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May 22, 2017 | Autor: Liliana Perez | Categoría: Patagonia, Aboriginal Studies, Comunidades Campesinas
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Descripción

LA ESCUELA PATAGÓNICA REMINISCENCIAS DE UN MAESTRO 1914 · 1946

Demetrio Fernández

Liliana Elizabeth Pérez (Estudio Preliminar)

La Secretaría de Cultura de la Provincia del Chubut -adhiriendo al derecho de libertad de expresión-, auspicia y promueve de manera irrestricta las diversas manifestaciones culturales. Los autores son legal y moralmente responsables de la veracidad y profundidad de sus investigaciones, de la autoría que ejercen sobre su obra y de las opiniones vertidas en la misma. Fernández, Demetrio La escuela Patagónica : reminiscencias de un maestro : 1914-1916 / Demetrio Fernández y Demetrio Fernández. - 1a ed. - Rawson : Secretaría de Cultura del Chubut, 2012. 152 p. ; 17x24 cm. ISBN 978-987-1412-45-7 1. Historia de la Educación. I. Fernández, Demetrio II. Título CDD 370.982 7

Fecha de catalogación: 01/08/2012

Colección Tesoros de la Historia Dirección General Pablo Lo Presti Revisión General Julia Chaktoura Diseño y Diagramación Pablo García

© 2013 by Secretaría de Cultura de la Provincia del Chubut Tel. (0280) 4483848 E-mail: [email protected] Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Impreso en Argentina · Printed in Argentina Se permite la reproducción parcial del presente libro citando su origen.

Gobernador Martín Buzzi Vice Gobernador Gustavo Mac Karthy Secretario de Cultura Claudio Dalcó

Tapa original de la edición del autor (Nota: Para la presente edición se han respetado la diagramación, métrica y ortografía de la edición del autor)

El maestro y los códigos de la argentinidad Liliana Elizabeth Pérez

Demetrio Fernández era maestro Normal Provincial, egresado en 1913 del establecimiento educacional Juan Crisóstomo Lafinur de San Luís. Llegó en 1914 a Talagapa, Territorio del Chubut, enviado por la Dirección General de Escuelas de Territorios Nacionales, luego de un largo viaje del cual relata, con elegante pluma, las peripecias. Una vez en destino residirá en el campo de la “Compañía Peirano, Podestá y Cía.”, donde se ubicaba la casa de negocios más importante de la región. Allí funcionará provisoriamente, a falta de mejor lugar, la Escuela Nº 42, pues la presencia del Estado en espacios como estos todavía era débil, en tanto el poder, en gran medida, estaba en manos de los grandes estancieros y los comerciantes. Estos concentraban no sólo el excedente y el tráfico de la producción, sino que también nucleaban a los pobladores y sus hijos, ya que la “Peirano, Podestá y Cía.”, la “Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia” (entre otras compañías) y un reducido grupo de grandes estancieros habían ocupado rápidamente los mejores espacios, teniendo como objetivo el control de la producción 7

y de la mano de obra del lugar, en una etapa signada por marcadas fluctuaciones en el poblamiento y por el aumento progresivo del valor de la lana hasta mediados de la década de 1920.1 A este espacio y en este contexto arriba Demetrio Fernández, cargado de aprensiones, un fuerte sentimiento nacionalista y el discurso progresista en boga, inscribiendo su tarea educativa en las alturas de una “misión patriótica y civilizadora”. Sintiendo que su tarea es trascendente da cuenta de que existe una población interesada en su postulado, haciendo una distinción constante en el origen de sus alumnos, destacándose en su mirada la atención que le presta a “indígenas” y “chilenos”. Los “indígenas” que acreditaban documentación argentina eran, según su visión, los alumnos sobre quienes la labor pedagógica rendiría sus mejores frutos, convirtiéndolos en ciudadanos dignos. Los “chilenos”, por su parte, podían llegar a ser un escollo en el camino de la educación patria, lo cual entrañaba un mayor desafío. Esta mirada era fruto de la marcada impronta del Estado Nacional Argentino, y el trazo de su política tendiente a integrar al país los territorios incorporados mediante las campañas militares de principios de la década de 1880. Es así que a partir de esos años y hasta aproximadamente 1950 se fue acrecentando el volumen de exploraciones, el otorgamiento de tierras y la instalación de instituciones estatales de carácter castrense y escolar. En este diseño con el que la clase dominante se había lanzado a la tarea de construir la Nación, era central la instauración de mecanismos de control que homogeneizaran la diversidad real que habitaba estos espacios.2 Fue construido entonces un esquema de clasificación basado en el supuesto 1 Para una información más acabada de la Meseta Norte del Chubut, ver: PÉREZ, Liliana. Vivir en las márgenes. La construcción social de la historia de un espacio de relaciones complejas y actores ocultos. La Meseta Norte del Chubut (1890-1930). Tesis doctoral presentada a la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (Tandil) en febrero de 2010. PÉREZ, Liliana. Tels’en. Una historia de la Meseta Norte del Chubut. Patagonia 1890-1940. 2012. 2 BAEZA, Brígida. Fronteras e identidades en Patagonia Central. (1885-2007). Prohistoria ediciones. Rosario. 2009.

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carácter étnico-nacional de los habitantes del Territorio que busca, sobre todo, la formación de una frontera socio-cultural interna, cuyo borde coincida con la divisoria política que la separa del Estado de Chile, estabilizada en 1902 con el arbitrio británico. “Indígenas”; “Indígenas chilenos”, “Indígenas argentinos”, etc., son entonces categorías que hacen referencia, en la gran mayoría de los casos, a un tipo de habitante que hasta el momento de la conquista del espacio patagónico por los estados nacionales argentino y chileno, transitaba dicho espacio naturalmente, sin obstáculos que se lo impidieran. Las categorías identitarias con anclaje en lo nacional son producto pues de la conquista de Patagonia llevada a cabo por estos estados, y por lo tanto posteriores a 1880, aunque aún hoy se usen para nominar, retrayéndolas a un pasado al cual no pertenecieron. De esta manera conquistar y educar eran dos tácticas de una misma empresa encarada por el Estado, y para llevar adelante la tarea homogeneizadora, maestros como Demetrio Fernández deben poner en escena la liturgia patriótica, apelando a los próceres históricos y a los emblemas nacionales creadores de “argentinidad”, en una comunidad donde la mayoría de las familias son “chilenas”, “indígenas” y “criollas” y, en menor número, inmigrantes de ultramar (italianos, españoles, vascos, sirios y libaneses). De esta manera, aprender dicha liturgia, la lengua castellana y a leer y escribir, era el camino desafiante que debían transitar los alumnos para lograr la inclusión. El maestro, como brazo de las políticas del Estado, ambicionaba conformar así un ser nacional por sobre las identidades diversas de una población heterogénea en origen y costumbres; y los componentes de ésta debían asimilarse a los usos de la nación que habitaban, en un Territorio en donde les estaban negados los pocos derechos ciudadanos que gozaban los “argentinos” del resto del país. Fernández, hijo de la ley de educación superior 1420, “monumento de sabiduría” según su propia definición, encarnaba con convencimiento “orgulloso y honrado” su misión.

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Pero el trabajo escolar concreto que requería la presencia de los hijos de los crianceros en el establecimiento escolar por largos períodos, encontraba resistencia, sobre todo en los casos de las familias aborígenes y criollas con una profunda tradición rural, que no era necesariamente una actitud militante en oposición a la educación impartida, sino un fenómeno que hundía su raíz en situaciones complejas. Si bien la educación se presentaba como una variable de inclusión que muchos aceptaban como tal, estas unidades de producción familiar veían resentida la posibilidad de conjugar dos actividades de importancia para el desarrollo del grupo: el hecho de concurrir a la escuela y el de producir para la subsistencia. A diferencia de esto, los inmigrantes europeos veían con mejores ojos la presencia de la escuela, aunque muchas veces más desde el discurso que desde la práctica, ya que la necesidad de mano de obra familiar para realizar los trabajos del campo también presionaba sobre ellos. La mayoría de las veces la escuela estaba ubicada a varias leguas del lugar donde vivían los pobladores, y la manera resolver esta distancia era mediante el traslado temporario de los chicos y sus madres, durante el tiempo que duraba el ciclo lectivo. De esta forma, la asistencia de niños y jóvenes a la escuela fue, durante las primeras décadas del siglo XX, muy baja e intermitente, ya que eran constantemente requeridos por su familia durante gran parte del año para las tareas del campo, como parte importante de la fuerza de trabajo de la unidad doméstica. Si es que la inclusión y los valores nacionales servían para algo, estos cobraban sentido solo luego de que la subsistencia diaria y el proceso productivo estaban asegurados. Por otra parte, ciertos rigores de la disciplina escolar de la época eran vistos por los crianceros como de cierta arbitrariedad, y los niños, por su parte, alejados en muchos casos de sus hogares y sus parientes, eran presa de una justificada sensación de desarraigo. De esto, claro está, no da cuenta Fernández, debido a los límites que le impone la ideología que conforma su pensar, asentado en los planes pedagógico-políticos de la elite dominante del momento, 10

hoy conocida como “La Generación del 80’”, hegemónica en el plano cultural. Señalemos además que para el año 1914 existían en todo el Territorio del Chubut cuarenta y tres escuelas, quince en zonas urbanas y veintiocho en la campaña, lo cual representaba casi una escuela por cada cien alumnos. La iniciativa desplegada por el Estado era importante en esta dirección, pero una deficiente lectura de la realidad por parte de los encargados de este proceso, era la causa del cierre constante de establecimientos y del traslado de los maestros, situación que se mantuvo durante al menos tres décadas.3 Luego de nueve años en Talagapa, Demetrio Fernández es trasladado a la precordillera rionegrina, más concretamente al sur de esta, a la escuela Nº 65 ubicada en el paraje de Chacay Huarruca, adonde realizará su “misión” ante una concurrencia de alumnos mayoritariamente “araucanos”. Como en la ocasión anterior, la escuela funcionaba en el establecimiento de un acomodado comerciante, hasta que finalizado el acuerdo que este tenía con las autoridades, un vecino del lugar de apellido Collihuín compró el local en colaboración con los demás vecinos, para donarlo al ministerio. De esta manera, anota Fernández, “sin vano ni falso alarde, este hombre analfabeto que venía de los toldos, otrora terror de las poblaciones civilizadas, había comprometido su palabra ante la dirección de la escuela y la cumplió con exactitud propia de caballero.” Como podemos ver, si leemos a contrapelo de los prejuicios que informan la mirada de Fernández, la frontera supuesta entre “civilización y barbarie” era un constructo narrativo que bien mirado, no sostienen ni siquiera los relatos que pretenden apuntalarla. 3 Esta realidad que estamos describiendo era una preocupación para las autoridades del Territorio que informaban a sus pares de la Nación que “el total de la población escolar es de 4.467 niños y resulta que 2.542 no están inscritos en las escuelas…” Iguales porcentajes relativos presentaba el Territorio de Río Negro y mucho más desfavorables aún eran los de Santa Cruz. Datos extraídos de la Memoria del Ministerio del Interior, presentada al Honorable Congreso de la Nación. 1914-1915. Talleres Gráficos de la Penitenciaria de la Nación. Buenos Aires. Pág. 198.

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En estrecha convivencia con los moradores del lugar, y más allá de las labores que le son propias, el maestro compartirá las actividades cotidianas que hacían a la vida en ese espacio, participando incluso de festejos íntimos de la comunidad como el camaruco. Allí permaneció hasta 1930, año en el que fue trasladado como director a la Escuela Nacional Nº 12 de Bryn Gwyn, uno de los primeros establecimientos educativos del Valle del Chubut, que Fernández contempla alegre como un “centro de civilización”. El desempeño en esta zona de maestros como Eduardo Thames Alderete y Vicente Calderón, y el de inspectores como Próspero Alemandri, primeros agentes pedagógicos designados para el Territorio durante la primera presidencia de Julio A. Roca, habilitaban a Fernández a tener esta impresión, ya que de esta manera pasaba a formar parte de una especie de “genealogía de pioneros” que alimentaba su ego y su prestigio. Opinaba a propósito, que a diferencia de Talagapa y Chacay Huarruca, “el elemento escolar que se nos confiaba era la antítesis del que terminábamos de dejar en las lejanías cordilleranas. Niños risueños, movedizos, preguntones, inquietos; de rostros blancos, cutis suave, ojos interrogantes, anhelosos de captar la palabra ilustrada del maestro […] que armonizaban con la exuberancia y verdor de la vegetación […] en contraposición a aquel otro ambiente ríspido, monótono y frío donde, hasta las manifestaciones naturales del ser, parece que se introvirtieran por temor a la obsesionante y mezquina soledad.” Más allá del transitado tópico de emparejar lo natural a lo social, vistiendo a los hombres, por carácter transitivo, con las galas características del clima y la geología; la mirada del maestro se embelesa con el blanco del rostro, el cutis suave y los ojos de los niños del Valle, sin contemplar que los comportamientos diferentes son el fruto de culturas, de un pasado y un presente profundamente distintos, uno de los cuales era fruto de una radical y violenta ingeniería social.4 4 Sobre la violencia ejercida sobre los grupos recomendamos la lectura de: DELRÍO, Walter. Memorias de expropiación. Sometimiento e incorporación indígena en la Patagonia. 18721943. Editorial. Universidad Nacional de Quilmes. Buenos Aires. 2005.

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Sin embargo, a pesar de su opinión, su relato disminuye aquí en riqueza e intensidad, limitándose sólo a ser una redacción, sin mayores complejidades, de una breve reseña de la historia de la colonia, de acuerdo al relato estabilizado de los residentes de la misma.5 En 1936 es trasladado nuevamente a Río Negro, más concretamente a una pequeña escuela rural a las afueras de Viedma, hecho que le resulta desventajoso para su carrera aunque importante para su tranquilidad. En 1939 pasa a ser director de la escuela Nº 2 “Juan de la Piedra” de Viedma, una de las de mayor jerarquía del Territorio de Río Negro. En este caso, como en el de su experiencia en el Valle del Chubut, sólo se limita a redactar una historia de la zona, y a hacer un panegírico de la labor pedagógica, a manera de cierre de su propio desempeño en el campo hasta el año 1947 en el que se jubila. Así, a pesar de ser un representante de aquel pensar etnocéntrico que dividía el universo social entre “civilizados” y “bárbaros”, Demetrio Fernández realiza sus mayores y mejores esfuerzos narrativos usando como materia aquellos sujetos y aquel espacio del que se consideraba más distante y ajeno. Es por ello que a través de su relato uno encuentra una fuerte corriente de empatía hacia estos grupos, que es mucho mayor que la alcanzada por otros autores en otras crónicas de este tenor escritas durante este período.6 Transitan así su narración personajes como el “indio Chagallo”, viejo cacique sobreviviente a las campañas militares de exterminio; Julián Pérez, un albañil socialista admirador de Alfredo Palacios con quien tenía serias, enconadas y largas discusiones; Eliseo Contreras, policía de profesión primero y bandolero después, testimonio personificado de la delgada línea que supuestamente separaba la ley del delito 5 Diferente sin dudas hubiese sido su opinión si hubiera desarrollado su actividad en la época de los maestros “pioneros” que él mismo cita, quienes ocuparon el cargo en el momento más tenso de las relaciones del Estado Nacional con los miembros de la Colonia Galesa, que se resistía al avance del proyecto homogeneizador en detrimento de su ideal de autonomía política y cultural, finalmente vencido. 6 Ver bibliografía general.

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en estos territorios; y aquellos sobrevivientes de las tribus federadas a Valentín Sayhueque, a quienes trata con suma admiración más allá de su pre-juicio. De esta forma, a pesar de la formación que condicionaba fuertemente su mirada, en su relato habitan sectores e individuos invisibilizados por la narrativa canónica del momento; el propio Estado es expuesto con ribetes que no encajan con su propio relato instituyente, y el propio narrador, a pesar de su esfuerzo en contrario, aparece desestabilizado por una realidad que lo interpela y atraviesa. En suma, “La escuela Patagónica…” es una excelente crónica para ensayar diferentes lecturas de complejidad diversa, que nos permitan, entre otras cosas —profundizando las fisuras y las grietas que aparecen en el relato—, entender los modos en los que la Nación se construyó en Patagonia, excluyendo, desplazando, subyugando o incluyendo; según el caso y el momento; a los grupos que la habitaban o pasaron a habitarla luego de las campañas militares de la década de 1880.

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LA ESCUELA PATAGÓNICA REMINISCENCIAS DE UN MAESTRO 1914-1946

Demetrio Fernández

I. DISQUISICIÓN A ULTRANZA Sí, resueltamente, a todo trance, sin reparar en riesgos, como lo expresa este título, hemos procurado volcar en las precedentes páginas el fruto de nuestra experiencia, de nuestra observación, de la convivencia por más de treinta años con niños de razas heterogé­neas, de psicologías y modalidades dispares. Observaciones que se extienden al medio ambiente social y a la misma naturaleza, allí bravía, ríspida, inclemente y dura y en cuyas condiciones climáticas superviven los fuertes y sucumben los abúlicos y débiles; viviendo sí, estos últimos, como entes autómatas sin ideales, sin venturosas perspectivas, sin un premeditado fin de perfección y triunfo, anhelo de los espíritus superiores. Involucran también estos apuntes una autoalusión a la vida de un humilde docente que se esforzó por ser Maestro (así con ma­yúscula) que esgrimió como arma de combate, su gran amor a la Patria y por ende a la tradición; su honradez puesta a prueba; su cariño entrañable a la niñez —y en especial al párvulo aborigen— y en última circunstancia sus escasos conocimientos pedagógicos y psicológicos que, si constituyen condición sine qua non en el educador, cuando priva más corazón que cerebro es suyo el triunfo. Por eso nos atrevimos a hilvanar estas páginas, acicateadas por un sincero anhelo de remontar las diáfanas cumbres del pensamien­to y 21

con fervoroso deseo de blandir el cincel fino de un estilo claro, sentencioso, profundo y subyugante. ¡Vano empeño!, no saldremos más allá de la pobre lucubración sin encanto, que puja por remon­tarse; y, si algún valor puede otorgarnos el lector amable que nos lea, será por la realidad patética de lo expuesto, enmarcada dentro de los cánones de la más prístina verdad... Un educador que escribe —reflexionará el confiado lector— es para exponer su pensamiento dentro de las rigurosas exigencias del buen decir; ajustados sus conceptos a las leyes retóricas de un ga­lano estilo. Pero... en nosotros mediaría el atenuante, vista la ausencia del bello y meditado estilo, la circunstancia y condiciones ambientales, donde aún, estando latente en la mente y el espíritu, el anhelo de superación, sufren un involuntario estancamiento, pese a la asidua lectura. Pero es tan crudo el ambiente; tan inhóspita la naturaleza; tan rutinarias las condiciones de vida, que el ener­vamiento intelectual toma cuerpo, y ahoga las lucubraciones que tratan de ejercitar el pensamiento. ¡Oh; escuela del desierto! fuiste prueba de fuego para el maes­tro que supo dirigirte, y cuántas veces fracasó éste cristalizado en un medio adverso a su condición de educador y se hundió profesio­nal y socialmente como en un “menuco”1 —allí común— hoya de leyenda y misterio en la región.

II. NOMBRAMIENTO Finalizando agosto de 1914, después de obtenido nuestro defi­ciente título de Maestro Normal Provincial, recibimos de Inspección General de Escuelas de Territorios, un oficio por el cual y, confor­me a anterior solicitud, se nos designaba director de una escuela en la Patagonia. 1 Menuco: minú, adentro; có, agua. Agua adentro; aguas profundas. Araucano (A).

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Nuestras reflexiones de jovenzuelo surgieron pesimistas ense­guida; ¿ir a la Patagonia? ¿Quebrantar la vida de joven recién ini­ciado en esa alucinante edad donde todos son espejismos de felici­dad, dicha, holgorio? ¡Oh, qué dilema! Noches de insomnio hubimos de soportar a fin de ubicarnos mentalmente en una precisa y determinada actitud al respecto. No aceptar el cargo era proceder incorrectamente desairando a la seria Institución que supo premiar los anhelos de un maestro argentino. Pero... ¿sería posible dejar el amado terruño, la patria chica, que acoge en su cariñoso seno a sus hijos en una ensoñación como de eterna felicidad? ¿Separarse de la familia, los amigos; el cálido aunque modesto hogar, el que, aun después de luengos años, al añorarlo, cuántas veces la emoción embargó el alma y las lágrimas inundaron nuestros ojos? ¿Por qué no aceptar otro cargo de maestro de aulas el que dentro de la misma provincia, ya se nos había ofrecido? Por otra parte, ¿cómo ubicar gráficamente y con precisión el lugar donde se nos designaba?: Talagapa - Gobernación del Chubut. Bien, nos dijimos; en la juventud está la audacia; la rápida dilucidación de los casos y circunstancias difíciles. El renuncia­miento a toda cómoda posición si va con ello la subyugante aventu­ra; es actitud que cuadra a esta venturosa edad, que bien puede llamarse de las decisiones heroicas; temerarias si se quiere. Pues iremos a Chubut, expresamos resueltamente a los fami­liares. Interiorizado nuestro padre de tal determinación a la que él llamaba tremenda aventura, invitónos a entrevistarnos con un ve­cino, su amigo, gran conocedor de las dilatadas latitudes de la patria y quien —seguro estaba— habría de darnos indubitables referen­cias en la eventualidad, que tanto nos preocupaba. Don Pancho Sosa, que tal se llamaba el ex-trotamundos, era una especie de sabelotodo y tanto dragoneaba de picapleito como de curandero y a veces de charlista, sobre historia “de antes” —repitiendo su propia expresión. 23

Pleitos que se suscitaban entre vecinos de la campiña subur­bana, recurrían los litigantes a don Pancho para su ecuánime solu­ción. Y tenían fama sus fallos de ser salomónicos. Sus pacientes desfilaban en ininterrumpida caravana diaria­mente, por su clandestino consultorio, y eran célebres sus recetas en el arte de Hipócrates, sin apartarse jamás de la Naturaleza, en su sabia farmacopea. Así a flor de labios tenía sus prontos medica­mentos: la zarzaparrilla, el poleo, cardosanto, achicoria, Wampole, pronto alivio, agua florida, azahar, etc. Involucrando con estos remedios algunos otros excéntricos, consultando textos de la Magia negra. No le era ajena la auscultación. En la época de maduración de la fruta de la higuera, era frecuente por efecto del jugo lechoso de la misma, que niños y grandes tuviesen algún dedo de las manos afectado de “corrimiento” o panadizo; pues, el seudo galeno reco­mendaba a estos enfermos visitar un gallinero donde hubiese ga­llinas negras... En las charlas sobre historia era pintoresca su patética narra­ción; éstas tenían lugar ante amigos, cuando su ameno espíritu lo incitaba a ello; es decir cuando estaba en “su centro”. De la guerra llamada de la triple alianza, opinaba que el de­rroche del coraje argentino, llegó, rebalsándolo, al límite de la te­meridad, ante un enemigo bélicamente preparado, tan valiente como fanatizado por la figura endiosada de su jefe el Mariscal López. Quiso la Providencia —recalcaba— de que nosotros no fuéramos cau­santes de este desgarramiento americano, sino impulsados fatal­mente por los designios ignotos del destino, a tan tremenda contienda. Mencionaba la batalla de Santa Rosa (Mendoza), donde fué actor y donde el coronel Roca en justa recompensa —decía— fué saludado por el presidente Avellaneda, telegráficamente, “General de los Ejércitos de la República sobre el campo de la Victoria”. Nada menos que teniendo por contendor a un general de relevante prestigio, como Arredondo —el del poncho blanco de Curupaití— aquel infierno de metralla y sangre y a quien opinaba, con un dejo de superstición, que ante su silueta imperturbable y fría las balas huían en misteriosa desviación. 24

Al coronel Saá, el trágico vencedor de la Rinconada del Pocito y legendario caudillo puntano allí en San Juan, donde, en espantosa hecatombe, cuatrocientos cadáveres sanjuaninos quedaron sobre el campo de batalla, y el propio gobernador de la provincia, cae sin piedad alguna asesinado; lo admiraba por su hercúlea musculatura; su arrojo temerario; su romancesca vida de aventuras, que aun entre las salvajes tribus del desierto supo imponer su personalidad hecha al mando, y fué jefe y fué cacique, venciendo a Baigorria, el huincaindio, coronel refugiado en el desierto; idolatrado por las huestes autóctonas, en singular combate cual si fueran centauros mitológicos; recibiendo este último en su acerado rostro tan tre­menda herida cuyos signos acompañáronle como temerario recuerdo, en los restos de su vida, una vez reintegrado al seno de la civilización. No en vano era conocido Saá con el significativo apodo de “Lan­za Seca” —concluía don Pancho—. ¡Oh! si pudiéramos extendernos relatando las añoranzas de este romántico del siglo XIX, cuya silueta garbosa e imponente recor­daba la egregia estampa de hombres próceres a lo Alem, de pera singular e impecable indumentaria negra. Contrastando en ella, la alba camisa de pechera almidonada... Pero, no divaguemos en re­cuerdos ajenos al asunto motivo de este capítulo y volvamos a él. Interiorizado de la razón de nuestra visita y al presentarle la notanombramiento, objetó sobre tablas: “aquí hay un error; este nombre no es tal, sino Talagama. Lugar que debe quedar un poco más allá de la Bahía Blanca. Sí señor —agregó— lo ubico a ese paraje al Sur. Después de los extensos salitrales, hay tupidos bos­ques de tala donde se han refugiado numerosos rebaños de gamas. De allí su nombre y recalcó triunfal: Talagama. Váyase jovencito —expresó—, nada malo le ha de ocurrir; y que la suerte y Nuestro Señor Jesucristo le acompañen”.

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III. ESCUELA “JUAN CRISÓSTOMO LAFINUR” Egresados del establecimiento educacional de este nombre, en el año 1913 en San Luis, queremos en breve síntesis, rendir un ho­menaje a la casa cultural que iluminó nuestra mente, y a su ilustre Patrono. JUAN C. LAFINUR. — El héroe puntano, intelectual por ex­celencia. Orgullo de la patria chica; admirado y discutido en el ambiente intelectual de la Nación. Sus profundas convicciones filosóficas han encontrado eco aus­picioso y han sido objeto de serias y enjundiosas disquisiciones en centros culturales extranjeros. Criticado y combatido acerbamente por los reaccionarios ultra conservadores... Fue el suyo un talento superior a su tiempo, como el del insig­ne Rivadavia, anticipándose aún a éste, en ideas y en conceptos. Profesor de filosofía en el Colegio de la Unión del Sur durante el año 1814 y cuyo nombramiento ganó en honroso concurso valorativo de sus eximias condiciones de maestro de la juventud; siendo él mismo un jovenzuelo todavía (22 años). El sector filosófico de los ideólogos, fué su fuerte, abriendo profundos surcos para la propagación de su conocimiento. Manteniendo altivo su credo ideológico a fuerza de vehementes e incendiarias polémicas. Incriminado y perseguido por su enhiesta modalidad de poeta y filósofo, en medio de una atmósfera de obscu­ rantismo; sus racionalistas y elevadas ideas eran tajeadas con un empecinamiento y saña, por la reacción conservadora. Dotado de esa altivez peculiar del hombre puntano, el que lleva en su fibra nutricia el hálito telúrico de su sierra madre, que en las noches de plenilunio de verano —propias para el ensueño— el sedante y ligero soplo perfumado con hierbas aromosas, lo induce a elevadas lucubraciones intelectuales cual poderoso estimulante nervicerebral. Peregrinando por los ámbitos dilatados de su patria fue me­nester traspasar sus fronteras en busca de la comprensión que en ella no 26

halló, y si en la tierra del exilio pudo demostrar sus sin­gulares dotes, bien pronto fue abatida su existencia, en accidente irreparable. Fugaz fué su vida. En estela breve y luminosa como esos me­teoros que refulgen en el espacio infinito en corta trayectoria, pero que saben a deslumbrante luz. La juventud compenetrada apenas de la vida de este prócer de la patria vieja, debe ilustrarse al respecto en las fuentes de la ver­dad, para admirar su talentosa existencia.

IV. RUMBO A LA CAPITAL FEDERAL Embarcamos con pasaje oficial en el tren del F. C. Pacífico, hacia Buenos Aires. Viaje propicio para entregarnos a los dulces brazos de Morfeo ya que la dilatada llanura que tuvimos de itine­rario la atravesamos casi toda de noche. Llegados a la urbe que recién conocíamos, quedamos extasiados, al ubicarnos en una de sus arterias centrales, de ese deambular fre­ nético de la abigarrada muchedumbre que en marcha precipitada puja por avanzar, con ímpetu de furiosa tempestad. ¿Dónde va? ¿Qué busca ese heterogéneo conjunto masivo en su afiebrado devenir? Pensamos en el alma de la multitud. En la satisfacción que siente el transeúnte al considerarse parte integrante de esa muchedumbre, que es tal, solamente, como elemento del conjunto ya que, están exentos sus elementos constitutivos —los hombres— de una afinidad psicológica; un interés común; un sentimiento afín que produzca la amalgama espiritual... Asunto intrincado el de la exposición enjundiosa sobre psicolo­gía de las multitudes. No podemos discurrir como sociólogos y sólo nos concretamos a llevar nuestro pensamiento a los maestros que, como Ingenieros, Ramos 27

Mexía, Le Bon y otros, han producido bellas páginas discri­minatorias del alma de las colectividades callejeras. En lo que respecta a nuestro propio espíritu, diremos que siem­pre eludimos formar en sus filas inhibidos por un recato instintivo, a lo que siempre llamamos heterogéneas multitudes, y, al mirarlas moverse con frenesí, discurrimos en soliloquio efusivo que más có­modos nos hallamos, en solitario lugar que entre este mundo albo­rotado de gente nerviosamente en movimiento. Hubimos de ratificar este estado de ánimo, una vez frente al desierto, en las estepas Chubutenses. Pero, tiempo es ya, de que nos presentemos al caserón de la calle Rodríguez Peña, ante la Inspección General de Escuelas de Territorios, cuya dirección alguien nos ha indicado. Deferentemente atendidos por un funcionario que sin estira­miento alguno, gentilmente se nos presentó: el Inspector de la Sec­ción Sur, señor A. Mendieta. Eximio conocedor de las regiones pa­tagónicas; superior bondadoso; hombre valiente y curtido en las inclemencias de las zonas cálidas del Norte, y de las frígidas sure­ñas. Ilustrándonos ampliamente, con profusión de detalles, sobre el territorio del Chubut, del lugar a donde deberíamos dirigirnos y de la ruta a seguir. Disipóse la inquieta incertidumbre y la serenidad se apoderó nuevamente de nuestro ánimo. ¡Qué hombre bondadoso y sencillo este inspector señor Mendieta!; en la mirada serena de sus ojos, se reflejaba el alma grande y sin dobleces que adornaba su ser y que, en más de una oportunidad tuvimos ocasión de comprobarlo. Invitónos el señor Mendieta a pasar a la sala oficina del señor Inspector General. Un poco cohibidos ante la presentación que se nos hizo, de un funcionario de tan alta jerarquía. En pocas palabras la entrevista dióla por terminada, el Inspec­tor General, expresándonos: “Usted joven Director va a Chubut. El señor Mendieta les dará precisas instrucciones. Allí donde usted va, no hay indios y, extendiéndonos afablemente la mano, terminó: que triunfe usted”. Muy pronto esta lumbrera del Magisterio Argentino, dejaría de ejercer tan importante y alta función, pero la estela luminosa de su clari28

vidente y señera inteligencia, quedaría en los anales historiográficos de la educación de los Territorios Nacionales. El señor Mendieta impartió órdenes para que nos fuera entre­gado material directivo de trabajo, y, por él mismo fuimos munidos de precisas instrucciones escritas para el desempeño de nuestra misión. Expresándonos que cuanto antes debieran inaugurarse las tareas en la escuela que se nos asignaba (horario de verano). “Ya tendremos el placer de encontrarnos allí; agregó, a manera de des­pedida.

