Delitos contra la honestidad, rapto, estupro, violación y fuerza en Jalisco, 1872-1873

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Descripción

INTRODUCCIÓN

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THOMAS CALVO I.

LA FOTOGRAFÍA DE PRESOS EN GUADALAJARA,

1872-1873

THOMAS CALVO

Introducción de la fotografía en Guadalajara Fotógrafos en la penitenciaría de Guadalajara en los años 1869-1873 Nuestro corpus: ¿negación del retrato tarjeta de visita? Qué nos dice el spectrum… “La foto: el peor de los signos” (Roland Barthes) Delito, apariencia y sociedad Conclusión: una apertura sobre la eternidad II.

25 25 27 33 38 47 54 58

ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA, PROCEDIMIENTO Y LEGISLACIÓN PENAL EN JALISCO,

1822-1873

LAURA BENÍTEZ BARBA

MIGUEL Á. ISAIS CONTRERAS

Introducción La revaloración del delito y sus penas El sistema judicial en México La ciencia criminal y el orden penitenciario La tradición y el vacío legal Ignacio Vallarta y la justicia penal Conclusiones

63 63 64 67 75 79 81 88

III.

UNA VIOLENCIA ORDINARIA THOMAS CALVO

Fragmentos de huellas Un sábado de noche en Mezquitán José Campos, o cuando el Leviatán pierde de sus escamas… Episodios locales de la guerra de los dos sexos Damián Hernández: “un tipo de cuidado” Gavillas reales y fantasmas ¿Regreso a las fotografías? IV.

95 95 100 105 107 112 116 123

LA HOLGANZA, EL CRIMEN Y LA FAMA PÚBLICA. LA LÓGICA DEL DELITO EN JALISCO DURANTE LA REPÚBLICA RESTAURADA MIGUEL ÁNGEL ISAIS CONTRERAS

Introducción Lo inicuo de la pobreza El esparcimiento reservado La fama pública Conclusiones V.

DESAVENENCIAS CON LA AUTORIDAD: CASOS DE RESISTENCIA A LA POLICÍA Y GRITOS SEDICIOSOS EN GUADALAJARA XÓCHITL DONAJÍ PADILLA MIRELES

El problema de la falta de legislación Rencillas disfrazadas de autoridad: la resistencia a la policía Un estudiante aplicado en un campo fecundo: fricciones políticas en Jalisco Conclusiones VI.

125 125 126 132 136 147

151 154 157 167 176

DELITOS CONTRA LA HONESTIDAD, RAPTO, ESTUPRO, VIOLACIÓN Y FUERZA EN JALISCO,

1872-1873

LAURA BENÍTEZ BARBA

Introducción La sexualidad en el siglo XIX El delito de estupro El delito de violación El delito de fuerza

183 183 184 188 191 195

El delito de rapto Conclusiones VII. LAS ARMAS DEL DELITO

ADRIÁN ALEJANDRO MONTIEL GONZÁLEZ Una vieja práctica Los autores de los dibujos El contexto de las armas Reglamento sobre portación ¿Cómo las dibujaron? Tipología de las armas Lugares y circunstancias Los gestos Conclusiones

197 204 207 208 209 211 213 216 217 228 232 242

VIII. PARA CERRAR AL ÁLBUM:

LOS PERIÓDICOS Y LA INSEGURIDAD,

1872-1873 LAURA BENÍTEZ BARBA, THOMAS CALVO, ADRIÁN ALEJANDRO MONTIEL, XÓCHITL DONAJÍ PADILLA MIRELES La responsabilidad de la autoridad en la inseguridad tapatía El robo y la inseguridad en Jalisco Heridas, homicidios, riñas

245 249 260 265

VI. DELITOS CONTRA LA HONESTIDAD, RAPTO, ESTUPRO, VIOLACIÓN Y FUERZA EN JALISCO, 1872-1873 LAURA BENÍTEZ BARBA

Introducción Muchos son los delitos por los que una persona puede entrar a la cárcel; sin embargo, los que tienen que ver con asuntos sexuales son particularmente interesantes; no sólo se afectaba a la persona atacada, generalmente una mujer, sino que recaía también sobre la familia, base de la sociedad. Los delitos deben ser estudiados, pues como diría Mauricio Rojas, necesitan ser historiados para “aprehender de manera más amplia los patrones culturales de una sociedad determinada”, en el sentido de que son conductas socialmente construidas y legalmente castigadas (2008: 20). El rapto, el estupro, la violación y la fuerza son infracciones a las normas establecidas, por lo que la Iglesia, el Estado y la sociedad, son instituciones que las reprueban y condenan, aún dentro de una comunidad donde la violencia contra las mujeres era una acción de todos los días. Las fotografías que hoy nos ocupan y que son la razón principal de este trabajo, contienen “significados y valores sociales que permiten distintas reinterpretaciones y lecturas” (Serrano, 2008: 15). La ventaja de trabajar con éstas es que, además de construir un discurso con base en las imágenes y conocer físicamente a los presos fotografiados, nos dan la posibilidad de buscar las causas por las que fueron juzgados dentro del Archivo Histórico del Supremo Tribunal de Justicia (AHSTJ)

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del Estado de Jalisco. Se cuenta también con sus propias declaraciones y argumentos, facilitándose el análisis de estas fuentes inéditas. Este archivo nos da la oportunidad de conocer no sólo el proceso jurídico, sino también los pormenores y detalles de cómo, cuándo y dónde sucedió el hecho. La metodología en sí comprende dos tipos de visiones: primero se abordará el discurso de la época sobre cómo debían ser un hombre y una mujer y cuál tendría que ser su conducta sexual; y segundo, se narrará el testimonio de los presuntos agresores y de las mujeres agredidas sexualmente registradas en las actas judiciales, así como el de la parte acusadora (generalmente alguno de sus padres). Aunque los retratos son únicamente de los hombres que fueron declarados bien presos dentro del primer cantón del Estado; que en el álbum no hubiera imágenes de mujeres,1 no significaba que estuvieran excluidas de ese contexto masculino, pues las fotografías de agresores sexuales hacen referencia a la violencia sufrida por las mujeres.

