\"\"Del sentimiento trágico de la vida\" a \"Niebla\": algunas líneas de relación e interpretación simbólica\"

July 22, 2017 | Autor: S. Arlandis López | Categoría: Miguel de Unamuno, Novela española del siglo XX
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Descripción

DEL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA A NIEBLA: ALGUNAS LÍNEAS DE RELACIÓN E INTERPRETACIÓN SIMBÓLICA Sergio Arlandis

No es Miguel de Unamuno un autor poco conocido para ciertos lectores habituales de la narrativa española contemporánea. Tampoco lo es para aquellos que se han inclinado hacia el discurso filosófico. La complejidad del mundo unamuniano estriba, más bien, en la interpretación que se hace de sus novelas, de las nívolas, de los ensayos, de los poemas, de los artículos y de sus obras de teatro: los fundamentos temáticos que distinguen tan productiva obra son —parecen— tan constantes como, a veces, desconcertantes. A partir de los estudios —ya clasificados como «tradicionales» dentro de la crítica unamuniana— que van desde C. González-Ruano (1930), Julián Marías (1943) Carlos Clavería (1953), Joaquín de Entrambasaguas (1957), A. Sánchez Barbudo (1958), Armando Zubizarreta (1960), Françoise Meyer (1962), Ricardo Gullón (1964), José Luis Abellán (1964), D. L. Hepburn (1966), Nelson R. Orringer (1970), Geoffrey Ribbans (1971), Julio Arístides (1972), Carlos Blanco Aguinaga (1975), Ricardo Díez (1976), Paulino Garrigorri (1986), Robert L. Nicholas (1987), Carlos París (1989), hasta los más actuales de Pedro Cerezo Galán (1996), Francisco La Rubia (1999), Pedro Ribas (2002), Ciriaco Morón Arroyo (2003) y J. A. Garrido Ardila (2007) entre tantos otros, se han señalado las principales líneas estéticas, temáticas y filosóficas de Miguel de Unamuno, tanto desde su más absoluta singularidad y relevancia en sus contemporáneos y sucesores como desde el rastreo de sus más directas herencias y deudas. Estas líneas, sin embargo, parecen concentrarse— una vez pasadas ciertas eventualidades de su propia vida y la del país— en una obra muy concreta: Niebla,1 escrita a partir de 1907 y publicada en 1914. En efecto, salvo el manido «Tema 96

de España», en esta nívola se hace especialmente visible ese afán de salvación personal frente al no-ser: la agonía existencial que conlleva la búsqueda de trascendencia, ese intento de perdurabilidad que podríamos denominar «inmortalidad», con lo que este término conlleva en el bilbaíno. Igualmente visible es el concepto dialéctico de la existencia, representado en un predominante diálogo pero también, como veremos, mediante ciertas simetrías simbólicas y formales. Fiel a su cita, también encontramos la oposición razón-fe, derivada de lo anterior, entendiendo que la propia razón contradice la aspiración a la inmortalidad, pero es necesaria en cuanto que es la duda (frente a la fe) la que nos impulsa, como seres abandonados a la suerte de su ignorancia, a la búsqueda de conocimiento. Ese mismo deseo de inmortalidad es, a un mismo tiempo, el doloroso deseo de continuidad de la conciencia. Y la fe es la única que nos promete la inmortalidad, aunque dicha respuesta, lejos del dogmatismo católico, sea resultado del miedo a la nada o el no-ser y una renuncia a la conciencia de ser-en-el-mundo en favor de una reinserción armónica en la Creación. Se trata, pues, de la paradoja que tantos apuntes bibliográficos (Álvarez Turienzo, 1962: 223224) ha sugerido entre la crítica unamuniana, así como el problema de la personalidad, el sueño como símbolo constante en toda su contrariedad —que Meyer (1962: 17) elevó a la categoría de ontológica— y complejidad2 (anticipación de la muerte, refugio de la agonía existencial, la vía irracional, etc.) e, incluso, la paternidad o descendencia como forma de persistir tras la muerte y no solo desde un punto de vista biológico, sino esencialmente desde un enfoque espiritual. Pero el simple hecho de que Niebla y Unamuno hayan acumulado estudios, y de que se hayan revisado muchos de sus recovecos filológicos, psicológicos, filosóficos y tematológicos, no impide señalar algunos aspectos que bien pudieran convertirse en futuros análisis que ayuden a desentrañar la visión de mundo unamuniana. Quizá el hecho de señalar otros fundamentos más allá de lo ya apuntado (y esto no es una declaración de intenciones presuntuosas) pueda seguir —ya veremos— alimentado o ampliando, como una lente de aumento, los estudios dedicados a tan celebrado autor, sobre todo porque la riqueza de esta obra propicia la apertura de nuevos horizontes interpretativos, tanto en lo que corresponde a una lectura exclusiva de la novela como 97

mediante la puesta en relación con otra u otras obras del mismo autor. Este será, pues, nuestro principal objetivo en el presente trabajo: trazar otras líneas de interpretación que puedan conjugarse con lo ya señalado muy tempranamente desde el estudio de A. A. Parker (1967), pasando por Geoffrey Ribbans (1971: 108142), hasta nuestros días, entre los que destacan las propuestas exegéticas de Germán Gullón (1987) y de Thomas R. Franz (2003). Cuando dos puntos convergen: Niebla y Del sentimiento trágico de la vida Para Unamuno, el hombre, al ser-en-el-tiempo, conforme va desarrollando su proyecto, su voluntad de ser, se va acercando cada vez más a la nada (muerte, no-ser). Por lo tanto, el desarrollo de uno implica a la vez el desarrollo del otro: avanzamos con el deseo de perpetuarnos en el ser que somos. De ahí, también, la necesidad de un dios como referencia de inmortalidad, que sería el triunfo del ser frente al no-ser. La conciencia de ello —y para Unamuno la conciencia es dolor, pues es el reconocimiento de las limitaciones del ser— es lo que llama el sentimiento trágico de la vida, con ecos (complementarios y originalmente combinados entre sí) de Kierkegaard, Heidegger e incluso Freud (quizá no de un modo directo), pero también lo llama amor, pues «el paso del no-ser al ser está configurado por el amor como creación de sentido» (Ortiz-Osés, 2008: 88).3 No es este un estudio exclusivamente dedicado a una obra tan vasta en su textura filosófica como es Del sentimiento trágico de la vida (1913),4 pero sí cabe resaltar algunos puntos de conexión con Niebla, ya que coincidieron en escritura y casi en fecha de publicación. Y la comparación no es tampoco arbitraria: en «Historia de Niebla» Unamuno reconoce que su libro Del sentimiento trágico resulta demasiado complejo en su planteamiento y por ello decidió novelar lo allí defendido, así que el resultado de ese proceso de universalización fue Niebla (22). Un primer aspecto a resaltar cabe encontrarlo en la especial enumeración de las partes que componen uno y otro libro. Sobre todo porque parecen estar altamente conectados, tal vez por su común naturaleza simbólica, y si hacemos caso al propio Aristóteles, quizá debamos acometer un análisis de la estructura 98

cualitativa del número en contraposición al carácter amorfo de la unidad aritmética. Aconsejable es el estudio detallado de Germán Gullón (2006) en la edición crítica de Niebla: de este y otros trabajos5 se deduce que la novela está dividida en tres grandes bloques: una primera parte, que iría del capítulo I al VI, donde se presentaría el enamoramiento de Augusto; una segunda parte, que abarcaría del capítulo VII hasta el capítulo XXVII, donde se desarrollaría la trama y se marcaría la fecha de boda entre Eugenia y el propio Augusto; y una tercera parte, que iría del capítulo XXIX al XXXIII, que recogería la huida de Eugenia, muerte de Augusto y aparición del propio Unamuno como personaje. Una estructura que, más allá de articular el desarrollo argumental, nos lleva a un análisis algo más profundo y en comparación — aunque solo sea apuntada— con respecto a un libro, Del sentimiento trágico de la vida, cuya relación con Niebla resulta indudable. Hemos indicado que Niebla está estructurado en tres grandes bloques, que, a su vez, están compuestos por un total de treinta y tres capítulos en su totalidad, más un Epílogo. O incluso, podríamos, en su versión definitiva, valorar que el libro tiene un prólogo (de Víctor Goti), un post-prólogo (de Miguel de Unamuno) y el citado Epílogo. Más tarde se le añadiría (en 1935) aquel «Historia de Niebla». En todo caso, quedémonos con algunos datos ya apuntados: no resulta azaroso que sean treinta y tres capítulos (número emblemático dentro del cristianismo) más el Epílogo (11 + 1). Más allá de la edad de Cristo hábilmente apuntada,6 los números aquí resaltados quieren trazar nuevos matices si, por ejemplo, lo comparamos con Del sentimiento trágico de la vida: dicho libro consta de once capítulos más una «Conclusión», es decir, 11 + 1. Si multiplicamos once por tres, son treinta y tres, así que la estructura de Niebla es la potenciación, mediante un número —el 3— que analizaremos con mayor profundidad debido a su relevancia a lo largo del libro. La pregunta sería: ¿coinciden estructuralmente? Como dijimos, solo vamos a poder apuntar algunos interrogantes, pero cabe tener muy presente ciertos puntos de convergencia entre sendos libros a partir de lo apuntado. Por ejemplo, en Del sentimiento los capítulos iniciales («El hombre de carne y hueso» y «El punto de partida» nos platean que «Hay un mundo, el mundo sensible, que es hijo del hambre, y hay otro mundo, el ideal, que es hijo 99

