Democracia e institucionalidad en Venezuela (1959-1998

August 24, 2017 | Autor: I. Arteaga Manrique | Categoría: Political Science
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Descripción

Democracia e institucionalidad en Venezuela (1959-1998)
Ramón Guillermo Aveledo

Diplomado Historia Contemporánea FRB-UPEL. Caracas, 31 de octubre de
2009



"¿Por qué tenemos que preferir la democracia?" se pregunta Sartori en
su obra publicada en español este año[1]. Para los venezolanos la
respuesta es sencilla, o al menos debería serlo. Porque la democracia
no sólo es mejor teóricamente, sino ha sido mejor en la práctica.
Porque la democracia ha posibilitado logros nacionales incomparables
con los de cualquier otra etapa histórica del país. Así quedó
demostrado en el único tiempo, hasta el presente, en el que los
civiles ejercieron, de verdad, el poder en Venezuela.

Por encima de los defectos, los intrínsecos y los atribuibles a sus
protagonistas, más allá de errores y carencias, e identificando con
objetividad lo alcanzado bajo otras formas de ejercer el poder, sin
regatear méritos a la pacificación, los comienzos de la integración
nacional, las reformas para modernizar el Estado y la sociedad e ir
liberalizando la política, o la construcción de obras públicas de
envergadura, el conjunto de lo alcanzado en las cuatro décadas de
gobierno civil no tiene parangón hasta la fecha, aunque el desafío del
tiempo venidero nos obligue a superarlo, en condiciones especialmente
exigentes, dado un contexto que tendrá mucho de reconstrucción.

La transformación de Venezuela entre 1958 y 1998, acelera y profundiza
los cambios que en la sociedad se venían dando desde el surgimiento
del petróleo como factor en nuestra realidad. Al conferirles sentido,
pues el orden democrático es el "único e irrenunciable medio de
asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos"[2], los
convierte en proyecto que permite medir progresos y llevar la cuenta
de los pasivos, para así mantener la tensión de la inconformidad que
sigue buscando. Cambios humanos en lo social, lo cultural, lo
educativo hacia un venezolano más responsable de su destino. Cambios
políticos para dar con una libertad venezolanamente sustentable.
Cambios económicos, en la infraestructura, en el manejo de nuestro
petróleo. Cambios en la política internacional, asociados a cómo se ve
a sí mismo y cómo ve a América Latina y al mundo, este país modesto en
tamaño y frecuentemente inmodesto en aspiraciones, naturalmente
abierto y en lucha constante contra parroquialismos y mezquindades
resistentes al jabón de la modernidad.

He dedicado muchas horas de estudio y muchas jornadas de trabajo a
intentar comprender esos cambios y en qué se quedaron cortos. No sé
cuántos artículos, charlas, conversaciones, y un libro[3], y hoy,
cuando nos adentramos en su estudio en este diplomado, luego de
revisar el año fundamental, rico, de 1958 de la mano del Profesor
Naudy Suárez Figueroa, quiero proponerles que nos concentremos primero
en los cambios institucionales. El desarrollo institucional además de
su obvia importancia para la construcción democrática y, como es hoy
aceptado, para el sólido progreso de la economía[4], es,
venezolanamente hablando, una de las cuestas más empinadas de subir.
Por eso, si hemos de escoger un área para poner la lupa en esta
introducción, tomemos una difícil.




1. La estabilidad necesaria

La construcción institucional requiere estabilidad. Al regularizar la
vida política del país, el período de gobiernos civiles
democráticamente electos con rigurosa, e inédita, regularidad
quinquenal a partir del 7 de diciembre de 1958 aportó el piso
necesario de estabilidad para poder aspirar a construir instituciones.

Quizás sea oportuno, antes de adentrarnos más en el tema y examinar
los progresos experimentados en ese campo entre 1958 y 1998, dejar
sentado que las instituciones no brotan por arte de magia. Aquí la
intención importa, y mucho, pero la elaboración paciente y tenaz de
instituciones exige la combinación equilibrada de dosis suficientes de
estabilidad, valores y utilidad, sin la cual los proyectos de
instituciones nunca llegarán a realizarse.

La estabilidad en el tiempo, la perdurabilidad, permite ir sometiendo
a prueba las organizaciones a partir de las cuales se pretende
levantar instituciones. Como testimonio de la perseverancia de los
pueblos, la institución va adquiriendo tal carácter con el paso de los
años. Una generación tras otra va ganando confianza y reconocimiento.

Al transcurso del tiempo han de acompañar los valores. Una institución
no es neutra, atiende a unos valores que la inspiran y por los cuales
representa una aspiración de beneficio colectivo. Y el tercer factor
es la utilidad. Una institución tiene que ser útil, producir bienes
para la sociedad.




La estabilidad, pues, no es condición suficiente, hacen falta
intenciones políticas claras, madurez social en niveles razonables y
capacidad de realización, pero sin la estabilidad no es posible que
los intentos perduren y sin el transcurso del tiempo no puede
hablarse, en propiedad, de progreso institucional.

Porque no hay "instituciones nuevas" sino "proyectos de institución".
La vanidad nos hace proclamar que estamos creando una nueva
institucionalidad, cuando a lo sumo podríamos atrevernos a anunciar
nuestra intención de hacerlo. Los años y el desempeño de esas
organizaciones, sean públicas o privadas, van tejiendo una relación
entre ellas y la sociedad que determinará o no su carácter
institucional.

