Democracia deliberativa y los derechos que garantizan el procedimiento

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Descripción

La democracia deliberativa y los derechos que garantizan el procedimiento

José Luis Martí



Uno de los grandes debates actuales en la teoría de la democracia y
la filosofía jurídica y política tiene que ver con las tensiones o
conflictos existentes entre la protección de los derechos fundamentales o
los derechos humanos, por una parte, y el desarrollo y despliegue de la
democracia, por la otra.[1] Ambos valores pueden parecer no sólo
compatibles sino incluso implicarse mutuamente. El respeto por el valor de
la autonomía o de la libertad individual, mediado por la institución de un
conjunto de derechos individuales básicos que atribuimos a todos los seres
humanos en virtud de su igual dignidad y que frecuentemente gozan de la
mayor protección jurídica posible a través de garantías constitucionales y
penales, es a menudo considerado como una de las grandes conquistas
políticas de la modernidad y del pensamiento político liberal. Por otra
parte, el respeto por el valor de la democracia, entendida como el
ejercicio del autogobierno colectivo de la ciudadanía, esto es, como la
participación directa o indirecta de los ciudadanos en la determinación de
los asuntos públicos y en la toma de decisiones políticas, es también
usualmente concebido como una condición del respeto mismo por la autonomía
y, de nuevo, como una conquista fundamental de la modernidad. De hecho, los
derechos políticos de participación democrática, que aseguran el ejercicio
de esta autonomía pública, forman parte indiscutible del elenco de derechos
fundamentales que el liberalismo protege y promueve, de modo que al
proteger los derechos fundamentales estamos también protegiendo la
democracia. Según esta primera versión de la historia, derechos y
democracia serían, como he dicho, no solo compatibles, sino que la segunda
estaría implicada por los primeros.[2]
Para despejar algunas dudas, vale decir que mientras algunas versiones
especialmente tempranas del liberalismo podían haberse desarrollado al
margen de, y de manera parcialmente incompatible con, la protección de los
valores democráticos, la versión evolucionada del liberalismo que es
actualmente dominante en el mundo en forma de constitucionalismo
democrático ha procurado la síntesis entre el liberalismo clásico, por
llamarlo de alguna manera, aquél cuyos más directos precursores fueron John
Locke y William Paley, y la tradición democrática o republicana,
generalmente asociada a autores como Jean-Jacques Rousseau. La democracia
constitucional sería, entonces, una suerte de compromiso con los valores
democráticos al que los liberales se avienen a cambio de garantizar un
espacio infranqueable e irreductible, un coto vedado delimitado por los
derechos fundamentales que ninguna autoridad democrática debería
cuestionar.[3]
Como he dicho, esta es una forma que nos resulta familiar de contar
una parte de la historia política moderna. Sin embargo, muchos de los
autores que se han ocupado de analizar esta cuestión han mostrado que la
conciliación entre los valores asociados a la autonomía individual y los
relativos a la democracia no está exenta de tensiones y conflictos
importantes, y ello aunque algunos insisten también en que debemos buscar
una vía de conciliación puesto que es cierto que en parte unos y otros se
presuponen mutuamente.[4] Ningún autor propone renunciar a la protección de
los derechos fundamentales o al desarrollo de la democracia. Ambos valores
son irrenunciables en tanto que valiosas conquistas políticas de la
modernidad. Sin embargo, debemos enfrentarnos al hecho de que ambos valores
o conjuntos de valores entran en conflicto entre sí, al menos en algunos
casos, y que necesitamos alguna fórmula para resolver esta especie de
dilema trágico. Y ello a pesar de que, como ya he advertido, y
paradójicamente, en muchos otros casos ambos valores parecen implicarse
mutuamente.
Por otra parte, la democracia deliberativa es el modelo que sin duda
domina actualmente la teoría de la democracia, al menos la de origen
anglosajón, y el que más literatura ha generado a su alrededor en los
últimos treinta años. Una de las estrategias para comprender y valorar las
propuestas de dicho modelo consiste, ahora, en entenderlo como un intento
de conciliar una teoría democrática fuerte y eminentemente procedimental de
la legitimidad política, con la protección de los derechos y valores
sustantivos que asociamos al respeto por la igual autonomía individual. En
definitiva, en lo que sigue trataré de argumentar brevemente dos tesis: (I)
que existen efectivamente ciertas tensiones entre democracia y derechos, si
bien paradójicamente ambos valores parecen presuponerse mutuamente; (II)
que podemos ver las tesis principales de la democracia deliberativa como un
intento de paliar, que no solucionar, el anterior problema, y que dicha
estrategia puede calificarse de satisfactoria a la luz de la existencia de
la paradoja.

I. Conflictos entre democracia y derechos

Por más que algunos autores, como ya he dicho, han intentado
convencernos de que la democracia y los derechos pueden convivir en un todo
armónico denominado democracia constitucional, lo cierto es que en algunas
ocasiones las decisiones democráticas tomadas en ejercicio del ideal de
soberanía popular o autogobierno pueden vulnerar algunos valores vinculados
con la autonomía individual. Decir, como muchos de estos autores han hecho,
que cuando esto ocurre no estamos ante una decisión verdaderamente
democrática implica confundir el carácter de una decisión con las
consecuencias que ésta puede producir. Es un error comparable a afirmar que
una decisión tomada libremente por un individuo adulto en plenas facultades
mentales tras haber deliberado larga y racionalmente sobre la cuestión
decidida no es autónoma si dicha decisión puede producir el resultado
contraproducente de dañar su propia autonomía futura. Y no me refiero al
caso extremo de alguien que decide autónomamente convertirse en esclavo,
sino a una amplia variedad de casos intermedios en los que la consecuencia
no implica le negación total de la autonomía. Como ocurre en el caso
individual, la autonomía de una decisión, el carácter democrático de la
misma, no tiene que ver con el contenido de tal decisión, y menos aún con
el resultado de la misma, sino con la forma en la que se ha tomado. Por lo
tanto, nada tiene de raro decir que una decisión autónoma o democrática
puede ser errónea o que puede socavar o dañar la propia autonomía futura,
pública o privada, de todos o de una parte de los integrantes de la
sociedad.
Según la concepción tradicional de la democracia constitucional, el
modo adecuado de prevenir esta lesión de los valores de la autonomía
consiste en adoptar un ideal constitucional que establezca determinados
derechos básicos de libertad que operen como límites al ejercicio de la
autonomía pública en forma de democracia. Pero el hecho mismo de concebir
los derechos fundamentales como «límites de la democracia» demuestra la
idea de tensión o de conflicto entre un valor y otro. Y aunque desde la
perspectiva liberal el ideal constitucional es considerado un resultado
óptimo y armónico al problema del conflicto, lo cierto es que visto desde
una óptica democrática, esta solución supone, por decirlo así, «ponerse del
lado de la autonomía privada». Que los derechos se impongan sobre la
democracia, y actúen como límite a la misma, no quiere decir otra cosa que
ante un caso de conflicto entre democracia y autonomía privada, se opta por
la segunda en detrimento de la primera.
Para evitar dicha conclusión, algunos defensores de la democracia
constitucional arguyen que no debe verse la constitución como una
restricción antidemocrática puesto que ella misma debe haber sido aprobada
democráticamente, por ejemplo a través de un referéndum.[5] Pero esto no
resuelve ni mucho menos el problema del conflicto, sino que simplemente lo
reproduce a otra escala.[6] Siempre podemos preguntarnos de qué manera toma
sus decisiones la autoridad constituyente. Decir que la constitución debe
ser aprobada democráticamente para ser legítima significa reconocer la
existencia de una autoridad democrática constitucional. Y más allá de la
paradoja que encierra la propia idea de un demos que se constituye a sí
mismo, la cuestión relevante ahora es que podemos interpretar el momento
constituyente de dos maneras distintas.
Según la primera interpretación, la autoridad democrática
preconstitucional actúa sin restricción alguna, pudiendo incluir en el
contenido de la constitución el catálogo liberal de derechos o no hacerlo.
