Del capital erótico a la razón erótica

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Descripción

Del capital erótico a la razón erótica José Luis Moreno Pestaña Versión del artículo publicado en el nº 22 de La Maleta de Portbou, 2017, pp. 10-15.

El lector, si frecuenta las ciencias humanas, leerá a menudo referencias dramáticas al cuerpo, anunciando a su respecto conflictos de primera magnitud. En otras resulta complicado discernir qué diferencia tales discursos de la literatura de autoayuda, salvo quizá las referencias a reputados intelectuales críticos. Igual que el cuerpo se ha convertido en un fetiche social, también funciona como un fetiche discursivo. Mucha gente se refiere a él sin atreverse a concretar quizá porque no hay nada mejor que circular en coloquios y publicaciones amparándose en el cuerpo, aparentemente lo más concreto y sin embargo

que permite tanta especulación mal definida: aquí un autor, acullá una

anécdota ayudan a brincar de uno a otra manteniendo el prestigio de una teoría que parece arrimada a lo real. Intelectualmente nos las vemos con una regresión: los grandes maestros de la fenomenología —señaladamente Maurice Merleau-Ponty— se atrevieron a hablar del cuerpo discutiendo —seriamente y sin esconderse en brumas discursivas— los resultados de las ciencias del comportamiento. Lo mismo cabe decir de la sociología del cuerpo, sobre todo de aquella que se arriesga con un programa concreto de producción de datos: sobre cómo se alimentan los cuerpos, qué indumentaria los identifica, cuáles son los umbrales de salud. Es verdad que la argumentación resulta especialmente trabajosa porque toda investigación sobre el cuerpo debe situarse en una encrucijada entre ciencias biológicas y ciencias humanas. En La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios (Madrid, Akal, 2016) intento tomarme en serio ese programa estudiando la producción del cuerpo en el trabajo. Para lo que me atengo a un hilo que me sirve de analizador: los trastornos alimentarios, esto es, la gestión desviada de la alimentación y el ejercicio físico para dar la talla requerida por los empleadores. Con tal referente me pregunto qué morfología exigen las empresas y cómo está puede ser manejada sin graves desgarros por quienes venden su aspecto corporal como capital. No siempre es fácil y existen férreas resistencias a la capitalización del cuerpo y que aparecen allí donde menos lo esperamos. Aunque pueda identificarse una norma hegemónica que presiona en todos los entornos sociales también aparecen revueltas, retraímientos o distancia irónica. La investigación empírica sirve a huir de las afirmaciones generales y enseña qué las

excepciones abundan y allí donde no se esperan. Muchos políticos, incluso cuando se presumen rupturistas, lucen corporalmente ortodoxos mientras que algunas vendedoras de ropa presumen de cuerpos heterodoxos y depositan su excelencia profesional en la calidad de su trato con los clientes. Cualquier espacio social contiene diversos valores y algunos no pueden abrazarse sin olvidar otros. La lección no es nueva: la Grecia clásica conocía bien tal incompatibilidad entre el mimo de las cualidades culturales y políticas y la demora en el cuerpo. Antes de hablar de todo ello explicaré cuando nació esa ortodoxia corporal y qué la hace tan invasiva, en suma, por qué exige cuerpos que la tengan en cuenta si desean hacerse valiosos para atender la barra de un pub, ser guía de un museo o destacar como cantante de ópera.

