Deconstrucción, política y animalidad, en Penchaszadeh, A. P. y Biset, E. (comps.), Derrida político, Buenos Aires, Colihue, 2013, ISBN: 978-950-563-419-4

May 22, 2017 | Autor: Evelyn Galiazo | Categoría: Filosofía contemporánea
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Descripción

Deconstrucción, política y animalidad Evelyn Galiazo Para los fascistas, los judíos no son una minoría sino una raza distinta, contraria (…). Hay que limpiar la tierra de judíos, y en el corazón de todos los potenciales fascistas (…) halla eco la llamada a eliminarlos como moscas. Allí donde el dominio de la naturaleza es la verdadera meta, la inferioridad biológica constituye el enigma por excelencia: la debilidad impresa por la naturaleza, la cicatriz que invita a la violencia. Marx Horkheimer y Theodor W. Adorno (Subrayado mío)

Tal vez, al principio, la problemática de la animalidad no parezca la más adecuada para captar el imperativo que palpita en un pensamiento dedicado a desafiar las estructuras constitutivas de la política contemporánea. Sin embargo, así como en 1967 Derrida sostenía con respecto a la “cuestión de la lengua” –que es, en el fondo, la misma cuestión–: “cualquiera que sea lo que se piense al respecto, nunca fue por cierto un problema entre otros”1, el problema de lo vivo y del ser vivo animal tampoco lo fue. Ni lo será. La “cuestión-de-la-animalidad” –confiesa en diálogo con Élisabeth Roudinesco– “habrá sido siempre para mí la gran pregunta, la más decisiva”. Ello se debe no sólo a la importancia que tiene en sí misma sino también a su valor estratégico, en la medida que representa “el límite sobre el cual se suscitan y determinan todas las otras grandes cuestiones y todos los conceptos destinados a delimitar lo ‘propio del hombre’, la esencia y el porvenir de la humanidad, la ética, la política, el derecho, los ‘derechos del hombre’, el ‘genocidio’, etcétera”.2 No es este el lugar para continuar explicitando las relaciones que efectivamente existen entre el pensamiento derridiano y la política. Diversos autores han demostrado el alcance político que dicho pensamiento tiene y han dado cuenta de la importancia que tienen los aportes de Derrida, no sólo para pensar la escena política contemporánea, sino también para intervenir en ella, y especialmente para repensar formas de intervención en el contexto de la deconstrucción de la oposición entre teoría y praxis. 3 Como él mismo sostiene “la desconstrucción (…) querría, para ser consecuente con ella misma, no quedarse encerrada en discursos puramente especulativos, teóricos y académicos sino, (…) tener consecuencias, cambiar cosas, intervenir de manera eficiente y responsable (aunque siempre mediatizada evidentemente), no sólo en la profesión sino en lo que llamamos la ciudad, la pólis, y más generalmente el mundo. No cambiarlos en el sentido sin duda un poco ingenuo de realizar una intervención calculada, deliberada y estratégicamente controlada, sino en el sentido de la intensificación máxima de una transformación en curso”. 4 1

J. Derrida. De la Gramatología. Trad. O. del Barco y C. Ceretti. Buenos Aires, Siglo XXI, 1971, p. 11. J. Derrida y É. Roudinesco. “Violencias contra los animales”, en Y mañana, qué…. Trad. V. Goldstein. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 73-74. 3 Cfr., por ejemplo, G. Bennington. “Deconstruction and the philosophers (the very idea)”, Oxford Literary Review 10: 73-130, 1987; G. Bennington. “Derrida y la política”, en T. Cohen (coord.). Jacques Derrida y las humanidades. Trad. A. Dilon. Buenos Aires, Siglo XXI, 2005, pp. 249-272; R. Beardsworth. Derrida y la política. Trad. L. Lassaque. Buenos Aires, Prometeo, 2008 y E. Biset, Violencia, justicia y política. Una lectura de Jacques Derrida. Córdoba, EDUVIM, 2011. 2

1 Publicado en Penchaszadeh, A. P. y Biset, E. (comps.), Derrida político, Buenos Aires, Colihue, 2013, ISBN: 978-950-563-419-4.

Aunque tampoco me detendré en las diversas modulaciones derridianas que asume la diferencia entre la política y lo político –otro de los grandes debates de la teoría política actual –5 es preciso señalar que, para Derrida, no es ni posible ni deseable postular una autonomía o especificidad de la política ya que el concepto mismo de política es refractario a la idea de un espacio propio, cerrado sobre sí mismo y protegido contra el contagio de problemas relativos a otras esferas. Como señala Beardsworth, “‘política’ designa el dominio o la práctica de la conducta humana que normativiza las relaciones entre un sujeto y sus otros (otros sujetos humanos, la naturaleza, la técnica o lo divino)”. 6 Por eso, en la dimensión política de las clases sociales, nacionales o internacionales, en las luchas políticas en el seno de un Estado, en los problemas de nacionalidad y de ciudadanía y en las estrategias de los partidos, también están involucrados el derecho, la ética, la ontología, la epistemología, el arte y la literatura, además de que estos campos problemáticos son dimensiones políticas en sí mismas y por sí mismas.7 Más allá de que la deconstrucción es visceralmente política y de que cada una de sus estrategias conceptuales tiene implicancias políticas, la tematización de la política no está ausente en la obra de Derrida. La reflexión derridiana sobre la política se articula a través de su lectura de la metafísica. Derrida piensa la política en función de la violencia de la determinación conceptual. Para Derrida, hay algo “que une desde siempre la esencia de lo filosófico a la esencia de lo político”;8 la materia de ese vínculo es la violencia, una violencia por la cual todos los principios filosóficos, desde la noción de arché –que contiene tanto la indicación del comienzo explicativo como la del mandato– hablan un lenguaje que no siempre han querido o creído querer hablar: el lenguaje del poder.9 Según Derrida, toda la tradición occidental ha considerado que el límite entre el hombre y el animal era indivisible y único, y que del otro lado de este límite había un inmenso grupo, fundamentalmente homogéneo, que se tenía el derecho teórico de distinguir y de circunscribir con un término común, “el animal”, palabra general y singular que subsume a todo el reino animal a excepción del hombre. Por un lado, este gesto es una apuesta filosófica o metafísica fundante, “constitutiva de la filosofía misma, [y] del filosofema en cuanto tal”.10 Por otro, el mismo límite, predominante en la filosofía y como filosofía, es el que, más concretamente, articula el discurso de la dominación misma: “dicha dominación se ejerce tanto en la violencia infinita, incluso en el daño sin límite que infligimos a los 4

