Del Orientalismo a Oriente (I). Oriente en Occidente. Una historia de fascinación y dominación

August 9, 2017 | Autor: C. Nieto Yusta | Categoría: Postcolonial Studies, Postmodernism, Orientalism
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DEL ORIENTALISMO A ORIENTE (I) Oriente en Occidente. Una historia de fascinación y dominación Constanza Nieto Yusta

A lo largo de este apartado, centraremos nuestro análisis en lo que ha sido desde tiempos remotos el objeto de mayor fascinación para el mundo occidental: Oriente. Su presencia lejana y remota en el tiempo, los misterios y excesos de sus leyendas y mitos, la fastuosidad y el derroche dorado y cuasi barroco de sus manifestaciones estéticas, la violencia de su historia…, toda una serie de interpretaciones sobre “lo oriental” fueron constituyendo a lo largo de los siglos un imaginario con el que Occidente concebiría a Oriente no sólo como su contrapartida geográfica, sino también histórica, social, política y estéticamente. Fue a partir de la construcción de Oriente por el mundo occidental como nacería el dispositivo discursivo y epistemológico que Edward Said denomina orientalismo. Será a partir del ensayo del pensador palestino como abordemos las principales estrategias orientalistas y cómo éstas fueron desarrollándose en el tiempo. Si bien las aportaciones de Spivak y Bhabha han sido fundamentales para el pensamiento poscolonial –y como tales aparecerán en esta asignatura-, será Edward Said quien ocupe en este apartado nuestras reflexiones.

La aparición en 1978 de su estudio Orientalism, supuso un hito en el modo de comprender las estrategias de poder que Occidente desplegó en torno a lo no occidental. Said caracterizará el Orientalismo como “la distribución de una cierta conciencia geopolítica en unos textos estéticos, eruditos, económicos, sociológicos, históricos y filológicos; es la elaboración

de una distinción

geográfica básica (el mundo está formado por dos mitades diferentes, Oriente y Occidente) y también, de una serie completa de que no sólo crea el propio orientalismo, sino que también mantiene a través de sus descubrimientos eruditos, sus reconstrucciones filológicas, sus análisis psicológicos y sus descripciones geográficas y sociológicas; es una cierta voluntad o intención de comprender –y en algunos casos, de controlar, manipular e

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incluso incorporar- lo que manifiestamente es un mundo diferente (alternativo o nuevo) […] un discurso que […] se conforma a través de un intercambio con el poder político (como el estado colonial o imperial), con el poder intelectual (como las ciencias predominantes: la lingüística comparada, la anatomía o cualquiera de las ciencias de la política moderna, con el poder cultural (con las ortodoxias y los cánones que rigen los gustos, los valores y los textos); con el poder moral (con las ideas sobre lo que hacemos y no pueden hacer o comprender del mismo modo que ) ”.

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Las representaciones orientalistas tuvieron dos etapas de formulación y elaboración: un primer momento estaría constituido por el imaginario existente hasta finales del siglo XVIII, y un segundo periodo, el llamado por Said “orientalismo moderno”, abarcaría el siglo XIX, prolongándose, con variaciones, hasta nuestros días.

“Lo oriental”, como denominación genérica de todo lo concerniente a Asia

y al Este, había sido moneda de cambio en Europa. Empleado por

Geoffrey Chaucer y William Shakespeare pero también en el ámbito político, con lo oriental se entendía todo lo opuesto a lo occidental: otro contexto, otra historia, otra sociedad, otra cultura, otra raza, otro carácter, otro estilo. No obstante, lo que Said denomina “el orientalismo moderno” no comenzaría a formularse hasta finales del siglo XVIII, siendo en el periodo que abarca desde 1815 hasta 1914 cuando tomaría su forma definitiva: el periodo en el que Europa/Occidente se expandió colonialmente de forma definitiva por el mundo. Fue entonces cuando se pusieron en marcha todas las representaciones que conformarían el discurso orientalista. El “boom” de lo oriental que se produciría en el siglo XIX fue la consecuencia de la invasión napoleónica de Egipto en 1798; tras esta campaña, de la que resultó la “Biblia” para el imaginario orientalista – la serie de publicaciones que constituirían la Description de l’Egypte -, se prodigaron los descubrimientos sobre lenguas orientales, los estudios

lingüísticos,

las

traducciones

y

las

publicaciones

científicas

orientalistas, reforzadas por la creación de numerosas instituciones como la Societé Asiatique, la Royal Asiatic Society o la American Oriental Society. Y 1

SAID, Edward W., Orientalismo, Barcelona, DeBolsillo, 2004, p.34.

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junto al ámbito de investigación, el orientalismo también se vería reforzado por la fascinación estética que ejerció sobre literatos y artistas. Todos quisieron viajar a Oriente, todos quisieron incorporar el nuevo modo “no- occidental” a sus obras. Chateaubriand viajaría de París a Jerusalén y de Jerusalén a París, recogiendo su experiencia en los Itineraires publicados en 1811; Lamartine partió a Oriente en 1833 en su deseo de una experiencia interior; Gerard de Nerval escribiría su Viaje a Oriente y Gustave Flaubert Salambó y La tentación de San Antonio tras sus peregrinaciones por el mundo oriental. Victor Hugo, Lord Byron y Goethe, asimismo, encontraron un hueco en sus descripciones para Oriente. En la pintura, Ingres se recrearía en los ambientes sensuales de los baños turcos y en las grandes odaliscas; Delacroix rememoraría a la mujeres de Argel y fabularía sobre Constantinopla; y Gustave Moreau desbordaría sus composiciones de monstruos y ambientes recargados al estilo oriental. Con el japonismo puesto en marcha a finales del siglo XIX, el mosaico de orientalismos quedó completado: junto al imaginario proporcionado por Oriente Próximo, irrumpiría el del Lejano Oriente marcando todo el transcurso de la modernidad artística desde el impresionismo hasta las vanguardias artísticas y poniendo en marcha nuevos discursos que si bien actuaron desde campos muy diversos vinieron a reforzar y prolongar en el tiempo la contraposición entre Occidente y Oriente. Es a causa de esta configuración de toda una serie

de “Orientes” (“…un

Oriente lingüístico, un Oriente freudiano, un Oriente spengleriano, un Oriente darwiniano, un Oriente racista, etc.” 2) desde el discurso geopolítico occidental, donde Said encuentra la imposibilidad de poder impiden imaginar un Oriente no orientalizado, esto es, un Oriente no sometido a la visión occidental. Y esta imposibilidad llegaría a prolongarse hasta hoy en día. Pues aunque Said desarrolla su estudio hasta el siglo XX, en el que continuó la prolongación de los estereotipos decimonónicos de lo oriental mediante la estandarización cultural que resultó del auge de los medios de comunicación audiovisuales como el cine o la televisión, su lectura podría extrapolarse hasta nuestro sigIo XXI, donde la nueva dimensión global introducida por Internet podría 2

Op. cit., p. 47.