La sexualidad en el siglo XIX La sexualidad es una construcción cultural e histórica que cambia según la época, la región del mundo, la cultura, el género, la etnia, la clase social y la generación de pertenencia (Szasz, 2005: 14).

Cada sociedad ha fabricado una idea de lo que debe ser una mujer y un hombre. Durante el siglo XIX el sexo de cada uno determinaba su destino y su fortaleza. En los hombres era visible por su fortaleza y virilidad, mientras que en la mujer estaba oculto entre sus piernas (Bantman, 1998: 23). Además en este tiempo las culturas occidentales otorgaron valores distintos a los sexos según oposiciones binarias: mientras que el hombre fue representado como lo inteligente y lo poderoso, la mujer significaba lo débil, lo delicado y la hermosura. El escenario del hombre era público, el de la mujer, el hogar do1

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El ingreso en la penitenciaría estaba dividido por sexos.

Tras el estigma del infortunio

méstico. Eran ellos quienes otorgaban su nombre; por lo tanto, aquéllas debían estar subordinadas a su propio mundo, el matrimonio y la maternidad. Sin embargo, según esas creencias, ¿cómo podían cuidar algo que desde la naturaleza misma fue creado de una manera imperfecta? La respuesta estuvo en tenerlas siempre vigiladas, pues el modelo de mujer dictaba que ésta fuera dócil y sumisa. Que las mujeres se comportaran de una manera “decente” –con moral–, no era un deseo exclusivo de y para las clases altas, si no que se esperaba que también fuera parte de las mujeres del pueblo en general. La sexualidad debía permanecer oculta, y particularmente la femenina; los únicos que tenían autoridad sobre ésta y sobre eran: la Iglesia a través de los párrocos, el Estado a través de sus jueces y la ciencia por medio de los médicos. Para Jeffrey Weeks, el occidente cristiano vio el sexo como un “terreno de angustia y conflicto moral” entre el espíritu y el cuerpo, lo que dio como resultado una “configuración cultural que repudia el cuerpo a la vez que muestra una preocupación obsesiva por él” (2000: 30). La sexualidad a finales del siglo XIX parecía un tema oculto; sin embargo, era una preocupación constante. Como diría Michelle Perrot, el sexo de las mujeres debía estar “protegido, cerrado y poseído”, de ahí venía la importancia dada al himen y a la virginidad, pues era un “valor supremo para las mujeres y sobre todo para las jóvenes” (2008: 82-83). Cada cultura y cada época distinguía sus prácticas sexuales como: “apropiadas o inapropiadas, morales o inmorales, saludables o pervertidas” (Weeks, 2000: 30). La mayoría de los tapatíos basaban su sexualidad en las normas que la sociedad imponía, reflejada en sus prácticas y por lo general éstas estaban restringidas. La conducta adecuada para practicar la sexualidad era la que se iniciaba con el matrimonio entre un hombre y una mujer con fines de reproducción. Era la única justificación para las relaciones sexuales. El sexo fuera del matrimonio era por placer, por lo tanto, un pecado (ibid.: 37). La sexualidad femenina quedaba subordinada a la de los hombres. Las mujeres no sólo eran controladas por sus padres o esposos sino también por todas las instituciones fundadas por

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ellos mismos. Mientras que las jóvenes estuvieran en la casa paterna, los padres eran los únicos responsables de cuidar su honor, al considerar que una mujer sola era más propensa a abandonarse a los pecados de la carne. Se hizo necesario que la sexualidad femenina fuera estrictamente controlada y vigilada, caso contrario a la sexualidad masculina, pues si un padre de familia tenía un hijo “tronera”,2 le buscaba “trabajo y matrimonio para enmendarle”; pero cuando una mujer había tenido un “desliz”,3 no se podía enmendar, sino sólo devolviéndole la honra el mismo que se la robó (El Imperio, 24/III/1866: 3). No sólo para la sociedad era mal visto que la mujer perdiera su virginidad antes de que contrajera matrimonio. Para la Iglesia católica, los novios debían ir confesados y en gracia; además, cometían un pecado mortal gravísimo si llegaban a “mezclarse antes de casarse” aunque tuvieran dada su palabra de matrimonio (Concilio Provincial Mexicano IV, 1898: 175). El matrimonio era el remedio más eficaz para evitar la fornicación; los padres debían casar a sus hijas para evitar el deshonor, que por supuesto recaía en su virginidad; una vez casadas, la responsabilidad de su comportamiento era del esposo, pues se creía que una mujer joven sin la vigilancia de unos padres o un marido caía siempre en la perdición. Las mujeres que no seguían las normas sexuales de conducta eran consideradas “ligeras” o prostitutas, y por lo tanto, violaban las normas sociales. Para evitar toda clase de perversiones, la mujer debía estar siempre ocupada y su obligación era ser una buena hija, en el caso de que fuera soltera; y de ser casada, ser una ama de casa eficaz, o tener el compromiso de saber dirigir las tareas domésticas en caso de contar con servidumbre. Todo lo que estaba fuera de un entorno familiar seguro e ideal, era peligroso; así que ninguna mujer debía “exponerse” a sufrir una agresión sexual, causa de una terrible desgracia, no sólo para ella, sino para su familia y la sociedad en general. 2

El tener un hijo tronera significaba que esa persona tenía una vida disipada y liber-

tina (RAE, 2001). 3

Un desliz era un desacierto, una indiscreción involuntaria, una flaqueza en sentido

moral, con especial referencia a las relaciones sexuales (RAE, 2001).

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Tras el estigma del infortunio

Este era un tipo de violencia, la sexual, a la que las mujeres estaban expuestas, y constituía un atentado contra su integridad física y moral. Podía ocurrir en cualquier lugar y bajo diferentes circunstancias, incluso dentro de su propio espacio familiar, siendo el agresor alguien conocido (López, 1992: 24). O como lo diría el médico legista del siglo XIX Parent-Duchatelet: … el delito de la desfloración es más común de lo que pudiera creerse por lo que se lee en los periódicos; la mayor parte de estos casos se sofocan por los padres mismos, los cuales, para salvar la reputación de sus hijas, dejan casi siempre escapar a los culpables… rara vez se quejan en los tribunales las jóvenes estupradas, ni los padres de las niñas que lo son en realidad (Flores, 2006: 15-16).

