Democracia y sorteo: la experiencia ateniense

May 28, 2017 | Autor: J. Moreno Pestaña | Categoría: Community Engagement & Participation, Participatory Democracy
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Democracia y sorteo: la experiencia ateniense José Luis Moreno Pestaña [email protected] Versión del artículo publicado sin bibliografía en La Maleta de Portbou, nº 27

Atenas, el sorteo y nosotros El mecanismo del sorteo fue un rasgo distintivo de la democracia antigua. Pretendo mostrar cómo ayudó a evitar la concentración de recursos políticos en pocas manos. Las democracias representativas modernas han construido espacios políticos diferenciados, con lenguajes propios y cuyo acceso requiere procesos de especialización (dominio de una ideología, conocimiento de esquemas políticos, inserción en redes partidarias, familiaridad con sus problemas). Sólo entonces los individuos se sienten competentes políticamente. Quienes no entran en ese marco, se ven condenados a la participación ocasional (movilizaciones, elecciones) y al consumo más o menos pasivo del espectáculo de concurrencia entre los profesionales. La democracia radical antigua permitió una distribución masiva de recursos políticos que evitó que se creara un gremio cerrado de especialistas. Mas, ¿fue Atenas una democracia? Democracia existía para una décima parte de la población adulta, descontando metecos, esclavos y mujeres: si incluimos a los futuros ciudadanos menores de edad, una quinta parte de los atenienses vivía en democracia. La democracia, por lo demás, no fue estática: fue ampliándose hacia cada vez más grupos sociales, eliminando de derecho o de hecho las barreras censitarias, aunque siempre con el terrible límite de la esclavitud y la exclusión de las mujeres. Nuestra visión de la relación entre condiciones sociales y democracia en Atenas ha conocido por diferentes fases. Durante el siglo XVIII aún se le consideraba una democracia donde participaban los trabajadores y agricultores. Ello daba ocasión a alabanzas —caso de Montesquieu— o a reproches: James Harrington o Adam Ferguson deploraban que personas serviles pudieran implicarse en política. En el siglo XIX, y un ejemplo es la interpretación de Hegel, comenzó a considerarse que la democracia se sostenía sobre los esclavos y fue esa interpretación la que heredó el marxismo. Sabemos que el siglo XVIII se encontraban mucho más cerca de la verdad: Atenas, fuese cual fuese el peso de la esclavitud, integró en la política a los ciudadanos que además trabajaban (Meiksins Wood, 1988). Pese a todo, todavía se argumenta que la democracia fue un producto de la esclavitud, el imperio o una floreciente economía o fortuna geográfica. Al respecto de lo primero, Castoriadis (2008: 62-65, 238) propone una respuesta indiscutible: esclavitud existía

en muchos lugares pero en pocos engendró democracias. Lo mismo cabe decir sobre el imperio, introduciendo además un argumento importante de Hansen (2009: 362-363): los mayores logros de la democracia ateniense se produjeron en el siglo IV, momento imperialmente más mustio. Parece pues que fue la democracia la que elevó a los atenienses. Cuando Atenas estaba derrotada, nos recuerda Ober (2008), quienes buscaron su apoyo en las guerras de diádocos o contra Roma (respectivamente: Demetrio Poliocertes y Mitrídates del Ponto), restauraron la democracia: sabían que sin ella Atenas valía poco. Atenas pudo tener grandes capacidades virtuales para una democracia de participación tan densa: esclavos, imperio (cuando lo hubo), minas y el trabajo femenino. Dichas capacidades permitían otras utilizaciones posibles. Quienes radican la democracia ateniense en cualquiera de tales subordinaciones deben responder a una pregunta: para que exista participación política densa hoy, ¿no es posible promoverla sin ninguno de esos rasgos? ¿No es posible la democracia con adelantos técnicos y conflictos menos acuciantes que los que tocaban a una ciudad exhausta por guerras internas y externas? Para ayudar a responder que sí deben aclararse ciertas rasgos de la democracia ateniense. Mi confianza es que con ellos puede estimularse nuestra imaginación política.