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configurarse como otro nuevo canal, más veloz, para la pervivencia cabría preguntarse si continúan existiendo los mismos mecanismos de difusión de estereotipos.

Oriente siempre ha estado presente en el mundo occidental y en una relación dialéctica que lo presentaba como contrapartida de Occidente pero, a la vez, como una incorporación deseada para la constitución y poder del mismo. Si bien ya encontramos referencias a Oriente en Homero, es en Los nueve libros de historia de Herodoto donde hay un primer intento científico de clasificación etnográfica del mundo conocido (Europa, Asia, África) en función de la geografía, historia y costumbres de sus pueblos, quedando el mundo dividido en dos grandes bloques: el griego/occidental (Europa) y el constituido por los bárbaros/orientales (Asia, África), siendo éste último el objetivo de las conquistas del primero. Con el triunfo sobre el imperio persa y la conquista de la India por parte de Alejandro Magno, Grecia incorporaría a sus territorios ese otro mundo que era Oriente, comenzando una asimilación occidental de la cultura oriental que se vería prolongada en el tiempo con las políticas imperiales romanas. Fue con la irrupción del cristianismo en la historia cuando Oriente asentaría de

forma

definitiva

su

presencia

en

el

mundo

occidental.

Pues,

paradójicamente –y decimos paradójicamente por el rumbo que tomaron los hechos en la historia posterior-, la nueva religión vendría al mundo de la mano de dos hechos que la vincularían al mundo oriental de forma definitiva: en primer lugar, el cristianismo establecía sus raíces en la Biblia o lo que es lo mismo, en la tradición judía; y, en segundo lugar, fue de la mano del emperador romano oriental por excelencia en tanto fundador de la nueva Roma en Constantinopla, Constantino I el Grande, como el cristianismo abandonaría la 4

clandestinidad para ser la religión oficial (Edicto de Milán, 313). Con el advenimiento del Islam en el siglo VII, ese rumbo cambiaría: al reivindicarse como la heredera de la tradición bíblica, el Islam se convirtió en sinónimo de amenaza y, en consecuencia, pasó a ser el enemigo a combatir. Occidente inició así sus cruzadas contra los herejes, conformando uno de los elementos fundamentales en el imaginario histórico occidental: la lucha por preservar la identidad frente a la amenaza que encarna el otro oriental. La Edad Moderna vería, con satisfacción, cómo Occidente se imponía frente a los otros mundos. En 1453 caía Constantinopla y en 1492, casi como un símbolo de la hegemonía incontestable que Occidente buscaba demostrar a la humanidad, tenían lugar dos acontecimientos históricos que venían a satisfacer este deseo: la expulsión de los musulmanes de Granada y el descubrimiento del Nuevo Mundo. Los Reyes Católicos habían logrado bajo su mandato el gran sueño occidental: la expulsión del otro amenazador y la conquista de unos nuevos territorios para la expansión del viejo continente. Y tras la batalla de Lepanto en 1571, el sueño se hacía realidad: el peligro de ese otro que era el Islam sucumbió bajo la omnipotencia occidental encarnada por el cristianismo. 

Puesto que este es un tema dedicado a Oriente y el orientalismo, las consecuencias de la conquista de América serán objeto de análisis en otros temas de esta asignatura. No obstante, es importante que el alumno tenga muy presentes ambos acontecimientos como las dos caras de una misma moneda, el discurso con el que Occidente fue construyendo su hegemonía geo-cultural en la historia.

Francisco Pradillo, La rendición de Granada, 1882.

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No obstante,

a pesar de la imperiosa necesidad de demostración de la

supremacía sobre lo oriental, Europa nunca dejó de estar fascinada por ese mundo extraño al suyo. Y, aunque durante la Edad Moderna la presencia de lo oriental poblaría la obra de pintores como los hermanos Bellini, Giorgione, Tintoretto, Rembrandt o Rubens, no sería hasta el siglo inaugural de la Edad Contemporánea, el siglo XVIII, cuando este interés comenzaría a extenderse hasta transformarse, como veremos, en una verdadera disciplina científicodiscursiva en el siglo XIX.

Gentile Bellini, Mehmed II, 1480, National Gallery, Londres.

Rembrandt, David tocando el arpa, Ca. 1655, La Haya.

Tintoretto, Batalla entre turcos y cristianos, Ca. 1580, Museo del Prado, Madrid.

Rubens, La caza del tigre, Ca. 1616, Museo de Bellas Artes de Rennes.

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La influencia de Turquía en Europa durante el siglo XVIII sería el punto de partida del orientalismo que se consolidaría durante el

periodo

decimonónico. Aunque el Imperio otomano se hallaba ya lejos de su periodo de esplendor, los dominios que éste había establecido por todo el Mediterráneo permitieron la propagación y el conocimiento de buena parte de su cultura. Si ya en el siglo XVII la influencia otomana podía constatarse en la exuberancia ornamental del estilo Rococó, en el siglo XVIII la presencia de lo oriental se convertiría en una tendencia generalizada dentro de las manifestaciones artísticas. Las razones de esta explosión de Oriente en la Europa del siglo XVIII fueron de distinta índole, pero quizás dos sean las principales: en primer lugar, el mayor y pacífico contacto político entre Europa y Turquía resultado de la expulsión de los turcos de Hungría y, en segundo lugar, como consecuencia de lo primero, el aumento de los viajes y expediciones de los europeos a territorios orientales. Botánicos y geógrafos en su mayor parte, junto con científicos especializados en campos muy diversos, emprendieron su marcha a Oriente, volviendo a la patria Europa con toda una serie de descubrimientos y anécdotas que, junto a las experiencias orientales de embajadores, diplomáticos y gentes de buena cuna, fueron conformando el imaginario occidental en torno a lo oriental. De este modo, el siglo XVIII inició lo que en el XIX se convertiría en una ley: la descripción relatada de Oriente. Su fabulación. Una ficción que tomaría los tintes de la realidad. Y es que cuando una narración se pone en marcha desde todos los puntos de vista posibles (políticos, sociales, filosóficos, literarios, artísticos), y cuando estos puntos de vista proceden de la autoridad que envuelve a los personajes ilustres

de

una

época,

lo

narrado

abandona

el

ámbito

de

la

opinión/fantasía/literatura para autoproclamarse verdad/realidad/mundo.