del amor» (80) y baste compararlos con los tres primeros capítulos de Niebla, donde podemos ver a un Augusto que parte de un concepto de idealización a partir del mundo sensible: solo la imposición de racionalizar la sensación hace que el primer impulso (puramente sensitivo, puramente erótico, ávido de experiencia) aspire a la idealización inmediata, para que ese deseo se convierta pronto en amor, contemplativo, admirativo, con afán de perdurabilidad, por eso afirma: «¡Mi Eugenia, sí, la mía —iba diciéndose—, esta que me estoy forjando a solas, y no la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa, aparición fortuita» (II, 31). Y ese hambre de conocimiento, de experiencia, de sensación igualmente le llevará a afirmar que «Tal vez mi amor ha precedido a su objeto. Es más, es este amor el que lo ha suscitado, el que lo ha extraído de la niebla de la creación» (IV, 37). Los ejemplos son numerosos en los dos casos y tampoco pretendemos un exhaustivo listado de convergencias, sino incidir en el hecho de que existen, con mayor o menor simetría, y de que una detenida comparación de los dos libros dará multitud de matices en este sentido. Véase igualmente que el desarrollo de Del sentimiento trágico viene a combinar varias de las peripecias que Augusto y el resto de protagonistas viven y desviven a lo largo de Niebla. Muy notorias son las similitudes que existen entre varios fragmentos de la nívola y los capítulos III («El hambre de inmortalidad») y VII («Amor, dolor, compasión y personalidad»). Pero cabe destacar el momento final de los dos libros: Augusto, tras la experiencia del amor y del dolor, del abandono, de la pérdida de fe en una benevolencia suprema, acude a su demiurgo, mitad creación mitad creador. El amor y el dolor han marcado el camino hacia Dios: el amor en cuanto su descubrimiento (voluntad unitiva), y el dolor porque es el camino de la conciencia, y esta «conciencia de sí mismo no es sino conciencia de la propia limitación» (VII, 187), a pesar de que la vida no se rinde y busca perpetuarse a través de un consorte divino. La aparición de un Dios necesario, quizá su diálogo (véase que el capítulo VIII se titula «De Dios a Dios»), coincide plenamente en el momento de su aparición: Eugenia le descubre (le hace entrar en conciencia) una carnalidad que desconocía y, por tanto, su descubrimiento como carne enfrentada al espíritu: la disociación íntima está servida, es una realidad que choca con su limitación y solo la presencia de la 100

compasión divina quizá resuelva la tragedia de dicha herida existencial. Véase que en Niebla, mientras Augusto y Víctor debaten sobre el conocimiento mediante los sentidos o la especulación intelectualizada, surge la voz del Unamuno narrador, haciendo un inciso en el texto y señalando: «Yo soy el Dios de estos pobres diablos nivolescos» (131). Pero ese encuentro entre creador y creación tendrá un nuevo reflejo: la conversación (monólogo realmente) entre Augusto y su perro Orfeo, donde el primero dice: «¿Qué será de ti sin mí? Eres capaz de morirte ¡lo sé! Solo un perro es capaz de morirse al verse sin amo. Y yo he sido más que tu amo ¡tu padre! ¡tu dios!» (139).7 Esa conciencia activa del yo le lleva a una visión escindida de sí mismo, de ahí que acabe afirmando por boca de Víctor: «Sí, el segundo nacimiento, el verdadero, es nacer por el dolor a la conciencia de la muerte incesante, de que estamos siempre muriendo. Pero si te has hecho padre de ti mismo es que te has hecho hijo de ti mismo también» (145). Y frente a esto (o complementariamente), la cantidad de ejemplos que se pueden extraer de Del sentimiento trágico resulta abrumadora, pero cabe señalar el siguiente: «Fue el sentir a Dios como a Padre lo que trajo consigo la fe en la Trinidad. Porque un Dios Padre no puede ser un Dios soltero, esto es, solitario. Un padre es siempre padre de familia. Y el sentir a Dios como padre, ha sido una perenne sugestión a concebirlo, no ya antropomórficamente, es decir, como a hombres — anthropos—, sino andromórficamente, como a varón —anér—. A Dios Padre, en efecto, concíbelo la imaginación popular cristiana como a un varón» (VIII, 214-215), sin olvidar que en Niebla se nos advertía «La de los solteros no es psicología; no es más que metafísica, es decir, más allá de la física, más allá de lo natural» (130) ¿se refiere a la fantasía?, ¿a la fe?, ¿a las dos? Sin duda, el debate sobre la dualidad creador/creación se da abiertamente —y no alcanzamos a detectar si con simetría simbólica— entre las dos obras. Pero no quisiera dejar pasar el hecho de que en Niebla hay dos momentos en los que se alude explícitamente a ese doble nacimiento o renacimiento a la conciencia propia que es, a un tiempo, hallazgo y pérdida: esto ocurre, curiosamente, en el capítulo XI de la nívola, cuando afirma «Eugenia, señores, me ha despertado a la vida, a la verdadera vida, y sea ella de quien fuere, yo le debo gratitud eterna» (67); en el segundo caso es el ya 101

citado líneas arriba, en el capítulo XXX, número que, desde el punto de vida católico-cristiano, resulta emblemático, pues es la edad a partir de la cual Cristo realiza la voluntad de su padre y se bautiza, para propagar, así, la palabra de Dios, su misión evangelizadora. El bautizo, como sabemos, simboliza un segundo nacimiento, en este caso, para la fe cristiana: es acto de purificación, redención del pecado original (que cabrá asociarlo al concepto del doble nacimiento apuntado en el libro) y ritual por el cual el hijo del hombre pasa a ser tomado hijo de Dios por obra del Espíritu Santo, que unge con su Gracia al nuevo siervo de la fe. Visto así, no parece azarosa tal distribución del libro y sus planteamientos, ya que el destino de Augusto se revela a partir de dicho capítulo: la muerte como redención y salvación, quizá del propio ser demiurgo que, como tal, sabe que su eternidad dependerá tanto de la memoria como del olvido de los demás, del otro. Motivos para una interpretación: el esquema numérico de Niebla Resulta significativa la alusión a la Trinidad en Del sentimiento trágico, precisamente porque el número 3 (junto con el 11), tal como ya dijimos, resulta clave en la interpretación del libro: partamos, pues, de la base de que Niebla tiene como uno de sus principales ejes temáticos el afán de perpetuidad y la nostalgia de regreso al útero materno. Esa voluntad de regresar al punto cero de la creación manteniendo la propia conciencia es imposible y dicha paradoja nos hace trágicos seres: errantes buscadores de un insatisfecho deseo de unión con lo original y que se transforma en impulso sexual o posesión física. Precisamente en el capítulo III de Del sentimiento trágico, titulada «El hambre de inmoralidad» leemos «Tendemos a serlo todo, por ver en ello el único remedio para no reducirnos a nada. Queremos salvar nuestra memoria, siquiera nuestra memoria. ¿Cuánto durará? A lo sumo lo que durase el linaje humano ¿Y si salváramos nuestra memoria en Dios?» (108). Pero la importancia articuladora, simbólicamente hablando, del número tres, nos acaba llevando a otras vías de interpretación de Niebla: dijimos que era un elemento potenciador del once, que son los capítulos que compo102

nen el principal cuerpo Del sentimiento trágico ¿Y qué puede significar? El número once (al que el número tres potencia) es —como señalan Jean Chevalier y Alain Gheerbrant (1999: 779)— particularmente sagrado en las tradiciones esotéricas africanas, sobre todo por su valor mistérico y fecundador. No parece que Unamuno bebiera de estas fuentes antropológicas aunque la palabra «concebir» (cuya referencia al once es interna) aparece en varias ocasiones (un total de 5) y es tratado como uno de los temas principales del propio libro e incluso podríamos resaltarlo como uno de los más candentes de la propia nívola. En cambio, desde la tradición occidental, el número 11 es la añadidura de la plenitud del 10, que simboliza el ciclo completo: así, el 11 es el número del exceso, de la desmesura, del desbordamiento en cualquier orden. Véase con qué recurrencia en la nívola se nos hace referencia a los sentimientos extremos, a la desmesura (enemiga de la razón, pero amiga de la fe, del hambre de eternidad, de la acción instintiva): al comienzo del libro, Augusto, tras ver a Eugenia, exclama «¿dónde me llevas, loca fantasía?» (I, 30), y frente a la mesura que impone la calma, se señala igualmente «¡Oh, la asociación lírica de ideas, el desorden pindárico! El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre. El supremo arte es el del azar» (V, 40), y resalta «El amor es un éxtasis; nos saca de nosotros mismos» (V, 42), o cuando la flamma amoris invade el deseo del protagonista y se nos dice «Augusto sintió una oleada de fuego subirle del suelo hasta perderse, pasando por su cabeza, en lo alto, encima de él.8 Empezó el corazón a martillarle en el pecho» (VII, 52), porque es tal la pérdida de control sobre uno mismo que se afirma «Cuando uno como tú se enamora de veras de una mujer, se enamora a la vez de todas las demás» (X, 61) o «La palabra se hizo para exagerar nuestras sensaciones e impresiones todas..., acaso para creerlas» (XVIII, 96),9 etc. Porque el 11 anuncia el conflicto virtual: su ambivalencia reside —siempre siguiendo las palabras de Chevalier y Gheerbrant— en que el exceso que significa puede verse, ya sea como el comienzo de una renovación, ya como una ruptura y un deterioro del 10, una falla o ruptura en el universo. Precisamente este hecho hizo que san Agustín lo considerara el número del pecado. Y en este sentido, ante la falta de conciencia que tiene de sí mismo Augusto (recordemos que es un hallazgo 103

que parte de su enamoramiento de Eugenia) la indefinición de las formas (la ilusión de plenitud interior, de equilibrio emocional) es «La niebla espiritual era demasiado densa» (II, 33) y la concreción del deseo en una forma es «Y para amar algo ¿qué basta? ¡Vislumbrarlo! La vislumbre; he aquí la intuición amorosa, la vislumbre en la niebla» (IV, 37),10 y tras ese enamoramiento que va despejando la niebla y va dando luces y sombras segregadas en la mente y en el sentimiento del propio Augusto, este nos advierte: «Y dime, Orfeo ¿cómo podéis conocer si no pecáis, si vuestro conocimiento no es pecado? El conocimiento que no es pecado no es tal conocimiento, no es racional» (VIII, 56). Por tanto, el nacimiento de la conciencia de sí mismo es el despertar (así lo afirma la propia nivola) de nuestro cuerpo, de nuestros sentidos y, en consecuencia, de nuestra voluntad, de nuestro hambre de eternidad y también una lucha contra sí mismo, contra el impulso primario de supervivencia, que desde la fe es, curiosamente, pecado: se trata de un alumbramiento que nos muestra la «falla» que media entre razón y divinidad y su imposible reconciliación más allá de la muerte. Así, nace un ciclo (superación del 10) que es la vida en sí, la conciencia de tenerla, fruto del pecado: el cuestionamiento de Dios como tal. Porque más allá de tal interpretación, el 11 es también el número de la «iniciativa individual, pero ejercida sin vinculaciones con la armonía cósmica, y en consecuencia más bien desfavorable» (Chevalier y Gheerbrant, 1999: 779): y ya sabemos cuál es el final de esa iniciativa individual de Augusto. Igualmente René Allendy afirmaba que dicho número «el símbolo de la lucha interior, de la disonancia, de la rebelión, del extravío [...] de la transgresión de la ley [...] del pecado humano [...] de la rebelión de los ángeles» (1948: 321-322). Pero aquí tenemos una de las consabidas paradojas unamunianas: aquello que es lucha personal se convierte en universal, pues aspiramos (y no) a esa colectivización que es, a fin de cuentas, el único modo de eternizarse que tiene el ser humano, tal como lo exponía en «Historia de Niebla» cuando decía «Es que la fantasía y la tragicomedia de mi Niebla ha de ser lo que más hable y diga al hombre individual que es el universal, al hombre por encima, y por debajo a la vez, de clases, de castas, de posiciones sociales, pobre o rico, plebeyo o noble, proletario o burgués» (23)11 para más tarde reincidir «Augusto Pérez nos conminó a todos, a todos los que fueron y son yo, a todos los que 104