Las fotografías de presos no muestran espontaneidad, no fueron creadas con ese fin, sino con el de la identificación. Se logra apreciar ciertos gestos y actitudes corporales sobre las que sus retratistas no tuvieron control. Las imágenes, al igual que los documentos, contienen mensajes y significaciones, sólo que éstos se presentan de forma gráfica (Thompson, 1997: 162). Según Héctor Serrano, los retratos, al ser “abundantes testimonios sobre la forma en que una sociedad mira”, contienen la ilusión de observarse, representan a la persona “como él o ella misma” y dan forma a la individualización de la sociedad (2008: 80-81). Los ojos son el espejo del alma, y como tal, es en ellos donde se ven las actitudes, pues … los ojos de una esposa o madre están condicionados culturalmente para verse tiernos o serenos, comprensivos, mientras que los ojos de las prostitutas son retadores y provocativos. Los varones de posición social alta miran más fijamente al observador; pero si son ignorantes, pobres o indigentes, sus miradas son vacías, inexpresivas, “sin alma” (ibid.: 82).

En el caso del Álbum de declarados bien presos. Gefatura política del Primer Cantón, se encontraron veintitrés retratos de hombres que cometieron los delitos de rapto, estupro, vio-

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lación y fuerza; cantidad mínima en comparación con los que ingresaron por robo, con doscientos cincuenta y tres casos, o por heridas, con ciento treinta y tres arrestos. Estos veintitrés hombres de ojos serenos y tristes, seño fruncido y cabellos largos, oscilan entre los diecisiete y treinta y dos años de edad; mientras que las mujeres implicadas estaban entre los diez y los treinta y siete años. Su aspecto rural sobresale debido a su ropa rasgada, sucia y de manta, por lo que no es de sorprender que esto se dedicaran a las labores del campo como: jornaleros, hortelanos y labradores; aunque también había el que era velero, matancero y zapatero, oficios comunes entre la población de estrato social bajo del estado de Jalisco.

El delito de estupro El 31 de octubre de 1868, durante el periodo del gobernador del estado Emeterio Robles Gil, se estableció el decreto 131 en el cual se aclaraba que no se podía seguir de oficio los crímenes contra la honestidad; es decir, era necesario que los padres, abuelos, esposos o tutores, pusieran una denuncia para que se persiguieran delitos como el adulterio, la violación, la fuerza, el rapto, el estupro, el incesto y el lenocinio, quedando en libertad el infractor en el momento en que se perdonara la injuria (Colección de los decretos… 1982, II: 467-469). Desafortunadamente, el decreto no definió en qué consistía cada delito o cuáles serían sus penas; su finalidad sólo fue aclarar bajo qué circunstancias debían perseguirse. Como en este caso únicamente se trabajarán cuatro de los seis tipos de delitos contra la honestidad,4 estos son los conceptos que se definen, sólo que como bien se dijo antes, éstos no fueron determinados por la legislación del Estado, por lo que fue necesario auxiliarse de diccionarios de la época. El estupro fue definido como la violenta desfloración de una doncella, no sólo la que se comete a la fuerza, sino también, la que se hace por amenazas, dolo, fraude, seducción o promesa falaz de matrimonio. Según 4

No se trabajarán adulterios ni lenocinios porque no se encontró ningún expediente

que coincidiera con los nombres de los presos fotografiados en el libro de registro.

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el Diccionario razonado de legislatura civil, penal, comercial y forense del español Joaquín Escriche, se entenderá estupro como el primer acceso ilegítimo que tuviera un hombre con una mujer soltera de buena fama (1842: 141). Así, en septiembre de 1872, la señora Leonarda Chávez denunció a Manuel Ortiz por el estupro que cometió contra su hija Susana Mora de trece años de edad. Según lo expresado por Leonarda, aprovechando que un mes antes se fue para Ameca, Manuel abusó de su hija. En su ausencia, Susana y una hermana menor se quedaron bajo el cuidado de Benigna Nava, quien vivía por el barrio de Analco. Leonarda se fue a ver a su marido, y las dejó a cargo del soldado Albino Mora, pero una vez que volvió, Ortiz “con palabras soeces” le manifestó que “había usado” de su hija, la cual hasta antes de irse, vivió al lado de su madre “como niña” (AHSTJ, R. C., c. 1872-8, inv. 43768);5 lo que quería decir que le constaba que era virgen. En su declaración, Susana confirmó que Ortiz había “usado” de ella “tres veces en tres noches”, en la misma pieza en la que ella y su hermanita dormían al lado de Benigna, pues ésta dejaba a dicho hombre quedarse adentro del cuarto. Susana aseguró que no consintió en tales actos y que cuando la molestaba “daba voces”, pero que la mujer que las cuidaba, nunca hizo caso. Según Benigna, nada sabía del estupro que cometió Manuel, aunque le dejaron encargadas a las dos niñas para que las cuidara en la propia casa de Ortiz. Para confirmar el estupro, Susana fue sometida a un reconocimiento médico. Según el doctor Francisco A. Flores, importante médico del siglo XIX, el legislador se ocupaba de la virginidad física, de aquella que es tangible y en la que un atentado podía dejar huellas físicas: se debía demostrar la integridad del himen para determinar que una joven fuera virgen o no (2006: 16). De acuerdo con lo anterior, la revisión de Benigna fue hecha por dos matronas, Zenona Herrera y Desideria Beza, ambas mujeres confirmaron el desfloramiento, pues aún sus órganos sexua5

El Archivo Histórico del Supremo Tribunal de Justicia (AHSTJ) de Jalisco forma parte

del acervo de la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco (BPEJ).