La idea que el siglo XVIII se forjaría de lo oriental se labró desde múltiples frentes. La traducción de obras literarias como Las mil y una noches, publicada por primera vez en francés en 1704, habían fomentado un conocimiento ameno y completo del Oriente exótico demandado por el imaginario occidental. Un imaginario que también se podía alimentar desde la lectura de algunos de los 7

más ilustres filósofos del momento que, además de su dedicación a la racionalidad y a las leyes, introdujeron el toque oriental en algunas de sus obras literarias: así se observa en las Cartas persas de Montesquieu (1721), en Zaïre de Voltaire (1731) y Las joyas indiscretas de Diderot (1748). Pero la idea de lo oriental que recorrería el siglo XVIII obtuvo su máxima difusión a partir de las experiencias de viva voz que aportaron los occidentales que conocieron in situ el fascinante Oriente. La recopilación de grabados realizados por Le Hay que, bajo la orden del que fuera el embajador francés en Constantinopla, Charles de Ferriol, se editaría en 1714 con el nombre de Recueil de cent estampes représentant différentes nations du Levant, puso en circulación las imágenes de la alteridad: en ellas, hombres con turbantes y largas barbas y mujeres completamente cubiertas con velos y túnicas, desafiaban las costumbres occidentales e introducían el misterio y el extrañamiento propio de los mundos ajenos. Y la correspondencia que la británica Lady Mary Wortley Montagu mantendría durante su viaje a Turquía y que se publicaría en 1763, cautivaría a los lectores europeos con su tono intimista y la minuciosidad de las descripciones, e impulsaría aún más lo que se había erigido como la gran moda, el orientalismo. Todo el mundo quiso salir de Europa para recorrer lo que ya se había convertido en un mundo imaginario, o en su defecto, a falta de la experiencia directa del viaje, siempre quedaba la reconstrucción del exotismo en la propia casa, tal y como hicieron Madame de Pompadour y Maria Antonieta poblando sus palacios con objetos exóticos y recubriéndose con ricas túnicas a la última moda oriental.

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Le Hay, dos de los grabados para Recueil de cent estampes représentant différentes nations du Levant de Charles de Ferriol, 1714.

Jonathan Richardson, Retrato de Lady Mary Wortley Montagu, Ca. 1725. Colección privada.

Así fue como un conjunto de ideas y valores sobre lo oriental, procedentes, no olvidemos, de narraciones occidentales, fueron constituyendo en Europa no sólo una imagen sino lo que se entendería como la realidad oriental, como el Oriente mismo. Oriente quedaría definido como el lugar de la exuberancia y excentricidad desbordantes, como la tierra del eterno dorado, de los misterios y las leyendas, como el territorio de los sultanes, las cacerías de fieras y los 9

baños de odaliscas. Avalado por los relatos de los científicos, las experiencias de diplomáticos, las reflexiones filosóficas, pero también por las clasificaciones que Linneo y Buffon habían realizado de la naturaleza y de los tipos humanos, responsables de la contraposición insoluble entre las razas (occidentales-no occidentales), el imaginario oriental quedaría perfectamente configurado. Y así se comprobaría en numerosas representaciones pictóricas del siglo: la representación de África de Tiepolo; los retratos de sultanes persas como el esbozado por Watteau; la valentía de los cazadores de leopardos y la sensualidad de las odaliscas, tal y como mostró Boucher; o la representación de los espacios de placer que eran los harenes que hicieron pintores como Francesco Guardi, son algunos ejemplos3.

G. Tiepolo, África (detalle), 1753, fresco, Residencia de Würzburg.

J.A. Watteau, Persa sentado, 1715, Museo del Louvre, Paris.

Ejemplos de artistas habituales en la historia del arte que conviven con otros menos conocidos pero cuya producción resulta fundamental de cara al análisis del orientalismo. Es el caso de los pintores Jean-Baptiste Van Mour, Jean-Étienne Liotard y Antoine de Favray, cuya actividad se desarrolló en la misma Constantinopla casi a modo de un registro visual de las costumbres y la vida orientales. 3

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F. Boucher, Caza del leopardo, 1736, Museo Picardie, Amiens.

F.Boucher, Odalisca, 1745, Museo del Louvre.

Francesco Guardi, Harén, 1743, Kunstmuseum, Düsseldorf.

Pero vayamos al siglo XIX, el siglo en el que se configuraría el orientalismo, principalmente de la mano de Francia. Si bien el papel de Inglaterra durante este siglo fue, asimismo, importante en lo que se refiere a conquistas ya que se logró el asentamiento y control en Nueva Zelanda y en la India, dejaremos el análisis de las consecuencias del imperialismo británico para el momento en el que lleguemos al siglo XX, pues fue a sus inicios cuando Gran Bretaña alcanzaría su máximo poder colonial. Ahora, para poder entender el origen del orientalismo, nos quedaremos en el siglo XIX francés. Un siglo que fue el de Napoleón, qué duda cabe. Pues bajo sus campañas, no sólo 11

sucumbió al poder francés la inmensa mayoría de Europa, sino que se iniciaría el ambicioso proyecto de la expansión hacia Oriente con un objetivo muy concreto: Egipto. Antes de la expedición napoleónica al país de los faraones, existieron varios intentos europeos de conquistar Oriente por parte de grandes conocedores de la cultura y las lenguas orientales como Anquetil-Duperron y William Jones. Pero sus investigaciones en la India no pudieron ser más que un preludio de la titánica tarea napoleónica. Pues, aunque Anquetil-Duperron (traductor de las lenguas indias antiguas y de sus principales textos) y William Jones (responsable del descubrimiento y análisis del origen y estructura de las lenguas indoeuropeas) permitieron que en Europa se adquiriera un conocimiento científico de la India al desentramar su lengua clásica, su historia y sus creencias religiosas, sus investigaciones no fueron concebidas como parte de un proyecto de conquista absoluta de Oriente. Para eso hubo que esperar a 1797, año en el que Napoleón, ya tendría esbozado su perfecto plan para la invasión y dominio de Egipto.

J.L. Gérôme, Edipo o el General Bonaparte en Egipto, 1867/1868, Club Diplomático, El Cairo.

Napoleón, interesado desde su juventud por Oriente, consideró la conquista de Egipto un proyecto fundamental para su expansión, y nada lejos de ser imposible, un proyecto factible. Se suele decir querer es poder, pero en el caso de Napoleón fue a la inversa: se podía conquistar Egipto, luego se quería conquistar

Egipto.

Esta

confianza

en

semejante

tarea

procedía

del

conocimiento que Francia había adquirido sobre el mundo oriental a lo largo del siglo anterior. La epidemia de lo oriental en Europa había generado una ingente 12

cantidad de textos tal y como hemos visto, pero también estudios de carácter más erudito y /o científico: en 1735 el abad Le Mascrier había publicado su Description de l’Égypte; desde 1765, año de su primera publicación, Raymond Schaw continuaba ampliando su monumental trabajo La Renaissance orientale, labor que no culminaría hasta 1850; y en 1787 habían sido publicados los dos volúmenes de los viajes del conde de Volney, Voyage en Égypte et en Sirie, fundamentales para la empresa napoleónica. Napoleón, por tanto, no sólo contaba con los datos fundamentales para toda estrategia militar (datos geográficos, políticos y geográficos), sino también con toda la información necesaria para una conquista “espiritual” de Oriente (conocimiento de su lengua, tradición, cultura y costumbres). Gracias a los estudios orientalistas Napoleón se vio capaz de iniciar semejante empresa; y aunque sus campañas militares en Egipto y Siria fueron, en lo que a victorias militares se refiere, un fracaso, con ellas Napoleón obtendría, como veremos, un gran triunfo (epistemológico) para Occidente.