J. Derrida. Fuerza de ley. El “fundamento místico de la autoridad”. Trad. A. Barberá y P. Peñalver. Madrid, Tecnos, 1997, pp. 22-23. 5 Al respecto puede consultarse M. Oliver. El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau. Trad. M. Delfina. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009. 6 R. Beardsworth, ob. cit., p. 15. 7 “Se trata, simplemente, (…) de otra dimensión del análisis y del compromiso político. Yo no diría que semejante dimensión [la primera] (…) es superior o inferior, prioritaria o secundaria, fundamental o no. Todo eso depende, en cada momento, de una nueva evaluación de las urgencias, de las implicaciones estructurales y, en primer lugar, de las situaciones singulares. No existe, por definición, para una evaluación semejante, ningún criterio previo, ninguna calculabilidad absoluta. El análisis debe ser recomenzado cada día en cada lugar, sin estar nunca garantizado por un saber previo: (…) con la condición de esta inyunción hay, si es que la hay, acción, decisión y responsabilidad política”. J. Derrida, “Marx e hijos”, en Michael Sprinker (ed.). Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx de Jacques Derrida. Trad. M. de Molina, A. Riesco y R. Sánchez Cedillo. Madrid, AKAL, 2002, pp. 278-279. 8 J. Derrida. “Los fines del hombre”, en Márgenes de la filosofía. Trad. C. González Marín. Madrid, Cátedra, 1989, p. 147. 9 Cfr. J. Derrida. “Violencia y metafísica”, en La escritura y la diferencia. Trad. P. Peñalver. Barcelona, Anthropos, 1989, p. 132 o también J. Derrida. Seminario La bestia y el soberano. Vol. I (2001-2002). Ed M. Lisse, M.-L. Mallet y G. Michaud. Trad. C. de Peretti y D. Rocha. Buenos Aires, Manantial, 2010, pp. 365 y 401. 10 J. Derrida. El animal que luego estoy si(gui)endo. Trad. C. de Peretti y C. Rodríguez Marciel. Madrid, Trotta, 2005, p. 57.

2 Publicado en Penchaszadeh, A. P. y Biset, E. (comps.), Derrida político, Buenos Aires, Colihue, 2013, ISBN: 978-950-563-419-4.

animales, como en las formas de protesta que dividen en el fondo a los axiomas, a los conceptos fundadores en nombre de los cuales se ejerce dicha violencia”. 11 Por lo tanto, si en el pensamiento derridiano existe una copertenencia o una implicancia recíproca entre filosofía y política –tal es la tesis de Biset, con la que acuerdo– ella depende por entero – agrego y arriesgo– del estatuto del animal como problema. De ahí que el peligro del fascismo –como señala Derrida en Acabados– se actualice cada vez que se insulta a un animal en tanto que animal o al animal en el hombre.12 Acabados es el discurso que en el año 2001 Derrida profirió al recibir el premio Theodor W. Adorno. Naturalmente, las palabras leídas en esa ocasión le rinden homenaje al ensayista frankfurtiano, de quien Derrida se reconoce deudor. Derrida sugiere releer una serie de textos adornianos, en especial la Dialéctica de la Ilustración, a la luz de una frase de Beethoven. Filosofía de la música.13 Determinando una línea hermenéutica que la crítica ha pasado por alto la frase dice: “la soberanía o el dominio (Herrschaft) del hombre sobre la naturaleza está en realidad dirigida contra los animales”. Los dos epígrafes de la Dialéctica de la Ilustración que inician estas páginas responden a la sugerencia de Derrida. El primero de ellos pertenece al capítulo “Elementos del antisemitismo. Límites de la Ilustración” y el segundo, a uno de los “Apuntes y esbozos” con los que se cierra el libro, llamado justamente “Hombre y animal”. La sola posibilidad de hacer una lectura que interprete cada una de estas citas a través de la otra, o, redoblando la apuesta, la posibilidad de hacer una lectura que interprete, cruzándolos, cada uno de los capítulos a las que estas citas pertenecen, muestra la pertinencia de seguir la propuesta de Derrida y plantear la cuestión política, en la obra de Adorno, partiendo de la cuestión de la animalidad. Pero, al mismo tiempo, también justifica el sentido de hacer lo mismo con la propia filosofía derridiana. ¿Acaso no es posible repetir el procedimiento sugerido por él para leer, por ejemplo, “Violencias contra los animales” y “Acerca del antisemitismo venidero”, esos dos capítulos de Y mañana, qué… cuyos títulos son casi una rescritura de los de Adorno? Precisamente, el capítulo sobre el antisemitismo termina con una reflexión sobre la “paradoja de la fidelidad al otro” que resume en pocas palabras la exigencia más compleja a la que nos enfrentamos en la relación con esos otros, radicalmente otros, que son los animales: “tomar en sí, conservar, recibir al muy otro sin que ese muy otro se disuelva ni se identifique consigo en el en sí”. 14 Que dichas lecturas son consignas políticas se evidencia en la declaración de que contienen “las premisas” que es necesario desplegar para alcanzar “una revolución en el pensamiento y en la acción, [una revolución] en nuestra cohabitación con esos otros a los que llamamos animales.”15 A lo largo de toda su obra, Derrida persigue el rastro de una vida no humana, la extraña huella de una alteridad que atraviesa, de manera silenciosa y masiva pero a la vez determinante, los fundamentos de la política global contemporánea. En esta tentativa se juega, para Derrida, la posibilidad de perturbar el privilegio del poder en todas sus formas, incluyendo la del “sujeto soberano”, es decir, el hombre mismo. En lo sucesivo intentaré, por mi parte, seguir a Derrida en “esta pista de carrera que deja sin aliento” –como él la llama– a través del recorrido por algunos de sus textos. 1. Gestos fundadores 11

Ibídem, p. 109. Cfr. J. Derrida. “Acabados” seguido de “Kant, el judío, el alemán”. Trad. P. Peñalver. Madrid, Trotta, 2004, p. 37. 13 Ibídem, pp. 36-38. 14 J. Derrida y E. Roudinesco. “El antisemitismo venidero”, en Y mañana, qué…, op. cit., p. 150. 15 J. Derrida. “Acabados”, en ob. cit., p. 36. 12

3 Publicado en Penchaszadeh, A. P. y Biset, E. (comps.), Derrida político, Buenos Aires, Colihue, 2013, ISBN: 978-950-563-419-4.

