Defensa social, orden público y peligrosidad en España (1939-1950)

May 23, 2017 | Autor: Jorge Marco | Categoría: Criminology, Spain, Criminologia, Francoism, Franquismo, Historia Contemporánea de España
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Defensa social, orden público y peligrosidad en España (1939-1950) Jorge Marco Carretero Gutmaro Gómez Bravo Universidad Complutense de Madrid

Introducción Las preguntas sobre la formación y el desarrollo del proceso de configuración de los principales mecanismos represivos fruto de la Guerra Civil deben recorrer distintas etapas vinculadas a las necesidades del Nuevo Estado en aras a su consolidación, pero también tienen que observar la revitalización doctrinal de elementos que darán forma a un sistema basado en la identificación entre «la subversión y la delincuencia», que apar ta definitivamente las penas de cualquier ideal de corrección. A partir de 1939, las penas de priv ación de libertad acompañan a un procedimiento penal excepcional prolongado, donde comparten suerte prisioneros de guerra de los campos de concentración, detenidos gubernativos a disposición de la policía, la DGS o cualquier autoridad local o tribunal especial, presos políticos con sentencia firme, todos aquellos juzgados con leyes posteriores a 1941, y, por supuesto, todos los presos y presas comunes, incluidos todos los supuestos de aplicación de la Ley de vagos y maleantes. Su no derogación y su modificación posterior indica el continuo interés del franquismo por igualar los delitos políticos y los comunes, eliminando toda indefinición y, sobre todo, poniendo fin al estatus de privilegio que hasta el momento tenían en prisión los detenidos políticos (los últimos habían sido los presos de la revolución de Asturias amnistiados en 1936).1 El enfoque de una institución total con el que por lo general se han estudiado los campos de concentración y las cárceles deja fuera la gran incertidumbre a la que fue sometida durante años la población penal en España. Caos o estrategia calculada, el hambre, la enfermedad y una v ariada gama de formas de deshumanización y humillación diezmaron a una población muy expuesta

1. La Ley de vagos y maleantes fue aprobada en 1933 y se mantuvo sin ningún tipo de modificación durante 20 años. Gaceta de Madrid (5-8-1933) y Boletín Oficial del Estado (17-7-1954).

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al más mínimo cambio. Entre las prisiones habilitadas y los campos de concentración se inició un movimiento general de presos conocido popularmemente como «turismo carcelario». El desplazamiento posterior a las prisiones centrales y provinciales no contaba con el desbordamiento que produjo el aumento de los presos comunes que, a su vez, trasladaban las cárceles locales y los depósitos municipales a las prisiones de par tido, escudándose en no contar con el cupo de racionamiento necesario. Esta situación, el aumento del gasto, la conflictividad y la incertidumbre del panorama exterior motivaron un cambio de rumbo en la política penitenciaria, lo que aceler ó una lenta y desordenada política de excarcelación.

La reordenación de la empresa penitenciaria En poco tiempo se creó una red de instituciones, patronatos y centros asistenciales que reproducían la estructura del Movimiento, pero que en algunos aspectos la completaban. Las elites locales adquirier on un enorme poder al decidir sobre el destino del pr eso, desde la manutención de su familia a la fijación de su r esidencia. La Junta de Disciplina de cada prisión emitía un informe sobre si se debía acceder a la libertad condicional o no, a propuesta de la Comisión de Examen de Penas. Si se iniciaba por fin el expediente, era necesario el visto bueno de la J unta Local de Liber tad Vigilada del pueblo natal del interesado, que podía denegarlo «para no avivar rencores». La denegación se repitió tantas veces que la Dirección de Prisiones tuvo que proponer que las negativas se permutaran por destierros a 250 kilómetros de la localidad natal.2 El Patronato de Redención de Penas por el Trabajo emergió como la gran institución de los presos de posguerra. Presidido honoríficamente por Carmen Polo, siempre mantuvo una apariencia benéfica, pero sus funciones fueron mucho más allá de una mera gestión asistencial. No en vano administraba los dos grandes atributos del perdón después de la guerra: la libertad condicional y la redención de penas. Una sociedad benéfica que se completaba a través del espíritu regenerador del trabajo, gracias a la iniciativa de la Compañía de Jesús, que empleó a dos de sus cabezas más visibles en la elaboración de un plan de transformación social: Pérez del Pulgar, fundador del Instituto Católico de Artes e Industrias (ICAI), inspirado en la gran casa madre de Lille y en el centro 2. Orden del 16 de diciembre de 1940.