Es este el punto al que queríamos llegar y con el que enlazamos directamente con el estudio de Said que atraviesa transversalmente todo este tema y el siguiente. Pues lo que estaba en juego con Napoleón y su expedición egipcia no fue sólo otra estrategia más dentro de las campañas del emperador francés. Los resultados científicos de su expedición permiten comprobar que el interés que Occidente llevaba manifestando hacia Oriente desde tiempo atrás y que había derivado en todo un imaginario legitimado por la literatura, los relatos de los viajeros, obras teatrales, las clasificaciones, etc…, no era sino un discurso con el que abarcar, explicar, domesticar, dominar, al otro oriental. Un discurso del que Napoleón fue más que consciente desde los preparativos de su campaña egipcia y con el que quiso escenificar su desembarco en Alejandría el 1 de julio de 1798. A bordo de un gran buque llamado “Oriente” y rodeado de un gran comité de científicos y expertos orientalistas, Napoleón demostraba que el dominio militar no podía entenderse sin el dominio epistemológico: “…sus planes para Egipto se convirtieron en el primero de una

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serie de contactos entre Europa y Oriente en los que la especialidad del orientalista se ponía directamente al servicio de la conquista colonial.”4 Sin temer los enigmas ni los misterios de las esfinges, este “Mahoma occidental” -tal y como definiría Victor Hugo al conquistador de Egipto en su poema “Lui”- inició su gran empresa de investigación y recopilación de la cultura egipcia, una tarea que comenzó a dar importantes frutos ya en 1799 con el descubrimiento de la piedra de Rosetta, y que se vería materializada de forma definitiva en lo que fue su superación del proyecto que Le Mascrier realizara años antes. Con la publicación de los veintitrés volúmenes de la definitiva Description de l’Égypte, aparecidos entre 1809 y 1828, la realidad egipcia, su geografía, su historia, su tradición, fueron reformulados desde las metodologías de estudio occidentales. Pues, tal y como rezaba el prefacio de su segunda edición, “hacía falta un acontecimiento extraordinario, una circunstancia más favorable que la presencia de una armada victoriosa, para lograr los medios de estudio de Egipto con el cuidado que merece”. Y es que “bajo los griegos, e incluso bajo los romanos, no se permitió a los extranjeros penetrar en el interior de los templos. Abandonados sucesivamente por el efecto de las revoluciones políticas y religiosas, estos monumentos dejaron de ser accesibles a los viajeros europeos desde el establecimiento de la religión mahometana.”5 Fue necesaria la llegada de Napoleón para “reunir los recuerdos del Egipto antiguo para la gloria de la Francia moderna” 6: así fue como Oriente, por fin, volvería a dejarse recorrer por los europeos hasta entonces desterrados y que, ansiosos por rescatar a Egipto de su abandono occidental, emprendieron su definición y catalogación definitivas. “Describir, dibujar los edificios antiguos de los que Egipto está, por así decir, cubierto; observar y reunir todas las producciones naturales; formar mapas exactos y detallados del país; recopilar los fragmentos antiguos; estudiar el sol, el clima y 4

SAID, Edward W., Orientalismo, Barcelona, DeBolsillo, 2002, p. 119.

JOMARD, François et al (ed.), Description de l’Egypte ou Recueil des observations et des recherches qui ont été faites en Egypte pendant l’expédition de l’armée française, Paris, C.L.F. Panckoucke, 1821, Tome Premier (Antiquités-Descriptions), p. VIII. La traducción es mía. Todos los volúmenes de la edición original pueden consultarse en www gallica.bnf.fr. 6 Op cit, p.IX. 5

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la geografía física; en fin, unir todos los resultados que interesan a la historia de la sociedad, de las ciencias y de las artes: tal fue el fin de esta empresa”.7 Una empresa de (re) formulación textual y visual que encontraría su materialización en Europa bajo el formato de las colecciones de arte oriental que, tras las expediciones, vendrían a completar las galerías de los grandes museos como el Louvre o el Museo Británico. El botín de la conquista se exhibiría como el mayor esfuerzo de investigación científica realizado sobre un Oriente hasta entonces desordenado y que a partir de ese momento ya podría pasar a formar parte de la Historia universal occidental. Oriente ya había sido incorporado y definido según los parámetros de Occidente, y como tal sería expuesto tras las vitrinas. Oriente dejaba de ser algo exterior y lejano al universo occidental: algo que había quedado más que probado en 1859 con lo que vendría a ser la conexión definitiva entre los dos mundos, la construcción del canal de Suez por Ferdinand de Lesseps.

Como resultado de las campañas, el siglo XIX europeo fue completando el imaginario oriental que venía construyéndose desde el siglo XVIII.

J.A.D. Ingres, Gran Odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.

7

J.A.D. Ingres, Baño turco, 1859-1863. Museo del Louvre, Paris.

Op cit, p VIII.

15

E. Delacroix, Combate del Giaour y Hassan, 1826, The Art Institute of Chicago.



E. Delacroix, La muerte de Sardanápalo, 1827, Museo del Louvre, Paris.

Para completar la lectura de Said y profundizar en la construcción de la imagen de Oriente decimonónica, el alumno puede leer el capítulo “The imaginary Orient” del libro de Linda Nochlin Politics of Vision: Essays on Nineteenth-Century Art and Society, colgado en la página web de la asignatura.

A las ensoñaciones turcas anteriores –no dejadas de lado, tal y como atestiguan obras como La gran odalisca y El baño turco de Ingres - y junto a otras producciones resultado de los viajes de los artistas a Oriente –como las numerosas escenas pintadas por Delacroix tras su viaje a Marruecos-, se incorporarían toda una serie de narraciones y representaciones resultado de la expedición napoleónica y que derivarían en una “egiptomanía” que aún a día de hoy sigue vigente bajo el formato de grandes exposiciones, películas de búsquedas arqueológicas y documentales de divulgación. En el ámbito literario, poemas como El Giaour de Lord Byron (1813) o Les Orientales de Victor Hugo (1829); relatos de viajes como el Itinéraire de Paris a Jerusalem (1811) de Chateaubriand y el Voyage en Orient (1835) de Lamartine; y, muy especialmente, novelas orientalizadas en forma y contenido como Salambó (1862) de Flaubert, continuaron alimentando las narraciones e imágenes legendarias del Oriente remoto y voluptuoso en Occidente. La música también quiso incorporar los motivos orientales a sus composiciones: un ejemplo en 16

Francia serían las cantatas La muerte de Cleopatra (1829) y La muerte de Sardanápalo (1830) de Berlioz, pero el fenómeno fue europeo: así, es en esta línea como han de entender la Marcha persa de Strauss (1864), Aida de Verdi (1871) o Scheherezade de Nikolái Rimski-Korsakov (1888). Y en el terreno de la creación plástica, muchos fueron los artistas que se dedicaron a explorar en sus obras las posibilidades que ofrecía la tierra de los faraones como nuevo repertorio iconográfico con el que salpicar de exotismo los estilos europeos. Desde los dibujos minuciosos del que fue el cronista gráfico por excelencia de la expedición egipcia, Vivant Denon, o las recreaciones de las batallas y hazañas napoleónicas de Gros, pasando por las vistas de Eugène Fromentin y las escenas costumbristas del que fuera el pintor orientalista por excelencia, Jean Léon Gérôme, para llegar a los universos oníricos, dorados y amenazantes del simbolismo finisecular representado por la pintura de Gustave Moreau, Egipto se incorporaría al imaginario oriental europeo decimonónico de forma definitiva. Incluso el Impresionismo se haría eco de la moda orientalista, aunque de un modo no homogéneo, esto es, variando en función de cada pintor.