V. EL INSPECTOR GENERAL DE ESCUELAS DE TERRITORIOS Como lo dejamos consignado, era jefe de escuelas territorianas a la sazón, el profesor señor Raúl B. Díaz. Jefe de inspectores, por excelencia. Maestro de maestros, por antonomasia. Funcionario honrado, probo, modesto y cuyas convicciones y credo evangélico, se volcaban por entero hacia la niñez de su patria en la época de gesta heroica en que aún los resabios de la barbarie pujaban por mantenerse enhiestos en medio de una cultura naciente, cuya tea civilizadora había esgrimido, con potente pen­samiento y voluntad férrea, Sarmiento el Civilizador de América. Díaz, fué un sublime enamorado de la fe apostólica Sarmientina, por la educación; y esa fe y ese calor de patria, los transplantó a las regiones ignaras del vasto territorio de las llamadas goberna­ciones nacionales, donde aún quedaban resabios irreductibles de esa barbarie autóctona con visos a malón y a toldería. Su actuación data de 1890. Los territorios eran injertos mal asimilados todavía en el or­ganismo social-político de la nacionalidad. En los de la región norte, tribus belicosas cometían depredaciones, asaltando poblados y es­tancias. En 29

los del sur, núcleos de indígenas deambulaban por entre cañadones y planicies abatidos y segregados de su conglome­rado tribal, por la fuerza del Ejército Expedicionario. Tan es así, que el más prestigioso cacique de la gloriosa dinastía de los Piedra, Namuncurá (pie de piedra) que regimentó las tribus del desierto, durante veinte años, a la muerte de su padre, el temible Calfucurá (piedra azul) en una extensión de diez mil leguas, se entregó vencido con la escasa chusma que había salvado de la heca­ tombe, en el año 1884. Raúl B. Díaz está en el catálogo de los grandes educadores del país. Desterró los anacrónicos métodos antipedagógicos de las escue­las que, con ansia de sublime visionario fundó en las dilatadas re­giones de su extendida jurisdicción, las que conocía y recorrió en los rudimentarios medios de transporte que no le amedrentaron ya fuesen ellos, deficientes ferrocarriles, de a caballo o en carretas. Su personalidad era relevante e infundía respeto, simpatía y admiración a los maestros ante quienes volcaba su erudición, ha­ciendo sentir su saludable influencia, remarcando los erróneos pro­cedimientos con críticas ilustrativas, llenas de bondad que nunca anulaban ni menoscababan la personalidad del educador. Su credo apostólico elevaba el alma deprimida y se mostraba ante sus subalternos como un sincero amigo y camarada dispuesto a coadyuvar en su obra que la sabía de heroica resignación, amor y redención. La gratitud nacional tiene deuda de honor ante el recuerdo de este meritísimo apóstol laico y ella quedaría saldada con la erec­ción de un monumento a su memoria en un territorio, dando además su nombre a una escuela en cada capital de las hoy recientemente declaradas provincias. Sus instrucciones e informes, que constituyen volúmenes, re­dactados durante un cuarto de siglo sobre escuelas territorianas, son hoy el basamento clásico de la historia pedagógica argentina, y ad­miran por su precisión y luminosidad. Tenía el carácter propio de los hombres de Plutarco. 30

VI. VIAJANDO AL SUR En la primera década de septiembre, con el espíritu entusiasma­do y calmo; con la tranquilidad que da la precisión de la ruta a seguir, tomamos el tren del F. C. Sud, que nos condujo hasta la es­tación (Punta Rieles) de Stroeder. Extasiados ante la contemplación de la dilatada, fértil y uni­forme llanura bonaerense. Las horas huyeron veloces. Prado exten­so, simétrico sólo alterado en su lisa superficie por los innumerables rebaños y rodeos; éstos de una monocromía singular, formando un conjunto que más parece la fantasía e inventiva de la paleta de un pintor en un aquelarre de inspiración sublime... Semejando los animales estar aferrados a esa alfombra de ver­dor, con sus remos y cabezas; perspectiva que así engaña al viajero que contempla el panorama detrás de las ventanillas del tren que, en rápida y rítmica marcha vence distancias con ansias de insaciable voracidad. ¡Hermosas llanuras praderosas de la patria! piélago inconmen­surable donde se nutren millones de cabezas de ganado que cons­tituyen la primera riqueza nacional, con la bien ganada fama de ser su exquisita carne en substancia y paladar, la más apetecible del mundo. Llanura que antaño en potro rozagante y esbelto te cruzó al ga­lope el gaucho, señor de los desiertos, con su guitarra terciada a la espalda y allí en el faro de ese inconmensurable mar de trébol y granalla, el secular ombú; pernoctó en la noche tenebrosa y llena de misterio, intuyendo en su sensible psicología de que, él era el paria que iba en marcha irremisiblemente hacia el ocaso de su exis­tencia en un duelo sin tregua contra la civilización, la que lo hundió en el olvido, la nostalgia y el desprecio. Gaucho heroico y romántico de la tierra nuestra a la que le ofrendaste con puro amor, tu sangre generosa en aras de su felicidad y grandeza, sin reclamar para ti ni siquiera la estrecha fosa que tus aparceros ni tiempo tuvieron de 31

ca­varte, en esos epopéyicos combates en que se jugaban los destinos de la nacionalidad... Así lo cantó con inspirado sentimiento, el gran poeta de la de­mocracia Esteban Echeverría: “Sus huesos por montes y llanos Del Plata a los Andes blanqueando se ven Cayeron peleando o el cuchillo fiero Su cabeza heroica dividió a cercen”... Con estas reflexiones que bullían en la mente hemos llegado al punto terminal de esta etapa del viaje y, de inmediato tomamos los automóviles de la Empresa Mora: Fiat o Mercedes, de poderosos mo­ tores que nos conducirían hasta Carmen de Patagones en el término de tres horas, por huellas zigzagueantes, esquivando a los tupidos bosques de chañares, piquillines, alpatacos y jarillas, simulando sus ramas (en agitado balanceo sacudidas por el helado viento sur) sar­ mentosos brazos que quisieran acariciarnos en satánicos deseos. Es Carmen de Patagones, centro preponderante de civilidad que merece referencia aparte. Nos causa viva impresión la torre de su derruido fortín; baluar­te inexpugnable donde se estrellaron otrora, batallones del enemigo invasor, y lanzas, chuzas y bolas de las mesnadas de araucanos2, pehuenches3 y picunches4, en deseos salvajes de destruirlo, pisoteándolo bajo el casco de sus nerviosas caballerías. Vano empe­ño; el coraje maragato quedó grabado en las prístinas páginas de la historia nacional, como virtud señera y denodada.

2 ARAUCANO: ragh, greda; có, agua; agua de greda. Raza plantel originarla de Chile, con derivados tribales aquende la Cordillera. 3 PEHUENCHE: pehuén, pino; ché, gente; gente de los pinares. 4 PICUNCHE: picúm, norte; ché, gente; gente del norte.

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VII. OTRA ETAPA DEL VASTO VIAJE Pernoctamos en Carmen de Patagones para continuar viaje al día siguiente, hacia San Antonio Oeste. A la 1 p.m. cruzamos en lancha el majestuoso e impresionante río Negro, penetrando así, en la Patagonia legendaria y enigmática. Viedma, capital del territorio de Río Negro, es la ciudad que, con la anteriormente nombrada han sostenido en alto el pendón de la civilidad en el Sud, después que el navegante español de epónimo nombre, la fundara en el año 1779. Ciudad de vida apacible, rodeada de hermosas alamedas que le dan un pintoresco aspecto. Cruzado el río Negro tomamos el automóvil con rumbo a General Conesa, siem­ pre al Noroeste y próximo a la margen derecha del mismo. Corríamos ya, por las clásicas huellas patagónicas de ilimitados horizontes que dan sed de curiosidad por escrutar el más allá. Adentrándose así, el viandante en el mismo corazón de la otro­ra — mal llamada— “tierra maldita”. Al promediar la media tarde hacemos alto en la jornada, en Ge­ neral Conesa5; población campesina que vegeta somnolienta, como adormeciéndose al arrullo de las aguas caudalosas del curú leuvú (Río Negro). Hemos recorrido ciento setenta kilómetros desde Viedma, aún restan cien hasta San Antonio. Embarcados algunos pasajeros y avanzando ya el crepúsculo nocturno reemprendimos la marcha. Dos automóviles hacen tronar el espacio con su recio crepitar, infundiendo confianza en el éxito del viaje. A treinta y cinco kilómetros y forcejeando en un médano, uno de los 5 En 1870 el mayor Ruíz, funda el Fortín Conesa. Por decreto del 14 de febrero de 1879, se destina el mismo para el establecimiento de una colonia con los restos de la tribu de Catriel (Catrí, cortado; lil, peña) y se denominará “Colo­nia General Conesa”. Se nombra Intendente Militar de esta colonia al sargento mayor don Antonio Recalde, quien obtendrá una partida de veinte hombres para servicio de policía en la colonia”. Avellaneda - J. A. Roca.

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coches queda allí seriamente averiado. Imposible continuar. Nuestro chófer embarcóse en el otro automóvil y sigue a buscar re­puestos hasta San Antonio. Con los viajeros embarcados en Conesa debimos de pernoctar dentro del coche descompuesto. La decidida actitud de los vecinos aludidos nos libraron de pasar una noche en pleno desierto y con una temperatura de 2 ó 3 grados bajo cero. Invitándonos a regresar a dicho pueblo, aceptamos complacidos soportar la pedestre jornada de siete leguas, marchando en plena noche; bebiendo en las charcas barrosas y malolientes, acuciados por la sed y el cansancio. Uno de nuestros compañeros, (que lo eran dos señores de apellido Contín, honorables vecinos de Conesa) imposibilitado de continuar la mar­ cha por impedírselo sus ajustadas botas, que le habían ampollado los pies, dispuso quedarse sentado al pobre abrigo de un matorro, hasta que alguien llegara en su auxilio. No consentimos su decisión y marchando descalzo pudo, sopor­tando crueles sufrimientos, llegar hasta su hogar, después de una jornada de seis horas, desde las ocho p.m. hasta las dos de la madru­gada. Los señores Contín llegaban a repararse en su confortable ho­gar pero nosotros ¿a dónde íbamos? Uno de los compañeros indicó­nos en medio de la obscuridad, hacia qué rumbo quedaba el hotel “Gerobi”. Bien; allí llegamos y a pesar del fuerte golpeteo en la puerta de calle, no conseguimos que nadie nos respondiese, pese a nuestros estridentes gritos de: “¡Señor Gerobi! ¡Señor Gerobi!”. Hu­bimos de disparar un tiro al aire para llamar la atención policial y poder así, refugiarnos en la Comisaría. Pero valoramos como poca edificante tal actitud. Pensamos, agobiados por los sufrimientos, en nuestro querido hogar, y el desaliento embargó nuevamente el espíritu, en resuelta intención de interrumpir el viaje y regresar a la amada provincia. El silencio y la tranquilidad, en que pacíficamente se entregaba ese pueblo al reposo, acució aún más la nostalgia que envolvía nues­tro ser. Allí, contemplando la noche soledosa y calma, sólo turbado el silencio por el murmullo de las aguas; el aullido lamentoso de los perros 34

y el siseo de los grillos ¡o qué sabemos! ruidos misteriosos que contristan el alma y erizan los cabellos. En un desesperado esta­do anímico, recordamos “in mente” cual precioso paliativo a nues­tra desventura, aquellos hermosos versos de Espronceda: “Salve, oh tú, noche serena que el mundo velas augusta y los pesares de un triste con tu obscuridad endulzas... Todo suave reposo, en tu calma, oh noche buscan y aún las lágrimas, tus sueños al desventurado enjugan...”. En ese soliloquio de agobiante amargura estábamos, cuando nues­tra visual distinguió a la distancia un rayo de luz. Hacia él camina­mos. De una ventana, cuyos postigos estaban abiertos, precisamente proyectaba su luz diáfana una lámpara. Sin tiempo de anunciarnos, en tan intempestiva hora, un señor asomóse y ¡cuál no sería nuestro asombro y alegría! uno de los compañeros, se disculpa de la poca atención que había sabido brindarnos al llegar al pueblo, y cordialmente nos invita a penetrar en su cómodo domicilio. Colmados de atenciones dimos gracias a la Providencia que tan atinadamente habíanos librado de ese caos espiritual y físico, en que hasta momentos antes nos conturbaba el ánimo. En el nuevo día, pletórica de optimismo el alma, después de amigables despedidas continuamos el viaje rumbo a San Antonio Oeste. Al cruzar el célebre y misterioso “Bajo del Gualicho”, la cu­riosidad quedó latente, por penetrar en la leyenda magnificada de la región, si se quiere exótica, en la vastedad patagónica. Sin inconvenientes llegamos al punto nombrado, estratégico re­fugio en el gran Golfo San Matías.

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VIII. REPECHANDO LA ESTEPA Hemos hecho noche en San Antonio, muy temprano al siguiente día, tomamos el tren que nos conducirá hasta Maquinchao o Marquinchao, o La Tranquera, o Punta Rieles —estación terminal de la línea en construcción al lago Nahuel Huapí— profusión de nombres con que nos endilgan los conocedores viajeros que en el convoy van. Pesadamente arrástrase éste, simulando una gigantesca sierpe que somnolienta repta, fatigada de llevar en su elástico y abultado vientre, su presa viva aún, recién engullida. Es que la altura va tomando cuerpo. Se extienden ya, las mese­tas patagónicas de constitución basáltica, escalonadas a medida que se avanza al Oeste, en forma de terrazas o gradas, surgiendo desde profundos cañadones. La altitud asciende con ligereza. Un mundo nuevo se presenta al viajero novicio en estas regiones. Hay aspereza de panorama. Pobreza en la vegetación constitui­da ya, por matas achaparradas de aspecto hirsuto y mimético, como diluyéndose su enana silueta, entre las rocas tobáceos del terciario. Vegetación esteparia; mezquina, opaca, constantemente azota­da por el implacable viento sur y suroeste, doblegándole su pobre ra­ maje, como en una postración de ruego, al suelo ríspido y pedregoso en que escasamente nútrese, con sus insubstanciales jugos. Cien, doscientos, cuatrocientos metros sobre el nivel del mar, van elevándose las dilatadas pampas. Y las estaciones (más propia­mente paraderos) también escalonadas a lo largo de la línea férrea. Pequeños conglomerados aldeanos, con excepción de algunos pueblos: Mancha Blanca, Aguada Cecilio, Pajalta, Valcheta (oasis patagóni­co en profundo valle como ocultándose del gélido viento polar), Musters, Nahuel Niyeu, Sierra Colorada, Los Menucos y otros, hasta el punto terminal, como lo expresamos, Maquinchao. Hemos recorrido cuatrocientos kilómetros y el sol ya se oculta hacia 36

occidente. Vemos a la lejanía en las cumbres de algunas sie­rras, los blancos mantos de nieve. En tonos nuevos y policromos la Naturaleza que siempre brinda su, a veces, oculta belleza a quien sabe escrutarla, se presenta con cambiantes tintes de atracción, que ex­tasían la vista y el pensamiento, en comunión respetuosa con Dios. Hospedamos en la única fonda con nombre de hotel. Gente aten­ta y generosa, son sus dueños: españoles acriollados dispuestos a ser­vir y hacer el bien, a veces en perjuicio de sus propios intereses. Es Maquinchao un poblado ¿por qué no decirlo? también mimético, como la propia fitografía de la comarca. Viviendas opacas, achaparradas, de sobrio alero, mezquinando su amplitud a fin de que el huracán locamente desatado, no encuentre apoyo volando te­c hos y paredes. Edificación toda de chapas. Hasta el color del material empleado contribuye a uniformar la monotonía y características de esos focos de civilidad, poblados por pioneros que en un heroico desafío a la dura inclemencia de la Na­ turaleza, hacen patria viviendo una existencia de constituida socie­ dad con ideales de cultura. Hay temperaturas de -20º a -25º en invierno, y vientos huracana­ dos, continuos de velocidades asombrosas, levantando en vilo el pe­ dregullo que azota el rostro de quien se atreve a recorrer las solita­ rias calles. Hemos llegado al punto terminal de la ruta, viajando confor­me a los medios propios del progreso. Ahora nos valdremos de los rutinarios para continuar al lugar de nuestro destino, del que nos separan todavía doscientos kilómetros con rumbo directo al Sur.

IX. EN VAGONES. RUMBO A LO IGNOTO ¿Cómo continuar viaje hacia el punto terminal? No existía en Maquinchao empresa de transportes; ni había allí automóviles ni coches, 37

vagonetas sulkys; ni persona alguna que se ocupara en al­quilar cabalgaduras a los viajeros que pretendían ocupar tales servi­cios — máxime en invierno. En la indecisión estábamos dispuestos al regreso hacia el Norte, cuando nuestro simpático cicerone se nos presentó en compañía de un señor bien forrado en ropas de pieles, espetándonos la halaga­dora noticia: “Este hombre dentro de cuatro o cinco días, sale para Talagapa y no tendrá inconveniente alguno en conducirlo”. Intima­mos en seguida con nuestro presentado; un vasco navarro de espíritu jovial, bonachón y generoso. —¿Usted es el “máistro” que va para Talagapa?, —preguntónos. —Sí señor — respondimos. —Ya tengo referencias —agregó— por haberlo recomendado el subgerente de la casa de negocio del paraje nombrado. —¿Viajaremos en automóvil, señor? — inquirimos. —Por acá no hay autos —respondió—; voy conduciendo merca­dería en unos vagones y allí le reservamos un lugar donde viajará cómodamente. Eso sí, “cuide los huesos porque los sacudones son fuertes —agregó— ya verá”. Esperamos sólo que el cañadón Ñe Luán (ñe, ojo; luán, guanaco), hoy con enorme correntada, dé paso; ahora nadaríamos en él y no estoy para pruebas. Así es, repito, le reserva­ mos un lugarcito en el “puntero” y creo que no nos ahogaremos en el vado de los arroyos, los que con tanta nieve caída y las grandes lluvias, están casi a nado”. Pero eso sí —recalcó— debe llevar bue­ nas “pilchas”, porque demoraremos en el viaje, más de diez días durmiendo a campo, y el frío aprieta hasta 15 y 20 grados bajo cero. No es cuestión “de hacer tornillos”, terminó, lanzando una sonora carcajada. —Sírvase de algo, amigo máistro, yo estoy saboreando una “do­ble” que entona y calienta el cuerpo, dijo con satisfacción contagiosa. Al cuarto día después de un abundante almuerzo, en el que nues­ tro simpático conductor “empinó el codo” hasta achisparse, empren­ dimos viaje. Iban tres vagones arrastrados cada uno por tres yuntas de ca­ballos. 38

Muy cerca hicimos alto. No debían sudarse en exceso las bes­tias porque corrían el riesgo de “pasmarse”. Alojamos en el puesto “La Tranquera”, donde un señor Rodrí­guez, bueno y generoso hasta la admiración, nos trató familiarmente, proporcionándonos una muelle cama, hecha con pieles de carnero. Muy temprano, al siguiente día tendríamos que vadear el Ñe Luán, tratando de hacerlo aún escarchado pues de manso que era en verano, se había trocado en pantanoso y profundo, con traicione­ra correntada. Ibilzieta, nuestro amigo vasco, iba adelante; a su lado, en el pes­ cante, nosotros. Experto manejante, activó los animales unos metros antes de afrontar el cruce, con un estentóreo: ¡Vamos “ingos”!, ha­ ciendo restallar el largo látigo con una destreza de domador de fie­ras. Entramos al curso del torrentoso arroyo. Un borbollón como de remanso, levantóse al hundirse el vagón y caballos en su lecho. Pero ante la animación incitante del diestro conductor y con el propio impulso de aquél en declive, ya estuvimos en la otra margen. Los animales, acostumbrados a estos lances, rendían su máxima eficiencia y, en un unísono bufido, con sus ollares dilatados cubrién­doles el agua, y el crujido sonoro de las cadenas tensas ante el formidable tirón, ya sorteamos la peligrosa vadeada. Esta para Ibilzieta no era más que: “un simple gaje del oficio”; mientras que para nosotros, fué algo así como una aventura en que se juega la vida. Ya en lo alto de la planicie, bajando el freno del vagón y ante un estridente silbo, Ibilzieta detuvo la marcha, bajándose para in­tervenir en caso necesario, en el cruce de los otros dos vagones, di­rigidos también por hombres expertos: don Braulio, criollo maragato y Bartolo, un vasquito joven, bozal aún. No hubo necesidad de re­forzar cuartas ni descargar los vehículos, pues la mercadería bien protegida por gruesas lonas impermeables no se había mojado. Y el viaje continuóse. Un alto a mediodía para reponer energías en hombres y bestias. Un suculento guiso de arroz con abundante ají, que supo a manjar, nos estimuló para la continuación de la marcha. Esta tornábase len­ta y 39

pesada. Las huellas estaban convertidas en verdaderos fangales y el cruce de las violentas corrientes en cañadones y bajíos, se hacía con frecuencia. El descanso de los animales era necesario a distancias cortas, para no aplastarlos o “reventarlos”. Nuestro conductor explicaba: Hay que “contemplar” los animales porque si los apuramos, queda­ríamos plantados en el medio del camino, a más con la escarcha que corta como vidrio, se “despean” fácilmente. Era este buen hombre, un celoso defensor de los intereses de la compañía comercial donde trabajaba, y la confianza dispensada en él por sus patronos, estimulaba su contracción al quehacer encomen­ dado a su experiencia y hombría de bien. Con un recorrido de unas cinco leguas y cuando el débil sol de­ clinaba hacia el ocaso y el frío comenzó a aterir las carnes, por el implacable viento sudoeste que sintióse con impulsos de huracán, se dio la orden de “hacer rial”. Desligados los pobres animales de sus arreos, revolcáronse en el suelo sobre matas de pasto y yuyos como tratando —por salvador instinto— de secar el peligroso sudor que mojaba sus calenturientos cuerpos. Bartolo se encargó de que hasta que no se “enfriaran” no bebie­ran en el arroyo. Cada uno de los manejantes repartió la ración de maíz y avena, en sendos morrales, a sus respectivos animales de trabajo y, un traqueteo rítmico oyóse, producido por el ruido de la masticación ansiosa de las bestias, de su restablecedor alimento.

X. EL FOGÓN EN LA NOCHE PATAGÓNICA Muy pronto la noche cubrió la región ríspida y desértica, en un manto de absoluta obscuridad. Pero en nuestro alrededor allí entre sinuosidades riscosas, hízose la luz. Sí, la luz estimulante y clara que, prodigaba a varios metros de distancia el fogón chispeante que estos 40

hombres compañeros de viaje, sabían ubicarlo allí, en medio de la estepa entre las anfractuosidades pétreas, de donde el per­sistente viento parecía empecinado en barrer. Quien no ha sentido el generoso, cordial y estimulante calor de un fogón a pleno campo, con una temperatura polar, no podrá apre­ciar, ni medir, ni calcular esa profunda satisfacción, esa euforia aní­mica que las facultades del hombre experimentan al rodearlo y gustar con fruición su calorcito que sabe a caricia, siguiendo visualmente, cuasi adormecido la llama generosa que, parece quisiera prolon­ garse al infinito brindando reparador y generoso bienestar. Mansilla dice —hablando del mismo— “que es la delicia después de las horas de fatiga o sufrimiento. Alrededor de sus resplandores desaparecen estiramientos y posiciones de ventaja”. Cuando el hombre primitivo, pudo, mediante venturoso azar de la Naturaleza disponer en su errabunda y arriesgada existencia, de los invalorables beneficios del fogón, hubo un radical cambio en su salvaje modalidad nómade, acercándolo a la convivencia con sus semejantes, estimulando sus instintos gregarios que serían punto de arranque del tronco familiar estrechando la unión tribal. Y, aso­ciando el pensamiento al recuerdo de los hechos de la prehistoria en las extensiones pampeanas, vemos allí “in mente” nuestros congéne­res rodeando al fogón en la tenebrosa noche cuaternaria al cobijo de su rústica vivienda, un caparazón del enorme Glytodonte, que tanto utilizó para la protección de lo que, en su incipiente meollo, constituía ya, el “leit motiv” de su existencia... Hogar, fogón: porque irradiaste luz en tu prodigiosa y prístina eclosión, fuiste norte y amparo de la humana criatura que hoy se yergue ufana, como dueña y señora del Universo. Pero cuántas ve­ces en éxtasis hierático, te adoró bendiciéndote al sentir tu bene­factor apoyo. Muy pronto, a indicación de nuestro capataz, el mate amigo y sedante; paliativo de penurias y agotamientos, comenzó a circular afablemente. Entrando en amigable charla los cuatro viajantes que rodeábamos el fuego con fruición. Don Braulio comenzó los preparativos culinarios, con que esa noche 41

debíamos saciar la implacable hambruna que la baja tempe­ratura se encargó de estimular con tenacidad. Una media res de capón ensartada en grande asador, empezó a cocerse lentamente al calor de las brasas. El ambiente llenóse de apetitoso olor produ­cido por la grasa que escurridiza y juguetona, pareciera querer elu­dir el canicular efecto de la vívida y abrasante combustión. El viento porfiado e inclemente, como si pretendiera desbaratar los planes de nuestro cocinero, desparramaba en ráfagas rastreras y zigzagueantes, la llama que chisporroteaba como irritada de la tre­ ta malhadada de su implacable enemigo. Pese a todo, don Braulio se lució con un opíparo y dorado asado, el que una vez bien salmueareado, clavólo muy cerca del fogón a fin de que no se enfriara, ya que la temperatura descendía con rapidez asombrosa. Nada diestros para “churrasquear” del asador, comprendió Ibilzieta nuestros apuros de “puebleros” y, comedido brindónos dos cos­tillas cubiertas de asadita carne, las que dejamos blanqueando. Al ter­ minar, cada uno de los comensales higienizó su dentadura con la punta de su cuchillo. Don Braulio manejaba diestramente un “cabo blanco de hueso”, al que Ibilzieta irónicamente decíale “que era pu­ ra punta y nada de filo, como la daga de Cirilo”; pero aquí la alu­ sión estaba alejada de la realidad, pues el cabo blanco cortaba pelo al aire —según la ponderación de aquél. Demás está expresar que la ventruda bota, quedó estrujada al término de la cena, por los frecuentes apretones que diéronle los co­ mensales, principalmente nuestro amigo vasco. De inmediato circuló un jarro enorme lleno de café, el que se comenzaba a “amansar”, haciéndolo circular de mano en mano. Don Braulio estaba listo con su ojo bichador para espetar la oportu­na e irónica alusión a quien osara en demorarse a pasarlo: “Sen­tador el blanco, don”; o “mozo no la bese tanto que la gente aguai­ta”; o también: “Convide aparcero, no sea mezquino, pues”. Esta costumbre de servir el café o té, en un solo recipiente, des­pués de una comida, es común en la Patagonia; la que si bien es cier­to, 42

nada tiene de higiénica, parece que estrechara la amistad y aun la familiaridad, entre las personas que sorben por la bombilla.

XI. EL SUEÑO REPARADOR En una somnolencia satisfecha, por la tonificación de los órga­nos interiores, estrechábamos fila alrededor del calorcito amigo del fogón. —Ahora a preparar las camas. Expresó casi en tono de orden el jefe del comando viandante; y agregó con modo más afable: “Por lo que vemos el forastero viene provisto de muy escasas pilchas; ten­dremos que hacer cama redonda”. Nosotros lo miramos con una expresión de agradecimiento pro­fundo; comprendimos que llevábamos de compañero a un hombre generoso y bueno. ¡Vasco!, que no desdice la reputación honrosa de su raza, de acerado vigor físico y alma noble dispuesta a la acción bienhechora. Tradición de la estirpe de Guernica. El viento amainaba y la recia helada, se hacía sentir al lado mismo del canicular efecto de la combustión. Imposible soportar el frío que laceraba las carnes. Hombres avezados para afrontar al implacable enemigo, que es la baja temperatura, a veces de modali­dad polar: 25 y más grados bajo cero. A la menor improvisación o descuido, pueden quedar rígidos sus cuerpos, con un repentino congelamiento. Ibilzieta y demás compañeros ya tenían a medio preparar los le­ chos: sobre un colchón formado con neneo, van cueros de carnero, caronas, cojinillos, matras y a manera de sábana, una amplia y gran frazada de lana y luego, más frazadas, un quillango y finalmente un “cobertor”, lona gruesa e impermeable como para que resista llu­ vias, heladas y nieves, ese lecho construido dentro de una depresión hecha a pala. Desprovistos solamente del saco y los zapatos; y puesto sobre la 43

cabeza un abrigado pasamontañas, nos cubrimos por entero debajo del pesado conjunto de cobijas, dispuestos a entregarnos a un pro­ fundo y reparador sueño; elixir infalible que aquieta los estados patológicos de nostalgias, cansancios y amarguras. Muerte aparente en el ser, el que una vez sumergido en su insondable profundidad, sólo manifiéstase en actividad la diástole y sístole del infatigable co­razón, regulando el gran simpático, con independencia de la voluntad, la vida vegetativa, en humanos y superiores irracionales. Nos dormimos con ese manto protector que es la noche, puesto sobre nuestra alma. Al amainar el huracán, era seguro presagio de copiosa helada. Así sucedió en efecto. Al incorporarnos en la siguiente mañana, avanzada ya la hora, nuestra vista se extasió ante la contemplación de un manto blanco que cubría el campo todo, hasta donde la visual alcanzaba. Las achaparradas matas y los riscos y lomadas cubiertos por una especie de alba eflorescencia presentando un aspecto de hermo­ so paisaje, como si la Diosa Flora o un mago delegado allí, hubiese trocado el ríspido y montañoso paisaje, en un jardín gigantesco de vegetación toda alba, con floración también nívea. Extasiados en su contemplación estábamos, en un misterioso e impresionante silencio, cuando sentimos unos silbos, y la lógica e inmediata reflexión, con­cibióse en nuestra mente: algún ovejero que conduce su rebaño. Pero muy pronto nuevos silbos y trinos melodiosos nos revelaron de quien provenían, ya que estábamos en presencia de la avecilla más simpá­tica y cantora de la ornitología patria; la calandria. Sufrido y re­signado pájaro que tanto soporta la canícula del Norte, como la fri­gidez sureña. Compañera asidua del “puestero” solitario y hermético, allí en los páramos rocosos de la Patagonia, hemos tenido oportunidad de verla encaramada en los “colgaderos” de reses, picoteando juguetona y en trino armonioso siempre, achuras, grasa y desperdi­cios; ya que es una insaciable carnívora. Y parece que compren­diera que, en esa tapera de mustio y enigmático aspecto, es nece­saria su agradable 44

presencia, porque el único habitante de la mis­ma se entretiene reconfortando su alma, también enigmática al oír sus incansables trinos y bullangueros gorjeos. Avecilla amiga; conocida desde nuestra infancia, tu presencia allí, en la ignota y soledosa planicie, fué como un hálito reconfortante, y nos excitó la sensación del cariño vernáculo.

