Derechos civiles de los militares ¿Realidad o ficción?

June 19, 2017 | Autor: R. Sucre Heredia | Categoría: Armed Forces, Fuerzas Armadas
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Descripción

Ricardo Sucre Heredia Derechos Civiles de los militares. ¿Realidad o ficción? I. Introducción. II. Del control objetivo a modelos contingentes sobre lo civil-militar. III. ¿Puede hablarse de derechos civiles de los militares? IV. ¿Cuáles son los derechos políticos de la ciudadanía militar? V. Las bases para una sana relación civilmilitar. I.

Introducción

¿Puede hablarse de derechos civiles de los militares? El asunto es, sin duda, apasionante y un reto para su investigación. Mucho más en momentos en que la inf uencia de los militares en la política venezolana se hace pública, y se iscute si esta presencia opaca lo civil (Pino Iturrieta, 2001) o si repre enta una amenaza para la democracia (Hébrard, 2001). Sin embargo, este tó ico no parece recibir mayor interés en el debate sobre las relaciones civi es-militares dentro del mundo académico. En una consulta hecha en noviembre de 2002 al buscador Google con la palabra clave Derechos civiles de los militares, sólo aparecieron tres menciones. Tampoco para los estudiosos, este asunto parece ser relevante. Irwin (2001), al buscar en la Biblioteca Nacional referencias con la palabra clave Relaciones civiles-militares, halló solamente 10 registros. La escasez también está presente fuera de Venezuela. Rut Diamint, profesora e investigadora de Seguridad Internacional de la Universidad Torcuato Di Tella y editora del libro Control civil y Fuerzas Armadas en las nuevas democracias latinoamericanas (1999), tenía entendido que los militares en actividad y policías no votaban en la elecciones pero, en una de sus clases, una alumna le dijo lo contrario. Esto llevó a la profesora Diamint a hacer una consulta en la Red de Seguridad y Defensa de América Latina (Resdal) durante el mes de abril de 2002, y el número de respuestas fue sorprendente. Esto indica dos cosas. Por un lado, que la relación entre lo civil y lo militar no se plantea en términos de “derechos civiles de los militares” porque se parte de la separación de las dos esferas. Lo segundo, es que los modos cómo se vinculan lo civil y lo militar cambian, y aparecen temas novedosos que sugieren que hay que repensar lo civil-militar, más allá de las concepciones que sobre este punto hoy son aceptadas. El trabajo está estructurado en tres partes. En una primera parte, se hará una breve referencia conceptual a los modelos de relaciones civiles-militares que 134

sugiere la teoría, y qué elementos teóricos –si los hay- sobre derechos civiles de los militares, pueden derivarse de ellos. Una segunda parte, hará alusión a lo que puede entenderse por “derechos civiles de los militares”, a través de combinar la reflexión politológica y la jurídica. La tercera parte, abordará cuáles pueden ser los puntos de apalancamiento para tener unas relaciones civiles-militares sanas bajo una forma de gobierno democrática. El propósito del trabajo es hacer un aporte al debate sobre las relaciones civilesmilitares, en un tema específico como son los derechos civiles de los uniformados. La investigación en el área civil-militar no ha sido ni es fácil para los estudiosos nacionales (Buttó, 2001), por lo que una reflexión teórica en el tópico seleccionado, contribuye a aumentar la riqueza conceptual sobre las relaciones civiles-militares y, lo más importante, a seguir rompiendo el tabú que todavía existe en Venezuela acerca de lo castrense. II.

Del control objetivo a modelos contingentes sobre lo civil-militar

Al examinar una selección de la elaboración teórica que aborda las relaciones civiles-militares, parece que hay un fuerte consenso en torno al supuesto valorativo que soporta los diferentes modelos: el liberal, que se traduce en la plena subordinación de los militares al poder civil legalmente electo (Pérez, 2001). Esta premisa, por cierto, fue asumida por la Constitución de 1811, y se mantuvo en las diferentes constituciones del país con mayor o menor grado (Rey, 1999; Manrique, 2001), no así en la Constitución de 1999 (Sucre, 2003). Esta subordinación se operacionaliza en colocar la política de defensa en manos de los civiles, mediante –aunque no las únicas vías- la obediencia a quien ejerza la autoridad política de forma legal y legítima, el nombramiento de un civil como ministro de la Defensa, y en la definición de una política de seguridad que establezca una clara misión al uso de la fuerza armada (Diamint, 2002). La “gestión de la defensa” es tarea de los civiles, mientras que la “gestión de la violencia” (Serra I Serra, 2001) está en manos de los militares. Esto supone que los civiles tengan conocimientos de los temas de defensa y sobre el mundo militar, para que puedan intercambiar apropiadamente con los uniformados (Diamond y Plattner, 1996; Goodman, 1996). En la importancia del modelo liberal como base para fundamentar la relación civil-militar, no parece existir discusión entre los estudiosos del tema (Feaver, 1996; Kohn, 1997; Irwin, 2001; Pérez, 2001; Serra I Serra, 2001; Diamint, 2002). Las diferencias aparecen cuando se analiza cuál es la mejor manera para alcanzar la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil. Es importante destacar que para los teóricos, las relaciones civiles-militares se 135

mueven en un continuo de tensión, que depende de diversas variables que van desde la cultura civil-militar de una sociedad, hasta características de personalidad de los líderes civiles que conducen la política militar (Langston, 2000). El control civil de los militares es un problema no resuelto para todos los países (Kohn, 1997). El punto de partida es el trabajo pionero de Samuel Huntington (1957, c. p. Serra I Serra, 2001), quien acuña los términos de “control objetivo” y “control subjetivo”, para alcanzar la subordinación militar al poder civil. El primero, es la cultura del profesional de las armas por las que se auto-limita y se subordina al poder civil; el segundo, son las acciones de los civiles para lograr la subordinación militar fuera de la cultura profesional castrense (Huntington, 1996; Irwin, 2001). Para el caso venezolano, Yépez Daza (2002), argumenta que en nuestro país la clase política maximizó el “control subjetivo” –político– por encima del “control objetivo” –el respeto a la profesionalización del sector militar. A partir de este modelo, el debate teórico se ha enriquecido con nuevos aportes. El principal cambio ha sido identificar variables que sugieren que la subordinación militar no es un hecho dado, que siempre va a ocurrir, sino que depende de una serie de variables. Más que un hecho, las relaciones civilesmilitares son un proceso (Kohn, 1997). De aquí que pueda hablarse, en la actualidad, de “modelos contingentes sobre las relaciones civiles-militares”, más que de un modelo único para alcanzar la sujeción castrense al control civil. Las variables que intervienen para determinar el grado de “fricción” (Feaver, 1996) en las relaciones de los civiles con los uniformados, son diversas: desde las macro, como el desarrollo de la cultura política de un país (Finer, 1962, c. p. Dowse y Hughes, 1982), la formación del Estado y la simultánea aparición de los ejércitos (Rouquié, 1984; Caballero, 2002), y las contradicciones de clase para explicar los golpes de Estado (Carranza, 1978); hasta variables micro como el comportamiento de las fuerzas armadas como grupo de presión (Janowitz, 1990, c. p. Serra I Serra, 2001) o el examen de las relaciones civiles-militares en el marco del enfoque racional sobre la agencia (Feaver, 1996). Para los propósitos de este trabajo, el modelo que sugiere Feaver (1996) permite combinar los dos niveles (macro y micro), dentro de un contexto contingente y no fijo –una importante corriente en la ciencia política sugiere que en la política no sólo están presentes factores estructurales, sino que también cuenta lo que hacen los agentes (Cohen, 1994)– que es la crítica que se le hace al 136

