos, que se inhumaban hasta la fecha en cualquier sitio. La Francia revolucionaria resolvió el problema secularizando los cementerios, privando en 1793 a la Iglesia de su dominio, atribuyendo su gestión a los ayuntamientos y abriéndolos a todos los ciudadanos, con independencia de su credo o de sus actos en vida. Pero el decreto del 23 de Prairial de 1804 rectificó esta política al prescribir que donde hubiera más de un culto se dividieran en secciones separadas por muros o arbustos, cada una con su propia entrada. Con la parcelación por credos la Iglesia católica retornó a las necrópolis: al ser la fe predominante ocupó la parte principal, bendecida como terreno sagrado, y relegó al resto de las confesiones a las esquinas, adonde fueron a parar también los privados de sepultura eclesiástica. Esta situación, respaldada por los gobiernos conservadores de la Restauración, la monarquía de julio y el Segundo Imperio, generó repetidas disputas pues muchos fieles consideraron que el destierro de sus deudos a un rincón considerado indigno, y generalmente descuidado, rompía la unidad familiar y ensuciaba la memoria del muerto. Con frecuencia, las autoridades locales tomaban partido por las familias en estos choques, aprovechados por los anticlericales para exigir la secularización de las necrópolis. Ante la plétora de enfrentamientos, el gobierno de Jules Ferry suprimió la parcelación de los cementerios en 1881. Tres años después, una ley restableció su secularización al asignar todas las competencias a los municipios. Portugal e Italia siguieron modelos parecidos al francés de 1804 y también la Iglesia se enseñoreó de los cementerios, por lo que proliferaron conflictos de igual índole entre el clero, las familias y las comunidades locales. En Portugal la supresión de los muros internos y su secularización llegó en 1910 con la proclamación de la república; en Italia los mismos pasos se dieron poco antes de la Gran Guerra9. 8

Estos problemas aparecen en los breviarios para párrocos. Las citas proceden de Rafael LEANTE Y GARCÍA: Tratado de cementerios que contiene el derecho canónico y civil… con otras instrucciones a los curas párrocos, Lérida, Tipografía Mariana, 1887, pp. 19 y 21 y D. V. GUZMÁN Y MURIA: Legislación canónico-civil..., pp. 15 y 74. Además de estos, pueden verse en Francisco RUIZ DE VELASCO Y MARTÍNEZ: Defensa de los cementerios católicos contra la secularización y reivindicación de los derechos parroquiales en el entierro y funerales, Madrid, 1907. Las quejas de la Iglesia católica sobre la suntuosidad de los panteones son universales; véase Dino MENGOZZI: "Riti funebri...". 9

Francia, en Thomas KSELMAN: "Funeral Conflicts in Nineeenth-Century France", Comparative Studies in Society and History, Vol. 30, nº 2 (Apr. 1988), pp. 312-332 y Jacqueline LALOUETTE: La libre pensée..., p. 307 y ss.; Portugal, en Maria Lucia de BRITO MOURA: A "guerra religiosa" na I republica, Universidade Catolica Portuguesa, Lisboa, 2010; Italia, en Dino MENGOZZI: "Riti funebri...". En Italia, tras la unificación, abundaron tanto los casos de privación de sepultura a destacados librepensadores que se generalizó entre ellos la cremación, Anna Maria ISASTIA: "La Laicizzazione della morte a Roma:

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España siguió un camino distinto. En lugar de enterrar a todos los difuntos en un mismo espacio, aun cuando fuera parcelado, los liberales optaron por erigir dos tipos de cementerios: católicos y civiles, o de disidentes. La ley del 29 de abril de 1855, durante el bienio progresista, dispuso que en toda población "donde la necesidad lo exigiere" se construyeran cementerios para "quienes mueren fuera de la comunión católica", que debían sufragar los ayuntamientos. Así se estableció una segregación jerárquica de la muerte: un cementerio principal, el católico, y otro de segundo rango, el civil, a menudo de ínfima categoría; uno para "los buenos y piadosos; el otro, el de los malos y apestados", observó en 1876 Gumersindo de Azcárate. Sin embargo, durante el Sexenio Democrático, mediante una Real Orden del 16 de julio de 1871 el gobierno del general Serrano adoptó el modelo francés, con un solo cementerio compartimentado por cultos. El cambio irritó a los obispos, que ejercieron una dura presión, y el 28 de febrero de 1872 Sagasta restableció la norma de 1855 ante los "inconvenientes más o menos justificados por parte de la autoridad religiosa". Los cementerios civiles podrían erigirse en terreno contiguo al católico, pero separados de él por un muro. Debían tener su propia puerta, emplazada en dirección opuesta a la entrada del camposanto para que los católicos no se vieran obligados a presenciar las inhumaciones profanas. A grandes rasgos, esta fue la situación vigente durante toda la Restauración10. Muchos ayuntamientos, por desidia, falta de voluntad o de recursos, se resistieron a construir el cementerio civil. Una Real Orden del 3 de mayo de 1878 constató la carencia y dispuso que allí donde no existieran se enterrara a los fallecidos fuera de la comunidad de creyentes en un “lugar decoroso, inmediato, pero separado del cementerio católico”. A finales del siglo XIX varias órdenes reiteraron la obligación de construir cementerios civiles y una de 1904 amenazó con multas los municipios que no los tuvieran. Pero la correspondencia entre los ministros de la Gobernación y los gobernadores civiles revela que avanzado el siglo XX aún faltaban en muchas localidades. En su defecto, algunos ayuntamientos –como el de Begoña- adoptaron de facto la solución francesa de 1804 y establecieron dentro del cementerio "departamentos particulares". Pero en otros sitios, los que profesaban otra fe o los expulsados de la comunión católica siguieron siendo enterrados en caminos, en el campo, "en un terreno entre el muro occidental del campo-santo y la acequia", en el monte, bajo una higuera, "en medio de la calle"... Y donde había cementerio civil solía hallarse en condiciones calamitosas. Por su aspecto descuidado y lamentable recibieron el nombre popular de "corralillos". Hasta la inauguración del cementerio civil del Este de Madrid, en 1884, el de la capital era un "inmundo corral cubierto de yerba". El de La Coruña en 1890 era una "especie de corralada indecente". Clarín describió vívidamente el de Vetusta como un "pozo inmundo, desamparado", un "estercolero", una escombrera emplazada detrás "de la tapia nueva del cementerio"11. cremazionisti e masoni tra Ottocento e Novecento", Dimensioni e problemi della ricerca storica, Vol. 2, (1998), pp. 55-98. 10