XII. EN EL PEDRERO Muy pronto esta especie de espejismo alucinante de tan abun­dante helada, fuese disipando a medida que el sol levantándose en oriente, entibiando la naturaleza con sus benefactores aunque tenues rayos, y el blanco de matas y piedras derrumbóse como cas­tillo de naipes y otra vez el aspecto negruzco y duro del ambiente. Bartolo llegó con los caballos y, de inmediato los hombres aprontaron los arreos para proceder a continuar la marcha. Des­ayunamos al calor del no extinguido fogón, ya que don Braulio buena precaución había tenido de “enterrar” brasas para que no se extinguiera. Entraremos al “pedrero”, nos había dicho Ibilzieta, en tono como de recomendación. ¡Claro! El sacudón de los huesos allí, era intenso. Con razón anteriormente nos advirtió de tan incómoda cir­cunstancia. Es el pedregal manto rocoso que abarca muchas leguas de superficie, prolongándose hacia el Este, para confundirse con los contrafuertes de la meseta de Sumuncurá (shugún, hablar; cura, piedra), piedra que al chocar con el viento produce sonidos como de voces humanas. Cuyo volcán tiene una altura de 1.800 metros sobre el nivel del mar. Imposible de acelerar la marcha en esa casi invisible huella. Constituye una impiedad, principalmente para el animal “varero” que avanza con instintiva precaución como haciendo pininos, sal­vando de su estropeada vasadura, las piedras puntudas y filosas. Impresionante y monótono paraje. La vista sólo ve piedra; planchas enormes e ininterrumpidas, cubiertas de rudimentarias matitas de 45

coirón, neneo, cola de piche y chupa sangre o manca-caballo, cacto bravío éste cuya espina penetra cual afilada aguja en las vasaduras equinas y pronto las bestias comienzan a man­quear. Peñascos erráticos, cascajo rodado, abundante piedra pómez y mantos inextinguibles de escoria vítrea, producto de cataclismos ígneos, como si una mano plutoniana los hubiera sembrado allí, para maldición de quien se aventura a cruzar tan azarosa región. Con razón supimos al correr del tiempo de que el indio intuitivo y práctico en la apreciación de la toponimia regional, llamaba a las zonas de grandes pedregales “Huecuvú-Mapú-Curá”; región del dia­blo y de la piedra. Sí, país del diablo y de la piedra, porque solamente un ser sin ninguna sensibilidad anímica, puede soportar la amargura de existir en ella. Marchábamos ensimismados por ese paraje de rispidez y tris­teza, entregados a pesimistas cavilaciones. El traqueteo ruidoso, ensordecedor del girar de las ruedas; los tremendos barquinazos que amenazaban dislocar nuestra columna vertebral. La lentitud queloniana de los vagones en su marcha, aumentaba nuestro malestar. Pero el hombre que posee un alma y un pensamiento; regula­dor éste de sus facultades, suele sobreponerse a esas embarazosas circunstancias en que la lucha incruenta por la existencia, a veces lo coloca. Así, a mediodía, haciendo un alto en un bajío para el reparador descanso, don Braulio procediendo con cuidadoso ade­mán, bajó de su vagón un envoltorio y ¡oh, alegría! de los plie­gues de su poncho descubrió la guitarra, a la que dirigió una mi­rada de arrobador cariño, como brindándole todo el afecto que por ella sentía en su alma sencilla y de criollo ingenuo.

XIII. JUSTA FILARMÓNICA EN ESCENARIO PÉTREO Ubicados cómodamente en asientos constituidos por piedras, a las que cubrimos con muelles cojinillos, esperábamos con animosa cu46

riosidad que el guitarrero se luciera demostrando sus habilidades musicales. Don Braulio —zorro ya corrido— nos observaba con disimulada indiferencia con el rabillo del ojo, como inquiriendo el efecto que en nosotros produciría su artística sapiencia. Arrancó con un preludio en las bordonas, y luego un punteo en la prima que armonizó bellamente con aquél; afianzóse en un definitivo compás de milonga y cantó con voz flautada, no exenta de donosa melodía. Recordamos aún hoy, fragmentariamente, algunas estrofas de su canto que, para nosotros fué como un hálito refrescante de te­rruño, hogar y tradición: “Señores voy a contarles/antes que lo eche al olvido/el hombre más embustero/que en mi vida he cono­cido”. “‘Se llamaba Juan Francisco/Pedro Diego Baltasar/por ape­llido tenía/ caballero de Beltrán”.............. “Mi tío trajo en un carro/desde un pueblo del Brasil/la gran piedra movediza/que co­locó en el Tandil”............Producciones del famoso payaso “Pe­pino el 88”. Luego un estilo también cantado y un shotis “baile tan en boga entonces”; los efusivos aplausos llenaron de satisfacción al músico, que acariciaba su guitarrita modesta, como diciéndole: ¡gracias! por las melodías que generosamente me brindas y que al incitarte a producirlas, me respondes solícita con tu melódico sonido de las seis cuerdas que constituyen tu propio y sensible corazón. Como demostrando su triunfo, apretóse nerviosamente las cua­tro falanges de su mano derecha con la izquierda, excluyendo el pulgar, y un pronunciado sonido de las articulaciones se hizo oír, y al tiempo que afloraba una franca sonrisa en sus labios, exclamó: “Se hace lo que se puede, gracias”. Pasó el instrumento a Ibilzieta, quien con no disimulada sorna díjole: “Sos ligero che; pa’ lo ajeno, dijo otro que estaba oyendo”. Ocurrencia que fué celebrada con una carcajada unísona. Una jota de cadencia incitante punteó Ibilzieta, no sin antes haber expre­sado: “No me hago rogar con ganas”. Al compás de un rasguido cantóla: “Si vas a Calatayud/pregunta por la Dolores/que es una chica muy guapa/y amiga de hacer favores. Tan chiquita y tienes luto/ dime quien se te murió/si se te ha muerto tu amante/no llores que 47

aquí estoy yo”. Con otras coplas más, terminó su canto, con una vehemencia y un dejo de orgullosa satisfacción. Hombre sen­cillo y con una franqueza sin ambages, volcó la emoción de sus recuerdos con el canto de su baile favorito: la jota. Luego con un compás de vals, cantó añorando quizá su lejano terruño: “No hay en el mundo/puente colgante/más elegante que el de Bilbao/porque lo han hecho las bilbainitas/con la platita de los soldaos”. La alegría de los oyentes se exteriorizó en alabanzas cordiales; sintiéndose en medio del jolgorio, el dicho picaresco de don Braulio: “Vasco y basta para ser parejo en donde lo pongan”. Con un dejo de notoria afectación (modalidad que contrastaba con la llaneza innata de la raza) Ibilzieta invitónos a ejecutar al­guna pieza, al tiempo que nos brindaba la guitarra expresaba: “Máistro y padentrano, tiene que ser bueno p’ esta faina”. En forma sencilla y comprensible expresamos nuestras excu­sas de la escasa o ninguna habilidad guitarrista que poseíamos; pero no obstante ello y en mérito al compañerismo y comedimiento que habíamos notado en los presentes hacia nosotros, ejecutaríamos algo —agregamos— para complacerlos y como una retribución a favores recibidos en el presente y duro viaje. Una tonada provin­ciana, rasgueada en tono de sol, fué la introducción de nuestro debut en la lejanía sureña y cantamos coplas sueltas, las que están en la tradición oral del pueblo tal vez desde los tiempos de la Co­lonia: “La pena y la que no es pena/todo es pena para mí/ayer penaba por verte/ hoy peno porque te vi. Recuerdas cuando pusiste/ tu mano sobre la mía/y llorando me dijiste/que jamás me olvida­rías. De dónde viene el pajarillo/tan amarillo y mortal/de la cor­dillera vengo/huyendo de un temporal. Huyendo de un temporal/de penas y desengaños/ me ausento prenda querida/hacia otros mun­dos extraños. Ahí tienen, señores míos/disculparán al cantor/soy de ustedes atentamente/un seguro servidor. Luego, entonamos un estilo campero de la más pura tradición criolla: “La Tapera”; versos pertenecientes al gran tradicionalista uruguayo y hombre de letras, rector de la Universidad de Monte­video —en48

tonces—, don Elías Regules. El que tanto pronunciaba una conferencia ante un público de intelectuales como paseaba gauchescamente en su tordillo crédito, por las calles de su ciudad capital; con el unánime aplauso de todos sus conciudadanos, que lo respetaban y veneraban por virtuoso y patriota. He aquí la pri­mera décima de su vernácula producción: Entre los pastos tirada como una prenda perdida, en el silencio escondida como caricia robada. Completamente rodeada por el cardo y la flechilla, que como negra golilla va bajando la ladera, está una triste tapera descansando en la cuchilla.

Y por último, para terminar esta justa en tan inadecuado es­cenario, punteamos una zamba-cueca y cantamos: “Entre cortinas verdes/y azules rejas/estaban dos amantes/dándose quejas. El na­ranjo en el cerro/no da naranjas/pero da los azahares/de la espe­ranza. De la esperanza, sí/así decía/un enfermo de amores/que se moría”. Con otras coplas completamos las vueltas requeridas, en el nativo baile. Al término, las congratulaciones fueron efusivas y sinceras. Don Braulio nos palmeó cariñosamente la espalda, al tiempo que decía: “Ese estilo me lo va a enseñar “máistro” cuan­do lleguemos a “su” escuela; lindo el estilo por lo criollo y “con­certado”. Hubo otras alabanzas aún proferidas por los labios de Bartolo que era parco en palabras, gentil y caballero: “No es man­co, sí, sí”, exclamó alborozado, ruborizándose... Unos ricos y espumosos mates, que Braulio se apresuró a brin­darnos, tonificaron nuestras energías psico-físicas. La marcha se continuó de 49

inmediato y muy pronto el traqueteo de los vagones, en su avance lento, envolvió nuestro pensamiento en una añoranza de lejanos recuerdos.

XIV. INUSITADO COMEDIMIENTO Si bien es cierto, como lo dejamos establecido, que estos hom­bres — ¿compañeros de infortunio?— mostráronse comedidos y res­petuosos hacia nosotros, llamónos poderosamente la atención —después de lo que relatamos en el anterior capítulo— la bondadosa y notoria solicitud de parte de don Braulio. Intimamos repentinamente, volcando su incondicional y oportuna amistad. En todo lo teníamos solícito a nuestro lado, para coadyuvar al bienestar, dentro de la rudeza del ambiente. Así, al hacer rial nuevamente en la tarde, alejóse algunas cua­dras y volvió con aire triunfal, expresando: “Máistro, estos huevos de tero se los voy a brindar asados al rescoldo; son muy ricos”. Efectivamente, constituyen un manjar delicioso, propio de un ban­quete pantagruélico, condicionado a las exigencias gastronómicas de un Heliogábalo. De yema delicada y untuosa, saben a dulce man­jar blanco. Bien, don Braulio no descuidó su delicada ración en los días subsiguientes. Y, en momento oportuno, nos facilitó de espontánea voluntad, un poncho del que carecíamos. Nuestra franca y sencilla amistad, aún perdura hoy. Si en las latitudes opuestas del sendero, llegáramos un día a encontrarnos, al vuelco de la ruta, el abrazo fuerte y cordial, sería el efusivo y común recibimiento. Algo aprendió de nuestro escaso repertorio musical, como en el pri­mer momento nos expresó sus deseos, cumplimos con ello. Traemos a colación aquí, en asociación de idénticas circuns­tancias, el ingenioso y sabroso relato que la pluma culta y sabia de don Martín Gil, ha producido y que leímos en un texto de lec­tura de los grados 50

superiores de la enseñanza primaria. Cuenta el ilustrado escritor y profundo sabio de que, encontrándose en un lugar de sierras, allí en su provincia natal (Córdoba) reponiendo energías en verano, era huésped de una pensión donde gentes sencillas y criollas, dragoneaban de hosteleros. La servidumbre cons­tituida por mucamas paisanitas en su ir y venir, sirviendo la co­mida a los clientes, fueron interrogadas por don Martín, inqui­riéndoles el destino dado a comidas extras o de preferencia, ya que a él no le eran servidas, viéndolas solamente en fuentes y bandejas. — ¿Para quién son esos dorados y apetitosos costillares de ca­ britos?— preguntó. Contestándole la mucama: “Pa’ los dutóres”. — ¿Y esas brevas tan frescas y maduritas? —Pa’ los dutóres. Y así en sucesivas interrogaciones: — ¿Y ese locro bien pre­sentado con frito tan apetitoso? —Pa’ los dutóres —En fin; las mejores humitas en chala; las jugosas empanadas; el vítreo arrope y la miel rubia e incitante de camoatí, etc., todo: “Pa’ los dutóres”. A él sólo le servían car­bonada “aguachenta” y locro insulso e indeseable. ¡Claro!, al llegar a la pensión había notado la presencia de unos señores de indu­mentaria lujosa y extranjera, de los que se decía eran turistas. Bien, intuyó el sabio astrónomo, poniendo en juego el ingenio de su viveza criolla; trataremos de salir de esta situación nada en­vidiable... En una de esas noches tranquilas de plenilunio, en que el aire impregnado de fragancia a piperina y cedrón, incitan al sedantismo del espíritu, don Martín comenzó a pulsar su guitarra criolla y de concierto. Emotivos y dulces preludios arrancados al encordado con su maestría singular; trinos propios de un embrujo. Las me­lodías fueron llenando el ambiente, dentro y fuera de su pieza, donde el sabio ejecutaba. Las mucamas, con parsimonioso recato, se asomaron a escu­c har; luego la patrona, y por fin un conjunto de gente, extasiada ante los criollos preludios de la música que se apoderó de esas al­mas sencillas y buenas. La misma patrona inquiere diligente y como avergonzada: “¿Qué se va a servir, señor?...”. 51

Al día siguiente, todo el vecindario, al llegar la oración, es­taba listo y bien trajeado dispuesto a escuchar la música de ese señor cuya fama había corrido por la vastedad de la comarca, y diz que desde ese momento todo el mundo allí se olvidó de la atención esmerada hacia los “dutóres”, concentrándose patrona y mucamas, en diligente atención, a quien con las seis cuerdas de su guitarra, pudo más que aquéllos con su título y dinero... Es que nuestro pueblo es músico, herencia imborrable de la madre España. Bendita la guitarra que sabe mantener latente en su encordado la tradición de un pueblo grande, culto y heroico, en cuyos dominios, antaño “no se ponía el sol” y aún hoy tampoco corre hacia el ocaso el sol simbólico del cariño, del respeto y la gratitud, de las que fueron y siguen siendo sus hijas espirituales, porque la gratitud es condición de los fuertes y así sienten su rit­mo de vida y progreso las naciones de América, que hablan la ar­moniosa lengua de Cervantes, el sublime “manco de Lepanto”.

XV. LLEGADA A DESTINO Dos o tres días más, debimos de alojar teniendo por techo la bóveda celeste, que se mostró en alguna noche, cuando el huracán barrió las nubes, pletórica de constelaciones entre las que distin­guimos la simbólica Cruz del Sur, en sus cuatro fúlgidos astros centelleantes, vívidos, cual preciosas piedras de Oriente que la constituyen, como indicando el inconfundible sendero hacia el in­finito... La Vía Láctea, conjunto innúmero de estrellas de las que, después de adentrarnos en el conocimiento de la tradición de la comarca, supimos de su nombre araucano: (“Ftá Leufú Huan-glén”) gran río de estrellas; constituido por el alma de sus ante­cesores y a donde irán en sucesión ininterrumpida, la de los sobre­vivientes. ¿Pueblos salvajes? pero que tenían un concepto respe­table del fin de sus criaturas en su efímero paso terrenal. 52

Por extravío de algunos de los animales de tiro, demoramos más de lo previsto en la marcha. Al tercer día llegamos en des­censo repentino a la gran depresión de El Caín. Características co­munes en la Patagonia, son estas extensas depresiones que se prolongan de Oeste a Este, las que han sido desagües naturales de las grandes crecidas en épocas geológicas, producidas por el deshielo de las enormes acumulaciones de nieve en la cordillera. Caín, nombre desviado de su cabal significado y que nada tiene que ver con el bíblico vocablo fratricida. Un cambio de adaptación a la fonética del “huincá” motivó el error. Caín, corruptela de caial, ca: otra; ial: comida; dar una porción, racionar las provisiones. Quizá en un éxodo forzado de una tribu en desgracia escaseaba la manutención y allí en ese preciso lugar fué extremada la exigüi­dad de la repartición. Fuimos recibidos cordialmente y colmados de atenciones, en el domicilio del Juez de Paz del lugar. Funcionario probo, de reputa­ción bien ganada en la región; hombre que usaba más los dictá­menes del corazón que los que rezan en los códigos, en la diluci­dación de litigios vecinales. Cuando penetramos en ese confortable hogar, creíamos encontrarnos entre gente familiar o de ya larga amistad. Como un tributo de agradecimiento y justicia, diremos que este buen Juez y excelente ciudadano se apellidaba Legaz. En cama muelle y abrigada dormimos con la tranquilidad de la que no disfrutábamos desde hacía largos días. En la mañana siguiente, seguimos nuestro peregrinaje por te­rrenos accidentados, de topografía dispar, cañadones, pampas y ma­llines, perfilándose con propias características los continuados cor­dones de sierras, cuya elevación era ya respetable. Ibilzieta apuró la marcha. Entrada la noche casi, llegamos a una casa de negocio en el paraje de “Barril Niyeu”, nombre híbrido; barril, castellano, niyeu, (a) lugar. Al interrogar a viejos “paisa­nos” sobre el significado de tal nombre, siempre nos contestaron: “Ese lugar barril trayendo pulcú (bebida alcohólica) huincá g’otro lao Chile”. El panorama, tanto en lo que respecta a nuestra situación per­sonal, 53

como a lo geográfico, se iba trocando en aceptable. Fuimos huéspedes de los señores Sacco, comerciantes acaudalados de esa zona. Personas dignas de bien sentada reputación en los territorios de Río Negro y Chubut. Sus finas atenciones comprometieron nues­tro profundo, y aún hoy, latente agradecimiento. Ese tratamiento tan amable de las gentes, no sabemos si atribuirlo a nuestra con­dición de maestros o en atención al cicerone que nos guiaba: Ibil­zieta, quien era bien recibido en cualquier esfera donde actuara; siempre su idiosincrasia creaba simpatías. Pasada otra noche de amena charla y confortable y reparador sueño, emprendimos la que sería para nosotros última jornada de ese viaje que tuvo las singularidades de lo pintoresco, de harto sufrimiento y de indeleble recuerdo. Apenas continuada la marcha, encontramos un señor de apellido Quilográn, quien hablando con Ibilzieta, nos entregó de inmediato un caballo ensillado, y previos algunos datos sobre el rumbo que teníamos que tomar, seguimos solos por esos andurriales de Dios, guiados por nuestra herencia ancestral de criollos y el instinto, ¿por qué no decir, la inteligencia de la cabalgadura? Con efusivos apretones de mano nos despedimos: “hasta muy prontito” de los buenos amigos y camaradas de viaje. Al arrancar en suave galope, sentimos que don Braulio nos decía, con dejo de amable ironía: “Si se pierde, nos chifla”. No nos extraviamos en la larga jornada de ese día (13 leguas). Mediaron para ello las dos circunstancias que dejamos anotadas: no rumbeamos tan mal; a más de que la huella era visible —pese a que en retazos largos estaba oculta bajo la nieve escarchada— y “el instinto fiel” del caballito criollo y su admirable resistencia; un rosillo de vasadura de acero; incansable para galopar; siempre accionando nervioso con su hocico pidiendo rienda; es decir tra­gando leguas, para pronto llegar a su querencia que ya la pre­sentía cerca. Nunca más bien pintado el rol y contextura del in­comparable caballo nativo, como en la bella poesía producto de la sublime inspiración de Belisario Roldán. A las 2 p.m., con el frío hasta los tuétanos; lánguido ya nuestro es54

tómago por la falta de alimentos, llegamos a una vistosa vivienda que luego supimos era la “Estancia de Talagapa”. Hora del almuer­ zo aún, siendo atendidos por los dueños de casa con el mejor co­ medimiento. Intimamos de inmediato con esa buena gente, máxime cuando nos presentamos como el maestro del lugar. Si la difícil carrera del magisterio es de resignación, sufrimiento y apostólica y cristiana abnegación, consideramos que, como paliativo a la dura misión, se cosechan perdurables satisfacciones espirituales las que no son cotizables por ningún valor o prebenda económica. Allí en esa casa encontramos los primeros alumnos que concu­rrirían en seguida a la escuela de la que nos sentíamos (casi in­fatuados) su director. Y desde ese momento, el mutuo respeto, im­borrable cariño, la franca camaradería, la sinceridad afectiva, se­llaron nuestras almas en un pacto de respetuoso convenio: el uno como educador; los otros como discípulos. La despedida fué como de francos amigos. Un galope más y llegamos al obscurecer, al lugar de destino, des­ pués de haber ambulado una “ponchada” de días. Fuerte casa de negocios de la firma “Peirano, Podestá y Cía.”, la que giraba con considerables capitales. El gerente que esperaba nuestra llegada, recibiónos como a viejos conocidos e inmediatamente impartió órdenes para que se nos proporcionara cómodo alojamiento, dentro del mismo edificio de esa gran casa comercial. El frío castigaba con varios grados bajo cero. Nieve escarcha­da, viento helado que azotaba las ropas cubriéndolas de escarchilla. Un valle mallinoso, especie de anfiteatro, rodeado de escarpadas sierras; tal el panorama del lugar, destino de nuestra primera escue­ la patagónica. Si no nos hubiéramos sentido orgullosos y honrados con la mi­sión de educadores, al otro día, emprenderíamos el regreso a nuestros lares... ¡qué enorme la impresión de soledad, que en ese pa­raje crudo e inclemente, sentimos al posarnos como “rara avis” allí, sufriendo el espíritu en profunda brecha, la añoranza de la patria chica!

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XVI. LA ESCUELA NACIONAL Nº 42 Virtualmente, con la presencia de su director en la escuela del lugar cuya designación lo era con el Nº 42, quedaban ya iniciadas las clases. Al principio por falta de local propio funcionó en una pieza que el entusiasmo y dinamismo del señor gerente, habilitó dentro del mismo edificio del comercio. Recién en noviembre fué entregado por su anterior ocupante el edificio, que la firma nombrada cedía gratuitamente al efecto, al Consejo Nacional de Educación. Esto por diligenciamiento del mismo señor nombrado. Nunca más apro­piado el dicho de que, “una escuela que se abre, son mil tabernas que se cierran”. Precisamente, esa casa habilitada para fuente de cultura, estaba ocupada por un despacho alcohólico. La inauguración de las tareas, no tuvo el relieve y la significa­ción que actos de tal naturaleza así lo reclaman. La obra escolar fue silenciosa; al principio el alumnado se iba inscribiendo, con­forme las posibilidades que las circunstancias duras y difíciles del medio ambiente, lo permitían. Dentro del radio escolar muy escaso el número de niños en edad reglamentaria. El establecimiento com­pletó su inscripción exigible, recién a principios del año 1915. Las familias llegaban a radicarse nucleándose alrededor de la escuela, desde lejanos lugares. Así había alumnos regulares cuyos padres eran pobladores de Sierra La Paz (Apas), Tromen Niyeu (tromen, nuboso; niyeu, lugar), Cari Lauquen (cari, verde; lauquen, laguna), Campana Niyeu, Chichiguau, (chichuay, neblinoso), Pirí Mahuída (pirí, nevada; mahuída, sierra), Sacanana, Blancumtré (blan, blanco; cumtré, piche), Yama Niyeu (yama, piedra negra, gredosa, para pintarrajearse cara y cuerpo; niyeu, lugar), etc. Claro que el límite reglamentario de edad, fué excedido en la mayoría de los casos y así se inscribieron alumnos de 15, 16 y hasta 18 años. El deseo de aprender, era latente en esos jóvenes ya que vivían 56

obscurecidos mentalmente. Y era envidiable el interés de­mostrado en casi todos los padres para que las luces del saber lle­garan como hálito redentor al cerebro de sus hijos. Avanzado el año lectivo, fueron recibidos los muebles, útiles e implementos varios, enviados por el Consejo Nacional, a los fines consiguientes. La enseña sacrosanta de la patria, flameó ufana y gallarda, sa­ turando de argentinidad ese paraje en el que se vivía en un cosmopolitismo indiferente a los sentimientos afectivos de lo que cons­tituye la esencia misma de la nacionalidad: sus egregios símbolos. Los alumnos, en el saludo a “su bandera” iban esclareciendo ante sus propios padres, qué es el amor a la tierra en que se nace o que recibe maternalmente, a los hombres de buena voluntad que llegan a ella, a engrandecerla con su trabajo honrado e inteligente. El ambiente escolar era ya propicio para que la mente de ese grupo de niños argentinos se nutriese de las nociones indispensables para una convivencia exitosa en la lucha futura de su vida de relación y a la vez, su alma se impregnara de un concepto claro y preciso, sobre las tradiciones de esta tierra, en la que nació y que sólo de re­flejo sabía que tenía un nombre. El patriotismo, el afecto a la nacionalidad; el respeto a los pró­ceres y hechos históricos, fuéronse adentrando en su espíritu impo­luto aún y que, como receptáculo sensible, asimilaba la palabra ama­ble, inspirada y sencilla del maestro que se mostró amigo y con­fidente muy dispuesto a intimar con sus alumnos y formar así, un clima de trabajo provechoso. ¡Cómo no recordar aún después de tan largos años el nombre de esos niños y jóvenes que fueron nuestros primeros hijos espiri­tuales. Los vemos en la mente, sentados, preocupados, pero satis­fechos, en esos flamantes asientos apoyando sus manos en los pu­pitres, leyendo, escribiendo, dibujándose en sus rostros alegres, un ansia de perfección. Un plantel de muchachos buenos e inteligentes; respetuosos y sinceros, exentos de toda proclividad: Carlos y Miguelito E. —los de la estancia— a quienes ya hicimos alusión. El primero, serio; rostro y 57

modales de mozo. Miguelito, un azogue, in­quieto, preguntón y que todo lo aprendía. Creemos que fue nuestro mejor amigo escolar; mientras permanecimos en la zona, mantuvi­mos una entrañable amistad. ¡Pobre Miguelito! supimos que se nos fue para la eternidad. Su maestro le brindó en su tránsito al más allá, un expresivo recuerdo cariñoso y paternal. Vicente Y., de pa­dres italianos, sano y vigoroso niño. Su aprendizaje fue admirable y tan rápido que al término del primer curso escolar, era un alumno con dominio completo de la lectura corriente y consciente y ejercitación práctica en las cuatro operaciones de la Aritmética. Sarita Y.; Sabina M., entre otras alumnas, buenitas y cariñosas. Esta últi­ma en sus apuros estudiantiles, lagrimeaba a veces como en una eclosión de ansias de aprendizaje y progreso. Seguros estamos de que en tu vida ya de mujer, serás dichosa en un hogar donde reina­rás como madre cariñosa, porque tu idiosincrasia era de una dulce bondad. Otro discípulo óptimo, de los primeros tiempos allí, fué Goyito M.; perspicaz, razonador, llegando a adquirir cierta cultura; quien nos acompañó varios años conviviendo con nosotros y, al despedir­nos, las lágrimas afluyeron a sus ojos, ante el abrazo paternal. Su enojo mayor era que lo priváramos de la lectura. Larga sería la nómina de los alumnos de la primera escuela, donde debutamos en esta carrera que es noble, aunque muchas veces hay que gustar el acíbar de la injusticia, de la indiferencia y aun de la calumnia. Nuestro recuerdo también a los “chilenitos” Sepúlveda; humildes y sumisos; contraídos a sus tareas, devorando páginas de los libros en concentrada atención ante la explicación del educador. En fin, los Sifuentes, Melipil, Meza y tantos otros que al intentar nombrarlos haríamos demasiado extenso este ca­pítulo. Ojalá que los dichos y demás, hayan escuchado nuestros conse­jos de franca sinceridad siguiendo por el sendero de la rectitud, de la honradez y del virtuoso trabajo y sean hoy ciudadanos de bien. Recompensa valiosa y grata para un maestro que aún recuerda a quienes fueron “sus niños” y el afecto está indeleble por encima de vulgares convencionalismos o egoísmos. 58

XVII. LA VISITA DEL INSPECTOR La escuela desarrolló su labor en el primer año de su iniciación, con un positivo aprovechamiento. Así lo hizo constar para or­gullo, gozo y satisfacción de maestro y discípulos, el superior que en marzo o abril llegó a constatar la tarea realizada. Ya anotamos que esta grata y benéfica visita, estaba anunciada con anterioridad; y en el propio Consejo Nacional de Educación. Era el jefe visitante, el inspector señor Abraham Mendieta, de cuya personalidad y con pálida expresión, dejamos consignado el preponderante rol y la conspicua personalidad de maestro, de este abnegado y paternal superior, de quien recalcamos su grande y justo corazón. Al correr del tiempo, pergeñando estas mal elucubradas remi­ niscencias, encontramos el fiel panegírico como inspirado en nues­tro propio jefe, en la pincelada luminosa y precisa del ilustrado y brioso periodista y escritor, señor J. H. Lenzi. Oigámosle: “Y al escribir esto, lector, una pregunta sale de mis labios y es para ti: ¿Sabes tú lo que es un inspector?... Sin ser superhombre es supernaestro, sin ser Dios es dirección, elevación y divinación... Sin ser insensible nunca piensa al frío que le amorata y endurece todo el cuerpo ni al calor que le baña en sudor, ni al viento ni a la nieve, ni a la lluvia torrencial; sin ser rudo duerme en el colchón prepa­rado con las pilchas del recado, come el “churrasco” mal cocido, bebe el mate amargo y viaja centenares de leguas en carricoche acompañado de un torpe peón, que quizás ha de entristecer aún más sus horas y sus días de viaje, arriero, va a la retaguardia de la tropa de mulas en la cordillera, o de la tropilla en la llanura in­mensa, triste, semidesierta; sin ser “supervaliente”, no teme de cruzar a nado en su caballo el torrentoso río, aun peligre la vida, ni la inminente nevada, ni el terrible pampero que azota, golpea y en­ceguece. .. “Él es todo esto y aún más. Es amigo que ayuda y consuela... 59

“Él es luz, es llama, es calor, es aliento, es el porvenir. El Este de la escuela...”. Críticas e instrucciones sabias, precisas dejó consignadas el se­ñor Inspector, en el libro respectivo. Los tiempos ya habían hecho evolucionar radicalmente, los métodos y procedimientos de la ense­ñanza. Desterrada para siempre la escuela dogmática y libresca. El racionalismo, la experimentación, eran modalidades hechas carne en el espíritu de los nuevos maestros. Llevando como postulado el principio: “de los hechos a las ideas”. El intelectualismo huero y enciclopedista, había sido abolido. Instrucciones racionalistas y que contemplaban en primer término la sagrada personalidad del niño, eran norte primordial, motivo de esa escuela nueva, que en lonta­nanza se diseñaba ya, cubriendo con un ambiente de alegría cons­tructiva las otrora, sombrías aulas de la paleta y demás vejatorio castigos corporales que atrofian física y psíquicamente al indefen­so educando que, con el candor propio de su infancia, se entregaba confiado a quien sería padre espiritual, no agriado cancerbero. El imperio de la sabia ley 1420, de Educación Común —”monu­mento de sabiduría”, según justa expresión— señalaba categórica­mente la ruta a seguir en la difícil misión de iluminar conciencias y formar mentes de futuros ciudadanos.