formamos el sueño de Dios —o, mejor, el sueño de su Verbo— con que habremos de morir [...] esto es la leyenda, esto es la historia, la vida eterna» (25), quizá porque, como se nos dice en el interior de la novela, la concreción en cuerpo nos distingue al mismo tiempo que nos integra en una masa social, en una cultura, en un pensamiento indistinto, quizá también en la indistinción de un idéntico destino: «Ella, Eugenia, me ha bajado del abstracto al concreto, pero ella me llevó al genérico, y hay tantas mujeres apetitosas, tantas...¡tantas Eugenias! ¿Tantas Rosarios!» (XIX, 100). Y de nuevo la desmesura, el exceso. Pero como nos dijera en Del sentimiento trágico, ese punto de relación que nos une como humanos es el dolor, pues la vida, como tal, implica esa herida trágica, ese desgarro externo e interno que es el nacimiento y el descubrimiento, más tarde, de la temporalidad individual: «El dolor es la sustancia de la vida y la raíz de la personalidad, pues solo sufriendo se es persona. Y es universal, y lo que a los seres todos nos une es el dolor, la sangre universal o divina que por todos circula. Eso que llamamos voluntad, ¿qué es sino dolor?» (IX, 245).12 Por tanto, el once es el inicio de un ciclo desde la pérdida de la plenitud: el desgarramiento de una conciencia que nace y que se sitúa ante la desmesura de los sentidos que es tanto como decir que descubre la fuerza potencial e inseparable —como afirmó Donald Shaw (1997: 82)— de la Naturaleza, interior y exterior.13 Efectivamente, el dolor, el desgarro, es la conciencia misma de ser la herida (escisión originaria) del tiempo ante la nada. Así, desde un punto de vista psicoanalítico, el instante en que se produce el advenimiento de la conciencia se caracteriza por una situación en la que el hombre descubre al mundo como otro, es decir, se descubre a sí mismo también como otro, lo que explicaría, en parte, la propensión unamuniana al desdoblamiento dialéctico en ese «otro» (Zavala, 1991: 85). Esta separación entre el hombre y el mundo, este trauma originario, produce la ruptura del equilibrio hasta entonces existente, donde las palabras y las cosas encajaban con exactitud matemática (cumbre del 10), siendo su cruel consecuencia la pérdida de la armonía que solo perdura en tanto nostalgia de los orígenes (Schoffer, 1996: 193). O mejor aún: tener la certeza de que no hay camino de retorno posible, pues se inició un nuevo ciclo auspiciado por la lucha, como tantas veces se anunciaba en Del sentimiento trágico.14 105

Nostalgia que, por otro lado, Gusdorf (1970) llamó fantasía de retorno al seno maternal del universo y que tan perfectamente encaja en una posible lectura de la nívola unamuniana. En Niebla se constata que el recuerdo patógeno del trauma primordial queda velado por la fantasía y solo puede retornar y ser revelado desde esta misma fantasía y a partir de su fracaso.15 Lo afirma el propio Unamuno en «Historia de Niebla» cuando afirma «Pues en el mismo caso estamos todos los demás entes de ficción» (19) entre los que cabe incluir la propia voz unamuniana. A esto mismo lo llamará, líneas más tarde, «ilusión de realidad» y que Juan David García Bacca ha sabido interpretar con especial lucidez: En el orden de lo real vale y puede más lo real sentido y vivido como real que lo teóricamente verdadero que solo está presente, como objeto, en una conciencia presentacional simple. Si el fuego pensado no quema, ni el círculo pensado redondea, ni el dos pensado duplica ni el principio de contradicción, pensado, hace que uno no se contradiga, pero la conciencia agónica hace que real y verdaderamente nos sintamos reales, nos sintamos repugnando con la nada, nos sintamos repugnando con una futura aniquilación, asegurando realmente nuestro ser con la esperanza, sintiéndolo todo ello real y efectivamente, en sí ¿por qué ocultar razones va a tener más fuerza, va a ser más verdadera con verdad de realidad una razón o repugnancia objetiva que un dato inmediato de la conciencia agónica que nos hace ser y sentirnos reales y realmente distintos de la nada? ¿cuándo nos dio tal sentimiento de realidad ningún principio teórico, ninguna razón? [...] Por esto la fe, dice Unamuno, es «contra-racional»; «contra», en el sentido positivo y fuerte: puede realmente contra la razón, que es especie inferior y menos potente de realidad [1990: 137138].

A lo que el propio Unamuno podría haberle respondido: Y ¿por qué no he de existir yo? —se decía—. ¿Por qué? Supongamos que es verdad que ese hombre me ha fingido, me ha soñado, me ha producido en su imaginación; pero, ¿no vivo ya en las de otros, en las de aquellos que lean el relato de mi vida? Y si vivo así en las fantasías de varios, ¿no es acaso real lo que es de varios y no de uno solo? Y, ¿por qué surgiendo de las páginas del libro en que se deposite el relato de mi ficticia vida, o más bien de las mentes de aquellos que la lean— de vosotros, los que ahora la

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leéis—, por qué no he de existir como una alma eterna y eternamente dolorosa? ¿Por qué? [XXXII, 155].

Frente a esto, el símbolo, pues, asume la distancia, asume la fisura y proclama —como afirmara Lanceros (1997: 52)— que el fundamento es herida o desgarro, que la historia es colisión y conflicto a la que hay que dar voz e imagen, es decir, despejar la niebla. Hay quienes ven en el número 11 la imposición de la ley de Dios, pues son los mandamientos (10 + 1) que marcan la línea divisoria del pecado dentro de la sesgada libertad humana (tan repetida en el libro). Otras tradiciones, en cambio, lo entienden como un número perfecto, pues une el microcosmos (el 5) y el macrocosmos (el 6), el cielo y la tierra entre los cuales se sitúa el ser humano: quizá un análisis del símbolo de la niebla, como tal, pueda arrojar mayor claridad al respecto, al tratarse de un fenómeno de doble naturaleza, tanto terrenal como celeste, pero esto ya ha sido ampliamente estudiado por la crítica unamuniana. Decíamos que el 11 es un número axial tanto en Del sentimiento trágico como en Niebla, pero si en este último resulta tan relevante es, en primer lugar, por su relación con el primero y, en segundo lugar, porque está potenciado por otro número: el 3. Para Chevalier y Gheerbrant este número expresa un orden intelectual y espiritual en Dios (unión), en el cosmos o en el hombre.16 Visto así, la contradicción parece guiar Niebla, pues ante el desconcierto del 11, el número de la escisión, de la ruptura, se sobrepone una voluntad superior, unitiva, de vía espiritual ¿Contradicción? Sin duda, esto nos llevará a un debate, también latente en el libro, sobre alma y cuerpo y que necesariamente retomaremos, pero cabe hacerse ahora la siguiente pregunta: ¿no es el conflicto y la lucha el destino del ser humano? ¿no refleja esto mismo la combinación de estos dos números articuladores: la brecha abierta entre lo sensitivo y lo espiritual, la carne que se busca definir o reafirmarse como tal? ¿y esto no muestra, con mayor nitidez, la escisión primigenia, la pérdida de la plenitud, el desdoblamiento trágico y dialógico? ¿Somos, sobre una confabulación divina, reverso de un orden armonioso? Creemos, sinceramente, que Unamuno pretendió dar también algunas claves en esta dirección: la trágica búsqueda de unidad desde la individualidad, es decir, el motivo que nos lleva al conflicto entre ra107

zón y fe. El 3 sintetiza la tri-unidad del ser vivo, que resulta de la combinación del uno con el dos (reconciliación de lo absoluto y lo dual) y es producto, igualmente, del cielo y de la tierra. Nuevamente el símbolo de la niebla. Nuevamente, también, la fusión de contrarios:17 es el número, desde la óptica cristiana, ya no solo de la Trinidad, sino también del principio y del fin, del acabamiento entendido este como la cerrazón perfecta de lo creado (y no su regeneración circular), el cumplimiento de un destino. Lo dice el propio Unamuno en «Historia de Niebla» cuando señala que «ha de quedar el Verbo que fue el principio y será el último, el Soplo y don espiritual que recoge las nieblas y las cuaja» (25). Es también el límite de la tragicidad, pues marca la línea divisoria entre lo favorable y lo desfavorable que el azar o la voluntad de uno mismo o de un ser demiurgo resuelve (Chevalier / Gheerbrant, 1999: 1018), por eso, en el propio capítulo III del libro, ante la significativa partida de ajedrez, se nos advierte que «¡Pieza tocada, pieza jugada! [...] ¿Es o no es un juego la vida?» (35) mientras que en el capítulo XXV se nos señala que «La risa no es sino la preparación para la tragedia» (129). Antesala, pues, de la metamorfosis o transformación, el número 3 se nos expresa como especialmente ritual y ritualizador (recordemos, por ejemplo, los tres días en el vientre de la ballena de Jonás, o los tres días previos a la resurrección de Cristo)18 y, como tal, es una manera de resolver el conflicto abierto entre el origen perdido y su restauración simbólica, pues combina y conjuga la triple esencia del tiempo: presente, pasado y futuro, que también puede entenderse como nacimiento, vida y muerte. Por eso en Del sentimiento trágico afirma: «Nuestra lucha a brazo partido por la sobrevivencia del nombre se retrae al pasado, así como aspira a conquistar el porvenir; peleamos con los muertos, que son los que nos hacen sombra a los vivos. Sentimos celos de los genios que fueron, y cuyos nombres, como hitos de la historia, salvan las edades» (V, 105). Las digresiones temporales son constantes en Niebla, precisamente porque el paso del tiempo está interiorizado y, por tanto, expuesto a su relativización: no existe una lógica en el proceso de enamoramiento, en el nacimiento del auténtico amor en Augusto Pérez, en sus horarios tan metódicos en principio... y tan caóticos en su final. Porque no hay regeneración posible, no 108

hay regreso de la conciencia, como afirmase, con claras alusiones internas a Del sentimiento trágico: Sí, a un ente de ficción, como a uno de carne y hueso, a lo que llama usted hombre de carne y hueso y no de ficción de carne y de ficción de hueso, puede uno engendrarlo y lo puede matar; pero una vez que lo mató no puede ¡no!, no puede resucitarlo. Hacer un hombre mortal y carnal, de carne y hueso, que respire aire, es cosa fácil, muy fácil, demasiado fácil por desgracia..., matar a un hombre mortal y carnal, de carne y hueso, que respire aire, es cosa fácil, muy fácil, demasiado fácil por desgracia..., pero ¿resucitarlo?, ¡resucitarlo es imposible! [XXXIII, 161].