Diseño institucional de la democracia No se trata ahora de exponer el conjunto de las instituciones de la democracia ateniense, sobre las cuales existe abundante información. Me concentraré en tres elementos necesarios para comprender el espacio institucional donde el sorteo tuvo grandes efectos democráticos. Primer elemento: el sorteo nunca comandó solitariamente la designación en democracia. Siempre se aceptó que determinadas funciones requerían especialización y que convenía escoger colegios —y no cargos unipersonales: ese fue un rasgo central de la democracia, las magistraturas colegiadas— de gente preparada. Acompañaban al sorteo y la elección dos instituciones fundamentales: la rendición de cuentas al abandonar los cargos y, antes de acceder, la evaluación previa de los candidatos. Otros principios como el de rotación solo se aplicaban en determinados órganos. En fin, en lo que a la elección toca, esta determinaba funciones militares, los tesoreros de los fondos militares y de los espectáculos y los intendentes de las fuentes. Por sorteo se elegían los 500 miembros de la Boulé y muchos cientos de magistrados. De los 6.000 miembros del Tribunal del Pueblo asignados cada año, se recurría al sorteo diario para los jurados. La segunda institución que creo necesario destacar es la reforma del sistema de tribus. Clístenes convirtió en diez las tribus de Atenas y les asignó una realidad política, no geográfica. Cada tribu tenía un componente urbano, otro rural y otro marítimo. Esta reorganización, comparable a un experimento de producción artificial de un cuerpo político, permitió, por un lado,

deshacer las redes de dominio personal presentes en las pequeñas comunidades y, por el otro, incentivar la relación entre ciudadanos de distintos espacios geográficos. Dado que el Consejo de los 500 se organizaba como una cámara territorial (se sorteaban 50 por tribu), el efecto fue la creación de un cuerpo deliberativo sorteado (y en rotación) donde se tejían vínculos entre ciudadanos de todo el Ática. Una red de contactos permite acumular información y disponer y jugar con los interlocutores; lo sabemos quienes conocemos las prácticas políticas habituales. Quien domina más redes puede movilizarlas contra quien domina menos. El Consejo de los 500, fundado en un sistema de agrupación territorial sin base geográfica, pluralizaba el número de individuos capaces de acumular conocimiento y contactos y restringía las posibilidades de que estos fuesen monopolizados por un grupo minoritario. Los cálculos muestran que alrededor de un ciudadano sobre tres fue miembro del Consejo y que uno entre cuatro podía ser presidente de la República de Atenas, cargo que duraba únicamente veinticuatro horas (Hansen, 2009: 357). Otra dimensión fundamental, la tercera, es que el sistema democrático se estabiliza mediante una redistribución de capital económico y simbólico. Comienzo por los recursos económicos: los ciudadanos recibían un salario por asistir a los tribunales, por participar en la Asamblea y, quienes formaban parte, cuando se reunía el Consejo. Los días festivos recogían el salario para la asistencia a los espectáculos e idéntico sucedía para quienes participaban en desfiles militares. Tales medidas fueron progresivamente desarrollándose como condiciones económicas de la democracia, con lo cual, resume Hansen “en la segunda mitad del siglo IV muchos ciudadanos atenienses podían esperar percibir, de una u otra forma, cierta suma de dinero del Estado durante la mayor parte del año”. Un sistema de seguridad social ayudaba a los enfermos sin recursos y aseguraba la educación de los hijos del ciudadano muerto en combate. Los ancianos podían utilizar los jurados para mejorar sus ingresos y los precios del trigo estaban regulados para evitar el hambre (Hansen, 2009: 128129). La financiación de los asuntos públicos competía a los ciudadanos más ricos, cuyas donaciones eran demandadas para afrontar los gastos de la ciudad, ya sea para fiestas o para la Armada. Constituían la clase litúrgica (aquella susceptible de afrontar tales impuestos o “liturgias”) y se encontraban obligados a financiar bajo vigilancia actividades rituales o militares. Los tribunales podían recibir quejas por parte de algún “agraciado” con la liturgia de que alguien más poderoso se evadía de las mismas y, si llevaba razón, el honor de servir a la ciudad cambiaba de destinatario (Hansen, 2009: 142). Un impuesto de propiedad (eisphora) se imponía en condiciones extraordinarias a los más ricos, así como la obligación de equipar los trirremes de la Armada (trierarquía) (Sinclair, 1999: 119-122). Los procesos de redistribución del prestigio movilizan dos elementos. Primero, una redefinición democrática de las virtudes ciudadanas. Así, por ejemplo, el coraje democrático no es