En cuyo caso ciertamente no se produce ninguna merma de la democracia
porque los derechos constitucionales que limitarán al poder democrático
legislativo constituido están libremente asumidos, auto-impuestos, por la
propia autoridad democrática. Pero, entonces, que se adopte
constitucionalmente una democracia constitucional es puramente contingente
y, lo que es más grave, se incurre en una cierta inconsistencia porque los
mismos argumentos que justifican la imposición de restricciones al poder de
decisión de la autoridad democrática constituida parecen ser aplicables en
general a la autoridad democrática constituyente. Bajo una segunda
interpretación, destinada a evitar tal inconsistencia, la autoridad
democrática constituyente también tiene restricciones. Por razones
conceptuales, estas restricciones no pueden ser constitucionales. Deben
ser, no obstante, límites sustantivos en forma, digamos, de derechos
fundamentales preconstitucionales. Pero entonces surge la pregunta de quién
y cómo puede determinar cuáles son tales derechos preconstitucionales no
escritos. Y, lo más importante, el resultado sigue sin ser armónico porque
los derechos terminan por imponerse a la democracia, ahora en un nivel
constituyente.
Pero ¿cómo podría haber un conflicto entre democracia y autonomía
personal, si la primera no es más que el ejercicio de una dimensión de la
segunda? La autonomía privada, a diferencia de la mera libertad natural,
requiere de un sistema político-jurídico que la reconozca, y para que dicho
sistema no nos venga impuesto heterónomamente es necesario que la autoridad
política sea democrática. No en vano, como ya se ha dicho, entre los
derechos fundamentales reconocidos por todas las declaraciones
internacionales y la mayoría de las constituciones contemporáneas, se
encuentran los derechos políticos de participación en el autogobierno. A la
inversa, la autonomía pública no es posible si no se garantiza la autonomía
privada. Un estado democrático que socave el sistema de libertades
personales asociados a los derechos civiles termina por no ser democrático
puesto que la mayoría de estas libertades son precondiciones del propio
proceso democrático, como la libertad de expresión o la libertad de
asociación. Como ha sostenido recientemente Jürgen Habermas, no tenemos dos
o más ideales de autonomía claramente diferenciados, con requisitos y
condiciones de ejercicio distintas, sino un único y complejo ideal de
autonomía con dos dimensiones. La autonomía pública y la autonomía privada
no son más que las dos caras de la misma moneda y se implican
mutuamente.[7] ¿Cómo puede ser, entonces, que ambos valores entren en
conflicto, si en realidad no son más que dos dimensiones de un sólo y único
valor?
En mi opinión, se trata de una paradoja que se halla profundamente
anclada en el ideal democrático moderno y que carece de solución
satisfactoria. Dicha paradoja puede adoptar diversas formas dependiendo de
cuál sea la perspectiva desde la que la observamos. Pero voy a centrarme en
este trabajo en una sola de estas dimensiones, que he denominado «paradoja
de la legitimidad».[8]
La concepción liberal-democrática de la legitimidad política no puede
separar los criterios de legitimidad puramente procedimentales de los
puramente sustantivos. Por criterios procedimentales entiendo aquellos que
determinan quién es la autoridad legitimada para tomar una decisión y cuál
es el procedimiento decisorio que debe seguir para hacerlo. Desde un
enfoque liberal-democrático de la legitimidad, la autoridad legitimada es
directa o indirectamente la ciudadanía siguiendo alguna de las versiones
del procedimiento democrático (regla de mayoría simple o cualificada,
etc.). Los criterios sustantivos, en cambio, son aquellos que establecen el
contenido material concreto que debe tener una decisión para ser legítima.
Para frenar el riesgo de que las decisiones democráticas desencadenen una
tiranía de la mayoría, la negación o vulneración de derechos de las
minorías, se considera conveniente establecer ciertos límites sustantivos
sobre lo que la autoridad democrática puede decidir, unos límites que
pretenden preservar la frontera de separación entre esfera pública y
privada, y por lo tanto el principio liberal de neutralidad, así como
asegurar ciertos espacios de libertad personal para todos los ciudadanos.
Es decir, se adoptan unos requisitos mínimos de legitimidad sustantiva.
Ahora, preguntarse acerca de la legitimidad de una decisión significa
preguntarse acerca de ambos tipos de criterios a la vez. Desde la
perspectiva liberal-democrática no se puede prescindir de ninguno de ellos.
Las concepciones puramente procedimentales, que no contemplan ningún tipo
de restricción sustantiva, tienen al menos tres problemas graves.[9]
Primero, permiten afirmar que una decisión absolutamente aberrante desde el
punto de vista sustantivo, como la de exterminar a una parte de la
población, puede llegar a ser legítima, cuando nuestra intuición liberal-
democrática parece mostrarnos que no lo es. Segundo, olvida que si
consideramos un procedimiento legítimo y no otro, esto es, si valoramos la
propia democracia, es en virtud de ciertas consideraciones sustantivas
basadas en los valores de la autonomía y la igualdad. Por lo tanto parece
contradictorio considerar legítima una decisión por el hecho de ser
democrática si tal decisión pone en riesgo o erosiona el propio valor de la
autonomía que sustenta la democracia. Y, tercero, en parte relacionado con
el anterior, todo procedimiento está regido necesariamente por reglas,
derechos y obligaciones. En el caso del procedimiento democrático, con el
fin de lograr que las decisiones colectivas sean efectivamente el reflejo
de un ejercicio de autonomía pública es necesario garantizar ciertos
derechos previos de autonomía a los propios ciudadanos, derechos que en
realidad se asemejan bastante al catálogo de derechos fundamentales
liberales.[10]
Las concepciones puramente sustantivas, por su parte, adolecen de
cuatro problemas graves, todos ellos derivados de confundir las nociones de
legitimidad y justicia. En primer lugar, decir que las decisiones políticas
son legítimas si son sustantivamente justas implica olvidar la principal
función de la noción de legitimidad política: permitir un acuerdo social
básico sobre la aceptabilidad de las decisiones políticas en circunstancias
de desacuerdo. Si legitimidad y justicia son lo mismo, las decisiones
políticas serán consideradas legítimas o no en función de las creencias de
cada uno acerca de su justicia sustantiva, pero en esto no existe consenso
social suficiente. Segundo, hay algunos ámbitos de decisión política que no
son susceptibles de corrección o incorrección sustantiva, como sucede
típicamente en los casos de pura coordinación, como el sentido del tráfico,
o en los casos de decisiones expresivas, como la elección de una bandera o
un himno nacional. Como se trata de decisiones irrelevantes en términos
morales, no contamos con ningún criterio sustantivo para evaluarlas, y sin
embargo pensamos que hay algunas condiciones que convierten en legítimas o
ilegítimas tales decisiones. Tercero, para una concepción puramente
sustantiva no habría ninguna diferencia en términos de legitimidad entre
una decisión democrática y una decisión tomada por un dictador, si tienen
el mismo contenido. Pero esto parece también contraintuitivo. Por último,
la legitimidad política parece implicar un vínculo especial entre un
ciudadano y su comunidad política, de manera que yo estoy vinculado por las
decisiones legítimas de mi estado y no por las del estado vecino, y de
manera que una decisión puede ser legítima en un lugar y no en otro, en un
momento temporal y no en otro. Sin embargo, no es posible explicar ninguno
de estos rasgos de especialidad desde una concepción puramente sustantiva
basada en consideraciones universales de justicia.