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les se encontraban inflamados, lo que indicaba que había ocurrido por medio de fuerza física. Manuel Ortiz (fotografía 7), originario de Aguascalientes, de apariencia tranquila, cabello y cejas negros, ojos cafés, frente chica, nariz grande, boca y labios regulares, poca barba y sin saber escribir, era un jornalero mucho mayor que Susana, pues tenía treinta y un años de edad. Esta no fue su primera detención; antes estuvo preso por el delito de heridas, y en esta ocasión porque hacía un mes que “hizo uso de la muchacha Susana Mora con el consentimiento de ella, de su madre Leonarda Chávez y de 7. Manuel Ortiz Blasa N., una tía de la misma” a quienes había dado casa para ello por el barrio de Analco. Ortiz confirmó que Susana era doncella cuando “se presentó con él”, por lo que estaba dispuesto a cubrirle su honra casándose con ella. En su defensa, Manuel aseguró que desde el principio la madre de Susana estuvo en conocimiento del hecho, pero que se incomodó porque ya la tenía ofrecida con un hombre de San Martín que tenía bienes, “haciendo a un lado al que habla porque era pobre”. La intención de matrimonio de Manuel era la opción mejor vista para la sociedad, sin embargo no era la única que resarcía la honra, como lo demostró la propia Susana. Durante el careo, Ortiz sostuvo que cuando Leonarda fue a Ameca “se la dejó para que hiciera lo que quisiera”. Leonarda por su parte negó que fuera con esa finalidad; admitió que tenía a sus hijas viviendo en su casa, pero al cuidado de Benigna Nava, pues necesitaba ir a Ameca para hablar con su marido, porque el acusado había solicitado la mano de Susana y para ello se requería su consentimiento. Sin embargo, después de todo lo ocurrido, Susana no deseaba casarse con Manuel; éste fue condenado a cuatro meses de obras públicas y a pagarles quince pesos por vía de dote (idem.). Con lo anterior se puede comprobar que no necesariamente el matrimonio reparaba el honor perdido: la denuncia era otro método, sobre todo cuando la joven no estaba dispuesta a contraerlo. De igual forma se puede observar que dando a conocer un acto tan vergonzoso no

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siempre se caía en la deshonra, sino que era una forma de decir que no había sido de manera voluntaria y que por lo tanto se exigía que se castigara al infractor; la misma función cumplía la dote, pues aunque era una compensación económica, se pensaba que podía ayudar a que la joven siguiera con su vida.

El delito de violación Se entendía por violación, la violencia que se hacía en una mujer para abusar de ella contra su voluntad; según Escriche, comprobar este delito era tan difícil, que algunos legisladores dudaban en admitir denuncias de violación no siendo evidente y real (1842: 802). Según la legislación de Jalisco, éste se consideraba un delito grave y por lo tanto se perseguía sin necesidad de hacer una denuncia, siempre y cuando no estuviera precedido del delito de fuerza o rapto y la persona tuviera menos de 21 años; si se presentaban estas circunstancias, debía hacerse la denuncia y proceder como cualquier otro delito contra la honestidad (Colección de los decretos…, 1982, II: 467-468). En agosto de 1873 el jefe del destacamento del puente que pasaba por Zapotlanejo aprehendió a Reyes López por el “estupro con violencia y forzamiento” de la puber María Alejandra Sandoval. El alcalde del lugar dio fe de que Alejandra no podía andar con naturalidad por estar “al parecer lastimada de las caderas”; de igual manera certificó tener a la vista dos enaguas cubiertas completamente de sangre, tanta, que no se sabía de qué color eran, las que vestía cuando se supone fue violada. La joven contaba con apenas entre nueve y diez años, edad que aparentaba pues “todavía no se le empezaban a formar los pechos” (AHSTJ, R. C., c. 1873-4, inv. 46380). El relato de Alejandra es un tanto dramático, pues la joven explicó cómo fue la violación. Según la niña, ese día como a las seis de la mañana salió de su casa por el callejón de la espalda del muro a comprar leche a la plaza, cuando de repente se encontró con un hombre “gordo, blanco, cucaracho que dicen se llama Reyes”, la detuvo y le dijo que le haría unos zapatos para que ya no trajera “chanclas”, pero como no le respondió, la levantó y abrazó, y así se la llevó para una huer-

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ta, ahí la tumbó y como quiso gritar, le tapó la boca con un paño para que no lo hiciera e hizo con ella por la fuerza “lo que quiso”; después, se paró, le sacó el paño y se fue corriendo, dejándola tirada porque no se pudo levantar de lo lastimada que estaba. Alejandra manifestó que después de mucho rato se pudo parar “toda bañada en sangre” y se fue para su casa con “bastante trabajo, porque no podía andar”, que aún después de varios días ha seguido muy mala, pues la sangre no se la ha cortado y aún la trae suelta, por lo que pedía contra ese hombre que la ha puesto en tal estado. 697. Reyes López Reyes López (fotografía 697), era un hombre vestido de manta y de aspecto preocupado; tenía veintiocho años de edad, de complexión robusta, estatura, nariz y barba regular, de color blanco, pelo negro, de ojos grandes, boca chica, y hoyoso de viruela; casado y de oficio zapatero. Para él las cosas no habían sucedido como relató Alejandra, pues según su versión, el día que pasaron los hechos estaba él en su casa y fue Alejandra la que se metió a cortar guayabas, por lo que le dijo que si se iba con él le daba para que pudiera comprarlas, a lo que le contestó que sí, y ambos se fueron para la huerta de Jacinto Peña, donde antes de entrar le dio dos reales para arreglar el negocio, después se fue y ya no supo si se levantó o se quedó acostada, pero que no fue a la fuerza ni le metió ningún paño en la boca. Lamentablemente la causa no pudo seguirse, pues al parecer Carmen, la hermana mayor de Alejandra se la llevó para San Luis y no le dio tiempo suficiente al alcalde de Zapotlanejo para que siguiera con las averiguaciones ni las demás disposiciones legales, como el que fuera reconocida por las matronas. De igual forma, el alcalde cometió algunas omisiones durante su primer interrogatorio: no preguntó el nombre de los padres de Alejandra para poder obtener la certificación de la partida de bautizo y de esa manera comprobar su edad para verificar que fuera impúber o sólo menor de edad; con las primeras declaraciones sólo se podía comprobar que

