De pueblo a masa. Un ensayo sobre la percepción de las multitudes por parte de los intelectuales europeos

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Joaquín Sanguinetti – De pueblo a masa

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De pueblo a masa. Un ensayo sobre la percepción de las multitudes por parte de los intelectuales europeos

1. Introducción. La incorporación del pueblo en la política En el presente ensayo estudiaremos algunas percepciones sobre la idea de multitud que aparecen a fines del siglo XIX y principios del XX. Lo haremos a través de la pluma de una selección de intelectuales que se interesaron por el análisis de la política moderna, los partidos, la burocracia, el parlamentarismo y la sociedad en Europa. Asimismo, nos apoyaremos en autores contemporáneos a nosotros, que nos brindarán una perspectiva histórica sobre las ideologías y los fenómenos evocados en el argumento. Nos concentraremos en particular en la concepción que tienen estos diversos autores sobre la participación institucionalizada del pueblo en la política, fenómeno que emerge a fines del siglo XVIII y que se convierte en el gran desafío europeo hasta la primera mitad del siglo XX. Es también una indagación sobre el Estado y la democracia, y cómo pueden ser realizados de diferentes maneras según el tipo de virtudes o vicios que conservan las multitudes. Charles Maier, en su artículo “La democracia desde la Revolución francesa” (1995), nos indica que tempranamente el concepto de democracia provocó opiniones encontradas. Al entusiasmo debido a su novedad y su acercamiento a las ideas teorizadas por el iluminismo, lo siguió un sentimiento de temor en la sociedad culta. La propia voz de “democracia”, hasta bien entrado el siglo XIX, era sinónimo de gobierno indeseable, encarnándose en la descripción clásica de la oclocracia (gobierno de la muchedumbre). Sin embargo, recalca que la democracia era, a partir de 1789, una fórmula política que ya no podría ignorarse ni aun contenerse. El despertar de la voluntad del pueblo se convertiría en una tendencia y un signo de modernidad, no sólo para aquellos que la buscaban, sino también para quienes la estudiaban con recelo. La democracia no es sólo un problema de gobierno para los Estados europeos, sino de cómo incorporar de manera ordenada grupos cada vez más grandes de personas libres, iguales y desposeídas. Los diversos aprendizajes del siglo XIX en Europa, y particularmente de Francia, imponen a las elites intelectuales diagnósticos con diferentes matices, pero coincidentes en la necesidad de solucionar el conflicto a través de la creación de instituciones que se compatibilicen con el nuevo fundamento de la política: ya no es cuestión de calidad, sino del número. La introducción del pueblo en la política revela demandas sociales y una nueva forma de hacer política. Las cuestiones sociales, de no ser atendidas, pueden convertirse en estremecimientos y las nuevas condiciones políticas crean fenómenos como el sufragio ampliado, los partidos modernos y los liderazgos carismáticos. Por lo tanto, la democracia se instrumenta de manera más o menos lenta a lo largo del siglo XIX, tomando las precauciones necesarias para que el Estado no se vea desbordado por una fuerza potencialmente destructiva e irrefrenable. Esta fuerza es el pueblo en acción política.