En el primer libro de la Política, Aristóteles elabora su concepción del hombre como animal político (zôon politikon) señalando que el mismo reviste esta característica por naturaleza (physis).16 Según Aristóteles, lejos de ser una elección, la vida del hombre en la pólis lleva el sello de la necesidad (anankê). Lo primero es lo que garantiza la autosuficiencia: “la casa, la mujer y el buey de labranza”, dice citando a Hesiodo. Pero luego –continúa– las familias se agrupan entre sí ya no para sobrevivir sino por exigencias que superan los meros requisitos cotidianos y así surgen la inicial forma de régimen político –la realeza de tipo patriarcal– y los primitivos intercambios económicos. Cronológicamente posterior, la pólis es lógicamente anterior, como el todo con relación a las partes que lo componen (1253 a 1819). Fin y término del desarrollo, la pólis existe por naturaleza, de donde se desprende que el hombre está destinado a vivir en ella también por naturaleza y no por azar. Aristóteles agrega entonces un segundo argumento: mientras que el resto de los animales tienen voz (phônê), el hombre es el único animal que tiene palabra (logos), en virtud de lo cual “posee, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, así como el de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad (1253 a 18). Si el objetivo de Aristóteles consistía en establecer que el hombre no es un animal político por alguna clase de hábito adquirido sino por causa de disposiciones naturales; si lo que buscaba era demostrar la relación natural que vincula al hombre con su entorno político, entonces la apelación al logos no era en absoluto necesaria, bastaba con la explicación de la génesis histórico-biológica de la pólis. En ese sentido, el segundo argumento no agrega demasiado. Más que reafirmar que el hombre es un animal político, la mención de la exclusiva posesión del logos pretende separarlo del resto de los animales gregarios, como las abejas o las hormigas, fundamentando que la política es la diferencia específica de lo humano. Porque para Aristóteles, la pólis no es simplemente una forma superior de sociedad frente a otras sociedades animales menos desarrolladas; no representa un cambio de grado sino un salto cualitativo y una diferencia de orden. Por eso, desde que en el marco de una concepción teleológica, normativa y ética de la naturaleza, Aristóteles elabora esta figura del politikon zôon como zôon logon echon (“animal que posee un lenguaje”), la política es inseparable de lo animal o mejor, de su segregación. Acerca de este pasaje de Aristóteles, Agamben sostiene que la pregunta “¿en qué forma posee el viviente el lenguaje?” se corresponde exactamente con otra: “¿en qué forma habita la nuda vida en la polis?”. Y luego añade, en el ya tan comentado pasaje de Homo Sacer I: El viviente posee el logos suprimiendo y conservando en él la propia voz, de la misma forma que habita en la pólis dejando que en ella quede apartada su propia nuda vida. La política se presenta entonces como la estructura propiamente fundamental de la metafísica occidental, ya que ocupa el umbral en que se cumple la articulación entre el viviente y el logos. La politización de la nuda vida es la tarea metafísica por excelencia en la cual se decide acerca de la humanidad del ser vivo hombre, y, al asumir esta tarea, la modernidad no hace otra cosa que declarar su propia fidelidad a la estructura esencial de la tradición metafísica. La pareja categorial fundamental de la política occidental no es la de amigo-enemigo, sino la de nuda vida-existencia política, zõé y bíos.17 De la cita se deprende que Aristóteles inicia su Política con la distinción entre lo animal y lo humano porque la política es aquello que exige esta distinción y a la vez la hace posible. En otros términos, según Agamben, la pólis es el ámbito en que el ser vivo hombre produce su 16

Cfr. Aristóteles, Política, I, 2, 1253 a. G. Agamben. Homo Sacer I. El poder soberano y la nuda vida. Trad. A. Gimeno Cuspinera. Valencia, Pre-Textos, 2003, p. 18. 17

4 Publicado en Penchaszadeh, A. P. y Biset, E. (comps.), Derrida político, Buenos Aires, Colihue, 2013, ISBN: 978-950-563-419-4.

“humanidad” aislando de sí su animalidad, el espacio por el que toma en consideración su propia voz o phoné, esa voz relativa a la vida sensitiva del mundo animal, sólo para escindirla del logos. Si bien presenta el problema en un terreno completamente distinto, Derrida también sostiene que esta cesura fundamental, esta desarticulación activa entre el viviente y el logos, coloca al animal –al animal en y más allá del hombre– en posición de sometimiento y de disponibilidad, en nombre de “razones” que señalan su carácter inferior. De hecho, en esta dirección puede comprenderse la intertraducibilidad de dos de las tesis más fuertes de El animal que luego estoy si(gui)endo: la que afirma que “lo político implica al ganado” y aquella que sostiene que “el logocentrismo es, antes que nada, una tesis sobre el animal, sobre el animal privado de logos”.18 Aunque Derrida no toma parte en las discusiones suscitadas por la biopolítica –al menos en los términos en los que generalmente se la plantea– durante los últimos seminarios, impartidos en la EHSS entre 2000 y 2003 menciona tanto la bibliografía agambeniana como la foucaultiana indicando que lo hace porque estos textos “marcan al menos la actualidad de los problemas y de las preocupaciones que son aquí las nuestras”. 19 Estas preocupaciones conciernen con mayor urgencia a lo que Agamben llama “estructura esencial de la tradición metafísica” y que Derrida vuelve a corroborar en otro discurso fundador: el Génesis. Aventurándose a interpretar la fidelidad a esta estructura que invariablemente repite toda la tradición, El animal que luego estoy si(gui)endo analiza una escena bíblica: el relato de cuando Adán, recién formado a imagen y semejanza de Dios, recibe la orden de someter a los animales, de manifestar su dominio sobre ellos, y la primera instancia de este poder de domesticación y amaestramiento del ganado –como dice una de las traducciones que maneja Derrida– es la denominación. Al mandato divino que impone: “Llenad la tierra y someterla, tened autoridad sobre los peces del mar y sobre los pájaros del cielo, sobre todo ser vivo que se mueva sobre la tierra”, Adán responde gritando los nombres que les otorga a todas las bestias que habían sido creadas antes que él. En este sentido, el hombre –sostiene Derrida– va tras el animal tanto porque lo sigue, porque ha sido creado después de él, como porque lo persigue para nombrarlo, es decir, para someterlo. Y esta secuencia no es ni temporal ni lógica sino que constituye la génesis misma del tiempo y de la lógica. Anterior a la caída, pone en funcionamiento los engranajes de la temporalidad humana y funda las bases del pensamiento lógico que, a su vez, marca el inicio de la soberanía en tanto tal. 20 Amanecer del pensamiento soberano entendido como gobierno de los animales, gobierno sustentado en el poder del lenguaje, y como dominio pleno del razonamiento lógico, del pensamiento en términos de prosecución de consecuencias. Una hegemonía doble que se desprende por entero de la semántica del logos, concedido a los hombres por un Dios garante de su absoluto poder. 2. Políticas de la animalidad Os digo ellos, ‘lo que ellos denominan un animal’, para mostrar claramente que yo siempre me he mantenido excluido de ese mundo y que toda mi historia, toda la genealogía de mis cuestiones, en verdad todo lo que soy, pienso, escribo, trazo, incluso borro, me parece nacido de dicha exclusión y alentado por ese sentimiento de elección. Como si yo fuese el elegido secreto de lo que ellos denominan animales. 18

J. Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo, op. cit., p. 117 y 43. J. Derrida. Seminario La bestia y el soberano. Vol. I, op. cit., p. 370. 20 J. Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo, op. cit., pp. 30-33. 19

5 Publicado en Penchaszadeh, A. P. y Biset, E. (comps.), Derrida político, Buenos Aires, Colihue, 2013, ISBN: 978-950-563-419-4.

