Del político a El príncipe. Reflexiones sobre El príncipe de Maquiavelo a propósito de su centenario

June 6, 2017 | Autor: Miguel Saralegui | Categoría: Machiavelli, The Prince, Maquiavelo, El Principe Nicolas Maquiavelo
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SEMBLANZAS

Del político a ‘El Príncipe’ Reflexiones sobre ‘El Príncipe’ de Maquiavelo a propósito de su centenario. miguel saralegui

Hace poco más de cinco siglos Maquiavelo escribe, desde su exilio, a su amigo Francesco Vettori, representante de Florencia ante el papa León X: “Y como Dante dice que no hay ciencia si no se retiene lo que se ha aprendido, yo he tomado nota de aquello de lo que en mi conversación con ellos he hecho capital y he redactado un opúsculo De principatibus, donde profundizo en la medida de mis posibilidades en las particularidades de este tema, discutiendo qué es un principado, cuántas son sus clases, cómo se adquieren, cómo se conservan y por qué se pierden”1.

Estas frases justifican que durante el año pasado se dedicara atención a El Príncipe, uno de los pocos libros del Renacimiento que no necesitan ni centenarios ni fastos para ser leídos o recordados. Para entender cabalmente el opúsculo es necesario responder a una pregunta preliminar que, en España, ha sido desatendida: ¿quién es la persona que anuncia haber consumado la redacción del opúscu1 N. Maquiavelo a F. Vettori, 10 de diciembre de 1513, recogida en N. Maquiavelo, Antología, traducción de M. A. Granada, Península, Barcelona, 2009, págs. 394-398. Excepto la de esta carta, todas las traducciones son mías.

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lo?, ¿en qué situación se encuentra Maquiavelo cuando anuncia la conclusión de su obra? En los últimos treinta años se ha debatido intensamente sobre el alcance filosófico de su pensamiento. No cabe duda, sin embargo, de que el 10 de diciembre de 1513 Maquiavelo tan solo era un político. Peor aún: un político fracasado. El privilegio por el que Maquiavelo puede considerarse un clásico estriba en su capacidad para interesar a lectores de todo tiempo y lugar. Por mucho que el entorno histórico se transforme, sus obras –sobre todo El Príncipe– sellan la imaginación de los más variados lectores. Maquiavelo no se distingue como pensador político de su gran contemporáneo Francesco Guicciardini por su mayor profundidad o agudeza, sino por una habilidad arcánica de conectarse con el lector, anulando las diferencias intelectuales o políticas. No hay distancia cultural que sobreviva a la pluma de Maquiavelo. Cualquier español de hoy se conmoverá ante las quejas de la que considera la más insopotable de las afrentas de la Fortuna: el desempleo. Completamente desesperado tras casi dieciocho meses sin trabajar, se lamenta ante el mismo Vettori, su incapaz y poderoso amigo: “Pero es imposible que yo pueda mantenerme mucho tiempo así [sin trabajo], porque me estoy arruinando y veo que, si Dios no se muestra más favorable, estaré obligado a marcharme de mi patria y buscar un empleo como representante o auxiliar de un noble o, si no puedo hacer otra cosa, irme a una tierra desierta y enseñar a leer a niños y abandonar aquí a mis camaradas los cuales me pueden dar por muerto”2.

El desconscuelo es pasajero. En diciembre de 1513 Maquiavelo se revuelve contra su fracaso con admirable obstinación. Aproximadamente medio año después de la tortura infligida por su mención en unos subversivos pasquines antimedíceos, el exsecretario lucha contra la marginación a través de una creación político-literaria. De esta manera, la escritura no solo aparece como la solución mágica de la política –como se entiende tanto en la renacentista Utopía como en el barroco Leviatán–, sino también de la existencia privada. La vida política y la 2

