Democracia y estructura social

August 12, 2017 | Autor: Javier Blanco | Categoría: Sociology, Political Sociology, Political Theory, Democracy, Social Structure, History of Political Theory
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Vol. XXIV / Nº 2 / 2010 / 51-72

Democracia y estructura social José Javier Blanco*

RESUMEN Desde la antigua Grecia hasta la modernidad se puede establecer una estrecha relación entre democracia y estructura social. Estructuras sociales segmentarias y estratificadas fomentan un concepto de democracia en términos de equidad e integración. La democracia es vista como un instrumento para una corrección normativa de un mundo desigual. En la sociedad moderna funcionalmente diferenciada, el concepto de democracia aún conserva esta aspiración. Consecuentemente, la pregunta acerca de cómo el concepto de democracoia puede reconocer los rasgos centrales de una sociedad funcionalmente diferenciada es crucial para la teoría democrática moderna.

Palabras clave Democracia • ciudadanía • estructura social • semántica • teoría política

Democracy and social estructure ABSTRACT A close link between theory of democracy and social structure can be distinguished from the ancient Greece to Modernity. Segmentary and stratified social structures further a concept of democracy in terms of equity or integration. Democracy is viewed as an instrument for a normative correction of an unequal world. In the functionally differentiated modern society, the concept of democracy still holds this aspiration. Consequently, the question about how the concept of democracy may recognize the key features of a functionally differentiated society is a crucial one for the modern democratic theory.

Keywords Democracy • citizenship • social structure • semantics • political theory

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Licenciado en Estudios Políticos y Administrativos Universidad Central de Venezuela (UCV); doctorando en Ciencias Políticas UCV. Profesor becario en Teoría Política, Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico (CDCH-UCV), Caracas, Venezuela. E-mail: [email protected].

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Existe una clara relación entre la teoría de las formas de gobierno y la estructura social.

La estratificación social de las ciudades-estado constituía para los antiguos un punto de referencia importante para precisar cómo estas se gobernaban, determinar la forma de gobierno más adecuada para las mismas, así como para poder prever su estabilidad a lo largo del tiempo. Así pues, la diferenciación de roles entre los ciudadanos forma parte esencial del diseño de la república de Platón, mientras que las formas más comunes de gobierno, según Aristóteles, a saber, la oligarquía y la democracia, son caracterizadas por las relaciones de poder entre ricos y pobres, quienes a su juicio conforman las principales partes de la ciudad. En definitiva, en La política (2000) Aristóteles alega que la razón por la que existen gran variedad de regímenes se debe al hecho de que las ciudades tienen gran número de partes (La política IV, 3, 1290a). Dentro de las distintas formas de gobierno, es para nosotros particularmente relevante la democracia, dada la importancia que ella adquirirá con posterioridad. Según Aristóteles, “hay democracia cuando los libres y pobres, siendo mayoría, ejercen la soberanía del poder” (La política IV, 4, 1290b, 6). Este concepto de democracia cambió poco hasta el siglo XVIII; de hecho, desapareció de la escena hasta que se recuperó La política de Aristóteles en el siglo XII. Nunca en su historia, hasta su reelaboración moderna, había tenido una connotación positiva; fue, o bien la menos mala de las peores formas de gobierno en su forma pura, o bien fue idéntica a la peor de todas en su forma degenerada, a saber, la tiranía (Bobbio 2008). A medida que el concepto de democracia se volvió parte de una tradición en la cual fue madurando y transformándose –a saber, en la medida en que fue conjugándose con los conceptos de representación, de república y de libertad–, junto a ella el concepto de ciudadanía fue también evolucionando. La ciudadanía no solo es relevante para entender la democracia, sino también para observar su relación con la estructura social. La razón es que la ciudadanía cuenta también como un criterio de estratificación, ya que concede determinado estatus a quien la posee, y ello no solo en las antiguas ciudadesestado, sino incluso en la sociedad global de hoy en día. La maduración de la democracia ha jugado un rol en la diferenciación social, ya que se volvió un eje de integración social como medio para ventilar las desigualdades en el seno de una unidad sociopolítica. Pero, a su vez, la evolución de las sociedades ha condicionado las posibilidades de la evolución de la democracia, dado que solo en formaciones sociales muy complejas, en las cuales existen múltiples formas de desigualdad, es en donde la democracia encuentra las condiciones de su posibilidad. Por tal razón, se vuelve relevante estudiar las relaciones de la democracia con la estructura social en la evolución del sistema social. Para llevar a cabo tal estudio es necesario tomar un conjunto de precauciones teóricometodológicas. En primer lugar, debemos distinguir entre estructura social y semántica. Esto nos trae algunos problemas. Veamos.

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Cuando distinguimos entre semántica y estructura social, pretendemos organizar los datos de la realidad atribuyéndolos a cada lado de la distinción según un criterio de referencia, pero a la vez esto implica que hay que decidir empleando recursos semánticos sobre qué hay que considerar como tal y qué hay que considerar como estructura social. En consecuencia, la estructura social no es observable por sí misma, sino que únicamente se puede observar mediante recursos conceptuales. La distinción entre semántica y estructura social se vuelve especialmente urgente para el estudio de la democracia en virtud de que resulta imprescindible distinguir la dimensión discursiva, formadora de identidades y legitimadora de la misma, de aquella dimensión que da lugar a pautas efectivas que designan o que orientan un tipo particular de diferenciación social –por ejemplo, un sistema político. La ciencia política ha intentado dar con aquellas características que definen a la democracia, aislando un determinado conjunto de disposiciones institucionales, sépase: la división de poderes, las garantías constitucionales a la libertad individual, la representación política, el sufragio universal, entre otros. No obstante, la dimensión ideológica juega también un rol decisivo en la democracia; por ejemplo: la libertad, el autogobierno, el principio de autonomía, el respeto a las minorías, etc. Por tal razón, la dimensión semántica no debe considerarse como mera retórica, sino que su función debe examinarse como medio para orientar la acción, forjar identidades colectivas y, específicamente dentro de la política, generar legitimidad. La dificultad radica en cómo y en qué criterios nos basamos para decidir qué aspectos de la democracia vamos a considerar como socio-estructurales y qué otros definiremos como semánticos. Aquí sigue entonces la segunda observación teórico-metodológica que hay que tener en cuenta: para determinar la estructura social nos basamos en una teoría de la diferenciación de los sistemas sociales. Siguiendo esta teoría, existe una clara correlación entre la complejidad y la formación de sistemas sociales: determinadas formas de diferenciación permiten mayores grados de complejidad (Luhmann 1980). Así pues, las diversas formas –de las menos a las más complejas– en las que los sistemas sociales pueden diferenciarse son: por segmentos, por estratos, en centro y periferia, y por funciones. Todas estas formas de diferenciación social pueden coincidir en determinado momento histórico, pero solo una de ellas es capaz de orientar y marcar las posibilidades de las demás; a esa se le llama forma primaria de diferenciación (Luhmann 1997). En tercer lugar, partimos de la hipótesis de que las formas de diferenciación primarias de una sociedad condicionan o vuelven más o menos plausibles determinadas estructuras semánticas (Luhmann 1997), es decir, la estructura social condiciona a la semántica. Por ejemplo, una sociedad diferenciada primariamente por segmentos, favorece el desarrollo de una semántica igualitaria, mientras que una sociedad diferenciada primariamente por estratos, desarrollará semánticas como las del honor, la calidad, el nacimiento, etc. Es menester tener en cuenta que la relación entre semántica y estructura social se hace más compleja en la medida en que cada estructura adquiere autonomía. La diferenciación