modelo de Huntington (Serra I Serra, 2001). La apreciación sugiere que el control civil sólo ocurre cuando los militares asumen la democracia y la necesidad de la supremacía civil ¿Qué sucede cuando estos supuestos no aparecen o son débiles? La realidad sugiere que la interacción civil-militar es fluida y no estática. Feaver (1996) argumenta que la esencia de las relaciones civiles-militares son las decisiones en tres áreas que se toman bajo situación de incertidumbre: la decisión de los civiles de delegar a los militares cierto grado de poder en la formación de políticas, especialmente en los asuntos relacionados con la “gestión de la violencia”; la decisión de los civiles sobre la mejor forma de hacer seguimiento a esta delegación; y, finalmente, la decisión de los militares para actuar estratégicamente y aumentar el grado de delegación y minimizar el seguimiento por parte de los civiles. Aunque el modelo de Feaver (1996) lo elabora para la realidad de los Estados Unidos, su desarrollo puede hacerse para cualquier contexto. Si se ve bajo el criterio de variable independiente y variable dependiente, la primera serían los valores y las actitudes del público hacia lo militar, la “cultura civil-militar” (Langston, 2000); y la segunda, el grado de delegación que los civiles otorgan a los militares. En otras palabras, los valores y actitudes que una sociedad tiene hacia lo militar, definen el grado de delegación que los civiles están dispuestos a otorgar a los profesionales de las armas. Los militares controlan la fuerza; y los uniformados son controlados por los valores de la sociedad (Romero, 1988). De manera que si en una sociedad hallamos valores “militaristas” –por ejemplo, la organización militar como modelo único para la sociedad– es plausible pensar que la delegación civil al mundo castrense será amplia. Caso contrario, si en una sociedad lo dominante es una cultura cívica, es razonable suponer que el control sobre lo castrense será mayor. Dentro de esta lógica y en una situación política, no militar, Bermeo (1997) sugiere que los países de Europa con un mayor grado de cultura cívica pudieron resistir la tentación autoritaria del fascismo y del nacionalsocialismo durante la década del 30 del Siglo XX. Esta construcción de variable independiente y variable dependiente es sugerente e invita a un artículo sobre el modelo en sí. Sin embargo, para los propósitos de este trabajo, lo que se busca expresar es que el grado de lo que puede definirse como derechos civiles de los militares, va a depender de la relación entre la cultura civil-militar de una sociedad y lo delegado por los civiles a los profesionales de las armas. Para aproximar el grado de lo que se delega, la discusión hay que remitirla a las capacidades de los actores civiles y militares. Esto es la base de la cultura civil-militar. 137

Los teóricos sugieren que la tensiones civiles-militares nacen de una paradoja: la sociedad crea un cuerpo armado para defenderse de las amenazas de otros pero, luego, esa sociedad tiene miedo a la institución armada que ha creado para su defensa (Feaver, 1996). En el caso de los Estados Unidos, por ejemplo, esta tensión es histórica: Thomas Jefferson –uno de los “padres fundadores” de la federación norteamericana– estimaba que no era necesario un ejército regular y que los militares debían orientar sus esfuerzos a la construcción de vías de comunicación y a la exploración científica. De hecho, el primer superintendente de la academia militar de West Point fue un científico y no un profesional de las armas (Langston, 2000). Desde el punto de vista de su organización y valores, también hay diferencias: la cultura militar es jerárquica, mientras que la cultura civil acepta la diversidad (Kohn, 1997). En este sentido, puede afirmarse que las Fuerzas Armadas son una institución conservadora: busca preservar los valores de orden, interno y externo. El punto central que parece inclinar la balanza del grado de participación militar dentro de una sociedad es qué capacidad tienen las organizaciones civiles para desarrollar políticas públicas y competir con la eficacia y disciplina de las Fuerzas Armadas (Sucre, 2003). En la medida en que los civiles puedan adelantar políticas públicas eficaces y homogéneas en su alcance territorial y funcional, la subordinación militar será mayor, y viceversa. Si se debilitan las organizaciones civiles, la participación militar será más amplia, y tendrá mayores posibilidades de ser aceptada por la sociedad. Diamond y Plattner (1996) sugieren que las relaciones civiles-militares dependen principalmente de los civiles, y de su capacidad para promover el desarrollo socioeconómico. Cuando hay debilidad en las organizaciones civiles, los militares intervienen. Por ejemplo, en los Estados Unidos, Kohn (2002) constata que hay poco interés del liderazgo civil por los temas militares, y se observa una mayor partidización del cuerpo de oficiales norteamericano, el que expresa un creciente rechazo al liderazgo político de ese país. Esta realidad se evidencia en la opinión pública de los Estados Unidos. Denton y Woodward (1998), al examinar el grado de confianza que una muestra de encuestados tiene sobre diferentes organizaciones en el lapso 75-95, sólo los militares registraron un aumento de la confianza, al pasar de 58% en 1975 a 64% en 1995, mientras que las escuelas públicas –por citar un caso– disminuyeron su confianza ante el público: de 58% de confianza en 1973, pasaron a 40% en 1995. En el caso venezolano, si bien el nacimiento de Venezuela está vinculado estrechamente a la formación del Ejército Libertador y la función militar fue una vía para obtener la condición de ciudadano en el Siglo XIX (Hébrard, 138

2001), algunos estudiosos sostienen que en Venezuela no ha habido militarismo sino un intervencionismo militar o pretorianismo (Butto, 2001; Irwin, 2000; Irwin, 2001), pero que ha dejado un legado cultural: las dictaduras son eficientes, la democracia es bochinche. El militar interviene para salvar a la nación del caos que generan los civiles. Aunque en los 10 primeros años del modelo democrático (1958-1968) el uso de cemento fue un 20% mayor que en los 10 años de la década militar (1948-1958), la opinión cotidiana afirma que “la democracia no ha hecho nada, pero Pérez Jiménez sí”. Por esta razón –junto a otras también importantes– el liderazgo político, luego de la muerte de Juan Vicente Gómez y, después, con la década militar de Marcos Pérez Jiménez, tuvo que competir con un proyecto militar de país cuya base era la “guerra total o integral” (De Corso, 2001). El liderazgo civil ofreció un proyecto modernizador que dio una misión a los militares a partir de 1958, aunque agotada ya para los 80 (Sucre, 2003). Hoy se plantea en Venezuela la tensión histórica entre la capacidad de los civiles y los militares. Para los propósitos de este trabajo, y dado que algunos estudiosos constatan que hoy se le hacen mayores demandas a los militares para que participen en lo interno de un país (Desch, 1996; Goodman, 1996), se propone introducir tres dimensiones para analizar la relación civil-militar en el nuevo contexto político venezolano: Extensión, Temporalidad, y Actividad ¿Qué tan amplia es la participación militar en las actividades públicas? (Extensión) ¿Durante cuánto tiempo y qué áreas tienen los programas de asistencia pública tipo, por ejemplo, Plan Bolívar-2000? (Temporalidad) ¿Cómo se estructuran los roles, quien planifica y ejecuta en cuanto a organizaciones civiles y militares, esta participación en actividades públicas? (Actividad). No se trata de afirmar si Venezuela vive o no una dictadura, si va o no hacia un régimen de fuerza; sino qué grado de participación en actividades civiles deben tener –y, efectivamente, tienen- los militares y qué grado de control y autonomía tienen las instituciones civiles sobre el estamento militar para el control de estas ejecutorias. Goodman (1996) sugiere, por su parte, tres criterios para evaluar la presencia militar en la esfera civil: si lo que se delega a los militares desplaza a las organizaciones civiles; si con las nuevas actividades los militares ganan privilegios; y si la participación en actividades civiles reduce su capacidad de combate. Si lo militar puede involucrarse en lo interno y, en consecuencia, decidir hoy qué es lo civil y qué es lo militar es más difícil (Feaver, 1996) ¿Qué entender y cómo abordar los derechos civiles de los militares?