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2. Las concepciones de multitud y de democracia moderna 2.1. El pueblo y la democracia Uno de los principales obstáculos que impidieron la rápida instauración de gobiernos democráticos en Europa fue la deconstrucción de la idea de pueblo por parte de las elites gobernantes e intelectuales: hacia fines del siglo XIX, cada vez fue menos frecuente la posibilidad de entender la sociedad como un conjunto de individuos libres, difundiéndose la idea de “masa”. Esta operación significaba extraer las virtudes racionales del conjunto político, para hacer de ella una comunidad guiada por motivaciones irracionales. Si todo lo racional tiene como destino ser liberado y conocido, lo irracional, en cambio, debe ser reprimido y controlado. Quienes conservaron durante la mayor parte del siglo XIX las esperanzas sobre el poder reflexivo del pueblo fueron los republicanos franceses. Según el historiador contemporáneo Pierre Rosanvallon, en sus obras La consagración del ciudadano (1992) y El pueblo inalcanzable (1998), el sufragio universal era su horizonte político y el símbolo más acabado de la democracia. Sin embargo, eran también conscientes de las dificultades que imponía este tipo de sufragio en tanto principio de gobierno. Hacía fines del siglo XIX, la razón y la verdad descansaban en la república antes que en la soberanía popular, y por ello impulsaron la instrucción pública con el objetivo de crear ciudadanos aptos para la democracia. Su fin último era la creación del hombre nuevo: sin egoísmos, dedicado a la voluntad general y a la felicidad de la colectividad, para así reducir la distancia entre la lógica del sufragio y los imperativos de la razón. Con la educación, esperaban corregir la naturaleza humana, que se encontraba guiada por el interés individual. En su interpretación de la sociedad francesa, los republicanos diferenciaban dos tipos de pueblos: uno democrático, que reside en los ámbitos urbanos, y otro arcaico, proveniente del campo. En la figura del campesino se resumía aquella idea de masa o conjunto irracional. Este era un obstáculo para la participación política efectiva, debido a su ignorancia, su aislamiento y su apego al arquetipo del soberano absoluto. Hacia 1890 surge en Francia un fuerte malestar político y moral, debido al antiparlamentarismo de la izquierda, el regreso de ideas reaccionarias y la incertidumbre sobre el gobierno representativo. Es decir, se ponen en duda muchas de las instituciones políticas y sociales construidas hasta la época. Surge así el diagnóstico de una sociedad atomizada e inorgánica, inadecuada para un sistema político que necesitaba de consensos populares para ser gobernada. Subyace en este malestar una crítica al individualismo y una nostalgia por la sociedad organizada de manera corporativa. Para poder entender estos problemas modernos se multiplicaron los estudios que se apartaban del paradigma meramente ideológico (republicano-liberal-conservador). Aparece toda una literatura pseudocientífica de tipo racista, así como también la psicología social y la sociología. La psicología social conoce un extraordinario impulso en el último tercio del siglo XIX y considera como un dato el surgimiento de la multitud o de las masas como sujeto social. Gustave Le Bon, según Rosanvallon, es el vulgarizador que mejor representa esta nueva ciencia, y pretende con sus herramientas teóricas hacer de las masas un conjunto “gobernable”. La multitud, para Le Bon, no es un agregado de individuos, sino un bloque que se mueve de manera inconsciente. Dado este

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enfoque, no se aportan argumentos nuevos al debate sobre la representación política, sino que su finalidad es “canalizar la democracia antes que cumplirla”. Será la sociología, nacida paralelamente, quien se encargará de ampliar el debate, llevándolo al espacio de la práctica. En los argumentos de sociólogos como Fouillée y Durkheim, permanece manifiesta la preocupación por la inorganicidad de la sociedad, es decir, la persistencia de un individualismo que perjudica la cohesión democrática. De allí que muchos de estos autores propongan representaciones de tipo corporativa para representar de mejor manera la voluntad de los ciudadanos. La idea de una ruptura con la vieja sociedad política, organizada por estamentos y profesiones, es retomada también por la ciencia política de la mano de Moisei Ostrogorsky en su obra La Democracia y la organización de los partidos políticos (1912). Sin embargo, el autor encuentra un nuevo instrumento que sirve a la sociedad política para su organización y para la realización de la democracia: el partido político moderno o Caucus. En su estudio sobre los partidos políticos ingleses, revela un sistema burocratizado y, al mismo tiempo, liderado por figuras carismáticas, que conducen los deseos y la voluntad de los electores de manera ordenada. También descubre que, como consecuencia del surgimiento de los partidos, la sociedad política se encuentra desmovilizada y reemplazada por políticos profesionales. De esta manera, se vulnera la autenticidad de la opinión pública, aunque no deja de ser esto también, un subproducto de la democracia moderna. En este punto, el artículo del historiador Eugenio Biagini “Representación virtual y democracia de masas: las paradojas de la Gran Bretaña Victoriana” (1988), muestra con claridad el cambio de la sociedad política inglesa, que pasa de tener en el siglo XIX una representación restringida pero cercana a la voz del pueblo y su territorio (incluso justificando, lúcidamente, la “institución” de la compra de votos), a una mucho más abarcativa y anónima como la de clase, durante las primeras décadas del siglo XX. En definitiva, la idea de pueblo constituido por individuos conscientes continúa vigente en el esquema político descripto por Ostrogorsky, dado que le asigna a la sociedad inglesa un conjunto de virtudes (honestidad, sentido común, independencia, etc.) que no permitirán a los partidos administrar el gobierno de manera autocrática. Eventualmente, como en el caso de las elecciones, deberán los partidos volver a pedir al pueblo que renueve la confianza como sus representantes, y el pueblo tomará las decisiones que crea correctas según sus intereses individuales. Un análisis de similares características realiza Max Weber, en su trabajo “Parlamento y gobierno en una Alemania reorganizada” (1918). Coincide con Ostrogorsky sobre la burocratización de los partidos como manera de hacer racional y ordenada la multiplicidad de demandas sociales que presenta un pueblo. Así, el autor le da una preeminencia tal a la función de la burocracia, que la entiende como sinónimo de la modernidad –siendo que la democracia resulta un dato dado. Lo que diferencia a Weber de otros sociólogos como Durkheim, es que confía en la labor de los partidos políticos antes que en la organización corporativa del sistema político, pues el partido burocratizado tiene como objetivo “administrar las asociaciones de masas”. En cuanto a su percepción de la democracia, sin tener una postura idealizada, no permite su comparación con principios decadentes. Una de las críticas más persistentes a la democracia en su época es que promociona la demagogia. El sociólogo alemán entiende que ésta no es producto de aquella. La