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de las vivencias (estructuras semánticas), gracias a la escritura y posteriormente a la imprenta, hace posibles complicadas elaboraciones conceptuales y discursivas que, por ejemplo, le han dado a nuestras ideas sobre la democracia la forma que hoy tienen. Por otro lado, nuestras sociedades evolucionan siguiendo los imperativos de la acción (estructura social) y las condiciones de su reproducción (Luhmann 2008a). Es importante tener esto en cuenta –al igual que los distintos ritmos que tiene la semántica (más lento) y la estructura social (más veloz) (Blanco 2009)–, ya que a medida que cada estructura se vuelve más autónoma, incrementa el riesgo de que se abra una brecha entre ambas; con otras palabras, es posible que la semántica designe estados de cosas que no existen y que existan formaciones sociales que, o no disponen de una descripción semántica o no son descritas de forma adecuada. Dicho esto, en lo siguiente nos ocuparemos del problema de qué estructuras sociales favorecieron el surgimiento de una semántica democrática y cómo esta semántica ha evolucionado a través del tiempo. Asimismo, nos ocuparemos en determinar cuál es su función social en los distintos momentos de la evolución del sistema social. Para alcanzar estos objetivos procederemos, en primer lugar, a estudiar el nacimiento de la democracia en la ciudad-estado de Atenas (1); después observaremos su práctica desaparición durante la era imperial, pero presenciaremos la formación de un equivalente funcional, a saber, el concepto de república (2); enseguida examinaremos las condiciones de su reaparición, observando el concepto de representación en la sociedad estamental (3); para luego dar cuenta de su auge durante la sociedad industrial (4); finalmente, a modo de conclusión, consideraremos la semántica democrática en la sociedad moderna (5). Este recorrido histórico nos permitirá una mejor comprensión del problema de la democracia en la sociedad moderna, tanto en su discusión teórica como en la práctica política.

1. Demokratía y ciudad-estado Antes de abordar las especificidades de la sociedad ateniense es menester realizar algunas observaciones de carácter general, concernientes a las particularidades de los sistemas sociales de la antigüedad en comparación con los modernos. Partimos del supuesto de que la sociedad moderna es una única y gran sociedad-mundo cuya forma primaria de diferenciación es por funciones (Luhmann 1997). Bajo este supuesto, no existen sociedades nacionales, sino una sociedad mundial; el sistema de estados es una forma de diferenciación interna de un sistema funcional en particular y no de toda la sociedad, a saber, del sistema político de la sociedad mundo (Luhmann 2000, Nafarrate 2004). En la antigüedad, en contraste, no existía una sociedad mundial, sino que existían múltiples sociedades diferenciadas por segmentos, así como también sistemas sociales bastante complejos y diferenciados por estratos, los cuales conocemos como civilizaciones.

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Estas civilizaciones se observaban y describían a sí mismas como sociedades mundiales; distinguían entre autorreferencia y heterorreferencia mediante criterios religiosos y morales, para lo cual desarrollaron una semántica teológico-política. Como consecuencia de ello, y dada la inconmensurabilidad entre las distintas teologías políticas de cada civilización, los conflictos armados eran sumamente frecuentes. La razón está en la potencial conflictividad de toda comunicación moral, ya que la misma está dispuesta contrafácticamente, por lo que no se deja desinflar por la decepción (Luhmann 2008b:111). Las guerras revestían mucha importancia –tanto aquellas de defensa como aquellas de conquista–, dado que la expansión de los territorios significaba la expansión de la sociedad,1 mientras que la conquista por otra ciudad-estado o imperio implicaba la integración de esa sociedad a otras formaciones sociales, en la cual con probabilidad sus miembros ocuparían los lugares más bajos de la estratificación social: como esclavos. Los sistemas sociales que llamamos civilizaciones, tienen también la característica de que se definen a sí mismos como comunidades políticas, es decir, en su autodescripción hacen coincidir la organización del poder con la organización de la sociedad entera. Ello coincidía en parte con el hecho de que el poder político no estaba suficientemente diferenciado de las formas de influencia social. Ahora ocupémonos específicamente de la Atenas entre los siglos VI y IV, período en el cual surgió y floreció la democracia. La historiografía clásica (sobre todo Plutarco) presenta a la democracia ateniense como la obra de grandes legisladores como Solón y Clístenes; mas, por el contrario, la demokratía fue más bien el resultado de la evolución sociopolítica de la polis ateniense. Durante el siglo VI, ninguna clase era lo suficientemente fuerte para someter a la otra; sin embargo, aún existía un conjunto de normas que mantenía las desigualdades entre los nobles y los comunes. Por ejemplo, los hoplitas, principal fuerza militar ateniense, estaba integrada por los campesinos empobrecidos, quienes tenían que pagar un tributo a la nobleza, estimado en una sexta parte de su producción (Hornblower 1995); además, era legítimo por parte del acreedor esclavizar al deudor que no cumpliese con sus compromisos. Aunado a las desigualdades de estatus vinculadas con la tierra, el comercio en ultramar (actividad que se había desarrollado entre los siglos VIII y VII) había dado lugar a que surgiese una clase comerciante, de cuyas actividades también provino el incremento del lujo entre los nobles. Esto trajo como consecuencia una grave desigualdad entre los habitantes de la ciudad y los del campo. Fue este escenario potencialmente conflictivo con el que se encontró Solón y el que pretendió apaciguar con sus reformas. A pesar de que la constitución de Solón era

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Los límites territoriales y culturales de la ciudad-estado, confederación o imperio (según fuese la organización de su estructura de poder y de su estructura social) coincidían con los límites de la sociedad en cuestión. Así pues, la sociedad ateniense presentaba los mismos límites territoriales de Atenas y su Ática, mientras que la civilización helena cubría gran parte del ámbito geográfico y cultural del Mediterráneo.