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de estudios de Lieja, al que habían acudido los jesuitas expulsados de España; y el Padre Aspiazu, creador del Fuero del Trabajo. En noviembre de 1939, el patronato ya había tomado la iniciativa legislativa en materia penitenciaria, y consideró el trabajo como el elemento central de la justicia conmutativa entre el delincuente y aquellos que habían sufrido las consecuencias de sus propios delitos. Por ello, se concibe que: La redención es una reforma sustancial del régimen penitenciario español, la cual, aunque motivada por las dolorosas circunstancias actuales, responde a principios morales y jurídicos de carácter permanente y habrá de aplicarse con los penados llamados comunes después de que España haya absorbido y reintegrado a sus hogares a los delincuentes de la r evolución roja. En adelante todo penado habrá de trabajar y aprender un oficio si no lo sabe por r edimir su culpa, adquirir mediante el trabajo hábitos de vida honesta que le preserven de peores caídas, contribuir a la prosperidad de la Patria, ayudar a su familia y librar al Estado de la carga de su mantenimiento en prisión.3

De la expiación al «autoritarismo humanitario» Antes de que terminara la guerra, la redención de penas por el trabajo se había asentado como epicentro de la justicia de la nuev a España a través de dos soportes: la doctrina de la Iglesia y la defensa social. Pero lo realmente novedoso de todas las instituciones que surgieron dentro de este sistema, muchas de ellas con amplia experiencia en el campo penitenciario desde el siglo xix, fue su firme eliminación de todos los objetivos correccionales y regeneradores de las penas, negando desde un principio la posibilidad de integración de los que consideraban delincuentes. No podía ser de otro modo, ya que la may oría de los elementos ideológicos que procedían de la guerra se mantuvieron durante muchos años inalterables. A pesar de que en materia de política criminal se pr odujera una evolución evidente acorde con la situación política del r égimen, sobre todo a par tir de 1944 con la caída del poder alemán, la mez cla de una ideología oficial que exigía el cumplimiento de unas duras penas a un enemigo interior caracterizado siempre como un criminal potencial, y unos mecanismos burocráticos caóticos y descoordinados, prolongaron y aumentaron su impacto sobre una población represaliada cada vez más amplia. 3. Orden del 14 de noviembre de 1939. BOE de 17-11-1939.

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La llamada «obra de pacificación espiritual» que siguió a la guerra tenía como objetivo restaurar el orden social, moral y jurídico tradicional, tal y como la definió el vocal eclesiástico del patronato y capellán de la celular de Barcelona, el padre Martín Torrent. Con estos y otros aspectos teológicos, el integrismo católico dio cobertura ideológica para legitimar el castigo. Gracias a la redención, unas penas que eran impuestas con extr ema dureza por los Consejos de Guerra se integraban en la recristianización de España, en una tarea a la que muchos de ellos ya estaban acostumbrados. 4 Pero fue la Asociación Católica Nacional de Propagandistas la que dotó al sistema penitenciario de una apariencia de tratamiento reeducador a través de la incorporación del modelo de propaganda de masas que habían puesto en marcha años atrás Herrera Oria y la Acción Católica. Desde comienzos de la guerra, los propagandistas aportaron el pensamiento y la doctrina pontificia y, desde un principio, se consagraron en frenar la deriva totalitaria del régimen por la excesiva influencia de la Falange. El elemento doctrinal fundamental para entender la reelaboración de la teoría penal fue la encíclica de Pío XI Divini Redemptoris, una encíclica de guerra de 1937, dirigida a combatir el comunismo y el materialismo. A través de ella, la redención se presentó como el elemento central para salvar a España y luchar contra todo lo que pretendía derrumbar de manera radical el orden social y socavar los fundamentos mismos de la civilización cristiana. El atributo esencial del nuevo sistema penitenciario español sería, por tanto, un elemento de la doctrina tradicional de la Iglesia, con una vocación de combate contra el comunismo y el materialismo ateo, por la que los católicos del mundo eran llamados a «defenderse» y a colaborar con los poderes terrenales en el combate secular. Las dos ciudades, los dos poderes, como había expresado nítidamente el obispo de S alamanca, Pla y Deniel, en su pastoral El triunfo de la ciudad de Dios y la r esurrección de España del 25 de mayo de 1939.5 La encíclica de guerra fue seguida por una pastoral de guerra, que inspiró claramente a los encargados de la justicia franquista y a los directores de prisiones, en su mayoría procedentes del carlismo y del tradicionalismo. Domínguez Arévalo, conde de Rodezno, un propagandista que sería una pieza clave en la unificación carlista, firmó los primeros decretos para ordenar