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hubo estupro, mas no la violación. Por lo tanto, faltando el cuerpo del delito (Alejandra), se absolvió a Reyes López del estupro inmaturo y violento debido a la falta de pruebas que lo justificaran (idem). La virginidad de las jóvenes era una de las “joyas que más avaro busca el hombre”, para el doctor Flores, dentro de las naciones civilizadas, todos velaban sobre su respeto estableciendo penas rigurosas en los atentados contra ellas cometidos. Así que cuando un médico aseguraba que una mujer era virgen, volvía el “sosiego perdido a un hogar y la honra no mancillada a una familia” (2006: 17), pero cuando declaraba lo contrario era la vergüenza y la deshonra. En junio de 1873 María García, de treinta y ocho años de edad, denunció en Guadalajara a José María Llerena por intento de violación. Según dijo, el martes diecisiete por la noche, al pasar por el portal que estaba frente a la casa de la señora Luna, aquél le salió ofreciéndole acompañarla, lo cual rechazó, pero el individuo le dijo que no habría de dejarla hasta que él quisiera, amagándola al parecer con una pistola y un puñal e “invitándola para que se prestara con él”. Como María a todo se negó, nuevamente comenzó a seguirla y a decirle que “accediera a sus pretensiones”, esta vez la hostigaba “dando vueltas por la calle de Ocampo”, hasta que en la fábrica (de albañilería) de la casa del señor O´Reylli, la tomó y la atrincheró contra la pared, comenzó a levantarle la ropa y “estropearla forcejeando bastante”. Como una forma de quitárselo de encima, María le dijo que accedía, pero que se fueran para su casa, al ir cerca del convento de Santa Teresa, aquel volvió a intentar forzarla diciéndole “bastantes obscenidades”, momento en el que pudo tomarse del brazo de un señor que pasaba, y explicándole la situación llamó a unos policías y lo aprehendieron (AHSTJ, R. C., c. 1873-3, inv. 46343). José Ríos, uno de los policías aprehensores, manifestó que yendo por la calle de Santa Teresa escuchó unas voces como de que forcejeaban y dirigiéndose al lugar, vieron cómo un señor al que no conoció se les adelantó. María se le acercó diciéndole que un hombre la estaba “estropeando”, a ese tiempo llegó y el desconocido le preguntó que si era policía para que se llevara

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al infractor. Mientras lo conducían a la inspección y en la esquina del teatro Apolo, el acusado corrió, capturándolo el policía nuevamente; de igual forma, y aunque la ofendida le hubiera manifestado que su agresor la amagó con una pistola y un cuchillo, cuando lo examinó sólo le encontró un pedazo de chicharrón duro, además dijo que creía que Llerena no andaba ebrio pues pudo correr muy bien, lo que no coincidió con su compañero, el policía Víctor Tinoco, quien creía que andaba “algo ebrio”. María tenía treinta y ocho años de edad y aunque estaba casada, llevaba algunos años de 577. José María Llerena estar separada. En cambio José María Llerena (fotografía 577) era mucho más joven, pues tenía veinte años de edad, era zapatero, de color blanco, de estatura, frente, labios y boca regulares, pelo y cejas negros, ojos cafés, nariz roma, imberbe y sin ninguna seña en particular, sólo que en dos ocasiones estuvo preso antes, una por rapto y otra por ebrio. Según Llerena, esta vez lo aprehendieron porque la noche del diecisiete lo encontraron con una mujer en la calle de Santa Teresa, pero que no pretendía forzarla ni la amagó con ninguna arma porque no traía, además que ni conocía a dicha señora y que si le habló fue sólo por la borrachera. María no quiso seguir más con el asunto, así que decidió perdonar la injuria y Llerena quedó absuelto. Como bien menciona el Diccionario de Escriche, la violación es un delito muy difícil de comprobar, lo que parece confirmarse en estos dos casos, pues en ninguno se logró la condena del violador, más aún, son las propias mujeres quienes ya no continúan con las averiguaciones, porque se desisten de la acusación o porque llegan hasta abandonar su hogar. Al parecer su conducta no es del todo extraña, pues para muchas mujeres, además de haber sufrido un trauma tan fuerte como el de la violación, les resulta sumamente difícil someterse a todos los procesos judiciales, como las preguntas y los reconocimientos físicos, que suelen ser como una segunda violación, máxime cuando las que parecen inculpadas son ellas.

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El delito de fuerza Se entendía por fuerza la ofensa que se hacía contra una mujer violentándola o abusando deshonestamente de ella contra su voluntad (Escriche, 1842: 291). Según el decreto 131, había fuerza para los efectos de los delitos de estupro o violación; cuando existía el hecho material de abusar de una persona contra su voluntad, empleando directamente la fuerza o mediante intimidación o amagos de tal naturaleza, que sean bastantes para producir un miedo grave. También cuando la ofendida se hallaba privada de la razón, ya fuera porque estaba enferma, narcotizada o accidentada y, por último, cuando el delito se cometía abusando de la oscuridad o tomando a la vez el nombre de otra persona (Colección de los decretos…, 1982, II: 168). En pocas palabras, era el medio por el que se llegaba al estupro o la violación. En noviembre de 1873 en la ciudad de Guadalajara, Teodoro Hernández acusó a Crescencio Santillán de haber forzado a su esposa Matiana Gómez. Ésta, de treinta y siete años de edad y originaria de Tetlán, declaró que Santillán al verla “sola y desamparada” mientras su esposo estuvo preso, empezó a perseguirla constantemente “con la pretensión de que contrajera con él relaciones ilícitas”, a lo que ella siempre se negó; más aún, se cambió de casa y se lo manifestó a su esposo, todo con tal de “libertarse de aquel hombre que la encontraba”. Sin embargo, a finales del mes de agosto que iba sola de Zalatitlán a Guadalajara, le salió en el camino, y armado con un mosquete la obligó a ir a una huerta que estaba sola para que pasara la noche con él, “haciendo uso de su persona, a cuyo acto no pudo negarse” debido a las amenazas (AHSTJ, R. C., c. 1872-7, inv. 43751). Hernández, un hortelano de treinta y cuatro años de edad, confirmó que efectivamente se encontraba preso y por ese motivo tuvo que dejar sola a su mujer. Después se fue a vivir con su compadre, José Covarrubias, una vez que le manifestó que no era conveniente que estuviera sola, aunque no le explicó la causa. Al momento de salir de la cárcel, su compadre le informó que Santillán estuvo en su casa con la pretensión