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censitaria (ya que dividía a los atenienses según sus ingresos), las reformas económicas que impulsó –especialmente respecto de la propiedad de la tierra, la abolición de los tributos y la prohibición de reducir a un ciudadano a esclavitud por no pagar sus deudas– abrían la posibilidad de que gran parte de los habitantes de Ática pudiese acceder a la participación política (Hornblower 1995); de igual modo, contribuyeron a que estos se volviesen celosos de sus derechos de ciudadanía (Farrar 1995). A esta constitución se le llamó timocracia, dado que a cada clase de censo se le conocía como timai. Es a la constitución de Clístenes a la que le debemos el nombre de democracia. Clístenes dividió Atenas en diez tribus y a estas en ciento cuarenta demoi –de donde proviene el nombre de demokratía– a los cuales se pertenecía por nacimiento. Asimismo, dividió el pueblo ateniense en tres segmentos, a saber: el campo, la ciudad y la costa (probablemente con motivos de defensa). Cada demos mediante sorteo enviaba sus respectivos miembros al Consejo de los 500. Este consejo se encargaba de preparar los temas para que se decidieran en la Asamblea o ekklesía. En esta era permitido el acceso a todos los ciudadanos hasta que se alcanzase el límite de capacidad, el cual para el lugar en que se realizaban las sesiones –el pnyx– se estimaba en alrededor de seis mil personas. Finalmente, se creó el cargo de estrategoi –generales que llevaban a cabo las operaciones militares–, quienes en número de diez accedían al puesto por elección con posibilidad de volverse a postular. Esta breve descripción de las principales instituciones creadas por los reformadores Solón y Clístenes son de gran relevancia ya que, dado que la estructura de poder estaba muy emparentada con la estructura social, podemos hacernos una idea muy precisa de las formas de diferenciación social en la Atenas de los siglos VI y IV. En primer lugar, vale notar que la sociedad ateniense durante este período estuvo diferenciada primariamente por estratos. Antes del siglo VI, los nobles ocupaban el peldaño más alto, mientras que los trabajadores de la tierra el más bajo. Esta sociedad estaba organizada –y fue así también bajo las constituciones de Clístenes y Solón– para la guerra, por lo que la posición social estaba emparentada con la función bélica (infantería, caballería o marina). Y esta, a su vez, estaba condicionada por la capacidad económica, ya que cada individuo debía costearse sus armamentos. La crianza de caballos era una actividad que solo los nobles podían financiar; las armaduras para los hoplitas requerían de cierto nivel económico también, mientras que en la marina no se necesitaba equipo alguno, por lo que allí servían los más pobres. Bajo estas condiciones, la semántica de la ciudadanía fungió como un factor de integración hacia dentro y un factor de diferenciación hacia fuera. El correlato estructural de esta semántica fue la organización de las magistraturas dentro de Atenas: en escenarios como la Asamblea, el Consejo de los 500 o los tribunales populares, todos los atenienses eran iguales, independientemente de su condición. En fin, los ciudadanos tenían el privilegio de participar en la toma de decisiones que vinculaban a toda la polis, mientras que todos aquellos que no lo eran, a saber los extranjeros (metecos), colonos, esclavos, mujeres

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y niños, permanecían excluidos. Los excluidos eran descritos bajo la semántica del oikos, es decir, el gobierno del amo sobre el esclavo y la administración de lo doméstico. En segundo lugar, la siguiente forma de diferenciación más común era aquella entre centro y periferia. Durante el siglo VI, los nobles ocupaban el centro, mientras que los jornaleros la periferia (lo cual coincidía con la organización territorial de la polis). Después de las reformas de Clístenes y Solón –aunque la ciudad mantuvo su estructura polis/ ática–, Atenas se diferenció internamente sobre todo por estratos, de acuerdo al criterio del ingreso económico; pero con referencia a las colonias bajo su dominio, Atenas era el centro y las demás ciudades la periferia. Esta forma de diferenciación también se repetía en el nivel sociocultural que llamamos civilización: los helenos eran el centro y todo lo demás la periferia. Sobre este estado de cosas da cuenta la semántica típicamente griega de civilización/barbarie. Ahora bien, ¿qué estructura(s) social(es) designaba(n) la voz demokratía o, en términos más generales, toda esta estructura discursiva de la democracia? A nuestro juicio, lo importante de esa semántica es que hizo posible la distinción entre un estatus político o ciudadano basado en criterios de pertenencia a la unidad política y un estatus nobiliario basado en la gens. El estrato de los nobles había desarrollado un conjunto de pautas de acción o conductas que no solo diferían ampliamente del resto de la gente, sino que estaban caracterizadas por el alejamiento de lo público. El noble que se dedicaba a lo público era porque tenía la ambición de dirigir al populacho, para lo cual se entrenaba en retórica y participaba frecuentemente en la asamblea –con probabilidad este noble adquiría destrezas como prosecutor o parte en los tribunales populares. De igual forma, el noble que se dedicara a la política debía realizar liturgias o servicios especiales a la ciudad o a ciudadanos particulares (charis). Sin embargo, esta persona, a pesar de su condición de noble, ocupaba un estatus distinto: el de rétor –o de político, como lo llamaríamos hoy en día (Ober 1989). Igualmente, las semánticas de la isonomía y de la isegoría hicieron posible que se creara un gran segmento social que unía a todos los miembros varones y adultos de la ciudad, independientemente de su condición económica, y les otorgaba voz y voto en las decisiones políticas. Estos conceptos, en consecuencia, hicieron posible la distinción entre un estatus político y un estatus económico. Aunque, ciertamente, solo podían ser rétores y arcontes personas pudientes, los ricos no dominaban las magistraturas ni podían controlar sus decisiones –aunque con sus destrezas retóricas podían influir, pero nunca como clase o grupo sino a título individual. Sin embargo, dentro de este segmento de los ciudadanos se volvían a reproducir las desigualdades económicas y de honor. Si bien todos eran iguales como miembros de la polis, no todos eran tan iguales: entre los ciudadanos había quienes más tenían ( plousioi) y quienes menos tenían ( penetes). Esta diferencia se hacía patente sobre todo en la tópica política: se estimaba que los rétores que procedían de la pobreza o de estratos humildes eran indeseables porque eran susceptibles de ser corrompidos y que, por ende, habían

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tomado la carrera política para enriquecerse. En oposición a esto, era bien visto un rétor que proviniera de buena cuna, porque sus consejos eran desinteresados. Pero si bien dominaban estos argumentos a favor de la riqueza, también eran comunes las apelaciones a la sabiduría del pueblo. En este sentido, los rétores siempre querían ser observados como amantes o amigos del pueblo (Ober 1989). El rendimiento socio-estructural de la democracia fue una forma de organización del poder que garantizaba cierta estabilidad social,2 ya que mediaba entre las desigualdades en honor y en riqueza al introducir la igualdad política. La semántica de la democracia fue entonces una forma de integración social, ya que su función era procurar la unidad del conjunto a pesar de las múltiples desigualdades. Después de su aparición en Atenas, la voz demokratía desapareció del vocabulario político hasta el siglo XII. Sin embargo, una voz con implicaciones similares surgiría en Roma, a saber, el concepto de res publica.

2. República e imperio No muy distinta fue la estructura social de Roma y su organización del poder de las ciudades-estado griegas. La ciudad-estado antigua fue una forma política que se expandió con éxito en el espacio geográfico del Mediterráneo. A Italia se transmitieron estas costumbres a través de las colonias griegas asentadas en el territorio; así pues, estas sociedades contaban con un consejo de ancianos, una asamblea popular y un rey. La estructura geopolítica de la ciudad era también muy similar a la griega; contaban con la civitas (el centro) y el pomerium (la periferia) y, al igual que las ciudades griegas, la civitas romana fue fundada siguiendo un conjunto estricto de rituales religiosos (Tito Livio 2000, I:4-8, 7; Fustel de Coulanges 1998). La coincidencia de la estructura social con los roles a desempeñar en la guerra es también un patrón común: los nobles servían en la caballería, le seguían aquellos que podían adquirir armaduras de infantería y finalmente aquellos menos pudientes desempeñaban diversas tareas o no desempeñaban función militar alguna. Roma tuvo la particularidad de dejar subsistir múltiples constituciones sin abolir las anteriores, lo que trajo como consecuencia que diversas formas de estratificación social coexistiesen y se solapasen. Así es que vamos a describir brevemente tres formas de estratificación que corresponden a tres momentos fundamentales de la historia de Roma, a saber, su fundación, la constitución de Servio Tulio –la cual sobrevivió hasta el imperio– y las transformaciones principales de la estructura social cuando se concedió derechos de ciudadanía a todos los habitantes del imperio con el edicto de Caracalla en 212 d.C.