N. Maquiavelo a F. Vettori, 10 de junio de 1514.

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privada pueden encontrar su definitiva solución en los consejos de un libro. La metamorfosis de Maquiavelo afecta a su misma identidad personal. Deshecho como político, está obligado a convertirse en escritor. Acierta Ridolfi al vincular creación y fracaso en la personalidad del escritor florentino: “Maquiavelo está destinado a que todas sus obras maestras se deban a la malevolencia, a la indiferencia, al egoísmo de los hombres. A los Médicis, que lo echaron del trabajo, lo encerraron, lo dejaron largamente en el abandono y la miseria, les debe El Príncipe, los Discursos y tantas otras páginas eternas”3. Idealmente, la transformación deberá dar un último paso. Maquiavelo quiere transformarse en escritor para regresar a la política, la cual sigue considerando como su inquebrantable identidad en estos momentos de su vida. En la misma carta de fines de 1513, la obra se entiende como el modo de convencer a los Médicis de que lo vuelvan a contratar: “Me hacía presentarlo [El Príncipe] la necesidad que me abruma, porque yo me consumo y no puedo continuar así mucho tiempo sin que la pobreza me haga digno de desprecio, y además el deseo que tendría de que estos señores Médicis comenzaran a servirse de mí, aunque debieran comenzar por hacerme dar vueltas a una piedra”4.

Este deseo transformativo debe conectarse con la cosmología renacentista: no es casual que Michele Ciliberto haya comparado la antropología maquiaveliana con la idea del hombre-camaleón propugnada por Pico della Mirandola. Previsiblemente esta genética necesidad adaptativa es la responsable de que El Príncipe no resulte extraño a nadie y haya llegado a ser el clásico de los clásicos del pensamiento político moderno. Su plasticidad permite inspirar a los lectores más diversos. Quizá debido a su condición de escritor amateur, quizá debido a la misma novedad que El príncipe encarna, Maquiavelo no solo escribe un libro, sino que reflexiona sobre qué significa componer una obra de teoría política. Quiere justificar la atracción que el político, siempre 3 4

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R. Ridolfi, Vita di Niccolò Machiavelli, Angelo Belardetti, Roma, 1954, págs. 227-228. N. Maquiavelo a F. Vettori, 10 de diciembre de 1513.

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obsesionado por el resultado y el éxito práctico, puede sentir hacia la teoría contenida en este breve tratado. A pesar de su centralidad en la dedicatoria, ha sido habitual desatender esta explícita reflexión. A la hora de explicar el origen del pensamiento político maquiaveliano, se suele recordar la doble fuente teórica y práctica sobre la que construye su propuesta: el conocimiento de las cosas antiguas (una continua lezione delle antique) y la experiencia de la vida política contemporánea (lunga esperienzia delle cose moderne). Vinculada con la relevancia de lo contemporáneo, es habitual recordar la rotunda declaración de realismo político esbozada en el capítulo XV. Se insiste en que Maquiavelo quiere desmarcarse de aquellos que han espiritualizado desmesuradamente la terrenal política: “Muchos se han imaginado repúblicas y principados que jamás se han visto ni conocido en la realidad”.

El florentino deshace la mezcla de normatividad y facticidad que constituye la teoría política al decantarse completamente por los hechos. A Maquiavelo solo interesará lo que es, únicamente escribirá acerca de lo que ha ocurrido y puede ocurrir: “Pero, al ser mi objetivo escribir algo que sea útil a quien lo leyera, me ha parecido más conveniente ir tras la verdad efectual de la cosas que tras su imaginación”.

La insistencia en estos aspectos metodológicos –realismo y doble raíz, erudita y práctica, del conocimiento político– es acertada. Sin embargo, pasa por alto una reflexión previa que es precisamente la que permite a Maquiavelo atreverse a ser escritor. ¿Qué es El Príncipe? Más aún, ¿cómo es posible que un poderoso se interese por las recomendaciones de quien ha sido condenado a la marginación pública? Por mucha autoridad que haya alcanzado, el potentado solo vive una vez. El Príncipe, más que ahorrarle tiempo, evitará su malgasto. El opúsculo se entiende como un concentrado de experiencia que multiplicará las probabilidades de éxito. El tiempo representa un papel fundamental en la teoría política