En definitiva, desde un enfoque liberal y democrático, tanto los
criterios procedimentales y los sustantivos parecen irrenunciables. Ahora
bien, ambos criterios pueden entrar en conflicto entre sí. ¿Qué hacemos,
entonces, cuando una decisión es legítima procedimentalmente pero
sustantivamente injusta? Y ¿cómo evaluamos una decisión justa pero tomada
por un dictador? Una solución a este problema, que denominaré concepción
mixta maximalista, sería afirmar que una decisión política es legítima si y
sólo si cumple simultáneamente con ambos criterios. De este modo, los dos
casos de conflicto que he planteado serían ejemplos de decisiones
ilegítimas al no cumplir con alguno de los dos criterios. Pero esta
estrategia tampoco es satisfactoria al menos por dos razones. En primer
lugar, al exigir siempre y simultáneamente los dos requisitos, estamos
sumando en lugar de evitando algunos de los inconvenientes de las dos
concepciones puras que ya he mencionado. Por ejemplo, si lo que exigimos de
una noción de legitimidad política es que proporcione un acuerdo básico en
circunstancias de desacuerdo generalizado acerca de la justicia, entonces
deberemos definir el criterio de legitimidad con independencia de cualquier
consideración de justicia. En caso contrario, a los desacuerdos posibles
respecto a cuál es el procedimiento legítimo deberé sumar todos los
desacuerdos sustantivos cuyos efectos trataba precisamente de paliar.
Además, y relacionado con esto, esta estrategia defiende una concepción de
la legitimidad tan exigente que ningún estado del mundo podría cumplir. Nos
lleva a concluir, por tanto, que ningún estado real es legítimo. Pero
entonces podemos preguntarnos si dicha concepción es útil, ya que no
permite distinguir entre los países actuales que están bien organizados
políticamente y los que no. En segundo lugar, dicha concepción no recogería
algunas de nuestras intuiciones más básicas, como por ejemplo que la
legitimidad es compatible con, al menos ciertas dosis «tolerables» o
«aceptables» de injusticia.
Una variante interesante de esta concepción mixta maximalista de la
legitimidad es la que parece representar la democracia constitucional, que
exige una combinación de criterios procedimentales con criterios
sustantivos, pero estos últimos se limitan a ciertas consideraciones
básicas de justicia. Es decir, no se trata tanto de imponer una concepción
completa de justicia sustantiva, como de asegurar cuanto menos un cierto
núcleo fundamental de corrección. Es algo así como dejar que sean los
criterios procedimentales los que adquieran el protagonismo en materia de
legitimidad, pero corregidos o restringidos por ciertas garantías básicas y
mínimas. Esta estrategia parecería desarticular al menos la segunda de las
objeciones recién esgrimidas, ya que haría efectivamente compatible la
legitimidad con ciertas dosis de injusticia. E indirectamente parece paliar
la segunda parte de la primera objeción, ya que depende de cuán básicos
fueran los requisitos sustantivos mínimos permitiría calificar de legítimos
al menos a una parte de los estados del mundo.
Ahora bien, esta estrategia no es estable en ningún caso. En primer
lugar, debido a la fuerza expansiva del razonamiento en base a derechos
fundamentales, que hace que toda cuestión política sustantiva termine
siendo directa o indirectamente relevante en términos de dichos derechos
fundamentales, o, como muestra precisamente el actual fenómeno de
constitucionalización de nuestros ordenamientos jurídicos, que pueda ser
abordada desde una perspectiva constitucional. Esto quiere decir que los
requisitos sustantivos mínimos en forma de derechos acaban por desarrollar
una concepción completa, o al menos muy extensa, de la justicia. Y la
versión aparentemente moderada de la estrategia mixta termina
desencadenando de nuevo en la concepción maximalista. Un efecto de este
problema se percibe justamente cuando nos planteamos la cuestión de los
desacuerdos con respecto a estos requisitos sustantivos mínimos. Aunque
pueda parecer, en primera instancia, que resulta fácil alcanzar ciertos
consensos generalizados acerca de la protección de unos derechos
fundamentales redactados de forma muy vaga y abstracta, lo que ocurre una
vez que operacionalizamos tales derechos es que constatamos que dichos
consensos no eran del todo reales, pues enmascaran los verdaderos
desacuerdos políticos básicos. ¿Qué significa estar de acuerdo en que
debemos proteger el derecho a la vida, si discrepamos acerca de si dicho
derecho prohíbe la pena de muerte o el aborto, o si exige deberes positivos
por parte del estado o no?
En definitiva, si descartamos la concepción mixta maximalista que
pretende imponer siempre y simultáneamente criterios procedimentales y
sustantivos de legitimidad, pero a la vez constatamos que no podemos
renunciar a ninguno de los dos, deberemos articular, en mi opinión, una
concepción de la legitimidad que, satisfaciendo primordialmente los
criterios procedimentales, busque algún tipo de equilibrio con las
consideraciones sustantivas, esto es, que nos proporcione una seguridad
mínima de que los valores sustantivos básicos van a ser garantizados o
satisfechos por las decisiones políticas. No podemos hacer otra cosa que
constatar la presencia de esta paradoja básica e intentar encontrar un modo
de resolver los conflictos entre procedimiento y sustancia en los casos
prácticos donde estén presentes.


II. La democracia deliberativa

Desde los años ochenta se ha generado una extensa literatura en la
teoría de la democracia, especialmente anglosajona, que desarrolla un nuevo
modelo normativo que se ha convertido en dominante tanto en Europa como en
Estados Unidos.[11] Se trata de la democracia deliberativa, defendida por
autores como Jürgen Habermas, Jon Elster, Joshua Cohen, Philip Pettit,
James Bohman, Amy Gutmann y Dennis Thompson.[12] Este modelo se opone, por
una parte, a las teorías económicas de la democracia de Joseph Schumpeter o
Anthony Downs, que podemos englobar bajo el modelo de la democracia como
mercado, así como a las teorías pluralistas de la democracia, como las de
Robert Dahl o John Ely, y por otra parte a otras teorías alternativas que
han ido cobrando fuerza académica en los últimos tiempos, especialmente en
círculos post-modernos, como la teoría de la democracia agonista, tal y
como ha sido desarrollada, por ejemplo, por Chantal Mouffe.[13]
Como modelo normativo, la democracia deliberativa describe un ideal
regulativo hacia el que nuestros sistemas políticos deberían tender.[14] De
hecho, en la obra de los autores mencionados encontramos una crítica
explícita a los sistemas democráticos actuales, por haber olvidado lo que
según ellos constituye la dimensión más importante de una democracia, la
deliberación pública. No es que no haya ninguna deliberación en absoluto,
pero los espacios de deliberación existentes son tan pocos, y la discusión
que se produce es tan pobre, que se termina por poner en cuestión la
legitimidad política del sistema. Como todo modelo normativo de democracia,
la democracia deliberativa define un ideal de legitimidad política.[15]
Según dicho ideal, las decisiones políticas, para ser legítimas, deben ser
el resultado de un proceso colectivo y público de argumentación, esto es,
de un intercambio de argumentos y razones en favor y en contra de las
propuestas presentadas con el objetivo de convencer racionalmente a los
demás, siendo la fuerza de tales argumentos la que debe prevalecer en la
toma de decisiones, en lugar de intentar imponer estratégicamente las
propias preferencias o deseos mediante una negociación o de someter la
decisión a la simple agregación de las preferencias de cada uno mediante el
voto.[16]
Como ideal democrático, la democracia deliberativa reclama el derecho
de participación (directa o indirecta) de todos los ciudadanos
potencialmente afectados por cada decisión, siguiendo un estricto principio
de inclusión,[17] y les reconoce una igual capacidad de influencia política
en la determinación de la decisión final, por la posibilidad de ofrecer
argumentos convincentes.[18] Como ideal deliberativo, la democracia
deliberativa propone instaurar procedimientos de deliberación pública que
permitan a la ciudadanía participar activamente en la discusión racional de
las diversas políticas alternativas que pueden ser emprendidas, y a sus
representantes embarcarse en deliberaciones públicas que expongan los
mejores argumentos encontrados en favor de cada propuesta.[19]
La deliberación democrática es, pues, un procedimiento colectivo
discursivo de toma de decisiones, que funciona en un doble nivel,
institucional y no institucional,[20] basado en el intercambio de razones y
argumentos en favor de una u otra opción,[21] orientado a la transformación
de las preferencias políticas mediante el convencimiento racional de todos
los participantes, es decir, atendiendo a la fuerza del mejor
argumento,[22] y que idealmente conduce a consenso razonado.[23] Se trata
de un procedimiento público (excluye, salvo en casos excepcionales, el
secreto en la toma de decisiones),[24] continuo (cualquier decisión que se