Presuntuosos, apresurados, no es raro que confundamos deseo con
voluntad y ésta con realización. En la ilusión de dejar nuestra
huella, pasamos la escoba por el rastro de otros, convirtiendo nuestro
territorio político en un enorme borroneo por el ensayo y el error, en
permanente reinauguración por nueva administración. .

Habiendo aprendido de la experiencia. De la suya y la del país. Los
líderes fundadores de la democracia reconocieron a la estabilidad su
valor y la procuraron sin complejos. Ni los antecedentes
revolucionarios, ni el pasado de confrontación dura, ni la conciencia
de las graves necesidades del país y de nuestra fácil propensión a la
impaciencia, los apartaron de un camino fundamental.

Cuarenta años, el período de estabilidad más prolongado de lo que va
de Historia de Venezuela, y los valores democráticos que orientaban el
proyecto, permitieron un avance institucional que, si bien lejos de
completo, alcanzaría niveles desconocidos entre nosotros e, incluso,
insospechados para la mayoría.

Entre los valores democráticos hay que destacar al menos uno, cuya
importancia en Venezuela es imposible exagerar. La democracia es, como
proyecto y como sistema ordenado, y aún como escenario del debate
interpartidario que confronta movimientos, ideas, programas,
radicalmente antipersonalista.

El personalismo, rasgo tan marcado en nuestra historia anterior a
1958, sobre todo antes de 1936, y anacrónicamente reaparecido
posteriormente, no se lleva con la institucionalidad. Todo lo
contrario.

Si bien en la presencia de líderes fuertes, generadores de una
adhesión afectiva en sectores del pueblo y con un papel meta
estatutario en el propio seno de los partidos que dirigían, podríamos
advertir un resto de aquel modo ultracentenario de entender el poder,
es claro que esos caracteres subsisten a pesar del proyecto y no a
causa de él, y que la vocación del proceso, así como de los líderes
que relevaban al viejo caudillismo en un país no completamente curado
de él, apuntaba en la dirección de un poder despersonalizado, definido
dentro de límites precisos y equilibrado, tanto en el ámbito del
sector público, como con relación a la sociedad en general.

Puntofijo tuvo mucho que ver. Un pacto de gobernabilidad, lo
llamaríamos hoy. Un entendimiento entre factores políticos que
entienden que no están solos, por eso se abren y convocan. Que han
entendido que el mundo no se acaba en las próximas elecciones y que,
dada la realidad objetiva del país real, son más las áreas en las
cuales debe predominar la cooperación por sobre la competencia entre
partidos.

Pero no se agotó en Puntofijo la vocación de entendimiento e inclusión
que sustentó la construcción institucional.

En el primer quinquenio 1959-64, rota parcialmente la coalición
puntofijista con la separación de URD y perdida la mayoría del
gobierno en la Cámara de Diputados por la "guanábana" como era llamada
popularmente la coalición AD-Copei, nunca faltaron los votos para
aprobar el presupuesto y permitir que el Estado siguiera su marcha.
Desde 1970 hasta 1993, un pacto institucional entre los partidos
mayoritarios, en el cual se invitó a participar a otros actores con
una votación relativamente importante, estabilizó las reglas para
impedir hegemonías y evitar incertidumbre en el ritual anual de
elección de directivas del los cuerpos legislativos nacionales, así
como en la escogencia de Fiscal y Contralor General de la República,
autoridad electoral, magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Así
se cumplió casi sin excepciones, formándose un hábito republicano que
se proyectó cuando la correlación de fuerzas parlamentarias cambió, en
1994, y aún benefició a quienes, habiendo ganado el poder en 1998,
llegaban con la promesa de demoler sus fundamentos.

Esa disposición al diálogo y la vocación de inclusión que el sistema
fue desarrollando, tuvo otras manifestaciones y expresó un rasgo
predominantemente positivo.

Mal entendida, imposible olvidarlo, esa tendencia al pacto que evitara
la confrontación tuvo también efectos secundarios no siempre
positivos, como el reparto cupular y clientelar, muy característico,
aunque no exclusivo, del mundo sindical y que llegó a influir
nocivamente la administración de justicia.







2. Una Constitución equilibrada y duradera

La Constitución de 1961 ha sido, hasta ahora, la más duradera y la
menos irrespetada entre las veintiseis cartas que hemos tenido,
ventisiete si contamos al Estatuto Constitucional Provisorio de 1914.
La única, en lo que va de historia republicana, que sirve para que
gobiernen personas y grupos diferentes. La que rigió la primera
entrega de un Presidente popularmente electo a otro, y la primera
transición pacífica del poder a un líder de oposición.

En criterio de Rafael Caldera, entonces Presidente de la Cámara de
Diputados y copresidente con Leoni de la Comisión redactora del
proyecto:

Esta Constitución busca el progreso, anima el cambio,
persigue la justicia; pretende hallarlos mediante la
consolidación del orden y la paz, la libertad y la armonía.
No son sólo dos años los que se virtieron en el texto; son
ciento cincuenta años de vida, en que las resplandecientes
credenciales de este pueblo nacido para hacer historia
grande se han visto empañadas por interminables
fracasos.[5]

Puede decirse que el proceso de su elaboración y luego, en su
aplicación, estuvo signado por la amplitud en la búsqueda del
consenso, la disposición a la transacción, pero también una idea clara
de esencial, en cuanto a lo que se quería y lo que no se quería.