XVIII. FIESTA PATRIA Nuestros flamantes alumnos nada sabían de honrar a la patria en los días de sus grandes efemérides. Había que formar en sus men­tes, el clima propicio y a tono para honra tan magnánima a aquélla, que ya la presentían como una diosa pura y sacrosanta, encarnada en la intimidad de su espíritu fervorosamente crédulo, a las diarias explicaciones de su maestro. En el ambiente del aula, enmarcóse en plano superior, la ga­lería de 60

próceres con cuyos sacros nombres, también se iban fami­liarizando. Disipado el falso recato, una especie de vergüenza colectiva para el canto e imitando al maestro, pronto se sintieron en ese am­biente de trabajo, las estrofas inmortales de la patria canción. ¡Hon­ra grande para un educador enseñar a un grupo de argentinos a entonar las estrofas de ese canto litúrgico al que muchos de ellos no habían oído! Los niños más aventajados se lucieron como eximios recitado­res y el día 25 de mayo de 1915, se honró en nuestra escuela, digna­mente, la fecha cumbre de la nacionalidad. Ese día y el anterior, a pesar del inclemente tiempo, afluían al lugar, gentes de todos los rumbos. Los unos con el interés propio de padres y familiares de los alumnos, los otros por simple curiosi­dad y, así llegar al boliche y apagar su sed, con dos o tres “cañas dobles”. Abigarrado conjunto de hombres de todas las nacionalidades. Antes de dar comienzo al acto patriótico se nos presenta un señor X, con quien mantuvimos parecido diálogo al siguiente: —Dígame máistro y dispense; ¿también van a “dentrar” a esta fiesta los chilenos? —Sí, señor —contestamos—. ¿Por qué mi amigo? —Porque ellos son nuestros enemigos. Yo les óido decir que la “Patagona” es de ellos. —Vea Don, ¿usted es argentino? — ¡Pa’ servirlo en lo que guste! —Bueno: los chilenos son nuestros hermanos; juntos nacimos a esta nueva vida que llamamos de libertad. Hermanados como apar­ceros, San Martín, el grande nuestro, y O’Higgins el padre de la patria chilena, combatieron con derroche de valor por la libertad de América y sellaron la unión de estos dos pueblos en un histórico abrazo. Y un sabio chileno, Vicuña Mackenna, escribió para la pos­teridad que “San Martín es el criollo más grande de América”... —Tá lindo, máistro.. . De juro que los chilenos no son tan mal intencionaos, deben ser decires, nomás. —No temamos, mi buen amigo. Aquí a esta tierra grande y fe­cunda llegan hombres de todas las naciones, que quieran habitar su suelo, 61

porque así lo permite nuestra Constitución. Alegrémonos en este día de gloria y evoquemos la gracia y donaire puestos por una chilena y un argentino al bailar la donosa y bullanguera zamba-cueca, que es danza nuestra, la que despierta afectos y enciende corazones. San Martín con el sable reluciente de sus granaderos, llevó también la lucida danza, en los clarines de sus valientes, cuando, domando la Cordillera, llegó en ayuda de los buenos chilenos... Nuestro interlocutor retiróse parsimoniosamente, castigando algo nervioso con la lonja de su rebenque, las cañas de sus rene­gridas botas. Hicimos una discreta advertencia a todos los presentes de que, al sentirse cantar el Himno Nacional: grito argentino de guerra; verso que lleva encarnado en sí, la libertad y la democracia, tuvie­sen a bien de colocarse de pie y descubrirse —recalcando— es decir de quitarse el sombrero. Con respeto y de inmediato, vióse aún a aquellos espectadores que escuchaban desde afuera del recinto es­colar, descubrirse con respeto. Hombres de pelo hirsuto, cerdudo, emporrado; cruzados con largas y plateadas dagas, rebenque en mano, cuando no colgado del cabo de sus facones; poncho al hom­bro; conmoviéndose al sentir ese canto al que algunos nunca ha­bían escuchado y que otros, merced a esa vida de ermitaños, semi-salvaje, que llevaban con resignación de parias, habíase esfumado su recuerdo, ante tanto sufrimiento, tanto aislamiento, tanta pobre­za espiritual... Hubo discurso; recitados, lecturas alusivas a la patria y a sus próceres, comedias, etc. Actores principales fueron: Vicente Y.; Mi­guel y Carlos R. El primero con despejo absoluto, recitó emociona­do y con voz vibrante: Azul Celeste, de Martín Coronado. “Azul ce­leste era el vestido/con que una tarde pasar la vi/como paloma bus­cando el nido/bajo los árboles de su jardín. Suelto en los hombros/ flotaba al viento/su chal de espuma/blanco y azul/ color del cielo, su pensamiento/color del cielo, su juventud. Bajo el encanto yo no sabía/ si era la Patria o era el amor/y en la mirada que la seguía/ se fue tras ella mi corazón”. 62

Otro niño, ante un simulado soldado que personificaba a un inválido, recitó algunas estrofas de la inspirada letrilla patriótica del gran soldado y bardo benemérito de la Nación, don Bartolomé Mitre: ( “No miráis aquel mendigo/de aquella iglesia a la puerta/cuya miseria despierta/simpática compasión. Y que a todos los que pa­san/ tendiendo mano transida/pide con voz dolorida/una limosna por Dios. Es un mártir de la patria/un soldado valeroso/del estandarte glorioso/que el hemisferio cruzó. Y mostrando con orgullo/de su frente una ancha herida/pide con voz dolorida/una limosna por Dios. ¿Dónde están mis camaradas/del Cerrito y Ayacucho/que mordían el cartucho/con indomable valor? ¿Dónde están? talvez ahora/ duerman en la tumba helada/o piden con voz quebrada/una limosna por Dios”... No faltó alguno, entre esos hombres de rudo aspecto, que con disimulo rozara con la yema de sus dedos, los ojos, ante la vehe­mencia de tan sentida poesía; su alma aletargada despertóse ante esa evocación de patria vieja. Sello indeleble de argentinidad, de hermandad americana, de respeto a pueblos y naciones todas, dejó esta fiesta humilde, de una escuela rural, cuyo maestro no era ni sabio, ni siquiera inteligen­te; pero que sentía en su alma como fuerza pujante y alentadora, la tradición inmortal de sus mayores, que lo impulsaba a sembrar ideas de ese veneno inagotable de libertad, amor y confraternidad.

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XIX. SEMBLANZAS DE LA REGIÓN

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(I) UN GERENTE HOMBRE DE BIEN

El Inspector General señor Díaz, nos advirtió sentenciosamen­te en su oficina de la Capital Federal, de que “íbamos a un lugar donde no había indios”. Y al decirlo él, debiéramos rendirnos a tal evidencia. Allí en Talagapa (boleadora en idioma Guénaken, el que no conocemos) los pobladores —como ya lo expresamos— constituían un cosmopolitismo de razas donde los argentinos, estaban en me­nor número: chilenos, españoles (vascos), franceses, italianos. Y entre el elemento nativo, se habían dado cita allí, santiagueños, correntinos, bonaerenses, púntanos, riojanos, cordobeses, mendocinos, neuquinos, etc., etc. Su quehacer era la crianza del ganado la­nar y equino. Propietarios algunos, medieros la mayoría. Gente que dentro de lo incruento del medio, vivían con holgura; abundando por excelencia la alimentación carnívora ovina, siendo de exquisita calidad. El aislamiento de esos pobladores era absoluto, y su centro co­mercial y si se quiere cultural, la casa de negocio del citado lugar. Don Nicolás R., a la sazón gerente de la firma comercial que hemos referido. Un pionero de esa región donde la civilidad avan­zaba lentamente. Hábil comerciante; hombre de negocios; con una profunda penetración de la modalidad de su clientela, la que abar­caba un radio, a todo horizonte, de 25 leguas. La confianza depositada en él, por sus superiores era a todas luces ilimitada. La prosperidad en los negocios ratificaba esa con­fianza. 67

Con una cultura ecléctica y singular, se había nutrido de los conocimientos generales que le daban un rango de distinción y simpatía, ante quienes lo trataban. Sus clientes habíanle hecho “el paño de lágrimas” en su pre­cariedad de vida, y tuvimos oportunidad de comprobarlo de que no defraudaba la fe puesta en él, por esa gente la que, si bien es cierto vivía en un ambiente de rudeza, no por ello estaba anquilosada en su ser, la facultad de la gratitud, hacia quien siempre estuvo dili­gente para favorecerla, en sus solicitudes múltiples. Era su caja fuerte; su consejero; su médico; quien ponía paz en rencillas ma­trimoniales; en pleitos suscitados entre vecinos. En una palabra, era el sabelotodo (con efectivo sentido) para una comarca donde su prestigio se había enraizado en la opinión de los vecinos. Jamás incitaba a sus clientes a que gastasen sus ahorros en bebidas alcohólicas, a las que, por la misma crudeza del clima y el apocado ambiente, es muy afecto este poblador —salvando las excepciones—. Negaba un crédito a quien procuraba invertirlo en alco­hol; pero jamás se cerró en actitud negativa cuando un padre de familia, procuraba mercar al fiado, ropas y alimentos para sus hi­jos, aunque supiera que su cliente no tuviera solvencia económica alguna. Lo hemos acompañado cruzando de a caballo, a campo tra­viesa, sierras escarpadas, para llevar el alivio a algún enfermo que solicitaba por medio de un chasqui, su intervención hipocrática. No era un vulgar curandero, ni mano santa; ni mejoraba los pacientes con panaceas cabalísticas, no. Entendía de farmacopea y creemos que el D. N. de Higiene lo había autorizado para prestar ayuda mé­dica en semejantes lugares, de desolación e inclemencia. El egoísmo no hacía sombra en su personalidad franca, sana y sin­ cera. Por eso él mismo se interesó entusiastamente para que se fun­ dara la escuela en el lugar, llevando las luces del saber, a los hi­jos de esos estoicos pobladores. Y toda la colaboración requerida por aquélla, ya fundada, la brindó incondicionalmente y fué un amigo y consejero también, del primer maestro joven y sin expe­riencia, que allí sentó sus reales. 68

Vaya en agradecimiento esta pálida semblanza de quien fue un hombre bueno, servicial y con una cultura nada común, la que brindó en bien de sus comarcanos.

XX. (II) UN GAUCHO AUTÉNTICO

Cuando las fuerzas del Ejército Argentino, incursionaron en las regiones sureñas en la guerra despiadada contra el hombre au­tóctono, siendo el general Lorenzo Vinter quien en el año 1884 dio las últimas batidas a la indiada, ya confundida, deshecha su cons­titución tribal, deambulando como parias por los cañadones y que­bradas, de sierras y cuchillas, diéronse de baja muchos meritorios soldados enganchados en los cuerpos de línea y allí, haciendo las paces vecinales, con el aborigen domeñado, fueron poblando cam­pos destinados a la crianza de la oveja. De esos hombres —carne de cañón en las contiendas, siendo siempre “los últimos en la paz, pero los primeros en la guerra”, gauchos todos nobles y generosos que hicieron la patria con su esfuerzo altivo, su coraje abnegado— tuvimos oportunidad de encontrar algunos, en esa zona de Chubut, como pacíficos y sufridos pobladores. Intimamos con varios y, en nuestro recuerdo nombramos al primero, con cariño de verdaderos amigos: Don José A., gaucho auténtico. Poblador de la Sierra La Paz y que llegó a la escuela para inscribir a sus dos nietos; biza­rros muchachos, los Sacamata que fueron modelo de alumnos, inte­ligentes, prolijos, respetuosos; con una férrea voluntad por el rápido aprendizaje, el que consiguieron para su satisfacción y beneplácito de su maestro. Don. José encariñóse con nosotros. En frecuentes oportunidades en que llegaba ‘’al poblado”, solía explayarse en su amena y pinto­ resca conversación; relatándonos hechos acaecidos a él mismo en su largo y arriesgado peregrinaje por las desoladas zonas de La Pampa, Río Negro, costa de los ríos Colorado y Negro. Paraguayo 69

de nacimiento, fue traído a los 6 o 7 años de edad desde su tierra nativa, por el coronel don Liborio Bernal, durante esa sangrienta guerra llamada de la Triple Alianza. Quiso adoptarlo como hijo, el benemérito militar pero el paraguayito no se avenía a esa vida mue­lle y regalona de ciudad. “Me gustaba el campo; las estancias, el aire puro de las madrugadas sureñas, máistro”, nos decía, y muy pronto “mandóse mudar” del lado de su benefactor. Fue insigne domador; en “Las Isletas”, de Luro, entablaba tro­pillas de potros de “coralillo cruzado”; haciéndose popular, no por su nombre de pila, sino por el de “Paraguay Tachuela”, como se le conocía hasta en los años de su respetable ancianidad, siendo aún garboso de discreta indumentaria, traje y botas negros; chamber­go requintado; blanco pañuelo al cuello cuyas puntas flotaban ju­guetonas cuando, montado a caballo, galopaba con elegancia y sol­tura. Su canosa barba larga y alba le daba aire de estanciero anti­guo; y en su cintura la reluciente daga plateada, imprimíale pres­tancia de criollo que sabe rendirle culto al coraje. Y el níveo brillo de su argentada rastra cargada de patacones, contrastaba con la negrura de su cuidado indumento. No había bagual que “lo basureara”. Su gusto era largarse des­de la maroma, sobre el más arisco yeguarizo orejano, de los cien­tos encerrados en un corral. Como gaucho parejo era insigne pe­leador a daga y, en frecuentes duelos criollos, marcó a más de un moreira. Nunca mató en lidia desigual. En la costa del Colorado, con su aparcero el puntano Albornoz, peleaban en yunta casi todos los-domingos en las pulperías, por diversión más que por compromiso. Cantaba en la guitarra por cifra, los versos sabrosos del Martín Fierro, y una huella como si con ella evocara las de ilimitado hori­zonte que en su juventud errabunda, había recorrido en el lomo de su pingo escarseador, o en el pértigo de una somnolienta carreta de bueyes: “A la huella, a la huella huella cantando, mientras más te miro — mi vida — más me va gustando. 70

Una vez que te quise fue por el pelo áura que estás pelada — mi vida — ya no te quiero A la huella, a la huella huella sin cesar, ábrase la tierra — mi vida — vuélvase a cerrar” En el siguiente relato, que fue una de las páginas más glo­riosas de la historia de la Conquista del Desierto, él fue actor, se­gún sus propias expresiones; oigámosle: “A fines de diciembre del 81, viajábamos con otros compañe­ros en una tropa de carretas, que llevaba materiales para la línea telegráfica que se construía hacia la cordillera. El 14 o 15 de enero del 82, acampamos al lado del Fortín “Primera División”, en la Confluencia. Estaba de guarnición en ese lugar el entonces capitán Juan José Gómez; un riojano más valiente que las propias armas; al mando de 30 hombres, pero ese día cuando recibimos órdenes de guarecernos dentro del fortín, pues se había visto en el campo, peligroso movimiento de avestruces y guanacos, eran solamente unos 15 soldados que, con la peonada formábamos en total, 31 hombres con el jefe. El 16 de enero a la madrugada se sintió el tropel de la indiada que comenzó a rodear el fortín. El valiente capitán Gó­mez, ordenó de inmediato comenzar a hacer fuego al enemigo. Este avanzó con coraje temerario. Los muertos de los infieles, afuera, aumentaban formando montones; y dentro del fortín muy pocos eran los combatientes que no estaban heridos ya. En un movimiento de la caballería india, un formidable mapuche, que parecía cacique, llegó decidido a forzar la puerta del fortín, seguido de sus mocetones que ahuyaban “mesmamente” que chacales: ¡iá, iá, iaá! thregua; tiuincá (cristiano perro). El capitán Gómez midió todo el peligro y arrebatando la “garabina” a uno de sus soldados, le apuntó al pecho al indio toro el que herido 71

de muerte, sacudió su larga y porru­da melena, cayendo inmóvil. Unos 10 o 12 hombres de los huincas quedaron solamente sin ser heridos. Estuvo en tal peligro la caída del fortín, que los indios robaron 50 caballos sacados del corral. Pasado el medio día comenza­ron a retirarse en desbandada los indios asaltantes. Dejando enor­mes cantidades de muertos. En el desfile de la caballería, vimos un indio marchando ade­lante, montando un hermoso blanco coludo; opinaron los conocedo­res de que sería el cacique Rey de las Manzanas, Valentín Sayhueque. Después supimos que era el mismo, acompañado de los caci­ques Inacayal y Ñancucheo, al frente de 1000 “conás”, hombres de pelea. “El aguerrido capitán Gómez, recibió dos serios lanzazos en el combate, pero sereno y tranquilo, siguió dirigiendo su gente. Al otro día de la pelea, se dio la orden de quemar los cuerpos que, amontonados en la orilla de la empalizada, ya “jedían”, pues los rayos del sol quemaban” —terminó don José— bebiendo con fruición una ambarina copa de caña doble, la que, —decía— era más sabrosa porque provenía de su tierra de origen”. La caña paragua­ya, y las paraguayas —máistro— terminó riéndose el gaucho amigo, son pa’ beberlas de un trago, alentando el golpeteo del corazón”.

XXI. (III) JULIÁN, EL SOCIALISTA

Don Julián era un español venido, mucho tiempo ha, a esta América, sentando sus reales en esas lejanías desde hacía largos años y, si el mimetismo es un fenómeno que regula las condiciones de vida de seres y vegetales, adaptándolos al medio físico donde vi­ven y crecen; tal influencia en este hombre, estaba latente. Su as­pecto; su piel color de tierra negra; sus manos agrietadas y enmu­grecidas, semejaban cascotes o pétreos fragmentos. Su oficio: albañil; mejor expresado, constructor de ranchos, general72

mente para puesteros. Ambulaba de un rancherío a otro, le­vantando rudimentarias habitaciones las que, apenas elevábanse dos metros a lo sumo del suelo, como escurriéndose del viento blan­co huracanado y destructor. Fue allí al lugar a levantar algunas casuchas para pobladores que llegaban a nuclearse a fin de atender las necesidades escolares de sus hijos. Entramos en sucesivos diálogos y charlas con este excéntrico hablador, y en sus digresiones incongruentes, a veces, incursionaba en el terreno de la política, de la historia y otras ciencias en las que, según su autoponderación, era muy versado. —Me llaman el socialista —exclamaba—, y ciertamente que lo soy. Desde la España de mis recuerdos me sentí inclinado a la colaboración y unión con el proletariado que es la víctima del poderoso. El escarnio de la sociedad. El paria en esta existencia de dolor, sufrimiento, hambre y amargura; contemplando a la burguesía rego­deando hartura y bienestar, constituida por zánganos crueles sin un ápice de piedad ni miramiento para el sufrido obrero, que con­tribuye con su sudor a hacerlo más potentado, mientras él y su familia sucumben en sucios tugurios, o hacinados en un hospital. —Con la actitud y pesimismo suyo, don Julián, las clases pro­letarias no mejorarán; por el contrario se hundirán en la desventura e indigencia, las que deben combatir con el trabajo laborioso que es alegría, felicidad y venero inagotable de bienestar. Por otra parte, ¿no tiene el obrero en casi todos los países civilizados donde contri­buye con su habilidad manual al engrandecimiento de ellos, leyes sabias que lo amparan defendiendo sus sagrados intereses de las acechanzas de los inllenables burgueses que cual sangrientos vam­piros, le succionan sus vitales energías? — ¡Bah! Ilusiones, maestro, que se esfuman ante la queja de un voraz potentado que con el áureo metal, consigue —sin exagerar— hasta el mismo paraíso. Las leyes se aplican amparando la potestad del poderoso y cayendo duras e inclementes contra el indefenso obrero. —Resentimientos injustos, amigo Socialista. — ¡No! Realidad que, desde la vieja Europa, la vengo anotando 73

en mi mente y la veo similar aquí en América. Cuando niño me en­ señaron entre un grupo sufriente de gente obrera, esta verdad que está escrita con dolor y firme convicción del hombre proletario: “Tendió la araña, diestra tejedora/ su fuerte red un día/ y el gusano y la mosca voladora/ a cientos los prendía./ Mas dio un mos­cón, con ella que atrevido/ sin cuidar de sus lazos/ atravesó por medio del tejido/ y lo hizo mil pedazos./ Las leyes suelen ser telas de araña/ que rompe cuando quiere el poderoso/ mientras sufren los débiles su saña”. — ¿Ha sido, o es víctima usted de la injusticia de las leyes de nuestro país, influenciadas por esos poderosos burgueses o “mos­cones”, como quiera usted llamarles? —Gracias a la inteligente acción del Socialismo Argentino que ha levantado su bandera de justicia y lucha enfrentando a viejos resabios oligárquicos y extendiendo su manto protector de justicia a todos los débiles, a los obreros, obreras, niños indigentes, ancianos, desvalidos, etc. Y en la actualidad (año 1915) y sin militar en las filas del socialismo, tenemos a ese ilustre Presidente de abierta conciencia democrática y que se ha impuesto con firmeza ante la engreída plutocracia, para defender los sagrados intereses del pue­blo humilde y trabajador; desdeñando prebendas de la élite: el gran Hipólito Yrigoyen. Jefe de esa poderosa organización política que es la Unión Cívica Radical, predestinada a ser la elegida de las ma­ sas para conducir el país, al pináculo de su grandeza. Yo cotejo la noble acción de estos hombres del Socialismo Argentino con la de los líderes de avanzada de la gastada Europa, y los admiro, los venero y trato de propagar sus sabios y apostólicos principios; sus generosas doctrinas, entre los humildes con quienes yo me trato, ya que los poderosos están en un plano inaccesible para este opaco obrero que, no les envidia su opulencia ni les cede su modestia de hombre de pueblo. Quiero y admiro a Palacios, conductor insigne de la juventud y primer legislador socialista en América. Al gran maestro Juan B. Justo, alma máter del Partido Socialista Argentino. A Repetto, consejero y amigo del pobre. ¡Oh! tengamos fe en la fuerza pujante 74

de estos hombres de avanzada —agregaba don Julián, chicleando un puñado de crespo tabaco negro extraído de su inseparable tarro de ‘”Caporal”— ¿No se elevó el capitalismo sobre las ruinas sangrientas de la sociedad feu­dal? Pues, nosotros los socialistas y proletarios en general, levanta­remos el régimen de trabajo sobre las ruinas del capitalismo, me­diante la cultura, la decencia y la honradez del pueblo. Sí, amigo maestro, conozco los orígenes de la organización proletaria desde sus prolegómenos y su lucha despiadada con las fuerzas poderosas del capital egoísta y burgués. Admiro a los precursores que con su gran amor al humilde, abrieron el surco que tiende el equilibrio justo de las clases sociales, sin réprobos y sin elegidos; la igualdad es principio cristiano que predicó Jesús. Admiro al valiente alcalde socialista, el francés M. Dormey; a Federico Engels, con su socia­lismo científico y continuador de la labor meritoria de aquéllos; a Julio Guesde, el colectivista revolucionario, con fe profunda en el triunfo de esta doctrina la que es fuente de virtudes, de renuncia­mientos, de abnegación, amor y sacrificio”. Así hablaba don Julián el Socialista, desafiando la crítica que es — decía— el talento de los pusilánimes, de los idiotas, de los en­greídos en falsos principios que van en pugna con el amor al prójimo, modesto y obrero.

XXII. (IV) EL CABO ELISEO CONTRERAS

Chileno de origen. Con carta de ciudadano argentino. Su vida opacamente se deslizaba, allí en la comarca. Peonando con los pues­ teros. Tumbeador a veces, cuando no “zorreaba o chulengueaba”. Proporcionándole la venta de pieles y plumas de avestruz, los avíos y vestimenta necesarios. Su querencia estaba en los pagos de Cam­ pana Mahuída, Pirí Mahuída o Chichihuau. “Bajando” de tiempo en tiempo al negocio donde se ponía al día, en largos y sucesivos con­ 75

vites de caña doble; beberajes orgiásticos donde nunca faltaba “una de a pie” en la que Contreras “repechaba” siempre. Así fué infatuándose con su fama de guapetón y, al crearse el destacamento de Policía de Talagapa, Contreras sentó plaza de agente, dependiendo de la comisaría de Gastre. Pronto ganó la confianza de sus superiores y al producirse la segunda o tercera vacante en tal Destacamento, se le designó encargado del mismo, distinción que aquél supo corresponder con un empeño elogioso, en sus funciones de guardador del orden público. En largas giras, cuya duración era de 10 a 15 días, expresaba que las hacía a fin de conocer bien “su jurisdicción”. Pero el con­senso general del vecindario era de que se quedaba socarronamente en los puestos, prevalido de su condición de autoridad, esperando que corriesen los meses a fin de recibir los emolumentos, nada despre­ ciables por cierto, ya que su manutención gratuitamente estaba ase­ gurada; maguer con las entraditas de las coimas en tabeadas y carreras en diferentes boliches, tenía para una regalona vida. Cuando se ausentaba del lugar, cerraba “su oficina”, deposi­tando en la escuela, armas, correspondencia, enseres, etc. Siempre sintió un profundo respeto por el maestro y creemos que nos estima­ba con sinceridad. Era un hombre corajudo y audaz. Analfabeto. Dotado, no obstante, de una rápida y lúcida concepción y preciso juicio, para actuar en una emergencia. Vestía gauchescamente: poncho de lana al hombro; un Colt “Caballito”, 44, caño largo, entre la faja y un facón de gran tamaño a la cintura, del que a veces pendía un pesado rebenque de cabo de “michay”. Con éste —solía decir, enarbolando el mismo— me basto y ‘’suebro”, pá los “morairas” de estos pagos. “El sable lo llevo por “deceplina” —agregaba— en el campo, no sirve; cualquier paisanito con el cuchillo en la mano, le “dientra”, corriéndose por debajo de la larga hoja del machete. En los casos de procedimientos escabro­sos lo hemos visto esgrimiendo diestramente, su facón en la dere­c ha y el 44 amartillado, en la izquierda. Su fama de valentón fué extendiéndose en la comarca, con la ligereza de las circunvolucio­nes produci76

dos por una piedra arrojada en la tranquila superficie de las aguas. Pronto la superioridad premió su consagración y arrojo, hacién­dolo lucir las jinetas de cabo. Nervudo, cenceño, pero de una fuerte musculatura. Su fría y penetrante mirada dejaba un dejo, como de provocativo desafío; cuando la ira embargaba su psiquis, tenía una sonrisa alternada con un pronunciado hipo y un tic que le impulsaba la cabeza hacia atrás. Siempre parangonamos su estampa y modalidad (aunque en es­feras y escenarios diferentes) con los de aquel tristemente célebre bandolero Pincheira —el español chileno— el que, todos los horro­rosos crímenes que cometía, los justificaba con su fidelidad al per­dido dominio de su Rey, en estos dos países, Chile y Argentina. Fiera humana, terror de aborígenes y cristianos y, cuyos indios, guasos y gauchos, en mesnadas infernales y sus hordas de confianza, llegaron como Calfucurá, a “refrescar el pecho de sus cabalgaduras en las aguas del mismo Atlántico”. Cuando regresaba de sus giras, visitábanos de inmediato. En cierta oportunidad llegó bastante achispado, trayendo en el bolsillo de su capote patrio una botella de bebida. Entramos en conversación. —”Mi máistro, con su permisio, podíamos tomar un trago? —y dispense”. —Sírvase no más amigo Contreras, ya sabe que nosotros no bebemos. —”Gracias; yo quería decirle algo de lo que me he anoticiado en esta gira. Y es algo “respeuto” a usted, mi máistro”. —Hable, amigo lo que guste. —”Este... Don Pedro B. habla muy mal de usted y hasta dice que es un máistro falluto, porque no enseña los palotes en el colegio; ni tiene granos de “máiz” pá las rodillas”. No tiene buenas intenciones y hasta es capaz de una traición. Dice que ya se ha quejado al Gerente y no le ha hecho caso. Que él tomará medidas de acuerdo a su capacidad de macho”. Y Contreras rióse mefistofélicamente, hipando tres o cuatro veces consecutivas, con un ruido como de carraspera, algo así como de gallina degollada. 77

—”Por eso mi máistro he llegado un poquito (en p...) alegre a avisarle a usted; ya que sabe cuánto lo “apreceo”, y a más que me es muy servicial. Yo... quería decirle que si a usted le parece bien, cualquier noche de estas me voy en mi gira y lo saco del medio al hombre. Total los “piegreros” no hablan, sólo se sienten en ellos los relinchos del guanaco, y una vez que lo entierre entre los tunales, los zorros únicamente lo van a olfatear...—y entró a reírse en seca y cortante carcajada. —Mire, amigo cabo —contestamos— nosotros le agradecemos su comedimiento. Pero no le tememos al moreira ése. Ya sabe que perro que ladra, no muerte y, si pretendiera morder, también tene­mos buenas armas que sabemos esgrimir. Gracias, Contreras, y no hablemos más de este asunto; el que, seguro esté usted, no nos va a quitar el sueño. Si el apogeo de la fama de un hombre, se agiganta rápidamente, cuando el factor suerte, o lo que se quiera, influye; su declinación suele a veces ser más vertiginosa aún, cuando la diosa protectora de sus actos se esfuma, dejándolo en la orfandad de su infortunada actuación. En una de sus recorridas (las que realizaba casi siempre solo) el cabo Contreras, bajando la costa del río Chubut, sorprendió agazapado entre una isleta de michayes, a un cuatrero carneando un vacuno. Todo fué verlo y darle la voz de alto, poniéndole los puntos de su carabina. El cuatrero, un humilde y casi enano paisanito, le­vantó como con inocencia sus brazos. Contreras se acercó confiado: —¿Carniando, amigo?, interrogó. —Sí señor. — ¿Orejano? —Diánde —¿Ajeno, entonces? —Sí, señor. —¿Tiene armas? —Este cuchillo chiquito “puperito”, con que estoy carniando; na más. —Bueno; siga carniando, y así churrasquiaremos un asado. Ha­ce dos días que no como”. La confianza mata al hombre. Al agacharse el Cabo en las tareas de colaboración en la carneada, el paisanito rápido y con la agilidad 78

de un felino, largóle tan tremenda puñalada que le vació de su cuen­ ca, el ojo izquierdo, haciéndose perdiz mientras el policía trataba de contener la copiosa hemorragia. Restablecido después de profundos sufrimientos, el cabo Contreras perdió la confianza de sus superiores. Las denuncias en su contra por desmanes e irregularidades, arreciaron y pronto fué dado de baja. Resueltamente se hizo bandolero. Su estrella aunque pequeña y de rápido fulgor, se extinguió y con ella muy pronto también, ex­ tinguióse la azarosa existencia de este hombre, que quiso ser bueno y servicial a la sociedad, pero, que su innata condición de malvado, fué una valla insalvable para conducirle por el sendero de la co­ rrecta convivencia. En cierta oportunidad, fué a asaltar un boliche en el camino a Telsen, pero prevenidos sus moradores lo recibieron al llegar, ya a la oración cerrada, con una descarga de whinchester, que Contreras astuta y serenamente hizo desviar la puntería sobre su pon­c ho enarbolado en el cabo del rebenque, hacia un costado de su ca­ballo, en el que se tendió. Su poncho fue perforado en varias partes por las balas. En retirada, escurrió el bulto. Así anduvo a salto de mata, matrereando y esquivándose de la comisión policial que lo buscaba. Perseguido y acorralado por la policía del Chubut fué muerto, peleando en los escoriales de “El Mirasol”, refugio otrora de bandoleros, cuatreros, vacunos y yegua­rizos cimarrones. Quien mal anda, mal acaba. Así se extinguió la borrascosa y aciaga existencia del cabo E. Contreras.