4. Montero, Mercedes. La Asociación Católica Nacional de Propagandistas a través de su Boletín (1936-1945). Universidad de Navarra, 1991. Tesis doctoral. 5. «Las masas extraviadas necesitan una rigurosa asepsia de doctrinas corruptoras y la disciplina del orden; que les haga partícipes de los beneficios de una justicia social; que se les er conquiste con efusiones de amor, de amor a los ministros de Cristo» (Pla i Deniel, Enrique. El triunfo de la Ciudad de Dios y la resurrección de España. Bilbao: El mensajero del Corazón de Jesús, 1939.

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el mundo penal en la z ona sublevada y las primeras instituciones «asistenciales», como las juntas locales, formadas por el alcalde, el párr oco y otro vocal femenino «entre los elementos mas caritativ os y celosos de la localidad», que debían velar para que se entr egara el jornal a las familias de los pr esos.6 Sin embargo, fue Esteban Bilbao el encargado de dirigir las «operaciones» una vez terminada la contienda con el fin de sistematizar la articulación total de la justicia en la nueva España. Pero esta etapa no puede entenderse sin una de sus figuras clave: el general Máximo Cuervo Radigales. Director general de prisiones desde mediados de la guerra hasta1942, fue el mejor exponente de la primera fase de reorganización de las prisiones habilitadas. Su peso intelectual también se dejó notar dentro de la ACNP, a la que pertenecía desde joven y en la que había realizado importantes aportaciones. A comienzos de los años treinta había comentado junto a Alberto Martín Artajo las encíclicas de León XIII en Doctrina Social Cristiana. Posteriormente, ocupó las más altas instancias de la judicatura de posguerra, desde el Consejo Supremo de Justicia Militar a la Jurisdicción Especial de Menores. Su planteamiento sobre la ordenación de las penas es la pieza clave para comprender el discurso que se impuso en los primeros años cuarenta. En un ambiente en el que ya se oían algunas voces contra la situación que se vivía en las prisiones, el 28 de octubre de 1940 se reunieron las máximas autoridades de justicia en la Facultad de Derecho de Madrid. Allí pronunció un discurso que denominó expresamente Fundamentos del Nuevo Sistema Penitenciario Español.7 Máximo Cuervo anunció que los vencidos podían ser recuperados para la patria, pero que a cambio debían cumplir un castigo digno y justo.Digno como correspondía al Derecho Natural, y justo porque emanaba directamente del Derecho Divino. El discurso de Cuervo fue una auténtica r eafirmación de la línea dura. Para ello rememoró el pasado imperial y la Reconquista (las Leyes de Indias, el concilio de Trento, etcétera), para dar paso a un modelo «genuino y español», forzado por el aislamiento internacional y la autarquía que marcaría toda la cultura penal posterior, por lo demás, fuer temente impregnada de elementos del catolicismo tradicional y de exaltación patriótica. Estas reminiscencias sagradas dejaron sentadas las bases de las políticas r epresivas del régimen, ya que de ellas emanaba «el derecho a la punición». Esa sería la respuesta ante cualquier acto de desafío o r ebelión. Para reforzar la dureza del castigo y 6. Decreto del 7 de octubre de 1938 que complementa el 263 sobre Redención de Penas por el Trabajo. 7. Cuervo, Máximo. Fundamentos del Nuevo Sistema Penitenciario Español. Universidad Central. Conferencia pronunciada el 28 de octubre de 1940.