La creación de un mercado corporal unificado

Para que funciones la analogía entre el capital económico y el corporal deben producirse al menos dos acontecimientos. Uno, imprescindible, es una cierta unificación de los prototipos corporales y, segundo, esa unificación debe concentrar mensajes diferentes. Persiguiendo el cuerpo ortodoxo no solo nos rendimos a una exigencia cosmética, además simbolizamos nuestra excelencia en más planos. El cuerpo, por tanto, funciona como un intercambiador cultural en el que se congrega un prototipo logrado de la existencia humana. Ambos acontecimientos se anudan durante el siglo XIX. En primer lugar, y en un contexto donde, salvo catástrofe, descienden las hambrunas masivas en Occidente, la distancia respecto a las necesidades corporales comienza a singularizar a las clases altas, específicamente a aquellas con mayor capital cultural. La gordura empieza desaparecer entre las mujeres acomodadas y las vanguardias artísticas; estas últimas transmiten a los cuerpos esbeltos un aura de profundidad, con lo cual rompen con una venerable tradición. Y es que la estigmatización de los desvelos cosméticos ya fue común, como señalé, en la Antigüedad griega —porque devoraba esfuerzos que podían dedicarse a la participación política o al cultivo intelectual— y en Medievo cristiano: en este caso la estigmatización procede de preocuparse por asuntos relacionados con una brutalmente despreciada coquetería femenina. Lo que al principio caracterizó a las elites fue siendo acogido, sin que faltasen rechazos a tal norma, por sectores de las clases medias y populares.

En segundo lugar, la medicina concibe un cuerpo susceptible de remodelación pedagógica y comienza a facturar medidas estandarizadas para definir la salud. Arranca una tendencia que culminará con el Índice de Masa Corporal pegado en nuestros frigoríficos y proponiéndonos un medida común con la que meter en cintura nuestras inercias somáticas. El mundo médico conoció la competencia de profesiones que promovían, amparadas en la salud, modulaciones alimentarias y deportivas de una clientela ansiosa de adelgazar. Con el argumento de introducir el rigor en el discurso dietético, la medicina se lanzó en el siglo XX al negocio de la regulación del peso y una parte acabó atrapada en las redes de la industria del adelgazamiento. En tercer lugar, el cuidado físico comienza a simbolizar la excelencia moral, la responsabilidad consigo mismo. El cuerpo delgado recibe los ecos de su consagración cultural —por la ética somática de las fracciones cultas—y de su legitimación sanitaria. Nadie puede modificar su estatura pero sí, se supone, su grosor, y hacerlo por una justificación nada frívola: la propia salud. Las personas gordas encarnan el estereotipo del glotón de clase alta —cada vez más raro pues la disciplina fue extendiéndose hacia las fracciones masculinas de las elites— o del hambre pantagruélica de las ansiosas clases dominadas. Una creciente oferta de productos y servicios profesionales, híbridos entre la salud y la cosmética, proponen a los sujetos un jeroglífico donde deben descifrar qué elegir para fabricar su prototipo corporal. Los consejos, no siempre coherentes, resultan imprescindibles para saber hasta dónde es realista comprometerse con la norma corporal hegemónica. Solo una inmersión cultural importante permitirá discernir entre la oferta de especialistas y de servicios: el cuerpo acota cada vez más tiempo y exige mayor atención. En fin, ciertos empleos tienden a exigir trabajadores esbeltos y, como tales, sanos y atractivos; sobre todo en aquellos más vinculados con públicos que compartan la cultura somática dominante y donde menos choca esta con otros valores de las profesiones: así el excesivo cuidado puede resultar sospechoso en entornos donde los recursos corporales no forman parte de los objetivos declarados de la actividad. Hay un mercado unificado y existe también un símbolo común, casi un equivalente general de belleza: la delgadez, donde se coligan la belleza, la salud y la solvencia moral. Pero, y esto es muy importante, solo algunos extravagantes se atreven a proponer títulos que formen a la gente en la promoción del estereotipo corporal dominante. No encontramos institución asimilable a un banco central que asegure el valor de una moneda, ni tampoco títulos académicos con garantías estatales. El capital cultural

corporal conoce constantes impugnaciones, precisamente en cada uno de los componentes que le ayudaron a unificarse: en el de la belleza, la salud y en el de la moral.