Dominique Vivant Denon, Denon dibujando las ruinas en Hierakonpolis, 1802, British Museum, Londres.

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B.A.J. Gros, Batalla de las Pirámides, 1810, Musée National du Château, Versailles.

Jean Léon Gérôme, Mercado de esclavos, 1866.

Eugène Fromentin, Vista del Nilo, Ca. 1870, Museo de Orsay, Paris.

Gustave Moreau, Cleopatra, Ca. 1887, Louvre, Paris.

Lo que ya se había erigido como la más moderna tradición, el orientalismo en Occidente, continuaría estando presente en los últimos movimientos artísticos del siglo XIX y en los ismos que marcarían el siglo XX, aunque, como veremos, la estética oriental tomaría un camino distinto al predominante en los tiempos anteriores. Este cambio de rumbo ya estuvo patente en el padre de los impresionistas, Édouard Manet; pues si bien en Manet encontramos una materialización literal del imaginario precedente en la 18

Odalisca que realizaría entre 1862 y 1866, esta obra constituiría una excepción que sólo se prolongaría en algunos ejemplos como la Toilette de Fréderic Bazille

o la Odalisca del que fuera el más barroco de los pintores

impresionistas, Auguste Renoir.

E. Manet, Odalisque, 1862-1866, Museo del Louvre, Colección Orsay, París.

F. Bazille, Toilette, 1869-1870, Montpellier, Musée Fabre.

A. Renoir, Odalisca, 1870, Washington, National Gallery of Art.

Pronto el interés estaría en otro lugar, lejos de la exaltación del Oriente Próximo que había invadido los relatos, las experiencias y los Salones, más allá del Mediterráneo: en el Lejano Oriente. En su Retrato de Émile Zola (1868), Manet desplegaría tras la efigie del escritor todo un repertorio de referencias a modo de un contundente manifiesto de la modernidad artística: junto al guiño 19

autorreferencial de su Olympia, donde podría apreciarse cierto exotismo en la acompañante negra de la protagonista, y la inclusión de un grabado de Los borrachos de Velázquez, Manet incluía una estampa de Utagawa Kuniaki II, en consonancia con el biombo situado a la izquierda. Con ello, Manet dejaba constancia de lo que ya había comenzado a invadir el Paris de mediados del siglo XIX y que pronto se erigiría como la nueva gran moda orientalista en Europa: el japonismo. Un japonismo que de forma paralela fue anunciado en Inglaterra por el pintor James McNeill Whistler.

E. Manet, Retrato de Émile Zola, 1868, París, Museo d’Orsay.

Aunque este lejano Oriente no era nuevo en Europa sino que ya llevaba un siglo en circulación -pues, desde el rococó la demanda de cerámicas al estilo de las realizadas con la dinastía Ming había llevado a la creación de fábricas especializadas en la producción de estos y otros objetos orientales-, fue a raíz de la celebración de la Exposición Universal de Paris de 1867, a la que Manet habría acudido y donde habría podido contemplar las casi cien estampas japonesas que se incluyeron en la muestra, cuando esta presencia del Lejano Oriente encarnado por Japón comenzaría a ser una nueva faceta del orientalismo estético en Europa. Una faceta que se convertiría definitivamente no sólo en una moda sino en un posicionamiento estético imprescindible para 20

el transcurso de la modernidad artística con la Exposición Universal de París de 1878. A partir de entonces, Japón sería el protagonista del orientalismo europeo: protagonista del imaginario público gracias a las exposiciones universales; protagonista de las grandes colecciones que reunirían escritores y críticos de arte como Théodore Duret, Gustave Geffroy o Georges Clemenceau y que pondrían en circulación toda la nueva estética llegada del Lejano Oriente; protagonista, en definitiva, de la vida cultural europea que se concentraba en la capital francesa8. La influencia del Lejano Oriente pronto sería algo más que una impronta para pasar a ser el posicionamiento estético desde el cual acariciar la subversión artística: en “lo japonés”, el artista europeo/occidental encontró toda una serie de recursos estéticos y compositivos con los que experimentar nuevas vías de creación al margen de la mímesis imperante en los dictados académicos así como un Oriente delicado, erótico y sutil, aunque no por ello menos transgresor, en contraposición al Oriente desmesurado, agitado y violento que, encarnado por Turquía y Egipto, había nutrido el imaginario orientalista anterior. El japonismo como nueva vía de acercamiento a los misterios de Oriente, de un nuevo Oriente en Europa pero ancestral en la Historia de la Humanidad, calaría en escritores como los Hermanos Goncourt, en poetas malditos como Charles Baudelaire y en innumerables artistas. La repercusión de la estampa japonesa, representada principalmente por Utamaro y Hokusai, se dejó sentir en la obra de artistas como Auguste Rodin, Claude

Monet,

Edgar

Degas

o

Camille

postimpresionistas como Paul Gauguin y

Pisarro,

prolongándose

en

Vincent Van Gogh, en los nabis

Édouard Vuillard y Félix Vallotton para consolidarse en el siglo XX, donde adquiriría distintos avatares y vendría a convivir con otras formas, viejas pero reinventadas por los nuevos ismos, de orientalismo.

Marchantes de arte japoneses como Tadamasha Hayashi, venido a París con ocasión de la exposición de 1878, acabarían instalándose en París y entablando amistad con pintores como Monet en quien la influencia japonesa venía desde tiempo atrás (La japonaise) y continuó materializándose no sólo en su pintura -marcada por la repetición de los motivos y por el continuo elogio de las flores-, sino también en ese entorno vital construido por el pintor en Giverny. 8

21

C. Monet, La japonaise, 1876, Boston, Museum of Fine Arts.

V. Van Gogh, Père Tanguy, 1887, París, Museo Rodin.

Félix Vallotton, Mont Blanc, 1892.