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La mayoría de los autores arguyen que la democracia ateniense duró poco, por lo que sería improcedente argüir a favor de su estabilidad. No obstante, Josiah Ober (1989), en contra de la tradición, insiste en que a pesar de intervalos tiránicos y oligárquicos la democracia ateniense fue muy estable.

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En los primeros estadios de la civilización romana esta se organizaba en tres tribus (los ramnenses, ticios y luceros), cada una subdividida en diez curias. Cada curia era una unidad religiosa cuyo sacerdote llevaba el nombre de curion, por lo que toda la estructura estaba basada principalmente bajo criterios religiosos. A la reunión de las treinta curias se le conocía como comicios curiatos, el cual tenía amplias atribuciones, entre ellas conferirle el imperium al rey elegido por el Senado –por ello se decía que el pueblo reunido en estos comicios poseía maiestas (Grimal 2007). El Senado estaba integrado por las gentes principales de la ciudad, los pater familias, quienes eran ciudadanos de pleno derecho. Este consejo de patres tenía funciones consultivas y era convocado por el rey. En esta etapa, la ciudadanía estaba muy restringida: solo le competía a los grandes terratenientes, padres de familia –sobre todo a aquellos a quienes por su honor y excelencia se les consideraba miembros de las gens. Todas las personas subordinadas a la autoridad del padre, es decir los hijos (estos eran liber o hombres libres), la esposa, los clientes, los esclavos, no disponían de derecho político alguno, ni tampoco civil (como casarse o adquirir bienes). El pater familia ejercía la autoridad judicial dentro de sus dominios y cuando alguno de los suyos se inmiscuía en algún pleito con algún tercero era él quien lo representaba ante los demás ciudadanos. A medida que fue creciendo la ciudad, se hizo necesaria una nueva organización, la que fue emprendida por el rey Servio Tulio, quien dividió la ciudad bajo criterios topográficos y censatarios, y a los romanos en cinco clases según su nivel de ingresos; a su vez dividió a estas en centurias, las cuales constituían un tipo de organización militar, y a las centurias de cada clase les asignó un tipo de armamento. Entre la primera clase estaban los equites, aquellos nobles que conformaban la caballería; aquellos cuyos ingresos estuviesen por debajo de las once mil ases estaban dispensados del servicio militar y constituían una única centuria. Esta misma estructura socio-militar era la que se empleaba para votar. Cada centuria tenía un voto y la votación cesaba cuando se había obtenido la mayoría. Esta asamblea (comicio centuriato) tenía un profundo carácter religioso más que propiamente político: el voto de la primera centuria era considerado como un presagio (omen), por lo que, regularmente, las demás centurias se adherían a tal voto. De igual modo, a los patricios no solo les competían funciones de dirección militar y política, sino también religiosa. Únicamente los nobles tenían el privilegio de tomar los auspicios, cualidad imprescindible para ocupar un puesto en el Senado o en el Consulado. Roma fue dividida por Servio Tulio en cuatro tribus que se ubicaban en determinadas colinas, pero a medida que Roma fue creciendo el número de tribus se incrementó, según nos relata Tito Livio, a treinta y cinco y al doble de centurias (2000, I:43, 12). Estas a su vez se clasificaron entre urbanas (las que estaban dentro de los límites del pomerium) y las rústicas (las que estaban fuera del pomerium). A raíz de la constante lucha de los plebeyos por lograr reivindicaciones políticas –así como bajo el contexto de la amenaza de invasiones extranjeras– se crearon los tribunos

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de la plebe. Para elegirlos (en número de dos y después aumentó a cinco) se formó un consejo de la plebe, el cual también elegía un edil de la plebe, quien fungía como secretario de los tribunos. Los tribunos, como otros magistrados en Roma, tenían un carácter divino y gozaban de inmunidad. Es este estadio evolutivo de la sociedad romana el que se conoce propiamente como república, caracterizado por las instituciones del senado, el consulado y el tribunado de la plebe. Esta forma de organización del poder incluye o representa a las dos principales clases de la civitas romana, a saber, a los patricios y a los plebeyos, e incluye a una institución que podía mediar entre los conflictos de ambas: el consulado. Sin embargo, a medida que Roma crecía, la estructura de poder hubo de sufrir grandes transformaciones, pasándose así de la república al imperio. En el imperio la estructura de cargos públicos fue diferenciándose y requería de mayor especialización en las funciones que tenía que llevar a cabo. De esta forma, tenemos la diferenciación de lo que podríamos llamar una clase política, la cual, a medida que fue creciendo el imperio, fue mucho más excluyente frente a los plebeyos. En cuanto al ámbito militar, durante mucho tiempo el ejército estuvo integrado por ciudadanos, pero a medida que las fronteras del imperio se expandían se requirió de la profesionalización del ejército e incluso del contrato de ejércitos mercenarios. Finalmente, tenemos también una gran clase de extranjeros y desposeídos que habitaban en Roma, a veces como esclavos otras como libertos, y que poblaban también las múltiples comarcas y provincias que estaban bajo el control de la república o el imperio (sea que perteneciera a Roma o al emperador). Bajo el imperio, la ideología republicana declinó –aunque produjo a sus más grandes defensores como Cicerón, Tito Livio o Tácito–; el negotium cedió al otium. Bajo este contexto, el problema de la ciudadanía tenía otras implicaciones: se trataba de cómo gobernar sobre pueblos distintos sometidos a distintos regímenes jurídicos, aunado al hecho de que muchos libertos deseaban ser ciudadanos romanos. A este problema respondió el Edicto de Caracalla, cediendo los derechos de ciudadanía a todos los habitantes del imperio. Así pues, es palmario que la forma de diferenciación primaria de Roma tanto en la república como durante el imperio era primariamente por estratos. En los estratos superiores se concentraban las principales funciones políticas, religiosas y militares, todas muy imbricadas entre sí, mientras que en los estratos inferiores las funciones domésticas y de producción de subsistencia tenían la preponderancia. En correlación con ello tenemos toda una estructura semántica que justificaba ideológicamente la estructura jerárquica de la sociedad: la virtus (la hombría), la gravitas (seriedad, carácter), la auctoritas (suerte de autoridad religiosa y moral), son todas semánticas que enfatizan diferencias de calidad en la sociedad y que las hacen particulares de los romanos –nobles, claro está. Por otra parte, la devotio (el sacrificio), la religio (temor a los dioses), la pietas (observación escrupulosa de los rituales) y el odio al luxus (lo que rompe la medida, los excesos), cualidades que eran comunes a todos los romanos, son conceptos que enfatizan la ideología religiosa romana