Cementerios civiles en España, José JIMÉNEZ LOZANO: Los cementerios civiles y la heterodoxia española, Barcelona, Seix Barral, 2008 (ed. Or. 1978); cita de Azcárate, en p. 107. Presión episcopal, Antonio ELÍAS DE MOLINS: Legislación canónica, civil y administrativa vigente en España y sus posesiones de Ultramar sobre cementerios, enterramientos... exhumación, traslación y depósito de cadáveres, Barcelona, 1890, p. LVII. Real Orden de 1872, El Consultor de los párrocos, 23 de agosto de 1876. 11

"Corralillo", José JIMÉNEZ LOZANO: Los cementerios civiles..., p. 15. Archivo Histórico Nacional

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La opción por los cementerios civiles, en lugar de una sola necrópolis abierta a todos los ciudadanos, significó una victoria de la Iglesia que consagró la jerarquización de la muerte según sus cánones e impidió, diría el presbítero Ruiz de Velasco, el "amontonamiento de nuestros cadáveres con los disidentes de nuestra sacrosanta religión”. Sin embargo, para la Iglesia el cementerio civil debía cumplir una sola función: ser el destino de quienes las autoridades eclesiásticas consideraban que "habían muerto fuera de la comunión católica, o que se han hecho acreedores a que se les niegue la sepultura eclesiástica". En ningún caso contempló que la elección de un entierro civil fuera un derecho de los ciudadanos o de sus familias: solo la Iglesia debía decidir quién sería enterrado en el cementerio católico y quién fuera de él12. La privación de sepultura eclesiástica Es facultad exclusiva de la Iglesia "declarar quienes mueren dentro de su comunión y quienes fuera de ella, y por consecuencia conceder a los unos y negar a los otros la sepultura eclesiástica". Así rezaba la orden-circular del 3 de enero de 1879, que ratificaba una previa del 15 de octubre de 1875 y que exponía el criterio sobre el que se asentó la política sobre enterramientos durante la Restauración: la autoridad eclesial tenía la última palabra sobre el destino de los difuntos. Esta potestad formaba parte "de la legislación canónica y civil del Reino", apostillaba en 1906 una Real Orden firmada por el conde de Romanones. Quienes "vivieron unidos en la tierra con el vínculo de la comunión de los santos" habían de esperar "también unidos la resurrección universal", explicaba en 1888 el Boletín del clero del Obispado de León, descansando juntos en lugares santificados. Pero la Iglesia negaba esta gracia a los "indignos" que morían "fuera de su seno" y a quienes con su mala conducta servían "de escándalo y ruina a los demás". La privación de sepultura eclesiástica era una pena integrada en el procedimiento canónico criminal, de gravedad extrema pues impedía la salvación eterna. Un castigo ejemplar que pretendía "llamar la atención de los fieles, aterrar a los indiferentes, y acaso corregir a los pecadores e irreligiosos y detenerles en el camino de la perdición". Conviene resaltar esto último: se trataba de una amenaza dirigida expresamente a los creyentes para que siguieran el buen camino. No bastaba con que un individuo se considerara católico si no cumplía con los preceptos de la Iglesia. Así lo exponía un expediente canónico abierto para impedir el sepelio católico de un sevillano en 1875. El párroco determinó que el “finado no era infiel, judío o hereje, y que falleció en el seno de la religión”, que iba a misa, tenía estampas de la virgen en su cuarto y llevaba un escapulario en el cuello. Pero su matrimonio era civil, y no eclesiástico, y como ello (AHN), Ministerio del Interior, Serie A, 13, Expdtes. 9 y 14, enterramientos y cementerios. Begoña, El Globo, 11 de enero de 1880. Camino, El Imparcial, 3 de octubre de 1877. Campo, La Iberia, 11 de febrero de 1879. Acequia, El Globo, 16 de junio de 1880. Higuera, El Liberal, 9 de diciembre de 1882. En el monte, La Correspondencia de España, 31 de diciembre de 1891. En la calle, El País, 9 de abril de 1901. "Inmundo corral", Miguel MORAYTA: El cementerio civil del Este, Madrid, 1918, p. 4. La Coruña, Las dominicales del Libre Pensamiento, 21 de junio de 1890. Leopoldo ALAS "CLARÍN": La Regenta, Barcelona, Bruguera, 1983, (ed. or. 1884-1885), p. 571-576. 12

"Amontonamiento", Francisco RUIZ DE VELASCO Y MARTÍNEZ: Defensa de los cementerios..., p. 302. Dualidad de cementerios como fracaso de la secularización, en Julio Antonio VAQUERO IGLESIAS: Muerte e ideología en la Asturias del siglo XIX, Madrid, Siglo XXI, 1991, p. 344 y ss.

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atentaba contra el sacramento negó la sepultura cristiana, no por odio al difunto, "sino para que sirva de ejemplo a otros"13. La denegación de sepultura eclesiástica fue más normal en las últimas décadas del siglo XIX que en las primeras del XX. También abundó más en pueblos pequeños y medianos, dónde los párrocos ejercían un mayor control moral y político sobre la comunidad, que en grandes ciudades. Las causas que la motivaban se aglutinaban en dos grupos: las que afectaban a quienes no pertenecían a la comunidad católica y las que atañían a los católicos que tras pecar en público no se habían arrepentido antes de morir. El primer bloque incluía a los infieles y a los no bautizados, entre ellos los párvulos aunque sus padres fueran católicos; a los herejes, cismáticos, apóstatas, excomulgados y entredichos. El de los pecadores públicos comprendía a adúlteros y concubinarios, incursos los casados por lo civil; a prostitutas y proxenetas; a profanadores de cementerios o iglesias; a religiosos que adquirían propiedades sin licencia; a blasfemos; a "escritores de periódicos impíos", “librepensadores, masones, espiritistas" y a los que pertenecieran a sociedades secretas condenadas "por maquinar contra la Iglesia"; a duelistas; a quienes ordenaban quemar su cadáver; a quienes incumplían el precepto que obligaba a confesar y comulgar durante la Pascua; a los suicidas que no padecían enfermedad mental; a usureros públicos y a pecadores impenitentes14. El párroco era el responsable de la concesión, o negación, de sepultura eclesiástica. Máxima autoridad religiosa en los pueblos, ejercía un estrecho control moral –y político- sobre sus habitantes. Vigilaba a sus feligreses y sabía quién acataba a rajatabla los preceptos de la Iglesia y quién no, información crucial para disponer de los creyentes en la hora de su muerte: llegado el momento, escribía el presbítero Ruiz de Velasco en 1907, era esencial “el examen del párroco sobre los antecedentes del difunto”. Si le constaba que hubiese pecado, debía valorar si lo hizo con discreción: el castigo recaía sobre los pecadores públicos para que cundiera el ejemplo y perdía sentido si no había publicidad. Por ello los prontuarios para párrocos insistían en que solo se llegara a la privación cuando la "vida pecaminosa es muy notoria”. También debía considerar si el finado había dado signos de penitencia y si eran genuinos o fruto del miedo a la muerte. O si el pecado era volitivo, o no, y si hubo contumacia: el incumplimiento pascual en una sola ocasión podía deberse a enfermedad o despiste; si era reiterado resultaba signo de herejía. O si un suicida padecía enajenación mental, cuestión fundamental para decidir si iría al camposanto. En esto último debía recelar de los médicos, que en connivencia con las familias encubrían los suicidios como actos de locura para que el difunto fuera enterrado en sagrado: “La escuela alienista pretende 13