Obstáculos a la capitalización del cuerpo

La analogías, en ciencias sociales, nos ayudan a encontrar estructuras homólogas entre dos realidades, aquí el valor del cuerpo y el valor económico. Mas ayudan sobre todo cuando no cuadran y nos exigen precisar y que no nos engolfemos en analogías verbales. ¿Qué introduce de particular, por ejemplo, la ausencia de un mercado de títulos universitarios que garantice las cualidades corporales de un individuo? ¿Por qué nos limitamos a atestiguar que una persona—por su presencia, por su manera de vestirse, por cómo se alimenta— hace carne de la ortodoxia corporal? Al fin y al cabo no todos los filósofos titulados saben de filosofía y sin embargo a nadie se le ocurre exigir, ante cada uno que se postule como profesor del ramo, que nos demuestre, en cada momento, sus conocimientos de Santo Tomás o Leibniz: los títulos nos descargan de esa evaluación permanente. Además existen títulos vinculados con el cuidado corporal —por ejemplo, de esteticista, peluquería— y bastantes trabajadores acuden a ellos para legitimar sus saberes profesionales, incluso cuando sus cuerpos no se atengan al canon. Faltan, sin embargo, credenciales unificadas y reconocidas que acompañen la extensión de un cuerpo capitalizado. Se me ocurren dos respuestas y la segunda necesitará mayor desarrollo. En primer lugar, los saberes sobre el cuerpo han sido históricamente asuntos de mujeres. En tanto saber de las dominadas ha gozado y goza siempre de un reconocimiento con condiciones. Los halagos pueden despeñarse rápidamente en un insulto, casi llevan prendido el segundo en el primero: los elogios a la distinción o a la belleza rápidamente se deslizan hacia la burla por frivolidad. Esta idea de Pierre Bourdieu se aplica tanto a las mujeres como, en otras coordenadas, a las clases populares: un minuto después de celebrar la espontaneidad popular, todo el mundo sabe que puede considerársela también como grosería. Vayamos a la segunda respuesta. La posibilidad de capitalizar un cuerpo, decía, supone un mercado unificado con tres dispositivos institucionales. Bien: se encuentran sometidos a permanente cuestionamiento. Comencemos por la unificación de los mercados de belleza alrededor de la delgadez. La delgadez, supuestamente, queda al alcance de cualquiera que conozca como descifrar los recursos que se le ofrecen —de

comida, vestido, de estilo profesional— e interiorizarlos en su cuerpo. Sin ese mito de un cuerpo pedagógicamente disponible, ¿quién se sentiría interpelado por las exigencias de delgadez? Ahora bien, no todas las condiciones sociales lo permiten y siguen existiendo espacios donde la norma de delgadez no funciona: en ciertas fases del ciclo de vida, entre ciertas culturas de clase y étnicas, entre individuos capaces de vivir con otros modelos de cuerpo y de estilo. Sobre esos mundos recalcitrantes a la delgadez se abalanza la industria del adelgazamiento, blandiendo las cifras de sobrepeso y obesidad y vinculándolas con la enfermedad. La evangelización se topa con muchos obstáculos. El fundamental: la ineficacia relativa de las dietas al menos a medio plazo. Sectores de la comunidad científica se preguntan si no existe un punto de equilibrio que ningún mangoneo subjetivo puede alterar significativamente. Otro obstáculo es la conciencia de que, aunque encontremos vinculaciones fundadas entre obesidad y morbilidad, las subidas y bajadas de peso resulten tan perjudiciales o más que la gordura, sobre todo, en la que se caracteriza como sobrepeso. El segundo amarre del dispositivo de capitalización del cuerpo también se tambalea. Luego nos queda la vinculación entre delgadez y responsabilidad moral. La capacidad de ser dueño de la propia dinámica corporal es un sueño del sujeto propietario, incluso con poder para moldear su morfología. Ese fantasma de autodominio absoluto de nuestra naturaleza interna recibe la radiación positiva del discurso sanitario pero también de las capas más cultas, que hicieron emblema de la delgadez. Mas, ¿que ocurre cuando las exigencias corporales no significan salud y solo aluden a la cultura por una proyección arbitraria? ¿Y si, como sucedía en el mundo griego, el exceso de preocupación corporal denota la falta de preocupación por los asuntos comunes, la falta de compromiso con otros planos de la existencia, como por ejemplo la participación política? Sócrates no se fiaba de los atletas, demasiado pendientes de proezas corporales para protagonizar un compromiso político serio. Tres planos de legitimación del cuerpo capitalizado: tres frentes de lucha que promueven la variedad corporal, que obstaculizan las ideologías que sustentan a la delgadez, que reclaman horizontes vitales que, por no esposados al cuidado del cuerpo, pueden consagrarse al cultivo de otros planos de la experiencia.