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y el respeto por la vida austera y por la permanencia y la conservación de las cosas, ya que se pensaba obedecían a un orden natural, y por ende, divino (Grimal 2007). Los conflictos sociales no provenían de la aspiración al poder político por el poder político, tal cosa no tenía sentido; la pietas y la religio hacían a los romanos respetar las cualidades religiosas de sus magistrados. Tampoco provenían del deseo de las clases más desfavorecidas de adquirir fortunas o bienestar económico; esto iba contra sus principios de austeridad y de rechazo al luxus. Más bien, los conflictos entre la plebe y los patricios giraban en torno a la justicia, entendida fundamentalmente con solución de disputas de acuerdo a la costumbre. Pero también –y esto a medida que Roma seguía anexándose territorios– hay que achacarlo al deseo de las masas de adquirir plenos derechos de ciudadanía, lo que les permitía, no participación política, sino defenderse por sí mismos en un tribunal, contraer matrimonio, adquirir propiedades, entre otros. Aunque res publica no implicaba como demokratía ninguna forma de organización de la civitas, ni tampoco la participación en las magistraturas de cualquier ciudadano, cumplía igualmente la función de integración social. La diferencia radica en que en Atenas surgió una forma de organización del poder que mediaba las diferencias sociales al instaurar la igualdad política, mientras que en Roma la república fue una forma de organización del poder dominada por la aristocracia, pero que concedió igualdad jurídica a sus ciudadanos como forma de mediar entre las desigualdades sociales. Durante la república, Roma estuvo también diferenciada entre centro y periferia, la ciudad estaba delimitada por sus muros y más allá de los mismos era el ager publicus. En este sentido, las tierras más allá del pomerium fungían como instrumentos al servicio de Roma, pero no eran parte integral de la ciudad. Pero cuando se consolida el imperio, Roma pasó a estar constituida por la totalidad del territorio sobre el que el emperador ejercía su imperium. Aquí asistimos entonces al nacimiento de un nuevo tipo de sistema social, el cual se caracteriza por la concentración del poder en una sola persona, por su extensión por grandes regiones y por la existencia de un aparato de represión y conquista altamente disciplinado. En este sistema social sobrevive la semántica de la república, pero esta ya no designa un estado de cosas real, sino que se carga de significados simbólicos que representaban la grandeza de Roma, cuya función bajo el imperio era la de revestir de buenos augurios a las empresas y decisiones del emperador. Dada su formulación más genérica, el concepto de república tuvo mucho más suerte que el de demokratía. Su particularidad radica en que bajo cualquier forma de gobierno era posible emplear el concepto, siempre y cuando se tratase de la promoción del bien común para una comunidad de igual derecho; por otra parte, república designaba la totalidad de una comunidad política y no el predominio de una de sus partes (Sartori 2003). Dadas estas características se continuó empleando el concepto durante la Edad Media.

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3. Representación y sociedad estamental Aunque la semántica de la democracia no estuvo presente durante parte de la Edad Media y cuando apareció en el siglo XII no tuvo gran relevancia, es importante estudiar la sociedad estamental dado que en ella se desplegaron estructuras semánticas que serían de gran importancia para el resurgimiento del concepto de democracia. Uno de estos conceptos es el de representación. Este, junto con el de república, estuvieron presentes durante prácticamente toda la Edad Media y jugaron un relevante rol en la evolución de la teoría política moderna. La sociedad medieval, como es bien sabido, estuvo integrada por tres estamentos, cada cual con determinados derechos y privilegios: los nobles, el clero y el tercer estado. A decir verdad, la organización de la sociedad medieval llegó a ser bastante compleja: los privilegios no solamente podían concederse a título personal, sino también a determinados estamentos, o a determinadas corporaciones, fueran ciudades, gremios o colegios, por lo que las desigualdades sociales tenían múltiples niveles. Así pues, dos formas de diferenciación operaban conjuntamente, una por segmentos y otra por estratos. En la sociedad medieval la semántica del honor basada en el nacimiento y en el lugar de proveniencia tomó un lugar central. De igual forma, la ideología cristiana favorecía una postura conservadora, es decir, fomentaba una aptitud de resistencia al cambio y a las innovaciones. Era también una sociedad apegada a los dogmas de la religión y a la superstición. El orden social imitaba la armonía del orden cósmico, por lo que cualquier intento de alteración del mismo era un acto de impiedad. La sociedad estamental del medioevo echó mano de los recursos conceptuales legados del derecho romano para autodescribirse; entre ellos vale destacar el derecho de asociación romano, sobre el cual se reglamentó la creación y funcionamiento de las distintas corporaciones. Fue dentro del seno de la actividad de las corporaciones tanto laicas como religiosas, que se desarrolló entonces el concepto de representación. Los miembros de la corporación o colegio podían elegir a representantes que según el mandato conferido tomaban decisiones que vinculaban a la totalidad. Existían diversos tipos de corporaciones según el fin para el que fuesen creadas; estaban entonces las corporaciones privadas, las cuales estaban integradas por iguales, y las corporaciones públicas, integradas por desiguales (Altusio 1990). El concepto de república remitía a una organización política que perseguía el bien común; de esta manera, una monarquía, una aristocracia, al igual que una democracia, podían ser consideradas como una república. En la Edad Media era poco el interés hacia la teoría de las formas de gobierno, dado que se consideraba que el estado era, por un lado, el resultado de la naturaleza caída del hombre, una suerte de mal necesario, y por otro, el interés filosófico estaba centrado en la supremacía de la Iglesia sobre el estado (Bobbio 2008) A raíz de la Reforma, la Iglesia fue perdiendo terreno en lo político y en lo ideológico, por lo que de nuevo adquirió importancia la teoría de las formas de gobierno, ahora bajo

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un acuciante problema jurídico, a saber, qué corporaciones eran soberanas y si la soberanía era divisible o no. Estas discusiones teóricas daban cuenta de la gran variedad de sistemas sociales presentes en la Europa medieval y de la complejidad y multiplicidad de las relaciones entre ellos. A medida que nos acercamos al final de la Edad Media, podemos observar cómo se abre el camino a la diferenciación paulatina de una nueva forma política: el Estado moderno. El proceso de formación de este último atestigua la formación de sistemas territoriales con características homogéneas, a saber, límites territoriales claramente delimitados, un ejército profesional, un aparato administrativo diferenciado, un mercado interno desarrollado y un poder soberano claramente identificado. A la vez, se va haciendo presente con cada vez mayor fuerza, gracias al desarrollo del derecho, de la economía capitalista y de la ciencia, una nueva forma de diferenciación social: aquella por funciones. En resumen, una sociedad medieval diferenciada primariamente por estratos se benefició de estructuras semánticas desarrolladas por otras sociedades para crear identidades que le sirviesen para orientar sus operaciones. Una estructura social compuesta por segmentos y estratos privilegió formaciones semánticas que diesen cuenta a su vez de la diversidad que encarnaban las distintas corporaciones, así como de la unidad, la cual estaba representada en las pretensiones de la Iglesia y el imperio. La semántica de la soberanía dio cuenta del problema de autoridad en distintos niveles, a saber, el de la ciudad, el de la provincia, reino, condado, ducado, marquesado, etc., y el imperial. La semántica de la representación, por su parte, sirvió para observar el problema de las relaciones entre las distintas corporaciones entre sí, y de estas con su estamento, así como de las corporaciones con sus miembros. En gran medida, la teoría de las asociaciones y la teoría de la representación hicieron posible la construcción de una teoría de la sociedad basada en contratos; algunas partían precisamente desde las corporaciones privadas como la familia, que formaban asociaciones hasta llegar a las corporaciones públicas y más grandes como las consociaciones universales –tal es el caso de Altusio (1990)–, y otros partían del individuo o de una multitud de individuos como sujetos que mediante un pacto constituían el estado, por ejemplo, Hobbes (2006). Ambas teorías tenían su claro fundamento en una sociedad estratificada, pero la versión individualista en cierta medida anticiparía las transformaciones que sufriría la sociedad estamental en su tránsito hacia una sociedad diferenciada primariamente por funciones. De igual forma, las controversias teóricas surgidas a partir de la teoría de la soberanía popular y de su ejercicio estimularán el desarrollo de la teoría de la representación, y estas en conjunto prepararán el camino para la concepción moderna de democracia.