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de “hablarle o sacarse a su mujer”; fue entonces que ésta le contó todo lo que le había pasado con Santillán, explicándole que si no lo dijo antes fue porque estaba encarcelado y “ya no tenía remedio”. Crescencio Santillán (fotografía 137), era un hombre alto, delgado, trigueño, de pelo y cejas negros, con ojos aceitunados, poca barba y no sabía escribir, era casado, hortelano y de veintitrés años de edad. En su declaración aseguró que todo lo que se le imputaba era falso, y que si llegó a tener contacto con Matiana fue porque eran del mismo pueblo, pero sólo como cono137. Crescencio Santillán cida, y que nunca le habló de amores; además declaró que Matiana sólo pretendía cubrirse con él “después de haberse aprovechado de la prisión de su marido para hacer bailes y emborracharse en la casa de su compadre, llamando la atención ella y su hija en dichos bailes por el escándalo”. Matiana se defendió diciendo que el que hacía los bailes era su compadre y que ella sólo vivía en su casa con su familia, por lo cual Covarrubias fue llamado a declarar. José Covarrubias confirmó que durante el tiempo que Hernández estuvo en la cárcel, su esposa se fue a vivir a su casa con todo y familia, pero que durante ese tiempo, faltó dos noches sin saber la razón, además no podía averiguarlo porque “siendo una mujer, no le convenía a él fiscalizar sus acciones”. Aseguró también que en una ocasión que un conocido suyo estaba tocando la guitarra en su casa, se apareció Crescencio diciendo que quería hablar con Matiana, pero que no supo sobre qué asunto, pues como dijo, él no se metía en nada, que su comadre, buena o mala, sabía cómo se portaba allí o en la calle. Como Matiana parecía ser una mujer que tomaba sus propias decisiones, repentinamente se fue de Guadalajara para Tetlán sin avisarle a nadie, por lo que su esposo, Teodoro Hernández manifestó en el juzgado segundo de lo criminal que con esa acción “sin duda [se] hace también culpable”, que iría a buscarla y encontrarla primero, y que después pediría lo que le conviniera contra ella y Santillán. Así,

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Crescencio fue absuelto de todo cargo y puesto en libertad (idem). Para Teodoro, el que su esposa se fuera significaba que ella también era culpable y que Crescencio no cometió ninguna fuerza, sino que ella se prestó voluntariamente, y si esto se llegaba a comprobar, le darían armas suficientes para acusarlos de adulterio.

El delito de rapto El rapto era el hecho de llevarse a una persona con engaños, contra su voluntad o por la fuerza con miras deshonestas, aun cuando la violación o el estupro no se verificaran. También existía el delito cuando la persona raptada hubiera dado su consentimiento, pero sólo en el caso de que ésta fuera menor de doce años (Colección de los decretos..., 1982, II: 468-469). Es decir que se incurría en este delito cuando se llevaba a la persona con engaños a un lugar donde se pudiera cometer la falta, o se intentara, pues bastaba con que fuera alejada de su lugar común. A pesar de que el decreto 131 aclaró cuándo se incurría en el delito y cuándo no se podía perseguir, no estableció la pena con la que el raptor debía ser castigado, o si el rapto se podía cometer contra un hombre por una mujer, o una mujer contra otra, sólo se habló de la “persona ofendida” sin aclarar el sexo; por tal motivo, no aparece en el decreto mencionado que el rapto fuera con fines matrimoniales, pero en cambio, sí era contemplado como un delito con “miras deshonestas”, ya fuera que se utilizara la violencia o la voluntad de la persona raptada (Benítez, 2007: 118). Se entendía por violencia: la fuerza que se usaba contra alguien para obligarlo a hacer algo que no quería o estaba en desacuerdo, por medio de la imposición de temor a la víctima y evitando que ésta se resistiera; se suponía que cuando había violencia no existía el consentimiento (Escriche, 1842: 697). Por lo menos así lo creyó Pascual de la Luz Rubio, cuando en septiembre de 1872 se presentó ante el juez segundo de lo criminal informando que, Viviano Morales, raptó y estupró a su hija María Guadalupe Rubio. A su regreso después de una

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salida de la ciudad por cerca de diez días, Isidra Muñoz le informó que al día siguiente de que se fue, su hija Guadalupe salió de la casa para ir a un mandado y en la calle se encontró a Viviano Morales, quien se la llevó, regresándola hasta los cinco días. Al preguntarle Pascual a su hija qué era lo que había pasado, ésta le contestó que Viviano la sacó por la fuerza y se la llevó a una casa rumbo a El Arenal, donde hizo uso de su persona (AHSTJ, R. C., c. 1872-40, inv. 44933). Guadalupe era una joven soltera de dieciséis años de edad y originaria de la ciudad de Guadalajara. Al tomarle su declaración aseguró 32. Viviano Morales que cuando Viviano salió de la cárcel comenzó a molestarla, hablándole para que tuvieran relaciones ilícitas, a lo que se negó, pues sabía que era casado. El día del rapto se dirigía a comprar carne cuando en la calle de Maestranza se encontró a Viviano, quien la amagó con un cuchillo para llevársela por la fuerza a una casa cerca del ex convento de San Francisco, donde la metió a una pieza e hizo “uso de su persona” sin que hubiera violencia, pues se prestó voluntariamente; después la dejó sola sin que pudiera regresar a su casa o pedirle auxilio a nadie. Esa noche regresó para llevársela a otra casa por la calle de la Canela, donde la tuvo cuatro días hasta antes de regresarla a su casa diciéndole que se quedara, así que tan luego como volvió su padre, tuvo noticia del hecho. Guadalupe manifestó que era doncella y que fue Morales quien le quitó su virginidad. Viviano Morales (fotografía 32) de actitud molesta, era un hombre casado de veinticuatro años de edad, de oficio talabartero, de estatura regular, color trigueño, de pelo y cejas negros, frente chica, ojos cafés, nariz roma, labios y boca proporcionados, sin barba, tenía un lunar en el carrillo izquierdo y sabía escribir. Estuvo antes preso por homicidio, extinguiendo una pena de ocho años de cárcel, pero hacía siete meses que estaba libre y desde entonces “solicitó” a Guadalupe para mezclarse con ella, pues se negaba porque sabía que era casado; sin embargo, un día del mes de septiembre por la mañana, mientras platicaba en la esquina de la calle de Maestranza