y por esta vía llega al descorazonado razonamiento de que Dios (Cristo, que es Dios hecho carne) no existe, pues no es de carne y hueso, sino de ficción, donde la resurrección sí es posible. Por esto también las cosas que destruyen la fe19 del hombre son tres: la mentira, la impudicia y el sarcasmo. Perfectamente visibles y explícitamente señaladas en el libro. También son tres las cosas que llevan al hombre al infierno: la calumnia, la falta de sensibilidad y el odio. ¿No son tres cosas que encuentra Augusto tras su desamor? ¿No afirma Augusto que su suicidio es una prueba de un odio interiorizado? ¿no culpa a Eugenia de calumniar su persona y de falta de sensibilidad tras su huida? Visto así, cielo e infierno son la misma cara de la eternidad: un fruto de nuestra propia necesidad.20 El 3 también representa la ruptura del equilibrio inmóvil que puede representar la pareja: en la cábala se refiere al acto de hacer (o hacer-se como diría Unamuno): por un lado, tenemos el principio actuante (causa), seguido de la acción y finalizado por el objeto de la acción (efecto). Estos tres términos, afirma Oswalt Wirt, son «inseparables y se necesitan recíprocamente. De ahí esa tri-unidad que hallamos en todas las cosas» (1966: 67), de tal manera que, por ejemplo, la Creación implica un creador, el acto de crear y la criatura. A semejante conclusión ya había llegado Unamuno al plantearse el mundo y el hombre como creaciones, el acto de crear (innato en la inteligencia) y el creador: y es ahí donde el autor bilbaíno se muestra incapaz de dar una respuesta convincente en uno u otro sentido. Siguiendo con las teorías de a Wirt (1966: 68)— el primer ternario «es activo por excelencia, el segundo es intermediario, activo en relación al siguiente, pero 109

pasivo en relación al precedente, mientras que el tercero es estrictamente pasivo. El primero corresponde al espíritu, el segundo al alma y el tercero al cuerpo».21 Y son muchos los aspectos que aquí confluyen: por un lado, no podemos dejar pasar el hecho (visible en Del sentimiento trágico) del logos, de la necesidad de una filosofía, del lenguaje en Unamuno como intermediarios.22 Por otro, enlazaría con la idea unamuniana que alude a la pasividad o no de Dios, ya que el hombre ¿es el sujeto pasivo? ¿es el soñador o el soñado? Si, como afirmaba Nietzsche, el genio del hombre es su capacidad de mentir,23 porque es un inventor de experiencias que ni él ni la humanidad han tenido, ¿no es Dios (el más personal, el que apunta constantemente Unamuno) otra de sus mentiras? O mejor aún: ¿qué forma la vida: la voluntad del ser humano o la de un Dios cuya existencia no se nos revela? Desde la ecuación unamuniana cabría invertir el orden establecido por Wirt y la cábala, desde luego tal y como lo afirma en «Historia de Niebla»: «Ésta es la niebla, ésta la nivola, ésta la leyenda, ésta la vida eterna... Y esto es el verbo creador, soñador» (24). De ahí que pensemos que Niebla es un libro que pretende experimentar cuáles son los límites de la fantasía, de su lógica, de su autoría y cuáles son, en cambio, los de la realidad y medir en cuál de los dos cabe situar, como tan acertadamente ya había apuntado Luis Álvarez Castro (2005), la palabra reveladora, el logos, el pensamiento verbalizado, como afirmó unas líneas antes: «¿Ente de ficción? ¿Ente de realidad? De realidad de ficción, que es ficción de realidad. Cuando una vez sorprendí a mi hijo Pepe, casi niño entonces, dibujando un muñeco y diciéndose: «¡Soy de carne, soy de carne, no pintado!», palabras que ponía en el muñeco» (20); y ya en la nívola volveríamos a leer: «Merced a esta labor de evocación fue surgiendo a su fantasía una figura vagarosa ceñida de ensueños» (II, 31) y , sobre todo: «pero sentía ansia de hacer algo, una comezón muy íntima, un escarabajeo de la fantasía, me dije: voy a escribir una novela, pero voy a escribirla como se vive, sin saber lo que vendrá» (XVII, 91). Cierto es que el intermediario al que se alude es la palabra y que esta se asocia al alma y así también lo encontramos en Unamuno, quien sostiene en el libro «Aquellas lágrimas no podían salir de mi cuerpo; salían de mi alma. El alma es un manantial que solo se revela en lágrimas. Hasta que se llora de veras no se 110

sabe si se tiene o no alma» (XIV, 80), o los primeros versos del poema que Augusto le dedica a Eugenia, donde afirma «Mi alma vagaba lejos de mi cuerpo / en las brumas perdidas de la idea» (XVII, 134), para finalmente sostener que «No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía» (XXXI, 149) con lo que alma y fantasía se acaban correspondiendo definitivamente en el relato unamuniano. Pero el tres tiene otras implicaciones argumentativas en la obra: véase que los personajes principales se relacionan entre sí formando tripletas: Augusto-Eugenia-Mauricio, que se corresponde con el otro esquema unamuniano uno-deseo-otro; MadreAugusto-Eugenia, que significa la búsqueda de un proceso de sustitución entre una y otra; Eugenia-Augusto-Rosario, que igualmente encarna la tentativa de sustitución de la primera por la segunda; Liduvina-Augusto-Domingo, que representa el espacio íntimo de la casa frente a la que se sitúa la otra tripleta conformada por Fermín-Augusto-Ermelinda (tíos de Eugenia); también tenemos tres amigos confidentes del protagonista: VíctorPaparrigópulos-Orfeo (el perro). E incluso, si valoramos los tres textos que enmarcan la propia novela (Prólogo, post-prólogo y Epílogo), encontramos tres confidentes también del fatídico protagonista: Goti-Unamuno-Orfeo. Otras tripletas encontramos en la relación del propio Augusto como «otro» o confidente de «otros»: Víctor-mujer-hijo (que ya se anuncia y que rompe la quietud emocional de la resignada pareja) y la de Fermín-Eugenia-Ermelinda, que forman un núcleo social (que no unitario) en sí. Y concluyendo este recorrido, encontramos una tripleta que podríamos denominar como demiurga, formada por Unamuno-Augusto-Orfeo. Toda relación, pues, entre ellos busca romper con la dualidad que el propio autor había señalado en tantos de sus obras o incluso en la misma Niebla, donde llega a afirmar: «¡No, dos no!, ¡de ninguna manera! De no contentarse con una, que yo creo es lo mejor y es bastante tarea, por lo menos tres. La dualidad no cierra» (XXIII, 123). Pero veamos que dicha dualidad obliga al conflicto irresoluto, mientras que la tri-unidad convierte ese mismo conflicto en complementariedad, es resolución, porque «Todo este universo dialógico resiste el monologismo [sic] que articula el lenguaje como amalgama de voces, propias y ajenas, cuyas entonaciones expresivas determinan otros significa111

dos» (Zavala, 1991: 50). El problema es que en la fantasía sí queda resuelta la disputa (o crea el efecto de realidad o ilusión de que así es), frente a una vida que, sin embargo, queda sin respuesta, devorada por su intrascendencia y teñida de un paradójico misterio contra el cual la razón se levanta y la palabra reveladora de profunda vida fenece como tal. Las alusiones al número tres, dentro del texto, son numerosas y significativas: véase en el capítulo VIII donde «se siguió un silencio. Los tres, como en complicidad, callaban» (52), y esta actitud la tienen cuando Eugenia entra en casa de sus tíos, pero no sabe que Augusto está allí para presentarse formalmente, pero la presencia de ella formará un cuarteto en discordia. Y ya en el capítulo X, Augusto le confiesa a Víctor que, tras conocer a Eugenia, en apenas media hora «me he enamorado ya de tres, digo, no, de cuatro» (61), reincidiendo en la ruptura del tres (armonía interior); igualmente con Víctor de confidente, en el capítulo XIV, se apunta a «los dos o tres años de haberte casado, que anduviste tan malo, tan preocupado, tan neurastérico?» (76) con las claras connotaciones que tiene la enfermedad en Unamuno y, en especial, en Del sentimiento trágico. Y repite semejante intervención en el mismo capítulo (78). Lo hará también en el capítulo XVII (92), en el XXIII (123) ya citado, y muy significativamente a comienzos del capítulo XXIV, tras hablar con Paparrigópulos: De modo que tengo que renunciar a una de las dos o buscar una tercera. Aunque para esto del estudio psicológico bien me puede servir de tercer término puramente ideal de comparación, Liduvina. Tengo, pues, tres: Eugenia, que me habla a la imaginación, a la cabeza; Rosario, que me habla al corazón, y Liduvina, mi cocinera, que me habla al estómago. Y cabeza, corazón y estómago son las tres facultades del alma que otros llaman inteligencia, sentimiento y voluntad [123-124].