XXIII. (V) DON VICTORIANO, EL CORRENTINO

De la más pura estirpe nativa, con sangre guaraní, era don Victoriano G., correntino; setentón, a pesar de su avanzada edad se mante-

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nía ágil, activo con las energías de un hombre apenas entrado a la madurez. A más que su dura labor lo obligaba a hacer “de tripas, corazón”. Mediero; cuidaba un rebaño de cerca de 1000 lanares, en campo quebrado, frío y abierto, donde la tarea es ímproba, imponiendo la obligación, de andar de sol a sombra, repuntando y vigilando la ha­cienda. Conocía extensa parte del territorio del país. Hombre de experiencia clara; de despierta inteligencia, y una astucia adquirida —según él— en los cuerpos de línea, y de un humor dado a la hila­ ridad a toda prueba. Cuando llegaba a la casa de negocio, ávido de “refrescar el garguero”, rumbeaba hacia la fonda y después de dos o tres días de incesantes libaciones, volvíase satisfecho a su quehacer de ovejero. Era muy popular y famoso por sus dichos, cuentos, refranes, ocurrencias. Siempre dispuesto a tramar cualquier judeada a sus con­tertulios que lo apreciaban e instigábanle a desplegar sus desea­bles habilidades jocosas. Añoraba los gauchos pagos de su cuna por allá, hacia los Este­ros del Miriñay. En los últimos entreveros de las guerras de la orga­nización nacional, alcanzó a ser actor en más de un combate, donde, según su propio decir: “hasta el poncho solían quitarse aquellos hombres que no sabían de miedo. Total en el otro mundo no hacía frío”. Su padre murió en aquella tremenda y luctuosa acción de Pago Largo, donde centenares de bravos correntinos fueron pasados a degüello, juntos con su valiente jefe y gobernador, Berón de Astrada, defendiendo el hálito sagrado de la libertad, contra los san­guinarios esbirros del tirano Rosas. Corrientes: ¡pagó largo!, solía repetir con frecuencia como en una plegaria evocativa, ofrendada con unción de rezo, hacia aquellos centauros de indomable y romancesco valor. Su físico de esbelta silueta, arrogante y con una prestancia de desafiante altanería. En su rostro trigueño, resaltaban las múltiples cicatrices, herencia indeleble dejada por la viruela —la peste por antonomasia— afeándolo aún más, ya que Natura había sido poco pródiga al traerlo a la vida, exento de toda cualidad de belleza. 80

Él lo reconocía y solía decirnos: “Socio, yo de fiero, soy bonito”. Anti­ nomia que la explicamos, por lo simpático que resultaba al tratarlo amistosamente. Conocía al dedillo la farmacopea criolla con sus payés infalibles, para todas las circunstancias difíciles de la vida. —Mi madre, socio —(así nos trataba paternalmente)—, que Dios la tenga en su santa gloria, me enseñó los secretos que la tradición de sus mayores, le de­jaron como preciado presente. Si no he sido rico, socio, es por el derroche que he hecho siem­pre del dinero. Al juego de naipes, pude ganar fortunas; bastaba un­tarme las manos con piedra imán. Fui uno de los hombres de más fuerza en los tiempos de mi juventud, ¿sabe por qué? Porque siempre tenía un huesito de cierto órgano, de un tigre (yaguareté aba) que yo mismo maté. Para ganar una carrera con mi pingo parejero, me bastaba ranillar las patas traseras, de los caballos contrarios. Para el amor, he sido pegajoso como el curundú (piedra imán). Solía sufrir de frecuentes jaquecas, creemos que por el exceso en sus libaciones y mala alimentación para un estómago senil y ya gastado como el suyo; pero para aliviar su mal siempre llevaba en su indumento una vincha que se ataba en la cabeza. Explicándonos que dentro de la misma, tenía una piel sobada de sapo, que de in­ mediato conjuraba el dolor. —El hombre, socio, que entra en una salamanca, sale poderoso en el juego, el amor, la fortuna, la salud y otras lindezas que los hala­gos de la vida brindan y nadie le pisa el poncho. Pero para entrar a lugar tan misterioso, tiene que ser varón de pelo en pecho. Yo cuan­do muchachón, me fui a una que en oculto rincón había en mi tierra, y no me arrepiento de aventura tan machaza, aunque pienso que el alma no sé dónde irá a parar, cuando mi cuerpo descanse en un chenque. Sí, señor y así yo canto y no me arrepiento —repito— de ello: He estado en la Salamanca/ cueva oscura de fantasmas/ que brinda amores, riqueza/ pero que me costó el alma”..... Y reía don Victoriano con su rostro de yacaré; pues una seme­janza con este saurio, era tan visible, que no sabemos a qué designio o capricho ignoto de la naturaleza atribuirlo. Con sus párpados en ángu81

lo agudo se identificaba aún más al citado lagarto, cuando tranquilo y pachorriento, toma la resolana en un arenal, a la costa de los ríos. —Sí soy fiero, socio, pero cuando gurisito era una figurita y tan blanco en todo el cuerpo, que vea lo que me pasó: “Tenía de edad, unos meses solamente. Mi buena madre me llevaba, cuando iba a lavar a la costa del río, y me dejaba de espalditas en un hijar so­bado de potrillo, a la sombra de unos árboles. En cierta ocasión, fué al río a buscar agua, sin apercibirse que muy cerca andaba, pas­tando verdolaga, una bandada de pavos. Aproximóse una pavita coquetona y elegante y, sorprendiéndose de ese bulto tan blanco y movedizo que veía (era yo), preguntó asustada, esponjando el plu­maje como el chajá —porque ha de saber, socio, que mi madre en­tendía el lenguaje de algunos animales— y ella cerca, estaba oyendo y viendo lo que pasaba a mi alrededor. “Preguntó como digo asusta­da la pavita: ¿Picaré? Contestándole un pavito retozón y alegre: ¡qué dirán! Nuevamente la primera pregunta: ¿Picaré? y le responde aquél: ¡qué dirán! Aproximóse en tal circunstancia la pava madre y, al sen­ tir la pregunta de: ¿picaré? y la respuesta de ¡qué dirán!; contestó de inmediato resuelta y serena y como con altanero desafío: ¡digan lo que digan! Más vale no haberla sentido sus polluelos; en un coro comenzaron a picotear mi indefenso cuerpo, al par que gritaban en su rítmico lenguaje: ¡Digan lo que digan!!; digan lo que digan!!” Suerte que mi madre —como dije —estaba cerca, de lo contrario el paverío hubiera terminado con mi débil cuerpecito. Pues era tal mi blancura, que me confundieron con un montón de cuajada, a cuya ración diaria, estaban ya acostumbrados los pavitos. Y desde entonces, socio — terminó don Victoriano, con su gangosa voz—, me quedaron marcados los picotazos de esos endemoniados pavos, en todo mi cuerpo; y vea si es mentira lo que cuento; remangándose sus ropas mos­traba sus brazos blancos y con pintas negruzcas cafeteadas, como huevo de carancho; producidas —opinamos (amén de las cicatrices variolosas)— por las células muertas que en su senil cuerpo, iban surgiendo como lunares, anunciando la involución de su ya cansado organismo.

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XXIV. ESCUELA AMBULANTE “B” La obra cultural y patriótica de la escuela, fué paulatinamente acentuándose en la zona. Pero el descenso del núcleo escolar, era notorio pues el nivel vegetativo de la población, en lugar de aumen­tar, estaba estacionado y con tendencia a su disminución. Ya diji­mos que muchos padres llegaron desde 15 y 20 leguas a establecerse allí. Por otra parte, la crisis económica que sufrió el país como consecuencia de los efectos de la primera contienda mundial, en aquellas regiones trajo desastrosas secuelas, también. Mientras las naciones beligerantes comerciaban con la nuestra, pagando exorbi­tantes precios por sus materias primas; la euforia en el ambiente económico, incitaba a la inversión de capitales y a las iniciativas privadas. No quedó un “pedrero” en el Sur, sin alambrar, subiendo los presupuestos de trabajo a sumas elevadísimas. Los bancos acordaban créditos en efectivo, sin discriminación alguna, ni solvencia económica de los beneficiarios. La crisis se acen­tuó aún más después de firmado el armisticio en 1918. En los años 1919 y 1920, los desastres financieros en la región patagónica, fue­ron de relieves alarmantes. La lana, principal riqueza en aquel entonces, la que se había cotizado en la región, hasta $ 25 los diez kilos, bajó en valor vertigi­ nosamente, dándose el caso de que algunas liquidaciones de frutos, en el mismo Buenos Aires, se practicaron a $ 2,50 los diez kilos; pre­ cio irrisorio que apenas alcanzaba a cubrir gastos de flete. En la zona la despoblación escolar fué casi total; las familias no podían soportar los presupuestos atendiendo doble hogar, y mu­c ha gente emigró hacia otras regiones. La escuela fija después de un lustro, se trocó en ambulante “B”, con estaciones en Talagapa y Carhué Niyeu. Lugar éste distante 25 leguas rumbo al Sur, del primero (Carhué Niyeu: lugar propicio para asentar una toldería; por lo abrigado, pastoso y con abundante agua). 83

La escuela Ambulante, institución heroica en los anales de la instrucción pública argentina, fué creada en agosto de 1914. Median­te el genio visionario y práctico del Inspector General Don Raúl B. Díaz. Es que —hemos expresado ya— este maestro de inteligencia y corazón inigualados, cifraba la grandeza de su patria, en la acción pujante de la escuela. Por eso su fervoroso anhelo, de implantar por doquier, en esas regiones aún en atraso de las gobernaciones nacio­nales, la escuela pública. Es que había recibido la consigna del gran sanjuanino, de educar al soberano, afianzando el porvenir y la gran­deza de la Nación, que estaban y están en los humildes bancos de la escuela. Por eso con afiebramiento de iluminado, cumplió el afo­rismo sarmientino: “hacer las cosas, hacerlas mal, pero hacerlas”. Urgía llevar la argentinidad a esas apartadas regiones, donde en muchos casos y a veces con aviesa intención, ignorábase que se es­taba viviendo en tal lugar, bajo la égida de una nación generosa y libre, tolerante del cosmopolitismo, pero celosa de su integridad geográfica y racial. Ya en 1906 preocupaba a este sublime jefe de comando del Ma­ gisterio territoriano, la orfandad en que, como rémora al progreso general, vivían núcleos de poblaciones donde la acción escolar no po­día hacerse sentir en su patriótica influencia por no haber número reglamentario de niños, para la creación de una escuela fija. De esa preocupación suya nacieron las escuelas ambulantes y las de aborí­ genes. “Ellas irán —decía— siguiendo como hadas protectoras los reducidos grupos de poblaciones”. A principios de siglo expresaba el Inspector General con opti­mismo: “el número de maestros normales que actúa en las Gober­naciones, es de 56”. El desierto, el atraso social y las enormes dis­tancias, no detienen al maestro argentino. Quiere pasar y pasa, se encamina conformado únicamente por el patriotismo, hacia las re­giones más distantes y aisladas del país. Allí enseña lo que sabe, co­mo ha aprendido ofrece el ejemplo de una vida honesta; propaga entre extranjeros el culto a los ideales de nuestro pueblo y sufre en silencio mil penalidades”. La escuela ambulante ha sido criticada despiadadamente pero su 84

acción de argentinidad, como su influencia benéfica en el medio donde desarrolló su proficua labor, son indiscutibles. Los directores de las escuelas ambulantes, eran súper maestros. (Hagamos salvedad de nosotros, que sólo fuimos humildes enseñantes, sin ninguna pretensión de cotejo con esos verdaderos héroes de la cultura argentina, en solitarias regiones). Para ser director de una de estas escuelas era requisito indis­pensable, ser hombre a carta cabal; soportar con insensibilidad la pobreza del ambiente, la rigurosidad del clima, la indiferencia cuando no la intriga de los vecinos o por lo menos del régulo de la región, y saber resistir —llegado el caso— la incordiosa visita de un ex-hombre, muchas veces en estado de beodez, cuando no, en sensible extravío mental, esgrimiendo un arma en fintas de diestros quites inquiriendo conocimientos escolares, etc. También aquél tenía que carnear una res; preparar un locro o puchero; lavar su ropa; ensillar su flete, campearlo al pastar a cam­po traviesa entre cuchillas escarpadas, cuando no en dilatadas pam­pas o bosques casi impenetrables. Y cuántos otros quehaceres do­mésticos que las reglamentaciones oficiales no las prevén, pero que la lucha por la existencia y el éxito en el cumplimiento del deber, así lo requieren. También había que ser médico para “los pensionistas” que es­taban a su cargo; alumnos regulares a clase; y para él mismo. En cuatro meses y medio tenía el maestro ambulante, que llenar un programa en las materias básicas primordiales: Lectura-Escri­tura; Aritmética; Geografía e Historia Argentinas. Y lo cumplía a ciencia y conciencia; dejando una estela de patriotismo, cariño y res­peto y consagración en el lugar actuante. El Inspector General, decidido defensor del maestro de Territo­rios, solicitó (sin éxito) ante el Concejo que: “Como una medida equitativa, como un medio de propender a mejorar el personal do­cente, debiera jubilarse a los maestros de las Gobernaciones a los 15 años de servicios, siempre que hubiesen llenado las formalidades por la ley correspondiente”. “El maestro que vive honradamente en las Go85

bernaciones —agregaba— saborea un pan más amargo que el que se consagra a la enseñanza, en las ciudades y pueblos”. De esos maestros dignos de las escuelas ambulantes, principal­mente los primeros que abrieron el surco de la cultura en las lejanías patrias, debiera hoy figurar su nombre en caracteres de relieve, en una oficina del Ministerio de Educación del país; porque fueron ver­daderos apóstoles laicos; porque consagraron su existencia a esa dura lucha y porque fueron patriotas y abnegados. Pero la mala política en los gobiernos, siempre tuvo al educador y seguirá teniéndolo: “como el último mono del presupuesto” y el último también en la consideración pública. Hoy aquellos maestros, muchos de ellos duer­men el sueño eterno de los justos, y otros vegetando sin más haber económico que sus múltiples achaques y una mezquina jubilación que los salvaguarda de morirse de hambre; pero líricamente su pensamiento en alto, como forjadores de una parte de la cultura na­cional; ni envidian a los potentados que amasaron fortunas fabulo­sas, mientras ellos hojeaban el silabario, pero que vegetan también aquéllos materializados en su opaca y prosaica personalidad. ¡Oh!, maestro de escuela, si tú no mantienes el idealismo, ¿quién lo mantendrá? Seguid en sucesión ininterrumpida, cubriendo claros mientras caen los más viejos; seguid cantando con valentía, como lo hacía aquel colega abnegado de territorios sureños, que fué maes­ tro, director, inspector y hombre de serios y enjundiosos estudios: “La estoica virtud desnuda y sola conjura el hambre aunque escasea el pan. La miseria más ruin viene de adentro. Ni el árbol muere, rota su corteza; sólo cae podrido en la maleza cuando el gusano le taladra el centro. ¡Al hombro el hacha y desafío al mal! que no se arrastre el alma y triunfaremos. Sea nuestra coraza el bien que hacemos y el férreo escudo la altivez moral. 86

Firmeza al dar en la tiniebla el tajo, ya nuestra luz las cerrazones criba. Mientras nos echan tierra desde arriba levantemos la Patria desde abajo.”

XXV. TRASLADADOS A LA PRECORDILLERA ESCUELA N9 65

En el año 1923, tomamos rumbo hacia la precordillera, por haber sido trasladados a la escuela N9 65 de Río Negro, que hasta ese en­tonces tenía la categoría de ambulante con estaciones en Chacay Huarruca (chacay, arbusto de la región; huau, cañadón; ruca, ca­sa) y pampa de Mamuel Choique (mamill, leña; ehoique, avestruz). Desde comienzos de nuestra actuación en el Sur, deseábamos viva­mente conocer las regiones cordilleranas; actuar donde hubiese au­ténticos aborígenes. Nuestros deseos se cumplieron a pesar de que la superioridad, con muy justo criterio, trató de ubicarnos en lugar sobre el ferrocarril al Lago. Preferimos ir a ese rincón también agreste y bravío, pero donde vivía una colonia de gente autóctona. ¡Claro! que para ubicarnos allí, tuvimos que sacrificar la tranquilidad y bienestar de nuestra abne­ gada esposa y compañera la que, con heroica resignación, brindóse gustosa y resuelta a compartir el albur de nuestra suerte en esa aven­tura de internarnos más, hacia lo que constituía la incivilidad. Para nosotros era un estímulo, esperanza y optimismo en la vida de maestros solitarios, contar ya, con un hogar donde encontraríamos el aliciente que reconforta y da nuevos bríos. La mujer, se ha dicho, es reina de su hogar. Triple rol le asignó la Naturaleza al darle su condición de tal; mujer, que despierta el sentido del amor. Esposa, en que, en esa institución, fundamento de la 87

grandeza moral de los pueblos, el matrimonio; se une en supremo acuerdo a los cánones que dictan las leyes respectivas, con el ser que le entrega su destino; y por último, el de madre; misión suprema y santa de la mujer en la tierra, no superada por ninguna otra posición, ni aún de reina, ya que también ella lo es de un mundo pequeño si se quiere, pero en el que debe privar de su parte honor, dignidad, ab­negación, sacrificios, renunciamientos. Porque es el hogar mansión de dicha eterna si la mujer así lo quiere. Sí, porque en el manejo del hogar está esa suma de valores que le dan justo equilibrio. La mujer es como la brújula, que marca rumbo en la vida conyugal. Con filosófica certeza alguien dijo que: “Los hombres gobiernan el mundo, pero la mujer manda al hombre”. Generalmente los grandes sabios, militares, estadistas, potenta­dos realizaron sus hechos o acciones, que los inmortalizara, incitados por el estímulo inteligente, decidido y sincero de una mujer. Más allá del gabinete, de la oficina, del estudio, del taller, se yergue como un símbolo, como una diosa a quien se rinde tributo de puro amor, la esposa-madre para dar la tónica de alegre convivencia, de felicidad, de optimismo en el vivir. El cambio de estado civil influye poderosa y radicalmente, en el destino y modalidad de un hombre. Al tener en nuestro hogar de sol­ teros, solicitario, triste y frío otrora, esa abnegada y pura compañera, amiga y esposa confidente de nuestras alegrías y amarguras, de nues­tras estrecheces financieras, nos sentimos en todo momento, alenta­dos en el quehacer cotidiano; más alegres con una euforia por la vida que inyectaba nuestra mente, nuestra psiquis; y hasta la bondad que ha sido condición innata en nosotros, parece se hubiese agigantado. “Cuando la Iglesia representa la Virgen en su inmortalidad ra­diante rodeada de ángeles y hollando con sus pies la sierpe; hace el retrato de la mujer según la coloca la Naturaleza en la institución del matrimonio” —dice Proudhon— y agrega: “La mujer es bella, bella en todas sus potencias debiendo la belleza ser en ella a la vez la expre­sión de la justicia y el imán que nos atrae”. La mujer aun en el 88

hipo­tético caso de que estuviese dotada de facultades intelectuales infe­riores al hombre (la práctica en su pública actuación ha demostrado que no es así) por su belleza, su dulzura, cariño, amor, siempre se erige en principio de toda justicia, de toda ciencia, de toda virtud; en principio y fin de la existencia”. Cornelia, la sublime hija de Escipión el Africano —madre de los Gracos— registra en la historia como símbolo del amor materno. Ante la humanidad justa y consciente, toda madre que hace de su hogar un culto, es símbolo de amor y felicidad. Si nuestro genial Sarmiento, escribió: “Que la madre es la encar­nación de la Providencia”, digamos nosotros que la esposa y compañe­ra que toma cabal sentido y formalidad en el compromiso de su sagrado ministerio, el matrimonio, es para su cónyuge el astro lu­minoso que le orienta con su fulgor de hada buena, por el sendero que lo conducirá al pináculo de la eterna ventura, y coadyuvará así, al ideal común de esa institución de la que ella es parte primordial: el hogar, templo de los hijos que se reflejarán en las virtudes de sus progenitores, o abjurarán de ellos, si en funesto extravío no supieron dirigirles por el sendero de la virtud. Y ¿por qué no decirlo con la franqueza que morigera críticas y suple a veces deficiencias y pobre­zas literarias de que, en nuestra esposa se conciliaron la bondad y la belleza? Esto expresamos ante la oportuna cita del elevado pensar de nuestro máximo poeta nativo —José Hernández— resaltando la fuerza expresiva de su canto, cuando a la mujer se refiere: “Yo admiro al Eterno Padre no porque las hizo bellas sino porque a todas ellas les dio corazón de madre”. Y Juan María Gutiérrez, uno de los poetas clásicos parnaso nacional evocó con inspiración inigualada, la misión de esposa-madre en su canto: “La Mujer”:

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“Luchamos en la vida con la fortuna ciega con ambiciones locas con vicios y flaquezas. Pero entre los conflictos de tan terrible guerra, la mujer es el ángel que para amarnos, vela”. “Feliz el que en su infancia tuvo una madre tierna, más feliz el que halla andando su carrera la esposa que en sus sueños halló dulce y perfecta porque se encontró un ángel que para amarlo, vela”. Sean estas mal hilvanadas reflexiones, como un tributo reveren­te, hacia todas las madres de la Patria, que las sabemos puras, ab­ negadas y reinas de su hogar, como vemos la nuestra, esposa y com­ pañera incitándonos a la hombría de bien, en holocausto a nuestros hijos, que son con los demás nacidos en el terruño, venturosa espe­ ranza de la argentinidad.

XXVI. NUESTROS NUEVOS DOMINIOS Ya ubicados en un cómodo local, cedido gratuitamente al Con­sejo Nacional de Educación, teníamos mirando hacia el Oeste, la mo­le imponente de la cordillera andina. Se yerguen ya, picos aislados —volcanes generalmente— el Tronador a 3.460 metros sobre el nivel del mar, y cuya cúspide cubierta de nieves perpetuas, parece 90

que ob­servara esa gran hoya del majestuoso Nahuel Huapí (nahuel, tigre; huapí, isla) maravilla de la Patria. A esa latitud la cordillera com­prende una serie de cadenas en un ancho de 100 kilómetros, bifur­cándose en dos estribaciones de Norte a Sur, quedando entre ellas un valle central. Región cuajada de lagos menores que aquél. Hacia el poniente, a tres o cuatro leguas de nuestra escuela, miramos la primera eleva­ción de alguna importancia de esa pared pétrea que, cuyos visibles lineamientos parecen confundirse con el infinito: “El Montoso”, cerro de altura ya considerable, notándose en sus faldeos manchones verdi­ negros, constituidos por mantos de arboledas de extensos ñirentales que proveen de abundante leña a los pobladores de la zona y, más adentro recorriendo de a caballo con los hombres de la región, hemos divisado, apenas, cruzar como una exhalación, un huemul, fugaz, ner­vioso y tímido que se escurre entre el ramaje que rompe en estrepi­toso ruido, con su cornúpeta y ramificada defensa. Pero el paraje donde estaba ubicada la escuela, es un cañadón con un valle pastoso, deslizándose por su centro, el arroyo que le da su nombre y que en las épocas de deshielo, suele tornarse correntoso. Lugar densamente poblado, habiéndose establecido en el mismo, una tribu llamada de los Cañumil. (Cañumil: cañúm, barba de roble; mil, tener, haber). Jefe de huestes araucanas, combatientes en 1877. Eran dos régulos especie de caciques. Hombres buenos, generosos y que vol­caron todo su entusiasmo y apoyo, al bienestar y tranquila conviven­cia de sus (peñí) hermanos de raza. La hermana de los mismos dragoneaba de curandera (machí) y era famosa en la región por sus cu­raciones las que le habían dado bien sentada fama, entre la toldería. En esa zona nucleáronse individuos de muy diferentes tribus, aunque según nuestra modesta opinión, todos eran “mapuches” (mapú, región, comarca; che, gente) es decir de raza araucana. Hombres de pelea (coná) y chusma que al ser desbaratados de sus dominios por las fuerzas del Ejército Expedicionario, unos pactaron con éste, cuando no, se entregaron incondicionalmente y consiguieron ser ubi­cados 91

en esos y otros lugares, entregados luego, al pastoreo de sus escasos rebaños de ovejas, cabras, vacunos y yeguarizos. Aquello era propiamente una Babel de razas autóctonas. Había gente que en estado primitivo, respondió al famoso cacique Va­lentín Shayhueque (shayñhué, ja­balí) rey del país de las manzanas y uno de los señores del desierto que gozó de buen prestigio y aún de aprecio y consideración de los mismos huincas, a quienes a ve­ces protegió salvándonos de las bestiales iras de sus gobernados. Hijo de Chocorí (langosta) el poderoso y terrible señor de los pagos de Choele Choel, espanta­jo, por la resaca que deja el río entre los sauces, en sus grandes crecidas). Dominador de las ruellas que de la Pampa se dirigían hacia sus dominios, las que se unían con las rastrilladas que conducían a los boquetes de la cordillera, y de intenso tránsito y trá­fico de enormes rodeos de hacienda que los malones hacia adentro arreaban como un turbión de reses, hombres y polvo, y que produ­cían pingües ganancias. En la expedición de Rosas en 1833, fueron batidas las tolderías de Chocorí y éste murió en los entreveros a lanza, facón y bola, donde el coraje de ambos contendores, el indio y el soldado-gaucho, rivali­ zaron en denuedo propio de gestas de épocas de leyendas. Pacíficamente poblaban también esos campos los descendientes del cacique araucano-chileno: Reuque-Curá (requé, verdadera; cura piedra) de sangre azul, de la dinastía de los piedra. Hermano de Cal­fucurá (calfú, azul; cura, piedra) el Ftá Ulmén, de Chadí Ptá (el Gran Jefe de las Salinas Grandes) llegado providencialmente, es decir por derecho divino, según sus machis y pitonisas, a estas tierras de las que los huincas querían despojar a sus hermanos, para unirlos en una gran e indestructible confederación, de estados autóctonos. Calfucurá fué un astuto y hábil diplomático, para congraciarse de los hombres principales dirigente de la política nacional. Veamos si­no, la misiva que, nada menos que don Justo José de Urquiza, Presidente de la Confederación Argentina, escribe al señor General Juan Calfu­curá, de cuyo contenido, éste se notifica por intermedio de su ‘’Chillcá” (“cribano”) secretario, cautivo Guinnard —el que, una vez 92

conseguida su milagrosa fuga, sería reintegrado a su patrio hogar (Francia) y designado miembro de la Sociedad Geográfica de París—: “Mi distingui­do General y compatriota: Aprovecho el regreso de su hijo y de algunos de los jefes que vinieron a ésta con la División Auxiliar Indí­gena, para enviarle junto con mis saludos cálidos, votos por su salud y ventura personal”, etc., etc. Evidente es entonces, la gravitación en el vivir nacional, de estos señores del desierto cuya mentalidad no era tan minúscula como generalmente se cree; en su ambiente eran humanitarios —¡qué ironía dirá alguien!— democráticos, con un prác­tico sentido de la comunidad de intereses económicos. Tenían este principio con mucho sentido filosófico, al que se ajustaban: “Los her­manos son los amigos que nos da la sangre; los amigos son los her­manos que nos depara la vida”. Dicho en la lengua, por antonomasia el araucano; resulta un postulado que, dentro de la ética, admira por la cohesión a que tiende dentro de la familia humana. También había descendientes de la tribu azulera de Cipriano Catriel, enemigo de los mapuches ¡indios que se decían “puro” argen­tinos, pues en cambio los de Calfucurá, y otros “son advenedizos”. Pero éstos replicaban que Catriel, cuyo primitivo nombre era el de “Mari Ñancú” (marí, diez; ñancú, águila) fué un traidor de sus her­manos de sangre y hasta su nombre ahora: “siendo mucho huinca” — expresaban. A más, pobladores eran, algunas familias del cacique Curú Huinca (curú, negro; huinca, cristiano) venidas desde el Neuquén. A veces divididos por triviales rencillas; otras en íntimas her­mandad y aparcería, estos hombres otrora terror de los hogares ar­gentinos y pesadilla constante de los gobiernos, se mostraban respetuosos de las leyes y costumbres del país; ingenuos, sencillos, bue­nos, vivían en una labor rutinaria pero anhelando el progreso y la ci­vilización para sus descendientes y apoyando incondicionalmente la escuela y respetando y dignificando a su maestro. ¡Cuántas veces en ese paraje de tristeza sin igual!; mirando de frente la realidad del vivir sin despechos ni pesimismos y amarguras; hemos 93

bosquejado esta reflexión sincera, con un prosaísmo que no le da brillo ni realce al decir y sin tintes retóricos: si la gente que llamamos civilizada tuviese ese sentido intuitivo, humanitario y protec­tor de esos rudos vecinos; su bonhomía; habría menos semejantes desgraciados hundidos en el vicio, el pesimismo, la desesperanza. La protección al desvalido, el consejo estimulante en la orfandad moral, pueden trocar un ser sumido en el abismo social, en útil y optimista semejante, en cuyo espíritu vuelve a iluminar un fulgor auroral de alegría y dicha.

XXVII. NOBLE GESTO DE MAGNANIDAD FILANTRÓPICA La escuela desarrolló una acción sobradamente compensadora, la población indígena en su casi totalidad, colmó la capacidad material del local y el número reglamentario para su existencia como fija, ex­ cedió en mucho a los 25 alumnos prescriptos en la reglamentación al efecto. El visitador señor Ivancovich, que llegó en jira de inspección, ordenó el desdoblamiento del alumnado, formándose un grado apar­te con los niños de primero inferior y primero superior; dando indi­caciones de que, dichas secciones estarían a cargo de nuestra esposa, la que ya atendía, ad-honorem, las alumnas en trabajos de labores. Objetamos de inmediato tal disposición, arguyendo que la nombra­da no poseía título que la habilitara para tan seria y difícil misión. Y así tal proyecto justo y de inmenso beneficio, para esa institución cultural, esfumóse en aguas de borraja. Fuimos siempre de opinión, de que a las aulas deben ir profesionales que, con la necesaria idonei­dad y sentido de responsabilidad, sean una garantía en este sagrado sacerdocio colmado de obligaciones, ante los vecindarios, y por ende, ante la patria. El magisterio debe rechazar lisa y llanamente de entre sus filas a 94

toda persona que no ostente su título de maestro. Es tiempo de que los ganapanes se vayan a desplegar sus actividades a un quehacer más lucrativo, desvirtuando este noble apostolado. Las autoridades a cuya incumbencia está el cubrir plazas vacantes en la enseñanza, deben rechazar de plano solicitudes de personas ajenas al gremio, con pre­tensión de enrolarse en la docencia. Los vecinos satisfechos y contentos con el notorio adelanto de sus hijos, mostrábanse agradecidos al maestro y trataban por todos los medios de colmarlo de atenciones. A pesar de nuestra oposición en tal sentido, el regalo frecuente de corderos y chivitos, llegó a tal extremo que hubimos de rogar a algunos vecinos que suspendieran su envío; aunque para ellos, el no aceptar sus obsequios era un desaire y lesionaba sus sinceras e ingenuas intenciones. Transcurridos dos años, vencióse el contrato gratuito que un co­ merciante del lugar, había celebrado con el Consejo Nacional. Ahora proponía su dueño, no la renovación del mismo, sino la venta del edi­ficio. El dilema era tremendo. Convocados algunos vecinos para plantearles la situación, argumentando nosotros que la escuela ten­ dría que clausurarse por falta de local. Uno de los mismos, don F. Collihuín (mapuche) hombre de hol­gada posición económica, que enviaba sus hijos y también sus nietos a clase, solicitónos una prórroga de dos o tres días antes de que to­máramos ninguna determinación. El precio del edificio era de 3.500 pesos moneda nacional. A los tres días presentóse el nombrado vecino y con aire satisfecho pero modesta y sencillamente, nos dio la nueva y halagadora noticia de que él había comprado el tal edificio y de in­mediato lo donaba al Consejo Nacional. Sin hesitar, sin vano ni falso alarde, este hombre analfabeto que venía de los toldos, otrora terror de las poblaciones civilizadas, había comprometido su palabra ante la dirección de la escuela y la cumplió con exactitud propia de un caballero. Acción de un filántropo que obra ¡sin una actitud aviesamente intencionada, la que no le reportará ni ventajas, ni lo llevará a sitiales que pudieran excitar su vanidad. Nada de eso. Es un gesto noble, propio de una belleza mo95

ral que im­pulsa la naturaleza misma. A cuantos acaudalados con sus fabulosas fortunas, podría servirles de ejemplo para su vergüenza y vituperio, este desprendimiento de un rústico padre de familia, pero que por innato instinto prodiga la beneficencia, virtud de las más bellas que en el género humano practícase sólo por espíritus cultivados en un grado de cultura y don de gentes superiores. Este mismo señor, en colaboración con los demás vecinos levan­taron una colecta, cuya suma llegaba cerca de los 2.000 pesos; monto destinado para la refacción de dicho edificio. Como una actitud de estímulo y agradecimiento a este hombre patriota y modesto, solicitamos por nota que se diese su nombre a la escuela del lugar; solicitud que no tuvo trascendencia alguna, lo que es de lamentar por la falta de reconocimiento para quien sirvió tan bien y con nobles intenciones, la acción redentora de las aulas, base y fundamento del progreso y prosperidad de un pueblo. Encierra una meridiana verdad aquello de que: dime que escuela tiene, te diré qué país es.