tome puede ser revisada en el futuro de modo que el procedimiento nunca
concluye),[25] abierto (es flexible para adaptarse a cada circunstancia) y
auto-referente (mediante el procedimiento se pueden someter a consideración
cuestiones relativas al propio procedimiento).[26] Y los ciudadanos
participan en él como seres libres[27] e iguales[28], motivados no por
consideraciones estratégicas sino imparciales y guiados por el bien
común.[29]
En tanto que procedimiento discursivo, el proceso deliberativo
presupone la existencia de un criterio o conjunto de criterios de
corrección de los juicios o argumentos presentados en él, que debe ser al
menos parcialmente independiente de las opiniones subjetivas de los
participantes, es decir, que debe tener algún grado de objetividad.[30] Por
supuesto, presupone también la posibilidad de conocer cuál es la decisión
correcta que debe ser tomada en cada caso o, de forma más general, de
conocer el criterio o conjunto de criterios de corrección.[31] A diferencia
de lo que ocurre en procesos de negociación o de mera persuasión no
racional, argumentar en favor de la decisión A significa mostrar que la
decisión A es la decisión correcta, o bien que, presuponiendo un conjunto
de decisiones alternativas posibles, es la menos incorrecta de todas o la
que con mayor probabilidad es correcta. Los participantes de un
procedimiento argumentativo deliberan con pretensión de verdad cuando
discuten una cuestión de racionalidad teórica, y con pretensión de
corrección, cuando lo hacen sobre una cuestión de racionalidad
práctica.[32] Y dicho criterio de corrección debe ser mínimamente objetivo,
en el sentido de ser al menos parcialmente independiente de las
preferencias y opiniones de las partes. En mi opinión, este requisito no
compromete al modelo con un objetivismo fuerte como el del realismo moral,
de modo que lo que presupone es únicamente la existencia de un criterio de
corrección intersubjetivamente válido.[33]
La presuposición de la existencia de este criterio intersubjetivo de
corrección es justamente uno de los elementos que distingue la
argumentación de la negociación, puesto que, en esta última, los
participantes intentan convencer o persuadir al otro de forma no racional,
bajo amenazas, engaños, promesas o trucos retóricos no racionales, sin
apelar a ninguna razón independiente.[34] Tales participantes, además,
actúan bajo motivaciones puramente autointeresadas, a diferencia de lo que
ocurre en la deliberación, en la que al menos idealmente los participantes
están comprometidos con la búsqueda del bien común, es decir, de la verdad
o de la corrección intersubjetiva, y la pretensión de convencer a los demás
se canaliza siempre por vía de la fuerza de los argumentos.[35] Por otra
parte, como hemos visto, el procedimiento deliberativo tiende idealmente a
generar el consenso, esto es, los participantes en condiciones ideales
llegan a conocer el criterio intersubjetivo de corrección y es en ese
momento en el que la deliberación termina. En consecuencia, la deliberación
se distingue también, al menos idealmente, de los procedimientos
agregativos de toma de decisiones, como el del voto, que consisten en tomar
como dadas las preferencias de los participantes en la toma de decisión y
agregarlas aplicando algún tipo de regla de mayoría para extraer así la
decisión colectiva.[36]
Aunque se han dado justificaciones diversas a este modelo democrático
que dan lugar a diversas concepciones del mismo, la mayoría de los
defensores del modelo democrático deliberativo coinciden hoy en que su
justificación debe incorporar tanto argumentos instrumentales como
intrínsecos, y debe estar basada tanto en el valor epistémico de la
deliberación, como en la justificación intrínseca de la democracia porque
es el sistema político que mejor respeta los valores de igualdad y
autonomía de los miembros de una comunidad.[37] Ahora, la mencionada
dimensión epistémica resulta de especial importancia para la cuestión de la
legitimidad. El procedimiento deliberativo confiere legitimidad a las
decisiones que resultan del mismo porque dicho procedimiento es el más
confiable en términos de probabilidad para alcanzar decisiones políticas
correctas, mientras supone un ejercicio efectivo de la autonomía pública.
El criterio de legitimidad de las decisiones políticas que adopta la
democracia deliberativa es entonces procedimental, puesto que las
decisiones políticas son legítimas si, y sólo si, son el resultado de un
proceso deliberativo y democrático de toma de decisiones. Sin embargo, el
modelo deliberativo añade un componente argumentativo que sirve de filtro
de imparcialidad de las preferencias individuales e impone así, de facto,
restricciones sustantivas, y además orienta el proceso de toma de
decisiones a una finalidad epistémica diseñada para reducir en la medida de
lo posible el riesgo de injusticia en las decisiones. Una decisión que ha
sido democráticamente deliberada, al menos en condiciones ideales,
respetará tanto los criterios procedimentales de legitimidad como los
sustantivos, y no podrá ser injusta. El ideal de democracia deliberativa
pretende evitar así los males tanto de las concepciones sustantivistas de
la legitimidad como de las concepciones procedimentalistas.
Ahora bien, lo dicho puede ser cierto con respecto a las decisiones
que resultan de un procedimiento ideal, pero no tiene por qué serlo con
respecto a las decisiones reales para las que al fin y al cabo necesitamos
una concepción de la legitimidad. El hecho de que los procedimientos
deliberativos reales no alcancen completamente las condiciones exigidas por
el ideal regulativo de la democracia deliberativa hace que no garanticen la
corrección sustantiva de sus resultados. En este sentido, no puede decirse
que la democracia deliberativa resuelva realmente la paradoja de un modo
definitivo. De hecho, y como he señalado al inicio del trabajo, en mi
opinión la paradoja de la legitimidad es inevitable, indisoluble, porque no
existe ningún procedimiento real que pueda armonizar perfectamente los
valores procedimentales con los sustantivos. Se trata, pues, de una genuina
paradoja del pensamiento democrático.[38] Si admitimos que la paradoja de
la legitimidad es indisoluble, y teniendo en cuenta que de todos modos
debemos afrontarla o gestionarla en la realidad, tendremos que buscar
aquella estrategia que suponga la mejor conciliación práctica entre los
diversos valores en juego. En otras palabras, no debemos exigir a una
propuesta teórica que solucione completamente el problema, pero sí que
ofrezca la mejor alternativa para convivir con él.
El hecho es que aunque el procedimiento deliberativo esté diseñado
para encontrar la decisión correcta con una mayor probabilidad, no nos
ofrece, al menos en los procesos no ideales, ninguna garantía de que las
decisiones tomadas van a ser justas. El modelo de la democracia
deliberativa, como todas las concepciones procedimentales de la
legitimidad, presupone la distinción entre legitimidad y justicia.
Precisamente por ello es una concepción satisfactoria a la luz de los
desacuerdos políticos. Pero también éste es un síntoma de que el problema
no está resuelto del todo. Cuando la legitimidad procedimental no coincide
con la justicia sustantiva se puede dar el caso que una decisión política
legítima sea injusta, o incluso muy injusta, cosa que ocurrirá con mayor
probabilidad cuanto más nos separemos de las condiciones ideales. Lo que
ocurre es que, simultáneamente, a mayor distancia de dichas condiciones
ideales, también será menor el grado de legitimidad del procedimiento y de
las decisiones mismas. Esto supone un problema ulterior, puesto que es en
condiciones no ideales que más se extienden los desacuerdos básicos entre
la ciudadanía, y que por tanto mayor necesidad tenemos de contar con un
criterio de legitimidad distinto al de justicia.
En definitiva, la noción de legitimidad de las decisiones políticas
como algo distinto a su mera corrección sustantiva adquiere mayor
importancia cuanto más se separen las condiciones reales de las ideales en
la toma de decisiones. A su vez, cuando este ocurre, más difícil es que la
concepción de la legitimidad que adoptemos garantice la justicia de las
decisiones o minimice su injusticia. Y, por lo tanto, cuanto más sentido
tiene hablar de legitimidad, y no de justicia, más debemos afrontar el
hecho de que la legitimidad no tiene por qué garantizar la justicia de las
decisiones políticas. Por esta razón no tiene sentido criticar a la
democracia deliberativa porque sea incapaz de asegurar la justicia de las
decisiones políticas legítimas tomadas según un procedimiento real de toma
de decisiones. La existencia misma de la paradoja muestra que no es posible
prescindir de un criterio formal de legitimidad. A su vez, nos enseña
también que no existen procedimientos de justicia procesal perfecta, que
garanticen la corrección sustantiva de sus resultados. Y como la concepción
mixta maximalista no es viable por las razones que ya hemos examinado
previamente, esto nos enfrenta ante el siguiente dilema: o bien
privilegiamos los valores procedimentales o bien privilegiamos los valores
sustantivos.