idéntico al de la Grecia arcaica. El coraje aparece como franqueza al deliberar, como capacidad de decir lo que no se desea oír (y capacidad también de escucharlo) y de cuestionar las propias tradiciones. El héroe democrático no se mide con idénticos parámetros al héroe homérico y aristocrático. Las palabras que Tucídides (II, 40) atribuye a Pericles son un ejemplo: “Lo cierto es que solo nosotros decidimos o examinamos con rectitud los asuntos, sin considerar un daño para la acción las palabras, sino más bien el no informarse mediante debate antes de emprender lo que se va a ejecutar”. En cuanto a la redistribución de honores, ésta ocupaba buena parte del trabajo de la Asamblea. Josiah Ober (2008) ha reconstruido la aplicación de un decreto del Consejo de los 500 en el 324 y muestra cómo la aplicación del mismo se encontraba incentivada por premios (económicos y simbólicos) y por castigos terriblemente onerosos desde el punto de vista monetario. Para terminar con este apartado debo apuntar un aspecto. Atenas, pese a un mito popularizado, no era una sociedad donde funcionasen las relaciones cara a cara: bien al contrario, fue una de las mayores metrópolis de su tiempo donde la mayoría de los ciudadanos no se conocían. Además, el conocimiento estrecho y los vínculos que conlleva, lejos de considerarse una virtud se valoraban como un problema político. La reforma de las tribus de Clístenes parece tener como objetivo restringir el poder de tales redes en la formación de los criterios de evaluación y juicio de los individuos. Tres cuestiones antes de seguir. El valor del sorteo, al fin y al cabo una técnica de selección de gobernantes, depende de su contribución a un ideal político democrático —pues el sorteo tiene también utilizaciones no democráticas, por ejemplo para evitar conflictos entre las elites—. En principio, una democracia supone la capacidad de coordinarse, mediante la acción colectiva y la utilización de recursos comunes, para lo cual los agentes disponen de conocimientos diversos, de motivación mayor o menor y con disposiciones más o menos amplias a comportarse como gorrones, esto es, individuos que usan el conocimiento y la acción colectiva para su provecho personal. Cómo conocer qué necesita hacerse, cómo motivar a la gente para hacerlo, cómo evitar que se comporten como gorrones: son las claves para combatir la ignorancia política, la apatía y el cinismo.

La cuestión del conocimiento El Protágoras es un diálogo donde Sócrates y Protágoras, polemizan sobre qué es el conocimiento político y si puede o no transmitirse. El lector rápidamente comprende que ambos no hablan de lo mismo. Protágoras piensa en una virtud política igualmente repartida entre todos los hombres mientras que Sócrates piensa en un saber especializado. Protágoras propone una transmisión de las