Proyecto loco de convertir todo lo que se piensa o se escribe en zoosfera, el sueño de una hospitalidad absoluta o de una apropiación infinita. Jacques Derrida

Tanto la Política como el Génesis evidencian, entonces, la inmutabilidad de una estructura que aún se verifica en los discursos y las prácticas de la política contemporánea. A dicha lógica, que determina el privilegio del hombre, subyace la axiomática de todo lo que implica poder hablar o responder. Ser un logon echon supone, en resumen, estar en condiciones de asumir la propia vida, la identidad y la responsabilidad de pertenecer a una comunidad. Derrida hace una lectura deconstructiva de estos textos privilegiados de la tradición que históricamente han autorizado el surgimiento de la soberanía –de la soberanía humana pero también de la soberanía en sí misma– y han avalado sus estrategias de preservación. A otro nivel, y en vista de una serie de acciones o decisiones concretas, esta lectura se compromete con aquellos movimientos que podrían intervenir en una realidad política y económica constituida, para reducir, tanto como fuera posible, la violencia y la crueldad incorporadas al complejo conjunto de prácticas científicas, industriales y técnicas que tienen por objeto al animal. Derrida no pretende erradicar por completo la matanza de animales. Resulta imposible poner en práctica semejante prohibición absoluta en sociedades que son esencialmente carnívoras y sacrificiales, en las que un exceso de interdicciones suele hacer resurgir la violencia donde menos se la esperaba. 21 La respuesta a este problema, como a tantos otros, debe ser económica: debe reglamentar o adecuar las reglamentaciones existentes a la medida preferible, medida que sin prohibirlo todo tampoco deje sin prohibir nada.22 No se trata de extirpar las raíces de la violencia para con los animales sino de impedir que éstas se desarrollen salvajemente y de inventar la solución menos terrible para cada situación histórica. Se trata de negociar, en cada caso, tanto la escala como las condiciones cualitativas de la cría, la manipulación y el comercio con animales. “La dificultad de la responsabilidad ética es que la respuesta jamás se formula por un sí o por un no, sería demasiado simple. Hay que dar una respuesta singular, en un contexto determinado, y asumir el riesgo de una decisión en la resistencia de lo irresoluble”. 23 Pero, por sobre todo esto, algo más fundamental vincula el problema de la animalidad con la política y la deconstrucción: la cuestión de la animalidad se identifica con la deconstrucción de la política, e incluso con la deconstrucción en sí misma. Si, históricamente, la supremacía del hombre fue deducida de su diferencia con respecto al animal, la deconstrucción demuestra retrospectivamente que esta diferencia no es ni adicional a la vida política del hombre ni su consecuencia, sino el motor central de la política, de las formas y las estructuras políticas que se vuelven cada vez más eficaces para proteger la certeza de la jerarquía humana, de sus capacidades asumidas y de su indiscutible soberanía. Nietzsche ha demostrado en su Genealogía de la moral que la socialización de la cultura humana no sólo va unida a la domesticación del animal salvaje sino también a la cría y la doma del hombre. Por eso, el debilitamiento y la apropiación de todo aquello que pudiera 21

He desarrollado este problema con mayor profundidad en el artículo “Entre caníbales. La estructura sacrificial de los dispositivos de subjetividad”, en Instantes y azares. Escrituras nietzscheanas, Año XI, N° 9, primavera de 2011, pp. 191-205. 22 Sobre la negociación del modo “menos injusto posible” de tratar al animal en el contexto de la irreductibilidad de la violencia, véase J. Derrida. “‘Hay que comer’ o el cálculo del sujeto. Jacques Derrida entrevistado por J.-L. Nancy”. Trad. V. Gallo y N. Billi, Pensamiento de los Confines, Nº 17, diciembre de 2005, pp. 150-170. 23 J. Derrida y É. Roudinesco. “Violencias contra los animales”, en ob. cit., p. 87.

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emprender la guerra para defender su libertad no son condiciones de la política, son la política misma. En consecuencia, “no hay socialización, ni constitución política, ni política sin principio de domesticación del animal salvaje. Sería absurda y contradictoria la idea de una política que pretendiese romper con ese poder de dar órdenes al animal, al devenir ganado del animal”.24 Simultáneamente, al quedar fuera del cálculo de la comunidad en el proceso de su autoformación co-inmutaria, los animales constituyen lo que por necesidad excede a toda organización política y a todo nuevo intento de organizarse políticamente. 25 Este resto animal –que también es el del espectro, el del acontecimiento y el de cualquier otro en tanto que otro– deconstruye la política no sólo porque denuncia su actual saturación y pone en tela de juicio sus categorías, sino especialmente porque estimula la imaginación política fomentando la invención de conceptos políticos aún inéditos y reorganizando los campos discursivos donde tales conceptos adquieren significado y operan. 3. Todo es política, todo es interpretación Se tratará tanto de la cuestión de la palabra como de una cuestión de palabras. Y de saber lo que una palabra, y lo que la palabra “palabra”, quiere decir. De saber si podemos responder de ella. Las interpretaciones no serán lecturas hermenéuticas o exegéticas, sino interpretaciones políticas en reescritura política del texto y de su destinación. Así ha sido siempre. Jacques Derrida

Derrida no cuestiona la comprensión del animal humano como ser consagrado, según una determinación ontológica, a un modo de existir fundamental o naturalmente político, pero sí arranca la idea aristotélica del seno de una physis ordenada para inscribirla en la perspectiva, marcadamente nietzscheana, de una naturaleza anómala, y destaca que tal “politicidad natural” –con las infinitas salvedades que corresponde hacerle a la expresión– está lejos de ser “propiamente” humana. Para Derrida, el hombre –el único ser vivo que anticipa su reivindicación armada–26 no es un animal político más que por defecto, por carencia o por accidente, a lo sumo por cálculo o por economía. 27 Por lo tanto, dado que la institución de un orden político común no es más que la respuesta a una necesidad, nada permite elevarla a la dignidad de un principio de distinción jerárquica. La política no es aquello que caracteriza exclusivamente al hombre, no es su esencia, ni su naturaleza, ni su diferencia específica; por lo contrario, es el conjunto de estrategias artificiales por medio de las cuales el hombre se constituye como tal a partir de la fijación de una alteridad determinada. Esto se hace aún más evidente en su corolario, el Estado: un artefacto o producto histórico que protege la vida vulnerable a la vez que la somete. El Estado es la respuesta del hombre que se sabe débil, frágil y deficiente frente al animal. Una respuesta protestatal que convierte al arte humano –dice Derrrida siguiendo a Hobbes– en mímesis del 24

J. Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo, op. cit., p. 117. Cfr. J. Derrida. “El siglo y el perdón” seguido de “Fe y saber”. Trad. M. Segoviano, C. de Peretti y P. Vidarte. Buenos Aires, De la Flor, 2006, pp. 104 y ss. 26 Cf. J. Derrida. La bestia y el soberano (Vol. 1), op. cit., p. 172. 27 “Desde el vacío de su carencia, una carencia eminente, una carencia completamente distinta de aquella que atribuye al animal, el hombre instaura de una sola y misma vez su propiedad (lo propio del hombre que tiene incluso como propio no tener propio)” J. Derrida. El animal que luego estoy si(gui)endo, op. cit., p. 36. 25