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con Macedonio Vázquez, vio pasar a Guadalupe y le preguntó si volvía por ahí. Como le aseguró que sí, la esperó y la “invitó a que se fueran”, lo que verificaron yéndose para una casa donde “hizo uso de la persona de Guadalupe para lo que se prestó voluntariamente sin que le hubiera hecho violencia” y siendo antes doncella. Además de no haber necesitado ningún tipo de amagos ni arma para llevársela, Morales aseguró que cuando la dejó sola en la primera casa, no la dejó al cuidado de nadie, pues esa misma noche volvió por ella y se la llevó a otra casa por El Arenal. Morales confirmó que estuvieron juntos cuatro días, durante los cuales, salía todas las mañanas a sus negocios y regresaba hasta la tarde o noche. Fue hasta que doña Isidra, la mujer encargada de Guadalupe, le informó que su padre estaba por regresar y que no le convenía que la tuviera en su poder, cuando decidió regresarla a su casa (idem). En el reconocimiento físico de Guadalupe, las dos matronas que la revisaron, Luz Cervino y Dorotea Sánchez, dijeron que ésta no tenía signos físicos de que la desfloración sucediera quince días antes, pues al mezclarse con el hombre que usó de su persona no tuvo ningún desecho sanguíneo, lo que puso en duda que el hecho fuera reciente, o quizá se trataba de una “mujer de mundo”. Lo que dijeron las matronas significaba una deshonra para María y su padre, pues cuando un hombre llevaba a una viuda al altar, nadie se burlaba de él; en cambio cuando un hombre se casaba con una mujer que fue pública o ilícitamente de otro, necesitaba de toda su filosofía para hacerse superior a las murmuraciones de la gente (Flores, 2006: 19). Para corroborar la buena o mala conducta de Guadalupe se citó a uno de los vecinos del lugar, Diego Abreo, quien manifestó que efectivamente vio varias veces platicando a Guadalupe con Viviano, pero no le extrañó porque ambos vivían en la misma cuadra, además que una sola vez entraron juntos a su comercio y ahí Viviano le dio de su copa a Guadalupe, pero que la mayor parte del tiempo la veía pasar por la calle sola. Macedonio Vázquez, único testigo del hecho, declaró que el día del rapto estuvo con Viviano y que éste al ver pasar a Guadalupe le dijo que se iba a retirar para platicar con ella, y que cuando se fueron no vio que empleara violencia alguna. Benigna Núñez,

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la mujer a la que Viviano le alquiló uno de los cuartos a los que llevó a Guadalupe, informó que aquél fue a rentarle la pieza porque según le dijo, llevaría a su mujer, pero como lo hizo hasta los quince días no supo quién era; además, aquélla se quedaba cosiendo cuando Viviano salía y por lo tanto nunca la vio (AHSTJ, R. C., c. 1872-40, inv. 44933). Cuando Pascual supo que su hija se salió por su voluntad y que no podían casarse, retiró la acusación. Quien sí decidió casarse fue Encarnación Santillán, pues en noviembre de 1872, Margarita Rodríguez se quejó contra él por el rapto y 116. Encarnación Santillán estupro cometidos contra su hija, Martha Flores, sacándola de la casa donde servía. Margarita declaró que un mes antes Encarnación se había llevado a su hija por cinco días; los encontró en una casa y éste le ofreció cubrirle el honor de su hija casándose con ella, respaldando tal promesa el padrastro de Encarnación, don Eustaquio, por cuyo motivo no pidió contra él. Pero como después dijo que no se casaba, lo puso en conocimiento del inspector para que lo aprehendiera, pues su hija era doncella y de buena conducta al momento del rapto (c. 1872-62, inv. 46041). Martha era una chica de trece años de edad que se dedicaba al servicio doméstico en la casa del señor Cástulo Arana. El día que ocurrió el rapto tuvo pretexto de salir a la calle para hacer un mandado de la casa donde servía y como ya tenía tres meses de novia con Encarnación, no le tuvo desconfianza; como novios siempre platicaban en la calle, y ahí fue que le propuso, con palabra de matrimonio, que se saliera con él. Estuvieron en una casa por El Arenal hasta que los encontró su madre. Fue entonces que Santillán ofreció cumplir su palabra, cubriéndole su honor por medio del matrimonio, pero como después se retractó, se dio aviso a las autoridades. El problema fue que tampoco ahora Martha quería casarse con él y aún más, solicitó que se le castigara y que sólo se casaría si su madre lo quería. Encarnación Santillán (fotografía 116) era también un joven, tenía catorce años de edad, era soltero y de oficio jorna-