competencias por la práctica y asume que siempre será imperfecta —entre otras razones porque los individuos tienen talentos diferentes—; también porque no tenemos un conocimiento claro de qué es la virtud política: en términos absolutos la virtud política no existe. Sócrates, por el contrario, valora la virtud política como algo unitario y, en ese sentido, susceptible de administrarse análogamente a las técnicas. Así Sócrates propone una política que funciona como una ciencia del especialista en la selección de especialistas. Platón defendió que los individuos no pueden realizar varias actividades: el filósofo no las conocerá todas, pero será capaz de asignarles a cada una un lugar en la ciudad. Desde tal perspectiva el sorteo es un absurdo, pero también la elección: la democracia entera es una enorme confusión epistémica. Todos no disponen de idénticos talentos, por lo tanto, el buen gobierno deberá descubrirlos y promocionarlos de manera diferenciada. En suma, la división técnica del trabajo es una de las claves del buen gobierno. Protágoras niega que podamos pensar la virtud política a partir de este modelo, al que sí le concede crédito en el caso de los saberes técnicos. Me parece que aquí se encuentra la clave del debate: qué tipo de conocimiento se necesita, si el modelo técnico es apropiado para definirlo y cómo asegurar su transmisión —por medio de impartición de doctrina o por medio de un aprendizaje práctico, sobre el terreno—. Si el saber político exige conocimiento técnico y enseñanza especializada, el sorteo resulta un absurdo; no, si el saber político utiliza conocimiento no técnico que puede adquirirse en la práctica. Pero, es otra posibilidad, existe un lugar para el sorteo si pensamos en una enseñanza técnica sobre el terreno (llamaré a esto el “modelo del flautista mediocre”, defendido por Protágoras). La idea de una democracia, definida por Aristóteles como el régimen donde se aprende a ser gobernado gobernando (Política, 1277b), se acompasa bien con un saber no técnico susceptible de administración pragmática. Mas, ¿qué sucede con los saberes técnicos? ¿Sólo pueden administrarse escolarmente? La idea de Protágoras es muy interesante. Imaginemos que una ciudad no puede subsistir sin flautistas y que enseñamos tal destreza en la escuela y la recompensamos en la vida cotidiana. ¿Se tendrá éxito? Depende, cree Protágoras, del objetivo que persigamos. Si perseguimos flautistas sobresalientes, no: aprender o no a tocar depende de capacidades innatas desiguales —no capacidades, como las políticas, repartidas a todos los hombres por igual—. Producir el flautista sobresaliente es incontrolable. Ahora bien: podemos estar seguro que produciremos gente que algo sabrá de flauta, más que quien nunca aprendió nada (Protágoras, 327-328). La cuestión no es tanto si la política supone conocimiento técnico, sino hasta dónde podemos adquirirlo y cuántos pueden hacerlo cuando lo que perseguimos no son especialistas de elite. Esta tesis, la del valor del flautista mediocre, me parece utilísima para justificar epistemológicamente el sorteo. Sobre todo si la combinamos con la otra tesis, también de

Protágoras, de que la virtud política no es susceptible de ser formalizada en un modelo único que valga más allá de cualquier circunstancia. Primera ganancia sobre la cuestión el conocimiento: solo si este es técnico, no susceptible de adquirirse sobre el terreno y requiere educación ultraespecializada, el sorteo es un obstáculo para su consecución ya que exigiría costes de transmisión insoportables. ¿para qué incorporar ciudadanos a las instituciones de gobierno, esperar que se entrenen, si tenemos personas con competencias probadas? Si creemos que un gobernante debe saber lo mismo que un doctor en Ciencias Políticas (o que un filósofo platónico), el sorteo no sirve para seleccionarlo: debe hacerlo un aparato escolar. Pero fuera de esa posibilidad, el sorteo puede ser un instrumento de primer orden para transmitir saberes —especializados o no— susceptibles de aprenderse masivamente y de permitir a los ciudadanos adquirir competencias políticas.

Los efectos morales del sorteo Cuidarse de la arrogancia de los sobresalientes fue una inquietud central en el imaginario democrático antiguo. El sorteo, que presupone la igualdad de competencias políticas —o la posibilidad de adquirirlas en la práctica—, permite enfrentarse un peligro: personas muy competentes, motivadísimas pero moralmente perniciosas. Porque la arrogancia no aparece únicamente entre los tiranos: la vida democrática puede también generarla cuando los individuos acumulan demasiado prestigio y poder. La asamblea democrática puede engendrar sus aristocracias y éstas, corrompiéndose, convertirse en oligarquías. Veamos con qué instrumentos intentaron desactivar tales derivas. Comencemos por los más extraños para nosotros y menos relacionados con el sorteo, aunque interesantes para comprender el sentido de éste. Entre el 487 y el 416 (cuando se realizó el último procedimiento), los atenienses votaban en asamblea, primero, si convenía expulsar a alguien de la ciudad durante diez años, después, en convocatoria posterior, escribían sobre trozos de cerámica (ostraka) quién debería correr tal suerte. El procedimiento no se basaba en deliberación alguna: simplemente se requería que hubiera 6.000 votos en la sesión, entre los cuales se expulsaba al que más votos recibía. Aunque la ley de ostracismo ha generado mucha literatura, los atenienses la emplearon con comedimiento. Otras medidas son más interesantes. Tenemos dos posibilidades para producir cuerpos de deliberación: podemos sortearlos entre voluntarios y, en ese caso, los muy motivados por malas razones ven reducida su capacidad de influencia. Podemos considerar que a la deliberación debe ir quien desee: tenemos entonces una asamblea formalmente igual pero atravesada por muchas desigualdades debido a los recursos diferentes de los sujetos. Esta última posibilidad inquietaba