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acallar las voces del exterior que clamaban contra los ex cesos, había que desmontar la base correccional que hasta la guerra había sido la ideología dominante en la justicia española. Era blanda y, como todo producto decimonónico,también decadente, liberal y nefasta por su vinculación a la pedagogía ilustrada «materialista y sin fe». Se necesitaba un nuevo edificio que se construyera sobre los viejos pilares de la teología española. Con ello se r eorientaba la función del castigo, que monopolizaba el Nuevo Estado hacia unos principios patrióticos «eternos», donde no cabía la suavización de la pena porque atentaba directamente contra el orden establecido. La configuración de las penas fue acompañada en todo momento por el desarrollo de medidas de seguridad que se pueden englobar en torno a la pr evención como medio de defensa social, y a la reparación como medio de retribución o para «restablecer el equilibrio perdido». La represión, en definitiva, era justa porque defendía a la sociedad como medio de pr evención del desorden social y como reparación del daño causado. La guerra siguió estando siempr e muy presente en el discurso penal y se tradujo en la negación de cualquier posibilidad de mejora o suavización en la fijación de las condenas. El pensamiento tradicionalista, con Balmes y Donoso Cortés a la cabeza, arrancaba de una profunda desconfianza hacia la posibilidad de mejora de los hombr es, sobre todo de aquellos que se habían alejado de D ios. El correccionalismo dejaba impune el delito, y por eso el castigo era necesario para salvar a la nueva sociedad que estaban sacando del caos. El punto de unión de la teología con la política se concentra en una última idea esencial: la Iglesia, vicaria de Dios en la Tierra. La Iglesia debía guiar al gobernante en su auténtica labor de r escate. Cuervo introdujo aquí el elemento fundamental de los propagandistas católicos: lograr el arrepentimiento en las prisiones a través de la Acción Católica. Así, por medio de un doble r escate, el espiritual y el físico, apar ecerá el trabajo como un derecho en la guerra, que se transformará en un deber en plena autar quía. De esta manera, la pena conservaría tanto su fin aflictivo, ya que el trabajo se realiza en reclusión, como una finalidad social reparativa, pues el preso trabaja para sí mismo y para la sociedad. Así, Cuervo reproducía la fórmula conmutativa de Pérez del Pulgar y de Aspiazu sobre la virtud redentora de la pena, que se presentaría como una «intuición genial del Caudillo». Esta sería la base de todo el sistema de redención de penas que alcanzó su auge en los primeros años cuarenta para, acto seguido, incorporarse a la legislación ordinaria. El dolor y la expiación siguier on siendo una fuente importante de los referentes penales vigentes en la España de mediados del siglo xx. La idea de humanizar el castigo fue el cambio fundamental que se intr odujo en el discurso oficial a partir de 1943. El siguiente ministro de Justicia, Eduar-