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arte divino. Dios crea la naturaleza y todas las formas de vida; el hombre, tratando de imitarlo pero incapaz de producir vida, fabrica una máquina animal: “El estado es pues una especie de robot, de monstruo animal, es más fuerte, etc. que el hombre natural. Como una prótesis gigantesca destinada a amplificar, objetivándolo fuera del hombre natural, el poder del ser vivo”.28 Por eso, cuando en la duodécima sesión de La bestia y el soberano (Vol. 1), Derrida retoma la lectura de la Política de Aristóteles, señala que, en última instancia, de lo que se trata es de repensar la relación entre physis y logos, tarea que ya había emprendido Heidegger, antes que Agamben y que Foucault. En su Introducción a la metafísica, Heidegger sostiene que el concepto de zôon logon echon como definición de lo humano pudo surgir recién con la aparición del hombre histórico, del hombre consciente, es decir, tardíamente. Como ocurre habitualmente en el pensamiento de Heidegger, el desafío consiste en revelar el modo originario. La traducción latina habría desvirtuado el modo originario de la relación entre physis y logos ya que, en la fórmula animale rationale, el logos aparece con un sentido por completo desviado, tan irreconocible como el del ethos, degradado por el posterior sentido moral de la ética. Derrida sostiene que Heidegger entonces se pregunta cómo llega este logos a reinar sobre el ser al comienzo de la filosofía griega. En tal pregunta, el pronombre demostrativo indica que no es el logos lo que la filosofía griega impone sobre el ser, sino un logos, una comprensión ontológicamente deficiente del logos. Este logos transmitido al presente es el que, disfrazado o corrompido por las escuelas platónica y aristotélica, asume la apariencia de la lógica. Y Derrida añade: No fuerzo con la palabra ‘fuerza’ o con la relación de fuerza y forcejeo, de dominación o de hegemonía. Respeto el discurso y la intención explícita de Heidegger (…); se trata, en efecto, de una soberanía violentamente impuesta del logos como razón, entendimiento, lógica; se trata, de una fuerza de la razón que mete en razón a otras interpretaciones o a otras escuchas del logos, de la palabra o del léxico, del sentido de legein, logos; se trata, en efecto de una especie de guerra y de conflicto de fuerzas en donde la razón vence por la fuerza, (…) la fuerza está del lado de la razón y vence.29 Los términos alemanes Sammlung o Versammlung, empleados por Heidegger para referirse a la interpretación del logos que defiende, estarían restaurando otros sentidos de legein –que significa tanto “decir” como “juntar”, “reunir” o “recoger”– obliterados por la interpretación racionalista. Heidegger considera que frente a ella, su comprensión del logos como reunión es más autentica. Sin embargo, señala Derrida, esto no significa que la hegemonía del logos racional haya vencido a un pensamiento del logos previo que era inocente en su pureza y libre de toda fuerza. La retención en una pertenencia mutua también es una fuerza. En cuanto recopilación, en cuanto razón, o sea cual sea la manera en que se lo interprete, el logos pertenece, siempre, al orden del poder y de la fuerza precisamente porque pertenece, a la inversa, a la fuerza y al poder del orden. El logos organiza y sistematiza el despliegue de fuerzas en tensión que constituye la physis, regulando la multiplicidad y dándole unidad formal a lo que sin cesar tiende a dispersarse. El orden es, por necesidad, una fuerza de carácter policíaco, ya que no hay orden sin fuerza que lo imponga. Pero, por otra parte, la clase de orden que se aplique dependerá de la interpretación específica que se haga del logos, interpretación que también es siempre un ejercicio de imposición, de fuerza y de violencia hermenéutica. Lo sabemos desde Nietzsche, no hay apropiación de sentido sin encarnizamiento y sangre prometida. Cada interpretación se instala como sistema de reglas que sustituye una dominación por otra. 28 29

J. Derrida. La bestia y el soberano. Vol. 1, op. cit., p. 49. Ibídem, p. 372.

8 Publicado en Penchaszadeh, A. P. y Biset, E. (comps.), Derrida político, Buenos Aires, Colihue, 2013, ISBN: 978-950-563-419-4.

Como dice Foucault: interpretar es avanzar de dominación en dominación, “apropiarse, subrepticia o violentamente, de un sistema de reglas que en sí mismo no tiene significación esencial, e imponerle una dirección, plegarlo a una nueva voluntad, hacerlo entrar en otro juego, y someterlo a reglas secundarias”.30 Todas estas decisiones interpretativas que determinan tanto el sentido del logos como el privilegio concedido a la racionalidad en la definición de hombre heredada de Aristóteles, provocan una serie de efectos concretos entre los que se destaca por su obviedad la superioridad jerárquica de lo humano con respecto al animal. De ahí que el “logocentrismo”, en tanto tesis que específicamente se refiere al animal, 31 designe una “hegemonía forzada, una forma de forzar imponiendo una hegemonía”; no sólo “la autoridad del logos como palabra o lenguaje –que ya es una interpretación–, (…) no tanto que el logos estaba en el centro de todo, cuanto que estaba en situación, justamente de hegemonía soberana”.32 Este cuestionamiento adquiere un tono más explícitamente político cuando Derrida plantea la relación de la soberanía con la justicia y los inciertos fundamentos de la ley. 3. La fuerza bruta de los corderos Érase una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos. Y había también un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado. Todas estas cosas había una vez. Cuando yo soñaba un mundo al revés. José Agustín Goytisolo La razón del más fuerte es siempre la mejor. La fuerza está del lado de la razón y vence, como la razón del más fuerte, dice La Fontaine. Derrida apelará a su célebre fábula sobre el lobo y el cordero en numerosas ocasiones y con distintos objetivos. En el primer volumen de La bestia y el Soberano es el recurso fundamental para desdibujar la oposición entre razón y fuerza –o mejor, para denunciar la falsedad de esa oposición, revelando que la interpretación del logos también es un ejercicio de violencia en el que están involucradas todas las fuerzas históricas de la cultura occidental. Este contexto hace comprensible el juego de inversiones propuestas en el poema de Goytisolo: un príncipe malo y un lobito atormentado por feroces corderos, seres fantásticos que únicamente pueden ser soñados porque pertenecen a “un mundo al revés”. En el mundo “al derecho” –que es precisamente, el mundo del derecho– los príncipes son necesariamente buenos, los corderitos son inofensivos y los lobos, de temer.

30

M. Foucault. Nietzsche, la genealogía, la historia. Trad. J. Vázquez Pérez. Valencia, Pre-Textos, 2004, pp. 41-42. J. Derrida. El animal que luego estoy si(gui)endo, op. cit., p. 43. 32 J. Derrida. La bestia y el soberano. Vol. 1, op. cit., p. 399. 31

9 Publicado en Penchaszadeh, A. P. y Biset, E. (comps.), Derrida político, Buenos Aires, Colihue, 2013, ISBN: 978-950-563-419-4.