En la Presidencia de la República estaba un líder histórico de
personalidad fuerte, recién elegido por mayoría absoluta del
electorado y a la cabeza de una coalición de partidos que representaba
2.358.635 de los 2.580.217 votos válidos emitidos, pero sin embargo no
llegó de Miraflores un proyecto ni nada parecido a una imposición.
Trabajamos "con libertad y autonomía" afirmó el Presidente del Senado
Raúl Leoni en la ocasión solemne de promulgar la ley fundamental, la
cual había sido elaborada, dijo: "…por un Congreso Nacional con su
dignidad rescatada y su soberanía restablecida en grado tal que sus
decisiones, libres para siempre de extrañas interferencias, sólo han
obedecido a la voluntad de la Nación y al mandato del pueblo."[6]

Una característica relevante de su contenido, cuyas demostraciones
prácticas tienen su punto culminante en las reformas
descentralizadoras de 1988 y 1989, es la flexibilidad para ir
aceptando cambios. A partir de entonces, se pasó a elegir popularmente
los gobernadores de estado y se transformó el gobierno municipal
representado en el Concejo que legislaba y administraba y cuya
directiva se renovaba anualmente dando ocasión a combinaciones, a
menudo meramente oportunistas, por la creación de la figura del
alcalde como jefe del ejecutivo local, separado de la cámara como
cuerpo legislativo.

La sabia flexibilidad de las normas dispuestas tiene un buen ejemplo,
precisamente, en el artículo 22 relativo a la materia mencionada:

Art.22.- La ley podrá establecer la forma de elección y
remoción de los Gobernadores, de acuerdo con los principios
consagrados en el Artículo 3°[7] de esta Constitución. El
respectivo proyecto deberá ser previamente admitido por las
Cámaras en sesión conjunta, por el voto de las dos terceras
partes de sus miembros. La Ley respectiva no estará sujeta
al veto del Presidente de la República. Mientras no se
dicte la ley prevista en este artículo, los gobernadores
serán nombrados y removidos libremente por el Presidente de
la República.




Ya la integración de la Comisión bicameral encargada de redactar el
proyecto, era un verdadero mapa de regiones e ideologías políticas,
pero también una vitrina de las mejores capacidades de la República.
Políticos de dilatada experiencia, profesores universitarios,
intelectuales, dirigentes sindicales y hombres con experiencia
empresarial. Ninguna minoría quedó fuera de la labor, ni siquiera
quienes eran independientes de vínculos partidistas y hacían de esa
condición una bandera política.

Raúl Leoni y Rafael Caldera, guayanés y yaracuyano respectivamente,
quienes serían electos sucesivamente para presidir la Nación,
compartían la responsabilidad de dirigir los trabajos. Los senadores
miembros fueron el jurista y pedagogo margariteño Luis Beltrán Prieto
Figueroa, el abogado y empresario caraqueño Lorenzo Fernández, ambos
de notables contribuciones a la nacionalidad. El intelectual Arturo
Uslar Pietri. Los larenses Ambrosio Oropeza y Ramón Escovar Salom, dos
mentes constitucionales brillantes, como la del trujillano Elbano
Provenzali Heredia, distintas generaciones de profesores de Derecho
Público en la UCV. Martín Pérez Guevara alcanzaría años más tarde la
Presidencia de la Corte Suprema, y el académico merideño Carlos Febres
Poveda aportaría su sabiduría y señorío al Consejo de Ministros. Junto
a ellos, también senador, el líder obrero comunista Jesús Farías,
honorable luchador en defensa de su idea de país.

Los diputados fueron Jóvito Villalba, historia viva y catedrático de
Derecho Constitucional, y sus compañero de partido el valenciano
Enrique Betancourt y Galíndez y el joven tocuyano Orlando Tovar
Tamayo, profesor en la UCV. Gonzalo Barrios, de destacada trayectoria
anterior y posterior, Octavio Lepage y el también oriental y
municipalista Elpidio La Riva Mata. El aragüeño Godofredo González,
estudioso del tema petrolero, más tarde ministro y presidente del
Senado, el joven profesor de la ULA Germán Briceño Ferrigni de
inteligencia y cultura excepcionales, y los comunistas Gustavo Machado
y Guillermo García Ponce, fallecido el patricio revolucionario
caraqueño de indiscutible verticalidad personal, y activo aún el
segundo, a pesar de su edad avanzada.

No se trata de un elenco cualquiera.

Dos años trabajó la Comisión y debatieron las cámaras. Se pidió
opinión a venezolanos y a personalidades nacidas en el extranjero y
residentes en el país. Se llegó a conclusiones, se conciliaron
opiniones divergentes y se acercaron pareceres. Al final, todos los
miembros del Congreso firmaron la Constitución.

Como no podía dejar de ser él, el Jefe del Estado demostraría su
conciencia del significado histórico del instante, al pasar revista a
los antecedentes arbitrarios, violentos e inestables que con el nuevo
texto se quería dejar atrás. Muy a su modo, incluiría éstas entre las
reflexiones:

Se falsearía la verdad histórica de imputarse como
responsabilidad exclusiva de los imperiosos régulos de
montonera o de cuartel elevados por asalto a la Presidencia
de la República el desconocimiento de la norma
constitucional y la elaboración de Cartas Fundamentales
hechas a la medida de su voluntad de dominio incontrastado.
El togado cortesano jugó papel de primer plano en esa
tragicomedia de las Constituciones irrespetadas, o
fabricadas para acomodo de las ambiciones del déspota de
turno. Aquella cínica frase: "la constitución sirve para
todo" la pronunció un caudillo doblado en dictador, pero a
su oído la había susurrado el Doctor-Secretario surgido del
aula universitaria y a quien, como a otros congéneres suyos
en distintas épocas, cabría aplicar el ácido concepto de
Bolívar de que "el talento sin probidad es un azote".[8]




3. 1958-1998, cuatro décadas de avances institucionales.