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de Maquiavelo. Si se carece del momento adecuado –sin ocasión de acuerdo a la móvil terminología del pensamiento maquiaveliano–, la virtud política –por elevada, sólida y fuerte que sea– carecerá de consecuencias prácticas, morirá, como el protagonista Del arte de la guerra, sin siquiera haber rozado el éxito. La relación con el tiempo determina, sin embargo, no sólo la teoría política de Maquiavelo, sino la misma constitución literaria de El Príncipe. Por este motivo, en la dedicatoria abundarán las palabras de este campo semántico. Por un lado, términos que expresan una larga duración –como tanti anni (tantos años), lunga esperienzia (larga experiencia), continua lezione (continuo aprendizaje)– describen el conocimiento que ofrece Maquiavelo. Por otro, palabras que denotan concentración temporal –breve (breve), brevissimo tempo (brevísimo tiempo), ridotte (reducidas), piccolo (pequeño)– deberían convencer al poderoso lector de que, gastando poco tiempo, obtendrá ingentes beneficios políticos. La misma idea del libro público como concentrado de tiempo revela ya una caracterización de la política: nos las veremos con un asunto complicado. Si el éxito no obligase a un gran esfuerzo intelectual y práctico, ¿por qué se necesitaría un artilugio tan sofisticado como un depósito de tiempo? Hay una frase en el capítulo segundo de El Príncipe que certifica que lo sencillo no traspasará sus puertas: “Los Estados hereditarios o acostumbrados a la estirpe de su príncipe tienen muchas menos dificultades para mantenerse”.

Dada la exigencia de dificultad, Maquiavelo tan solo dedicará a este tipo de regímenes un segundo exiguo capítulo de poco más de 200 palabras. Por este desinterés que la política nueva siente hacia lo recibido y lo dado, el mismo título de El Príncipe puede conducir a engaños. El Príncipe excluye al heredero y al delfín, se despreocupa de familias dinásticas casi desde su mismo inicio. El opúsculo se centra en una figura política muy particular, de especial relevancia en la coyuntura política italiana del Renacimiento: el príncipe nuevo. En su esencia, el príncipe nuevo no se diferencia del político contemporáneo: ambos nacen sin poder y su exis-

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tencia se resume en rellenar ese vacío y, una vez obtenido, legitimarlo. No resulta extraño que muchos de los lectores más importantes de El Príncipe pertenezcan a ambientes políticos plenamente democráticos, incluso revolucionarios. Más allá de la manida cuestión del filopopopulismo o filomonarquismo de Maquiavelo, El Príncipe retrata a un político que carece absolutamente de superioridad ontológica. Solo a través del hacer –y no del ser– podrá alcanzar el dominio del resto de los actores sociales. Si se descuentan las acciones crueles y violentas, como las de Agátocles en el capítulo VIII, la misma terminología bélica de El Príncipe servirá para describir una de las figuras centrales de la política contemporánea: las campañas electorales. La perentoriedad de los consejos, la misma posibilidad del completo fracaso describen a un protagonista que padece agobios y frustraciones completamente actuales. Antes de que las redes sociales decretaran el triunfo de lo inmediato, Maquiavelo ya percibió unas de las tragedias de la política moderna. Al no heredar su poder, el político vive siempre en campaña. El enseñamiento con el que condena a los príncipes italianos en el capítulo XXIV retrata a la política como una moralista ruleta rusa. Nada hay menos seguro que alcanzar el éxito en política –la campaña ampara un potencial de desastre mayor al de la sucesión dinástica–, pero no por ello Maquiavelo ahorrará un solo reproche a aquellos príncipes que no han sabido solidificarlo. Por esta vía, el político de El Príncipe llega a parecerse al caballero andante descrito en El Quijote: un ser para el que no existe resultado mediano: o el gobierno de un Imperio o la tunda de los yangüeses. La violencia y la fuerza, encarnadas paradigmáticamente en César Borgia, fascinan a Maquiavelo y alejan, por un instante, a su príncipe de nuestro político. Nuevamente estas dos cualidades deben entenderse en relación con el tiempo. El triunfo depende de la ocasión y esta –al menos en El Príncipe– se extiende sobre lapsos muy cortos. La ocasión supone una amenaza incluso para un político hábil: el modo de ser que hoy le da el éxito mañana le reportará el fracaso. Esta inestabilidad y fugacidad, más que justificar, explican la importancia