La fábula de la Fontaine ya había sido empleada en un texto anterior, Fuerza de ley, como instrumento para indagar este “mundo del derecho” en todos sus sentidos: como ámbito de lo jurídico, como mundo jurídicamente regulado, y como aparato conceptual normativo que establece las coordenadas según las cuales, lo derecho, lo recto o correcto, es –una vez más–, lo que se ajusta a una cierta racionalidad legitimada en forma arbitraria. Podríamos decir, metafóricamente, que en este libro Derrida muestra cómo, en el marco de la mencionada racionalidad, los corderos pueden llegar a ser príncipes o, en otros términos, cómo la fuerza perlocucionaria, la fuerza persuasiva y retórica, logra que la mayor fuerza y la mayor debilidad se intercambien extrañamente.33 Además de la fábula de La Fointaine, Derrida se apoya en un pensamiento pascaliano que habla de la impotencia de la justicia sin fuerza y en el ensayo de Benjamin, “Para una crítica de la violencia”. En la versión original del texto de Benjamin la palabra Gewalt alude a algo que todas las traducciones traicionan al reemplazarla, cada cual en su lengua, por el término “violencia” sin más. Porque Gewalt no hace referencia a cualquier violencia, sino a la violencia legítima, la que ejerce una fuerza pública o autoridad justificada, como la Iglesia o el Estado. El momento instituyente de estas instituciones y de toda institución, la instancia constitutiva de su fundación, sólo se justifica por la fuerza, por un golpe de fuerza performativa que rasga el tejido de la historia con la decisión de imponerse. ¿Qué distingue, entonces, a la violencia injusta de la violencia que es o puede ser justa, o en todo caso, de aquella que es legítima? La Fontaine, Pascal y Benjamin evidencian la necesidad de llevar a cabo una indagación profunda de las bases aporéticas de la autoridad y de la ley. Carente de fundamento ontológico o racional, el derecho debe recurrir a una violencia fundadora y “mística” porque, en última instancia, no se apoya más que en la creencia o en la fe. 34 Esta violencia, que permanece después activa para sostener la fuerza de ese “suplemento de ficción legítima” y garantizar la ley hasta en su aplicación más ordinaria, es indisociable de la lengua. Por eso, lo que hay que pensar –dice Derrida– es ese ejercicio de la fuerza en el lenguaje mismo, en lo más íntimo de su esencia. En efecto, interpretando los imperativos de la ley o los dictados de una presunta justicia se cometen considerables injusticias contra quienes no hablan el mismo idioma o no entienden una lengua común. Y, lo que subyace a esta axiomática es, de nuevo, el lugar favorecido del hombre como individuo soberano capaz de instituir la lengua y dictar la ley, y la consecuente exclusión del animal: La violencia de esta injusticia que consiste en juzgar a los que no comprenden el idioma en el que se pretende (…) que «se haga justicia», no es una violencia cualquiera (…). Esta injusticia supone que el otro, por así decir la víctima de la injusticia de la lengua, la que suponen todas las otras, sea capaz de una lengua en general, sea un hombre en tanto que animal hablante, y en el sentido que nosotros, los hombres, damos a la palabra lenguaje. Por otra parte, hubo un tiempo, que no es lejano ni ha llegado a su fin, en que «nosotros los hombres «quería decir» nosotros los europeos adultos varones blancos carnívoros y capaces de sacrificios». (…) En el espacio en el que (…) reconstituyo este discurso no se hablará de violencia o de injusticia hacia un animal, y menos aún hacia un vegetal o una piedra. Se puede hacer sufrir a un animal, pero no se 33

Cfr. J. Derrida. Fuerza de ley, op. cit., p. 20. “La operación que consiste en fundar, inaugurar, justificar el derecho, hacer la ley, consistiría en un golpe de fuerza, en una violencia performativa y por tanto interpretativa, que no es justa o injusta en sí misma, y que ninguna justicia ni ningún derecho previo y anteriormente fundador, ninguna fundación preexistente, podría garantizar, contradecir o invalidar por definición. Ningún discurso justificador puede ni debe asegurar el papel de metalenguaje con relación a lo performativo del lenguaje instituyente o a su interpretación dominante”. Ibídem, p. 33. 34

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dirá jamás, en sentido propio, que es un sujeto lesionado, víctima de un crimen, de un asesinato, de una violación o de un robo (…). La oposición entre lo justo y lo injusto no tiene sentido con respecto a aquél. (…) Si queremos hablar de injusticia, de violencia o de falta de respeto hacia lo que todavía llamamos de manera confusa el animal (…) hay que reconsiderar la totalidad de la axiomática metafísico-antropocéntrica que domina en Occidente el pensamiento de lo justo y de lo injusto”.35 El análisis derridiano de la fuerza de la ley, el origen del lenguaje y lo propio del hombre, plantea también un diálogo crítico con Heidegger, quien en reiteradas oportunidades declaró que un abismo esencial separa al hombre del animal. En Del espíritu. Heidegger y la pregunta, Derrida despliega una detallada y rigurosa lectura del modo en que las nociones de “espíritu”, “mundo” y “vida” evolucionan en la obra de Heidegger. En base a la relación del animal con los conceptos mencionados, Derrida observa cuál es el lugar que Heidegger le concede –o deniega– a la animalidad. Con este fin recorre diversos textos para detenerse particularmente en el curso que durante el invierno de 1929-30 Heidegger dictó en Friburgo, Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad. Heidegger desarrolla allí su tesis rectora sobre la animalidad de acuerdo con la cual, a diferencia de la piedra, que carece de mundo, y del hombre, que configura mundo, el animal es pobre en mundo (Weltarm). Según Heidegger, el animal tiene un mundo circundante con el que se vincula y en el que vive, pero esta experiencia animal de las cosas está privada de la apertura al ser de las mismas, no penetra el “en cuanto tal” (als Struktur) de lo ente, aquello a propósito de lo cual pueden plantearse preguntas y formularse respuestas. Y dado que no es capaz de preguntarse por el ser de lo que es, la misma fenomenalidad de los fenómenos se le sustrae. Frente a este dispositivo conceptual el énfasis de Derrida no sólo está puesto en la violencia esencial y originaria que supone “lo abierto”, ni en el lugar ejemplar del ser que tiene asegurado el acceso al mundo, sino que se dirige sobre todo a lo que vincula la violencia mística y la oscuridad del origen de la ley con la lengua. Heidegger identifica la auténtica vía de acceso al sentido del ser con el poder de preguntarse por el ser, luego de haber constatado que la facultad de cuestionamiento es uno de los rasgos constitutivos del ente al cual también se dirige la interrogación, es decir, el Dasein. De este modo, Heidegger confirma a priori y circularmente la ejemplaridad del Dasein, que era lo que en realidad pretendía demostrar. Cuestionando los fundamentos de la axiomática heideggeriana, Derrida pone en cuestión la necesidad última del mismo preguntar. La forma interrogante del pensamiento –pregorrativa otorgada por Heidegger al Dasein– es interrogada sin confianza ni prejuicio, y con ella la historia misma de la pregunta y de su autoridad filosófica. “Pues hay una autoridad –por tanto, una fuerza legítima– de la forma cuestionante o interrogativa, respecto de la que podemos preguntarnos de dónde extrae una fuerza tan importante en nuestra tradición”. 36 Al revelar que los presupuestos son en realidad decisiones políticas, estas preguntas sobre la pregunta impugnan la genuina pertinencia del punto de partida heideggeriano, y lo que a través de ellas retorna es la cuestión de la animalidad. ¿Por qué no pueden los animales ser sujetos de derecho? Simplemente porque no pueden hacerse esta pregunta. Como si sólo quien se interroga fuera digno de justicia. Y como si la pregunta fuera siempre, en última instancia, quién se interroga. En todos los casos, la respuesta es el hombre: “sólo en el hombre (…) es reconocida la posibilidad para el ‘quien’ indeterminado de devenir sujeto”.37 Lo que para Derrida permite identificar ese lugar del 35