Ningún teórico contemporáneo de la legitimidad que defienda una
posición sustantivista se atreve a prescindir por completo de los
componentes procedimentales de la legitimidad. Ningún teórico
procedimentalista, por su parte, se atreve a eliminar por completo las
consideraciones sustantivas del plano de la legitimidad. Estos teóricos
difieren en el peso que debe darse a un tipo de consideraciones y a
otro.[39] Pero la empresa común de unos y otros consiste en identificar un
procedimiento formalmente legítimo que minimice el riesgo de injusticia de
las decisiones políticas legítimas, aún admitiendo la posibilidad de que
éstas existan.[40] Se trata de reconocer que sólo un procedimiento
democrático puede generar legitimidad política en una decisión, incluyendo
las decisiones que toma una asamblea constituyente por las que se otorga
fuerza a una constitución, y a la vez que requerimos de un procedimiento
que nos proporcione suficientes garantías de corrección sustantiva.
Dicho todo esto, la única forma de valorar correctamente la estrategia
de la democracia deliberativa ante el problema de la paradoja de la
legitimidad consiste, como ya se ha dicho, en comprobar de qué manera
concilia los valores en juego y, sobre todo, si lo hace mejor que sus
alternativas. Una vez descartados los procedimientos no democráticos de
toma de decisiones, como alternativas a los procedimientos deliberativos
sólo encontramos dos tipos de procedimientos democráticos, los basados en
el voto puro, sin deliberación previa, y los basados en la negociación. Si
nuestro objetivo, ahora, es valorar los distintos tipos de procedimientos
democráticos de toma de decisiones por su fiabilidad a la hora de producir
resultados justos, además de procedimentalmente legítimos, lo que estamos
planteando es cuál de ellos es superior epistémicamente.[41] Es evidente
que la negociación no puede tener ningún valor epistémico, puesto que parte
del presupuesto, como ya hemos visto, de que no hay ningún criterio
independiente de corrección que podamos o debamos conocer. Y con respecto
al voto, aunque algunos modelos tratan de otorgar valor epistémico al mero
hecho de votar democráticamente, como los que parten del Teorema del Jurado
de Condorcet, lo cierto es que es difícil comprender cómo podría tener
mayor valor epistémico el voto puro, sin deliberación previa, que el voto
que se emite después de haber intercambiado información relevante y buenos
argumentos en favor y en contra de las distintas alternativas de
decisión.[42] No hay, pues, otro procedimiento democrático con mayor valor
epistémico y que en consecuencia permita tener mayores garantías de
corrección sustantiva de sus resultados.
Comparemos, finalmente, el modelo de la democracia deliberativa con el
modelo de la democracia constitucional, interpretando este último ahora no
como una estrategia mixta maximalista, sino como un intento de privilegiar
los aspectos sustantivos de la legitimidad. Es decir, comparemos las dos
soluciones que con mayor aceptación se han propuesto al dilema de
privilegiar un tipo de valores u otro planteado por la paradoja de la
legitimidad. En este punto, el principal escollo de las posiciones que
privilegian las consideraciones sustantivas es cómo resolver el hecho de
los desacuerdos generalizados. Cualquier intento de imponer restricciones
sustantivas debe proporcionar una justificación independiente de las
mismas. Y lamentablemente hasta ahora no ha sido posible ofrecer una
justificación de este tipo que sea ampliamente convincente. ¿Qué podemos
hacer ante este hecho más que seguir deliberando colectivamente para
intentar encontrar la mejor articulación política a todas nuestras
intuiciones? Cuando nos preguntamos acerca de las propias precondiciones
del procedimiento deliberativo, cuando nos preguntamos acerca de los
requisitos sustantivos básicos de todo régimen político legítimo, acerca de
por ejemplo la lista de derechos fundamentales que debemos proteger, cuando
nos enfrentamos ante el hecho de los desacuerdos generales y fundamentales
que caracterizan nuestras sociedades modernas, ¿qué otra cosa podemos hacer
que no sea entrar en un proceso argumentativo que nos conduzca a una
solución cuanto menos provisional?
El hecho que el procedimiento deliberativo sea abierto y auto-
referente permite que sea un instrumento adecuado para reflexionar sobre
las propias precondiciones del mismo, o sobre los diseños institucionales
que impongan restricciones a las deliberaciones democráticas legislativas.
Así que el equilibrio entre la satisfacción de precondiciones y la
operatividad del procedimiento debe satisfacerse de manera gradual y auto-
referente. Y la cuestión última es que, a diferencia de lo que sostendría
un defensor de la democracia constitucional, la autoridad democrática
deliberativa no puede estar nunca restringida externamente. Sólo ella puede
ser dueña de sus propios compromisos. ¿Quién es el que puede ejercer
legítimamente la autoridad en casos de desacuerdo? ¿Qué otra cosa podemos
hacer si no dejar la decisión última en manos de los propios ciudadanos?
Cualquier otra alternativa no nos conducirá necesariamente a una garantía
objetiva, sino que terminará privilegiando la perspectiva propia,
subjetiva, de un individuo o conjunto de individuos, que en el mejor de los
casos es una estrategia elitista y en todo caso dictatorial.
Por esta razón, la práctica de la democracia deliberativa parece
ofrecer la mejor respuesta práctica ante el hecho de la paradoja y la
necesidad de optar por uno de los cuernos en el dilema de la legitimidad.
Cualquier intento de privilegiar las consideraciones sustantivas es
sospechoso de menoscabar la legitimidad democrática, y cualquier
alternativa de procedimiento democrático, como la negociación o el voto
puro, es incapaz de proporcionar mayor fiabilidad epistémica que la que
proporciona la democracia deliberativa. En definitiva, no hay soluciones
perfectas ante este problema central de la filosofía política que es el de
la legitimidad de los sistemas políticos. Pero la democracia deliberativa
parece ofrecer la mejor articulación de aquellos valores que están en juego
y que más nos importan. Frente a los riesgos, no podemos hacer otra cosa
que confiar en la madurez de nuestras democracias y de nuestra capacidad de
reflexión racional. No hay nada más allá de la razón colectiva, de la
deliberación democrática.


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[1] Este trabajo surge de una ponencia presentada en la Settimana dei
Diritti: Diritti umani tra identità e democrazia, organizada por la
Facultad de derecho de la Universidad de Palermo en junio de 2007.
Agradezco a todos los participantes en la discusión, profesores y
estudiantes de doctorado de esta facultad, por sus importantes y amables
preguntas, sugerencias y críticas a mi trabajo. En especial quiero
agradecer a Bruno Celano, Francesco Biondo y Giorgio Maniaci, que mientras
me llevaron a cenar y a visitar la hermosa ciudad de Palermo me permitieron
seguir discutiendo sobre estas ideas y me obligaron a mejorar mis
argumentos. Y a Isabel Trujillo por su generosa invitación y la magnífica
organización.
[2] No son pocos los autores que han insistido en que es la idea liberal de
democracia constitucional la que nos permite armonizar ambos valores de la
siguiente manera: primero constituyendo la democracia como una aplicación
de los derechos políticos, a su vez parte de los derechos fundamentales, y
segundo estableciendo límites al ejercicio del autogobierno en virtud de la
protección de los propios derechos fundamentales. Véanse, como ejemplo,
cuatro de los más citados: H. Kelsen, Esencia y valor de la democracia,
trad. R. Luengo Tapia y L. Legaz y Lacambra, México: Colofón. 1992; R.