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de la violencia en este cosmos político. Cuando la ocasión expire, la virtud se revelará como inservible. Antes de que se consume esta inanidad, al político solo le quedará la opción de acelerar sus posibilidades a través de la joven y rápida violencia. El príncipe nuevo carece de legitimidad. Sin duda, los mecanismos por los que la alcanza difieren mucho de los que se le exigen al político contemporáneo. Sin embargo, ambos –príncipe nuevo y político contemporáneo– quedan hermanados por su inicial carencia. No nacen con legitimidad; solo su desempeño político les permitirá conseguirla. El agobio que desprenden ambas figuras se resume en encontrar un título –ya sea un éxito militar incontrovertible, ya el respeto a los mecanismos legales de obtención del poder– que permitan que la inicial desnudez política sea escondida por la apariencia de un poder duradero. El príncipe nuevo es un obsesivo buscador de legitimidad. No extrañará, por tanto, que este organismo de todo o nada, de blanco y negro lo domine la caprichosa diosa de lo sublunar. Puede que en El Príncipe la Fortuna deje algún resquicio por el que la libertad pueda colarse, pero, sin su permiso, la vida humana no se atreverá a entrar en la esfera pública. La Fortuna, a través de la ocasión, determinará si una virtud puede ejercer efectividad política o si permanecerá encerrada en la pura privacidad. Cuando la diosa ataca, solo sobrevivirá la intimidad apolítica. Así se lamenta Maquiavelo durante su ostracismo: “Porque la fortuna no me ha dejado otra cosa que los familiares y los amigos”5.

Por muchas inclinaciones hacia el voluntarismo, la contradicción se resuelve del lado de la diosa Fortuna, al menos, si como Maquiavelo escribe en la dedicatoria, interesan “las acciones de los hombres grandes”. Aunque no otorgue directamente ninguna virtud, la Fortuna aparece como la única dueña de la decisión de que el protagonista político sea un fracasado, como el Fabrizio Colonna de Del arte de 5

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N. Maquiavelo a G. Vernacci, 19 de noviembre de 1515.

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la guerra, o un majestuoso y modélico héroe, como los Moisés, Ciro, Rómulo y Teseo del capítulo sexto de El Príncipe. Desde que Maquiavelo escribiera su opúsculo, la Modernidad ha ofrecido concepciones de lo político sustancialmente diferentes. Más aún, las contradictorias lecturas de El Príncipe han promocionado estas incompatibles maneras de entender lo público. Lo político como lugar donde salvar el alma, ya sea la personal del príncipe, ya la colectiva del pueblo. La vida política como solución a todos los problemas terrenales. La política como la distinción entre amigo y enemigo. Quizá en las últimas décadas ha prevalecido una idea de lo político como organizador de procesos y de decisiones individuales o maximizador de beneficios económicos. Ese ansioso rastreador de legitimidad que es el príncipe nuevo no busca en la política otra cosa que el ejercicio del poder, es decir, el dominio del tiempo sobre un espacio. Frecuentemente se le ha criticado a Maquiavelo por considerar el poder como un fin en sí mismo. Existe una valiosa lección en esta moralista crítica. En El Príncipe la política agota el tiempo. No existe un más allá de la política –este por fin seguro y absoluto– que pueda juzgarla. La política es tiempo y su misión no consiste en traspasar, subyugar o eliminar el tiempo, sino simplemente en dominar y ordenarlo

Miguel Saralegui es profesor del Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales (Santiago de Chile). Autor del libro Maquiavelo y la contradicción.

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