Orden del 3 de enero de 1879, La Época, 14 de enero de 1879. La de 1906, en Gaceta de Madrid, 25 de junio de 1906. Boletín del clero del obispado de León, 1 de mayo de 1888. "Llamar la atención", Boletín Eclesiástico del Obispado de Astorga, 17 de marzo de 1877. Expediente de Sevilla, en Antonio ELÍAS DE MOLINS: Legislación canónica..., pp. 191-198. 14

Muchos textos enumeran las causas de privación de sepultura. He elaborado la lista a partir de Francisco GÓMEZ SALAZAR y Vicente DE LA FUENTE: Tratado teórico-práctico de procedimientos eclesiásticos, 4 vols., Madrid, 1868; Boletín del clero del Obispado de León, 17 de agosto de 1882; ELÍAS DE MOLINS: Legislación canónica...; Rafael LEANTE Y GARCÍA: Tratado de cementerios...; OBISPO DE MÁLAGA: "Instrucción sobre entierros y sepulturas", Revista Ibero-americana de ciencias eclesiásticas, 1901, pp. 625-647; Francisco RUIZ DE VELASCO Y MARTÍNEZ: Defensa de los cementerios... y D. V. GUZMÁN Y MURIA: Legislación canónico-civil...

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eximir de toda responsabilidad moral a los que de cualquier modo atentan contra su existencia", advertía a los párrocos Ruiz de Velasco15. Eran tantos los matices a considerar, que al cribarse por el carácter de cada párroco resultaron habituales las decisiones contradictorias sobre situaciones similares. Arbitrariedad que nutría los argumentarios de la prensa anticlerical. Las críticas eran recurrentes, por ejemplo, respecto a los suicidas: mientras un cura desterraba a un suicida del camposanto, en otro rincón de España acaecía lo contrario. "La Iglesia da sepultura eclesiástica a los suicidas cuando bien le parece", cargaba La Iberia en 1877. Denuncia acompañada de la acusación de venalidad o de sucumbir a influjos espurios: "cada día se da sepultura católica a suicidas, cuyas familias gozan de bastante caudal o influencia", advertía El Globo en 1880. A veces la discrecionalidad conllevaba la paradoja de que el destierro del cementerio en un pueblo se resolviera enterrando al difunto en el vecino con el consentimiento de su párroco. Como ha observado Jiménez Lozano, probablemente muchos curas, en sintonía con su comunidad, fueran benevolentes con los difuntos y sus familias. Pero debido a su paupérrima formación otros muchos no estaban preparados para adoptar decisiones que acarreaban graves conflictos. De ahí que los breviarios para sacerdotes llamaran a la prudencia. Actúe el párroco "con la mayor prueba y circunspección", recomendaba Elías de Molins; "sin prejuicio y con mucha caridad", aconsejaba Guzmán y Muria. De ahí, también, que el párroco debiera consultar siempre al obispo, algo difícil si "la perentoriedad del caso" exigía una decisión urgente. Perentoriedad forzada por una razón biológica: en tiempos y lugares en que las comunicaciones eran deficientes la putrefacción de los cadáveres no permitía mucha deliberación. Por ello los prelados solían hallarse ante actos consumados que frecuentemente refrendaban para no desautorizar al párroco. Aunque no siempre fue así. En 1877 el cura de Cabral dispuso la inhumación en un camino de un niño de nueve años muerto inconfeso, pero ante las gestiones de la familia el Obispo de Tuy ordenó su exhumación y sepelio en sagrado. En 1887 la diócesis de Vitoria reconvino a un cura que denegó sepultura a un ciudadano muerto impenitente: "en caso de duda”, alegó, “la Iglesia resuelve siempre con benignidad en el sentido más favorable"16. Pero conviene insistir en que esto no era lo normal. Con todas las diferencias relativas a su grado de formación y a la distinta responsabilidad que ejercían en la institución eclesiástica, párrocos y obispos compartían una actitud común de resistencia ante el mundo moderno legitimada por el Papado a través del Syllabus que en 1864 denunció los errores del siglo. Se sentían acosados "por el espíritu de secularización que poco a poco se va infiltrando hasta en el seno de las sociedades más cristianas", afirmaba el Obispo de Málaga en 1901. Reaccionaban airados contra lo que interpretaban como desafíos a la Iglesia, concebían el debate entre el catolicismo y las diversas fuerzas 15

Papel central del párroco en las comunidades locales, en Julio de la CUEVA MERINO: Clericales y anticlericales..., p. 62 y ss. y 302 y ss. "Examen de los antecedentes", Francisco RUIZ DE VELASCO Y MARTÍNEZ: Defensa de los cementerios..., p. 210 y 218. "Vida pecaminosa", D. V. GUZMÁN Y MURIA: Legislación canónico-civil..., p. 130. 16

La Iberia, 21 de abril de 1877. El Globo, 16 de junio de 1880. Cementerio de un pueblo vecino, La Época, 1 de agosto de 1882. Deficiente formación de los párrocos, en Julio de la CUEVA MERINO: Clericales y anticlericales..., p. 70. ELÍAS DE MOLINS: Legislación canónica..., p. XX. D. V. GUZMÁN Y MURIA: Legislación canónico-civil..., p. 122. "Perentoriedad", Rafael LEANTE Y GARCÍA: Tratado de cementerios..., p. 98. Cabral, El Imparcial 3 y 13 de octubre de 1877. Vitoria, El Liberal, 12 de julio 1887.