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III. ¿Puede hablarse de derechos civiles de los militares? Aunque hoy parece proponerse una mayor participación de lo militar en tareas internas de tipo civil, junto a sus tradicionales funciones de defensa externa (Huntington, 1998, c. p. Langston, 2000), parece adecuado reformular el tema de derechos civiles de los militares, si nos atenemos a lo que etimológicamente significan las palabras civil y militar. El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define civil como “Perteneciente a la ciudad o ciudadanos(…)Dícese de las disposiciones que emanan de las potestades laicas, en oposición a las que proceden de la Iglesia y de las referentes a la generalidad de los ciudadanos, frente a las especiales que rigen a la organización militar o que regulan las relaciones mercantiles”. Lo militar lo define como “Perteneciente o relativo a la milicia o a la guerra, por contraposición a lo civil”. El DRAE destaca una contraposición, una separación entre lo civil y lo militar. Corominas, en su Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana, alude también a esta separación cuando cita a Alonso Fernández de Palencia en su Universal vocabulario en latín y en romance de 1490, al decir “Dos cónsules(…)el uno para administrar lo civil y el otro para lo militar”. Aguilar Gorrondona (1982) define el derecho civil como “(…)El derecho privado que se apli a a todas las personas, cosas y relaciones en defecto de normas de una rama especial que dispongan lo contrario” ¿No parece contradictorio hablar de “derechos civiles de los militares”, cuando es evidente una separación entre ambos? Sí lo es desde una perspectiva moderna. Sólo en Roma la ciudadanía se extendía a lo militar por la confusión entre sociedad civil y el Estado. Este y pueblo eran sinónimos (Kriegel, 2000). Cuando aparece el Estado moderno –el paso de la sociedad natural a la sociedad civil- ocurre el cambio. Como argumentan Bobbio y Bovero (1986), ocurren dos momentos: el pactum societatis, por medio del cual un grupo de personas deciden de común acuerdo vivir en sociedad; y el pactum subiectionis, por el cual esos individuos se someten a un poder común, es decir, se transforman de un populus en una civitas. Lo único que tienen en común lo civil y lo militar es, entonces, la condición de ciudadanos –porque han creado la ciudad política– pero en donde las tareas desde el punto de vista de la administración de lo público se hallan separadas. La administración de la violencia –parte del contrato social– queda en manos del Estado y de la organización creada para ello: las Fuerzas Armadas, para defender a la ciudad. Lo civil administra lo político compitiendo por el poder del Estado, mediante otra organización: los partidos políticos, para definir a la 140

ciudad. La sociedad civil no es sólo lo que no pertenece al Estado sino –en la tradición que plantea Jürgen Habermas– un espacio de discusión crítica para controlar al Estado y al mercado, en otras palabras, examinar lo que se define como ciudad. Una trilogía: lo político administra la ciudad, lo militar defiende la ciudad, y la sociedad civil define lo que es la ciudad. Al tener en común lo civil y lo militar el pertenecer a una ciudad –en otras palabras, la modernidad hace posible la profesión militar– pero separada de lo civil, se puede reformular el tema. No luce pertinente hablar de “derechos civiles de los militares”, sino de “derechos políticos de la ciudadanía civil” y de “derechos políticos de la ciudadanía militar”. Los primeros, definen la polis; los segundos, defienden la polis. IV.

¿Cuáles son los derechos políticos de la ciudadanía militar?

Puede enunciarse una premisa inicial: los derechos políticos de la ciudadanía militar comienzan con la subordinación de los profesionales de las armas a los civiles ¿Por qué es importante esta separación entre los ciudadanos que definen a la ciudad –los civiles– y los ciudadanos que defienden a la ciudad –los militares–? Con base en esta premisa, se puede hacer un análisis bajo dos puntos de vista: lo que dice la Constitución Nacional y lo que dice la política ¿Cuáles son los derechos políticos de los militares? De un examen de la Constitución, se desprenden dos: el derecho al voto y el derecho a la desobediencia legal. El artículo 330 establece que los militares en situación de actividad tendrán derecho al sufragio, no así a presentarse como candidatos y a hacer propaganda y proselitismo político. Esto se complementa con lo establecido en el art. 6 de la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas (Lofan) y en los artículos 80, 81 y 83 del Reglamento de Servicio en Guarnición. En nuestros países, no todas las constituciones permiten el voto militar. De acuerdo a una investigación realizada por Resdal, siete constituciones permiten el voto militar: Argentina (CN. art. 37 y Ley 19.101 art. 7), Chile (CN art. 7), México (CN art. 35), Nicaragua (Ley Electoral arts. 122 y 191), Paraguay (CN arts. 172-175), Uruguay (CN arts. 77, 91, 92, y 100), y Venezuela (CN art. 330). Seis textos fundamentales lo prohiben: Colombia (CN art. 219), Ecuador, Guatemala (CN art. 248), Honduras, Perú (CN art. 34), y República Dominicana (CN art. 88). En el caso venezolano, sin embargo, este derecho al sufragio de los uniformados puede llamarse “restringido”, porque se limita sólo al acto de votar, pero no se le permite participar en las actividades que activan los mecanismos de 141