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lero. Se le describió como prieto, picado de viruelas, de pelo y cejas negros, ojos cafés y no sabía escribir. En su declaración manifestó que fue cierto que entró en relaciones de noviazgo con Martha, y que le prometió matrimonio, pero con la condición de que fuera doncella, sin embargo, al llevársela se encontró con que no era virgen y para comprobarlo, presentaría testigos que la vieron entrar al cuartel de Jesús María, razón suficiente como para desistirse de su promesa, y más bien quería “sufrir la pena que la ley le impone” que contraer un matrimonio que a la larga le traería “puros males”. Además sus argumentos parecieron ser confirmados por la partera Bartola Gutiérrez, quien aseguró que Martha estaba “desflorada como cualquier otra mujer soltera, sin seña ninguna de un reciente acto carnal causa del desfloramiento”, pues creía que era mujer de mundo desde hacía tiempo. Durante el careo, Martha se enfrentó a Encarnación diciéndole que cuando él se la llevó era virgen y que durante los cinco días que estuvo con él, usó de su persona sin hacerle entonces ningún reclamo, porque no había razón. Para confirmarlo se presentó el policía de ronda, Julián Sánchez, quien manifestó que durante todo el tiempo que llevaba de conocerla “no ha llegado a observar ninguna acción que desmerite la buena reputación” de Martha. Otro testigo, Agustín Pérez, dijo conocer a Martha por lo menos desde un año antes, y que durante todo ese tiempo no llegó a oír nada malo que manchara su reputación. Aún y con la negativa de Martha de casarse con Encarnación, su madre convino, ahora ante el juez segundo de lo criminal, en que se casaran dentro del término de dos meses, por lo que Encarnación Santillán fue puesto en libertad (idem). El problema para Martha ya no fue que quedó deshonrada por Encarnación, sino que ahora para librarse de la cárcel cumpliría su promesa, a pesar de que ella no deseaba casarse. Al parecer la práctica de que los padres decidieran con quién se debían casar sus hijos era común entre la sociedad mexicana desde la época colonial; el problema con este tipo de uniones es que con el tiempo las parejas dejaban de procurarse, cometían adulterio o se desentendían de sus obligaciones.

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En octubre de 1872 Antonia Oropesa acusó a Domingo García por el rapto violento y estupro de su hija, Cesaria Contreras, de catorce años de edad y de estado doncella, llevándosela sin saber a dónde. El día anterior supo que García estaba en Guadalajara y por lo tanto, le pidió auxilio al inspector del cuartel 4° para que lo aprehendiera, pues García se llevó a su hija cuando Antonia no estaba en su casa y por lo mismo, no supo si Cesaria se había ido por su voluntad o a la fuerza; además, ignoraba el paradero de su hija. Por otro lado, Antonia fue avisada por Petra Valle, quien le dijo que el día del rapto vio a su hija en 104. Domingo García la esquina de su casa con Domingo y Celso Sánchez, lo que le constaba, pues también a ella se le fue una hija acompañándolos. Antonia manifestó que al enterarse de que se encontraban en Zapotlán, acudió al lugar, pero sólo encontró a Lorenza Tabuyo, hija de Petra, y a Timotea Gil, que vivía en su casa, y las devolvió a Guadalajara (c. 1873-49, inv. 48262). Domingo García (fotografía 104), era un hombre de veintitrés años de edad, casado, cantero, de estatura alta, color trigueño, pelo y cejas negros, frente regular, ojos cafés, nariz aguileña, boca y labios proporcionados, barba lampiña, no tenía ninguna seña en particular y sabía escribir. En su declaración, García admitió que se llevó a Cesaria porque le habló con anticipación para que mantuvieran relaciones ilícitas y como ésta convino, se la llevó para Zapotlán el Grande teniéndola cuatro días; sin embargo, la madre de Cesaria fue a buscarlos, por lo que huyeron para Tecalitlán, en donde se enfermaron de fiebre y fue necesario llamar al cura. Como le manifestaron que no estaban casados legítimamente, les ordenó que se separaran, quedándose ella con su abuela Juana Quiroz en la ciudad de Colima. No obstante, Domingo García aseguró que los días que estuvieron juntos no llegó a hacer uso de Cesaria y que con ellos se fueron dos muchachas, una llamada Timotea Gil, que se fue con Celso Sánchez, entenado de Antonia, madre de Cesaria, y la otra, Lorenza Tabuyo, que trabajaba en la misma casa que Cesaria.

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Lorenza Tabuyo, de diecisiete años de edad, confirmó que se fue con Domingo García y Celso Sánchez, pero sólo porque la invitaron Cesaria y Timotea, pero que al llegar a Zapotlán, Cesaria las abandonó. Cuando Antonia las encontró le contaron que algunas veces Cesaria durmió con García. Veinticinco días después de su rapto, Cesaria regresó con su madre, y cuando declaró, esclareció que García frecuentaba su casa con el fin de labrar una lápida que su madre le mandó hacer, y fue entonces que entablaron relaciones amorosas, invitándola a que se saliera bajo promesa de matrimonio, a lo que accedió por miedo a que su madre la maltratara cuando le pidiera su mano. También confirmó que mientras estuvo con García se mezcló con él carnalmente en varias ocasiones y por su voluntad, pero sólo por la promesa de matrimonio que le hizo, sin saber que era casado hasta que los pretendió casar el cura en Tecalitlán. No es posible saber si fue porque Domingo negó todos los cargos o porque Antonia sólo quería recuperar a su hija, pero ésta retiró la acusación. Para Perrot, las mujeres son más vigiladas que los hombres (2008: 54), entonces parece lógico que los cuatro casos descritos coincidieran con que ninguna de las madres o padres se encontraran con sus hijas al momento del rapto.

Conclusiones La figura femenina para las familias de mediados del siglo XIX fue socialmente entendida como dependiente o subordinada, por supuesto, al sexo masculino; ésta debía comportarse siempre con decencia, pues su honor no sólo la afectaba a ella, si no que recaía en toda su familia, de ahí la importancia de vigilarlas y cuidarlas; la virginidad de las mujeres representaba el honor familiar. El hombre en cambio, era el sostén económico, el guía y el mentor, era el encargado de cuidar el buen nombre de sus mujeres, pero al mismo tiempo podía ser el causante de su deshonra. Las agresiones sexuales cometidas contra las mujeres denotan que aquéllas no estaban “protegidas”, pues todas se encontraban solas al momento del rapto, el estupro, la violación o la fuerza. Esto las colocaba en una situación de

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discriminación que las familias trataban de evitar, pues una vez ocurrida la desgracia, ésta las ponía en desventaja frente a una futura relación seria o de matrimonio. Estos delitos acentuaban la situación de subordinación en que se encontraban las mujeres, sobre todo si las familias de éstas eran de escasos recursos. A pesar de que son delitos considerados graves para la sociedad, pues se exigía su castigo, generalmente no se cumplía con lo establecido por la ley porque la gran mayoría de los acusadores perdonaba la injuria, con lo que el infractor quedaba en libertad.

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