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Con el comienzo del nuevo siglo, ese siglo que pronto vería la explosión de las vanguardias históricas, el orientalismo tal y como lo caracteriza Said, esto es, como una conciencia geopolítica construida de forma interesada por Occidente de cara al establecimiento de su dominio frente a ese otro que era Oriente, adquiriría un poder mayor que el obtenido en siglo XIX. Junto a las principales facetas del orientalismo decimonónico –la escenográfica o imaginaria, resultado de los relatos de viajeros, novelas y cuadros de odaliscas, cazas y esclavos; y la epistemológica, consecuencia de la campaña napoleónica-, otra ambición orientalista –la ambición territorial- vendría a imponerse en el siglo XX para reforzar de forma definitiva la oposición entre Occidente y Oriente y para establecer la apropiación geográfica del primero sobre el segundo que se conoce como colonialismo. Pues, si bien los procesos de colonización de Oriente se remontaban al siglo XIX, no sería hasta el siglo siguiente cuando Occidente acabaría de obtener las herramientas y las estrategias de dominación necesarias para materializar la tan deseada y antigua conquista territorial del espacio oriental.

De nuevo Egipto sería el lugar donde materializar el sueño de dominio occidental sobre Oriente que había marcado todo el trascurso del siglo XIX. Pero en esta ocasión sería Gran Bretaña la gran protagonista: desde la ocupación británica del territorio egipcio en 1882, las ambiciones británicas de conquista de Oriente tomarían un tono imperativo, se convertirían en una necesidad que a los propios ojos se explicaba como el inevitable compromiso que Europa/Occidente tenía para con un Oriente sin herramientas para poder administrar su política, su cultura o su inmersión en los parámetros del progreso y de la ciencia. Lord Cromer, diplomático y administrador colonial del imperio británico que ya anteriormente había estado vinculado con la India y que desde 1883 era cónsul de Egipto, publicaría dos escritos en los que se aprecia la reformulación territorial bajo la cual el orientalismo vendría a manifestarse en el siglo XX: Modern Egypt

(1908) y Ancient and Modern

Imperialism (1910). Con el primero, continuador de la línea abierta en 1836 por el estudio del orientalista Edward William Lane An Account of Manners and Customs of the Modern Egyptians, Cromer buscaba demostrar de una vez por 23

todas la supremacía británica sobre una Francia que, si bien en tiempos anteriores se había apropiado epistemológicamente de Egipto y se había erigido como la gran conocedora del Oriente antiguo, en el siglo XX había perdido cualquier protagonismo en el Egipto moderno. Gran Bretaña tomaba ahora las riendas: sería su imperio el responsable del ingreso de Egipto en las filas de la Historia; de su transformación financiera, política, social y cultural; del rescate de su aislamiento para reconducirlo de forma redentora hacia las vías de la modernidad y del progreso encarnadas y dictadas por el imperio británico. Y, sería con el segundo escrito citado como Lord Cromer llevaría más allá de Egipto esta idea de Occidente como salvador de Oriente: así, el imperialismo moderno, contrapuesto al antiguo y salvaje imperialismo romano, quedaba justificado como una responsabilidad que Occidente había adquirido con Oriente y con todos los pueblos no occidentales/civilizados, como una nueva misión con la que extender los laicos dogmas del progreso y la ciencia bajo cuyos estandartes avanzaba el primer mundo. Para poder poner en marcha semejante “evangelización”, Occidente contó con nuevas herramientas, perfectas para los objetivos de apropiación territorial imperialistas. La ciencia de la geografía tuvo en este periodo su desarrollo definitivo, ampliando y modernizando sus límites y ámbitos de acción: la geografía pasaría a entenderse no ya sólo como la observación y el registro de territorios y regiones sino como una ciencia más amplia e histórica, englobando bajo su denominación el estudio de la población, las sociedades, las fronteras y los estados. Lo físico se amplió con lo político, y así se produjo “la transformación de la geografía […] en la ”9, tal y como afirmaría George Curzon, uno de los condecorados miembros de una de las grandes sociedades geográficas europeas que venía “modernizándose” desde finales del siglo XIX la Royal Geographical Society.10 Occidente había comprendido que su control imperial debía sustentarse en una ciencia que estableciese el poder desde el 9

SAID, E. W., Orientalismo, Barcelona, DeBolsillo, 2002, p. 289.

Inglaterra no fue el único país donde se produjo el desarrollo de la geografía; en Francia se produjo un fenómeno paralelo, siendo la Société de Géographie de París una de las sociedades más destacadas. 10

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mismo establecimiento de las coordenadas y fronteras cartográficas, desde la racionalización materializada en los mapas. Sólo así, tal y como observa Said, se podría “transformar el apetito de más espacio geográfico en una teoría sobre la relación particular que existía entre la geografía, por un lado, y los pueblos civilizados o incivilizados por otro.”11 Sólo así podría justificarse la colonización como un modo de liberación de los territorios y de los pueblos retrasados en la gran locomotora del progreso: Occidente, en tanto moderno y desarrollado y frente a un Oriente anticuado y subdesarrollado, estaba legitimado no sólo a hablar de los orientales, sino también a explicarlos, cartografiarlos, dominarlos y, claro está, colonizarlos. El pensamiento colonialista que estaba latente en el orientalismo que venía construyéndose desde el siglo XVIII y se desarrolló en el siglo XIX, explotaba de forma manifiesta en esa culminación orientalista que fue el colonialismo, resurgido con más fuerza que nunca, en la primera mitad del siglo XX.

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Volviendo de nuevo al panorama artístico, el siglo XX nacería acompañado por la irrupción de las vanguardias históricas. Y en ellas, continuaría vigente la presencia de Oriente aunque en esta etapa quedó eclipsado por una nueva fascinación que invadiría a literatos y artistas: el exotismo del África negra12. Nosotros, no obstante, aunque deberemos tener 11

Op. Cit., p. 291.

Aunque desde el siglo XVII, África había sido objeto de las explotaciones europeas, fue desde mediados del siglo XIX cuando comenzaría la verdadera conquista y cartografía de los territorios africanos, siendo a partir de 1875 cuando Europa, con su ya consolidado dominio de Argelia (Francia), Colonia del Cabo (Gran Bretaña) y Angola (Portugal), confirmaría su presencia colonial en el continente. Fue a lo largo de este proceso como fueron llegando a Europa distintos objetos y productos culturales africanos con los que se iría consolidando la influencia de ese nuevo “arte primitivo”. Sería en el siglo XX, de la mano de vanguardias como el fauvismo, el cubismo o el expresionismo, y más concretamente gracias al papel de artistas como Matisse, Picasso o Vlaminck, cuando el África negra se erigiría como uno de los grandes “descubrimientos” de la modernidad artística. 12

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presente la importancia, imprescindible, que la estética africana jugaría en el desarrollo de las vanguardias, continuaremos analizando Oriente. 

Para profundizar en la influencia que el arte no occidental tuvo en las vanguardias históricas, es recomendable la lectura del libro de José A. González Alcantud El exotismo en las vanguardias artístico-literarias, Barcelona, Anthropos, 1989. De forma más específica, si el alumno quiere conocer algunas de las reflexiones nacidas en torno al arte negro en las primeras décadas del siglo XX, se recomienda la recopilación de textos de Carl Einstein que Gustavo Gili ha publicado como La escultura negra y otros escritos.