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demagogia se ha desarrollado, incluso, bajo la forma de la monarquía, con su estilo populista de acercarse al pueblo. Asimismo, morigera su peligrosidad bajo los gobiernos democráticos, pues el sistema de partidos modernos lleva a cabo una la lucha política interna capaz de descartar a aquellos líderes que no contengan los valores adecuados para el gobierno. Según su perspectiva, los mejores llegan a los mejores lugares, sepan o no movilizar al pueblo de manera demagógica. Tampoco se preocupa por otra de las críticas hacia la democracia, aquella que indica su tendencia hacia el gobierno plebiscitario. El contrapeso de la democracia plebiscitaria es el parlamento, quien garantiza la estabilidad y la moderación de las decisiones políticas de una nación. Su ejemplo paradigmático es el parlamento inglés. Pero Weber muestra en esta obra una mayor confianza en el sistema político que en la sociedad que lo soporta. En determinado pasaje, alerta a los lectores sobre el peligro del predominio de los factores emocionales en la política, debido a que la “masa” (así lo llama él) sólo piensa en cuestiones inmediatas, siempre expuesta a “influencias irracionales” del momento. Creemos que esta es una versión mucho más leve e inteligente que la brindada por autores como Le Bon, la cual desarrollaremos más adelante, no sólo por su apuesta indeclinable al desarrollo de instituciones democráticas, sino también a la importancia otorgada a las garantías y las libertades de los individuos. Confirma nuestra interpretación su crítica premonitoria a todos aquellos partidos que representan una mirada pesimista sobre el pueblo, como los “pangermanistas” y los “demagogas patrióticos”, grupos que se multiplicarán en su época. En definitiva, la democratización del sufragio es el “mandato de su tiempo”. Algunos años antes a la escritura del trabajo de Weber, Robert Michels escribía Los partidos políticos (1911). En esta obra se expresan algunas de las mismas preocupaciones e ilusiones sobre la democracia que hemos estado describiendo, revelando sucesos nuevos de la política moderna. En primer lugar, se desarrolla su célebre tesis sobre la “ley de hierro de la oligarquía”. Esta es una tendencia de toda organización, ya sea de partidos o de gobierno, que implica la oligarquización de sus estratos superiores debido a la confianza de las masas y la profesionalización de sus conductores, resultando en una creciente distancia entre la cúpula y la base. Este análisis implica una complejización de la evolución de la burocracia descripta por autores como Weber y Durkheim. En segundo lugar, cree que la democracia no puede ser ejercida efectivamente por las masas, no sólo por incapacidades intelectuales sino, fundamentalmente, por problemas técnicos. Es inconcebible la democracia sin la organización, único medio para llevar adelante la voluntad colectiva. De ahí la necesidad de la representación y la delegación. Estas realidades no le impiden a Michels creer en la democracia como ideal de gobierno, uno en el cual las masas deben ejercer su rol político a través de asambleas populares. A lo largo del trabajo, le dará lugar a las miradas más pesimistas que se topan en el camino de la democracia, para dar así un análisis realista de las implicancias de su instauración en la política moderna. El primero de sus argumentos pesimistas es que las masas están expuestas a la sugestión de los grandes oradores, en consecuencia, son fáciles de dominar. Asimismo, entiende que el individuo desaparece en la multitud y, con él, su personalidad y sentido de la responsabilidad. El segundo juicio contra la democracia se deriva de su ley de hierro. Con el avance de la organización, la democracia tiende a declinar, formando su progreso una parábola. Michels