4. Democracia representativa y sociedad industrial Aún durante el siglo XVIII, la democracia no estaba reputada entre las mejores formas de gobierno, se pensaba que el gobierno de las mayorías devenía con facilidad en la tiranía de

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las mayorías. En El espíritu de las leyes, Montesquieu alegaba que las democracias degeneraban cuando su principio se corrompía –el cual, en el caso de la república democrática era la virtud–, entonces la igualdad se llevaba a los extremos y el pueblo perdía el respeto por los magistrados (2001, lib. 8, cap. II). De igual modo, para el Barón de la Bréde las repúblicas (democráticas o aristocráticas) estaban limitadas a un territorio pequeño, ya que en uno grande las inmensas fortunas conducían a la inmoderación y a la búsqueda del interés individual por encima del bien común (Montesquieu 2001, lib. 8, cap. XVI). Para el filósofo francés, toda república estaba sumida en un dilema que la llevaba a la destrucción, a saber, si era muy pequeña sería invadida y si era muy grande sería destruida por el vicio (Montesquieu 2001, lib. 9, cap. I). Ergo, la mejor forma de gobierno era una monarquía temperada, es decir, con un órgano representativo y con la división de sus poderes; solo así se garantizaba la libertad (la cual era el justo medio entre la esclavitud y el libertinaje). Esta opinión fue compartida por la mayoría de los publicistas europeos, sin embargo, Alexander Hamilton (2006) en El Federalista Nº IX sostenía que era posible fundar una república en un territorio grande recurriendo al expediente de la federación y gracias a los descubrimientos de la ciencia política moderna. Otro autor que se opuso a la corriente predominante de pensamiento europeo era Thomas Paine (1953), quien afirmaba que constituía un derecho natural el que los pueblos se dieran su propio gobierno, por lo que el derecho de los reyes y el derecho de conquista se fundamentaban sobre argumentos falaces. En consonancia con ello, el principio de representación significaba para Paine una característica esencial del régimen republicano. Para el abate Emmanuel Sieyés, por su parte, el principio representativo era inherente a toda sociedad, especialmente la moderna, en la cual el pueblo se dedicaba a la producción y no podía deliberar por sí mismo. Sieyés (1993a) consideraba que las formas políticas eran solo cristalizaciones en el derecho positivo de la voluntad de la nación, la cual siempre se movía en el ámbito del derecho natural –nada podía detener la voluntad de la nación. Sin embargo, el propio Sieyés (1993b) diferenciaba claramente el gobierno representativo de la democracia; para el abate, la fragmentación de un estado en pequeñas repúblicas solo podía significar el quebrantamiento y debilitamiento de la voluntad nacional, la cual debía estar concentrada en el poder de decisión de una asamblea que encarnase la voluntad de la misma. Así pues, vemos cómo por una parte el principio de representación podía ser endilgado hacia cualquier forma de gobierno y su sola efectividad garantizaba la libertad; mientras, por otra parte, estaban quienes sostenían que únicamente en el sistema republicano, entendido como un gobierno popular representativo, residía la forma legítima de gobierno y garante de la libertad civil. La primera de estas corrientes pasará a ser el fundamento ideológico de las monarquías constitucionales, en tanto la segunda lo será de aquel novísimo sistema que se llamará democracia. Sin embargo, debemos esperar a la obra de Tocqueville (1854) Democracia en América para presenciar un giro en la evaluación de la democracia como forma de gobierno.

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Desde entonces, todo lo asociado con la constitución estadounidense sería considerado como un elemento esencial de la democracia, y por ende, como algo positivo y digno de imitarse. En su obra, de ninguna forma Tocqueville afirmaba que Estados Unidos se gobernase bajo un sistema democrático, sin embargo, señalaba el espíritu de igualdad bajo el que las relaciones sociales entre los estadounidenses se regían. El autor francés atribuía a la ausencia de feudalismo la feliz promoción del espíritu de igualdad en la sociedad estadounidense. El autor argumentaba que la estructura de gobierno local (tomando como modelo Nueva Inglaterra), integrado por la comuna, los condados, el estado y el estado federal, aglutinaba a la sociedad entera en la toma de decisiones vinculantes colectivas. A raíz, digámoslo así, del éxito editorial de esta obra, la voz de democracia vino a apropiarse de los desarrollos institucionales que la Edad Media se había encargado de germinar y que empezaron a madurar a mediados del siglo XVIII y principios del XIX. No obstante, dado que todas estas ideas se fundamentaban sobre una teoría de la soberanía popular, surgió un nuevo reto para tal teoría cuando se empezó a hablar de la opinión pública –sobre todo como expresión de la libertad de opinión de los ciudadanos y como forma de participación y de influencia en lo público. La opinión pública tenía la cualidad de asemejarse a la voluntad popular, pero dado que no surgía dentro del seno del parlamento o la asamblea, daba lugar a severos problemas teóricos. Por ejemplo, ¿en qué medida un sistema representativo no puede resultar también despótico al esconder e/o impedir la expresión de la voluntad general? Formulándose esta interrogante, Condorcet propuso una teoría política –e incluso un proyecto de constitución que fue ignorado–, basándose en la importancia de la opinión pública como manifestación extraparlamentaria de la voluntad de la nación; de esta forma, el parlamento o asamblea era susceptible de ser corregido por la voluntad popular manifestada a través de la opinión pública. Ello traería grandes consecuencias para la teoría de la soberanía (Urbinati 2006), pero no serían explotadas sino hasta el siglo XX. Esta evolución en el pensamiento político venía en gran medida impulsada por las tradiciones de pensamiento que hemos descrito, las que se fueron acumulando y constituyendo en un acervo cultural occidental. Pero estas estructuras semánticas encontraron la condición de su posibilidad en una ‘realidad’ que las demandaba. Esta estaba configurada por las transformaciones sociales que caracterizarían a los siglos XVIII y XIX, a saber, la sustitución de una estructura social diferenciada primariamente por estratos por una estructura social diferenciada primariamente por funciones. ¿De qué manera se relaciona, pues, la reaparición de la semántica democrática con la diferenciación social? Es interesante notar la sensibilidad de la semántica política frente a las transformaciones económicas de la sociedad europea. Emmanuel Sieyés, por ejemplo, decía que la nación estaba constituida por los brazos que trabajaban, es decir, aquellos que aportaban todos los recursos necesarios para la subsistencia de todo el cuerpo político; los fisiócratas dividían a la sociedad según el rol económico que ocupasen, es decir, la clase