Idea que retomará más adelante, haciendo una curiosa trinidad, cuando afirma: «El corazón, el estómago y la cabeza son los tres una sola y misma cosa» (XXXII, 159), si bien—recordemos— el principio de identidad se construye, en Unamuno por la triada (ser, pensar y sentir),24 sin olvidarnos de que el tres designa también los niveles de la vida humana, ironizados tanto en Niebla como en el Quijote: lo material, lo racional y lo espiritual o divino (vitalidad-intelecto-espíritu); como tres son también las 112

tres vías de la evolución mística (la vía purgativa, la iluminativa y la unitiva) diseñadas desde su reverso en Niebla y que tampoco ha llamado la especial atención de la crítica unamuniana. Por otro lado, y siguiendo con los ejemplos en los que el número tres tiene especial relevancia, veamos que líneas más tarde (capítulo XXIV), se nos dice «Rosario la espera» que son, para la narración, «tres palabras, preñadas de sentimiento [expresión formada también por tres palabras], interrumpió Liduvina el curso de las reflexiones de su amo» (124), y nuevamente con Víctor, en el capítulo XXV, vuelve a aparecer una apelación al tres (129). Pero si hay un detalle significativo para el desarrollo de la nívola es que, como preámbulo de una transformación del amor en dolor, se nos indica que «Faltaban tres días para el de la boda. Augusto salió de casa de su novia pensativo» (XXIX, 140) y sin duda este hecho hace que el número adquiera, como buen narrador de tradición simbolista, un valor simbólico evidente, más aún cuando nos resume que «este señor don Augusto ha muerto de las tres cosas, de todo el cuerpo, por síntesis» (XXXII, 160).25 Hay un tercer número cuyo valor simbólico cabe ser destacado, aunque su presencia en Niebla sea mucho menor en comparación: el número 6. Para Jean Chevalier y Alain Gheerbrant (1999: 920), marca la oposición entre la criatura y el creador en un equilibrio indefinido. Tal gesto fue interpretado —a partir de las páginas del libro del Apocalipsis— como el número del pecado (número del diablo), pero no siempre es así, ya que, según el Hexamerón bíblico, se trata del número de la creación o de la mediación, e incluso hay que recordar que fue al sexto día cuando Dios creó al hombre, según el libro del Génesis. Solo el rebelde gesto luciferino —apuntado en «Historia de Niebla» (21)— transforma la creación en suplantación del poder demiurgo, pero ¿influye esto en algún modo en Niebla? Si tomamos la estructura, de nuevo, de Del sentimiento trágico y la entendiéramos esta vez en su totalidad indivisible, tendríamos el número 12, múltiplo de 6, que equivale a ese desdoblamiento del hombre en la escritura— la creación de ese otro— y la entrada en el teatromundo, tras su papel trágico, aquel que el azar nos tiene reservado, de ahí que más tarde se afirmara en Niebla: «Que a todos nos gusta, señorito, hacer papel, y nadie es el que es, sino el que le hacen los demás» (XX, 108). Esta estructura, pues, tendría su 113

réplica en la nivola en su primera edición si consideramos que hay 33 capítulos y tres apéndices (Prólogo, Post-prólogo y Epílogo),26 es decir, treinta y seis partes, múltiplo también de 6, y con valores simbólicos también muy significativos.27 Lo curioso es que en Niebla el número seis —que para Juan Eduardo Cirlot (2008: 336) es el símbolo del alma humana— viene asociado a la muerte: considérese que la muerte de la madre de Augusto había ocurrido hacía seis meses (II, 30) y don Emeterio —nos dicen— enviudó hacía cinco o seis días (XV, 82). Más allá de lo ya indicado —y solo si se mantiene la comparación con Del sentimiento trágico— su importancia en lo argumentativo es menor, desde luego, y sin mayor incidencia. La escisión simbólica y simbolizada: la palabra que media entre alma y cuerpo28 Y a raíz de este planteamiento nos asalta otra reflexión: el ser humano tiene la necesidad de afirmar la propia existencia— aún siendo inexorable su condena dolorosa—que se aferra a su única realidad: su cuerpo. De él deducimos que no somos una ficción inmaterial, un espejismo, el sueño de otro. La ruptura forma parte— quizá central— de la paradoja de la existencia humana sumida en el debate y en la escisión, de corte romántico (Flórez, 1962: 223-257), entre alma y cuerpo; es decir, una ruptura incluso del orden que san Agustín en su Enarrationes in Psalmos determinó como la base armónica del hombre: la unión plena entre alma y cuerpo, más ese elemento espiritual que es llamado mens (partiendo, a su vez, de la triple —¡otra vez el tres!— distinción de san Pablo, personaje al que Unamuno dedica unas reflexiones en Del sentimiento trágico, entre pneuma-psykhe y soma) y que nos inclina a superar lo terrenal. El testimonio de esa ruptura (extrapolable al de luz/sombra, realidad/deseo), resulta plenamente característico en toda la obra unamuniana, pero en Niebla alcanza un valor casi obsesivo. Si bien, la Weltanschaung occidental se asienta sobre la base de cierta rotura entre el hombre corpóreo y todas las energías visibles e inevitables que pueblan el mundo. Tal hecho decisivo —en opinión de un autor como Heidegger— auspicia una ontología escindida en naturaleza y espíritu, e instaura una exégesis distorsionada del mundo y del 114

ente intramundano; porque, como recuerda Carlos Hugo Sierra, «ya en el primer desgarro ontológico, hiperbólicamente representado en la numinosa separación de la luz y las tinieblas (Génesis) el cuerpo forma parte del nigredo, de la tenebrositas, atractiva realidad neblinosa,29 diabólica tentación a la que es posible sucumbir» (2006: 113), porque desde la hondura carnal se revela el aspecto tenebroso de la naturaleza. Por tanto, el cuerpo, en la medida en que aleja al hombre de su origen celeste y reproduce carnalmente ad infinitum la caída de lo alto, es cassius (más denso y grueso) que el ánima. Por lo que el peso es señal de vida (y, en consecuencia, de castigo implícito), por eso Augusto, en la antesala de su muerte, reconoce sentirse liviano (XXXII, 154). La escisión entre alma-cuerpo30 constituye, como en tantos otros autores, una percepción integral de la vida, volcada hacia la Nada, la disolución de nuestra conciencia,31 con paso irremediable.32 Lo sorprendente es que un autor escéptico plantee tanto la escisión como la necesaria unión de ambos en la novela quizá porque, como en el rezo, nunca se deje de esperar una respuesta que lo justifique. No obstante, esa presencia constante del espíritu, alma, aliento (formas todas con las que surge en su obra en conjunto y que se emparenta con esa mens de san Agustín)33 viene complementada por la imposición de un cuerpo que, según dice el propio autor en su obra, «se defiende» (XXXII, 156) en su carrera hacia el no-ser. Cabe armonizar ambas como lo estaba en el estado pre-consciente, porque cabe liberarlas del temor de la pérdida, de la muerte. Porque el equilibrio emocional es, en términos simbólicos, defensa, sanación, aceptación de un destino: el mismo que Augusto no acepta, pero cuya renuncia de nada sirve. Y es más, sabedor, el propio Augusto, de este hecho tan desequilibrante para él, afirma «la herida de mi alma, que parecía cicatrizada, se abrió y sangraba...» (XXI, 111); pero es resultado, también, porque «Eugenia, por Dios, que no juegues así conmigo! La fatalidad eres tú; aquí no hay más fatalidad que tú. Eres tú, que me traes y me llevas y me haces dar vueltas como un argandillo; eres tú, que me vuelves loco [...]; eres tú, que haces que yo no sea yo...» (XX, 104). Surge, así, el concepto de sanación y cicatrización emocional. Más que el aura mediocritas estoico, para aspirar al citado equilibrio se nos apela a la ataraxia epicureista como aspiración: la sensación (aisthesis) sería la base de nuestro conocimiento, 115

pues la materia (que pretende restituir la escisión alma-cuerpo y retornar al estado primigenio) es el resultado fehaciente de esa caída (escisión, expulsión, herida, el deorsum fluens) o ensomatosis. Las referencias a la Ética de Epicuro son notorias y muy poco estudiadas también o, al menos, con la calma que requiere: el dolor (tan visible en Niebla) nos ha expulsado de esa imperturbabilidad elemental o nivel máximo de placer (arkhé y télos, principio y fin). Cierto es que nos ha revelado la autenticidad de nuestra vida (acto placentero), pero también —y por ello— su limitación y vulnerabilidad del pensamiento, de la forma y de la forma del pensamiento. Así, la plena armonía de ambos sería «no sufrir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma» como dijera Epicuro (1974:98-99). El epicureísmo abogaba, desde la hedoné (la catastemática y la cinética) por una vida feliz y placentera en la que los temores al destino, los dioses o la muerte quedaran eliminados o superados: es decir, el gozo de vivir desde la más elemental aceptación de la intrascendencia. Si bien, el estoicismo, cuyo legado no estaba dan distante con respecto a las teorías reales de Epicuro, se basaba más en el principio de renuncia frente al epicureísmo, que apostaba más por la voluntad y la iniciativa. Fueron dos caminos de búsqueda de la armonía perdida entre cuerpo y alma, pero con doble dirección: a través de la espiritualización de la materia (los primeros) o a través de la materialización de lo espiritual (la segunda), que muy irónicamente se parodia en la novela a través de la tripleta femenina Eugenia-Rosario-Liduvina (XXIV, 123-124). Debe existir una comunión plena entre lo exterior y lo interior para que el diálogo se convierta en silencio y, por tanto, en verdad absoluta: racionalizar el deseo es una muestra de retomar ese equilibrio perdido, pero también su definitiva disolución en la no-conciencia. Pero eso, para la materialidad del ser humano, resulta imposible, porque estamos condenados a vivir en lo simbólico y vacuo, en el entre, en la trágica herida que nos precede, pues símbolos somos de una realidad de la que participamos inconscientemente. Y el amor, tan desequilibrante en las emociones interiores es, en esencia, una reiteración de la ruptura originaria, de ahí que nos dé conciencia de ser. Sin embargo, es al mismo tiempo el más fehaciente intento por unificar cuerpo y alma, en el yo y en lo otro (la llamada apocatástasis de san Pablo,34 ya visible en Del sentimiento trágico) bien en uno mismo o bien a través del otro. Así se 116