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presiente que la democracia está en su fase descendente, debido al aumento del poder de los líderes y de la organización, frente a la participación real de las masas en la política. Por último, se refiere a la incompetencia de las masas en el terreno de la vida política, que determina razón de la existencia de los líderes. Estos conductores son los elegidos para velar por los intereses de las masas, intereses que ellas no pueden expresar ni proteger efectivamente. En este punto Michels nos señala su expectativa por la instauración de una “democracia social”, pues ella no “significa que el pueblo lo haga todo, sino que todo es para el pueblo”. Si bien el liderazgo parece ser un fenómeno necesario para toda forma de vida social, según este autor, todo sistema de liderazgo es incompatible con los postulados más esenciales de la democracia. Lo mismo dice Durkheim sobre la función del Estado: que es fundamental para la realización de la vida social. Esta concepción contradictoria entre organización y democracia, si se lleva a sus últimas consecuencias, nos lleva a interpretar la democracia como un sistema artificioso que se combate con la naturaleza social del hombre. En otras palabras, la democracia es una doctrina artificial, impracticable y antinatural para el funcionamiento correcto de la sociedad. Sin embargo, Michels nos recuerda que sería equivocado abandonar la empresa por descubrir un orden social que haga posible la realización de la idea de soberanía popular, lo que nos dice también que los hombres quizá no debieran buscar un “orden natural”, que implicaría vencerse ante la oligarquía, sino un orden ideal que permita contrarrestarlo. Carl Schmitt en su libro Sobre el parlamentarismo (1923) se enfoca en la crisis del orden liberal, aquel que sostenía al parlamentarismo como forma de gobierno. Según este autor, la democracia se encuentra escindida de dicha forma de gobierno, pues no la necesita para desarrollarse. Incluso va más allá, indicando que la crisis del parlamentarismo es gracias a la emergencia de la democracia de masas. Si la voluntad del pueblo es todo, nada tiene que hacer una institución de diputados independientes dedicados a la discusión, pero no al mandato de sus electores. Esta no es la única crisis que produce la democracia de masas sobre el liberalismo, pues también emerge una contradicción entre la conciencia liberal del individuo y la homogeneidad democrática, tal como la expresaba Rousseau en su Contrato Social. El autor critica el razonamiento de Rousseau, pues primero refiere al contrato -idea apropiada por el liberalismo- y luego a la necesidad de unanimidad para formar el Estado. Schmitt se pregunta para qué crear un contrato en una sociedad sin intereses encontrados. En su consideración sobre las multitudes, plantea los efectos negativos del aparato propagandístico sobre las opiniones, algo que hemos visto también en Weber y Michels. Mayor es la respuesta en las masas si se apela a las pasiones y a los intereses cercanos a ellas. Lo alternativo del planteamiento de Schmitt, es que la sugestión no es una forma de argumentación, por lo que estas vías obstaculizan el desarrollo normal de la política. Y si bien el pueblo puede ser engañado con estas técnicas, la democracia estará a salvo siempre que el pueblo piense realmente en forma democrática. En otras palabras, no habría manipulación posible sobre aquellas multitudes donde preexista una conciencia democrática, pues allí no prosperarán los liderazgos autoritarios, ni las oligarquías. Schmitt también se encarga de realizar una crítica a Sorel, a quien analizaremos en detalle más adelante, y a las teorías irracionales de la izquierda. Según el intelectual alemán,