notablemente a los atenienses. Individuos pagados podían alterar las deliberaciones a favor de una camarilla. Tanto es así que una norma de la asamblea del 346-345 exigía a las tribus que, por turno, se sentaran delante y controlasen a los alborotadores. El sorteo ocupó un papel privilegiado en ese esfuerzo por impedir que las asambleas se transformasen en un mercado salvaje de competencia entre las elites y que, de ese modo, se desnaturalizase la democracia. ¿Cómo? Antes que nada, controlando su agenda por medio de un organismo sorteado. El comportamiento de un gorrón aumenta cuando las reglas son imprecisas (Ober, 2008). La asamblea sólo podía reunirse con el orden del día votado por el Consejo de los 500 (una institución, recuerdo, sorteada que recogía a 50 ciudadanos de cada una de las “tribus”). Obviamente esto no impedía que la asamblea fuese manipulada por individuos muy brillantes y motivados. En el siglo IV, la asamblea vio reducir poco a poco sus prerrogativas: las leyes pasaron a ser competencia de un cuerpo sorteado de 1.000 ciudadanos de entre los 6.000 disponibles para el Tribunal del Pueblo. Los acuerdos de la asamblea serían considerados decretos: estos últimos servirían para asuntos puntuales y deberían estar de acuerdo con las leyes, en suma, con aquello validado por el cuerpo sorteado. El hecho de que los ciudadanos del Tribunal del Pueblo hubieran prestado un juramento, que fueran fáciles de identificar y que de entre ellos se sortearan 1.000 para renovar las leyes indica algo fundamental: el sorteo ayudaba a precaverse ante los oportunistas y los manipuladores, creando un cuerpo de deliberación mejor organizado: menos sometido a los tumultos de la asamblea, con componentes más previsibles (y, por ende, menos fáciles de corromper) y a los que se les podía exigir más fácilmente la rendición de cuentas. Otro importante procedimiento de control de la Asamblea, y donde el sorteo ocupa también un papel, es el graphé paranomon. El procedimiento fue, parece, introducido por Efialtes en el 462 y permitía que cualquier ciudadano, bajo juramento, denunciase como anticonstitucional un decreto acordado en un plenario de la Asamblea. En ese momento se reunía un tribunal sorteado entre los individuos del Tribunal del Pueblo que juzgaba la denuncia: o bien el decreto se retiraba o bien el denunciante recibía una multa. Si el denunciante era condenado tres veces por un jurado perdía sus derechos políticos y recibía una multa más que disuasiva. Por tanto, los sicofantes y los corruptos debían pensarse dos veces engañar a la Asamblea o paralizarla con acusaciones poco convincentes (Hansen, 2009: 244, Sinclair, 1999: 271).

Cómo motivar a los que se autodescalifican La democracia ateniense modificó el reclutamiento social de sus dirigentes y eso nos conduce directamente a otro problema central: personas con competencias y tono moral pero muy poco