Ibídem, pp. 43-44. Ibídem, pp. 21-22. 37 J. Derrida. “‘Hay que comer’ o el cálculo del sujeto”, p. 154. 36

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sujeto no es la pregunta sino la interpelación, una interpelación ontológica, inherente a dicho concepto y a sus posibles réplicas, críticas o alternativas. Esa llamada que no viene de ninguna parte instaura una responsabilidad que no puede detenerse en el prójimo, en el homologable o en el hombre capaz de preguntarse. Aunque no habrá de alcanzarla, el derecho debe buscar, sin descanso, acercarse asintóticamente a esta justicia infinita; a esta justicia que más allá de toda igualdad, concierne a la singularidad heterogénea y única de cada lobo, de cada hombre y de cada cordero. 4. Reflejos Políticas de la amistad presenta la relevancia que la unidad binaria de los conceptos amigoenemigo ha tenido en los discursos teóricos y prácticos de la política, a lo largo de la historia del pensamiento occidental. Según Derrida, nociones decisivas para las políticas modernas, como las de igualdad, libertad y democracia, estarían construidas sobre la base de la exigencia de fraternalización del género humano, orientada por la figura imaginaria del amigo y la feroz exclusión del enemigo –exclusión que va de la fría tolerancia al daño material, pasando por el agravio y el perjuicio. En el lenguaje de la democracia, la expresión de esta dicotomía, que refleja la tensión dialéctica entre las políticas de lo propio y las de lo extraño, determina la violencia misma de su discurso. En este contexto, Derrida analiza tanto la funcionalidad de las nociones de amigo-enemigo en la definición de lo político de Carl Schmitt, como los efectos de la teoría decisionista que el mismo autor elabora. Para Schmitt, el lugar del soberano en un orden jurídico y legal fundado supone una paradoja estructural: para ser soberano en la aplicación efectiva de la ley se debe detentar el poder de instituir y supervisar el ordenamiento jurídico general, pero tal poder implica también el de suspender ese orden en su totalidad. La posición del soberano es, por eso, constitutivamente excepcional con respecto al orden jurídico que también funda. Desde esta perspectiva, por la capacidad esencial de situarse por encima de la estructura que él mismo autoriza, el soberano corre el riesgo de parecerse al criminal. En el espacio circunscripto por el “derecho de suspender el derecho”, la figura de quien garantiza la ley –el soberano–, se asemeja a la de quien la viola –el criminal– y, en consecuencia, también a la de aquello que simplemente la desconoce: el animal. La condición del criminal, que desafía la soberanía del Estado como monopolio de la violencia, es la bestialidad. Los tres, el animal, el criminal y el soberano, se confunden, cada cual con los otros dos, justo cuando se los pensaba en las antípodas. Según Derrida Esa cuasi-coincidencia explica y engendra una especie de fascinación hipnótica o de alucinación irresistible que nos hace ver, proyectar, percibir como en los rayos X, por debajo de los rasgos del soberano, el rostro de la bestia; o, inversamente (…) como si se transparentara, a través de la jeta de la bestia indomable, una figura del soberano. Y más adelante: Allí donde con tanta frecuencia se contrapone el reino animal al reino humano como el reino de lo no-político al reino de lo político, allí donde, igualmente, se ha podido definir al hombre como animal o un ser vivo político, un ser vivo que, además, es asimismo «político», también se ha representado a menudo la esencia de lo político, en particular del Estado y de la soberanía, con la forma sin forma de la monstruosidad animal.38 38

Cfr. J. Derrida. La bestia y el soberano. Vol. 1, op. cit., pp. 36 y 46.

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La respuesta de Schmitt frente a las paradojas de la soberanía consistía en apelar a un poder absoluto de decisión para emitir sentencia sobre la institución y la disolución de la propia ley. Si en los momentos de coyuntura política, la decisión soberana exige elegir entre lo propio y lo extraño, la posición derridiana deconstruye esta posibilidad. ¿Cómo distinguir uno del otro en la inquietante familiaridad de la bestia y el soberano? En el vértigo de esta alucinación unheimlich, uncanny, estaríamos como presos de un asedio o, más bien, del espectáculo de una espectralidad: asedio del soberano por la bestia y de la bestia por el soberano, uno habitando o albergando al otro, uno convirtiéndose en el anfitrión y en el huésped íntimo del otro, el animal convirtiéndose en el huésped y en el anfitrión (host y guest), también en el rehén, de un soberano del que sabemos, por lo demás, que también puede ser muy bestia 39 La complicidad, históricamente eludida, entre soberanía y bestialidad se expresa en cierta compulsión a la fabulación zoomórfica que atraviesa a todos los discursos filosóficos sobre el poder. Releyendo a Hobbes, a Maquiavelo, a Rousseau, a Schmitt y a algunos otros, Derrida advierte que la fundación del derecho, el estado de excepción y todos los temas centrales de la filosofía política, se articulan en torno a figuras animales. La “paloma de la paz”, el lobo hobbesiano asociado a la “guerra de todos contra todos” y la misma imagen del Leviatán, son sólo algunos ejemplos de estas visiones zoopoéticas que irrumpen en la filosofía política. Ellos darían cuenta del vínculo insoslayable que supedita la política a la animalidad y la animalidad a la política. Una “intersección metamórfica” las con-funde en un espacio donde una y la otra se reflejan, distorsionadas pero igualmente identificables. Así como en la filosofía de Kant el esquema de la imaginación media entre la intuición y el entendimiento, o entre lo sensible y el concepto, participando de ambos, de la misma manera todas estas figuras imaginativas o fantásticas sintetizan dos órdenes y participan de dos organizaciones de seres vivos, lo que todavía se denomina el animal y lo que todavía se denomina lo humano.40 Estas dos formas de vida –o mejor, estas múltiples formas de vida, incluso plurales cada una en sí misma– manifiestan la universalidad de la política. Las alucinaciones animales o bestiales que caracterizan la retórica del discurso político no serían sino síntomas de un inconsciente político que se afana en negar una parte o aspecto de su naturaleza. En lugar de pensar la política en ruptura con la animalidad, como nobleza propia de lo humano, Derrida considera que es la modalidad existencial de todo lo vivo y hasta de lo vivo en sus relaciones con lo no vivo –como se deprende de la lectura de Espectros de Marx. Esto explica que incluso las catástrofes naturales sean, a fin de cuentas, acontecimientos eminentemente políticos.41 5. Guerra y democracia Estoy en guerra conmigo mismo, es verdad, usted no puede saber hasta qué punto, más allá de lo que usted adivina, y digo cosas contradictorias, que están, digamos, en tensión real, que 39