Dworkin, Law's Empire: Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1986, y
Freedom's Law. The Moral Reading of the American Constitution, Cambridge
(Mass.), Harvard University Press, 1997; J. Rawls, Political Liberalism,
New York, Columbia University Press, 1993, y Reply to Habermas, «Journal of
Philosophy», vol. 92: 132-180, 1995; y L. Ferrajoli, Los fundamentos de los
derechos fundamentales. Debate con VV.AA., Barcelona, Trotta, 2001, y
Garantismo: debate sobre el derecho y la democracia, trad. de Andrea
Greppi, Madrid, Trotta, 2006.
[3] Sobre la idea de coto vedado, véase E. Garzón Valdés, El consenso
democrático: fundamento y límites del papel de las minorías, «Isonomía»,
12, 2000, pp. 7-34.
[4] Véase el excelente trabajo de J.C. Bayón, Democracia y derechos:
problemas de fundamentación del constitucionalismo, en J. Betegón et al.
(eds.), Constitución y derechos fundamentales, Madrid: Centro de Estudios
Constitucionales: 67-138, 2004, como uno de los mejores panoramas sobre
esta cuestión.
[5] Este argumento se remonta, de hecho, a los orígenes del
constitucionalismo liberal, y fue esgrimido, entre otros, por Alexander
Hamilton para defender el control judicial de constitucionalidad de las
leyes. En el contexto contemporáneo, también ha sido utilizado por John
Rawls, por ejemplo, para defenderse de las acusaciones de Jürgen Habermas
por defender un esquema de legitimidad poco democrático. Véase Rawls, Reply
to Habermas, op.cit.
[6] Tal y como le señala Jürgen Habermas a Rawls en el debate mencionado en
la nota anterior. Véase J. Habermas, Reconciliation Through the Public Use
of Reason: Remarks on John Rawls Political Liberalism, «Journal of
Philosophy», vol. 92, n. 3, 1995, pp. 109-131, y J. Habermas y J. Rawls,
Debate sobre el liberalismo político, trad. Gerard Vilar Roca, Barcelona,
Paidós, 1998, para el cruce entero de artículos.
[7] Véase J. Habermas, Faktizität und Geltung, Frankfurt am Main, Suhrkamp
Verlag, 1992; Human Rights and Popular Soverereignty: The Liberal and
Republican Versions, «Ratio Juris», vol. 7, n. 1, 1994, pp. 1-13; y
Constitutional Democracy. A Paradoxical Union of Contradictory Principles?,
«Political Theory», vol. 29, n. 6, 2001, pp. 766-781.
[8] Para un análisis más detallado de esta paradoja, véase J.L. Martí, The
Sources of Legitimacy of Political Decisions: Between Procedure and
Substance, en L. WINTGENS (ed.), The Theory and Practice of Legislation:
Essays on Legisprudence, London, Ashgate, pp. 259-281, 2005; y La república
deliberativa: una teoría de la democracia, Madrid, Marcial Pons, 2006, cap.
IV.
[9] Entre los autores que han propuesto teorías procedimentales puras,
puede mencionarse a S. Hampshire, Innocence and Experience, London, Penguin
Press, 1989; J. Ely, Democracy and Distrust. A Theory of Judicial Review,
Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1980; y R. Dahl, Democracy and
its critics, New Haven, Yale University Press, 1989.
[10] El problema, de hecho, es más grave, y está relacionado con lo que en
otro trabajo he denominado «paradoja de las precondiciones de la
democracia». Véase J.L. Martí, La república deliberativa, op.cit., cap.
III, y Un callejón sin salida. La paradoja de las precondiciones (de la
democracia deliberativa) en Carlos S. Nino, en VV.AA. (comp.), Homenaje a
Carlos Nino (título provisional), Buenos Aires: Editorial de la Universidad
de Buenos Aires, en prensa. Para que el procedimiento democrático sea
efectivo y legítimo no sólo es necesario cumplir con las reglas
procedimentales que lo rigen, sino también satisfacer de las precondiciones
del propio proceso, esto es, las condiciones necesarias de la eficacia del
propio proceso, que son muy parecidas a las cuestiones protegidas por los
derechos fundamentales. Ahora bien, cuanto más democrático, y por tanto
legítimo, es un procedimiento de toma de decisiones, más precondiciones
debemos haber garantizado ex ante, y por lo tanto menor será el número de
decisiones que queden por tomar una vez instaurado el procedimiento. A la
inversa, cuantas más decisiones queramos tomar democráticamente, menor
posibilidad de garantizar las precondiciones necesarias para la legitimidad
de los procedimientos democráticos, y por lo tanto menor legitimidad
tendrán en principio tales decisiones. Es decir, debemos optar entre contar
con un procedimiento muy legítimo pero destinado a tomar muy pocas
decisiones, y muy poco importantes, y un procedimiento que sirva para tomar
muchas decisiones pero generalmente menos legítimo.
[11] Para una panorámica general del modelo, véanse: A. Gutmann y D.
Thompson, Democracy and Disagreement, Cambridge (Mass.), Harvard University
Press, 1996, y Why Deliberative Democracy?, Princeton, Princeton University
Press, 2004; J. Bohman, Public Deliberation. Pluralism, Complexity and
Democracy, Cambridge (Mass.), MIT Press, 1996, y Survey Article: The Coming
of Age of Deliberative Democracy, «The Journal of Political Philosophy»,
vol. 6, n. 4, 1998, pp. 400-425; C. Nino, The Constitution of Deliberative
Democracy, New Haven, Yale University Press, 1996; J. Bohman y W. Rehg
(eds.), Deliberative Democracy. Essays on Reason and Politics, Cambridge
(Mass.), MIT Press, 1997; J. Elster, (ed.), Deliberative Democracy,
Cambridge, Cambridge University Press; S. Macedo (ed.), Deliberative
Politics: Essays on Democracy and Disagreement, Oxford, Oxford University
Press, 1999; J. Fishkin y P. Laslett (eds.), Debating Deliberative
Democracy, Oxford, Blackwell, 2003; y S. Besson y J.L. Martí (eds),
Deliberative Democracy and Its Discontents. National and Post-national
Challenges, London, Ashgate, 2006. Para una reconstrucción en profundidad
del mismo, véase J.L. Martí, La república deliberativa, op.cit.
[12] La lista de defensores del modelo es interminable, pero tal vez vale
la pena añadir algunos nombres relevantes, como Bernard Manin, Jane
Mansbridge, Iris Young, Seyla Benhabib, David Estlund, Stephen Macedo,
Thomas Christiano, James Fishkin y John Dryzek.
[13] Véanse J. Schumpeter, [1942], Capitalism, Socialism and Democracy, 2ª
ed., New York, Harper and brothers, 1946; A. Downs, An Economic Theory of
Democracy, New York, Harper and Row, 1956; R. Dahl, Democracy and its
critics, op.cit., y On Democracy, New Haven, Yale University Press, 1998;
J. Ely, op.cit.; y Ch. Mouffe, The Return of the Political, London, Verso,
1993, The Democratic Paradox, London, Verso, 2000, y On the Political
(Thinking in Action), London: Routledge, 2005.
[14] Sorprendentemente, la noción de ideal regulativo ha sido poco
estudiada por los filósofos. Puede verse un intento de análisis preliminar
en J.L. Martí, La nozione di ideale regolativo: note preliminari per una
teoria degli ideali regolativi nel diritto, «Ragion Pratica», n. 25,
diciembre, 2005, pp. 381-404.
[15] Véanse B. Manin, On Legitimacy and Political Deliberation, «Political
Theory», vol. 15, n. 3, 1987, pp. 351-359; J. Cohen, Deliberation and
Democratic Legitimacy, en A. Hamlin y Ph. Pettit (eds.), The Good Polity:
Normative Analysis of the State, Oxford, Blackwell, 1989, pp. 17-22; J.