Puede afirmarse en propiedad que en los cuarenta años de gobierno
civil, Venezuela experimentó avances institucionales importantes, en
conjunto superiores a los de cualquier otra etapa. Esos progresos
fueron a veces lentos, algún desarrollo legislativo de preceptos
constitucionales, como el régimen municipal, tomó décadas. También
defectuosos, pues su puesta en práctica tropezaba con una cultura más
discrecional que normativa. Incluso puede admitirse hasta que puede
detectarse algún retroceso. Defectos, lentitudes y retrocesos más
atribuibles a los actores que al diseño constitucional, como es propio
de un proyecto democrático que no lograba deslastrarse de los
atavismos del pasado autoritario que sobreviven en la vida
democrática.

Cuando se dice, ligeramente, que es que somos así, y por eso no hay
que extrañarse de la arbitrariedad del presente, es preciso dejar
claro que el problema es exactamente contrario. Entre 1958 y 1998
tuvimos un proyecto democrático que no lograba sacudirse de un pesado
lastre autoritario, mientras ahora tenemos un proyecto autoritario que
no ha podido liberarse del aprendizaje de libertad e institucionalidad
que Venezuela hizo en los 40 años.

Ese aprendizaje dejó un espíritu democrático sometido a un sitio
implacable que ya supera el decenio, y que a juzgar por las más
diversas manifestaciones, ha sido lo que atinadamente califica el
Profesor Carrera Damas como un "asedio inútil".




Tomemos el caso de la separación entre las distintas ramas del poder
Público y el equilibrio entre ellas. El Presidencialismo ejerce un
peso histórico enorme, que a veces se llevó por delante a la intención
de la norma constitucional. Pero tuvimos poderes públicos más
independientes que nunca antes y, si revisamos objetivamente lo que ha
sucedido a partir de 1999 y hasta leemos las más recientes encuestas
la opinión de siete de cada diez venezolanos, también más que después.

Separación de poderes con predominio presidencial a pesar de
dispositivos moderadores, cierto. Interferencia partidista en el
funcionamiento del Estado, más evidente en el Poder Legislativo. En
el Judicial, en cambio, esa influencia asumió una modalidad más
perversa e indeseable en las llamadas "tribus", circuitos de
influencia más vinculados a bufetes que a partidos, aunque se hubieran
servido de aquellos para crearse.




4. ¿Qué podríamos resumir de cada caso?

A lo largo del período estudiado, El Congreso legisla con bastante
independencia, las habilitaciones fueron, en general excepcionales y
más bien limitadas, siempre muy debatidas en el seno del parlamento.
Del total de la legislación dictada en cuarenta años, 1.181
instrumentos fueron aprobados por el Congreso y poco menos de sesenta
decretados gracias a leyes habilitantes. Si sirve para hacerse una
idea, nada más cumplidos sus primeros cinco años en el poder, el
actual Presidente había decretado más de cien leyes.

Predomina la iniciativa del Poder Ejecutivo, como es habitual en las
democracias, pero el trámite parlamentario se cumple sin complacencias
y, además, hay legislación importante por iniciativa de senadores y
diputados, como las leyes del Trabajo, Salvaguarda del Patrimonio
Público, Elección y Remoción de Gobernadores, Régimen Municipal,
Licitaciones. El control avanzó, de un ejercicio más bien tímido al
comienzo, a un verdadero activismo del cual hacen su forma de
sobresalir algunos diputados. Mas control se ejerce, sobre todo,
cuando no hay mayoría parlamentaria oficialista, pero nunca una
fracción parlamentaria pro-gubernamental impidió una investigación o
negó la comparecencia de un ministro.

Por la Enmienda N° 2, tras observar la experiencia de 22 años de
vigencia constitucional, se crea la Comisión Legislativa, como
procedimiento formal alternativo para abordar textos legales de amplio
consenso o de especial complejidad. Así se pudieron tramitar las
reformas al procedimiento civil y la más radical al proceso penal, las
leyes para la nonata reforma judicial, acaso demasiado tardías, y el
cuerpo de normas para apoyar en afrontamiento de la crisis financiera
de 1994.

El juicio sobre la Administración de Justicia no debe quedarse en una
comparación con su penoso presente. En la sana crítica está la
posibilidad de la rectificación. Hubo menos tribunales de los
necesarios, lo cual junto a leyes procesales anticuadas obró n contra
de la justicia oportuna, y sus titulares no siempre tuvieron la
idoneidad ni la confiabilidad necesarias. Claro que hubo mucho juez
honorable y capaz, y también una búsqueda para mejorar las cosas, pero
con resultados insuficientes. El saldo quedó en pasivo. El progreso
fue insuficiente y, en algunos casos, hubo retroceso.