XXVIII. INVITADOS DE HONOR A UN “CAMARUCO” Con una diplomacia discreta, un efectivo cariño y consideración a nuestros alumnos, visitando recíprocamente los vecinos la escuela y el educador sus domicilios, fuimos conquistando la confianza y es­ timación de aquéllos. Por un atavismo duro y doloroso, el aborigen desconfía (aún dur­ miendo) del huincá. ¡Es que ha padecido tanto!; ¡hubo tanta infi­dencia con él!; vio devastadas hasta la extinción sus tolderías; exter­minados sus hermanos de raza, que en cada hombre cristiano, sueña con un enemigo en acechanza. El maestro de escuela es el paño de lágrimas de esta ingenua gente que encuentra a cada paso, comedidos, pero con la intención sola96

pada del interés económico; lo que no ocurre con el educador que es con sinceridad y desinterés, su verdadero defensor y protector en sus múltiples asuntos y rencillas propias de la convivencia social. Nosotros —y a mucha honra— tuvimos entre esa gente, nuestros buenos amigos con un mutuo respeto y estima. En el año 1925 fuimos invitados de honor a una ceremonia que celebraron a dos leguas de la escuela. Verdadero festival de rogativas son estas magnas fiestas del “Ngillatún”, casi siempre coincidentes con el equinoccio de otoño. Generalmente suele llamárseles “Camarucó”, y en ellas se cumplen rogativas y rituales que están en la tra­ dición de los araucanos; los que creen que dentro de su cuerpo (calúl, anca) vive el alma (pullú). Sin más explicaciones y sin ninguna pretensión poética, nos re­mitimos a las cuartetas que seguidamente transcribimos y que fueron escritas en los subsiguientes días de nuestra presencia en esa fiesta, la que tanta emoción produjo en el espíritu; cuartetas que han sufrido solamente agregados o alteración en la letra, para actualizarlas.

CUARTETAS DE UN CAMARUCO6 Con gusto relataré, una fiesta singular que en la Patagonia he visto, hace treinta años, o más. En las frígidas regiones de la Cordillera misma, donde el hombre allí soporta monótona y dura vida.

6 Los camarucos se realizaban por lo general en otoño; determinándose anual­mente el paraje a efectuarse: Río Chico, Cushamen, Fetá Miche, Anecón Chico Chenque Niyeu, Mamil Choique y otros.

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En esa tierra lejana azotada por el viento y cubierta por la nieve, siempre tuve el pensamiento. Allí donde el bravo Sud silbando de noche y día, descarga nieve volada,7 cubriendo las tolderías. Tolderías que recuerdo las de Rumo y Collihuín, de planicies dilatadas con horizontes sin fin. Vi bailar el “Loncomeo”8 al compás de la “trutruca”9 ¡caray! son los camarucos, les juro, fiestas que gustan. Los indios pintarrajeados bailan haciendo cabriolas; una comparsa aguantó sin descansar siete horas. Vienen de todos los rumbos siguiendo la caravana, con tiempo se elige el sitio 7 El viento blanco ya descrlpto, por la autorizada pluma de Juan Carlos Dávalos. Es común en cualquier estación del año en la Patagonia y ¡Guay! del viajero que se deje sorprender por él. 8 Clásico baile del araucano; jugando en él principal rol, el movimiento de cabeza. Loncó es cabeza, en la lengua. (Lengua: por antonomasia arau­cana). 9 Instrumento musical de caña, que al soplar el ejecutante, monótonamente suena: pu-puf; pu-puf; pu-puf, es por demás aburridor.

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donde ha de ser la jarana. En el año veinticinco no recuerdo fecha justa, la fiesta se hizo en mi pago que lo era, Chacayhuarruca. En un bajío abrigado se formó la toldería donde llegaban los indios casi todos con familia. Yo fui invitado de honor como maestro de escuela: ¡grande emoción me produjo! el ver flamear mi bandera.10 Casi a carrera tendida y cuando ya iba a llegar; la comisión de homenaje, me vino así a saludar. Me ahuyentaron el gualichú11 que en el cuerpo yo llevaba haciendo girar los fletes tres vueltas donde me hallaba. “Quémele caimí, mayetro,12 pasa che; Mari, Mari” 10 A la entrada del cañadón donde se efectúa la fiesta, flamea gallardo y pro­tector el símbolo patrio, por expresa disposición del gobierno nacional; y con sumo orgullo de los paisanos que sienten intenso cariño al nativo suelo. También se suprimió el rito bárbaro de ofrendar a la salida del sol, el sangrante corazón de un yeguarizo, a su dios (Ghúneché). 11 Espíritu del mal que persigue al indio a sol y sombra; hasta en los alimentos puede infltrarse; pero él sabe conjurar su mal. 12 Cómo le va maestro; buenos días.

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me saludó con respeto el cacique Cañumil.13 Yo estaba ofuscado y lelo acoquinado como cuzco; les juro que sin quererlo, sentí algo así como chucho. “Sentate vó en tu pierna”, me dijo Don Cañumil “diculpá que lo banquito no he tráido a ete mallín”. Y seguí la procesión seria, y a campo traviesa; todos según su ritual imploran, ruegan y rezan. Al compás de la trutruca que es gangosa de por sí, se baila cumpliendo ritos y acompaña el tamboril. Tuve que darle la mano como a veinte “principales”; quiero a todos recordar dando sus nombres cabales. Como dije —el Gran Cacique— era Don Juan Cañumil, ceremonioso a su lado 13 Hombre bueno, de virtudes ciudadanas: bondadoso; tuvo a mucha honra quien escribe, cultivar su amistad. Se sacrificó por su tribu, liquidando casi todos los bienes en su protección.

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sentado, Don Collihuín.14 A su izquierda se sentaban tres capitanejos más: justamente tres hermanos que eran los Reuque Cura.15 Venían los “segundones”: Curihuala, Quiñenao, Melillanca, Chiquichano, Don Melipil y Ancalao. Ancafilú, Loncopán, Ñancuche, Soto y Calel, Catrilao, Curuhuincá, Faquico Lión y Antilef. En fin, podría seguir, dando nombres pintorescos se han grabado en mi memoria y por siempre los recuerdo. Admira la fortaleza de estos seres tan varones, que a pata limpia y en cueros bailan en los cañadones. Bailan cumpliendo sus ritos —como antes ya lo anoté— se agotan en contorsiones con el cuerpo y con los pies. 14 Ya aludido en anterior capítulo especial. 15 Vivían hasta hace poco tiempo en la Cordillera. Hombres hacendosos; de hol­gada posición económica; muy inteligentes.

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Para bailar el “loncomeo” se necesita pujanza, con sus bruscos movimientos, resulta pesada danza. Las gambetas del “choiqué”16 y la agilidad del “luán”;17 la destreza en el mover la cabeza, es de admirar. Reina el más perfecto orden en estas fiestas “paisanas”18 pasada la ceremonia, recién viene la jarana. Ruegan a “Fetá Huentrú”19 que sea pródigo con ellos; que haya choiques, mucha caza pasto que engorde el “cahuello”.20 Lluvia para que el “menuco”21 no se agote en todo el año; suerte para la familia, que la “machi”22 no eche daño.

16 Avestruz 17 Luán. Se extingue el camélido éste, en la Patagonia. (Guanaco). 18 Indios; no le agrada al aborigen que se le llame así. Hay más suavidad en el término paisano. 19 Fetá, ftá, butá o futá: grande. Huentrú, Señor. 20 Caballo 21 Ojo de agua, casi oculto; aflorando a la superficie del suelo; minú adentro, có, agua. Sugestivo nombre. De él se cuentan interesantes leyendas. 22 Curandera. En su omnisciencia, atributo de Ghúneché, usa el hueso del elel-che. Panacea de males.

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Que el “Elelche”23 no se acerque al campo do están las rucas; con la malvada intención, de beber sangre de criatura. Que no les falten los vicios en todo el año corrido; que el bolichero les fíe: caña, ropa, harina y vino. Que se aumenten las haciendas con muy buena parición, dé limpia lana la “ufisa”24 con precio muy superior. Y pasados los tres días de oficio tan singular; vuelven a las tolderías nuevamente a trabajar. ¡Pobres indios de mi tierra! parias en su propio suelo; cuyos bienes, cuya hacienda han pasado al bolichero. No recorres tu heredad en ágil y brioso potro; quiso la fatalidad que lo tuyo, fuera de otros. Camaruco: fiesta india; 23 Personaje fabuloso; su alimento principal es la sangre de criatura. 24 Oveja, nombre castellano, araucanizado ya que en el léxico de Caupolicán es desconocido.

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antaño cruel bacanal; hoy sabes sólo a tristeza tu brío todo se va. ¡Indio!: tu esbelta silueta; tu potro, tu lanza en ristre, han pasado a la leyenda hoy te veo pobre y triste. No tienes ruca ni hacienda, el campo extenso no es tuyo, del Gobierno, con la venia, todo absorbe el latifundio. Arrumbado en sucio rancho envidias al extranjero; que con más “sabiduría” de lo tuyo se hizo dueño. ¡Pobres indios de esta tierra, que por siempre los recuerdo!

XXIX. UNA EXCURSIÓN EN BUSCA DEL ELELCHE La vida plácida, monótona, con una uniformidad que enerva las facultades en esa aplastante rutina del quehacer diario, cual es el de dirigir una escuela en las zonas aisladas y desérticas de la Patagonia, se deslizaba allí —como decimos— sin mayores alterna­tivas. Era el mes de diciembre de 1927 y nosotros firmes, en nuestra consigna de alfabetizar párvulos indígenas, transcurrido un lustro ya largo, de residencia en el lugar. 104

Una de esas tardes de calma imperturbable en que, sonoridades de esquila, dan la sensación de que pronto el sol puesto en el ocaso, cubriráse de nocturnas sombras el infinito y triste horizonte que nuestra vista extasiada en su contemplación, ha observado ya, miles de veces, anhelando con ansias de desesperanzas, cambiar esa vi­sión panorámica por otra con visos de civilización. Llega a galope tendido a la escuela, un vecino caracterizado, don B. Antilef, cabal­gando su oscuro crédito. A nuestra invitación apéase y con un tono nervioso y de confidencia, manifiéstanos que venía a invitarnos, pues dentro de una hora, con cuatro vecinos más saldrían hacia el lado de “Menuco Negro” (Curú Menucó) para seguir luego a los “centros” en seguimiento del “Elelche” y quieren que nosotros les hagamos compañía. Objetamos razones de servicio escolar y agradecimos declinando su obsequiosa invitación. Lamentamos después, no haberla aceptado, en la que hubiéra­mos tenido oportunidad de observar el estado de ánimo de estos hombres ante momentos tan críticos para ellos; como eran los de rastrear a este fabuloso mitológico monstruo a cuya genealogía se le atribuye afinidades con el diablo. Dos noches durmieron en los centros esos cinco vecinos, si­guiendo el rastro patente del pérfido enemigo, (rastro que sólo se diseñaba en su ingenua y primitiva imaginación, de un dogmatismo ancestral existente en su tradición) y cuanto más frescos y cerca­nos veíanlo, los caballos se encabritaron y con mucho desconsuelo tuvieron que emprender el regreso lamentando no haberle dado al­cance para evitar mayores males que se ciernen permanentemente en los hogares de la comarca. A su regreso, y con más calma, entrevistamos a nuestro vecino y compadre, cuya invitación surgió de su comedida y atenta volun­tad. El Elelche, (Príncipe de los diablos, o máscara del diablo) es un hombre de vigorosa contextura; pelo hirsuto y largo; ojos en­carnados y sangrantes; musculatura hercúlea; viste de harapos, y cuya característica sobresaliente es la de que tiene los pies inver­tidos. Deambula por los campos solitarios; suele vivir en cavernas. De noche se acerca 105

sigilosamente a una ruca donde moran criaturas y, procura atrapar una, a la que evidentemente succionarále la san­gre, que es su alimento dilecto y primordial. Hay otras leyendas sobre este diablo principal, en que se dicen perseguidor incansable de las mujeres, y hasta se asevera de que es un íncubo, necesitando únicamente el alimento líquido ya nombra­do, para su existencia que es de eterna juventud. ¿Qué argumentarían las pitonisas en las tolderías, cuando el cacique principal consultaba su misteriosa y cabalística sapiencia sobre la probable aparición del Elelche? Y ¡guay! si el “Fetá Lonco” dudaba de su ciencia; la muerte de la desventurada hechicera era segura sin más argumentos, de un certero bolazo dado en la fontanela, quedaba exánime y su alma en viaje hacia la paz eterna; hacia las regiones de “Alhué-Mapú”: “País de los difuntos”. En la difícil misión de “machi” existía la terrible responsabili­dad — como en la del astrólogo en los tiempos de Tiberio— de que un garrafal error en la predicción costaba irremisiblemente la vida. Los huesos del Elelche, son panacea de males; muy codiciados por las curanderas indias.

XXX. BANDOLEROS EN SANGRIENTA Y DEVASTADORA ACCIÓN Era invierno. Uno de esos fríos y largos inviernos cordille­ranos y por lo tanto las clases en receso. La inactividad de esa especie de vacaciones, suelen ser para el educador, en vez de reparadoras en sus estados físico y aní­mico, creadoras de pesimismo, de aletargamiento intelectual y aun de irregularidades fisiológicas, cuando por razones de distancia, económicas (las más comunes) o climáticas, no puede ausentarse a centros de 106

civilización que le sirvan de paliativo a sus desespe­ranzas, decepciones y amarguras; y si el docente es jefe de fami­lia, resulta más sensible su permanente estadía en el lugar, por­que ve que los suyos, en una monotonía que atolondra, tienen que sufrir con resignación esa quietud que llega a hacerse odiosa. Abnegación que supera toda ponderación. Los días y las noches se suceden con una uniformidad en la cotidiana actividad casera, que más parece la expiación culposa en una cárcel, que un convivir armónico donde reinan el afecto mutuo, la sinceridad, el amor. En esos inviernos interminables, la nieve cubre los desampa­rados campos donde todo es desolación, tristeza y silencio, y el único panorama que se extiende ante la vista de quien mora esa vi­vienda (que más parece una celda ya que se ha recorrido una y cien veces en el día, pues andar fuera de ella es imposible) es un manto vítreo de nieve escarchada, que irrita y anula la visual, en la contraluz; un blanco sudario que pone un apocamiento en el alma hasta el grado de que, el ansia de vivir se aminora pese a todas las potencias espirituales, que se extraen de lo recóndito del ser, para no maldecir la existencia. Un chimango, a lo sumo, revolotea en el espacio avanzando a gatas contra el huracanado y silbante viento sur, que parece qui­siera abatirlo mientras aquél, con sus chirridos de vieja rezongona, otea quizá desde las alturas, una osamenta ovejuna que allí en el menuco negrea, y que puede ser apetecible presa para saciar una hambruna de días. O más allá, cañadón abajo, divísase un ovejero, con más apariencias de espantapájaros, con su poncho negruzco y grueso de Castilla; sus rústicos tamangos; unas calzoneras de chivo y la cabeza protegida por un negro pañuelo merino Cabalga un caballejo coludo y de largo pelo cebruno arratonado; sufrido, in­cansable; insensible a la escarcha que corta como vidrio y a la nieve que lo cubre todo. Es como su dueño; hechos a la fatalidad, al dolor, a la vida precaria y dura. Ambos, jinete y bestia, parece que se amalgamaran en un solo ser, y los dos no tienen mayores exigencias para continuar su estúpido 107

vivir. El primero confór­mase con un churrasco de capón, soasado en las brasas cenicientas; un duro trozo de galleta enmohecida y unos amargos de yerba pol­vorienta y lavada. Y el segundo, pastea en la noche fría e incle­mente, un manojo de insulso y reseco coirón. Es que el aspecto de la naturaleza bravía y ríspida, parece que lo estuviera anunciando: quien tenga pretensiones y exigencias de buen vivir, emigre de aquí. Esto es sólo para los apáticos, para los insensibles al sufrimiento que da el frío, el viento helado; la nieve que azota y enceguece; la soledad embrutecedora. Las funestas noticias suelen, casi siempre, propagarse como un reguero de pólvora. Nosotros con la familia, listos para viajar hacia Trelew, por circunstancias motivadas en inclemencias del persistente mal tiempo, sin tregua de bonanza, no podíamos ha­cerlo. Con la consiguiente inquietud, recibimos la ya generalizada noticia: Medina y Foster Rojas, con su temible banda de saltea­dores, eran indeseables huéspedes de esos lugares; y con una pron­titud asombrosa, se movían en el término de uno a dos días, de norte a sur —entre Bariloche y Maitén— dando sus zarpazos en estancias, boliches y hogares, con su secuela bárbara, inhumana, de asesinatos, violaciones y otras cruentas vejaciones. Ni a las ino­centes criaturas perdonaban, a las que mataban bandeándolas con sus tremendos facones. Propiamente hombres fieras que se movían con morboso sensualismo sangriento y ruin, en ese ambiente de aplastante quietud. Ante tan tremenda y fatídica eventualidad, ¿a quién solicitar amparo? Los hombres de la comisaría de Ñorquincó, de por sí es­casos, se hacía ahora más notorio su reducido número, en tales circunstancias. Por otra parte, no podíamos abandonar el hogar para viajar hasta la nombrada comisaría, distante siete leguas que había que recorrerlas a caballo. No quedaba otra resolución a tomar, que la de resistir. Consultada nuestra abnegada esposa; así opinamos ambos. Nos­ otros seríamos la guardia vigilancia alrededor del edificio; ella cuidaría de los hijos (todos pequeños). Contábamos para tal deci­sión con buenas armas y el suficiente temple, sereno y reflexivo, para usarlas en caso extremo. 108

Cavilaciones por momentos pesimistas, pujaban en nuestro ce­rebro, por amilanarnos, pero luego se sobreponía el estoicismo y ese hálito de herencia nativa que nos hacía pensar en nuestros ma­yores los que, en concretos y sabidos hechos de valor, jamás huye­ron por miedo, y eso nos reconfortaba en grado sumo. Allá en el hogar provinciano, donde en generaciones de más de cien años ha­bían sabido cubrir con la decencia, su alcurnia de modestia, pero de honra y amor propio intachables. Así nos conjuramos: sucumbir en acción violenta antes que ver la profanación de los hijitos. En las noches interminables de vigilia, que pasamos dialogando con nuestra compañera, nos decíamos, ¡oh! no llegarán aquí esos hombres por bandidos que sean; saben que es una escuela, y al­guno de ellos en su lejana niñez tal vez concurrió a otra similar y recordará la palabra sana del maestro, y sus consejos de amigo. ¡No!; no vendrán, si viajan por aquí. Respetarán la escuela. Sí, es seguro. Porque en alguno de los mismos, aún dentro de su espíritu obscurecido y frío por la maldad y el crimen, quedará como una gota titilante de rocío antes que la disipe el rayo solar, un ápice de conmiseración, de clemencia para quien le enseñó a escribir con sincero respeto el nombre dulce de madre y el de maes­tro complemento de bondad. Después de interminables días y noches, espiando, observando, escudriñando los cuatro puntos cardinales, mirando con desconfian­za aun el avance de un animal mayor, que se movía pacíficamente, en busca de abrigo del cerco de tablas de nuestra casa, pasamos — decimos— “con el Jesús en la boca”. Nada malo nos sucedió. Na­die presentóse en el domicilio con visos o desplantes de irrespetuosidad o insolencia. Pero el sufrimiento; la desesperanza, el miedo a la desgracia familiar, no son para describirlos en estos pálidos relatos de ausente donosura literaria... Pero, sí quedaron gravi­tando en el alma y pensamiento de quien tuvo la valentía de afron­tarlos como hombre, estimulado por la decisión de su heroica es­posa. ¿Para qué relatar la serie de crímenes alevosos, bárbaramente sangrientos que esos hombres cometieron? Las crónicas de diarios y periódicos lo hicieron con profusión de datos, y circunstancias. 109

A dos leguas de la escuela, un pacífico anciano que se dirigía a Chile, llevando 6.000 pesos, producto de sus economías de largos safios, fué asesinado alevosamente, y a la mañana siguiente de cometido esta crimen, en momentos en que estaban listos los mal­hechores para marchar, en ese “rial” improvisado en el camino, en circunstancias en que “campeaba” la tropilla nuestro ex capataz (así llamábamos al muchacho que nos traía la correspondencia desde Ñorquincó) llegóse a saludar a esos viajeros y cual no sería su sorpresa y temor, al ver que de inmediato y aún de a caballo como estaba, uno de los hombres —por los datos cree que Medina— apuntándole con un arma, exclamó: “Voy a probar la puntería con el revólver del chileno que hicimos ‘sonar’ anoche”. Pero otro compañero le hizo desistir del brutal propósito, desviando la pun­tería hacia otro lado. Al estampido producido, se le “arrastró” a corcovear el redomón que montaba nuestro muchacho, volteándolo y disparando, pero a él, felizmente no le hicieron absolutamente nada, diciéndole solamente que siguiera su caballo. A seis kilómetros del edificio escolar, por el filo de la planicie de “Fita Lincao” (Bajo Grande) se encontraron papeles, certifica­dos, etc., que los bandidos iban arrojando en su huida hacia los boquetes de la cordillera.

LAS ANÉCDOTAS 1ª En una de esas tardes en que hicimos de alertas centinelas, sin ruido inusitado, llamónos poderosamente la atención. ¿Repique­teo de cascos de caballo? —dijimos a nuestra esposa—: ¡Cuidado! y continuamos en guardia. Muy pronto develóse el murmullo cau­sante de nuestra justificada preocupación. Una tropa de siete “ca­tangos” bolsoneros, cargados de cereales y verduras avanzaban len­tamente por la huella, al tranco cansino de la boyada. Al penetrar al hogar 110

para dar la tranquilizadora noticia, preguntamos a la guardiana: “¿Y los hijos?”. “Encuéntrelos si puede”, contestó. Era tal la disciplina precaucional que había infundido en el alma de sus niños, esta buena madre, que en un sorprendente mutismo, nadie “hablaba, guarecidos todos debajo de una cama a la que cubría una colcha cuyos flecos llegaban hasta ras del suelo. Difícil por cierto hubiera sido el encontrarlos a un extraño. Y se trataba de pequeñuelos que apenas comprendían las razones. ¡Oh, intuición de madre que puede hacer prodigios con su inventiva! 2ª Versiones corrían de la inminencia de un asalto a la principal casa de negocios de Ñorquincó. Pueblo éste donde radicaban fuerzas policiales, Juzgado de Paz, Correos y algún vecindario. Policías y vecinos hacían ronda de noche. En una de esas de plenilunio, en­tre los civiles a quienes correspondía la guardia, se encontraba un vasco de apellido Mancho. La gente, inquieta y nerviosa, la ma­yoría en vela. Pasadas las doce de la noche, en medio del impre­sionante silencio que más tétrica hacía la común situación, siéntese el grito de alerta del vasco: ¡Se vinieron! ¡Y son siete! Apronte de armas, balas en boca que corren por el caño de winchesters y carabinas; hombres que se mueven ágiles. ¿ .... ? Ocurrencia de vasco. Una chancha con sus seis lechoncitos, habíase fugado de su pocilga y quería gozar con sus hijuelos de una temperatura cordial en ese hermoso plenilunio, andando socarronamente por el camino... Iras, jaranas, comentarios, produjo la ocurrencia éuscara. Así es la vida, saturada en sus altibajos de tristezas, amarguras, risas. 3ª “Haz bien y no mires a quién”. El verano anterior, cumplidas las tareas del día, almorzábamos en familia, cuando vimos un hom­bre descansando a la sombra del cerco del edificio. 111

Tomadas las precauciones de seguridad, fuimos hasta él, salu­damos, con contestación cordial y respetuosa. —¿Descansando, don? —Sí, señor; quema el sol y sin permiso me he arrimado al amparo de sus árboles. —¿De viaje? —A Bariloche. Y enfermo, señor. Los riñones me duelen bár­baramente; me arden como brasas. También, hace cinco días que vengo caminando después de badear el Manso. Trabajo me dio hacerlo y casi me ahogo. —Difícil, ¿no? la cruzada. Dicen los conocedores del río que quien lo pretende badear a nado hacia Chile, vuelve nuevamente al punto de salida. —Así dicen, señor; a mí me ayudó Dios en la cruzada. Los remansos son harto abundantes. Aquí ando, señor, sin trabajo, sin plata y con hambre. Todo el mundo me “desconfea” y me echa co­mo a perro sarnoso. ¿Agua fresca no tendría, señor? La había en el arroyo y menuco, pero colegimos la intención del hombre. —Un momento, don. —Y volvimos trayendo un cuarto de cor­dero, un pan casero que la hacendosa esposa cocía para sus hijos, y el importe del ahorro escolar de la semana (m$n. 4.45). — Sír­vase, amigo —dijimos. —Dios se lo pague, señor —contestó el hombre dulcificando su voz quejosa y acre. —Que tenga usted suerte. Buenas tardes. Transcurridos los meses, después de la luctuosa acción que he­mos relatado de esos hombres fieras; una familia amiga que había estado en el Bolsón, contónos que un hombre había hecho elogiosos recuerdos del director de la escuela “X” que en su desesperanza, a él lo había tratado como hermano verdadero. ¿Qué hombre fué ése? Siempre pensamos en nuestras futuras cavilaciones. Cinco meses después de haber entablado este diálogo que re­ 112

latamos, llegó el asalto a mansalva de la temible banda Medina -Foster Rojas.

XXXI. TRASLADADOS HACIA UN CENTRO DE CIVILIZACIÓN Un aliciente, nimio estímulo si se quiere, en la vida profesio­nal de un maestro hecho a los sinsabores del desierto, prodújose en nuestra obscura carrera de educadores, y que influyó para sa­carnos de esa especie de marasmo intelectual y decepción en que nos hallábamos sumidos: el ascenso a director elemental, acaecido en 1927. Nuestra prole, crecidita ya, requería la atención esmerada de su educación en un centro de convivencia social discreta y a tono con el ambiente cultural que un padre (precisamente docente) an­hela como suprema aspiración para sus hijos; pues corría el riesgo de que, si continuara nuestra permanencia en tan atrasadas regio­nes, éstos muy pronto se impregnarían de esa modalidad campe­sina; de esas rutinarias costumbres y aún asimilarían el verboso y de suave cadencia, idioma de los mapuches, en desmedro del nacional. Pero no era tan fácil para un director ignorado allí, en igno­tas regiones cordilleranas, conseguir un traslado a zonas favora­bles. Para ello, había que tomar la determinación de ir personal­mente a sufrir el tormento de la “amansadora” en las antesalas de las oficinas, donde la burocracia en un mundo de gente que puja por acomodarse, atosiga a jefes y empleados, dispuestos aquéllos a veces, a proceder haciendo mérito estricto a la justa idoneidad, pero se ven coartados en su acción discreta, por la poderosa re­comendación de altos gravitantes en la política, con ineludibles compromisos que engranan la equitativa marcha, que debe privar por riguroso mérito profesional. Y así, tras notas solicitudes que se sucedían periódicamente, fueron esfumándose nuestras justas es­peranzas de un cambio de ambiente. 113

La salud resentida, hasta el grado de que peligraba nuestra existencia, si continuábamos en ese paraje, vino a reforzar la pe­rentoria necesidad de traslado. El tiempo corría. El silencio al pe­dido se prolongaba en meses, en años, y el pesimismo se adentraba en nuestra alma, como envenenándola. Por fin, y al decir del refrán “no hay mal que dure cien años”, en los primeros meses de 1930, un buen amigo y colega, nos es­cribió desde la Capital Federal, dándonos la invalorable y gratí­sima noticia de que la superioridad había dispuesto el traslado, conforme nuestra solicitud, a una escuela del valle de Chubut, la número 12 de Bryn Gwyn, ubicada en pleno corazón de la Colonia Galesa, lugar apacible, pintoresco, de vida fácil y tranquila. El 25 de marzo de 1930, dejamos por fin —después de un su­friente peregrinaje— el desierto, y en sus escuelas a las que ofren­damos la capacidad modesta de educadores, y un amor a la Patria que crecía, mientras mayores eran los desgarramientos del espíri­tu, un indeleble recuerdo cariñoso y sincero, en aras a esa niñez ingenua, resignada a su obscuro y pobre destino; pero que en su corazón franco y sencillo, albergó amor, mucho amor y considera­ción para quien supo iluminar su mente con sanas, nobles y patrió­ticas ideas y que, al correr del tiempo sabrá recordar al maestro amigo con quien compartió horas amenas dentro de esa aula, altar bendito de la argentinidad, donde el símbolo sacrosanto azul y blanco, brindábanos protección y respeto. Nunca el maestro de escuela puede sentirse en más digno si­tial, que cuando está entre sus educandos campesinos aborígenes, pobres, humildes, desheredados de la protección de la opulencia. Su misión es allí realmente apostólica, y con el candor propio de la infancia, se acercan, lo rodean, como quería Jesús que los niños vinieran a El, en busca de la bienaventuranza. Jamás las autoridades encargadas de la dirección y gobierno de las escuelas en nuestra nación, deben permitir la permanencia de un maestro, por más de cuatro años, en escuelas de ubicación desfavorable. Controladas éstas con un justo y consciente criterio. Con una 114

asignación mensual superior en un cuarenta por ciento, como mínimo, a los sueldos generales. Computándose, también, do­bles, los años de actuación en esas regiones. Los servidores de otras instituciones, tienen este privilegio. Con esta medida se haría un gran bien al magisterio; entidad noble y de preponderante rol en la vida del país. La enseñanza misma ganaría en eficacia, al rotar los agentes naturales encargados de inculcarla en las poblaciones infantiles. ¡Si pudiéramos hacernos oír! Nosotros, que nunca hemos im­plorado nada ante nuestros superiores en beneficio propio, rogaría­mos ahora que se tome tal determinación. Sería justicia para bien de la institución nombrada y aun para la misma Patria.

XXXII. EL INDIECITO RUMO ¡Cómo no he de recordarte querido indiecito Rumo!25 cuando en tu manso lobuno enancando dos hermanos iban a clase temprano; temprano, antes que ninguno. Dejabas tu largo poncho muy cerquita de la estufa, y entregado a la lectura te calentabas ansioso tiritando y andrajoso, desventurada criatura. Sí; recuerdo cuando un día muy miedoso y con rubor me dijiste: “Che, señor 25 Rumo: regionalismo: apócope de Romualdo.

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me pica mucho aquí el sarna, dame máistro una pomada que tengo mucho dolor”. ¡Cómo se me quebró el alma al ver desventura tal! esa cara angelical delatando el sufrimiento, y cómo quedó contento ante la extinción del mal. ¡Oh! queridos indiecitos que aún hay en regiones varias, llevando vida de parias concurren a la escuelita, y cual “Rumo” solicitan con qué mitigar sus llagas...