motivadas para la participación. Evidentemente la democracia, motivando a los más, desmotivó a quienes se contemplaban a sí mismos como los mejores. Estos manifestaron un odio enorme a este aspecto de la democracia: durante el efímero golpe de Estado de los 400, una de las primeras medias fue abolir los salarios para la participación política. Pero, ¿se modificó la composición social de la elite ateniense? Clare Taylor (citada por Ober, 2008) ha estudiado a 2.200 ciudadanos atenienses políticamente activos. Durante el siglo V, el 19% pertenecía a la clase litúrgica, es decir, se encontraban entre los potentados (que representaban el 4% de la población); además el 58% residía en demos próximos a la ciudad (cuyo peso en la población global era del 25%). En el siglo IV las cifras se modifican y solo el 11% pertenecían a la clase litúrgica y el 31% de las proximidades del centro urbano. Taylor atribuye al sorteo —potenciado durante el siglo IV— tal efecto democrático en el reclutamiento de la elite. El sorteo permite acercarse a las instituciones con menor coste. Basta con inscribirse como disponible en el Tribunal del Pueblo o en el propio demo para el Consejo de los 500. Hablar en la asamblea resultaba notablemente más disuasorio —se confrontaba uno con oradores profesionales— y requería mayores recursos para intervenir —entre los cuales podría contarse con hacer frente a camarillas conchabadas con los dirigentes que se disputaban el dominio de la asamblea—. No extraña que la asamblea fue el lugar donde invertían sus esfuerzos los ricos y los ambiciosos (Sinclair, 1999: 233). Establecido lo cual, debemos hacer dos salvedades. La primera sobre los límites de la motivación por el sorteo. Ciertamente ser sorteado o elegido para un cargo no conlleva energía ni motivación. Demóstenes se lamentaba amargamente de la atonía de los miembros de los 500: las presiones para formar parte del mismo hacían, tal vez, que la voluntariedad de inscribirse estuviera muy condicionada. Cada unidad territorial debía enviar cincuenta ciudadanos y con demasiado liberalismo se corría el riesgo de carecer de población disponible —debido a las exigencias de rotación— (Sinclair, 1999: 197). Vayamos a la segunda salvedad: no sólo el sorteo promocionó a los pobres, también la guerra. Sinclair (1999: 281-291) reconstruye el ejemplo de Ifícrates, hijo de un zapatero que se labra un futuro político en el siglo IV tras intervenir en varias de las contiendas militares de Atenas. Al final acabó desposando a su vástago con la hija de Timoteo, también estratego y competidor durante buena parte de su carrera político-militar. Asumidas las dos restricciones, las cifras son contundentes: durante cada década pasarían por el Consejo uno de cada cuatro atenienses (unos 4.500 individuos) y cuesta trabajo relativizar los efectos en la generalización de recursos políticos entre los participantes por más que hubiera siempre un montante de remolones y absentistas. Josiah Ober (2008) imagina los efectos que podía tener en cualquier individuo tal experiencia política. En primer lugar, las reuniones de la tribu lo hacen salir de las redes de control cotidianas. Posteriormente, en segundo lugar, si sale elegido en el

Consejo ampliaría su espacio de referencia y sus interlocutores políticos. El efecto resulta notable en dos planos: un sujeto aprende más, uno, sobre qué se necesita para gobernar y, dos, sobre quienes tienen tales recursos y cómo pueden adquirirse. Un ciudadano adquiere, por tanto, capacidad para trabajar en equipos no limitados por el carisma de los poderosos y, además, se informa sobre los diversos conocimientos necesarios para gobernar, sobre dónde localizarlos y sobre para qué son necesarios. De ese modo alguien puede aprender sobre sus propias competencias, sobre cómo procurarse otras e incluso convertirse en un especialista en la selección de personas con competencias especiales —en suma: convertirse en especialista en la selección de especialistas, aquello que Platón reservaba para sus filósofos. Con un mínimo de motivación cabe pensar que el sorteo permite la educación política reduciendo los costes de acceso al centro de los debates.

Conclusión La institución del sorteo en el mundo antiguo permite una gestión peculiar del conocimiento, la motivación y la textura moral necesarios para participar en política. Respecto del conocimiento, la institución del sorteo parte de un presupuesto y persigue un objetivo. El presupuesto: no se necesitan capacidades extraordinarias para deliberar sobre los asuntos públicos; el objetivo: esas capacidades pueden fortalecerse mediante la creación de cuerpos deliberativos sorteados y en rotación. En ellos, los individuos pueden adquirir conocimientos sobre el terreno o comprender, cuando queda fuera de su alcance, quiénes son los especialistas y para qué cuestiones son necesarios y, obviamente, para cuáles no. La democracia por sorteo apuesta por una visión optimista de las capacidades políticas, tanto de su extensión como de su formación. Junto a esta visión esperanzada, el sorteo descansa sobre una actitud prudente. Asume la desigualdad de capacidades y no cree que todo el mundo disponga de las que deben ser valiosas para una democracia: los procesos de control y de desconfianza respecto de los magistrados, mediante la rendición de cuentas, constituyen un modo de sancionar capacidades políticas indeseables para la ciudad. De hecho, la prevención contra los efectos perniciosos del acrecentamiento de las capacidades de unos pocos, singulariza una clave central en el uso del sorteo. Los procesos de capitalización de los recursos políticos exigen la destrucción de su carácter común, algo que siempre se hace desde un doble movimiento: decretar ilegítimos los recursos comunes y elaborar un espacio político que, por su funcionamiento (exigencia de redes, puede que de servilismo, de mangoneo…), vuelve inoperantes a tales recursos compartidos. Lejos de desdeñar los expertos o el talento, el sorteo evoca implícitamente un presupuesto más sutil: no vuelve equivalente el saber político a un conjunto determinado de recursos culturales.