Dryzek, Discursive Democracy, Cambridge, Cambridge University Press, 1990,
y Deliberative Democracy and Beyond: Liberals, Critics, and Contestations,
Oxford, Oxford University Press, 2000; J. Habermas, Faktizität und Geltung,
op.cit.; D. Estlund, Who's Afraid of Deliberative Democracy? On the
Strategic/Deliberative Dichotomy in Recent Constitutional Jurisprudence,
«Texas Law Review», vol. 71, 1993, p. 1469, y Beyond Fairness and
Deliberation: The Epistemic Dimension of Democratic Authority, en J. Bohman
y W. Rehg (eds.), Deliberative Democracy, op.cit., pp. 173-204; A. Gutmann
y D. Thompson, Democracy and Disagreement, op.cit., p. 4, y Why
Deliberative Democracy?, op.cit., pp. 3-7; y J. Bohman, Public
Deliberation, op.cit., pp. 4 y 5, y Survey Article..., op.cit., pp. 401 y
402.
[16] Sobre la distinción entre argumentación o deliberación, y negociación
y voto, véanse J. Elster, Strategic Uses of Argument, en K. Arrow et al.
(eds.), Barriers to Conflict Resolution, New York: Norton, 1995, p. 239, y
Deliberative Democracy, op.cit., pp. 5-8; B. Manin, op.cit., pp. 352 y 353;
y J. Cohen, Deliberation and Democratic Legitimacy, op.cit., p. 21. Después
volveré sobre esta cuestión.
[17] Véase, por ejemplo, B. Manin, op.cit., pp. 352, J. Cohen, Deliberation
and Democratic Legitimacy, op.cit., p. 23, Procedure and substance in
Deliberative Democracy, en S. Benhabib (ed.), Democracy and Difference,
Princeton, Princeton University Press, 1996, y Democracy and Liberty, en J.
Elster (ed.), Deliberative Democracy, op.cit., p. 203; J. Bohman, Public
Deliberation, op.cit., pp. 7 y 9, y Survey Article..., op.cit., pp. 400 y
408-410; Th. Christiano, The Rule of the Many, Boulder (Colo.), Westview
Press, 1996; C. Nino, op.cit., pp. 144 y 180-186; A. Gutmann y D. Thompson,
Democracy and Disagreement, op.cit., cap. 8, y Why Deliberative Democracy?,
op.cit.; y J. Elster, Deliberative Democracy, op.cit., p. 8.
[18] Véanse J. Cohen, The Economic Basis of Deliberative Democracy, «Social
Philosophy and Policy», vol. 6, n. 2, 1989; J. Bohman, Public Deliberation,
op.cit., cap. 3; Th. Christiano, op.cit.; A. Gutmann y D. Thompson,
Democracy and Disagreement, op.cit., cap. 8; G. Gaus, Justificatory
Liberalism: An Essay on Epistemology and Political Theory, Oxford, Oxford
University Press, 1996.
[19] Véanse, por ejemplo, B. Manin, op.cit., pp. 353; J. Cohen,
Deliberation and Democratic Legitimacy, op.cit., p. 17; y C. Sunstein, The
Partial Constitution, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1993, p.
162.
[20] Véanse J. Habermas, Faktizität und Geltung, op.cit., y J. Bohman,
Public Deliberation, op.cit. En primer lugar, se produce una deliberación
más estricta e institucionalizada, regida por un procedimiento más
formalizado, en los espacios de toma de decisiones políticas, tanto en
órganos de representación como en mecanismos de participación ciudadana. En
segundo lugar, encontramos una deliberación pública informal o no
institucionalizada que tiene lugar en la esfera pública en general, al
margen de las instituciones políticas y poco o nada reglamentada. Se trata,
en este caso, de la deliberación masiva en la que los ciudadanos participan
cada vez que escriben o leen periódicos, intervienen en o escuchan una
tertulia de radio o televisión, discuten con otra persona en un café, o con
sus vecinos en la puerta de su casa. La deliberación no institucional es de
crucial importancia para alimentar la deliberación institucional del primer
nivel y para reforzar la legitimidad del sistema democrático.
[21] Véanse B. Manin, op.cit., pp. 352 y 353, J. Cohen, Deliberation and
Democratic Legitimacy, op.cit., p. 21; Th. Christiano, op.cit., pp. 53-55;
A. Gutmann y D. Thompson, Democracy and Disagreement, op.cit.; y Fishkin y
Laslett, op.cit., p. 2.
[22] Véanse, por ejemplo, J. Habermas, Theorie des Kommunikativen Handelns,
Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1981; J. Elster, Sour Grapes. Studies
in the Subversion of Rationality, Cambridge, Cambridge University Press,
1983, pp. 53-65, Strategic Uses of Argument, op.cit., y Deliberative
Democracy, op.cit.; J. Mansbridge, Beyond Adversary Democracy, 2 ed.,
Chicago: University of Chicago Press, 1983, pp. 8-10; B. Manin, op.cit.,
pp. 349 y 350, J. Cohen, Deliberation and Democratic Legitimacy, op.cit.,
p. 22, y The Economic Basis of Deliberative Democracy, op.cit., pp. 32-34;
A. Gutmann y D. Thompson, Democracy and Disagreement, op.cit., y Why
Deliberative Democracy?, op.cit.; y Fishkin y Laslett, op.cit., p. 2.
[23] Véanse J. Mansbridge, Beyond Adversary Democracy, op.cit., pp. 3 y 31-
33; J. Cohen, Deliberation and Democratic Legitimacy, op.cit., p. 23; C.
Sunstein, Beyond the Republican Revival, «Yale Law Journal», vol. 97, 1988,
y The Partial Constitution, op.cit., p. 137; D. Estlund, Beyond Fairness
and Deliberation, op.cit.; y J. Bohman, Survey Article..., op.cit., p.
400.
[24] Véanse, por ejemplo, A. Gutmann y D. Thompson, Democracy and
Disagreement, op.cit., p. 95; y J. Elster, Deliberation in Constitution
Making, en J. Elster, Deliberative Democracy, op.cit., pp. 107-116.
[25] Véanse J. Cohen, Deliberation and Democratic Legitimacy, op.cit., p.
21; J. Bohman, Public Deliberation, op.cit., pp. 47-66, y Survey
Article..., op.cit., p. 407; y A. Gutmann y D. Thompson, Democracy and
Disagreement, op.cit., pp. 1, 26 y 51-94.
[26] Véanse J. Habermas, Theorie des Kommunikativen Handelns, op.cit.; J.
Cohen, Deliberation and Democratic Legitimacy, op.cit., pp. 21-24, y The
Economic Basis of Deliberative Democracy, op.cit., p. 31; C. Sunstein, The
Partial Constitution, op.cit., p. 23; J. Bohman, Public Deliberation,
op.cit., p. 238.
[27] Véanse B. Manin, op.cit., pp. 352; J. Cohen, Deliberation and
Democratic Legitimacy, op.cit., p. 22, The Economic Basis of Deliberative
Democracy, op.cit., p. 32, y Democracy and Liberty, en J. Elster,
Deliberative Democracy, op.cit., pp. 192-233; J. Bohman, Public
Deliberation, op.cit., p. 238; C. Nino, op.cit., p. 180; y J. Elster,
Deliberative Democracy, op.cit., p. 1.
[28] Véanse J. Cohen, Deliberation and Democratic Legitimacy, op.cit., p.
21, y The Economic Basis of Deliberative Democracy, op.cit.; Bohman 1996:
cap. 3, A. Gutmann y D. Thompson, Democracy and Disagreement, op.cit., cap.
9, pp. 307-345; C. Nino, op.cit., pp. 144 y 180; y J. Elster, Deliberative
Democracy, op.cit., p. 1.
[29] Véanse C. Sunstein, Beyond the Republican Revival, op.cit.; J. Cohen,
Deliberation and Democratic Legitimacy, op.cit., pp. 17, 19, 21 y 22, y
Democracy and Liberty, op.cit., pp. 198-201, A. Gutmann y D. Thompson,
Democracy and Disagreement, op.cit., p. 4, y Why Deliberative Democracy?,
op.cit.; y J. Bohman, Public Deliberation, op.cit., p. 5, y Survey
Article..., op.cit., p. 402.
[30] J. Cohen, An Epistemic Conception of Democracy, «Ethics», vol. 97, n.