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do Aunós, jugó un papel fundamental en este pr oceso al matizar la fórmula del dolor por el dolor de la r epresión inicial, y av anzó hacia un castigo que seguía siendo «un mal para el que lo sufr e», pero sin llegar a constituir una «venganza». Con él se dieron los primeros pasos para dotar a la redención de la apariencia propia de un sistema penal y, lo más importante, de un verdadero régimen de reducción de condena (aunque totalmente opuesto por su fijación estricta a la buena conducta en un sistema progresivo). Para ello nombró director de prisiones a Ángel Sanz, gobernador de Tarragona, con una amplia experiencia en el ramo tras la liberación de Cataluña. Este también insistió en que la represión se trataba de un castigo justo que había que humanizar. Bajo su dirección, la idea asociada al castigo sería la de «conv ersión», inspirada en José Antonio, pero sobre todo introdujo un cambio fundamental, basado en r econocer la condición humana de los presos «sin perder ni un ápice de la disciplina». Esta nueva y definitiva síntesis sería definida como «autoritarismo humanitario», lo que señaló un r otundo cambio de imagen en la aplicación de las penas. Sanz desterró la teología de los discursos oficiales de prisiones e intr odujo las dos figuras del penitenciarismo español del siglo xix que fueron reivindicadas en esta fase: Concepción Ar enal y el coronel Montesinos. La idea de disciplina con humanidad del militar, y la caridad justa de la visitadora de prisiones fueron reutilizadas a discreción por todos los publicistas del régimen.8 En realidad se estaba allanando el camino para la apr obación de un nuevo código penal, el de 1944, que ponía fin a la etapa anterior. Por entonces, la doctrina oficial de justicia optó por no adscribirse tan claramente a la filosofía del castigo que había definido en 1939. Tal vez por lo que pudiera pasar en la escena internacional, Aunós había optado por el equilibrio centrándose más en la defensa de la sociedad futura que en el r ecuerdo de los mártires de guerra. La salida de personajes como Cuervo y Serrano Suñer de la primera fila, la derrota alemana y la necesidad de mostrar al mundo que no ocurría nada anormal en las cárceles españolas marcarían todo el discurso penal de la segunda mitad de los años cuarenta. La aprobación de un nuevo código penal en 1944 suponía el principio del fin de las prisiones habilitadas. La pr ogresiva influencia de los sectores católicos quedó patente en la petición de «congruencia penal» con los dictados de la Iglesia y de la fe. Eso no modificó el hecho de que las conductas políticas que estaban tipificadas penalmente siguieran sometidas al Código de Justicia Mili8. Sanz, Ángel. De re penitenciaria. Talleres Penitenciarios de Alcalá de Henares, 1945.

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tar, cuyo texto también se modificó un año después. Ese mismo año se inauguró la que se convirtió en la cárcel política del régimen por excelencia, aunque siempre tuvo un alto porcentaje de presos comunes e «invertidos». Se trataba de la nueva cárcel modelo de Madrid, más conocida como Carabanchel. Las obras habían empezado en abril de 1940, con el trabajo continuo de más de 1.000 presos. Cuatro años después, abrió sus puer tas con presos de Porlier y Santa Rita, centros que por fin se cerraban. El régimen acababa así con el eje de las prisiones habilitadas en Madrid desde la guerra, pero abría significativamente una moderna y gigantesca cár cel modelo. Para que estos especialistas consiguieran un reglamento de prisiones que estaba pendiente desde la guerra se tuvo que esperar hasta el 5 de marzo de 1948. Hasta entonces no se publicó un texto legal que mencionara la condición humana del delincuente ni mucho menos la posibilidad de su regeneración. La realidad de las prisiones había cambiado de manera sustancial desde la guerra y, a pesar de que aún quedaba un importante número de presos políticos, la población penal era ya mayoritariamente de presos comunes. Sin embargo, no se modificó ninguna de las estructuras penales creadas desde la guerra; al contrario, se intr odujo una serie de elementos en el trato del delincuente basados de nuev o en los preceptos de la redención de penas. El autoritarismo humanitario siguió siendo la base de esta doctrina oficial, de manera que el rigor del castigo era compatible «con un sentido humano y cristiano». Se había alcanzado por primera vez una declaración hacia el «respeto de la persona humana», per o España seguía sin estar dentr o de los países que habían suscrito las Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos aprobadas por Naciones Unidas.