La Ley del Consejo de la Judicatura fue aprobada a ocho años de la
promulgación de la Constitución y con motivo del primer cambio de
manos del gobierno, pues hasta entonces la designación de jueces se
hacía mediante un sistema combinado de escogencia por la Corte de
ternas presentadas por el Ejecutivo, un sistema que generó críticas
muy duras en 1967 y 1968, entre otras la serie de reportajes en El
Nacional, y luego del libro, de Germán Carías Sisco Cuando se juzga a
los jueces. Pero no necesariamente fue mejor el remedio que la
enfermedad. La experiencia con el Consejo de la Judicatura fue, por
decir lo menos, controversial. Todo indica que, a pesar de esfuerzos
bien encaminados, predominó el criterio de cuotas clientelares, más de
bufetes que de partido.

Sin embargo, aunque no hubiera la diligencia requerida, debe anotarse
que la sociedad, la mayoría de los abogados, y el sector político,
nunca estuvieron conformes con lo que ocurría, se mantuvo un espíritu
crítico, el tema asaltó muchas veces las primeras páginas, y,
finalmente, produjo un conjunto de leyes reformistas sancionadas en
1998:el novísimo Código Orgánico Procesal Penal, la transformada Ley
Orgánica del Consejo de la Judicatura, las de Carrera Judicial,
Ministerio Público., Poder Judicial, y la que sustituyó el Cuerpo
Técnico de Policía Judicial por el CICPC. En la exposición de motivos
de la Ley de Consejo de la Judicatura, se encuentra el testimonio de
la motivación del paquete legislativo reformista que fue tirado a la
basura por la Asamblea Constituyente al año siguiente, para dar
comienzo a un espiral de vergonzosa decadencia forense que no ha
tenido final.

Este proyecto, cabe anotar, fue aprobado por la unanimidad del
Congreso: Al caracterizar la situación que se aprecia en el
funcionamiento del órgano rector de la magistratura, dice el Poder
Legislativo:

La enorme concentración de atribuciones muy diversas, en un
solo organismo, el cual además es un cuerpo colegiado,
conduce a su inoperancia, a un poder indeseable o
inconveniente por su magnitud. El resultado, a pesar de los
esfuerzos que con variables intensidad y pertinencia, se
han hecho en varios períodos constitucionales, es una
administración pesada, ineficiente y poco creativa, para
encontrar soluciones y un régimen disciplinario
frecuentemente inoperante, cuando no excesivamente lento o
con decisiones que a menudo no resisten la revisión en
grado. La acumulación de causas disciplinarias sin resolver
y las decididas por prescripción, producen desconfianza en
los mecanismos legales vigentes y se traducen en deterioro
y desprestigio del Poder Judicial.

El cuadro presenta características de burocratización,
gerencia deficiente, respuestas inoportunas e insuficientes
a los problemas y, prácticamente, impunidad
disciplinaria.[9]




La Contraloría General de la República , creada en la apertura
reformista iniciada bajo la Presidencia de López Contreras a la muerte
de Gómez, tuvo en el período analizado garantizada su autonomía y al
tiempo que fue adquiriendo un creciente profesionalismo y desarrollo
de su organización. Fue desempeñada por venezolanos muy reconocidos.
Pueden hacérsele, y se le hicieron, críticas a su desempeño, pero
ninguna de ellas se refiere a la parcialización a favor o en contra de
los administradores, o su uso para fines políticos.

Controlar al gobierno nunca ha sido fácil en Venezuela. Los hábitos
del "jefe es jefe" están muy arraigados. Al que manda no le gusta que
se le atraviesen. Además de grata, resulta ilustrativa la lectura del
testimonio de Gumersindo Torres, el primer Contralor de la Nación,
recién creado el organismo de control fiscal:

La Contraloría fue para mí una enseñanza que me enfermó
mucho porque aumentó mi escepticismo, enfermedad que no le
deseo a nadie. En tiempos del General Gómez cada Ministro y
en general cada empleado se mantenía circunscrito a los
deberes de su cargo y si salía de sus límites e informaba
de otro empleado o servicio, el General le decía
tranquilamente "de eso me responde Fulano a quien tengo
allí para eso". Si al Ministro de Hacienda se le hubiera
ocurrido ver hacia Fomento, o a éste ver hacia Hacienda e
informar al General le habría dicho como lo he expresado.
Pero ahora, creada la Contraloría, no ocurría tal cosa, era
todo lo contrario, puesto que el Contralor tenía puestos
unos anteojos con la obligación de ver a todas partes y
escudriñarlo todo en ejercicio de sus funciones legales y
como los controlados eran los empleados altos y bajos de la
administración nacional, el enemigo número uno de la
Contraloría resultaba ser el Gobierno Nacional, y tanto que
un día hube de decirle al General López Contreras "dígale a
sus Ministros que colaboren, defienda usted su creación,
porque unas veces son el frente popular de León Blum que
por todo pelean y otras son las canillas y brazos cruzados
de Gandhi, vueltos resistencia pasiva.[10]




El Ministerio Público, sostuvo una línea ascendente de desarrollo
institucional, pero debe dejarse claro que el país quedó con déficit
de fiscales, con incidencia negativa en la justicia penal, y que no se
estableció en propiedad una carrera en la Fiscalía, cuya titularidad
casi siempre estuvo bajo la responsabilidad de ciudadanos honorables y
capaces. En 1961, el Ministerio Público era una organización mucho más
moderna y compleja que lo que era en 1961, cuando a raíz de la nueva
Constitución se separaron sus funciones de las de la Procuraduría
General.