participación política, algunas de las cuales pueden no ser proselitistas. Por ejemplo, los arts. 62 y 70 de la Constitución definen la gestión de los asuntos públicos por parte de los ciudadanos. Uno de los mecanismos políticos son los referendos. Si se quisiera activar un referendo por iniciativa popular, no tendría nada de extraño que un militar –en tanto ciudadano– pueda firmar la petición, sin hacer activismo o proselitismo político, que lo tiene prohibido, pero sí firmar un dispositivo de participación ciudadana, que en este caso puede ser un referendo en su municipio o su estado, y estaría actuando en tanto ciudadano porque participa en la gestión de los asuntos públicos de su interés (art. 62 CN). Sin embargo, la Dirección Sectorial de Justicia Militar considera que los militares no pueden participar en la fase de activación de los mecanismos de participación política, sino sólo en la fase de sufragio. Dice esta dirección que, “Todos los miembros activos de la Fuerza Armada Nacional, indistintamente del grado o categoría, tienen derecho al sufragio, pero con las limitaciones señaladas expresamente por la ley y las que derivan de la condición militar, estando de tal forma impedidos de participar en los procesos de captación y preparación de sufragios, pues su participación en ellos se debe materializar sólo a los efectos de ejercer el derecho al voto”. Un razonamiento para examinar esta opinión es que la Dirección Sectorial de Justicia Militar divide la participación a través del voto en dos fases: convocatoria y sufragio. En la primera, se incluye la activación de, por ejemplo, mecanismos de consulta popular. No obstante, si el militar es un ciudadano en cuanto a su derecho al voto ¿No puede participar en la activación de un mecanismo de participación política, en un asunto público de su interés? Una cosa es firmar una petición como un ciudadano regular; y otra firmar una petición uniformado y haciendo proselitismo y emitiendo opiniones sobre el punto en discusión. En el primer caso, no podría hablarse de proselitismo o activismo; en el segundo caso, sí, por lo que el uniformado estaría fuera de su ethos profesional. Posiblemente, si en vez de dos etapas, el derecho a voto se dividiera en tres pasos: activación, campaña, y sufragio, la participación de los militares puede ampliarse al momento de la activación y del sufragio. Pero hacerlo supone una contraparte del profesional de las armas: un elevado “control objetivo”, en el sentido de auto-limitarse sólo a firmar en tanto ciudadano, sin proselitismo. Desde este punto de vista –aunque la opinión de la Dirección Sectorial de Justicia Militar es discutible– nuestro país parece ir en la dirección de buscar nuevos patrones en la relación civil-militar –una vieja demanda del sector castrense, aunque polémica– y una mayor integración política con la sociedad. Sólo una observación que puede plantear un debate en el futuro. La Constitución define taxativamente a los militares en “situación de actividad” pero ¿qué sucede 142

con los militares en situación de disponibilidad, que es una situación militar como estar en actividad o en retiro, de acuerdo al art. 222 de la Lofan? Esto se dice no sólo por el derecho a votar, sino por la posibilidad de postularse como candidatos a cargos de elección popular. La impresión es que la Constitución deja un vacío en este punto: al hablar taxativamente de “situación de actividad” y ésta, a su vez, se define por un “cargo, comisión o empleo” (art. 223 Lofan), surge una pregunta: un militar que no esté en la situación de retiro pero que no tenga cargo, comisión o empleo ¿Puede postularse a un cargo de elección popular? Esto es interesante porque el examen de Resdal establece que ningún país de los analizados, aprueba que los militares en actividad puedan presentarse como candidatos. Para el caso venezolano, esto puede tener consecuencias ¿Qué podría ocurrir en un momento electoral y algún militar en situación de disponibilidad decide postularse? ¿Podrá hacerlo? La letra de la Constitución sugiere que sí podría presentarse. Debe quedar claro, entonces, que sólo los militares en situación de retiro pueden postularse a cargos de elección popular, no así los uniformados en actividad o disponibilidad, que son dos situaciones militares distintas definidas por la Lofan. Lo segundo –el derecho a la desobediencia legal– es más polémico, y lleva al punto si los militares pueden o no deliberar, ya que si tienen prohibido la propaganda política, parece razonable suponer que la deliberación sea en actos relativos al servicio, con lo que llegamos a otro asunto: la obediencia ¿Hasta qué medida puede un militar desobedecer la orden de un superior o someterla a un examen, para decidir si obedece o no? Este punto es delicado porque va al corazón de la profesión militar: la disciplina que permite la unidad de cuerpo y la acción conjunta. La obediencia es parte del ethos de la profesión militar. Kohn (1997) sostiene que las Fuerzas Armadas “Insisten en la disciplina y la obediencia, y subordinan las necesidades y deseos individuales al grupo y a una misión u objetivo. Por su parte, la sociedad democrática es individualista, fomenta el mayor bienestar para las mayorías estimulando la búsqueda de necesidades y deseos individuales en el mercado y en la vida cotidiana; cada persona confía en sus propios talentos y confianza”. Por su parte, el excomandante de las fuerzas de la OTAN, el general norteamericano John Galvin, al comparar las Fuerzas Armadas con las universidades, dijo que las primeras se centran en la misión, mientras que las segundas se caracterizan por la independencia (Galvin, 2000). En consecuencia, si lo que define ser militar es, entre otros atributos, la obediencia ¿Puede un profesional de las armas desobedecer, es decir, dejar de ser militar? 143

El examen de la teoría sugiere que hay dos situaciones en la profesión militar en que una orden se examina: las situaciones de crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad –algo excepcional en la vida cotidiana de un profesional militar– y las tensiones cotidianas entre los civiles y los militares, en cuanto a visiones y decisiones que los civiles tomen con respecto al componente armado. Por ejemplo, que un general esté en desacuerdo con una decisión tomada por el Presidente, como Comandante en Jefe en el caso, digamos, de los ascensos –un problema que se ha hecho permanente en las Fuerzas Armadas– ¿Qué hace el oficial en este caso, que es más común que los crímenes de guerra? Para el caso venezolano, la respuesta es que se puede desobedecer clara y abiertamente a la autoridad civil sólo para una situación que se explicará más adelante, pero no de forma indiscriminada como parece sugerir la opinión publicada, simplemente invocando el artículo 350 de la Constitución, como justificación para la desobediencia del militar. Aunque la Constitución no dice que los militares “no son deliberantes”, no quiere decir que lo permita. La Constitución es muy clara al no permitir la deliberación. Veamos. El artículo 328 establece que: “La Fuerza Armada Nacional constituye una institución esencialmente profesional, sin militancia política, organizada por el Estado para garantizar la independencia y la soberanía de la nación y asegurar la integridad del espacio geográfico, mediante la defensa militar, la cooperación en el mantenimiento del orden interno y la participación activa en el desarrollo nacional, de acuerdo con esta Constitución y la ley. En el cumplimiento de sus funciones, está al servicio exclusivo de la nación y en ningún caso al de persona o parcialidad política alguna. Sus pilares fundamentales son la disciplina, la obediencia y la subordinación. La Fuerza Armada Nacional está integrada por el Ejército, la Armada, la Aviación, y la Guardia Nacional, que funcionan de manera integral dentro del marco de su competencia para el cumplimiento de su misión, con un régimen de seguridad social integral propio, según lo establezca su respectiva ley orgánica”.

La expresión “sus pilares fundamentales son la disciplina, la obediencia y la subordinación”, limitan la deliberación de los militares. El artículo 2 del Reglamento de Castigos Disciplinarios Nº 6, es claro cuando dice que: “La obediencia, la subordinación y la disciplina son las bases fundamentales en que descansará siempre la organización, unidad de mando, moralidad y empleo útil del Ejército”.

Esto, también, se halla establecido en la Lofan (arts. 20 y 21) y el principio 144

de la obediencia es taxativo: siempre debe cumplirse. El art. 22 de la Lofan establece que: “Para las órdenes abusivas, quedará al subalterno después de obedecer, el recurso de queja ante el inmediato superior de aquel que dio la orden”.