manifiesta en contadas ocasiones en Niebla y, sobre todo, se expresa directamente en el poema que Augusto le escribe a Eugenia mientras esta toca el piano. Ya Carlos París había definido — y previamente F. Schürr (1965: 63-93)— el amor en Unamuno con estos términos: «Esta sensibilidad hondamente dolorida significa el primer paso del descubrimiento de lo real, en cuanto real, a través de la amplia gama de vivencias» (París, 1989: 181). Por tanto, el amor es el umbral más ancho por donde la fantasía nos lleva a la suplantación de lo traumático (sutura) y, paradójicamente, también su reiterada escisión, el vacío que nos asola. En definitiva la ruptura originaria y la búsqueda de sutura (y su reiteración a través del amor) es otro tema fundamental de Niebla: en el escenario de nuestra propia creación (nuestros actos son nuestro ser) se debaten los principales motivos que nos empujan a creer en la posible reconciliación de nuestra parte escindida. Queremos creer en la reunificación del yo (el sujeto fragmentado unamuniano), aunque no podamos definir la vida como tal y sí, en cambio, la muerte que, paradójicamente, nos define a nosotros mismos y nos devuelve al corazón mismo de la herida, al pozo sin fondo al que se alude en la novela, de ahí que en la «Oración fúnebre por modo de Epílogo» se nos afirme: «que aspira hacia la niebla en que él al fin se deshizo, a la niebla que brotó y a que revertió» (166) como verdad suprema, pues frente a ello, «la lengua le sirve para mentir, inventar lo que no hay y confundirse» (164). Como apuntara inicialmente Heidegger (y de ello se hizo especial resonancia Unamuno), el pensamiento no dice la realidad de un modo directo sino que apunta hacia ella analógicamente, se refiere a la cosa de un modo indirecto: esto nos lleva, de nuevo, al lenguaje, al símbolo, a la escena imaginaria, a la más absoluta niebla de nuestro conocimiento. Una coda para la descodificación simbólica: siempre nos quedará Bécquer... Como hemos podido ir comprobando —y esta es una conclusión que también surge tras la atenta lectura de tantos otros estudios en torno a este libro— siguen muy abiertas las vías de acercamiento crítico a Niebla, pues todavía nos quedan muchos 117

interrogantes, quizá asociaciones con otros libros coetáneos, anteriores e incluso posteriores del propio autor y de otros autores. Interesante resultaría hacer una atenta lectura de la nivola y ponerla en comparación con otro texto abierto a muchas interpretaciones: la leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer El rayo de luna35 y es que la semejanza entre los dos textos no pueden ser tampoco fruto de una casualidad y, ni mucho menos, producto de un tópico ya establecido de antemano. Y cabe, por ello, dejar al menos alguna señal para que futuras investigaciones sepan clarificar el camino: por ejemplo, ese narrador que se hace pasar por el autor y que coincide en los dos textos; igualmente el solitario Manrique de Bécquer, que da rienda suelta a la imaginación y «forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta» (1973: 161), así como algunas alusiones a formas nebulosas. La descripción, con ese especial hincapié en los ojos, de la mujer también recuerda, por momentos, a la que nos encontramos en Niebla, pero sin olvidarnos que esa es una apreciación que realiza Augusto Pérez, quien, de similar modo, persigue una idea, una imagen producto de «quimeras o imposibles» (1973: 164), con sus formas blancas, pues, de pronto, se transforma en «la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas» (1973: 165) en palabras de Bécquer. De ahí que, al verla, Manrique se sienta, como el propio Augusto, «fuera de sí», porque el «amor es un éxtasis; nos saca de nosotros mismos» (V, 42) y comienzan a mezclarse sueño y vigilia, ilusión y realidad. E incluso en Bécquer leemos: «Y esa mujer [...] que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma?» (1973: 169-170); y en Unamuno, de igual modo, podemos ver lo siguiente: «Es ella, sí, es ella —siguió diciéndose—, es ella, es la misma, es la que yo buscaba hace años, aun sin saberlo; es la que me buscaba. Estábamos destinados uno a otro en armonía preestablecida; somos dos mónadas complementaria una de otra» (V, 41), justamente en el mismo capítulo que en Bécquer (en el número V); o cómo el amor, en la leyenda de Bécquer se identifica (como en Unamuno) con la lucha y por ello «En la guerra se encuentra la gloria» (1973: 171); mientras que la madre es el lado práctico, la 118

visión desmitificada de ese imposible que se persigue en los dos textos, ya que la madre de Manrique le aconseja que busque a una mujer, cercana, a quien amar y lo ame para alcanzar así una felicidad llevadera, un equilibrio, coincidiendo con la propia madre de Augusto, quien la aconsejó (y el prototipo de mujer parecía semejarse más a Rosario que a Eugenia): «Trae a esta casa dueña y señora [...] Y que sea ama de casa, hijo mío, que sea ama. Hazla dueña de tu corazón, de tu bolsa, de tu despensa, de tu cocina y de tus resoluciones. Busca una mujer de gobierno, que sepa querer... y gobernarte» (IV, 38). Y los ejemplos seguirían siendo numerosos para mostrar que no hay una simple coincidencia entre los dos textos. Decía Unamuno, con cierta ironía,36 en Del sentimiento trágico de la vida que «Lo racional, en efecto, no es sino lo relacional; la razón se limita a relacionar elementos irracionales. Las matemáticas son la única ciencia perfecta en cuanto suman, restan, multiplican y dividen números, pero no cosas reales y de bulto; en cuanto es la más formal de las ciencias. ¿Quién es capaz de extraer la raíz cúbica de este fresno?» (V, 141), de tal modo que los números ordenan el pensamiento, le dotan de esqueleto, pero no de músculo, no de masa, no de voluntad ni de movimiento: hace falta alma y textura (carne) para que el organismo inerte cobre vida, tenga conciencia de su unidad y su escisión trascendental al mismo tiempo. Analizar las claves simbólicas numéricas de Niebla, dotarlas de un significado significante y trazar con ellas ciertas conexiones con otro libro y propiciar así una lectura más abierta de la nívola no deja de ser un ejercicio, en parte, de fabulación, de mera especulación sobre lo leído, aunque las pruebas son más que evidentes. El número, por sí mismo, no nos ha clarificado nada respecto a la obra, pero tampoco podemos negar que la formación modernista de Unamuno, junto a la más que probada propensión al símbolo, invitan a leer en clave su libro y preguntarse hasta qué punto hubo una conciencia creadora rigiendo tan trabada (y coherente y consecuente) estructura. Los interrogantes, pues, ya están sobre el tablero de ajedrez también: ahora solo falta que movamos la siguiente ficha y lo hagamos acertadamente.

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1. He manejado la 16ª edición (1978) de Espasa-Calpe (Colección Austral). Todas las citas provienen de esta edición. 2. Por el inestimable valor de su estudio y por su innegable pertinencia sobre lo aquí tratado, resulta imprescindible hacerse eco del estudio de Garrido Ardila (2012); otros estudios de interés son los de Pedro Ribas (1996), Franco Quinziano (1998) y Klaus Van Der Grijp (1963). 3. Para el tema del amor en Niebla, véase el imprescindible estudio de Garrido Ardila (2008: 85-118). 4. Para el presente estudio hemos manejado la edición de 1983 en la editorial Akal (a cargo de A. Sánchez- Barbudo). Cada vez que citemos algún ejemplo extraído de la misma lo haremos indicando —solo si es pertinente para el comentario— el número de capítulo en romanos y el número de página, todo ello entre paréntesis 5. A esta lista deberíamos añadir, principalmente, el estudio de Jaime Alazraki (1967). Sin embargo, requiere singular atención el atrevido y acertado trabajo de Arnold C. Vento (1964), quien establece una estructuración a partir de la referencia a los momentos de vigilia y sueño respectivamente. 6. Resulta fundamental, en este sentido, las conclusiones a las que llega José Luis Abellán (1973-74) comparando la totalidad de la obra unamuniana, aunque más detenidamente en su poesía. 7. Idea que al comienzo del libro ya se había planteado, cuando Augusto le dice a su propio perro: «¿De dónde ha brotado Eugenia? ¿Es ella una creación mía o soy creación suya yo? ¿O somos los dos creaciones mutuas, ella de mí, yo de ella? ¿No es acaso todo creación de cada cosa y cada cosa creación de todo? Y ¿qué es creación? ¿qué eres tú, Orfeo?, ¿qué soy yo?» (VII, 50) 8. Una imagen que recuerda (o acaso retoma para transformar su imagen) al bíblico Pentecostés, como anunciación del Espíritu, revelación de la victoria de Cristo sobre la muerte (fuego purificador), dando comienzo, con ello, a la acción evangelizadora de los apóstoles. 9. Resaltemos que en sendos ejemplos la desmesura se asocie al lenguaje, que es instrumento de racionalización de la realidad: tema, este, sobre el que volveremos. 10. Compárese este ejemplo con la nota a pie de página nº 11 (III, 93). 11. Sobre el concepto de la existencia humana como tragicomedia (tan visible en Del sentimiento trágico y Niebla) también cabía hacerse especial eco, pues revela, sobre todo, no solo la contradictoria naturaleza humana, sino también —y más allá de actitudes masoquistas— la polarización placer/dolor sugerido en la nivola. Qué duda cabe que don Quijote (personaje citado hasta cuatro veces en Niebla) ya le había resultado al propio Unamuno un personaje tragicómico y, por ello, emblema de la voluntad humana, ejemplificada en su imagen: idea a la que consagra el último de los capítulos que forman Del sentimiento trágico, donde se nos confirma que «fue poniéndose en ridículo como alcanzó su inmortalidad de Don Quijote» (334) y por ello también, en el comentario a su propia obra («Una entrevista con Augusto Pérez», fechada en octubre de 1915), Unamuno reconocía la comparación: «Fue Don Quijote el que movió la pluma de Cervantes. Y fue mi pobre homúnculo, mi Augusto Pérez —así lo cristiané o bauticé—el que rebulló en las entrañas de mi mente pidiéndome existencia de ficción. Y se empeñó una lucha» (Unamuno, 1975:

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383-384). Al hilo de la lectura, en clave simbólica, que estamos planteando en estas páginas, quisiéramos retomar, al respecto, unas palabras de Andrés Ortiz-Osés (con Heidegger como telón de fondo), para quien el ser «resulta así el archisímbolo de la contradicción, por cuanto es la unión desunitiva de los contrarios: liga y desliga, ama y libera, implica y explica, repliega y despliega. Pero solo el símbolo es capaz de articular los contrarios u opuestos en una relación paradójica que acaba adquiriendo un carácter trágico y cómico al mismo tiempo y, por tanto, tragicómico: trágico porque el ser simboliza la escisión del ser y el ente, del ser y los seres; cómico porque simboliza simultáneamente la sutura entre el ser y el ente, el ser y los seres» (Ortiz-Osés, 2008: 61-62). Desde luego, esta resulta ser una definición modélica de nuestra lectura de Niebla. 12. En directa relación con lo comentado no solo por el ejemplo citado, sino también con la polarización placer/dolor mencionada en el grueso del texto, vemos cómo el propio Unamuno, en su artículo «El dolor de pensar» (7VIII-1915) afirmaba con especial rotundidad: «Sí, ya sé, señor mío, que hay quien habla del placer de pensar, de la alegría de pensar. Pero, aparte de que las cuerdas del placer y del dolor están tan juntas en el fondo del alma, que no cabe herir la una sin que la otra suene, como decía mi amigo Kierkegaard, lo placentero, lo gozoso es engendrar pensamientos, pero no criarlos. Y yo los crío, no me limito a engendrarlos. Engendrar un hijo de carne, simplemente engendrarlo, es placentero sin duda, pero no lo propio de un padre. Lo propio de un padre es criarlo, y criar un hijo es algo doloroso» (1975: 373). 13. Tal consideración propicia que leamos la obra en clave simbólica, pues como afirma Patxi Lanceros, la radicalidad ontológica de la herida impele a la búsqueda «de formas de sutura que, si nunca recomponen la unidad rota, impliquen los fragmentos en dispersión. Que tal sutura no se satisface con la propuesta de un consenso racional es evidente, puesto que el desgarro al que aludimos es pre-racional: se impone al hombre ab initio, hasta el punto de que el hombre mismo es parte desgajada de la unidad originaria» (1997: 50). Esas formas de sutura son puramente simbólicas —de ahí la niebla como símbolo constante en el libro—, pero siempre queda esa insatisfacción honda, ese fondo desconocido heggeriano, donde no penetra la luz del concepto. Sin esa herida no tendría cabida el lenguaje, del mismo modo que el hombre no podría conocerse ni conocer el mundo (ese otro unamuniano), pues no se distinguiría de lo que le rodea ni de sí mismo, no tendría relación alguna con la verdad: es ahí, en esa apertura, donde acontece dicha verdad. Somos niebla pues también se nos reconoce como formas de la nada: eso sí, una nada dotada de fuerza creadora, de voluntad. 14. Son significativos los ejemplos al respecto, pero podemos destacar los siguientes, por su relación directa con lo aquí apuntado: «Como que solo vivimos las contradicciones, y por ellas; como que la vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella, es contradicción» (I, 69), «Y el amor, sobre todo cuando la lucha contra el destino súmenos en el sentimiento de la vanidad de este mundo de apariencias, y nos abre la vislumbre de otro en que, vencido el destino, sea ley de libertad» (III, 92-93), «Y de aquí esa tremenda lucha por singularizarse, por sobrevivir de algún modo en la memoria de los otros y los venideros, esa lucha mil veces más terrible que la lucha

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por la vida, y que da tono, color y carácter a nuestra sociedad, en que la fe medieval es el alma inmortal se desvanece. Cada cual quiere afirmarse siquiera en apariencia» (III, 104), «No fue lucha por paz, fue lucha por sobrevivir a Dios, en la memoria divina» (III, 107), «El amor es una lucha» (VII, 181), «Nuestra propia lucha por cobrar, conservar y acrecentar la propia conciencia, nos hace descubrir en los forcejeos y movimientos y revoluciones de las cosas todas una lucha por cobrar, conservar o acrecentar conciencia, a la que todo tiende» (VII, 188), «Y este proceso de personalización o de subjetivización de todo lo externo, fenoménico u objetivo, constituye el proceso mismo vital de la filosofía en la lucha de la vida contra la razón de esta contra aquella» (VII, 188), etc. Pero, frente al amor como lucha, véase lo que afirma Augusto Pérez al comienzo de Niebla, ante su repentino enamoramiento y el anuncio de su posible fracaso: «Es cierto. Sin embargo, entréguela esta carta y en propias manos ¿entiende? ¡Lucharemos! [...] ¡Lucharemos! Militia est vita hominis super terram. Ya tiene mi vida una finalidad; ya tengo una conquista que llevar a cabo» (III, 34) y esto mismo repite una y otra vez: una afirmación que vino dada, suponemos —junto a García Bacca (1990: 89)— por la máxima heraclitiana de que el combate es el padre de todas las cosas. 15. Esta misma idea queda ampliamente apuntada en Del sentimiento trágico, cuando, por ejemplo, afirma: «Porque si se dice que éstas otras creaciones no lo son más que de nuestra fantasía, sin valor objetivo ¿no puede decirse igualmente de aquellos que no son sino creaciones de nuestros sentidos? ¿Quién nos dice que no haya un mundo invisible e intangible, percibido por el sentido íntimo que vive al servicio del instinto de perpetuación?» (II, 80). Líneas más tarde parece buscar mayor precisión en su apreciación al respecto, pues dice: «Y es que ese sentido social, hijo del amor, padre del lenguaje y de la razón y del mundo ideal de él surge, no es en el fondo otra cosa que lo que llamamos fantasía e imaginación. De la fantasía brota la razón. Y si se toma a aquella como una facultad que fragua caprichosamente imágenes, preguntaré qué es el capricho, y en todo como también los sentidos y la razón yerran» (II, 82). Incluso acepta el hecho de pensar que fantasía (creatividad del lenguaje y del pensamiento humanos) y fe llegan a entrar en conflicto, de ahí también su pecado: «Teníanse los excesos por fantasía, que suplanta a la fe creando extravagancias gnósticas [compárese este ejemplo con el análisis del número 11]. Pero hubo que afirmar un cierto pacto con el gnosticismo y con el racionalismo otro; ni la fantasía ni la razón se dejaban vencer del todo» (IV, 128), para finalmente preguntarse «¿No seguimos viviendo de las creaciones de su fantasía, encarnadas para siempre en el lenguaje, con el que pensamos, o más bien el que en nosotros piensa?» (VII, 189). Ante esto, la voz de Unamuno le confirma a Augusto: «no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de los de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo» (XXXI, 149). Visto así, la niebla es también ese estado vacuo, diáfano, de neutralidad, previo a la creación figurativa; es decir, el espacio/tiempo que media entre autor y lector, que se disipa y se concreta en una forma una vez la fantasía del autor (fruto del pensamiento) comienza a tener forma concreta en el pensamiento del lector, con una individualidad única, irrepetible e íntima, aunque esta interpretación no coincida prácticamente en nada con la mantenida por Iris Zavala (1991: 75).

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16. En este sentido no han faltado estudios que han planteado lo autobiográfico en las novelas de Miguel de Unamuno y, en particular, en Niebla. Cierto es que el propio autor siempre destacó que su máximo interés era la lectura de aquellos libros donde la vida se hacía explícita y donde la ficción daba paso a otro tipo de confesión; se lo exponía a José Ortega y Gasset en una carta, fechada en 18 de mayo de 1908, donde afirmaba: «Voy a leer a Job, a Marco Aurelio, a san Juan de la Cruz, a Lutero, a Rousseau, a Senancour, a cualquier hombre que me enseñe sus entraña. Y luego, a seguir mi pelea» (Apud. Robles, 1987:91). Y años más tarde, el 24 de noviembre de 1913, en «Sobre mí mismo (pequeño ensayo cínico)» seguía afirmando «El objeto más interesante para el hombre debe de ser el hombre. Y por eso entre todos los escritores prefiero los más personales. Me encantan las autobiografías, las confesiones, las Memorias, los epistolarios, san Agustín, Pascal, Rousseau, Montaigne, Amiel... son legión. Todas las obras impersonales, de un impersonalismo falso, hipócrita, voulu, rebuscado, de Flaubert, palidecen junto a sus cartas admirables» (1975: 337). Sobre esto mismo ironiza Augusto Pérez cuando afirma «Muy bien, voy a apuntarlo, no sea que me olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en el bolsillo» (I, 29). 17. León Deneb (2001:218) lo define como resultado de la quietud que queda después de la tensión de dos opuestos, siendo el número reservado a la inteligencia, pero también a la pasión descontrolada según si la consecuencia de tal oposición es enriquecedora para el alma o destructiva. 18. Dejemos de lado esta vez algunos significados del número tres que, por diferentes motivos, no hemos considerado desarrollar aquí: por ejemplo, la interpretación psicoanalítica (con Freud como referente) que ve en el tres un símbolo de importante carga sexual, del mismo modo que los romanos hicieron con el número seis (duplicación del triángulo), asociado a Venus Afrodita. 19. Pero también son tres las cosas que guían al hombre, por el contrario, hacia la fe: el pudor, la atenta cortesía y el miedo al día del juicio. La pregunta sería ¿cuál de estas tres no cumple Augusto? Sinceramente, creemos que ninguna de las tres, salvo el exceso de cortesía, motivado por una falsa contención emocional que, en muchos momentos, parece impostada por una vacua educación de fondo, herencia de una madre cuyos valores resultan obsoletos. 20. De nuevo el número once como telón de fondo 21. Compárese esta misma idea con estas otras palabras de Unamuno en Del sentimiento trágico: «El alma es el principio de la vida, dicen. Sí; también se ha ideado la categoría de fuerza o de energía como principio del movimiento. Pero esos son conceptos, no fenómenos, no realidades externas. El principio del movimiento, ¿se mueve? Y solo tiene realidad externa lo que se mueve. ¿El principio de la vida vive? Con razón escribía Hume: «Jamás me encuentro con esta idea de mí mismo, solo me observo deseando u obrando o sintiendo algo»» (V, 136). 22. Este tema necesita un acercamiento mucho más exhaustivo y exclusivo que el que podemos ofrecer en estas líneas, pero no está de más señalar su existencia. Si bien podríamos indicar un posible acercamiento crítico: como hizo constar Gilbert Durand, parte del nacimiento de la filosofía racionalista cabía buscarlo en la negación de Averroes de la existencia de los ángeles (mediadores), ya que esto propició que, a partir del siglo XIII, «los teólogos —y