Una politización posible: armas de oro y armas de bronce

Sócrates, en El Banquete (218d-219a), se enfrenta a una situación que todavía hoy nos resulta familiar. Alcibiades pretendía acceder al saber por medio de su belleza. Nos lo cuenta Giovanni Reale en Eros, demonio mediador. El juego de las máscaras en el Banquete de Platón (Barcelona, Herder, 2016), de quien aprendo lo que sigue. Era la ideología de Pausanias, quien previamente justificó el vínculo entre jóvenes y adultos con consideraciones políticas. Aquellos proporcionan belleza y recibirán formación ciudadana e intelectual. Sócrates, sin embargo, no cree que la belleza física pueda reconvertirse en profundidad intelectual. Se trata de bellezas diferentes y, por supuesto, él prefiere la segunda. Lo que nos interesa, sin embargo, es su insistencia en que se trata de valores distintos. La fórmula que Platón pone en boca de Sócrates es magistral: quien quiere conseguir filosofía con belleza piensa “verdaderamente intercambiar armas de oro por armas de bronce”. Pese a tantos siglos de distancia, conectamos con ese Sócrates separador, que reclama criterios de valor diferentes y entre los cuales no pueden existir transiciones sencillas: la cultura no se recibe por hermoso, se puede descollar en ambos planos, pero debe pagarse un precio específico en cada uno o se estará colando moneda ilegítima: de bronce y haciéndola pasar por oro. Efectivamente en un cuerpo se encarna la posición social de un individuo, su herencia, sus gustos idiosincrásicos pero esto no atestigua sobre su calidad humana. En sentido estricto no encarna nada intrínsecamente valioso. En este punto debo recordar que el cristianismo nos habla de un dios encarnado, hecho cuerpo, algo que hubiera dejado perplejo a más de un griego. No puedo desarrollar la importancia, para el tema que me ocupa, de este marco cultural cristiano. Baste con apuntarlo y recordar hasta donde estamos habituados a leer en el cuerpo una grandeza completamente desmesurada. Más concretamente, intentaré mostrar la importancia del razonamiento socrático con ejemplos recogidos en mi trabajo de campo. Una vendedora, muy gorda, exhibe su cualidad profesional acudiendo a una parte de la historia de su oficio. Cierto que, en la actualidad, las vendedoras deben asumir una morfología estilizada acorde a los patrones dominantes. Aunque, hace no mucho, o todavía en ciertos empleos, una vendedora se cualifica si sabe recomendar lo mejor para su clientela, si sabe adaptar la oferta a las aspectos plurales de la demanda. Lo mismo le sucede a una profesora que