Lo complementa el artículo 46 del Reglamento de Castigos Disciplinarios Nº 6, al afirmar que: “Las órdenes deben ser cumplidas sin dudas ni murmuraciones, porque el superior que las imparte es el único responsable de su ejecución y de sus consecuencias. Al inferior sólo le queda el recurso de queja pero después de haber obedecido. Mientras tanto, únicamente, puede pedir aclaraciones cuando la orden recibida le parezca oscura o cuando crea que se lesiona profundamente su derecho”.

Pero siempre hay que obedecer. El art. 24 de la Lofan establece que: “Estará prohibido proferir, ni tolerar a ningún subalterno, murmuraciones contra las instituciones de la República, ni de los Estados, ni contra las leyes, decretos o resoluciones o medidas dictadas o tomadas por cualquier autoridad legítimamente constituida”.

Como remate, el art. 25 de la Lofan define que: “Los militares no deberán quejarse nunca de las fatigas que sufran ni de las comisiones que se les ordenen”.

Si estos supuestos no se cumplen, la legislación militar establece sanciones. En el Código de Justicia Militar existe un capítulo (Capítulo IV), con un nombre sugerente: De los delitos contra los deberes y el honor militares. Obedecer, entonces, no sólo es un deber del militar, sino que también forma parte del honor militar. El punto 3 del Código del Cadete Militar venezolano dice que: “Admito, sin vacilaciones ni reservas, que la subordinación a la Constitución, a las leyes y reglamentos nacionales y militares, es un principio inviolable en mi existencia”.

Obedecer no es una simple conducta, es una manera de ser la que, usada de forma inconsciente, también genera una perversión en la profesión castrense: la incompetencia militar, la que ha sido causa de la pérdida inútil y antiética de vidas humanas en diferentes guerras, desde la Guerra de Crimea hasta la Guerra de Vietnam (Dixon, 1977). En este punto, las reglamentaciones militares venezolanas prescriben comportamientos que reducen la eventualidad de la 145

incompetencia. En la Lofan, la Sección II, titulada Deberes de los militares, ofrece mandatos precisos sobre cómo debe ser la conducta del profesional de las armas. Empero, el principio de la obediencia es obligatorio. No se sugiere que el profesional de las armas sea un autómata, sin criterio para examinar una orden. Al contrario, esta profesión requiere un elevado nivel de capacidad analítica, porque hay situaciones del servicio profesional en que el “contexto de la obediencia” es confuso. Lo que se afirma es que la obediencia es parte constitutiva de la profesión militar, y no es un asunto que se someta de forma permanente a la deliberación acerca de si se obedece o no. Incluso a la hora de acusar a un militar por “crímenes de obediencia” (Kelman, 1989, c. p. Miller, Collins, y Brief, 1995), existen atenuantes. El artículo 33 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (aprobado 17 de julio de 1998, firmado por Venezuela el 14-10-98 y ratificado por la República el 7-6-00), establece que: “1.- Quien hubiere cometido un crimen de la competencia de la Corte en cumplimiento de una orden emitida por un gobierno o un superior, sea militar o civil, no será eximido de responsabilidad penal, a menos que: “a. Estuviese obligado por ley a obedecer órdenes emitidas por el gobierno o el superior de que se trate “b. No supiera que la orden era ilícita; y “c. La orden no fuera manifiestamente ilícita “2.- A los efectos del presente artículo, se entenderá que las órdenes de cometer genocidio o crímenes de lesa humanidad son manifiestamente ilícitas”.

El asunto es complejo porque pueden ocurrir situaciones en el servicio militar –recuérdese– la masacre de My Lai en Vietnam, durante marzo de 1968, donde un grupo de soldados norteamericanos masacraron a un número de civiles no combatientes, asesinato ordenado por el oficial a cargo de los efectivos, pero éstos ¡dispararon, pero no sabían que el oficial quería que mataran a los civiles, porque nunca dijo “maten a los civiles”, sino “ya saben lo que tienen que hacer”! situación que se ubica en el literal c del Estatuto de Roma- en donde el contexto de las órdenes es ambiguo, y los literales b y c, sean una realidad para el militar ¿Cuándo, entonces, un militar puede desobedecer, sin faltar al deber y al honor profesional? En una sola situación, al tener como base el art. 31 de la Lofan, que establece: “Nadie estará obligado a hacer más de lo que se ordene; pero en

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cualquier situación del servicio los militares actuarán siempre de acuerdo a la Constitución y Leyes de la República”.

¿Cuál puede ser una situación en la que se puede desobedecer? El artículo 45 de la Constitución define taxativamente esta situación para el militar: “Se prohibe a la autoridad pública, sea civil o militar, aun en estado de emergencia, excepción o restricción de garantías, practicar, permitir o tolerar la desaparición forzada de personas. El funcionario o funcionaria que reciba orden o instrucción para practicarla, tiene la obligación de no obedecerla y denunciarla a las autoridades competentes. Los autores o autoras intelectuales y materiales, cómplices y encubridores o encubridoras del delito de desaparición forzada de personas, así como la tentativa de comisión del mismo, serán sancionados de conformidad con la ley”.

Este mandato se complementa con el artículo 261 del texto constitucional: “La jurisdicción penal militar es parte integrante del Poder Judicial, y sus jueces o juezas serán seleccionados por concurso. Su ámbito de competencia, organización y modalidades de funcionamiento, se regirán por el sistema acusatorio y de acuerdo con lo previsto en el Código Orgánico de Justicia Militar. La comisión de delitos comunes, violaciones de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, serán juzgados por los tribunales ordinarios. La competencia de los tribunales militares se limita a delitos de naturaleza militar. “La ley regulará lo relativo a las jurisdicciones especiales y a la competencia, organización y funcionamiento de los tribunales en cuanto no esté previsto en esta Constitución”.

Aquí sí cabe la desobediencia. De hecho, en este supuesto, la Carta Magna obliga a la desobediencia con lo que –aunque suene paradójico- se reafirma el principio de la obediencia: la Constitución establece, en caso de la desaparición forzada de personas, que el militar sea obediente a la desobediencia. Incluso, la desobediencia, en este caso, puede tener una dimensión exterior, a tenor de lo que dice el artículo 31 de la Constitución: “Toda persona tiene derecho, en los términos establecidos por los tratados, pactos y convenciones sobre derechos humanos ratificados por la República, a dirigir peticiones o quejas ante los órganos internacionales creados para tales fines, con el objeto de solicitar el amparo a sus derechos humanos. “El Estado adoptará, conforme a procedimientos establecidos en esta Constitución y la ley, las medidas que sean necesarias para dar

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cumplimiento a las decisiones emanadas de los órganos internacionales previstos en este artículo”.

A esto se agrega el artículo 23 de la Carta Magna, que puede ser útil cuando se ordena un “crimen de obediencia”, como los definidos en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional: “Los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por Venezuela, tienen jerarquía constitucional y prevalecen en el orden interno, en la medida en que contengan normas sobre su goce y ejercicio más favorables a las establecidas por esta Constitución y la ley de la República, y son de aplicación inmediata y directa por los tribunales y demás órganos del Poder Público”.