XXXIII. EN EL VALLE DEL CHUBUT Una escuela concordante con nuestra jerarquía, íbamos a di­rigir: la elemental número 12, de Bryn Gwyn. Cuatro maestros cons­tituían su personal docente. Ventajosamente ubicada, esa casa de estudios colmó los justos anhelos de un educador que no quería cristalizar en su carrera la que debe ser de constante superación y renovando conocimientos afines a su labor. Gozaba este establecimiento de una bien ganada fama, labrada a fuerza de consagración y habilidad didáctica por su saliente di­ rector, el señor E. Rosales. Joven, inteligente maestro que se mo­vía hacia el norte, con ubicación más favorable en mérito a sus prestigios. No era tarea fácil ponerse a tono con las exigencias de ese provechoso ambiente de trabajo, es decir mantener el prestigio de la es116

cuela. Entramos de lleno a la labor y fuimos paulatinamente ocupando el plano de estima y óptima reputación, ante nuestros su­periores y también ante los padres del alumnado, jueces que suelen ser inexorables, en este caso, suspicaces. Es decir en guardia de prevención para conocer al actuante, ya que estaban escaldados de tantos dómines que llegaban por esas regiones dragoneando de pedagogos. Pero muy pronto, a la luz meridiana de la acción constructiva; de la ética que es condición de un educador, ganamos la plena confianza y estima de esa gente buena y discreta; pulcra y mansa, a quien ya conocíamos desde 1916. Era la número 12 una de las viejas escuelas del Valle, en cuyo archivo encontramos, para ilustrarnos, luminosos informes del Ins­pector General señor Raúl B. Díaz. Quien llevó a esa zona de la lejana Patagonia, el primer plantel de maestros argentinos, que reveló la incógnita ante los pobladores, de que tales regiones cons­tituían un retazo de suelo patrio, donde la bicolor bandera disten­diéndose en ondas que se elevaban al infinito cobijábales en una protección de paz, justicia y progreso. En ese primer plantel nombramos como símbolo del maestro digno, heroico, capacitado, a Vicente Calderón y Eduardo Thames Alderete, entre otros. Notándose también con su actuación señera, la obra desple­gada como Inspector General de escuelas de Territorios, por el profesor don Próspero G. Alemandri. Funcionario probo de una profunda versación científico-pedagógica. Hombre de letras; de una entereza moral y don de gentes a tono con la enorme responsabi­lidad que le incumbía en la delicada misión: esgrimir con lúcida capacidad, la tea civilizadora de su antecesor, el señor Díaz. La gravitación del profesor Alemandri en la educación de Territorios y Colonias Nacionales, es latente durante un lapso de más de tres lustros y sigue aún produciendo en la cátedra y el libro profundas reflexiones que bien dicen de su ponderación y equilibrio mental y por ende, profesional. En 1895, era director ya de esta escuela el profesor diplomado en Paraná, señor Tomás Puw, quien imprimió a la enseñanza un ritmo a 117

tono con los entonces modernos métodos pedagógicos pro­pios de la sapiencia de Jorge Stearnes o de José María Torres, di­rectores de la Escuela Normal de dicha ciudad. Puw se estrellaba en la labor contra el hermetismo que le oponían los pobladores, a la propagación del idioma nacional. El elemento escolar que se nos confiaba era la antítesis del que terminábamos de dejar en las lejanías cordilleranas. Niños risueños, movedizos, preguntones, inquietos; de rostros blancos, cu­tis suave, ojos interrogantes, anhelosos de captar la palabra ilus­trada del maestro. Con su indumentaria de tonos chillones, luci­dos, hermosos, que armonizaban con la exhuberancia y verdor de la vegetación. Policromía que daba sensación de tranquilidad, di­c ha, bienestar; en contraposición a aquel otro ambiente ríspido, monótono, frío donde, hasta las manifestaciones naturales del ser, parece que se introvirtieran por temor a la obsesionante y mezquina soledad. Por ello, sus niños son viejecitos prematuros, parcos en el hablar, haciéndolo en secreto; ni son vocingleros, ni movedizos. Se escurren a los rincones abrigados en los recreos, como temiendo que la ráfaga artera muerda sus fláccidos cuerpos mal cubiertos ¡Pobrecitos! ¡Y qué buenos y fieles amigos fueron del maestro!, quien sabe valorar su estimación en grado que no decrece, por nin­guna circunstancia. El apoyo incondicional del vecindario, llevó adelante la obra cultural y social del establecimiento. En las fiestas escolares, en las excursiones de estudio y de simple recreación que se realiza­ban, su colaboración era relevante y resultaban ambas, verdaderas fiestas de armonía y estrecha unión entre el hogar y la escuela. El folklore, la tradición nacional, se adentraban en las aulas y gustaban principalmente a los alumnos, compenetrándose de he­c hos y costumbres del pasado argentino. La guitarra —el instru­mento nacional por excelencia— hizo oír sus suaves y melódicos arpegios, en las horas amenas de clase y en los recitales. Los números con escenas campestres y bailes criollos, eran los que más aceptación tenían entre el alumnado y vecindario. Recordamos un ejemplo; en uno de los actos de fin de curso, se puso en escena “El velorio del Viejo Vizcacha”, 118

adaptación de Germán Berdiales; y era orgullo para el maestro que afianza la enseñanza en la glo­riosa tradición, ver con qué garbo y soltura lucían los “galencitos” la indumentaria propia de gauchos y chinas. Muy lejos estaba en el espíritu de esos padres y de sus niños de renegar el pasado de gloria de la Nación Argentina. La obra de redención y amor al suelo nativo fué conquista de ese fortín de avanzada que esgrimió con paciencia y abnegación apostólica, esa arma que no hiere, no ofende; que ilumina conciencias, que cautiva voluntades y crea afectos: El Silabario. Fortín encarnado simbólicamente en un hombre o mujer de blanco guardapolvo, ro­deado de niños de nívea vestimenta también, a quienes ilustra con su mesiánica lección de amor, justicia y cariño para todos. Hemos de dejar constancia, en mérito a la justicia y al agra­decimiento que es condición del bien nacido, de que en nuestra modesta carrera de educadores, al par que nos ilustrábamos en obras pedagógicas y de cultura general, en medio de ambientes in­adecuados para la ampliación de conocimientos, donde muchos do­centes cristalizan en un abandono que se justifica a veces por las mismas desfavorables condiciones del medio en que desarro­llan su ministerio, encontramos como faros luminosos, como colum­nas de sabiduría, cultura y erudición, tres fuentes a las que nos abrazamos en lectura y reflexión como náufragos a un madero flotante: el diario “La Nación” la obra más grande, de más bene­ficio y aprovechamiento para los argentinos de ese benemérito pró­cer que fué el general don Bartolomé Mitre. Bendita mil veces su feliz y patriótica inspiración que creó en 1870 “esa tribuna de doc­trina”; sí, tribuna de doctrina democrática, humana, libérrima. Diario que en las reconditeces del desierto, supo siempre llegarnos, como lluvia espiritual, vivificante, cargada de hermosas enseñanzas. “El Monitor de la Educación Común”, instrumento técnico-di­dáctico de información y perfeccionamiento del maestro y cuyo efectivo refrescamiento cultural hacíase sentir más palpablemente en las escuelas ubicadas en desolados lugares. Sabia y amena revista fundada 119

merced a la visión profética de Sarmiento en 1881, convirtiéndose en órgano oficial del Consejo Nacional de Educa­ción a partir de la vigencia de la ley respectiva en 1884. Hojeábanse con sed de información sus ilustradas páginas, que incitaban al perfeccionamiento cultural, inyectando en el espíritu a veces decepcionado del docente, soplos de renovación y optimismo; conceptos científicos, sociológicos, históricos, etc., siempre inser­tas sus páginas de efluvios conceptuosos de democracia afianzados en el pensamiento rector de Mayo, que fué puntal de recia con­textura de la tradición liberal de la Argentina. El maestro que no cristalizaba en los ambientes aplastados donde ejercía, buscando inquietudes espirituales que desanquilosa­ran su pensamiento, colaboraba en las páginas de “El Monitor”, en planteos de problemas regionales, haciendo conocer modalida­des aun desconocidas en los centros de civilidad de la República. Fué “El Monitor de Educación Común” foco de luz que irradió cul­tura en los inconmensurables ámbitos de la Nación, por más de medio siglo, guía estelar del maestro de escuela. Y esa revista, “Nativa” —nunca bien ponderada cartilla de la argentinidad—, que iba sembrando por los senderos de la Patria (alojándose en las escuelitas campesinas) conceptos de tradición, poesía, folklórica, en tonadas, vidalas, cielitos y huellas, con los que el maestro infiltraba la mente y el espíritu de sus niños; sa­turando también de esa atmósfera de criollismo los hogares ajenos o indiferentes al sentimiento de patria y tradición, por el mismo cosmopolitismo o ignorancia del acervo nativo. Para nuestra mo­desta pero sincera opinión, “Nativa” lleva en sí, en sus páginas, en su elevada e ilustrada doctrina, el summum de la esencia na­cionalista, necesaria en las aulas, principalmente en núcleos ét­nicos de aluvión extranjero. Su director, el inspirado poeta cordobés don Julio Díaz Usandivaras, ha hecho cátedra docente sólo comparable en su impor­tancia a la de José Hernández. Oigámosle en una de sus exteriorizaciones de auténtico cantor: “Yo canto la tradición/de la vieja pulpería./contrapuntos de ale­ 120

gría/néctar del tosco porrón./Yo canto la bendición/del lucero que fulgura/y alumbra con su luz pura/estos dos destinos grandes:/un San Martín en los Andes,/un Sarmiento en la llanura”. De su hermoso poema “Mi Canto”.

XXXIV LOS GALESES “No hay mal que por bien no venga”, reza así un popular y trillado refrán. En 1834 el ya célebre naturalista inglés, Carlos Darwin, erró garrafalmente al anotar en su ilustrado diario en la expedición por la costa patagónica, esta apreciación sobre la región: “La mal­dición sobre la esterilidad se extiende como sobre todo el país, y el agua misma al discurrir sobre un lecho de guijarros, parece participar de esa maldición”. Era la sentencia fatídica que por largos años cubrió como en un ambiente de infortunio al ignaro sur, que respondía bajo una débil égida amparadora a Buenos Aires. Si el insigne naturalista hubiese hecho una descripción elogiosa de nuestra región austral, es seguro que algún poderoso país de Europa, codiciándole como reserva promisoria de la civilización, se hubiese aventurado a su inmediata posesión, ocasionando en el futuro, engorrosas y difíciles cuestiones diplomáticas para restituirla al patrimonio de la integridad nacional, como nos está ocurriendo hoy con las Islas Malvinas. Y así, tras algunas intentonas de colonización en las costas del Atlántico patagónico, la región mantúvose sólo ocupada espo­rádicamente por grupos tribales de aborígenes que deambulaban en un estado de barbarie, en un nomadismo de sur a norte; de Santa Cruz al Río Negro, y viceversa, en procura de la diaria subsisten­cia que consistía en la caza de avestruces, guanacos y liebres, y alguna vez, grupos de reses bagualas, que veloces escurríanse entre las oquedades de las abruptas planicies y serranías. 121

Estas tribus en una idiosincrasia menos belicosa que la de los araucanos pampas, aunque incursionaban maloqueando hacia aden­tro, en connivencia con las huestes guerreras (ahítas de pillaje) de los Piedra y otros grupos entregados al saqueo, incendio y arra­samiento de toda obra propia del blanco, manteníanse en comercio amistoso — aunque siempre en prevención— con dos centros repre­sentantes de la civilidad en la vastedad sureña. El Fuerte de Carmen de Patagones y Viedma, en la costa del río Negro, fundado en 1779 por don Francisco de Viedma; fundación que como un milagro de la providencia, supo mantener a raya las acechanzas de las intentonas de sometimiento y destrucción que con frecuencia brindábanle los señores del desierto en su odio se­cular a todo vestigio de progreso o cultura; estrellándose impoten­tes ante el baluarte inexpugnable de las paredes de su fuerte y el valor y decisión de sus bravos y sufridos moradores los que en un admirable dominio de sensibilidad, rayano en el estoicismo, han dejado para la posteridad, prístinas páginas de honor y gloria, ci­mentando a paso lento pero seguro, el acervo histórico, cultural y tradicional que fué infiltrándose en los ambientes de núcleos de po­blación que con el devenir de los tiempos, fueron surgiendo en la ilimitada extensión austral. Otro centro de civilización, aunque disímil a nuestra modalidad histórico-cultural, que se mantuvo también como milagroso prodi­gio, rodeado por la soledad desesperante del desierto, y la asechan­za artera de los naturales fué la colonia galesa del Valle del Chubut. Fundada mediante acuerdo del inteligente y progresista doc­tor Guillermo Rawson, a la sazón Ministro del Interior de la prime­ra e histórica presidencia del general B. Mitre, con representantes de un sector del país de Gales, que anhelaban vivir en paz en una ensoñación ajena a las leyes de asimilación del Estado que los re­cibía en su seno, estimulados por la carencia de protección en los primeros tiempos de su duro convivir con la inquietud peligrosa de un arcano que circuía el ámbito reducido de su tierra, y cuya seguridad había que custodiar con el arma bajo el brazo aun en las noches tormentosas y heladas 122

del largo invierno, ya que a la visita traicionera y sorpresiva de los naturales, había que estar alerta y con decidido coraje. Regístrase como fecha de fundación de esta colonia, el día 18 de septiembre de 1865, fecha en que se labra el acta pertinente, y se iza el pabellón nacional en la desembocadura del río Chubut y donde actualmente radica la capital del territorio epónimo, el pue­blo de Rawson. Desde hacía tiempo, los laboriosos y sufridos mineros del país de Gales, buscaban una tierra donde radicarse y poder organizarse en nación independiente; pues la modalidad del gobierno inglés, estaba en contraposición a su idiosincrasia racial y manera de ser política. Tras de fracasadas tentativas de colonización en diferentes re­giones de la tierra y, como el ave migratoria que al revolotear en raudo vuelo, toma alturas en busca de la onda que ha de orientarla hacia la región de su preferencia; en este caso la onda orientadora sería la palabra entusiasta e inteligente de Bautista Alberdi, que en Europa pregonaba con patriotismo y verdad, la felicidad edéni­ca que estas tierras de América proporcionarían a quienes se ani­maran a poblarlas; reclamando sólo brazos fuertes para labrar las vastas y fértiles praderas de pan llevar, que constituían especial­mente, las extensiones ilimitadas de su patria. Con rumbo ya seguro —expresamos— mediante el personal co­ nocimiento de dos hombres de empresa: don Luis Jones y sir Lowe Parry; 153 súbditos galeses, se lanzan al mar ignoto en el velero “Mimosa”, dejando su terruño y llegando a la costa atlántica, des­embarcando en el actual Puerto Madryn (nombre que recuerda afec­tos que se esfumaron para siempre, al correr el tiempo) el 28 de julio de 1865. Este día fué considerado por la Colonia, como la fecha inicial de su nueva vida, en este retazo de suelo de Argentina en que han fundado un núcleo social, pletórico de bienestar y feli­cidad, en concordancia a las aspiraciones y sufridos desvelos de la primera hora de sus antecesores, en lo que respecta a libertad comercial e ideológica, amparados por leyes de un país libérrimo e igualitario. 123

Es más la exageración abultada con el mismo aislamiento de estos colonos en cuanto al desafecto a la nación que los albergó en su seno, que la pura realidad y: “Si existió en el caletre de al­gunos galeses no la idea de formar dentro del país un estado in­dependiente —porque ello sería risible— sino la intención de pro­ducir un conflicto que redundara en su exclusivo provecho, perjudi­cando a sus connacionales los colonos, se debe más a la incuria de nuestros hombres públicos que, desde más de cuarenta años a es­ta fecha (1909), la acción del Gobierno nacional en los territorios se ha reducido a nombrar personas que debían “ir a gobernar a aque­llas lejanas y desiertas tierras. “La escuela nacional allí implantada por el genio visionario e inteligente de las autoridades educa­cionales; tomó posición estratégica para envolver a ese enemigo, como se ha dicho y pregonado a los cuatro vientos, era refractario a nuestras leyes e instituciones y vencerlo sin más armas que el silabario que instruye en el culto de la patria”.

XXXV. LOS GALESES (Continuación) Hoy, la Colonia Galesa, asimilada en su integridad al acervo histórico y social de la Nación constituye una de las zonas pata­gónicas más prósperas y de fácil vida; a casi un siglo de su aven­turada fundación, nótanse las manifestaciones de progreso que en medio de tremendos y desalentadores sacrificios afrontan esos pio­neros. Tienen como testigos incontrovertible de su laboriosidad, el sistema de riego con canalización y acequias menores que se bifur­can en todas direcciones dentro del valle Inferior; beneficiando a un conjunto de cerca de 25.000 hectáreas. Las construcciones de sus viviendas, en un estilo de sobrias y elegantes líneas, hermosean la legión; y el ferrocarril 124

interior que comunica a varios pueblos y zonas de chacras, es una alta manifestación de civilidad, que mu­c ho dice en pro de esta colonia a la que hemos tenido oportunidad de observar, debatiéndose impotente ante las arrolladoras y des­tructivas inundaciones causadas en invierno por las aguas embra­vecidas en arrasante turbión, del río Chubut, cuando salido éste de madre por los grandes deshielos cordilleranos, cubre impresio­nante el valle Inferior de “cuchilla a cuchilla”, sembrando por do­quier, desolación e infortunio. Y esa amenaza constante de la temida inundación, se cierne fa­tídica en la Colonia desde su fundación, reaccionando con perseve­rancia, optimismo y fe, sus sufridos pobladores, una y cien veces, por el apego entrañable a la tierra. Reflexionemos en mérito a la estricta justicia, sobre que, estas manifestaciones de progresivo adelanto, se realizaban cuando el desierto de la región sureña, era todavía como una nebulosa en­vuelta en el asfixiante ambiente de leyenda, de la barbarie en su fa­tídico apogeo.26 26 En febrero de 1885 —nótese que la Colonia llevaba ya, veinte años de vida solitaria— el jefe de la segunda división de Ejército de la Conquista de la Patagonia, general Lorenzo Vínter, comunicaba desde Viedma al Ministro de Guerra y Marina, que: “Las últimas huestes salvajes, aisladas hasta hoy en las recónditas gargantas de la cordillera andina y en el seno de la vasta Pa­tagonia, inquietas y perseguidas insesantemente por las fuerzas de esta Di­ visión, acosadas en sus propios aduares, desesperadas en no poder continuar con su vida de robo y pillaje, hanse visto obligadas a clavar en tierra la tra­dicional lanza y a presentarse sumisas al Gobierno reconociendo su supre­macía y pidiendo ser incorporadas a la vida de civilización”. “El cacique, Saihueque, el último cacique prestigioso que hasta ahora había resistido, a las armas de la Nación, acaba de presentarse con toda su numerosa tribu, y arras­trando consigo por su influencia a la de los caciques de segundo orden Foyel,Salvutia, Chagallo (2), Rayel Nahuel, Chiquichau y Oual; etc., etc.”. (2) En 1914 tuvimos oportunidad de conocer al capitanejo Chagallo y mantener du­ radera amistad con el mismo, allí en las rispideces del centro del Chubut, cuando solía “bajar” desde los centros a hacer sus compras, en la casa de ne­gocio del lugar de nuestra residencia. Era ya octogenario, manteniéndose erguido aún, y medía 1,80 metros de estatura. Si consideramos que el hombre involuciona en altura, pasados los cuarenta años a razón de un milímetro por año, por causa del aplastamiento de los cartílagos articulares, en su mo­cedad Chagallo debía medir 1,84 metros. ¡Hermosa estampa de tehuelche! solía llegar en un caballo overo jardín, acompañado de su mujer, india pura; ambos de bota de potro y melena hirsuta y larga, sujeta con sendas vinchas. Montaba ella, un fornido caballo blanco de crin y cola enteras. Venían cargando pieles de chulengo; quillango de és­te, de zorrinos y avestruces, y abundante pluma de esta corredora. A dos cuadras del negocio, hacía Chagallo su rial. Hombre de

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El trigo del Valle, obtiene el primer premio en la Exposición Internacional de 1889, realizada en París, cuando en las hoy llama­das zonas trigueras por excelencia, el ropaje pintoresco de la pampa legendaria, aparecía incólume aún no profanada por la reja constructiva del arado. La fruta, principalmente la manzana, producida en la región, por su exquisito sabor y valor vitamínico, es una de las más apre­ciadas en un trato ameno, reca­tado, parco en el hablar, aunque con nosotros entraba en amigable charla, después del consabido saludo: “marí-marí”, que me le caimí, bariente”, rién­dose con animación. ¡Caso raro!, era abstemio. De merino negro el chamal de la india y el chiripá de Chagallo. Tenía su toldo como a catorce leguas del lugar, hacia el “pedrero”. Corridos ya estos hijos de la tierra, se ubicaban donde el huinca (ávido de prosperidad eco­nómica) no le interesaba poblar en campos desolados y ásperos, donde no se aclimataban las haciendas. A nuestra instigación, referíase Chagallo al cacique Casimiro, jefe úlmen, por muchos años de los tehuelches: Ese cacique ser criollo; ese cacique ser gaucho. Ese marchando siempre con “banderagentina” adelante —expresaba con satisfecha vehemencia. “Visitando siempre “Patahónes”, marahátos”; esa gente siendo mucho amiga. Nosotros vendiendo cueros; vendiendo quillango, pluma, mathra. Ellos dando vicio. “Nunca maloquiando ese poblao”, con­cluía Hablaba el castellano, gerundeando abundante y graciosamente, expre­sándose en araucano, aunque su lengua vernácula era el tehuelche. Nunca visitaba a los indios araucanos: “mucho traicioneros ésos” —la­mentábase. “En Languiñeo matando, cuchillando, lanciando mucho hermano chehuelco”. Aún hoy, la leyenda del cañadón de Languiñeo (lugar de muchos muer­tos) se repite en tradición oral de los pobladores de esa zona, y nadie se atre­ve a cruzar de noche ese paraje, porque se sienten las lamentaciones del al­ma de los muertos acuchillados por la furia pérfida y vesánica de los arauca­nos. Combates de gesta que dilucidaban problemas de intereses sociales- y eco­ nómicos, de intrigas y tretas diplomáticas, idénticas a las que actualmente con­ducen a tremendas hecatombes; éstas revestías de fría diplomacia, aquéllas con la desnudez sin ambajes de la barbarie. Relatábanos también Challago, la amistad perdurable entre la gente de Casimiro y los galeses, quienes supieron conservar ese respeto mutuo de vidas y haciendas: “Ese galensio brindando siempre rico té y pan “ponjoso” como pluma avestrú “culeco”, recalcaba con cariñoso recuerdo, Chagallo. Y efectivamente los galeses tuvieron aprecio por el viajero cacique el que a menudo solía visitarlos, hospedándose en los alrededores de las chacras de aquéllos y entrando en mutuas y necesarias transacciones comerciales. Ca­simiro fué en más de una ocasión, la tabla de salvación de la Colonia, en medio de su tremendo infortunio, en los primeros tiempos de su duro arraigo, en su hoy próspera heredad. Hagamos resaltar la feliz1 circunstancia de que Casimiro y su gente, chapuseaban el idioma inglés, aprendido en las misiones religiosas protestantes anglicanas que catequizaban a los naturales, ubicados en Punta Arenas y cer­ca de Río Gallegos. Los galeses incitados por la imperiosa necesidad de hacer­se entender con quienes tenían que vérselas comercialmente, también muy pronto dominaron la lengua tehuelche aprendiendo a más de los naturales, a domeñar un bagual, etc.

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los mercados de consumo. La modalidad de la gente galesa, es acogedora y de una man­ sedumbre discreta y propensa al cordial y oportuno agasajo; es comedido y galante anfitrión. Los muchachos descendientes de esos primeros emigrantes ve­nidos de la marina Albión, son hoy auténticos criollos y con un apego elogioso a las faenas camperas y expresiones de nativismo. Visten y trabajan (llegada la ocasión) como el más experto de los gauchos. El canto y la música nativos los sienten fielmente aden­trados en su sensible espíritu. Digamos con franqueza, sin pasionismo ni bastardos intereses, nosotros que hemos pulsado imparcialmente el ritmo anímico de esa Colonia, que el cálido amor a la patria se manifiesta en ella, con sinceridad y profunda reverencia. Y si ello no bastara para justificar sus sentimientos nacionales, remitímonos a la siguiente documentada constancia: En 1899, cuando de regreso de la histórica entrevista con el presidente chileno Errázuriz, el general Julio A. Roca, presidente de la Nación; entrevista de buenaventuranza que evitó una san­grienta contienda fratricida, visitó la Colonia Galesa y recibido entusiastamente, con el respeto y honores debidos a su alta investi­dura, sin hesitar el mandatario reconoció la nobleza de intenciones de los galeses, los que en un castellano, si se quiere exótico por los raros giros, interviniendo hombres, mujeres y niños, cantaron fer­vorosamente la canción patria y, emocionado el presidente Roca —hombre avezado a la captación de un estado sentimental posi­tivo de las masas— expresó: “Todo allí está en embrión cuando no entorpecido por equívocas disposiciones administrativas y leyes mal calculadas”. “No tiene importancia esa noticia que ha circulado venida de Londres, de que alguien del Chubut ha pedido amparo del gobierno inglés. (Un marinero irresponsable de un barco fon­deado en Madryn, fué herido y desembarcado, actuando la Prefec­tura y el Juez Federal ordenó la reclusión de los culpables del hecho). Alguien se quejó al Parlamento inglés; pero nada tuvie­ron que ver con el desgraciado incidente, los pobladores de la Co­lonia”. 127

“Todos los habitantes de ese territorio —continúa Roca— se consideran argentinos, predominando en las nuevas generaciones el sentimiento y orgullo de la tierra en que han nacido. “Se quejan de algunas disposiciones y reclaman ciertas medi­das que fácilmente se pueden corregir, acordándoselas”.

XXXVI. EN VIEDMA. CAPITAL HISTÓRICA En el año 1936, en nota elevada directamente al presidente del C. Nacional de Educación, requerimos ser trasladados a la ciudad de Viedma, exponiendo como causales, razones de familia; expla­ yándonos aunque en síntesis en una serie de consideraciones alu­ diendo a nuestros sufrimientos de educadores de escuelas de situación desfavorable. Con franqueza; con el patentismo auténtico de lo vivido y sufrido en el desierto, pero sin ruegos genuflexos, soli­ citábamos se accediera a lo peticionado ya que, la razón indubita­ ble de la causa expuesta (educación de los hijos) podría hacer inclinar a nuestro favor el platillo de la balanza burocrática que más valoraba la influencia de una recomendación, que el buen concepto adquirido por un profesional. Y digamos en mérito a la jus­ticia que nadie particularmente influenció para ver cumplidos nues­tros anhelos. Conseguir un traslado a Viedma, era un deseo tan irrealizable aún más que si pretendiera un maestro del interior, ser ubicado en la Capital Federal. Fuimos trasladados a una escuela infantil rural, no muy distante de dicha ciudad. Profesionalmente era desventajosa tal ubicación y rebajada nuestra categoría, pero el anhelo expuesto estaba satisfecho y eso nos halagó grandemente. ¡Cómo influye en el ánimo de un funcionario el pronunciamiento justo de sus supe­riores! El establecimiento de cuya dirección debíamos hacernos cargo, no pudo funcionar por falta de local, y para nuestro bien, fuimos adscriptos a la Inspección Seccional Sexta, como encargados del Museo. 128

La discreta y bondadosa autoridad de don Arnobio Orellano, inspector a la sazón, nos orientó ventajosamente en el desempeño del cometido y mucho aprendimos de este justo e inteligente fun­cionario, a quien ya conocíamos en su visita de inspección a una escuela de cordillera, donde fué a constatar la labor que realizá­bamos. En 1939 designósenos director de la escuela superior número 2 “Juan de la Piedra”, de esta ciudad; uno de los establecimientos de mayor jerarquía dentro del Territorio, y en cuyas aulas y aun en el ambiente social y cultural de la ciudad, manteníase fresca y latente la señera actuación de algunos de sus ex directores como la señora de Silva, señora de Núñez, señor Lucero, señora de Ponce de León. La superioridad aquilatando más el sano anhelo de superación que poníamos en el quehacer profesional, que por el grado de capa­ cidad técnico-docente, supo honrarnos con cargo tan solicitado y al que, nosotros no gestionamos, ni exteriorizamos interés alguno pa­ ra su desempeño, y en el momento de ser honrados rehusamos res­ petuosamente ante el Inspector General de Territorios, aduciendo falta de capacidad para su ejercicio, pero el alto funcionario or­ denónos con discreta energía, el hacernos cargo del mismo. Gentil­ mente agradecimos emocionados la confianza dispensada a la mo­ desta aptitud directiva, tanto al señor Inspector General como al seccional. A fines del año precedentemente anotado, el H. Consejo Nacio­nal, nombrónos secretario de la Seccional Sexta, cargo de reciente creación, el que por razones que nos reservamos, declinamos. (Ex­pediente 22.749-P-939). Dos circunstancias felices justifican el haber designado en el presente capítulo como: “Capital Histórica” a esta ciudad de Viedma. A mediados del siglo XVIII el jesuita Tomás Falkner, hizo va­rios viajes a la Patagonia, desde la misión fundada a la margen del río Colorado, haciendo entusiastas relatos en su libro: “Descrip­ción de la Patagonia” que despertaron vivo interés en el viejo mun­do, entusiasmándose los países por la colonización de la región aus­tral, considerada como tierra de nadie, pese al dominio del Rey de España como 129

colonia sometida a su gobierno. Alarmada ésta prin­cipalmente por sus rivalidades con la Inglaterra, trató inmediata­mente de refirmar su posesión, y despachó una expedición que ratificara ante sus adversarios su consagrado dominio ante esas lejanas comarcas. Don Juan de la Piedra fué encargado de la arriesgada misión de fundar una cadena de establecimientos militares sobre la costa atlántica de la Patagonia, en su carácter de comisario Superinten­ dente. La expedición bien organizada salió de España en el año 1779 y fundó el Fuerte San José en el Chubut. De la Piedra debía también establecer un fuerte en la desembo­ cadura del Río Negro. Francisco de Viedma, abnegado caballero, valeroso, de enérgico carácter, se incorporó a la expedición y fué comisionado por De la Piedra, como superintendente, para fundar un núcleo de población, a la costa de dicho río. Para la consecución de tal finalidad, la expedición a las órdenes de Viedma, cruza la barra traicionera y bravía. El primer barco español que realiza tal hazaña es el “Nuestra Señora del Carmen”, llevando por diestro piloto, al intrépido capitán don Basilio Villarino (nombre familiarizado en los recuerdos históricos de Viedma y Patagones). El 18 de abril del nombrado año, se realiza la difícil tarea avan­ zando aguas arriba la expedición y fondeando el 19 a unas 21 millas (33 km. 796 m.) de la desembocadura, a la margen derecha del caudaloso río. El día 22 ocúpase el jefe expedicionario, de delinear el fuerte. Entusiasmado por la fertilidad del valle que tenía a su diestra. Extendiendo la visual hacia la cuchilla, divisarían los avezados marinos lo que después fué llamada la “Laguna del Juncal”; pin­toresco desagüe de las crecidas del río y que con su innúmera fauna volátil, desde el tero avizor y suelto de articulaciones, hasta los flamencos en bandadas copiosas, de pesado y bajo vuelo que darían tonalidades de rosicler propias de un ambiente auroral. Entusiasmándose los expedicionarios —discurrimos— previen­do en el paisaje observado, la futura comarca de promisión. Por ello radica aquí el Superintendente, la primera fundación comenzando los 130

trabajos de las viviendas, el 23 de abril de 1779. Fecha que por tradición este pueblo recuerda anualmente, con respeto cariñoso al fundador. Viedma, señala a la memoria de las generaciones veni­ deras como signo indeleble de la historia y primera fundación rionegrina ese lugar de respetuoso recuerdo; denominado Barrio de las Piedras. Este primer núcleo de población, el que sería de efímera exis­tencia, por las duras contingencias que la naturaleza bravía ofre­cíale despiadadamente, llamaríase “Nuestra Señora del Carmen”, elegida por Patrona. Una imprevista y alta marea, estimulada por la inclemente su­destada, trae la anegación completa del flamante villorrio el día 13 de junio, a sólo dos meses escasos de vida. Disponiendo su fundador trasladar a las lomas de enfrente en la orilla izquierda, todo el material que pudo salvarse de la sorpresiva y extemporánea inun­dación. Llamado el nuevo refugio “Carmen de Patagones”. El dos de octubre llega el primer contingente de colonos, que es el fundamento de estas dos poblaciones, las que juntas, herma­nadas en comunes anhelos de progreso y en el infortunio de centros de civilización acechados constantemente por la barbarie, ligados en intereses afines de afecto y familia, han escrito para sus des­cendientes y como honra y prez de la historia patria, páginas de admirable heroicidad que sirven para reafirmar el acervo sin mácula de nuestra heredad. Las obras de bien colectivo cuando las alienta un alto y sano espíritu de progreso, suelen ser inextinguibles, o de recuerdo per­petuo, pese a transitorio estancamiento o disipación. Tal el caso de la primera fundación de este pueblo, que reaparece muy pronta­mente con los incipientes y rutinarios refugios, levantados de emer­gencia. Pero los vecinos, en previsión de los sorpresivos ataques de los naturales, trabajan de día en sus predios del sur y en la noche se refugian en el Fuerte, vadeando el río. “Mercedes de Viedma” comenzó a ser vocablo familiarizado en los pobladores que arries­gaban su vida hora a hora, aferrándose a lo que, al correr el tiempo, sería esta bonita, tranquila y pintoresca ciudad. Arrullada por el murmullo embriaga131

dor de las aguas ya pacíficas o embravecidas, a veces, de su río, que la impregna de un sedantismo telúrico, ve­nido en su corriente, desde allende la nevada y majestuosa cordi­llera, infundiendo en el alma de sus moradores, sanos principios de hermandad; discreta mansedumbre; consideración respetuosa al pró­jimo. Timbre de honor es para Viedma el haber sido erigida en Ca­pital de la Patagonia, en 1881. En virtud de la Ley 1.532 de 1884, se dividen los territorios na­ cionales en varias gobernaciones, una de las cuales fué Río Negro, nombrándose como su primer gobernador al general Lorenzo Vínter. Pundonoroso, digno y valiente militar del viejo y glorioso Ejército Argentino; siendo jefe de la tercera brigada de la primera división, en la Conquista del Desierto. Roca expresa en cierta oportunidad: “Traigo en mi campaña hombres de la talle de Villegas, García, Vín­ter”, y al referirse a este último expresó: “Es el tipo moderno de nuestros oficiales de caballería, culto y bravo”. No en balde el secu­lar dueño del desierto, con su precisa intuición, justificando el temerario arrojo de sus enemigos irreconciliables del Ejército, decía: “Ese “Willeca”, toro. Ese “Finte”, toro. Parangón que el sagaz in­dio hacía del valor de un hombre, con el del toro, al que apreciaba como el súmmun del coraje, la fuerza, el ímpetu violento, el teme­rario valor. Por las precedentes anotaciones hechas en este capítulo, re­petimos: Viedma, Capital Histórica. La jerarquizan para tal desig­nación: 1º — El haber sido núcleo inicial en el Río Negro, fundado por don Francisco de Viedma. 2º — Por haber sido declarada, con timbre de honor y satis­facción, por el Gobierno Nacional, Capital de la Patagonia. (1881), Viedma, contemplando su situación geográfica y estratégica, debe cumplir el rol de importancia, que las pretéritas circunstancias le depararon. El genio del fundador de pueblos, primero y después estadistas próceres, vieron con clarividencia, sin bastardos intere­ses, que ella por su privilegiada situación, debía ser centro primor­dial, de esa ilimitada y hoy reserva inagotable de riquezas, que constituye la Patagonia, otrora legendaria; crisol de hombres ve­nidos a usu132

fructuar con su laboriosidad los ingentes venerosos, de su fecundo y promisorio suelo, al par que labran su ambiente econó­mico y cultural, en conjunción feliz con los nacidos bajo el fulgor rutilante de la Cruz del Sur; argentinos como los que más, de co­razón centrado, y temple férreo.