La autoridad electoral, por años denominada Consejo Supremo Electoral
y a partir de la década de los años noventa Consejo Nacional
Electoral, fue un organismo mayormente confiable. Los resultados de
elecciones presidenciales muy ajustadas, con diferencia de unas
cuantas decenas de miles de votos apenas, fueron proclamados y
respetados, en acatamiento al veredicto del árbitro. Llegó a ser un
modelo en América Latina, emulado en la democratización de los países
de la región en los años ochentas. La sustitución de la confrontación
entre partidos por un debate crecientemente uninominal, trajo
complicaciones que no siempre se resolvieron felizmente. Pero la casi
totalidad de los actores políticos estuvo de acuerdo en acatar el
veredicto del árbitro, someterse a sus normas y respetar sus pautas.

Visto en perspectiva, el Banco Central mantuvo su autonomía y con ello
su credibilidad. Sus relaciones con el gobierno de turno no siempre
fueron cómodas, en un país como el nuestro donde el poder no acepta
fácilmente un no por respuesta, y el campo del manejo monetario se
presta para tensiones y las hubo, circunstanciales y relativamente
breves. El profesionalismo de su estable burocracia repercutió en
prestigio del organismo. Su ley fue reformada en 1960, bajo presión de
una crisis coyuntural pero como parte de una política modernizadora.
Aunque administradas con prudencia, en detrimento de su independencia
fueron las modificaciones de 1974 y 1984. Para fortalecerlo se reformó
de nuevo su ley en 1992, incorporándose disposiciones de importancia
como su definición jurídica, la eliminación de la representación
corporativa en el Directorio, ahora con período sexenal y Presidente
designado con aprobación de dos tercios del Senado.

La Función pública, mejoró en estabilidad, a partir de la aprobación
de la Ley de Carrera Administrativa en 1970, pero no siempre en
calidad y vocación de servicio a medida que el aparato estatal crecía,
aunque también se ensancharon las oportunidades de formación y las
políticas de recursos humanos que las promovían. Atrás quedaron las
destituciones masivas por cambio de gobierno. El clientelismo se
mantuvo a pesar de la carrera funcionarial. La fórmula ingreso
clientelar-permanencia legal no fue una combinación exitosa.

Uno de los aspectos político- institucionales más interesantes del
período que nos ocupa es la Descentralización.

La Constitución de 1961 era centralista, y entre sus redactores, uno
de quienes más insistió en plantear los riesgos del federalismo, con
base en la experiencia histórica nacional, fue el senador Uslar
Pietri, quien defendió la designación presidencial de los gobernadores
contra la opinión del diputado Jóvito Villalba, así como la atribución
de amplias potestades fiscales al Poder Nacional.[11]Centralista, como
el consenso predominante en la época, pero no inflexible, al punto que
pudo permanecer en la cúspide normativa de un sistema que se fue
descentralizando. Bajo su imperio se aprobó e inició la elección
popular de gobernadores y las transferencias de competencias, así como
transformaciones en el nivel local de gobierno.

Aún en el esquema centralista, una cierta descentralización de facto
si bien no de iure, operó con la designación de influyentes jefes
políticos de las regiones al frente del Ejecutivo estadal. No eran
títeres los que buscaba Betancourt al designar a Anzola Anzola en Lara
o Caldera al nombrar a Montes de Oca en ese estado o a Valero en
Barinas. También la modalidad de nombrar jóvenes políticos con
ambición, produjo gobernantes con mucho dinamismo y poder. Bajo Leoni
casos como Del Moral en Portuguesa o Pérez Segnini en Aragua. Bajo
Herrera, Juan José Caldera en Yaracuy.

La institución municipal recibió apoyo técnico y financiero para
fortalecerse, luego de años de autoritarismo que la minaron, a través
de Fundacomún. El Poder Nacional adelantó planes de desconcentración
administrativa y de regionalización, y desde la creación de la
Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE), el reclamo
descentralizador que venía de las regiones tuvo eco y respuestas de
contenido en la capital, para impulsarlo más.

Las iniciativas legislativas para la elección de gobernadores, la
transferencia de competencias y la reforma del régimen municipal,
vinieron de las bancadas opositoras del Congreso, pero ya desde la
campaña y con fuerza, desde el inicio de su segunda Presidencia,
Carlos Andrés Pérez asumió el liderazgo que permitió adelantarlas a
paso más audaz.

Las Fuerzas Armadas habían trascendido al pretorianismo bajo el
gomecismo, cuyo fuerte carácter personalista no le impidió
regularizar, e iniciar la transformación de la organización militar.
Entre 1936 y 1958 transcurren ventiun años. Ocho con Presidentes
militares, dos con gobierno cívico militar y diez con gobierno
militar, la evolución del sector castrense continúo, particularmente
en cuanto a su profesionalismo y equipamiento, pero el carácter
institucional lo adquirieron las FF.AA.NN en el período del gobierno
civil.

La disposición constitucional y el respeto a sus preceptos por parte
del liderazgo político, la conciencia ganada en el aprendizaje
histórico por la mayoría determinante de los militares, y el
enfrentamiento compartido de los desafíos insurreccionales de la
izquierda alzada en armas y el golpismo recurrente, se tradujeron en
un progresivo fortalecimiento de las Fuerzas Armadas, y en una
ampliación y profundización, ostensibles, en el respeto ganado en la
ciudadanía.