En esta situación precisa –crímenes definidos por el Estatuto de Roma– el profesional militar, en caso de recibir una orden que sea manifiestamente ilícita desde el punto de vista del Estatuto, puede invocar, por analogía, el artículo 45 de la Constitución, comentado supra, y desobedecer la orden. ¿Pero qué hacer, entonces, en situaciones de “estado de necesidad”, en momentos de crisis políticas o emergencias que no impliquen la “desaparición forzada de personas” o conductas tipificadas como crímenes por el Estatuto de Roma? ¿Cabe la aplicación del artículo 350 de la Constitución, para el caso de las Fuerzas Armadas, de forma individual o corporativa? Veámos que dice el artículo 350 del Texto Fundamental: “El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha

por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos”

Lo primero es que al artículo habla de “desconocerᔠy no de “desobedecerá”. Habla de desconocimiento, no de desobediencia. Para el DRAE las dos significan cosas distintas. El primero, entre otros significados, es “negar uno ser suya alguna cosa; darse por desentendido de una cosa, o afectar que se ignora”. El segun o, “no hacer alguien lo que ordenan las leyes o los que tienen autoridad”. El desconocimiento sugiere una comportamiento activo pero no interviniente – simplemente, desentenderse, no conocer– mientras que la desobediencia supone una acción activa e interviniente: no hacer. Se sugiere que este artículo no puede ser invocado por la corporación militar, ni a título de cuerpo ni a título individual, ya que el 350 regula una situación política, no militar. De hecho, el 350 habla de un sujeto colectivo y no individual 148

o corporativo, “el pueblo de Venezuela”, lo que nos remite a una situación política de hecho: quien triunfe en una contienda, en la que se enfrentan dos bandos, es el pueblo, ya que el artículo 350 supone que se han agotado los mecanismos de participación política que contiene la Constitución, por lo que se va al conflicto (el desconocimiento). El pueblo, entonces, es ex-post, es decir, es pueblo el bando que haya triunfado en la contienda; luego de la guerra (Urbaneja, 2002). Pero eso no es todo. Al hablar de “pueblo”, el artículo sugiere la participación de una globalidad y no de una parte de esa globalidad, de tal forma que las Fuerzas Armadas no podrían atribuirse la representación del pueblo, ni actuar corporativamente. Esto es relevante porque uno de los legados culturales en América Latina es que las Fuerzas Armadas asumen un rol moderador (Rial, 1996), que define a la nación (Irwin, 2001), y se colocan como instancia aparte del Estado y la sociedad (Serra I Serra, 2000). Si cabe la participación militar a partir de este artículo, no es una presencia castrense a secas, sino civil-militar como “pueblo de Venezuela”. ¿Pero hay que llegar a la guerra? Es aquí donde el papel de las Fuerzas Armadas como corporación puede ser decisivo, no en apoyar a uno de los bandos –que es, en definitiva, lo que plantea el 350- sino en expresar su opinión de que se consulte al pueblo, sin llegar al supuesto que plantea el polémico artículo, porque ya no hablaríamos de Fuerzas Armadas, sino de una degradación de lo militar: una militarada la que, según el DRAE, se define como “intentona militar de carácter político”, la que también tiene su prohibición en la Carta Magna, de manera que el contrapeso del artículo 350 es el artículo 333, que dice: “Esta Constitución no perderá su vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza o porque fuere derogada por cualquier otro medio distinto al previsto en ella. “En tal eventualidad, todo ciudadano investido o ciudadana investida o no de autoridad, tendrá el deber de colaborar en el restablecimiento de su efectiva vigencia”

Es interesante este balance que hace la Constitución para su protección. Si el supuesto del 350 es una situación ex-post; el supuesto del 333 es una situación ex-ante: la suspensión del texto constitucional por un acto de fuerza, que no supone el agotamiento de los mecanismos de derecho que prevé la Constitución, ni en determinar quien es pueblo después de una lucha. De aquí que el artículo no hable de un sujeto colectivo, el “pueblo de Venezuela”, sino de “todo ciudadano” con o sin autoridad. El 350 es la protección contra los que desconocen la Constitución; el 333 es la protección contra quienes quieren 149

derogarla. Aquí las Fuerzas Armadas tienen un mandato claro: restituir el orden constitucional derogado. Los artículos comentados suponen situaciones extremas ¿Qué hacer, entonces, en un situación de tensión política pero que está dentro del marco de la Constitución, y no fuera de ella por desconocimiento o derogación? La respuesta la da John Locke en su Ensayo sobre el gobierno civil (1679/1987). Dice Locke en una cita que no tiene desperdicio, “Si, en consecuencia, se origina alguna disputa entre el rey y algunos de sus súbditos en materia que la ley ha dejado incierta o en silencio, y es materia que puede ocasionar graves repercusiones, yo me siento inclinado a pensar que el árbitro más apropiado en tal situación debería ser la totalidad del pueblo. Puesto que refiriéndose a casos en que el monarca, por la confianza depositada en él, no está comprometido a las disposiciones comunes de la ley, y algunos súbditos se consideran agredidos y sienten que el monarca ha obrado contrariamente a ese mandato o extralimitándose en el mismo ¿Qué mejor árbitro que la globalidad del pueblo (que fue el que en un principio puso en él esa confianza) para manifestarle el alcance que quiso ofrecerle? Pero si el rey, o aquel que aplica poderes administrativos, rechaza tal sentencia, no resta otra solución que recurrir al Cielo. Ya que cuando se utiliza la violencia, bien sea entre individuos que no admiten una autoridad superior sobre la tierra, o que no permiten que se recurra a algún juez de este mundo, realmente se encuentra en estado de guerra, en el que sólo se puede apelar al Cielo y cuando eso sucede es la parte perjudicada la que debe valorar por sí misma en qué momento ha de hacer ese recurso y depositar en él su confianza”. De manera, pues, que “apelar al Cielo” es la guerra (Urbaneja, 2002); evitar la guerra es consultar a la “globalidad del pueblo”. Para nosotros, en nuestro tiempo, hacer una consulta popular. Por lo que para los militares sólo cabe apelar a que se consulte la voluntad popular, pero sin esgrimir el artículo 350, de acuerdo al principio que orienta el art. 5 de la Constitución: “La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley, e indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejercen el Poder Público. Los órganos del Estado emanan de la soberanía popular y a ella están sometidos”. No obstante, con la interpretación que hizo el Tribunal Supremo de Justicia del artículo 350 en ponencia del Magistrado Iván Rincón Urdaneta, de fecha 22-103, es plausible que la guerra se sustituya por el desconocimiento, situación en la que sí pueden incurrir los militares en caso de que el “monarca o rey” no 150