A pesar del primitivismo puesto en circulación en Europa no sólo por el arte africano sino también por de en Europa, Oriente perviviría en muchas de las propuestas de la vanguardia. Y es que, tal y como hemos visto un poco más arriba, la disputa egipcia continuaría siendo una cuestión fundamental en Europa; y a esto se le sumaría el protagonismo que otros tantos países orientales adquirirían como resultado del colonialismo que copaba las políticas de expansión y dominación del viejo continente. Oriente nunca acabó de abandonar

ninguno de los nuevos planteamientos artísticos: Gauguin,

vinculado en cuerpo y alma al exotismo del lejano Pacífico, emplearía en las figuras que pueblan Ta Matete (1892) las posturas propias de las pinturas egipcias; Émile Bernard, quizás más caracterizado por unos colores y espacios planos deudores de las estampas japonesas, realizaría exóticos retratos de mujeres árabes en la línea de aquellos que poblaron el imaginario decimonónico; Picasso, en sus Demoiselles de Avignon (1907) se remitiría a Egipto con la anatomía de una de sus señoritas, contrastándola o más bien vinculándola con las máscaras africanas y el primitivismo íbero que vendrían a conformar a sus inquietantes compañeras; el aduanero Rousseau crearía algunas de sus pinturas con el exotismo y la sensualidad propias del Oriente soñado aunque sumiéndolas en el estilo naïve que caracterizaría su producción de pintor autodidacta… 26

Paul Gauguin, Ta Matete (El mercado), 1892, París, Musée d’Orsay.

Émile Bernard, Mujer fumando hachís, 1900, París, Musée d’Orsay.

Pablo Picasso, Les Demoiselles 1907, Nueva York, MoMA.

El aduanero Rousseau, El sueño, 1910. d’Avignon, Nueva York, MoMA.

H. Matisse, Mujer mulata, 1912,

Henri Matisse, Los marroquíes, 1915/1916, Nueva York,

Grenoble, Musée des Beaux-Arts .

MoMA.

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Y Matisse, padre de los fauves, compaginaría en su producción la influencia del arte negro con el exotismo oriental, los rostros como máscaras y el arabesco como leitmotif, dedicando varias de sus obras al mundo islámico que tanto admiraba y que conocía tras realizar varios viajes a Argelia, Marruecos y Turquía. Asimismo, grandes figuras del expresionismo se dejarían impregnar por los misterios, la luz tamizada y cambiante y la vida orientales: Der Blauer Reiter cabalgaría por el mundo árabe, por sus mercados e interiores gracias a August Macke, o acercándose de la mano de Kandinsky a las improvisaciones abstractas mediante la representación de paisajes, pueblos o cementerios del mundo oriental.

Kandinsky, Improvisación VI (Africanos), 1909, Städtische Galerie, Munich.

Albert Marquet, Mañana en Assouan, ca. 1928, Museo Guezireh, El Cairo.

August Macke, Mujer en sofá, 1914, Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza.

Paul Klee, Camello en el desierto, 1914, Colección Franz Mayer, Zurich.

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Paisajes que también cultivarían otros artistas de la vanguardia europea como Albert Marquet o Paul Klee, continuando así con la representación de Oriente en Occidente, ya fuera a modo de vistas panorámicas de los barcos y costas argelinas en el caso de Marquet, o como punto de partida, tal y como hizo Klee, para la investigación de nuevas formas de composición y representación primitivistas que se verían prolongadas más adelante por artistas como Jean Dubuffet.

*****

Al hablar de las vanguardias históricas, es irremediable pensar en las dos guerras mundiales, conflictos que fueron determinantes para la evolución del orientalismo.

Tras la Primera Guerra Mundial, Oriente continuaba estando sometido a la soberanía de ese viejo Occidente que era Europa, aunque las circunstancias habían cambiado: en países como Egipto, aunque continuaba la ocupación británica,

había

aflorado

una

resistencia

local

que

reivindicaba

la

independencia del país y que no resultaba fácil de acallar: Europa se veía, así, inmersa en la dificultad de tener que lidiar con la contestación de unos países colonizados que hasta entonces parecían no haber opuesto ninguna resistencia importante a su soberanía. Un problema que no había hecho más que comenzar y que venía a sumarse a otro interno: tras la guerra, Europa cayó en una crisis económica, política y humana que quebraría la confianza que desde el siglo XVIII había movido sin duda alguna todas sus iniciativas de expansión y progreso. Occidente ya no podía defenderse con la integridad anterior, y esto conllevaría una reformulación de su relación con Oriente, y más concretamente con el Oriente islámico que en este periodo estaba en el centro del debate internacional a causa del mandato británico en Palestina y su gestión de un “hogar nacional judío” que culminaría en la gran revuelta árabe de 1936 a 1939

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que aunque aplastada no sería sino un episodio casi inicial en el conflicto árabe-israelí. El orientalismo continuaba estando en manos de sus grandes padres, Gran Bretaña y Francia, y de ambos países surgirían sus modernos portavoces: Sir Hamilton Gibb en Gran Bretaña y Louis Massignon en Francia. No obstante, y aunque en la obra de ambos caló la profunda crisis humanista que asolaba Europa, bajo la aparente modernización con que abordaron las nuevas relaciones de Occidente con el Oriente islámico, siguieron latiendo los mismos principios fundacionales del orientalismo. En el caso de Gibb, pervivieron los viejos argumentos orientalistas, aquellos que caracterizaban al Islam de forma reduccionista, esto es, como una ortodoxia, no sólo religiosa y comunitaria sino también vital, encerrada en sí misma, celosa de sus costumbres y valores ancestrales, y ajena a cualquier acontecimiento histórico, político o social. El Islam para Gibb, al igual que había sido para los orientalistas decimonónicos, no era sino una realidad abstracta y trascendente –un oasis ancestral que sobrevivía en los tiempos modernos- que, al estar alejada de la realidad concreta y actual que representaba Occidente, requería –y he aquí, de nuevo la justificación para el mismo dominio- la intervención exterior para el futuro buen desarrollo de su política, economía, educación y cultura. Y en el caso de Louis Massignon, aunque éste fuera un orientalista menos institucional y más “transgresor” que Gibbs, podían también apreciarse los posos de la tradición orientalista: a pesar de su denuncia del colonialismo y de sus intentos por evitar la visión estática con que el orientalismo se enfrentaba al Islam, Massignon también construiría su discurso sobre la dicotomía Oriente/AntigüedadOccidente/Modernidad.