Las Fuerzas Armadas fueron las primeras ganadoras del profesionalismo,
el apoliticismo y el carácter no deliberante pautado en el texto
constitucional y cada vez mejor comprendido y más acatado, porque
alejadas de la lucha por el poder, se centraron es su especialización
de las delicadas y exigentes tareas que el país les encarga.

La mejor evidencia de ello se desprende de un dato muy sencillo. En
1958, el uniforme castrense recibía el reclamo por los horrores del
decenio militarista recién concluido, al punto que andar uniformado
por la calle traía el riesgo de exponerse a un irrespeto. En 1998, las
Fuerzas Armadas eran una de las instituciones más respetadas del país,
según todas las encuestas, y asociarse a ellas era un aval de
seriedad.

¿Y la corrupción?

El lugar común ha diagnosticado que la decadencia y el fin del tiempo
de los civiles se debe a dos factores que buena parte de la opinión
percibe concatenados: la corrupción y la desatención a los problemas
de los sectores más necesitados. No voy a decir que es una idea cien
por ciento falsa o completamente infundada, pero sí que es la
conclusión equivocada de un análisis simplista a partir de premisas
gruesamente exageradas.

Una consideración más extensa llevaría dedicarnos a una explicación
más o menos completa de la cuestión planteada por el desenlace de
esas cuatro décadas y su desembocadura en la situación actual, y
sospecho que muy probablemente habremos de dedicarle un buen rato en
la sesión de preguntas y respuestas, pero por lo pronto enuncio que
coloco en primer término a la crisis del modelo rentista, sin
subestimar la incidencia de los factores arriba mencionados,
relacionados también con esa crisis. La desatención a sectores
desfavorecidos tiene que ver con la inviabilidad del modelo relacional
clientelista cuando vienen los ciclos petroleros bajos, y entre los
tempranos ochentas y el fin de siglo hubo uno largo. Lo mismo la
valoración que de la corrupción hacen nuestros conciudadanos, más
indulgentes con ella cuando hay abundancia y menos cuando hay escasez.



Un mínimo de sinceridad por lo menos nos pone a dudar si los
venezolanos, con o sin poder, fuimos más corruptos durante esos
cuarenta años en comparación con los 150 anteriores o con los once
posteriores. Y eso si obviamos el período colonial y, además,
aceptamos sin reservas la versión "buen salvajista" de unos pueblos
indígenas inocentes e incapaces hasta de un mal pensamiento, antes de
volcarse a la resistencia a la invasión iniciada en 1498.

¿Quiero esto decir que podemos estar satisfechos con el tratamiento
dado al problema de la corrupción en el período que estudiamos? En
absoluto. Este mal, que no es fruto de la democracia sino que existe a
pesar de ella, no sólo no fue vencido, sino que en casos no fue ni
siquiera controlado y puede decirse hasta que creció.

También son hechos que durante los gobiernos civiles democráticos la
corrupción no se ocultó ni negó. Se ventiló abiertamente, se la
censuró y se la persiguió, al menos oficialmente.

Se crearon organismos, como la Comisión Investigadora contra el
Enriquecimiento Ilícito y se dictaron leyes, como la de Salvaguarda
del Patrimonio Público, para perseguirla. Se fortaleció la Contraloría
y se respetó su independencia en el ánimo de prevenirla, lo mismo que
se dictaron leyes como la de Licitaciones, orientadas a pisar terrenos
más normativos que discrecionales.

También es objetivamente cierto que en ese período, y en ningún otro
hasta ahora, un Presidente en funciones fue enjuiciado y condenado, y
también altos oficiales de las Fuerzas Armadas y funcionarios del
Ejecutivo, así como dirigentes políticos y sindicales de mucha
importancia. Y los casos los menciono, nunca es sobrante aclarar, sin
pronunciarme sobre la culpabilidad o inocencia de esas personas.

Nada de eso, claro, es suficiente para contradecir el lugar común. Y
tampoco debe serlo para satisfacer nuestra conciencia, porque la
democracia es, como diría un distinguido paisano mío, un "pacto de
decencia colectiva".[12]



5. Para ir concluyendo

El Saldo de esta revisión, es que en lo institucional, esos cuarenta años
constituyen una experiencia que nos permite tener esperanzas. Por que nos
demuestran que sí se puede. Que a los venezolanos no nos está vedada la
construcción institucional, ni estamos fatalmente condenados al
personalismo y a la fuerza.

Siempre habrá problemas qué resolver y fallas que corregir. Siempre
será difícil.

Pero sí se puede, porque no es cierto que los civiles no puedan
gobernar y que los venezolanos sólo sabemos ser mandados por las
malas.

Para probarlo, ahí están los 40 años más estables y pacíficos de nuestra
historia.




Quizás, entonces, ya al final de estas palabras, valga la pena anticipar mi
balance del período de Historia Contemporánea que hoy comenzamos a revisar,
y que con la ayuda del profesor Aveledo Coll, y la lectura de los textos y
documentos, irán repasando en las semanas venideras.

Los venezolanos, y nuestros gobernantes, juntos o por separado, nos hemos
equivocado. Pero también, como hemos podido darnos cuenta, hemos sabido
acertar.

Siempre se nos dijo que el poder en Venezuela era para los hombres de
armas. "El mundo es de los valientes" en la frase carujana. Que esta tierra
brava, rebelde, parejera, este "cuero seco", no podía ser gobernado "por
las buenas". Los civiles podían redactar proclamas, escribir constituciones
y leyes para no cumplirlas, pero no mandar. Los cuarenta años más estables
y de más progresos en la vida de este país demuestran exactamente lo
contrario.