Cfr. Ibídem, p. 37. Ibídem, p. 108. 41 “Un huracán y un temblor de tierra, en cuanto catástrofes así llamadas naturales e inevitables, no producen los mismos efectos, lo sabemos muy bien, según la riqueza y el nivel de desarrollo tecno-económico del país siniestrado. Lo cual nos recuerda la siguiente evidencia: el efecto y la repercusión de esos cataclismos están también condicionados, en su amplitud y su repercusión, por una situación político-económica, por lo tanto, por el poder mediático, por consiguiente significativo, a la vez etológico y ético, constituyendo aquí el ethos de la etología el vínculo entre la organización del hábitat natural y la ética, por lo tanto, la responsabilidad así llamada humana en el ámbito de la economía, de la ecología, de la moral, del derecho y de la política”. Ibídem, p. 60. 40

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me construyen, me hacen vivir, y me harán morir. Esta guerra, la veo a veces como una guerra terrible y penosa, pero al mismo tiempo sé que es la vida. Jacques Derrida

La política es, en última instancia, politicidad: una forma de ser en el mundo que caracteriza a todos los vivientes. De hecho existen también estados animales, estados que son más estatales que los humanos, dado que son más estáticos por haber alcanzado un cierto equilibrio sostenido entre sus pulsiones. Mientras que los estados animales son de alguna manera ahistóricos, la “protestatalidad humana” habría surgido precisamente de un exceso, de una nueva rebelión de la pulsión de destrucción y de muerte, de un nuevo desencadenamiento de la crueldad y, por consiguiente, de un nuevo impulso de la historia. Esta es al menos la hipótesis que, según Derrida, Freud deja suspendida en El malestar en la cultura,42 que quizás deberíamos releer en paralelo con Tótem y tabú, texto que postula la animalidad del padre absoluto (el tótem) al que se asesina para instaurar la igualdad entre los hermanos. Este crimen primitivo no sólo funda los lazos de fraternidad igualitaria, también es una declaración de guerra, de una guerra entre especies. La cuestión de la animalidad evidencia que el pensamiento filosófico y político, el pensamiento sobre el pensamiento y sobre el poder, y, en última instancia, toda interpretación y toda acción, se inscriben en esta guerra; una guerra sin cuartel, una guerra desigual sobre lo que llamamos “pensar” y en la que todos estamos involucrados en tanto que sujetos soberanos y pensantes.43 Podríamos decir –arriesgo– que Derrida enfrenta el compromiso de pensar esta guerra en el año 2002, en dos conferencias que aparecieron publicadas el año siguiente en el libro Canallas. Dos ensayos sobre la razón. El título de la primera insiste en la intertextualidad con la fábula de la Fontaine; llamada “La razón del más fuerte”, se ocupa del problema de la democracia contemporánea. “El ‘Mundo’ de las Luces por venir”, la segunda, aborda el concepto de razón, también desde una perspectiva actual. Y ambas conferencias se demandan mutuamente. Según Derrida, la democracia, tal como hoy se la concibe, se halla íntimamente ligada a la forma de soberanía que se desarrolla en torno al Estado-nación. Dicha concepción de la democracia se articula por medio de una racionalidad específica. Y finalmente, democracia y racionalidad se vinculan con el problema del hombre, de la humanidad del hombre y sus derechos –sin bien ninguna de las nociones anotadas en la lista de “los propios” del hombre, ninguna de las fronteras supuestamente lineales e indivisibles entre unos seres y otros, resiste a una deconstrucción racional.44 En este contexto, la vida sin más continúa siendo el enigma de lo político, aquello a lo que la razón y la política todavía deben una respuesta. Capitalizando la certeza de que todo producto histórico en tanto tal es siempre perfectible, Derrida identifica la tarea deconstructiva con la búsqueda de una nueva democracia: una democracia sin soberanía que reclamará y será reclamada por una nueva racionalidad. Esta democracia y esta razón por venir, no serán nunca la democracia y la razón incondicionales, pero multiplicarán las precauciones para no volver a caer en los abusos de los viejos modelos políticos. 42

Cfr. Ibídem, op. cit., p. 47. Cfr. J. Derrida. El animal que luego estoy si(gui)endo, op. cit., p. 45. La concepción de la relación entre hombres y animales como una guerra entre especies se repite en las pp. 48, 81, 117-8 y 123. 44 Cfr. J. Derrida, Canallas. Dos ensayos sobre la razón. Trad. C. de Peretti. Madrid, Trotta, 2005, p. 181, (yo subrayo). 43

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Tal vez podría pensarse esta “democracia por venir” en términos de un proceso de radicalización de la democracia que incorpore un lenguaje nuevo y que haga justicia a todas las zonas descuidadas por el pensamiento político tradicional. 45 Tal democracia supone una concepción de la política ampliada en función de un pensamiento sobre formas alternativas de distribución de poder, que impliquen, a su vez, distintas y novedosas formas de vida en común. Lefort y Thibaud acuñaron un concepto que quizás logre acercarse a la esperanza derridiana.46 Para cifrar la esencia de una democracia no domesticada ni domesticable, cuyo principio es anárquico en sentido fuerte, emplearon la noción de “democracia salvaje”: una democracia sin orden, sin fundamento, sin arkhè. Lugar vacío e inacabado, construyéndose siempre en pos de la ampliación permanente de derechos y desvelándose por producir una sensibilidad atenta a la potencia de cada vida y a sus múltiples formas de expresión. Como lo lobitos buenos del poema de Goytisolo, la democracia salvaje por el momento no puede ser pensada, ella demanda un pensamiento completamente diferente de la relación entre lo posible y lo imposible. En el Discurso de Frankfurt con el que inicié estas reflexiones, Derrida atestigua De esta posibilidad de lo imposible, y de lo que habría que hacer para intentar pensarla de otro modo, para pensar de otro modo el pensamiento, en una incondicionalidad sin soberanía, al margen de lo que ha dominado nuestra tradición metafísica, intento a mi manera sacar algunas consecuencias éticas, jurídicas y políticas, ya se trate del tiempo, del don, de la hospitalidad, del perdón, de la decisión, o de la democracia por venir. 47 También nosotros debemos hacer el esfuerzo. Por la vida, aunque implique –como decía el último de los epígrafes– una guerra y una contradicción con lo que dentro de nosotros mismos aún se resiste a la hospitalidad sin límites.

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Sigo en este punto una propuesta que en un congreso que compartido Diego Conno formuló para pensar una posible “democracia biopolítica”. Cfr. D. Conno. “Poder, política y resistencias. Hacia una democracia biopolítica”, Sociedad & Equidad Nº 4, Julio de 2012, pp. 182-191. 46 C. Lefort y C. Thibaud. “La Communication démocratique”, Espirit, Nº 9-10, Septiembre-Octubre 1979, pp. 33-50. 47 J. Derrida. “Acabados”, ob. cit., pp. 17-18.

15 Publicado en Penchaszadeh, A. P. y Biset, E. (comps.), Derrida político, Buenos Aires, Colihue, 2013, ISBN: 978-950-563-419-4.

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