Peligrosidad y conducta antisocial Al igual que otros regímenes autoritarios de entreguerras, el franquismo desarrolló un potente sistema de contr ol sobre todo lo que consideraba enemigo del Nuevo Estado. Sin embargo, el discurso sobr e la inferioridad racial del enemigo político no caló en la legislación criminal española, muy mar cada por el peso de una tradición pr opia, y en par ticular por la visión r edentora que dominó en el aparato de prisiones. Los propagandistas católicos rechazaron públicamente el racismo, basándose en las encíclicas papales, con la clara intención de distanciarse del modelo totalitario alemán y debilitar a la Falange. A mediados de 1943, la ACNP hacía públicas las «afirmaciones erróneas del racismo germánico» a través de sus especialistas en medicina, psiquiatría y educación. El elemento destacado en el discurso penal de los v encedores fue

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un radicalizado criterio de defensa social, extraído del tradicionalismo y del regeneracionismo organicista. Así, el discurso oficial de la dictadura enlaz ó con la necesidad de una legislación penal que no perdiera su carácter de represión y que conservara «el tono de intimidación conveniente para los ciudadanos de poca cultura», como lo expresó en 1946 el director del reformatorio de adultos de Alicante.9 Lo más trascendente de esta visión fue la imagen del enemigo interior, que se mantendría siempre viva a través del mundo de los presos y de su condena sistemática por la idea de «proletarización del delito». Esta sería la versión popularizada de la redención de penas: la horda marxista había abierto las puertas de las cárceles a los delincuentes profesionales, a terribles criminales que se mezclaron con el furor revolucionario. Ese «gran delito» habría legitimado el Alzamiento para garantizar la defensa del orden y también para su castigo. Este fue el momento para poner en pie de nuevo el ideal de la redención que el cardenal Gomá ya había reivindicado en su obra Jesucristo Redentor. Pero tras la guerra se volvió a la versión más fuerte, donde quedaban unidos los principios tanto de defensa política como social que aglutinaba la amalgama política del franquismo. Afloraba con fuerza el miedo a la revolución y al desorden público tan presente en el lenguaje conser vador desde la Restauración. Fue el argumento principal para reforzar el castigo una vez que la guerra ya había acabado, pero también sería un lugar común en los preámbulos de la legislación especial para la seguridad del estado. Una clasificación «por razones especiales» que incorporaba una serie de mecanismos de censura social dentro y fuera de las prisiones. La mejor formulación práctica de estos principios fue la Ley de seguridad del estado de 29 de marzo de 1941, sustituida en 1947 por el decreto de represión del bandidaje y el terrorismo. El criterio de peligrosidad decimonónico se empleó hasta la saciedad para justificar la política penitenciaria de posguerra. Esta visión de criminalidad desaforada y habitual pesó en la caracterización ideológica del enemigo político y en la fijación de una imagen que transmitía el mensaje de r epresión justa y de «conversión» ideado desde la guerra. Se trata de una postura que se avivó con la recuperación de la idea de prisión como defensa social que renació desde la unión de la delincuencia y el crimen político . Un criterio de seguridad que afectará de manera decisiva a la población que ha pasado por la cárcel y a todos aquellos caracterizados como desafectos. Las características de