1, 1986, pp. 34 y siguientes; D. Estlund, Who's Afraid of Deliberative
Democracy?, op.cit., pp. 1448 y siguientes, y Making truth safe for
democracy, en D. Copp, J. Hampton, y J. Roemer, (eds.), The Idea of
Democracy, Cambridge: Cambridge University Press, 1993, pp. 74, 79-81.
[31] Véanse J. Cohen, An Epistemic Conception of Democracy, op.cit., p. 54
y siguientes; y D. Estlund, Who's Afraid of Deliberative Democracy?,
op.cit., Making truth safe for democracy, op.cit., y Beyond Fairness and
Deliberation, op.cit., pp. 174 y siguientes.
[32] Véase J. Habermas, Theorie des Kommunikativen Handelns, op.cit.
[33] La teoría es compatible tanto con el realismo moral como con el
constructivismo kantiano o incluso con un no-cognoscitivismo moderado que
exige condiciones ideales como la universalidad o la imparcialidad, como el
de Hare. Veáse D. Estlund, Beyond Fairness and Deliberation, op.cit., pp.
180 y 181. Por supuesto que la necesidad de presuponer la existencia de un
criterio de corrección intersubjetivo y la posibilidad de su conocimiento
no implica la efectiva existencia del mismo ni el efectivo conocimiento.
Bien podría ser que dicho criterio no existiera o no pudiera ser conocido.
Pero entonces deberíamos concluir que no hay espacio para la argumentación
o la deliberación políticas. En materia de gustos para los helados, por
ejemplo, no existen criterios intersubjetivos de corrección. Si a mi me
gustan los helados de vainilla y a usted le gustan los de chocolate, no
tendrá sentido que intentemos convencernos mutuamente de que nuestro gusto
es mejor que el del otro. Puede tener sentido explicarnos informativamente
los motivos que hacen que prefiramos un gusto al otro, entendiendo que
tales motivos no son verdaderas razones intersubjetivas. De hecho,
podríamos decir que ni siquiera hay un genuino desacuerdo entre los dos. En
ausencia de criterios de corrección intersubjetiva para la disputa es
difícil hablar de desacuerdos, lo cuál parece llevarnos a concluir que sólo
en presencia de genuinos desacuerdos podemos identificar un espacio para la
argumentación, y siempre, en tales casos, esto es posible en virtud de la
existencia de criterios de corrección intersubjetiva. En definitiva, o bien
aceptamos que no hay espacio para la argumentación en materia política ni
genuinos desacuerdos en este ámbito, como ocurre con los gustos por los
helados, y que toda práctica política aparentemente deliberativa es en
realidad fallida y enmascara una situación de persuasión o negociación, o
bien presuponemos la existencia de criterios de corrección intersubjetivos
que hagan sentido a la deliberación.
[34] C. Sunstein, Beyond the Republican Revival, op.cit.; J. Cohen,
Deliberation and Democratic Legitimacy, op.cit., y Democracy and Liberty,
op.cit.; J. Elster, Strategic Uses of Argument, op.cit., y Deliberative
Democracy, op.cit.; A. Gutmann y D. Thompson, Democracy and Disagreement,
op.cit., y Why Deliberative Democracy?, op.cit.; J. Bohman, Public
Deliberation, op.cit., y Survey Article..., op.cit..
[35] J. Habermas, Theorie des Kommunikativen Handelns, op.cit.; J. Elster,
Sour Grapes, op.cit., Strategic Uses of Argument, op.cit., y Deliberative
Democracy, op.cit.; J. Mansbridge, Beyond Adversary Democracy, op.cit.; J.
Cohen, Deliberation and Democratic Legitimacy, op.cit.; A. Gutmann y D.
Thompson, Democracy and Disagreement, op.cit., y Why Deliberative
Democracy?, op.cit.
[36] Véanse B. Manin, op.cit., pp. 349-353; C. Sunstein, Beyond the
Republican Revival, op.cit.; J. Cohen, Deliberation and Democratic
Legitimacy, op.cit., pp. 17 y 18, y Democracy and Liberty, op.cit., pp. 185
y 186; A. Gutmann y D. Thompson, Democracy and Disagreement, op.cit., pp. 1
y 4, y Why Deliberative Democracy?, op.cit., pp. 13-21; y J. Bohman, Survey
Article..., op.cit., p. 400. Esto no implica negar, por supuesto, que en la
práctica donde operan ciertas restricciones y no es posible alcanzar una
situación ideal de deliberación, será a menudo necesario recurrir también a
algún tipo de mecanismo de voto. Pero ello nada indica acerca de la
contraposición ideal entre los modelos deliberativos y los agregativos o de
voto. Véanse B. Manin, op.cit., pp. 341-344 y 355-361; J. Waldron, Law and
Disagreement, Oxford, Clarendon Press, 1999; y F. Ovejero, La libertad
inhóspita. Modelos humanos y democracia liberal, Barcelona, Paidós, 2002,
p. 159, nota 10; y S. Besson, Disagreement and Democracy: From Vote to
Deliberation and Back Again? The Move Toward Deliberative 'Voting Ethics',
en J. Ferrer y M. Iglesias (eds.), Globalisation, Democracy, and
Citizenship – Prospects for the European Union, Berlin, Duncker und
Humblot, 2003.
[37] Véanse J. Cohen, An Epistemic Conception of Democracy, op.cit., y
Deliberation and Democratic Legitimacy, op.cit.; J. Habermas, Faktizität
und Geltung, op.cit.; D. Estlund, Who's Afraid of Deliberative Democracy?,
op.cit., Making truth safe for democracy, op.cit., y Beyond Fairness and
Deliberation, op.cit.; C. Nino, op.cit.; y G. Gaus, op.cit. Una
reconstrucción de esta justificación en J.L. Martí, La república
deliberativa, op.cit., cap. V y The Epistemic Conception of Deliberative
Democracy Defended. Reasons, Rightness and Equal Political Liberty, en S.
Besson y J.L. Martí (eds), Deliberative Democracy and Its Discontents,
op.cit.
[38] Como lo son también la paradoja de las precondiciones de la democracia
antes mencionada, y tantas otras paradojas que conciernen a la idea de
democracia o de autonomía. Estoy de acuerdo, por tanto, con la posición del
dialeteísmo racional que sostiene que ciertas paradojas son verdaderas, aun
cuando ello violente algunos presupuestos centrales de nuestra lógica. Si
por paradoja entendemos una contradicción del pensamiento, sostener que una
paradoja es verdadera es sostener que una contradicción puede ser verdad.
Pero no puedo detenerme ahora sobre este punto. Véase R.M. Sainsbury,
Paradoxes, 2ª edición revisada, Cambridge, Cambridge University Press,
1995, pp. 135-144.
[39] Y su respuesta debe acometer la difícil tarea de elegir una opción en
el siguiente caso de elección trágica: ¿Qué es preferible en términos de
legitimidad, una decisión política democrática y deliberada pero
parcialmente injusta, por ejemplo, la decisión de discriminar a los
homosexuales al negar la posibilidad de contraer matrimonio a personas del
mismo sexo, o una decisión no democrática e impuesta de manera elitista
pero aparentemente justa en términos sustantivos como la de permitir dicho
matrimonio?
[40] Así, de nuevo, puede leerse la controversia generada entre dos grandes
del pensamiento político contemporáneo, John Rawls y Jürgen Habermas, que
generó diversos trabajos, muchos de ellos publicados en Journal of
Political Philosophy. Véase J. Habermas, Reconciliation Through the Public
Use of Reason, op.cit., y Rawls, Reply to Habermas, op.cit, y los textos
reunidos en J. Habermas y J. Rawls, Debate sobre el liberalismo político,
op.cit.
[41] Para un análisis detallado de lo que sigue, véanse J.L. Martí, The
Sources of Legitimacy of Political Decisions, op.cit., La república
deliberativa, op.cit., y The Epistemic Conception of Deliberative Democracy
Defended, op.cit.
[42] No puedo detenerme demasiado en este argumento. Para una argumentación
más detallada, véase J.L. Martí, The Epistemic Conception of Deliberative
Democracy Defended, op.cit.
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