quiera consultar la “globalidad del pueblo”, y desobedezca los propios mandatos de la Constitución. Dice la sentencia: “Aparte de la hipótesis antes descrita sólo debe admitirse en el contexto de una interpretación constitucionalizada de la norma objeto de la presente decisión, la posibilidad de desconocimiento o desobediencia, cuando agotados todos los recursos y medios judiciales, previstos en el ordenamiento jurídico para justiciar un agravio determinado, producido por ‘cualquier régimen, legislación o autoridad’, no sea materialmente posible ejecutar el contenido de una decisión favorable. En estos casos quienes se opongan deliberada y conscientemente a una orden emitida en su contra e impidan en el ámbito de lo fáctico la materialización de la misma, por encima incluso de la propia autoridad judicial que produjo el pronunciamiento favorable, se arriesga a que en su contra se activen los mecanismos de desobediencia, la cual deberá ser tenida como legítima sí y solo sí –como se ha indicado precedentemente- se han agotado previamente los mecanismos e instancias que la propia Constitución contiene como garantes del estado de derecho en el orden interno, y a pesar de la declaración de inconstitucionalidad el agravio se mantiene. “No puede y no debe interpretarse de otra forma la desobediencia o desconocimiento al cual alude el artículo 350 de la Constitución, ya que ello implicaría sustituir a conveniencia los medios para la obtención de la justicia reconocidos constitucionalmente, generando situaciones de anarquía que eventualmente pudieran resquebrajar el estado de derecho y el marco jurídico para la solución de conflictos fijados por el pueblo al aprobar la Constitución de 1999. “En otros términos, sería un contrasentido pretender como legítima la activación de cualquier medio de resistencia a la autoridad, legislación o régimen, por encima de los instrumentos que el orden jurídico pone a disposición de los ciudadanos para tales fines, por cuanto ello comportaría una transgresión mucho más grave que aquella que pretendiese evitarse a través de la desobediencia, por cuanto se atentaría abierta y deliberadamente contra todo un sistema de valores y principios instituidos democráticamente, dirigidos a la solución de cualquier conflicto social, como los previstos en la Constitución y leyes de la República, destruyendo por tanto el espíritu y la esencia misma del Texto Fundamental” (Subrayados nuestros).

En otras palabras, si una autoridad se resiste a cumplir una decisión judicial y se han agotado los mecanismos garantes del derecho interno que establece la 151

Constitución, cabe el desconocimiento. Aquí los militares sí pueden esgrimirlo, ya que los supuestos comentados suponen una lesión a la Constitución, por lo que el desconocimiento busca restablecer su plena vigencia. Pero sólo en este caso. Apoyarse en el 350 para cualquier otra cosa fuera de los tres supuestos que la sentencia del 22-1-03 define –declaratoria de inconstitucionalidad, negación de la autoridad a cumplir la orden judicial, y agotamiento de los recursos de derecho interno que establece la Carta Magna– equivale a negar el carácter profesional de las Fuerzas Armadas ya que el artículo en cuestión supone la confrontación entre dos bandos; sería –como sostiene Locke– un “estado de guerra”, es decir, una situación donde se emplea la fuerza sin autoridad para dirimir diferencias. Dejaríamos –para emplear la expresión de Andrés Eloy Blanco– de tener Ejército para convertirlo en una horda. Así lo dijo el poeta en su Denuncia ante los soldados de América (1948), “Vargas no le temía al ejército; le temía a la horda. Para explicarse a cabalidad las características del militarismo en Venezuela, hay que partir de la base fundamental, aunque parezca ilógica, de que la excesiva abundancia de guerreros en Venezuela se ha debido, principalmente, a la falta de militares. La fecundidad bélica del país estaba en razón directa de su infecundidad técnica. La riqueza torrencial de generales y coroneles correspondía a la carencia de un verdadero ejército”. ¿Qué le queda al profesional de las armas, entonces, si no se cumplen los tres supuestos para activar el artículo 350? Es el artículo 22 de la Carta Magna, que establece que: “La enunciación de los derechos y garantías contenidos en esta Constitución y en los instrumentos internacionales sobre derechos humanos no debe entenderse como negación de otros que, siendo inherentes a la persona, no figuren expresamente en ellos. La falta de ley reglamentaria de estos derechos no menoscaba el ejercicio de los mismos”.

Al seguir los criterios de Martínez (1979), puede afirmarse que el artículo 22 de la Constitución no se refiere a un sujeto colectivo –el pueblo– sino reconoce la categoría persona que tiene derechos inherentes, situados por encima de la Constitución y –como indica Martínez– derechos “no establecidos por vía positiva” ¿Cómo sería ese ejercicio para el profesional militar? Se sugiere que este ejercicio –en las situaciones de tensión cotidianas– no admite el derecho a la desobediencia, rebelión, insubordinación, ni al de la insurrección. De nuevo, hay que recordar que lo cardinal para un militar es la obediencia, por lo que el problema se plantea en cómo ejercer sus derechos 152

ciudadanos –si ese es el caso, en un momento de tensión– pero manteniendo la obediencia, no saliéndose de ella. Es aquí donde –coyunturalmente– ocurre la conexión entre el ciudadano y el soldado. Es en esta situación donde puede hablarse con propiedad del “soldadociudadano”, pero no en el sentido que se entendía en la Venezuela del Siglo XIX, personificada –en este caso– por el Mariscal Juan Crisóstomo Falcón quien, en 1859, dijo –recogido por Caballero (1995)– “Que despreciaba a quienes hacían la guerra por profesión y que él mismo se consideraba apenas ‘un ciudadano armado’ “. Es decir, entrar en política era entrar en la guerra. No se hace referencia a este modelo del “ciudadano armado”, muy tentador en estos días. Más bien, alude a un estilo que su antecedente más cercano lo podemos encontrar en el discurso que el entonces Comandante General del Ejército, General de División Carlos Peñaloza Zambrano, pronunció cuando entregó el comando de la fuerza el 20 de junio de 1991. Para otro oficial general, Alberto Müller Rojas (1991), quien analizó el caso, la actuación de Peñaloza, “Hecha a título personal, no amparada en gremialismos, ni apoyada en grupos de poder, es la que le ha dado vida a esta figura que tiene como antecedentes notorios –salvando las correspondientes distancias– las actuaciones de MacArthur y DeGaulle, es la que ha hecho posible su emergencia en nuestro medio, sacando del ostracismo, no a la institución militar –aparato obediente y no deliberante– sino a los hombres que la componen, quienes han vivido condenados como ‘eunucos’ políticos, sin voz ni voto en las cuestiones que aquejan a la sociedad, incluyendo aquellas pertenecientes a su propia razón de existencia: su desempeño profesional. En buena hora recibimos la lección de Peñaloza que es el inicio de la sustitución de esa conducta grupal, ‘cayapera’, por la consciente y racional del ciudadano, propia de la sociedad auténticamente democrática”. Nótese lo que plantea Müller Rojas, que es muy sutil: no es el gremio, no es la corporación militar; no son grupos de poder, es la persona. Separa al individuo de la corporación. Peñaloza habló por él, no se erigió en representante de las Fuerzas Armadas y, mucho menos, del Ejército, ni tampoco estaba representando a un grupo político o económico. Fue a título individual, y esto es lo importante: es lo que permite ejercer derechos ciudadanos pero manteniendo la obediencia. No es la “cayapa grupal” –propio de nuestra sociedad estamental, en donde el orden político se obtiene por un equilibrio entre las corporaciones que la integransino del individuo racional, es decir, del ciudadano. Ciertamente, el precio a pagar es alto: perder la carrera, pero ganar en profesionalismo y ejemplo para sus pares y subordinados militares. Hay una paradoja: el fin del soldado-ciudadano es el sacrificio personal, pero para salvar el carácter profesional de la corporación 153

militar, y evitar ser un “ciudadano armado”, que es la negación de la profesión de las armas. V.