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secularizadoras como una guerra en la que no cabía cuartel y apelaban a la reconquista religiosa de la sociedad. En esta contienda, los párrocos constituían la fuerza de choque, máxime cuando el anticlericalismo también comenzaba a prender en pequeñas localidades. De ahí que, con el respaldo de los obispos, transformaran la privación de sepultura eclesiástica en un arma de guerra. La relación de desterrados del cementerio católico como enemigos de la Iglesia era extensa y comprendía a republicanos, demócratas, liberales y masones locales; a quienes ejercieron responsabilidades políticas en el Sexenio; a compradores de tierras desamortizadas; a profesionales liberales cuya culpa la prensa no especificaba, aunque cabe intuir por su actividad algún tipo de heterodoxia: periodistas, secretarios de ayuntamiento, profesores de instituto, cirujanos... En ocasiones los párrocos cargaban contra los familiares de los disidentes, como uno de Lérida que negó el suelo sagrado a la mujer de un espiritista al presumir que “participaba de la saña que su marido ha demostrado [...] contra la religión católica"; u otro de Leirio que hizo lo mismo con la madre de un "votante ateo" por no cumplir el precepto pascual. Entre los expulsados del camposanto figuraron también casados por lo civil, tildados por la Iglesia de amancebados, acusados de mancillar el sacramento del matrimonio17. Conflictos entre la Iglesia y los católicos en torno a la sepultura En las pequeñas localidades, el peso de la Iglesia católica era tan intenso que resultaba muy difícil sentirse integrado plenamente en ellas sin participar en los rituales religiosos que resaltaban el sentimiento de pertenencia a la comunidad: romerías, fiestas patronales, procesiones o, especialmente, aquellos regulaban el nacimiento, la reproducción o la muerte. Pero la autoridad del párroco era tal que en la mayoría las ocasiones familias y vecinos se resignaban cuando vedaba sepultura católica a sus deudos. Otras veces, empero, la privación daba lugar a reclamaciones legales o a conflictos de mayor calado. Aun cuando los anticlericales aprovecharan estas situaciones, la colisión –ha señalado Thomas Kselman- se producía en el seno de la comunidad católica, entre las autoridades eclesiásticas y los creyentes que requerían servicios religiosos para sus difuntos. Párrocos y obispos ejercían su poder coercitivo “contra los católicos más allegados al muerto”, observó La Discusión en 1883, pues muchas familias deseaban servicios católicos contra la voluntad de la Iglesia o incluso los principios del finado si éste era librepensador. Hubo anticlericales que aceptaron un funeral católico por no contrariar a sus afines. Y parientes que trataron de mantener la 17

Combate, en Julio de la CUEVA MERINO: Clericales y anticlericales..., p. 59 y ss.; Julio Antonio VAQUERO IGLESIAS: Muerte e ideología..., p. 342. OBISPO DE MÁLAGA: "Instrucción sobre entierros...", pp. 41-42. Anticlericalismo en pequeñas localidades, Julio de la CUEVA MERINO: “Movilización política e identidad anticlerical”, en Rafael Cruz (ed.): El anticlericalismo, Monografía, Ayer, nº 27, p. 106. Denegación a republicanos, El Globo, 11 de mayo de 1879; alcaldes del Sexenio, El Globo, 11 de agosto de 1877; demócrata, La Unión, 20 de mayo de 1879; liberal, El Liberal, 2 de enero de 1880; "tierras desamortizadas", El Motín, 20 de agosto de 1882; masones, El Siglo Futuro, 15 de noviembre de 1878; lector de El Imparcial, El País, 13 de abril de 1908; mujer de un espiritista, El Siglo Futuro, 17 de mayo de 1882; votante ateo, La Iberia, 20 de enero de 1891. Secretario del ayuntamiento, La Correspondencia de España, 5 de mayo de 1879; cirujano, El Siglo Futuro, 7 de agosto de 1878; profesor de instituto, El Globo, 16 de junio de 1880; periodista, El Imparcial, 27 de abril de 1895. Matrimonio civil, por ejemplo, El Globo, 16 de junio de 1881 y El Motín, 7 de octubre de 1899.

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unidad familiar más allá de la muerte, incluso contra las ideas del finado, como el padre de uno de los anarquistas fusilados en Montjuich en 1897 que quiso enterrar a su hijo junto a su madre en el cementerio católico: la Iglesia se negó. Porque la Iglesia emplazaba su autoridad por encima de las familias, aunque con el tiempo evolucionara su sensibilidad hacia ellas desde la frialdad a una cierta comprensión. “No se han creído deshonradas con los vicios e impiedad de sus parientes” y “ponen el grito en el cielo porque se les niega la sepultura eclesiástica”, rezaba un tratado canónico en 1868; “sienten horror, y les causa grandísima vergüenza” que un “pariente sea rechazado a las puertas del cementerio donde reposan los restos de sus antepasados”, ponderaba más contemporizador Ruiz de Velasco en 1907. Varios pesares confluían en los más próximos al difunto proscrito: el miedo a la condenación eterna, la dispersión del núcleo familiar, la consideración de “indignos” que aplicaba la Iglesia a los desterrados del camposanto, “la infamia de yacer en el basurero” como describió Jiménez Lozano la repulsión que despertaban por su estado ruinoso los cementerios civiles… Por otra parte, era lógico que los católicos repudiaran los cementerios de disidentes pues la Iglesia consideraba que quien allí acababa era “enterrado como un perro”. Probablemente no exagere Jacqueline Lalouette al observar que el destierro de la tierra sagrada infundía en muchas familias católicas una amarga combinación de ofensa y miedo: era "la más terrible de las amenazas y el más sangrante de los ultrajes"18. Vergüenza, miedo, indignidad… Ante tal sobrecarga emocional en el momento de la pérdida era fácil de comprender que algunas familias se rebelaran contra el dictado del párroco, con el respaldo esporádico de las autoridades municipales y el concurso interesado de las organizaciones anticlericales locales donde las hubiera. Y no solo las familias, sino también otras comunidades más amplias a las que perteneciera el muerto: amigos, vecinos, correligionarios, compañeros de trabajo…. En ocasiones todo quedaba en conato, como “el alboroto” ocurrido en San Juan de Beleño en 1883 cuando el párroco negó sepultura un suicida. Pero en otras los allegados tomaban en andas el cadáver y lo enterraban a la fuerza en el cementerio católico, como pasó en Santa Pola en 1890, donde además persiguieron al cura. Estas algaradas eran menos usuales en grandes ciudades, pero cuando ocurrían allí tenían más repercusión. La acaecida tras la muerte del marqués de Pickman en Sevilla, en 1904, hizo correr ríos de tinta. El marqués, uno de los propietarios de La Cartuja de Sevilla, murió a resultas de un duelo el 10 de octubre. La Iglesia le negó el sepelio en el cementerio de San Fernando y la familia se resignó. Pero los obreros de La Cartuja depositaron a la fuerza el ataúd de su patrono en el panteón familiar. En 1897, en Madrid, 2.000 cigarreras condujeron a la fuerza a la Sacramental de San Lorenzo los cadáveres de dos amantes suicidas para que fueran enterrados juntos. Ella, vecina de la fábrica de tabaco, sobrevivió algunas horas y recibió la extremaunción por lo que iba a ser enterrada en al Sacramental, pero él murió en el acto e impenitente y su destino hubiera sido el cementerio civil. Presto a evitar males 18