XXXVII. ESCUELA N 2 - “JUAN DE LA PIEDRA” 9

Al crearse la Inspección General de Escuelas de las Goberna­ciones, inaugurada el 25 de mayo de 1890, vino la reorganización seria, científica, pedagógicamente encarada por su jefe, el inspec­tor general, señor Raúl B. Díaz. En 1899, con la devastadora inundación que asoló a Viedma; entre las pérdidas ingentes de bienes, haciendas, muebles, etc., etc., tocóle a la escuela número 2, que su archivo fuera arrasado por la tremenda correntada (21 de julio de 1899). Por eso su actuación documentada, empieza recién a comienzos del presente siglo. Su pa­trono, el marino español don Juan de la Piedra, de quien hemos hecho referencia ya. Por expresa orden del Virrey, Viedma fué re­tirado de su cargo de superintendente de estas poblaciones que él había fundado, siendo reemplazado por De la Piedra, (Decreto del 1º de agosto de 1784). Hombre de acción inquieta e impulsivo, tratando de gustar la arriesgada aventura, de la conquista y sometimiento de las tribus, que radicaban al norte de Patagones; planea y realiza con tragicidad, una expedición al Colorado y Sierra de la Ventana. La supremacía el cacique Negro, se imponía en la región y supo mantener cordiales relaciones, con la gente de Patagones. De­cíase mapuche, es decir nativo de la tierra donde se extendían sus aduares, siendo respetado y obedecido como supremo “ulmén”. De la Piedra, con una actitud de arrogancia, incursionó confia­do sin 133

entrar en arreglos (o burlándose de lo pactado) con quien se consideraba dueño y señor, por derecho natural, de esas dilatadas regiones. En el mismo año de 1784, avanza en compañía de Villarino, digno y avezado marino. De la Piedra, obrando con temeraria osadía, masacra a un grupo de indios, haciéndolos pasar a degüello, sin pensar que la pena del Talión, también implacablemente aplicábase en el desierto hermético. Uno de los indios salvados dio la voz de aviso a su jefe. El cacique Negro sintió un profundo odio y deseos de venganza hacia los intrusos. “Falsos; no cumpliendo su pala­bra” —habría expresado— “me vengaré”. La flor de sus guerreros con lanzas y bolas, aprestábanse con una salvaje voluptuosidad, a cobrar caro, la infidencia de los blancos. De la Piedra ordenó a su segundo, el bueno de Villarino, que atacase a otros sectores de las tribus. Al llegar aquél, a una gargan­ta de la sierra de la Ventana, los lanceros del cacique Negro, le ata­caron veloces, como el rayo, y en un entrevero de gritos, alaridos, sangre y degüello, los españoles, después de una heroica resistencia, fueron aniquilados y a De la Piedra, cercenada su cabeza. Villarino, tranquilo y victorioso regresaba de su cometido, tam­bién despiadado. En la ansiada acechanza los indios lo atacan. En­táblase lucha de titanes. El valiente piloto se defiende con un valor rayano en lo romancesco; ello no obstante vencido por el número del feroz enemigo, cae exánime acribillado a lanzazos; triturados sus huesos por el impacto de la tremenda y certera bola. Algunos de sus soldados se rinden y, caso curioso; el cacique Negro, respeta sus vidas y las ofrece en canje al Virrey. Permitiendo que el resto de la fuerza, que no se había rendido y sin hostilizarla, regrese a Patagones. Este fué el infortunado fin, del atrevido marino, hoy patrono de nuestra escuela; el fiel superintendente que en holocausto a su Rey, tratando de refirmar su omnímodo poder, en incógnitas regiones, fe­ cunda las mismas con su valiente sangre, desafiando el peligro con pasmosa temeridad. Los hombres accionan movidos por los impulsos a tono con las circunstancias del medio en que se actúa; obrando también por el ansia 134

voluptuosa de la celebridad. De la Piedra vio fácil el some­timiento de las tribus del desierto. Se equivocó y caro pagó su osa­día, como así el ímpetu de riesgosas aventuras de su segundo, Vi­llarino a quien costóle también su vida esa empresa arbitraria y de peligrosa prepotencia. Sin medir la gravitación que en ese medio bárbaro, tenía su natural habitante, el indio; el que con su coraje intuitivo de bestia, en su adiestrado corcel de guerra, suave como seda en la boca, gi­raba éste sobre sus dos remos traseros con la vertiginosidad ma­reante de una peonza, y aquél en su hercúleo brazo esgrimiendo dia­bólicamente la temida y elástica lanza; conjunto que, en una iden­tificación de jinete, caballo y arma, en fintas de difícil quite, arre­metía sin orden en la tremenda lid, como un turbión arrasador con su tétrico y estridente grito de guerra: ¡Hia!, ¡hia, hiaaaaaa!

XXXVIII. ESCUELA N9 2 - SU LABOR La Escuela Superior número 2, supo en el período de nuestra modesta actuación directiva, mantener su ya bien ganado prestigio. No es un gratuito autoelogio el que pretendemos recalcar. Lo cer­tifican: las autoridades encargadas de emitir juicios valorativos. La opinión favorable de los padres (a veces justos e implacables cen­sores), los que siempre nos dispensaron su incondicional confianza y apoyo. La asociación de ex alumnos —entidad creado por nosotros en el establecimiento, cumpliendo órdenes superiores— alma máter de una escuela cuando la armonía y el mutuo respeto, alientan a las dos entidades. El recuerdo filial de nuestros ex discípulos, hoy hom­bres, gravitando en la vida de la ciudad y en el territorio; madres ejemplares las niñas que cumpliendo con la ley natural de la forma­ción del hogar, hoy se sienten esposas dignas; y por último la consideración y estima que esta ciudad culta y discreta, ha sabido dis­pensarnos, aún después 135

del retiro jubilatorio, comprometiendo nues­tro afecto y gratitud. Una feliz conjunción, aunando inteligencias, consagración, es­tudio, amor patrio y conocimientos psico-pedagógicos, entre la Di­rección y su personal, redundó en bien del digno ministerio, cuyo fin es encauzar las mentes infantiles por el sendero de la dignidad, de la cultura y decencia, infundiendo en ellas el culto fervoroso a la Patria y a su tradición ínclita y democrática. El cuerpo docente, justicia es hacerlo resaltar, estaba animado de un fervoroso espíritu de trabajo y disciplina. Constituido por maestros de intachable conducta. Jamás hubo en la escuela actua­ciones sumariales, lo que bien dice de la ética; mutua comprensión; sobria disciplina y entendimiento humanamente amigo. Entre las variadas actividades desarrolladas por esta casa de estudios, y a fin de que el amable lector se compenetre de la fun­ción múltiple y difícil de un maestro, abarcando su obligación pro­fesional aspectos heterogéneos, disímiles que le complican su misión de suma responsabilidad, anotemos —entre otros— los asuntos que en un período escolar, con diez reuniones de personal, la Dirección en colaboración con sus maestros, debió tratar, finiquitando a ve­ces, cuestiones perentorias de los mismos: “De la Buena Inteligencia con el Personal. Consideraciones Ge­nerales sobre Aspecto Material (cuidado y conservación del edificio, huerta y jardín, revoques, pinturas, paredes, perchas, bancos, etc.). De los Textos. Acción Nacionalista. Consideraciones sobre la Labor Escrita; su intensificación. Corrección de Trabajos. Sistema de Pre­guntas y Respuestas. Recopilación Material Folklórico. Celebración del día 25 de mayo. Ilustraciones; su fijación en las paredes; su inconveniente. Sobre la Expresión oral y escrita. Correcciones es­critas. Periódico Escolar (“Nuestra Escuela”), número dedicado al Rastreador “Fournier”. Enseñanza experimental. Concurso de Lec­turas. Composiciones, Dibujo. Horticultura. Floricultura. Pizarrón. “Libro Abierto”. Biblioteca del Aula y Mesa de Lectura. Club de Niños Jardineros. Cuaderno único. Ejercicios respiratorios. Visita de los padres a la Escuela. Libro de iniciativas. Aplicación de los tests. Los títeres. Mapa en relieve. For136

mación estética. Pruebas de primer término. Carpeta de ejercicios. Registro de Actuación del alumno. Elecciones de textos de Lectura. Adaptación de programas. Día de la Raza. Sociedades Cooperadoras. Alimentación y vestuario. Chacra escolar. Asociación de ExAlumnos. Ahorro Postal. Acción post-escolar. Asistencia del personal. Censo Escolar. Cultivo del árbol. Exá­menes finales. Fiesta de fin de curso, etc.” Recalquemos; son estas entre otras copiosas y dispares tareas, que han de ser tratadas y llevadas a su realización (en los puntos concernientes) exponiendo por escrito, sus resultados al cese de las clases. Es grande, eminente, al par que sublime la misión de un edu­cador; pero enorme su responsabilidad. La plástica y manuable arcilla, que encuentra en la sutil, sensible y tierna alma de sus niños impoluta aún, debe moldearla con amor y paciencia de madre y con más ventaja que ésta ya que su formación especial y técnica, lo ha­bilitan para ello. Quien no responde a conciencia y provechosamente deja anquilosado y empobrecido el espíritu de esos niños que la Nación confióle para su educación cultural y física, traicionándola porque se trata de asegurar el futuro venturoso de la nacionalidad. Por ello el país debe tener un plantel de educadores fervoroso y patriota, con un idealismo superior que radica en los espíritus nobles. El maestro mercantilizado, el que se aparta del específico y honroso cometido, debe dejar las aulas. Se es educador imitando a Sarmiento, o se renuncia a tan apostólica profesión en la que jamás debe buscarse descollante posición económica y sí, invalorable sa­tisfacción espiritual, cuando se ha cumplido honradamente con el deber, y poder en sincero examen de conciencia, y ante la galería de próceres que en relevante sitial, predispone a su exteriorización, decir: He sido digno de llamarme Maestro (magnus) porque no defraudé ni al hogar ni a la patria; porque di a su niño, el aliento vivificante que es el deber. Su inteligencia queda iluminada con la lámpara votiva del sano conocimiento; que la misma no se extinga jamás, acrecentando su potencial en la virtud y en la cultura, fa­cultades que se nutren con el estudio. 137

XXXIX. ACCIÓN NACIONALISTA EN LA ESCUELA De la Memoria-Informe, que en el año 1941 eleváramos a la superioridad, extractamos un punto concerniente a: “Acción Na­cionalista”, desplegada en el establecimiento, expresando en sínte­sis: “Pródiga en actos de carácter patriótico, que acentúan la ac­ción nacionalista, ha estado la escuela en el año. El 11 de mayo, Día del Himno, la Asociación de Ex-Alumnos, con una lucida fiesta, inau­gura una biblioteca. En tal circunstancia habló el director. El 18 del mismo mes, Día de la Escarapela, la escuela celebró dignamente con un acto patriótico, esta fecha. También usó de la palabra el suscripto y una maestra. La crónica de lo hecho fué remitida a la Seccional Sexta a fin de que se elevara ante el señor Inspector Ge­neral, quien contestó enviando un aplauso ante la realización de tal efemérides. El día 25 de mayo con caracteres singulares, se realizó en la escuela, el padrinazgo de la misma por el Rastreador FOURNIER, estando presentes el Comando y tripulación del buque, autoridades, escuelas y pueblo de Viedma. Fué una ceremonia emotiva, brillante y de un calor patriótico que valió (para los niños) por todas las enseñanzas. El señor Comandante, iniciada la ceremonia, procedió a descubrir una placa de homenaje a Sarmiento, donada por el buque, pronunciando un meduloso discurso de circunstancias27. “El suscripto, 27 Discurso pronunciado por el Teniente de Navio, Comandante del Fournier, Don Ernesto del Mármol Grandolli: “Cada buque de nuestra escuadra tiene una preocupación espiritual en algún rincón de nuestras costas, preocupación que es llevada con agrado por sus tripulantes y de la que carecía hasta este momento el Rastreador Fournier el más nuevo de los que constituyen el orgullo de nuestra industria naval, débil rayo que vislumbra las realidades de futuras obras de las que son capaces los astilleros del país, para sostener nuestra soberanía en el mar. De esa comisión desempeñada en nuestras tierras australes, regresa satisfecho mi buque. Ya el Fournier llega a esta escuela honrado por la Patria, ya ha ejercido su represen­ tación custodiando su actual neutralidad y también ha sentido la furia de los elementos y salido victorioso en la desigual lucha. Posee ya el título moral de buque de guerra, ya que el material se lo han brindado sus cañones. Y con ese título se hace presente en esta escuela para adquirir la grata preocupación que le faltaba: ser Padrino de Escuela para identificarse con los que en ella ense­ñan, y con los que en ella aprenden, para servir

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en representación de la Seccional, habló también, remitiéndose a la nombrada Oficina, crónica de la fiesta, acompa­ñando fotografías. “Otros actos se han realizado en el transcurso del año escolar para infundir patriotismo a nuestros educandos. Lo decimos sin va­nagloria: “La escuela Nº 2 es un baluarte de argentinidad”. La realidad patética de los hechos que se sucedieron después de este feliz acontecimiento, para la vida de esta casa de estudios (nos referimos al padrinazgo aludido) al formalizarse la emotiva ceremonia, nos puso ventajosa y honrosamente bajo la égida de una de las naves de la gloriosa Marina Nacional. Lección de civismo, de argentinidad que se grabó indeleble en el alma del alumnado todo, familiarizándose con la virtuosa y digna institución, en cuyo seno el germen de la Democracia se ha nutrido manteniéndose latente, incólume, pese a todas las desventuradas contingencias que pretenden a veces abatir lo que es esencia misma de la nacionalidad. también de vínculo de unión con las cosas del mar, para trabajar con vosotros los maestros, a fin de que cada niño aliente las esperanzas de grandeza y poderío a que tiene que llegar nuestra Armada, la de su Patria, para que conozcáis también más de cerca vues­tra Marina, su trabajo y el papel que desempeña, porque será ella la que man­tendrá la inviolabilidad de sus costas lo que logrará merced a la fuerza moral de los hijos de esta tierra quienes la harán alcanzar un grado de poderío que le permitirá exigir, si ello fuera necesario, que nuestra Patria sea respetada y colmada de consideraciones por todas las naciones del Universo. No puedo mencionar aquí la formación de la conciencia marítima, ya que seguro estoy, los hijos de esta ciudad la interpretan por haber sido esta zona, cuna de ma­rinos que pasaron por nuestros buques dejando estelas de sabiduría y patrio­tismo. Recuerdo que en vuestro río aprendió el vocabulario del mar el hombre que sacrificó su felicidad y la de su familia, alentado por ésta en pro de nues­tras tierras lejanas, constituyéndose en su guardián desinteresado, permitiendo así que flamee hoy en ellas nuestra bandera. Me refiero al Capitán Luis Piedrabuena. “Es alto honor discernido a mi buque de apadrinar una de nuestras escue­las patagónicas: la Superior Nº 2 “Juan de la Piedra” de esta ciudad de Viedrma. Como Comandante del Fournier siéntome orgulloso de estos solemnes mo­mentos en que oficialmente declaro asumir este padrinazgo haciendo votos para que ello signifique al establecimiento apadrinado, una mayor intensidad y ex­tensión en la obra de cultura y de Patria que tan brillantemente desarrolla y que ya hoy podemos llamar nuestra Escuela. “Bien conocemos los sacrificios que comporta la tarea docente; sabemos perfectamente la dedicación y el empeño puestos en juego en estas escuelas que alejadas de los grandes centros, desarrollan su vida y su obra en medio de sa­crificios y penurias. Nosotros como marinos también sabemos de sacrificios y de disciplina. “Señor Director: En nombre de mis oficiales y propio, os pido aceptéis esta placa, recuerdo de vuestro buque, que ostenta la figura del gran Sarmiento que nos enseñaron en nuestra niñez a respetar como padre espiritual de las Es­cuelas Argentinas.”

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Verdaderos amigos; efectivos protectores nuestros fueron esos hombres generosos, suaves en el trato, e imbuidos de un severo pa­ triotismo. Con hechos concretos, en lo espiritual y en el aspecto económico y, desde el Comandante, a la Oficialidad y tropa del buque, todos en colaboración de camaradas, aportaron a la obra de la escuela. Contri­buciones en efectivo; obsequios de atributos alegóricos, al padrino y a la Marina; útiles escolares, etc. Y como una ratificación de ver­dadera amistad y respeto al establecimiento, sellóse nuestra indes­tructible amistad, con la donación de una bandera argentina, con un artístico cofre. Dando lugar su entrega, a una ceremonia de vehe­mente patriotismo. Como una demostración perenne de estima y respeto a esta Ins­ titución gloriosa y noble y como un recuerdo reverente y piadoso, al infortunado destino que las olas embravecidas y traicioneras de los mares del Sud, diéronle a nuestro venerado Rastreador Fournier, el infausto día 22 de septiembre de 1949, al sepultarlo en las aguas he­ladas del legendario Estrecho, citemos las finales palabras de “Nues­tra Escuela” (el periódico de la casa) cuando abatido por la amar­gura de la tremenda desgracia, escribió en sus infantiles páginas —y como un homenaje del alma pura de los niños— repitámoslas: “Comandantes Negri y Lestani: Valerosos marinos y tripulantes del Fournier. Vuestro ejemplo de abnegación y de heroísmo lo recibe nuestra escuela como un sagrado legado. Ante el insondable sepulcro abierto prematuramente por un designio fatal para vosotros, nos inclinamos reverentes y acongojados”. En el momento álgido de la tragedia, que serenos colegías inevi­ table, la silueta severa, augusta y respetada del Gran Almirante, os iluminaría tu impertérrito espíritu, manteniéndose dignos de su valor y virtudes de marino.28 28 Al producirse la desaparición del Rastreador Fournier, quien esto escribe, hacía tres años que había obtenido su jubilación. Encontrándome en Buenos Aires en la angustiosa circunstancia en que se inhumaron los cuerpos del Comandante del buque Capitán de Corbeta Carlos Negri; del 2° Comandante Teniente de Fra­gata Luis R. Lestani y demás compañeros cuyos cadáveres fueron habidos. Un acompañamiento que revistió contornos

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XL. EL REVERENTE RECUERDO En la tarde del día 24 de mayo, llegó el señor Comandante del Fournier a la escuela, a darnos la gratísima noticia de la realización de la ceremonia, al día siguiente. En principio aceptamos tan elogio­so propósito. Dando luego la novedad a nuestro Jefe, quien expresó­nos que de hecho quedaba aceptada la noble finalidad. Ordenándo­ nos que de inmediato tomásemos las providencias necesarias, para el mejor lucimiento de la emotiva ceremonia a efectuarse. Entre las auto­ridades a invitar figuraba el señor Obispo de la Patagonia, Ilustrísimo Monseñor Esandi. Al entrevistarlo en su sagrado despacho, recibiónos con la suavi­dad y benignidad que tanta simpatía crearon alrededor de su egregia persona, cualidades que, sumadas a la sencillez y franqueza que cons­tituían su modalidad en la múltiple labor de jefe de los feligreses en su vasta jurisdicción, aumentaba el afecto y prestigio hacia él. Interiorizado de nuestra misión, mostróse con un contagioso en­ tusiasmo patriótico que infundía optimismo y al expresarle en fran­ca conversación, la múltiple tarea a realizar, dentro de las escasas ho­ ras que nos restaban hasta la indicada para la ceremonia, levantán­ dose presto de su asiento al par que se arremangaba sus sencillos há­bitos, díjonos: “Si es necesaria mi presencia en el trabajo del arreglo de su patio cubierto, mañana a las seis, me tiene director amigo en la escuela, para llenarla de gallardetes”. Despedímonos altamente agradecidos de su democrático ofreci­ miento. Dando prueba una vez más, de la singularísima beatitud y pureza de su alma generosa.

apoteóticos, tuvo lugar en la necrópolis (Cementerio del Oeste) el día sábado 15 de octubre de 1949, a las 11 horas. Las autoridades, las fuerzas armadas y un público entristecido y respetuoso, ofren­daron el póstumo homenaje a estos héroes de la Patria.

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XLI. CESACIÓN DE SERVICIOS POR JUBILACIÓN Antes de finalizar el año lectivo de 1946 (y con licencia) nos re­ tiramos ya, dejando definitivamente la función docente. El ambiente de sometimiento; de falso exhibicionismo que era notoria en la vida de la Nación toda, aceleró nuestro retiro. Antes de la iniciación del curso siguiente, había sido acordado ya, el mismo. No hubo acto alguno de despedida oficial ni de camaradería, por nuestra especial voluntad. Así nos retiramos despidiéndonos de nues­ tros colegas y padres con las circulares que a continuación trans­ cribimos: “Viedma, Río Negro, 15 de febrero de 1947. Señor........................ Distinguido Colega: Por disposición superior y de acuerdo a mis gestiones, se me ha acordado la jubilación ordinaria, al 31 de enero pasado. Al despedirme de usted, estimado colega, quiero expresarle que, mediante su colaboración pude —dentro de mis modestos caudales intelectuales y profesionales— cumplir a satisfacción con la difícil misión de dirigir este establecimiento en el que reinó durante mi go­ bierno, un clima de sincero patriotismo, de compañerismo y mutua tolerancia. Es que la perfección ajena al temperamento humano, puede suplirse en sumo grado, llevando siempre en el espíritu un poco de bondad, benevolencia, modestia y respeto valorativo de las aptitudes de nuestros semejantes. (Máxime en la función pública). Es norma consagrada ya, dentro de la familia magisteril, home­najear al que se va, al llegar al término de su carrera. Para mí —Co­lega amigo— no hay mejor ni más preciado homenaje y recompensa que los que vivirán perennemente en mi memoria y, medidos con la serenidad de quien depone egoísmos o mezquinos intereses, sé que hizo todo lo posible por cumplir con la Patria, con sus colegas, alum­nado 142

y padres, y ese caudal de cooperación con que usted Colega —en mayor o menor grado— supo aportar a la obra escolar y que yo he po­dido valorar serenamente durante ocho años de nuestra convivencia profesional, es el justo homenaje y el único que acepto al dejar el car­go directivo de la Escuela Nº 2. La oportunidad debe acercarnos (aunque sea de rodillas) a la modestia sanmartiniana, compendio de filosofía vivida y no hablada. Lo saluda muy atentamente.” “CIRCULAR DESPEDIDA. Viedma, 15 de febrero de 1957 Señor Padre de Familia. Presente. Estimado señor: Por disposición superior y de acuerdo a mis gestiones, se me ha acordado la jubilación ordinaria, al 31 de enero próximo pasado, des­ pués de 32 años y 6 meses de servicios ininterrumpidos de director de escuelas nacionales en la Patagonia. Al despedirme de usted —mi buen señor— debo expresarle mis atentas gracias, por la confianza que nos dispensó al enviarnos sus hijos a nuestra escuela, y aprovecho para significarle también, y us­ ted lo habrá observado en ellos, de que en esta casa de estudios, reinó siempre la más completa armonía, el más sincero patriotismo hacia la Nación, sus hombres prominentes y sus hechos históricos, que for­man lo más preciado de la sociedad: el patrimonio de la tradición, que es la esencia misma de la argentinidad. Tratamos por todos los medios de que su hijo se sintiera cómodo dentro de la Escuela. Estimulamos en él las sanas virtudes que han de hacer luego el ciudadano digno: la honradez, la moral, la modestia, la genero­sidad, la verdad, el respeto a los humildes. Habiendo puesto en el desempeño de la difícil misión, nuestra mejor consagración y todas nuestras luces intelectuales que, si no son descollantes, son por lo menos sinceras. 143

Educamos con el ejemplo. Me retiro tranquilo y satisfecho. Estoy seguro de que, en el co­razón de vuestro hijo, hay un lugarcito de afecto para el director Fernández, y esto me alienta para continuar mi vida con el mejor optimismo y, el aprecio de “mis niños”, es el único y mejor homenaje que acepto al retirarme. Dios dé salud y felicidad a usted y los suyos. Cordialmente. A la iniciación del curso escolar de 1947, el personal del esta­ blecimiento, en un gesto que lo honra, y dice bien a las claras de su solidaridad gremial, llegó en pleno hasta nuestro hogar, con su director señor E. Quiroga, compañero de colaboración, vicedirector durante mi desempeño, siendo portador de un presente que aprecia­ mos en alto valor. En la portada del álbum firmado por todos los colegas y alum­nos, están estampadas estas inmerecidas expresiones: Al Director Don D. F. Porque fué maestro con amplio sentido de responsabilidad; porque supo ejercer su función directiva con dignidad, tole­rancia y espíritu generoso; porque amó y respetó al niño confiando en sus potencias la­tentes; porque vivió una vida sencilla y estoica; porque mantuvo perenne la juventud espiritual y encendida la llama del ideal; porque estima la libertad como bien supremo; porque amó patrióticamente lo nuestro, y siente en lo hondo, y con singular pureza de criollo de ley, la belleza de lo nativo; Con motivo de su jubilación y en prueba de estimación, simpa­tía y respeto. Su recuerdo queda para siempre en su escuela, en donde tra­bajó con cariño, dedicación; entusiasmo y fe. Viedma, 1º de abril de 1947. (Firma de dieciocho colegas).

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DEL ALUMNADO. “Al Ex-Director Don D. F., dedicamos con el amor y cariño de hijos, ya que fué siempre como un padre para nosotros. Sus consejos de ayer nos llevarán a imitar su honradez y pa­triotismo. Ya alejado de nuestra escuela seguirá eternamente en nuestra alma su recuerdo con el respeto y el cariño que supo inspirar. Todos sus ex-alumnos desean que la felicidad reine en su ho­gar y le dicen: “Hasta siempre, amigo nuestro”. (Firman más de doscientos cincuenta alumnos)

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XLII. A MANERA DE HOMENAJE Valga como un homenaje a los colegas que dignificaron esta Escuela, y que nos precedieron en su misión redentora, la copia de la primera nota que se encuentra en el archivo de la casa. “Libro Copiador de Notas. Año 1902. Nota N9 1. Viedma, agosto 6 de 1902. Al Señor Presidente del Consejo Nacional de Educación Doctor Don José M. Gutiérrez. Me es grato dirigirme al Señor Presidente, comunicándole que con fecha 6 del actual me recibí de la escuela fiscal de niñas de este pueblo, que ese H. Consejo se dignó confiar a mi dirección. Desde mañana quedarán por consiguiente abiertas las clases que funcionarán en la escuela de varones de 12 1/2 a 4 1/2 p.m. Con tal motivo, saludo al Sr. Presidente con mi mayor conside­ración. DOMINGA SÁNCHEZ

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ÍNDICE

El maestro y los códigos de la argentinidad por Liliana E. Pérez ................................................................................... 7 La Escuela Patagónica. Reminiscencias de un maestro. 1914 · 1946 I - Disquisición a Ultranza ...................................................................... 21 II - Nombramiento ................................................................................... 22 III - Escuela “Juan Crisóstomo Lafinur” ................................................. 26 IV - Rumbo a la Capital Federal ......................................................... 27 V - El Inspector General de Escuelas de Territorios ......................... 29 VI - Viajando al Sur ................................................................................ 31 VII - Otra Etapa del Vasto Viaje ......................................................... 33 VIII - Repechando la Estepa ................................................................. 36 IX - En Vagones, Rumbo a lo Ignoto .................................................... 37 X - El Fogón en la Noche Patagónica ................................................. 40 XI - El Sueño Reparador ........................................................................ 43 XII - En el Pedrero .................................................................................. 45 XIII - Justa Filarmónica en Escenario Pétreo ....................................... 46 XIV - Inusitado Comedimiento ............................................................... 50 XV - Llegada a Destino .......................................................................... 52 XVI - La Escuela Nacional Nº 42 .......................................................... 56 XVII - La Visita del Inspector ................................................................. 59 XVIII - Fiesta Patria ................................................................................. 60 XIX - Semblanzas de la Región ............................................................ 65 (1) Un Gerente Hombre de Bien ........................................... 67

XX (2) Un Gaucho Auténtico ........................................................ 69 XXI (3) Julián, el Socialista ........................................................... 72 XXII (4) El Cabo Eliseo Contreras .................................................. 75 XXIII (5) Don Victoriano, El Correntino ........................................ 79 XXIV - Escuela Ambulante “B” .............................................................. 83 XXV - Trasladados a la Precordillera. Escuela Nº 65 .................... 87 XXVI - Nuestros Nuevos Dominios ........................................................ 90 XXVII - Noble Gesto de Magnanimidad Filantrópica ..................... 94 XXVIII - Invitados de Honor a un “Camaruco” ................................... 96 XXIX - Una Excursión en Busca del Elelche ...................................... 104 XXX - Bandoleros en Sangrienta Devastadora Acción ................. 106 XXXI - Trasladados Hacia un Centro de Civilización ..................... 113 XXXII - El Indiecito Rumo ..................................................................... 115 XXXIII - En el Valle del Chubut ........................................................... 116 XXXIV - Los Galeses ............................................................................ 121 XXXV - Los Galeses (Continuación) ................................................... 124 XXXVI - En Viedma. Capital Histórica .............................................. 128 XXXVII - Escuela Nº 2, “Juan de la Piedra” ..................................... 133 XXXVIII - Escuela Nº 2. Su Labor ....................................................... 135 XXXIX - Acción Nacionalista en la Escuela ...................................... 138 XL - El Reverente Recuerdo ................................................................. 141 XLI - Cesación de Servicios por Jubilación ...................................... 142 XLII - A Manera de Homenaje ........................................................... 146

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