Se ha diagnosticado que esas cuatro décadas cerraron su ciclo a causa de la
corrupción, un fenómeno que antecedió a la democracia y que la ha
sobrevivido con una salud y una fortaleza que impactan al menos
impresionable de los observadores. Creo que la verdad es que su ocaso está
más relacionado con el colapso del modelo rentista que no supo superar y
con el alejamiento entre los partidos políticos y la sociedad toda, desde
los sectores organizados con intereses grandes, medianos y pequeños, hasta
el pueblo llano y sus mismas bases.

En el tiempo de los civiles en el poder, el único estable como tal en la
Historia de Venezuela, la contabilidad política tiene sus créditos y sus
débitos.

En cuanto a convivencia, el haber fue lograrla y mantenerla. Y el debe no
valorarla.

En cuanto a instituciones, el haber fue organizar poderes equilibrados y
ensayar la primera, y hasta ahora única, experiencia sostenida de poder
distribuido, limitado, despersonalizado de nuestra existencia republicana.
Y el debe, no desarrollar suficiente conciencia institucional.

En lo social, el haber fue la transformación radical de Venezuela y la
educación de la abrumadora mayoría de los venezolanos. Y el debe, no haber
logrado en la medida deseable la integración de esa sociedad nueva y
compleja.

En lo económico, el haber es la modernización y diversificación de un
aparato productivo que no es ni la sombra de lo que había. Y el debe, no
haber superado el rentismo para poder generar prosperidad sustentable para
todos.

En lo petrolero, el haber es la madurez para buscar y lograr el progresivo
dominio de nuestro principal negocio. Y el debe, no haber sacado todo el
provecho posible en desarrollos aguas abajo y con inversión de los
ciudadanos.

En la infraestructura y el medio ambiente, el haber es una descomunal
transformación del escenario nacional y el debe, nuestro inveterado
descuido con el mantenimiento.

En lo internacional, el haber es una diplomacia vinculada a valores e
intereses nacionales que nos ganó prestigio y respetabilidad en el mundo.
El debe es esa inmodesta sobrestimación de nuestras posibilidades que nos
llevó, y nos sigue llevando, a empresas que nos exceden y no necesariamente
nos convienen.

¿Es mayor la columna azul del crédito que la roja del débito?

Me parece que sí. Pero, en todo caso, he procurado poner honradamente en
manos de lector los elementos de juicio que le permitan tomar su posición.

El logro más grande de los cuarenta años es haber demostrado que podíamos
vivir en libertad y en paz, y el fracaso más triste no haber aprendido a
defenderla y a mejorarla.

Si miramos la historia de este país, de Latinoamérica y del mundo, veremos
que vivir en libertad es un privilegio, pero también una labor muy
exigente. En la opresión sólo hay que obedecer. En la democracia hay que
decidir. Porque la libertad se trata de atreverse cada uno a asumir su
responsabilidad.




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[1] Giovanni Sartori: La Democracia en 30 Lecciones (Edición a cargo de
Lorenza Foschini). Taurus. Bogotá, 2009.

[2] Constitución de la República de Venezuela, Preámbulo. Caracas, 1961.

[3] R.G.Aveledo: La 4ª República. La virtud y el pecado. LibrosXMarcados.
Caracas, 2007.

[4] Ver Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson: Institutions as the
fundamental Cause of Long-run Growth; Dani Rodrik, Arvind Subramanian,
Francesco Trebbi y otros en One Economics, Many Recipes: Globalization,
Institutions and Economic Growth; Ross Levine: Rethinking Bank Regulations:
till angels govern; también William Easterley y, disputando el determinismo
pero reconociendo la fuerte influencia, Jeffrey Sachs, en su ensayo
Institutions matter but not for everything.

[5] Rafael Caldera, discurso en el Acto de Promulgar la Constitución. Salón
Elíptico. 23.1.1961. Imprenta Nacional. Caracas, 1961.

[6] Raúl Leoni, discurso en el Acto de Promulgar la Constitución. Salón
Elíptico. 23.1.1961. Imprenta Nacional. Caracas, 1961.

[7] Gobierno democrático, representativo, responsable y alternativo.

[8] Rómulo Betancourt: Discurso en el Acto de Promulgar la Constitución.
Salón Elíptico, 23.1.1961. Imprenta Nacional. Caracas, 1961.

[9] Ley Orgánica del Consejo de la Judicatura. Exposición de Motivos.
Gaceta Oficial N° 36.534 del 8 de septiembre de 1998, citada en La 4ª
República. La Virtud…

[10] En Memorias de Gumersindo Torres, un funcionario incorruptible en la
dictadura del General Gómez. Edición Especial de la Presidencia de la
República. Caracas, 1996.

[11] Actas de la Comisión Redactora de la Constitución, N° 55 del 25.8.59
y N° 67 del 29.10.59, citadas en R.G.Aveledo: Ciudadanos Invisibles (Arturo
Uslar Pietri en la construcción de la Democracia venezolana) en Todo Uslar
(VVAA), Universidad Metropolitana-Panapo. Caracas, 2001.

[12] Ramón Escovar Salóm: Cuadernos de Ensayo y Error. Academia Nacional de
la Historia. Caracas, 1990.
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