***** Aunque el interés se centrase en el mundo islámico, en el periodo de entreguerras, tal y como hemos visto, el orientalismo continuaría actuando desde los mismos argumentos y desde los mismos lugares (Francia y Gran Bretaña) que los siglos anteriores. Sería tras la Segunda Guerra Mundial y como consecuencia de ésta cuando se produciría el primer cambio importante 30

en la ubicación o sede del orientalismo desde su nacimiento. Estados Unidos irrumpía en el escenario mundial como el gran protagonista político, económico y artístico, desplazando a una Europa que, tras el conflicto, se había hundido en la mayor crisis política, económica, social, cultural y moral de su historia. En este contexto, marcado por los enfrentamientos de la Guerra Fría, comenzarían los procesos de descolonización que arrebatarían a las grandes potencias europeas sus antiguos territorios; así, solamente en 1947, Líbano y Siria se habían independizado de Francia, y Transjordania, India y Pakistán de Gran Bretaña, continuando las independizaciones de las colonias asiáticas, árabes y africanas a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX. Estados Unidos, favorable a estos procesos de descolonización e independencia, fortalecería sus relaciones con los países de Oriente Medio y, principalmente, a partir de las guerras árabo-israelíes y la proclamación del Estado de Israel en 1948. Relaciones que, a diferencia de Europa, se establecerían en términos de administración;

una administración que, tal y como ha señalado Eric

Hobsbawn13, no fue una continuación de las políticas colonialistas con las que Gran Bretaña y Francia buscaron la expansión territorial de sus imperios. Estados Unidos contaba con un vasto territorio y con una inmensa y variada población, por lo que, más que buscar su expansión mediante la ocupación, establecería su control imperial en el siglo XX y en el XXI tanto (de forma directa) mediante políticas de intervención militar en los estados de Oriente Medio, como (de forma “indirecta”) con su dominio tecnológico y su gran industria armamentística.

Y para legitimar semejante dominio se

puso en

marcha la máquina orientalista.

Aunque el interés de Estados Unidos por Oriente se había materializado ya en el siglo XIX con la fundación en 1842 de la American Oriental Society y en la obra de autores como Mark Twain y Hermann Melville, el país nunca gozó de una tradición orientalista como la francesa o la británica. Sería tras la Segunda Guerra Mundial cuando se comenzó la remodelación académica, HOBSBAWN, Eric, “Un imperialismo que no es como los demás” en Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE), 1 de agosto de 2008. Recuperado de http://www.iade.org.ar/modules/noticias/article.php?storyid=2534. 13

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institucional y política necesaria para crear un orientalismo a la altura de los intereses que Estados Unidos venía manifestando desde tiempo atrás en Palestina, Egipto, Irán y África del Norte. Así, en 1946 se fundaría en Washington el Middle East Institute, modelo para toda una serie de instituciones similares que fueron proliferando en los años siguientes -de las que destaca el Middle East Studies Asociation, fundado en 1966- y con las que Estados Unidos fue construyendo el discurso orientalista apto para sus necesidades a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Este discurso, representado por personalidades del mundo académico como Morroe Berger o Gustave von Grunebaum, vino a formalizarse de modo distinto al orientalismo europeo, aunque, como veremos más adelante los dogmas habituales continuaron latiendo bajo la nueva máscara. Lejos de tener en cuenta el imaginario literario o cualquier narrativa de “lo oriental”, en Estados Unidos la literatura quedó completamente expulsada de los estudios sobre Oriente; lo que se introdujo en su lugar fue el dato, la estadística, el poder de los hechos: una “objetividad científica”, cuya causa estaba en la comprensión del estudio de la lengua como una herramienta útil para el dominio científico y político, que tuvo como consecuencia la consideración de Oriente como una fórmula más que como una realidad concreta (personal, social, política, histórica, etc…). Bajo la denominación de “política de relaciones culturales”, tal y como Mortimer Graves vendría a definir las iniciativas orientalistas en 1950, se desplegarían tanto las labores de recopilación de antiguos estudios como de estimulación de nuevas investigaciones en torno a Oriente, encaminadas a un objetivo muy claro: “que .” 14 En este sentido de combatir el islam como fuerza enemiga de cara a los intereses estadounidenses es como ha de entenderse la vertiente más radical del orientalismo americano, representada por un Gustave von Grunebaum que heredaría y llevaría al extremo las ideas que sir Hamilton Gibb había desarrollado años antes. Una interpretación, aún vigente, que concebiría al 14

Citado en SAID, Edward W., Orientalismo, Barcelona, DeBolsillo, 2002, p. 389.

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islam como una civilización antihumanista que “carece, a pesar de que ocasionalmente lo utiliza como un tópico, del concepto de derecho divino de una nación, […] de una ética formativa y, también, […] de la creencia en el progreso mecanicista de finales del siglo XIX; y, sobre todo, […] del vigor intelectual que posee todo fenómeno primario.”15 Así caracterizado, el mundo islámico parecía estar pidiendo a gritos la inmediata intervención occidental para estimular el necesario progreso en todos sus ámbitos (jurídico, político, ético, cultural e intelectual). Occidente, con sus métodos epistemológicos, científicos y culturales, volvía así a reivindicarse como la única solución posible para el progreso del mundo islámico. Oriente, y más aún en esta segunda mitad del siglo XX, marcada por el auge de los nacionalismos islámicos y por las guerras árabo-israelíes, con las tensiones petrolíferas consiguientes, seguía constituyendo una amenaza real para el mundo desarrollado que era necesario controlar, un peligro no sólo cultural sino principalmente económico. Los dogmas orientalistas tradicionales continuaron, pues, latiendo en el discurso que Occidente desplegaría en torno a Oriente en la segunda mitad del siglo XX. Tal y como expone Said, pervivieron la contraposición abismal entre Occidente (progreso, razón, humanidad, superioridad) y Oriente (subdesarrollo, irracionalidad, deshumanización, inferioridad); la concepción abstracta por la que Oriente, reducido a su tradición, quedaba desvinculado de su realidad histórica moderna/actual la creencia en la incapacidad oriental para autodefinirse y,autogestionarse; y, finalmente, la interpretación de Oriente como “una entidad que hay que temer (el peligro amarillo, las hordas mongoles, los dominios morenos) o que hay que controlar (por medio de la pacificación, de la investigación y el desarrollo y de la ocupación abierta siempre que sea posible).”16 Y, aunque el ensayo de Said pertenezca a 1970, se aprecia que semejantes estrategias orientalistas continúan presentes en nuestro siglo XXI: el mundo islámico, principalmente tras el 11/S, continúa siendo la gran amenaza para el 15

Citado en Op. Cit., p.392.

16

Op. cit., p.397.

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mundo occidental. Aunque recientes acontecimientos como la “primavera árabe” hayan demostrado al mundo que el islam no es incompatible con la historia y que existe en él dinamismos político-sociales propios que reivindican el cambio, en Occidente parece triunfar un islam entendido únicamente a partir de las dos grandes representaciones del mismo que ponen en circulación los medios de comunicación: la yihad y el velo. Dos representaciones que no hacen sino continuar con las estrategias orientalistas por las que el mundo islámico no parece ser otra cosa que la gran amenaza para Occidente y su sociedad del bienestar, de la libertad y de los derechos fundamentales.

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