Catolicismo e integración en la comunidad local, en Mª Pilar SALOMÓN CHÉLIZ: Anticlericalismo en Aragón. Protesta popular y movilización política (1900-1939), Zaragoza, PUZ, 2002, p. 188 y ss. Thomas KSELMAN: "Funeral Conflicts...", p. 320. La Discusión, 6 de julio de 1883. Anarquista, Maria THOMAS: "The faith and the fury: The construction of Anticlerical Colelcitva Identity in Spain, 1874-1931", European History Quarterly, 43 (I), 73-95 (2013), p. 82. Francisco GÓMEZ SALAZAR y Vicente DE LA FUENTE: Tratado teórico-práctico..., vol. 3, p. 343. Francisco RUIZ DE VELASCO Y MARTÍNEZ: Defensa de los cementerios..., p. 197, “Indigno”, p. 246. José JIMÉNEZ LOZANO: Los cementerios civiles..., p. 103-4. “Enterrado como un perro”, El Siglo Futuro, 9 de febrero de 1884. Jacqueline LALOUETTE: La libre pensée..., p. 333.

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mayores, el gobernador civil se inhibió para disgusto de la iglesia. Tampoco hizo nada el gobernador de Murcia cuando en 1899 los vecinos de Torreagüera metieron a la fuerza en el panteón familiar el féretro de Antonio Gálvez, histórico líder de la revuelta cantonal de Cartagena de 1873, pese a que el párroco rechazó su cadáver. “Si se niega el enterramiento como pretende la autoridad eclesiástica puede producirse un gravísimo conflicto de orden público”, escribió el gobernador al ministro19. Conviene insistir en que la violencia no fue habitual: sin duda hubo muchos más casos, que no han dejado huella, en los que familias y vecinos acataron las disposiciones del párroco y enterraron en silencio a sus deudos fuera de sagrado. Pero sin recurrir a la violencia, en otras ocasiones prevaleció la voluntad de honrar públicamente a los muertos, al margen de la Iglesia, y las ceremonias católicas frustradas derivaron en sepelios civiles con su propio ritual; sepelios en los que parece razonable pensar que los grupos anticlericales locales prestaran a los familiares el apoyo que denegaba el clero. En 1880, cuando el párroco de Barberá vetó las exequias de un anciano, "reuniéronse espontáneamente y de improviso un número considerable de vecinos, que en defecto de sepultura eclesiástica trataron de honrar dignamente al cadáver" disponiendo "un entierro civil en toda regla, con música y numerosa concurrencia". En Figueras, tras ser prohibido el descanso en sagrado de un joven en 1882 sus amigos pasearon el féretro por el pueblo "en un lujoso coche fúnebre, con una magnífica corona, gasas pendientes del féretro, hachas, bandas de música y ramos de olivo". De este modo, sin pretenderlo, la propia Iglesia contribuyó en estas localidades a desarrollar un ritual funerario alternativo. Ya derivaran en actos civiles afirmados públicamente con la asistencia de familiares y vecinos, ya acabaran los difuntos a la fuerza en el cementerio sagrado, estos conflictos minaban la autoridad de la Iglesia e impulsaban la secularización de la muerte allí donde se producían20. El poder civil ante la privación de sepultura eclesiástica En estos pleitos, las autoridades locales debían elegir entre respaldar a la Iglesia o a los vecinos, y es probable que lo primero fuera lo más corriente. Pero en muchas ocasiones tomaron partido por las familias. Así se desprende no solo de las noticias aparecidas en la prensa, sino también de las quejas reiteradas en los manuales para párrocos y de la prolija normativa emitida por los gobiernos. “Lejos de contar la Iglesia con el apoyo del brazo secular, tiene que luchar con él para aplicar sus castigos”, lamentaba el canónigo Leante y García en 1887. En algunos sucesos, tras el apoyo de los munícipes a las familias era fácil intuir su militancia anticlerical, como cuando el alcalde de Cabrejas del Pinar encarceló al cura en 1889 porque se negó a enterrar a un vecino. Pero en otras el respaldo se debía simplemente al arraigo del fallecido en la comunidad, a la empatía de los ediles con sus conciudadanos o a la voluntad de evitar un conflicto mayor. En un pueblo de La Gomera, en 1877, el párroco rechazó la inhumación de una 19 San Juan de Beleño, El Liberal, 29 de mayo de 1883. Santa Pola, El Motín, 22 de marzo de 1890. Dada la relevancia de Pickman, el asunto ocupó las portadas de la prensa nacional entre el 11 y el 15 de octubre de 1904. Cigarreras, La Época, 19 de junio de 1897 y El Siglo Futuro, 21 de junio de 1897. Gálvez, AHN, Ministerio del Interior, Serie A, 13, Expdte. 14. 20

Barberá, El Imparcial, 10 de julio de 1880. Figueras, El Motín, 16 de abril de 1882.