se rebela contra la colonización de su empleo por exigencias físicas o a una camarera que explica que, para atender bien una barra, llevar o no falda corta es bastante irrelevante: tratar bien a los parroquianos exige otras virtudes profesionales, al menos desde una cierta cultura del oficio de barman. Por tanto, primer embate político importante respecto del cuerpo: decidir qué aporta el patrón hegemónico dominante a la identidad de los individuos, saliendo del encantamiento que articula delgadez, belleza saludable y responsabilidad consigo mismo. La identidad incluye muy notablemente la manera de trabajar, la cultura que se nos exige para ser eficaces y productivos. En muchos entornos profesionales se cuelan estereotipos de la cultura burguesa (hoy completamente unificada alrededor de la delgadez) y se les hace pasar por competencia de los trabajadores y, sobre todo, cuando se trata de trabajadoras. La ideología empresarial que pretende anudar delgadez con eficacia en el empleo, ¿no pretende intercambiar armas de oro por armas de bronce? El debate plantea problemas políticos y filosóficos. Políticos porque, si consideramos que las cualidades estéticas son imprescindibles para el quehacer profesional, debemos enseñarlas de manera reglada, al acceso de cualquiera. Es la posición, muy mal entendida por algunos, de la socióloga Catherine Hakim autora de Capital erótico. El poder de fascinar a los demás (Barcelona, Debate, 2012). Hakim defiende el rendimiento de las cualidades estéticas y considera que estas han sido desconsideradas, sin dejar de exigirlas. En lo cual, me parece a mí, nadie puede quitarle razón. Los empleos donde se exige capital erótico deben recompensar la cualificación de las trabajadoras, porque la preocupación sobre cómo vestir o alimentarse de una empleada no desmerece el esfuerzo por entrenarse en otros recursos que otorgan valor al trabajo. Además, en cuanto fuente legítima de valoración de los trabajadores, tales cualidades deben ponerse al alcance de quienes no pueden adquirirlas en su familia y en su círculo de amistades. Pese a los denuestos, a menudo agresivos que despierta, Hakim defiende algo más inclusivo socialmente que la situación actual: en muchos empleos, incluso en alguno que nos parece absolutamente ajeno a ellos, los recursos estéticos se exigen de manera implícita y sin recompensarlos claramente (remito, de nuevo, al espacio de situaciones profesionales que estudio en La cara oscura del capital erótico). No es mi posición, aunque la respete. Hakim se encuentra completamente prendida a la ideología de capitalización del cuerpo que se estabiliza en el siglo XIX. Lo acabo de mostrar: no se sostiene y no es raro que comience a sernos cada día más indigesta. ¿Qué sucederá si la industria del adelgazamiento pierde la legitimación de la salud?

¿Quién explicará a las personas con supuesto sobrepeso que deben pelear contra sí mismos para embutirse en un paradigma cosmético espurio? ¿No aumentarán el número de personas con otros cuerpos y otros modos de admirarlos y disfrutarlos? ¿No nos parecerá que existen planos más valiosos, y quizá más fáciles de adquirir, a los que consagrar nuestras energías? Mi opción es que debe lucharse contra la colonización de nuestras vidas por las exigencias estéticas. Se debe, cierto, pero eso no significa que se pueda. Si se puede es, al menos, porque seamos capaces de organizar alternativas en varios espacios de conflicto.

El desafío de recuperar una razón erótica

Concretar una politización posible no es sencillo. Se trata de cuestiones que la mayoría de las personas consideran íntimas, extrañas a la consideración pública. Si el debate se introdujese se articularía en campos diversos. Muy señaladamente, en el campo de las ciencias de la salud, donde cabe reunir sin mutilaciones la evidencia disponible sobre ciertas cuestiones: la morbilidad que se imputa a la obesidad, ¿no obedece a otras variables como la pobreza o, por qué no, las dietas repetidas con las que se martiriza a las personas gordas? Asumiendo que fuera cierto, ¿cuánto de lo que se predica de la obesidad debe atribuirse también al sobrepeso? ¿Conocemos, en fin, aunque sobrepeso y obesidad fuesen mórbidos, la manera de adelgazar de manera sostenida sin complicar notablemente la situación?

Sin responder claramente a estas cuestiones las

recomendaciones de pérdida de peso no tendrían que escucharse. Sobre todo ello, tienen la palabra investigadores y responsable en ciencias de la salud. Pero no solo: también debe introducirse el conocimiento de las personas que experimentan las dietas. Desgraciadamente, una ridícula estandarización cuantitativa de la ciencia —como si solo fuera relevante lo que puede medirse— olvida que existen planos del máximo interés en cualquier recomendación clínica: no sólo cómo se siente el individuo, sino cuánto tiempo le exige la prescripción dietética, qué efectos tiene en su entorno social, cuántos recursos económicos detraen las dietas. Las ciencias sociales pueden ser de gran ayuda en este debate siempre que no inclinen la cerviz ante un paradigma de investigación apoyado, en más de una ocasión, en exhibición espuria de correlaciones estadísticas.