Las bases para una sana relación civil-militar

Como se argumentó en la parte II de este artículo, la supremacía civil sobre las Fuerzas Armadas es fundamental para robustecer el sistema político. Para Diamint (2002a), una vía para alcanzar la supremacía civil es la “producción de políticas de defensa”. Es decir, la defensa es un bien público, que no excluye a nadie y tampoco rivaliza con otros. Es, en consecuencia, una política pública. Aquí se establece la conexión con la sociedad civil. Esta no tiene recursos capacitados para la defensa –argumenta Diamint– pero los suple a través de instituciones que produzcan políticas de defensa. Una muy importante es un Ministerio de la Defensa civil, que produzca políticas de defensa y sirva de equilibrio dentro de las Fuerzas Armadas. En conclusión –como se ha argumentado previamente– el punto central parece ser la capacidad de las organizaciones civiles, no tanto si los militares les gusta intervenir o no en política. La relación sugiere que instituciones civiles fuertes, una mayor subordinación militar al poder civil; instituciones civiles débiles, una mayor disposición a la participación política de los militares, que puede ir desde el pretorianismo hasta el militarismo. Lo interesante es formular si en Venezuela existen actualmente organizaciones capaces de articular demandas nacionales, con liderazgos legítimos, como elemento central que define un equilibrio entre los civiles y los militares (Sucre, 2003). Es decir, si los civiles son capaces de generar condiciones para que existan instituciones productoras de políticas de defensa. Los partidos políticos ni la sociedad civil tienen ahora esa capacidad. Y aquí la importancia de la dimensión pluralidad-unidad. Si se parte que en el país no existen organizaciones con capacidades para articular demandas nacionales, el lado de la unidad se privilegia y será una organización la que tendrá esa capacidad: las Fuerzas Armadas, como fue en el pasado, no las organizaciones civiles. Si, por el contrario, se asume que el país es diverso y plural, la articulación es, entonces, una tarea de muchas organizaciones, entre las que están las Fuerzas Armadas, que se ocuparán primordialmente de lo militar y estarán sujetas al poder civil. En el primer caso, la relación es de subordinación o de tutelaje; en el segundo, la relación es de equilibrio y control (Sucre, 2003). Esta es la dimensión relevante para analizar el marco de las relaciones civilesmilitares en la Venezuela presente. Aquí, también, se toca un tema clave: la ciudadanía ¿Tenemos realmente ciudadanos o sólo una ciudadanía ad hoc, que 154

se activa solamente en momentos especiales o de crisis política? Parece que, como lo argumenta Pino Iturrieta (2000), en Venezuela hay una fuerte tendencia a abdicar del pensamiento propio y se busca que sean otros que lo hagan: los “notables” o un salvador que vista de uniforme o de paisano, sobre quien dirigir las miradas ¿Hay ciudadanos? Es pertinente recordar –como lo indica la profesora Kriegel en su trabajo citado supra– que los hombres no son sólo competencia –lo que saben– sino que tienen conciencia. Esta está por encima de la competencia. Con base en lo anterior, se presenta la segunda premisa: La ciudadanía militar se convierte en intervencionismo militar cuando los civiles abandonan la política. La mejor política militar es que los civiles hagan la política. El problema militar requiere de una solución civil. El riesgo para las Fuerzas Armadas de Venezuela es que emerja su carácter pretoriano. Para decirlo en palabras del general Müller Rojas (1996), “(…)El dilema final consiste en decidir si las Fuerzas Armadas venezolanas completan su transformación en un mero aparato represivo –ni siquiera policial– al servicio de los intereses de unos pocos, o escogen el papel moderno de una fuerza de defensa que balancea el sistema de intereses de la nación, propiciando la recuperación del Estado que facilitaría la de las posibilidades de auto-gobierno que son propias de una comunidad soberana”. En otras palabras, unas Fuerzas Armadas centradas en mantener la seguridad interna. Parece que la orientación venezolana es hacia una democracia tutelada o protegida. Como dice O’Donnell (1993), “Se puede dar por sentado que mientras más larga y más profunda sea la crisis, y mientras menor sea la confianza en la capacidad del gobierno para solucionarla, más racional se vuelve para todos el actuar: 1) a niveles altamente desagregados, especialmente con relación a los organismos estatales que pueden solucionar o aliviar las consecuencias de la crisis para una empresa o sector dado; 2) con horizontes extremadamente cortoplacistas; 3) con la presunción de que todo el mundo va a hacer lo mismo. Un gigantesco (a nivel nacional) ‘dilema del prisionero’ persiste(…)”. Para expresarlo en criollo, el riesgo para Venezuela es la rebatiña entre grupos por lo público, una ingobernabilidad que se haga crónica, pero con tutelaje militar. ¿Cómo evitar este probable destino? Se ofrecen dos vías: la primera, es recuperar la política hecha por los políticos a través de los partidos políticos, y rescatar la ciudadanía, con un proyecto de clase media. Si algo carece hoy Venezuela, es de políticos. La política quiere ser llevada a cabo por personas que olvidaron que el valor cardinal de la política es la prudencia, no la audacia. Lo segundo, es definir la elaboración de la política militar en términos de política 155

pública, que permita la interacción de los civiles y militares en un campo común, que pueda ser sometido al examen de la sociedad vía Asamblea Nacional. El punto de encuentro futuro entre los civiles y los militares es cuando se asuma la defensa como un bien público, lo que favorecerá el intercambio civil-militar en términos de un discurso diferente: las políticas de defensa. Con respecto a la clase media, sería darle viabilidad política a este sector. Sin pretender desdeñar el tema de la pobreza, es insólito que nadie hable de la clase media en términos políticos, sino que se le siga viendo sólo como un estilo de vida, pero no como lo que es: un sector social en crisis –especialmente, la clase media de profesionales liberales, que tuvo su esplendor en los 70 y 80– que tiene una orfandad política de más de 20 años y que ha pagado el costo de los ajustes. Es curioso constatar lo poco que se sabe de la clase media venezolana. La información fáctica sobre este sector es poca, más allá de construirlo como un objeto de consumo en términos de estatus. Parece que las agencias de publicidad son las que investigan este grupo, pero poco el sector académico. Aquí también puede existir un encuentro entre lo civil y lo militar. Los dos grupos obtienen sus ingresos mayormente de salarios y se caracterizan por un saber profesional. El conocimiento los une, aunque en la realidad están separados y no atienden a sus intereses reales, sino a los de otros sectores con propósitos diferentes a los de ambos. Aquí, también, cabe un ejemplo de militares que tuvieron una conciencia similar: el coronel fallecido Mario Ricardo Vargas (19131949), fue de una generación de oficiales que creyeron en un proyecto político de democracia popular. Una sana relación civil-militar se caracteriza por lo afirmado por Irwin (2001), “Uno de los retos del porvenir inmediato es lograr, apoyándonos en la educación ciudadana, avanzar hacia una consolidada y dominante sociedad civil, que logre deslastrarse del pretorianismo y materialice un auténtico control civil. Romper el monopolio castrense sobre los temas de seguridad y defensa nacional, más allá de la retórica de los eventos supuestamente académicos, formar especialistas civiles de muy alto nivel en estos menesteres, llegar e interesar al gran público en las relaciones civiles-militares, es el primer paso para que éstas sean tales y no militares-civiles”.

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