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productiva, la clase de los propietarios y la clase estéril (Quesnay 1985); mientras que otros, como Rousseau (1765), reaccionaban frente a las transformaciones de la sociedad moderna echando mano de una semántica republicana que enfatizaba que el lujo (luxus) corrompía las virtudes, amaneraba a los hombres y relajaba las costumbres, conduciendo a la decadencia del cuerpo social. Dado que las nuevas transformaciones sociales se percibieron desde un punto de vista fundamentalmente económico, surgió una nueva semántica que buscaría dar cuenta de esa estructura social que se dedicaba a la reproducción material de bienes y de aquella que se encargaba de tomar decisiones políticas: la distinción entre estado y sociedad. Desde entonces la sociedad (o sociedad civil) pasará a designar la libre actividad de los ciudadanos, quienes poseen poco tiempo para la participación política, por lo que ceden su confianza a los representantes que eligen cada cierto tiempo para el parlamento. Mientras que el estado constituirá aquella esfera en la cual se manifiesta la represión y la violencia, y al cual se le adjudica la función de proporcionar paz y seguridad a la esfera civil. Esta diferencia opera como una forma de dos lados, enfatizando cada uno de los aspectos que acabamos de señalar arriba según se indique ese lado de la diferencia; pero lo más resaltante es que esta característica problematiza la mediación entre cada lado de la diferencia, y es aquí donde hace su aparición la democracia. En principio, ya el lado de la distinción ‘estado’, daba indicios de la diferenciación de un sistema para la política. El principio de autogobierno (así como el concepto de soberanía, obviamente) que Paine volvió a poner sobre el tapete, describe con precisión el estado de cosas que se presentaba, a saber, un conjunto de segmentos territoriales que reclamaban para sí exclusividad para la toma de decisiones colectivas sobre un determinado territorio. A través de la guerra, la diplomacia y el comercio, se fue expandiendo una forma de organización política que se convertiría en la regla, a saber, el estado moderno. Sin embargo, a medida que este se expandía quedaba la huella de un inmenso sistema social en el cual –a pesar de que la semántica indicase lo contrario– las fronteras territoriales ya no eran sinónimos de fronteras sociales. Europa se convirtió en una sola gran sociedad, y a partir de allí, paulatinamente hasta nuestros días, se formó una sociedad mundial. La política operaba como un sistema mundial, lo que se demuestra en el sistema de equilibrio europeo y en la colonización de los territorios allende el dominio europeo;3 de igual manera lo hacía la economía, la cual formaba enormes mercados sin importar los límites territoriales y establecía estrechas relaciones de interdependencia entre estados vecinos. Le siguieron la religión y la ciencia, las cuales encontraban las condiciones de reproducción dondequiera que respectivamente se pudiese leer la palabra o estudiar las últimas teorías y sistemas filosóficos. La democracia ya no daba cuenta entonces de una determinada organización y participación en el poder de un grupo social mayoritario, sino que describía la diferenciación

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Las revoluciones en Hispanoamérica deben estudiarse en este marco teórico. Ciertamente ya es una tendencia en la historiografía la perspectiva atlántica, no obstante, falta el rigor teórico.

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de un sistema funcional autónomo para la política, es decir, un sistema especializado en la tarea de mantener la capacidad de la toma de decisiones vinculantes colectivas. Sin embargo, su semántica recreaba el tendido de un puente entre estado y sociedad, volviendo a la antigua idea de representar a la sociedad toda como una comunidad política –idea que en realidad nunca se fue. Por eso las demandas de participación y representación son cada vez más frecuentes en la actualidad; es la sociedad queriendo ser por momentos estado. De igual modo, la semántica de la democracia mantenía aún una estrecha relación con el concepto de ciudadanía; durante el siglo XIX, para representar las diferencias políticas entre los ciudadanos se distinguía entre ciudadanos activos y ciudadanos pasivos, es decir, la existencia de un conjunto de ciudadanos que reúnen las condiciones adecuadas para la participación política y otros que no (Sieyés 1993c). Para terminar, vale notar que la semántica de la democracia siguió –y sigue– anclada a las realidades de una sociedad diferenciada primariamente por estratos, en la cual su función era mediar entre las múltiples desigualdades –aunque ciertamente ha pasado también a describir un conjunto de arreglos evolutivos del sistema político. El pueblo, aunque se identifique con la totalidad de la población adulta y capaz de participar en las decisiones públicas, ha pasado a ser un simple constructo que solo puede ser representado mediante ficciones cada vez más sospechosas.4 Y así cada concepto político tendrá cada vez menor correlación con algún segmento de la sociedad, estos solo podrán ser recreaciones o representaciones del propio sistema político en el seno de su entorno interno. Y bajo las mismas restricciones de racionalidad opera la semántica de la democracia hoy en día, exigiéndonos el problema teórico-político de su replanteamiento.

5. A modo de conclusión: democracia y sociedad moderna La teoría política contemporánea estudia la democracia principalmente bajo dos ejes, a saber, el problema de la participación política en las sociedades de masas (De Sousa Santos 2004, Keane 1992, Cohen y Arato 2001), y las posibilidades de la democracia en un mundo globalizado (Held 1997). Siguiendo este patrón nos preguntaremos, en primer término, qué es lo que traen consigo estas peticiones de mayor participación y de qué manera se vinculan con la forma primaria de diferenciación de la sociedad. En segundo término, observaremos las dimensiones semánticas y socio-estructurales de la democracia que han de enfrentarse ante el reto de la mundialización de la sociedad.



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El caso de la Venezuela actual me parece paradigmático: el concepto de pueblo ha pasado a significar exclusivamente a los revolucionarios, mientras que cada proceso político busca su legitimidad al mostrarse como supuesta expresión de la voluntad popular. Esto ha llevado a una tautología en el discurso según la cual el soberano es el pueblo y el elegido por el pueblo es el soberano.

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En la teoría de la democracia contemporánea se han contrapuesto dos tendencias, una visión procedimental de la democracia y una visión esencialista de la democracia, una elitista y una participacionista. La primera se conforma con señalar la presencia en determinado sistema político de un entramado institucional básico para decidir si el sistema es democrático o no, por ejemplo, división de poderes, sufragio universal directo y secreto, protección de los derechos humanos, libertad de expresión, entre otros. La segunda enfatiza que el primer modelo es elitista ya que concede la verdadera participación política (a saber, la determinación de las leyes que regirán a todo el sistema) a un pequeño grupo de personas quienes integran una clase política. La verdadera democracia debería basarse en la activa participación de todos los ciudadanos, sin importar condición ni nivel educativo. La democracia representativa sería excluyente, por lo que habría de ser sustituida por un modelo de democracia participativa que hiciera de la democracia algo mucho más que acudir a las urnas cada cierto tiempo. Al desacreditar la representación, los defensores de la democracia participativa inducen al error de creer que la representación es prescindible. Sin embargo, el problema con la representación (sobre todo la nacional, que tiene lugar en un parlamento o asamblea) es evitar que se insensibilice frente a las demandas de los ciudadanos fuera de ella. Pero esto tampoco constituye un problema insoluble que pueda declarar la necesidad de deshacerse de la democracia representativa; por el contrario, la opinión pública y la libertad de expresión constituyen los medios a través de los cuales los ciudadanos pueden ejercer su influencia sobre la legislación. Ahora bien, es erróneo pensar que cada ciudadano observará cómo su cuota de poder ejerce una influencia palpable en las decisiones; tal forma de ver las cosas se basa en una ficción que comprende a la soberanía como voluntad. Mucho más acorde con la realidad es pensar en la participación política como un proceso de formación de juicios, de una opinión pública general, frente a la cual puedan orientarse los representantes y la cual pueda volver a corregir la opinión pública. Desde este punto de vista, la soberanía no está depositada en ningún sitio, ni está distribuida entre cada ciudadano, sino que la soberanía se constituye en el proceso mismo de la formación de la opinión y su influencia en las decisiones vinculantes colectivas (Habermas 2009, Urbinati 2006). Este es pues, a grandes rasgos, el estado del arte en la materia de democracia y participación. Podemos decir que la estructura semántica moderna de la democracia atestigua un conjunto de efectos de los cuales la diferenciación funcional es responsable. En primer lugar, la semántica democrática confunde descripciones de sistemas distintos, es decir, las autodescripciones del sistema político y las descripciones que sobre el mismo realiza el sistema de la ciencia. En segundo lugar, cuando el discurso de la democracia se enfoca en el problema de la representación (fundamentándose especialmente en la diferencia estado y sociedad) refleja el problema de los límites del sistema político con sus múltiples entornos. Veamos.