Otro espacio de conflicto es el sindical. Y aquí tampoco resulta sencillo proponer una guía. Las trabajadoras, en ocasiones, impugnan las exigencias estéticas que les imponen sus empleadores; en otras, las lucen con orgullo y las incentivan por sí mismas. El capital estético es más democrático que el cultural: las informaciones necesarias para cultivarlo pueden adquirirse sin pagar estudios costosos y, para desgracia de las clases dominantes, el azar biológico puede distribuir los mejores cuerpos entre las clases dominadas. Sin esta referencia no se entiende la rabia, típica en sectores intelectuales (algunos hasta se presumen radicales), contra la exhibición de ortodoxia corporal en las clases populares. Quien pretenda eliminar las exigencias estéticas en los empleos se enfrentará con muchas trabajadoras para quienes sus recursos culturales sobre el cuidado del cuerpo constituyen una fuente legítima de orgullo. Las quejas, seguramente, provendrán de otros aspectos de su trabajo: jornadas agotadoras que impiden planificar una dieta racional, salarios paupérrimos que impiden vestirse como se les requiere, falta de reconocimiento, en fin, del esfuerzo que realizan cotidianamente sobre sí mismas para mantenerse en la ortodoxia corporal. Si disposiciones como estas son las que dominan entre las trabajadoras, cualquier política sindical inteligente deberá otorgar un lugar a perspectivas como la de Hakim, consistentes en reconocer unas condiciones de trabajo adecuadas cuando se exige cualificación estética. Como señalé antes, no son las únicas voces que se escuchan e incluso las mismas personas pueden sostener posiciones divergentes según el momento de su biografía. Cuando se solicita cuidado psicológico por el estrés resultado de controlar el hambre, o cuando se engorda tras haberse martirizado por un adelgazamiento radical, varía la perspectiva sobre qué puede imponérsele a su cuerpos para que puedan venderse como fuerza de trabajo. La politización del cuerpo moviliza lo más delicado de nuestra intimidad. Y es lo que nos ayuda a entrar en el último de los lugares de conflicto. Antoni Domènech escribió un importante libro titulado De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte (Barcelona, Crítica, 1989) donde nos daba una hermosa descripción de lo que denominó razón erótica. En esta, los individuos pueden revisar sus preferencias primeras e intentan moldearlas de acuerdo a otros proyecto de existencia. Mas tampoco va de suyo: podría ser que el individuo se encontrase solo, enfrentado con unos interlocutores que siguen practicando el juego que él abandona. ¿Cómo olvidar el cultivo estético cuando lleva más dos siglos trabajando, con prácticas y discursos relativamente articulados, nuestros afectos y nuestras oportunidades? ¿No dejaría al individuo

desarmado frente a quienes siguen obstinados en los recursos de capitalización corporal? Los intentos de construir otras prácticas corporales demuestran, a menudo, la fragilidad de tal opción de resistencia cuando solo se basa en el rechazo radical de la norma. Quienes abrazan la ortodoxia descalifican la resistencia apelando a la lógica de las uvas amargas: si pudieran estar a la altura olvidarían la crítica. La investigación empírica muestra que a veces es así y quienes defienden cuerpos distintos pueden abandonar la causa cuando consiguen un cuerpo estándar. Lo cual no significa que otra ética de la experiencia corporal sea imposible, simplemente nos recuerda sus dificultosas condiciones sociales de posibilidad. Una razón que revise sus preferencias por la estetización del cuerpo necesita apoyarse en una práctica colectiva, sobre un contexto social que haga inteligible su resistencia, que prefigure una realidad distinta: en suma, una nueva ética del cuerpo debe reposar sobre una discusión política sobre qué es estar sano, qué significa ser responsable con su cuerpo y, tal vez también, qué significa ser bello.

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