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mujer católica porque murió sin confesar. "La intransigencia del cura estuvo a punto de dar ocasión a un conflicto" y el alcalde ordenó "abrir a viva fuerza la puerta del cementerio" para inhumar el cadáver. Otras veces, el juez municipal, a quien correspondía entregar la licencia de enterramiento, decidía el sepelio contraviniendo al cura, como ocurrió en San Juan de Tirán en 1880. Al emitir la licencia el juez ha "respetar el criterio del párroco”, advertía Guzmán y Muria en 1918, ante la reiteración de este tipo de hechos21. Tras un entierro contra el criterio del párroco, el obispo podía decretar el entredicho del cementerio: la prohibición de enterrar a católicos mientras no se reconciliara expulsando al cadáver indigno, tras lo cual era forzoso bendecir de nuevo la tierra. Bajo entredicho estuvo el cementerio de Orihuela, en 1880, hasta que se exhumó el cadáver de un suicida. O el de Santa Pola, en 1890. Durante el entredicho, los católicos que acudieran al camposanto, aunque fuera solo acompañando a un cadáver, podían ser excomulgados: así lo decretó el obispo de Badajoz en 1888 tras proscribir el cementerio de Montemolín cuando se sepultó en él a un suicida. La descomposición de los cadáveres mientras se decidía qué hacer con ellos añadía un tono macabro a estas disputas. En Tarazona los vecinos inhumaron a un hombre en el campo siete días después de muerto porque "no pudieron soportar el hedor". En Camuñas, el ministro de la Gobernación ordenó enterrar en 1911 un cadáver "en completa descomposición", "sin perjuicio de las reclamaciones que entable el párroco". En otras ocasiones, la putrefacción forzaba soluciones de compromiso: en Casinos enterraron en 1878 en el camposanto a un muerto tres días insepulto, pero cubierto de tierra sin bendecir procedente de un baldío cercano22. Las autoridades eclesiásticas casi siempre recibían el apoyo de los gobiernos en las contiendas con los municipios. “No corresponde a los alcaldes, no corresponde a los jueces municipales, ni a los gobernadores civiles el conceder o negar sepultura eclesiástica”, proclamó el ministro conservador Eduardo Dato en 1900, en el Congreso de los Diputados. “Las violencias que hemos tenido que deplorar por parte de algunas autoridades inferiores", reconocía en 1918 el teólogo Guzmán y Muria, han servido para que los gobiernos al "reprobarlas, dictaran nuevas resoluciones que han ido robusteciendo más y más el derecho que, como exclusivo, defendemos para la Iglesia”. La mayoría de las Reales Órdenes sobre enterramientos aludían a conflictos con jueces municipales y alcaldes. Como la del 30 de septiembre de 1877, que a instancias del Obispo de León amonestó a un juez municipal por ordenar el entierro de un cadáver en sagrado. O la del 26 de mayo de 1897, que reprendía al alcalde de Calonge. En estas circunstancias, el gobierno podía desalojar al difunto, conforme al derecho canónico, pero ateniéndose a la legislación sanitaria que prohibía las exhumaciones hasta cinco años después del sepelio. Mientras tanto, la tumba debía rodearse de "una tapia o cerca 21

Rafael LEANTE Y GARCÍA: Tratado de cementerios..., p. 55. Cabrejas del Pinar, El Siglo Futuro, 7 de junio de 1889. Gomera, El Globo, 4 de agosto de 1877. San Juan de Tirán, El Siglo Futuro, 31 de mayo de 1880. D. V. GUZMÁN Y MURIA: Legislación canónico-civil..., p. 171. En la Francia del XIX también fue frecuente el apoyo de los alcaldes a las familias; Thomas KSELMAN: "Funeral Conflicts..."; Jacqueline LALOUETTE: La libre pensée... 22

Orihuela, El Globo, 16 de junio de 1880. Santa Pola, La Unión Católica, 22 de marzo de 1890. Montemolín, La Iberia, 4 de mayo de 1888. Tarazona, La Iberia, 11 de febrero de 1879. Camuñas, AHN, Ministerio del Interior, Serie A, 13, Expdte. 14. Casinos, La Unión, 3 de agosto de 1878

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de un metro de altura" para aislar al indigno, y en ella debía figurar la fecha en que había de verificarse el traslado. Cercado el muerto, el obispo tenía que bendecir el camposanto que hasta entonces, en terminología canónica, permanecía poluto23. El Partido Conservador y el Liberal respaldaron el dominio de la Iglesia sobre los cementerios y su autoridad para disponer el destino de los cadáveres, aunque de tanto en tanto cuestionaron cómo los ejercía. En líneas generales, los conservadores se hallaban más cómodos en este papel: "No pudiendo negar a la Iglesia los caracteres que la constituyen como una sociedad perfecta, dentro del orden esencial a que su imperio se contrae...", comenzaba una Real Orden sobre sepelios dictada por el conservador Raimundo Fernández Villaverde de 1890, un enunciado difícil de concebir en un texto emitido por un gobierno liberal. Por otra parte, el Partido Liberal utilizó la privación de sepultura eclesiástica como ariete para denunciar el clericalismo conservador mientras no se consolidó como partido gubernamental. Sagasta citó varios ejemplos al debatirse en el Congreso el artículo 11 de la Constitución de 1876 y hasta 1885 la prensa liberal denunció la intransigencia de la Iglesia. Pero desde el parlamento largo estas noticias empezaron a ralear en los diarios liberales para acabar relegadas a las publicaciones anticlericales –El Motín, El País, Las dominicales del Libre Pensamiento- o clericales –El Siglo Futuro, La Unión Católica o los boletines episcopales-. Ni siquiera durante el brote anticlerical del Partido Liberal al comenzar el siglo XX los conflictos con la Iglesia en torno a la muerte tuvieron más eco en la prensa liberal, salvo casos excepcionales como el de la privación de sepultura al marqués de Pickman en 1904. También es cierto, no obstante, que por entonces estos pleitos ya eran menos corrientes24. Con todo, la respuesta de los partidos dinásticos no fue monolítica. En la cultura política liberal la independencia de criterio era una virtud y los partidos de notables, conformados por la suma de facciones, carecían de órganos centralizados y comités disciplinarios que impusieran la unanimidad. Así, el revés más serio de un gobierno a la Iglesia no provino del Partido Liberal, sino del ministro de la Gobernación conservador Francisco Romero Robledo. Romero Robledo, destacado protagonista político durante el Sexenio Democrático, mantuvo una clara pugna en materias relacionadas con la Iglesia con otros notables de su partido de origen neocatólico o moderado. El 30 de mayo de 1878, emitió una Real Orden que rectificaba al Obispo de Mahón y disponía que el cadáver de una ciudadana enterrada en el cementerio civil por orden de la Iglesia fuera trasladado al católico, según voluntad de la familia. El mismo gobierno rectificó poco después al ministro, ante la presión episcopal: en enero de 1879 una orden-circular del titular de Gracia y Justicia, Fernando Calderón Collantes, alegó que la norma de Romero había "suscitado algunas dudas" y dispuso que las autoridades locales respaldaran siempre "el derecho de la Iglesia" a decidir sobre los difuntos. En 1880 Romero Robledo reincidió, al dictaminar en enero a favor de unos padres protestantes que deseaban enterrar a su hijo bautizado por el rito católico en el cementerio civil de 23