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Tomás de Aquino el primero—separen cuidadosamente la función completamente humana del conocimiento de la Revelación, cuyo manejo e interpretación es dominio reservado a los clérigos, mientras que para la mística —y especialmente la mística islámica— el Ángel Gabriel, el Ángel de la humanidad, es indisolublemente ángel del conocimiento y de la Revelación» (Durand, 1999: 22-23), por lo que Averroes, al negar la existencia de los mediadores celestes (ángeles) propició una escisión entre razón y fe, a partir del Medievo, entre lo sagrado y lo profano, entre conocimiento y palabra, una suerte de incomunicación o ruptura de la misma, consumada, provocándose también la propia ruptura entre tradición (vista como filosofía oculta desde este momento) y filosofía racionalista. Quedó la palabra, pues, como rescoldo de aquella comunicación perdida y el símbolo como el eco de esa misma ruptura y también el propio límite de lo expresado, como ya supo ver W. D. Johnson (1968: 411-423). Y con esta idea parecía coincidir Unamuno en Del sentimiento trágico cuando afirmaba «Filosofía y religión son enemigas entre sí, y por ser enemigas se necesitan una a otra. No hay religión sin alguna base filosófica sin raíces religiosas; cada una vive de su contraria. La historia de la filosofía es, en rigor, una historia de la religión» (VI, 163). Siendo el lenguaje elemento de unión y disociación entre ambas al mismo tiempo. Y es que previamente ya había apuntado: «Pensamos articulada, o sea reflexivamente, gracias al lenguaje articulado, y este lenguaje brotó de la necesidad de transmitir nuestro pensamiento a nuestros prójimos. Pensar es hablar consigo mismo, y hablamos cada uno consigo mismo gracias a haber tenido que hablar los unos con los otros, y en la vida ordinaria acontece con frecuencia que llega uno a encontrar una idea que buscaba, llega a darla forma, de decir, a obtenerla, sacándola de la nebulosa de percepciones oscuras a que representa, gracias a esfuerzos que hace para presentarla a los demás» (II, 79-80). Ernst Cassirer ya había señalado que, originariamente, «el espíritu crea una serie de formas lingüísticas, mitológicas y artísticas sin reconocerse a sí mismo en ellas como principio creador», por lo que el yo (y fijémonos qué coincidencia con el planteamiento unamuniano) «en sus propios productos, se provee a sí mismo de una especie de opuesto» y «solo en esta especie de proyección puede contemplarse a sí mismo» (Cassirer, 1998: II: 268). Y como en Unamuno ocurre con la voluntad (agente que invita a la acción), en Cassirer las dos formas de acercamiento a la realidad surgen orientadas en direcciones opuestas, conflictivas (y reunificadas mediante el símbolo), si bien, en su desarrollo ulterior tienden a converger: mientras el pensamiento mítico evoluciona hacia la intuición de la unidad del principio divino, el lenguaje realiza su taxonomía acentuando la particularidad y la diferencia. Tener conciencia, pues, del lenguaje es remarcar la diferencia o la distancia que hay entre conciencia y realidad y es esta distancia la que propicia la transformación de las impresiones en representaciones. No se trata de tener fe en la palabra (ya lo advierte el propio Unamuno en «Historia de Niebla») sino de devolver la dignidad perdida a la palabra intermediadora: «No revela por sí misma, pero acredita la revelación, la consolida y ayuda a que lo consolidado se difunda» (Cassirer, 1998, II: 310). Conocimiento y lenguaje, en definitiva, estarían llamados a complementarse desde la carencia, de ahí que Wilbor M. Urban, sobre lo ya dicho, añadiera que el «movimiento natural tanto del lenguaje como del conocimiento tiende a de-

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terminar lo todavía no conocido por medio de lo conocido» e, inevitablemente, «va de lo físico a lo espiritual» (Urban, 1952: 352); en consecuencia, Dios es una creación del Verbo y, por tanto, de la imperfección del hombre. La filosofía será testimonio de esa ruptura originaria, oscilación entre el lenguaje y el pensamiento (que es fruto de la experiencia), por eso en Niebla afirma: «El que no se casa [experimenta, conoce, siente], jamás podrá experimentar psicológicamente el alma de la Mujer» (XXV, 129); o cómo, tras el dolor vivido, Augusto «Se echó sobre la cama, mordió la almohada, no acertaba a decirse nada concreto, se le enmudeció el monólogo, sintió como si se le acorchase el alma y rompió a llorar. Y lloró, lloró, lloró. Y en el llanto silencioso se le derretía el pensamiento» (XXIX, 143), etc. Solo ese silenciamiento dejará huérfanos los sentimientos, rendidos a la auténtica muerte de lo individual (el pensamiento), pero del mismo modo, su verbalización sería una racionalización que mataría esa misma floración emocional honda: el hombre es un ser expuesto (intermediario) a una decisión, per-se, trágica, ya que toda su potencialidad creadora lucha contra el Olvido, contra su muerte. 23. Y con términos semejantes se expresó el propio Unamuno, como por ejemplo, en el Epílogo del libro: «La lengua le sirve para mentir, inventar lo que no hay y confundirse» (164). Y con semejante planteamiento leemos en Del sentimiento trágico: «Los más locos ensueños de la fantasía tienen algún fondo de razón, y quién sabe si todo cuanto puede imaginarse un hombre no ha sucedido, sucede o sucederá alguna vez en uno o en otro mundo. Las combinaciones posibles son acaso infinitas. Solo falta saber si todo lo imaginable es posible» (VI, 175). 24. Véase lo que afirma en Del sentimiento trágico y que enlazaría perfectamente con lo defendido a lo largo de estas líneas: «Porque no es una verdad inmediata, ni inmediata es que pienso, quiero y siento yo. Y yo, el yo que piensa, quiere y siente, es inmediatamente mi cuerpo vivo con los estados de conciencia que soporta. Es mi cuerpo vivo el que piensa, quiere y siente- ¿Cómo? Como sea» (V, 135). 25. Tengamos presente otras variantes del número tres: por ejemplo, tercero/tercera. En el capítulo XXX se plantea la dualidad «devorar o ser devorado» y frente a esta verdad dual, Víctor afirma «No; cabe otro término tercero y es devorarse uno a sí mismo, burlarse de sí mismo uno. ¡Devórate! El que devora, goza, pero no se harta de recordar el acabamiento de sus goces y se hace pesimista» (144), siendo esta afirmación una de las claves de Niebla. Se trata, pues, de esa alternativa unamuniana: ese sacrificarse (el amor es sacrificio, decía el autor) por los demás, que tan claramente expuso en San Manuel Bueno, mártir. Finalmente —y para cerrar dichas referencias—, en el capítulo XVII, con Víctor otra vez de confidente, se hace referencia a los terceros (89) pero sin especial relevancia; y en el capítulo XVIII se asocia la tercera a la necesidad de una Celestina-Sociedad que ayude (vehicule) a los amantes cómo entender el amor (97). 26. Y para que no se nos quede nada por comentar dentro de estas líneas de interpretación un tanto singulares, veamos que las letras iniciales del Prólogo, Post-prólogo y Epílogo forman el nombre de Pepe, nombre del hijo de Unamuno y que aparece en «Historia de Niebla», pero también nombre del «padre» humano del hijo de Dios, emblema, en el santoral, del «día del Pa-

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dre». Quizá no pase de ser una azarosa coincidencia, pero desde luego, resulta muy atinada para el significado y la interpretación de su libro. 27. Se considera que el número 36 es el de la solidaridad cósmica, del encuentro de los elementos y de las evoluciones cíclicas. Hay derivados de él que manifiestan las relaciones entre la tríada compuesta por cielo, tierra y hombre (Chevalier / Gheerbrant, 1999: 1012). Véase que en Niebla, curiosamente, esa solidaridad cósmica se quebranta, creando un efecto contrario paradójicamente. 28. Este punto parte (y retoma en casi su totalidad) de un estudio previo nuestro, aparecido recientemente en la revista Ínsula titulado «La ruptura originaria y sus ecos en Niebla de Miguel de Unamuno» (2014). 29. Cursiva nuestra. 30. Qué interesante —y abrimos así otra línea futura de estudio más allá de los que muchos que se han consagrado a la relación entre los autores citados— sería hacer una comparativa entre el concepto de alma-cuerpo en José Ortega y Gasset y en Miguel de Unamuno. 31. Como es bien sabido, este es uno de los principales puntos de controversia en la consideración de la existencia en Miguel de Unamuno; de hecho, en Del sentimiento trágico, podemos leer: «Si al morírseme el cuerpo que me sustenta, y al que llamo mío para distinguirme de mí mismo, que soy yo, vuelve mi conciencia a la absoluta inconsciencia de que brotara, y como a la mía les acaece a las de mis hermanos todos en la humanidad, entonces no es nuestro trabajado linaje humano más que una fatídica procesión de fantasmas, que van de la nada a la nada, y el humanitarismo lo más inhumano que se conoce» (III, 95). Para más información, cotéjese el buen estudio de J. Enjuto (1961: 265-275). 32. En Niebla encontramos una directa referencia al respecto: «Ésta es la revelación de la eternidad, Orfeo, de la terrible eternidad. Cuando el hombre se queda a solas y cierra los ojos al porvenir, al ensueño, se le revela el abismo pavoroso de la eternidad. La eternidad no es porvenir. Cuando morimos nos da la muerte media vuelta en nuestra órbita y emprendemos la marcha hacia atrás, hacia el pasado, hacia lo que fue. Y así, sin término, devanando la madeja de nuestro destino, deshaciendo todo el infinito que en una eternidad nos ha hecho, caminando a la nada, sin llegar nunca a ella, pues que ella nunca fue» (VII, 50). 33. En Del sentimiento trágico podemos extraer numerosos ejemplos, entre los que resalto el siguiente por su alto valor ilustrativo: «¿Qué razón desprevenida puede concluir el que nuestra alma sea una sustancia del hecho de que la conciencia de nuestra identidad— y esto dentro de muy estrechos y variables límites— persista a través de los cambios de nuestro cuerpo? Tanto valdría hablar del alma sustancial de un barco que sale de un puerto, pierde hoy una tabla que es sustituida por otra de igual forma y tamaño, luego pierde otra pieza y así una a una todas, y vuelve el mismo barco, con igual forma, iguales condiciones marineras, y todos lo reconocen por el mismo. ¿Qué razón desprevenida puede concluir la simplificación del alma del hecho de que tengamos que juzgar y unificar pensamientos? Ni el pensamiento es uno, sino varios, ni el alma es para la razón nada más que la sucesión de estados de conciencia coordinados entre sí» (V, 134).

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34. Incluso esta unión con el Todo y con su reverso (la Nada) desde la noconciencia, inabarcables para el raciocinio humano y su único instrumento de conocimiento que es el lenguaje, es la única realidad que la razón encuentra en la muerte: la pluralidad es solo resultado de la vida. Este aspecto ha sido tratado con interés por David Bohm (2008: 19-52) cuyas tesis cabría relacionarlas con la propia perspectiva del escritor bilbaíno aunque sus teorías no se cruzaran en el tiempo. 35. Lo que no descarta la comparación con otros textos tal y como hizo Sergi Beser (1963) al estudiar L’Escolium de Joan Maragall como fuente de Niebla. Y no fue el único trabajo preocupado en relacionar a sendos autores. 36. Como tan acertadamente defendió y demostró Bénédicte Vauthier (2004) este es motivo constante del libro y del estilo genuinamente unamuniano.

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