Pondré dos ejemplos de lo contrario. Escribiendo a John Garland Jefferson (el 11 de junio de 1790), Thomas Jefferson (2014: 425-427) le recomienda estudiar derecho en el bufete de un abogado, posteriormente le ofrece un conjunto de libros a leer que incluyen a Locke y a Montesquieu y una Historia de Inglaterra. En la Francia contemporánea, aseveraba Bourdieu (2000: 59), la admisión en el campo político parece exigir estudios de Derecho Constitucional y, a ser posible, de Ciencias Políticas. Por supuesto, también existe un saber, adquirido sobre el terreno, que incluso puede pesar más que los estudios. Ciertamente, nadie hace exámenes para ingresar en política, pero dichos conocimientos, en cada una de las épocas, permitían identificarse como alguien competente, a quien se le supone un conocimiento capaz de identificar a un verdadero político. Los griegos se cuidaron mucho de construir dicho referente general del saber político. En lo concerniente a la motivación, el sorteo sirve para restringir el exceso de ambición obligándola a concentrarse en la asamblea y en los cargos electos. A su vez permite acceder a la experiencia política disminuyendo los obstáculos y el esfuerzo necesario. En fin, respecto de la moral, el sorteo funciona como un mecanismo de prevención ante quienes utilizan los bienes públicos exclusivamente en su propio beneficio. Por una parte, dificulta su acceso planificado a los bienes políticos y, por otra, expande la cantidad de ciudadanos competentes en el acceso a los mismos. El sorteo siempre fue un revolver en la sien de la desigualdad producida en la política democrática. Pierre Bourdieu (2000: 54-59) señalaba cómo toda democracia funciona mediante mecanismos censitarios escondidos. Puede concebirse el uso del sorteo dentro de un gran intento de volver explícitos los mecanismos de exclusión. Combinado con el salario permite que el tiempo libre excluya lo menos posible a los ciudadanos. Mediante una facilitación del acceso a las competencias políticas, impide la consolidación de una elite legitimada en la posesión de un conocimiento especializado. El sorteo empuja continuamente a los profanos dentro del espacio político y acosa a los especialistas para que no consoliden un grupo endogámico y autorreferente.

Bibliografía Aristóteles (2004): Política, Madrid, Gredos. Bourdieu, Pierre (2000): Propos sur le champ politique, Lyon, Presses Universitaires de Lyon. Castoriadis, Cornelius (2008): La cité et les lois. Ce qui fait la Grèce 2. La création humaine III, París, Seuil. Hansen, Mogens H. (2009): La démocratie athénienne à l'époque de Démosthène. Structure, principes et idéologie, París, Les Belles Lettres. Jefferson, Thomas (2014): Escritos politicos, Madrid, Tecnos.

Meiksins Wood, E (1988): Peasant-Citizen and Slave: The Foundations of Athenian Democracy, Londres, Verso. Ober, Josiah (2008): Democracy and knowledge. Innovation and learning in classical Athens, Nueva Jersey, Princeton University Press. Edición Kindle. Platón (1981): Protágoras en Diálogos I, Madrid, Gredos. Sinclair, R. K. (1999): Democracia y participación en Atenas, Madrid, Alianza. Taylor, C. (2007): “From the Whole Citizen Body? The Sociology of Election and Lot in the Athenian Democracy”, Hesperia, nº 76, pp. 323-345. Tucídides (1988): Historia de la Guerra del Peloponeso, Madrid, Cátedra.

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