Dato, Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 17 de febrero de 1900, núm. 132, p. 7. D. V. GUZMÁN Y MURIA: Legislación canónico-civil..., p. 121; aquí, procedimiento canónico para exhumaciones, p. 100-101. Real Orden de 1877, El Solfeo, 30 de enero de 1877. Real Orden de 1897, La Unión Católica, 26 de mayo de 1897. 24

Real Orden de Villaverde, en AHN, Ministerio del Interior, Serie A, 13, Expdte. 14. Sagasta en el Congreso, en La Iberia, 12 de mayo de 1876.

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Begoña, contra el criterio del obispo de Bilbao; en julio tomó una resolución similar frente a un asunto idéntico acaecido en Salamanca; en ambas ocasiones el ministro de Gracia y Justicia expresó su disconformidad, pero Romero recibió el respaldo de Cánovas. Esta disparidad de opiniones, en un mismo momento y partido, no era privativa de los conservadores. Durante el gobierno del liberal Canalejas, en febrero de 1910, el gobernador civil de Logroño apoyó la demanda de una familia inspirándose "en el criterio siempre mantenido por los liberales, favorable al predominio de la potestad civil y la secularización de los cementerios"; pocos meses después, el de Badajoz resolvió un conflicto similar “amparando los derechos de la iglesia con arreglo a las disposiciones vigentes"25. De cómo la Iglesia fue abandonando la pena de destierro al cementerio civil y empezó a combatir los sepelios que allí se celebraban Los pleitos sobre privación de sepultura eclesiástica comenzaron a escasear a principios del siglo XX. Van "pasando de moda", observó El País en 1901. El castigo ya no cumplía su función coercitiva: no inspiraba "el saludable horror de otros tiempos", lamentaba el teólogo Guzmán y Muria en 1918. Además, desde finales del siglo XIX, los entierros civiles estaban dejando de ser el episodio final de una condena eclesiástica para convertirse en un acto de afirmación. El cementerio era uno más de los muchos campos en que se libraba la batalla de la secularización, y los anticlericales y librepensadores más beligerantes comenzaron a ganar terreno al afirmarse como un colectivo que decidía culminar su trayectoria vital con un rito civil. De ahí que la Iglesia, sin renegar de sus principios, comenzara a ver más inconvenientes que ventajas en desterrar a los católicos al cementerio civil, fomentando así un ritual funerario alternativo26. "Conviene evitar en lo posible los enterramientos civiles", aconsejaba a los párrocos Guzmán y Muria en 1918. Desde finales del siglo XIX, las autoridades eclesiásticas cambiaron de estrategia. La privación de sepultura resultó menos frecuente y, al tiempo que eclosionaba un catolicismo más militante, más combativo, la Iglesia empezó a boicotear activamente los sepelios civiles que no provinieran de su propio dictado. No es que fuera una novedad. Desde que se establecieron los cementerios de disidentes había reclamado para el camposanto los cadáveres de los 25

Real Orden de Romero Robledo, Gaceta de Madrid, 17 de junio de 1878. Orden circular de enero de 1879, en La Época, 14 de enero de 1879. Begoña, El Siglo Futuro, 12 de enero de 1880. Salamanca, El Globo, 17 de julio de 1880. Gobernador civil de Logroño, en AHN, Ministerio del Interior, Serie A, 13, Expdte. 9 y Badajoz en Expdte. 14. 26

El País, 9 de abril de 1901. Entierro civil como acto de afirmación anticlerical: España, Julio de la CUEVA MERINO: "La democracia frailófoba: democracia liberal y anticlericalismo en la Restauración", Manuel Suárez Cortina (ed.): La Restauración, entre el liberalismo y la democracia, Madrid, Alianza, 1997, pp. 229-273, p. 267 y ss.; Manuel SUÁREZ CORTINA: “Anticlericalismo, religión y política durante la Restauración”, Emilio Laparra y Manuel Suárez Cortina (eds.): El anticlericalismo español contemporáneo, Madrid, Biblioteca Nueva, pp. 127-211. Italia, Anna Maria ISASTIA: "La Laicizzazione...". Portugal, Fernando CATROGA: "O laicismo e a questiao religiosa em Portugal (1865-1911)", Analise Social, vol. XXIV (100), 1988 (1º), 211-278. Francia, Jacqueline LALOUETTE: La libre pensée...; Jennifer MICHAEL HECHT: "French scientific materialism and the liturgy of death: the invention of a secular version of catholic last rites (1876-1914)", Historical Studies, vol. 20, núm. 4 (autumn, 1997), pp. 703-735.