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En una sociedad diferenciada funcionalmente no existe ni centro ni cima; cada sistema funcional está clausurado operativamente y se relaciona con los demás a través de acoplamientos estructurales (Luhmann 1997). De igual modo, todo sistema debe diferenciar constantemente entre sí mismo y su entorno, para lo cual utiliza múltiples distinciones. Sin embargo, hay que tener en cuenta que esas distinciones que usa el sistema son propias del mismo y no tienen correlato en el entorno. Así, por ejemplo, el sistema político emplea la distinción entre estado y sociedad como forma de autoobservación y de observación de su entorno –y de sistemas en su entorno–, pero la distinción no aplica en ningún otro ámbito que no sea la política. Ahora bien, esto no quiere decir que el sistema haya sido incapaz de tomar prestados los elementos de la distinción de otros sistemas. Así pues, los sistemas funcionales desarrollan teorías de reflexión (Luhmann 2005), es decir, semánticas (conjuntos de distinciones) para observarse a sí mismos y de esta forma producir identidades que le orienten en la reproducción de comunicaciones. Gran parte de la teoría democrática son teorías de reflexión del sistema político, ya que le proporcionan las bases sobre las cuales la política se fundamenta. Estas están constituidas fundamentalmente por las teorías políticas de los siglos XVIII y XIX que se han vuelto dogmas en el vocabulario político moderno. Además de las semánticas que el sistema utiliza para autoobservarse, existen también semánticas con las que el sistema es observado por otros sistemas. Nótese, por ejemplo, el caso de la teoría de las elites; esta corresponde a una descripción del sistema político proveniente del sistema de la ciencia, ya que nadie hace política hablando de la superioridad de las elites. No obstante, como hemos dicho, los sistemas pueden adaptar esquemas de observación de otros sistemas; así, lo que era una observación del sistema de la ciencia puede reclutarse entre las teorías de reflexión del sistema político. Por ejemplo, si bien no se puede hacer política defendiendo el elitismo, sí se puede hacer política denunciando la presencia de una elite o una clase política que usurpa la soberanía popular. Muy cercano al problema de la observación en una sociedad funcionalmente diferenciada, está el de la relación del sistema con su entorno o con sus entornos, el cual resulta también de importancia para develar la semántica de la democracia. Los sistemas sociales deben definir comunicativamente sus límites frente al entorno de manera constante, y esta presión se manifiesta en la semántica democrática. El concepto de representación puede ser visto bajo esta perspectiva como un constructo que el sistema político emplea para manifestarse como si actuara en lugar de toda la sociedad, y los problemas de representatividad, en consecuencia, serían el reflejo de la inconmensurabilidad del entorno así como la expresión de la autonomía funcional de los demás sistemas. En otras palabras, el sistema político no puede asumirse como el centro de la sociedad (Luhmann 1994). De igual modo, los discursos de la democratización de la sociedad, a través del fomento de organizaciones de la sociedad civil, a través de la democratización de las fábricas, entre otros, dan cuenta del problema de los límites del sistema político. En este caso, el

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sistema político pretende abarcarlo todo, creyendo obtener mayor legitimidad mientras más arraigado esté en la sociedad. Sin embargo, estas semánticas encuentran rápidamente el fracaso, ya que los demás sistemas funcionales como la economía, la ciencia, el arte, los medios de masas, entre otros, reclaman la exclusividad de sus funciones. No se puede, por ejemplo, controlar políticamente la producción ya que la empresa iría a la quiebra, y al contrario, no se puede pensar en rentabilidad al invertir en la campaña política de algún candidato –si se piensa en algún beneficio este sería, pues, político o un beneficio económico políticamente inducido. La otra dimensión a la cual la teoría democrática dirige su atención es a sus posibilidades futuras en un mundo globalizado. En este sentido, David Held (1997) señala que la democracia está amenazada si no es posible crear un conjunto de instituciones a nivel mundial que puedan sostenerla. De este modo, la democracia sería el principio bajo el cual discurrirían las relaciones entre estados y esta no se vería amenazada por la lógica del capitalismo mundial ni tampoco por la actitud realista, de desconfianza y basada en el interés nacional, la cual siguen los estados hoy en día. Así pues, Held propone la formación de un derecho democrático cosmopolita (basado en el principio de autonomía individual) y la modificación gradual de las organizaciones intergubernamentales que operan hoy en día, para que las decisiones que se tomen en su seno obedezcan a una racionalidad democrática. Con este marco institucional se crearía una estructura de acción política que permitiría el despliegue del principio de autonomía y proporcionaría larga vida a las instituciones democráticas tanto a nivel nacional como internacional. A pesar de la importancia del problema de la democracia y su vinculación con la política internacional, pocos han sido los autores que se han dedicado a su estudio. Y este interés se vincula con un hecho socio-estructural que se manifiesta cada vez con mayor claridad, a saber, que el sistema político es un sistema mundial. Empero, aun no hemos podido dar cuenta de los cambios estructurales que presenta el sistema político mundial y apenas –bajo el lente del multiculturalismo– oteamos los problemas de la ciudadanía en el mismo. Aún nos faltan recursos conceptuales para comprender lo que pasa, y, precisamente, suponer que existe un sistema político mundial es una proposición teórica para intentar llenar el vacío que nos acongoja, no solo en la teoría política sino también en otras ciencias como la sociología, el derecho y la historia. Hemos visto hasta aquí, pues, cómo ha evolucionado el concepto de democracia y cómo ha evolucionado la sociedad y de qué manera ambas evoluciones han estado vinculadas. En Grecia y en Roma, estado y sociedad coincidían y la semántica de democracia –y lo que fue su equivalente funcional en Roma: la república– daban cuenta de una manera de organización del poder que se encargaba de mediar entre las múltiples desigualdades sociales. Allí la semántica de la democracia se ajustaba bastante bien a la realidad de sociedades diferenciadas primariamente por estratos. En la sociedad medieval se fue gestando una tradición semántica que, hecha posible por una sociedad estratificada de forma múltiple, prepararía el camino para la reaparición del concepto de democracia.

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En la sociedad industrial el concepto de democracia se apropiaba de un conjunto de avances teóricos y de instituciones que le eran ajenas y entonces no solo volvía a cumplir su antigua función de integración social, sino que daba cuenta del proceso de diferenciación interna del sistema político en segmentos territoriales (el estado moderno). Actualmente, la semántica de la democracia, heredera de las tradiciones discursivas del XVIII, no describe los cambios que se han efectuado en nuestra sociedad: sigue siendo muy estado-céntrica, hace coincidir organización política con sociedad y se basa en el supuesto de que la política controla todos los demás sistemas sociales. Ergo, es necesaria una teoría que describa adecuadamente el lugar de las instituciones que reconocemos como democráticas en una sociedad funcionalmente diferenciada. Esta es la tarea que aún tenemos por delante. Recibido enero 2010 Aceptado abril 2010

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