9. Toca, Jerónimo de. «In Memoriam. Don José de las Heras». Revista de Estudios Penitenciarios, 11-1-1946, pág. 87.

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marginalidad y las conductas antisociales con las que fueron descritos los distintos grupos de opositores pasaron a formar parte de la gran barrera sociológica erigida para dividir a la sociedad tras la guerra. La voluntad de no reconciliación, de no integración de los vencidos, fue favorecida por esta tónica que se prolongó, aunque más atenuada, durante los años cincuenta, y que en un sentido amplio pervivió durante toda la dictadura, y que consistió en criminalizar la política, igualando en el tratamiento jurídico y penitenciario a los presos políticos y a los comunes. En particular, los que pasaban a libertad condicional, incluidas sus familias, sufrían los efectos de un sistema de control que tendría gran éxito al extender a la esfera de la responsabilidad civil la derivada de la criminal, en un esquema jurídico donde esta última era claramente subjetiva. Cuando el 9 de julio de 1939 se unieron la redención de penas y la libertad condicional, se pretendía reducir la población reclusa inspirándose en el trabajo y la buena conducta. Sin embargo, la alusión permanente a la guerra y al defensismo social como bases legitimadoras de las penas dominó el camino de la redención. Era un sistema tutelar diseñado para mantener el or den, que, por lo demás, rechazaba toda idea de reconciliación, desde el mismo momento que se negaba toda posibilidad de corrección y enmienda por haberse rebelado contra el orden sagrado. Para ello, los ámbitos más activos en el penitenciarismo de posguerra vincularon de nuevo la libertad vigilada a la necesidad del carácter expiatorio de la pena a una especie de cuar entena social definida también como «libertad a prueba». Por eso se exigía del liberado condicional las mismas señas de sumisión y buena conducta prescritas en la disciplina carcelaria. El liberado condicional era, por tanto, un delincuente muy próximo al delito, por lo que era necesario vigilarle como medio defensivo. Y fue en esta última fase en la que el mundo local obtuvo un protagonismo enorme a través de las Juntas Locales de Libertad Vigilada. La estructura jerárquica y centralizada del Patronato de Redención de Penas por el Trabajo se sustentaba, en última instancia, en las Comisiones Provinciales y en las Delegaciones Locales de Libertad Vigilada. Si alguna de ellas tenía inconveniente en que el penado regresase a su localidad natal, podía oponerse a la concesión atenuada o proponer el destierro a más de 250 kilómetros de distancia entre este y de su familia. E n cualquier caso, si regresaba, la comisión local era la encargada de informar sobre su conducta, además de garantizarle un trabajo y el salario acumulado por la redención de penas por el trabajo . El nuevo poder local obtenía así un potente instrumento para canalizar su v enganza frente a los elementos que quisiera. Una vía que podría sumarse a la interpr etación del peso de la violencia

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desde abajo que algunos autores han planteado sobre diversos elementos de la represión y la vida cotidiana de posguerra.10 Aun así, no hay que olvidar la determinación de una política diseñada desde arriba para dar forma a esta visión extrema de defensa de la sociedad, eliminando civilmente a los incorregibles y a los irredimibles. Una posguerra de hambre, miedo y miseria era el campo abonado para esa modificación de los principios penales acorde con la reorientación ideológica del régimen. Se llevó a cabo, así, una laminación legal de todos los elementos del marco penitenciario, que sería reconstruido sobre un modelo de disciplina militar y de tratamiento confesional a través de instituciones en las que en ninguno de sus objetiv os fundacionales figuraba la posibilidad de regenerar al delincuente. El cambio de filosofía penal era evidente, y se correspondía mucho más a los principios de autoridad, disciplina y expiación que a los del correccionalismo que había guiado los pasos de una lenta r eforma en España a la que se habían opuesto con firmeza importantes sectores profesionales del ámbito penitenciario, que achacaban el aumento de la criminalidad a la ex cesiva permisividad en la dir ección de las prisiones. Significativamente, una de las principales reivindicaciones de los funcionarios de prisiones destinados con los denominados «presos sociales» y críticos con la reforma republicana era poder llevar pistola.11 Como diría el director de la Escuela de Estudios Penitenciarios en 1954 de la facultad de Medicina de Madrid, la guerra afirmó el camino de «la espiritualidad del régimen penitenciario español que procede de la celda monástica y de la penalidad eclesiástica que humanizó los sistemas penitenciarios».12

10. Richards, Michael. «Guerra civil, violencia y construcción del franquismo». En: Preston, Paul (ed.). La República asediada. Barcelona: Península, 2000, pág. 222; Mir, Conxita. Vivir es sobrevivir: justicia, orden y marginación en la Cataluña rural de posguerra. Lleida: Milenio, 2000. Sobre la ejemplaridad en el medio local de los batallones de trabajo disciplinario: Mendiola, Fernando; Beaumont, Edurne. Esclavos del franquismo en el Pirineo. Tafalla: Txalaparta, 2006. 11. Aprobado por el Decreto 42 de la Presidencia de la Junta Técnica de Estado. Burgos, 27 de noviembre de 1937. 12. Tomé, Amancio. Pequeña historia de su vida profesional. Madrid: Artes Gráficas Cio, 1960, pág. 188.

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