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bautizados, que desde su perspectiva pertenecían a la comunidad católica. Pero comenzó a hacerlo metódicamente, en casi todos los casos. "En la Iglesia se entra por el bautismo y se sale por la apostasía o la excomunión", apuntó el conservador Eduardo Dato, al defender los derechos de la Iglesia en este terreno. Pero la apostasía debía ser declarada ante notario, algo que no siempre estaban en condiciones de hacer quienes vivían en pequeñas localidades y carecían de formación y recursos. Ni las autoridades religiosas, ni las civiles, aceptaron una "Cédula de última voluntad de enterramiento" presentada en 1916 por el marido de una mujer protestante. "La firman dos testigos y el pastor", observó el juez canónico, "no está firmada por ella porque dice no sabía escribir". La justicia invalidó el documento y la mujer fue enterrada en el camposanto27. La Iglesia empezó a requerir sistemáticamente cadáveres para sus cementerios, aunque familias, amigos y correligionarios del difunto desearan una inhumación civil. Y esto implicó un nuevo tipo de conflictos locales en los que solían estar más delimitados los campos: de una parte, el párroco; de otra, las organizaciones anticlericales republicanas, librepensadoras u obreras- y las comunidades protestantes, pues aunque la importancia de estas últimas era pequeña en España, si existía un espacio en el que chocaban inevitablemente con la Iglesia era el cementerio. En este tipo de conflictos, los párrocos se enfrentaron a las autoridades locales más anticlericales, pero también fue más habitual que hallaran el respaldo de muchos alcaldes: al fin y al cabo, quienes combatían en estos casos a la Iglesia solían ser quienes cuestionaban el sistema político. Y cuando se trataba de impedir las exequias de niños o mujeres protestantes en el cementerio civil, el párroco podía contar ocasionalmente con el favor de los vecinos católicos, como ha puesto de manifiesto Kent Eaton y ocurrió, por ejemplo, en Olazagutia, en 1884. Los gobiernos, en líneas generales, siguieron sosteniendo que solo la Iglesia tenía potestad para decidir qué hacer con los cadáveres. Pero hubo excepciones. Como ya se ha visto, Romero Robledo respaldo la voluntad de las familias frente a la Iglesia siempre que fue ministro de la Gobernación conservador, en contra de la opinión de otros notables de su partido, como Eduardo Dato: "No faltaba más sino que una persona", proclamó Dato en el Congreso en 1900, "vaya a un cementerio civil porque así se le antoje a cualquier pariente ateo que pueda tener". Tampoco hubo criterio unánime entre los liberales: en pleno rebrote anticlerical del partido, en 1906, Romanones ordenó el traslado al cementerio católico de una bautizada enterrada en el civil; cuatro años después, durante el gobierno de Canalejas, el gobernador civil de Logroño respaldó a la familia frente a la Iglesia en un pleito ocurrido en Nájera28.

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Rearme combativo del catolicismo a finales del siglo XIX y principios del XX, en Julio de la CUEVA MERINO: "La democracia frailófoba...". D. V. GUZMÁN Y MURIA: Legislación canónico-civil..., p. 167. Dato, en DSC, 17 de febrero de 1900, núm. 132, p. 7. Mujer protestante, en AHN, Ministerio del Interior, Serie A, 13, Expdte. 14. 28

Conflictos sobre enterramientos entre la Iglesia católica y los protestantes en España, en Kent EATON: "'Go tell it in the... Cemetery?' Protestant funerals in victorian Spain", Missiology, Vol. XXXI, nº 4, October 2003, pp. 431-448; allí, apoyo de las comunidades católicas a la iglesia. Olazagutia, El Globo, 6 de febrero de 1884. Aquí el juez ordenó el entierro de un niño protestante en el cementerio católico, con apoyo del párroco y el pueblo y la oposición de la familia, y Romero Robledo multó al juez. Eduardo Dato, en DSC, 17 de febrero de 1900, núm. 132, p. 7. Romanones, Gaceta de Madrid, 25 de mayo de 1906. Nájera, AHN, Cementerios. Legajo A, Expdte. 9, Cementerios.

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Embarcados en esta nueva estrategia, los párrocos exigieron en un primer momento los cuerpos de quienes hubieran sido bautizados y la Iglesia reputaba como indefensos: niños, mujeres e impedidos. Por el bautizo formaban parte de la comunidad católica y por su debilidad no podían enfrentarse a quienes les arrastraban hacia la herejía y la perdición. Ya entrado el siglo XX, la Iglesia hizo gala de conceder entierro eclesiástico a quienes poco antes quizás lo hubieran tenido vedado, pues la conversión in extremis de un anticlerical y su sepultura en sagrado comenzaron a percibirse como una victoria sobre el enemigo. La prensa clerical trató como un triunfo -y la anticlerical como una derrota- las exequias católicas de republicanos y anticlericales notorios como el doctor José María Esquerdo, Luis Morote o Juan Sol y Ortega; exequias que, por otra parte, demuestran el arraigo de la cultura católica incluso entre los anticlericales más aguerridos y –sobre todo- en sus familias. También fueron frecuentes las ocasiones en que párrocos y regulares, con la ayuda ocasional de los familiares, redoblaron su presión sobre los anticlericales en el lecho de muerte para lograr su retractación a última hora y evitar que el rito civil se convirtiera en un acto de afirmación: Clarín dejó cumplida cuenta en La Regenta del acoso que sufrió el librepensador de Vetusta, don Santos Barinaga, a cargo del Magistral, siempre alentado espoleado por la hija del moribundo. Resultó usual, incluso, que los conversos in extremis fueran enfermos alojados en hospitales o asilos gestionados por religiosos, con sus facultades mentales mermadas. Así ocurrió con el dirigente anarquista Fernández Carrión, fallecido en un hospital de Oviedo en enero de 1917: la Iglesia alegó que se había convertido poco antes de su muerte y trató de enterrarlo en el cementerio católico contra sus familiares y correligionarios. Tras mucho pensarlo, el gobernador civil liberal respaldó a la familia. Este tipo de conversiones bajo presión también abundaron en Francia hasta que en 1887 una ley permitió que cualquiera dispusiera en vida cómo sería su funeral, de modo que ni la Iglesia, ni las autoridades, ni las familias contrariaran la voluntad del muerto. En España no hubo nada parecido durante la Restauración: hasta 1931 la Iglesia siguió disfrutando de plena autoridad legal sobre el destino de los cadáveres29. Que la Iglesia varió su estrategia resultó evidente para los contemporáneos. “Es de notar el cambio recientísimo de la Iglesia" reflexionaba Gumersindo de Azcárate en 1916, al hilo de un proceso en el que un párroco trataba de evitar la inhumación de una mujer protestante en un cementerio civil: "antes se llegaba al caso de negarse sepultura eclesiástica al que no hubiera confesado y comulgado por Pascua el último año. Y ahora hay que entablar reclamaciones como esta por el afán de la Iglesia de que no se entierre gente en el cementerio civil”. Reflexiones similares fueron habituales en la prensa anticlerical desde los últimos años del siglo XIX30.

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Celebración del entierro católico de Esquerdo por los clericales, en El Norte, 10 de febrero de 1912. Percepción del entierro de Morote como derrota por los anticlericales, en La Correspondencia de España, 2 de junio de 1913. Lo mismo sobre Sol y Ortega, El Motín, 18 de septiembre de 1913. Leopoldo ALAS "CLARÍN": La Regenta... 30

Azcárate, en AHN, Ministerio del Interior, Serie A, 13, Expdte. 14. Jacqueline LALOUETTE: La libre pensée..., p. 340 y ss. Cambio de estrategia, El Motín, 18 de abril de 1891, 21 de septiembre de 1901.

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