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contribuyeron ambos a la construcción de gobiernos de derecha reaccionarios, debido a su exaltación del mito y de la violencia. En particular, cree que fundaron las bases para una nueva autoridad, un nuevo sentimiento de orden, de creación de disciplina y respeto a las jerarquías. Con la promoción del mito como forma de cohesión del pueblo, no se le brindan herramientas intelectuales, sino motivos emocionales interclasistas para la acción, como son las tradiciones nacionales. Estos elementos fueron y serán utilizados comúnmente por las tendencias conservadoras. En parte, Sorel será también contradicho por un autor contemporáneo a nuestro tiempo, como Vernon Lidtke, quien estudia en su The Alternative Culture (1985) a la subcultura del partido socialista alemán. En esta obra, el autor reconoce que a pesar de los esfuerzos del partido por crear una cultura alternativa, no dejaban de filtrarse las costumbres burguesas. Esto permite repensar la idea de clase frente a la fortaleza de los mitos nacionales, preguntándose cuál es más poderosa en la mente de los pueblos europeos. Por lo tanto, el peligro del mito que quería despertar Sorel se encuentra no en su carácter revolucionario, sino en la ausencia de uno perteneciente sólo a las clases proletarias (como la huelga general). En la búsqueda del mito movilizador, tropieza con uno de origen nacional y este tenía la potencialidad de expresar sentimientos tanto elevados como reaccionarios. Veremos en el próximo apartado, el desarrollo de algunas de estas nociones, como son la sugestión, el mito y los liderazgos carismáticos, pero en clave de propuesta política deseable y positiva.

2.2. La masa y el Estado En este punto llegamos a la mirada de la multitud como una “masa”, concepción que se fortalece hacia fines del siglo XIX, producto de la crisis moral y política del liberalismo europeo, tal como afirmaba Rosanvallon para el caso francés. Como adelantamos, quien resume de manera paradigmática la idea de masa es Gustave Le Bon, a través de su célebre escrito Psicología de las masas (1885). El núcleo básico de su argumento es que el pueblo se ha transformado en masa debido a dos productos de la modernidad: la destrucción de las creencias religiosas, políticas y sociales vigentes; y el desarrollo de la ciencia moderna y la industria. No ha sido el sufragio ampliado lo que “creó” a las masas, es decir, la tendencia democrática, sino su organización asociativa. Cualquier agrupación de personas, sea grande o pequeña, sea constituida por personas educadas o no, siempre forman un conjunto con características de irracionalidad, irresponsabilidad, sujeto al contagio y dominado por la sugestión. Lo único necesario para que se vuelvan efectivamente en masa es inducir en ellas el estímulo sensorial adecuado. El estímulo más poderoso que revela Le Bon para excitar a las masas es la imagen, sea ésta reproducida de manera visual o a través de la palabra. Es así como el autor está convencido de saber administrar con su “psicología de las masas” a las multitudes. Una de las herramientas que propone para impresionar a un auditorio es “abusar de afirmaciones violentas, exagerar, repetir, no intentar nunca demostrar su opinión mediante el razonamiento”. En este sentido, Weber no podría estar más en desacuerdo, pues en la obra ya

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citada, el alemán propone perseguir penalmente la utilización de la lucha política contra el honor personal de terceros y la “frívola difusión de afirmaciones sensacionalistas falsas”. Le Bon reconoce que en el “alma” del pueblo es donde reside el destino de las naciones. El “alma” está compuesta por la raza (el conjunto de tradiciones históricas y culturales de una nación) y el instinto. Es aquello que hace “sentir, pensar y actuar” a cada pueblo de manera diferente, especialmente si lo hiciera el individuo de manera privada. Es interesante remarcar que gran parte de lo positivo que ve en el nuevo mundo, como el potencial “heroísmo” de las masas, en realidad se vuelven juicios predominantemente cínicos. Creeríamos que el texto es, en resumen, una mirada irónica y pesimista sobre la modernidad. Tal es así, que el autor entiende la conveniencia de distorsionar las instituciones políticas para una mejor administración. No hay idealismo detrás de sus propuestas, sino pragmatismo político para lograr resultados. Tanto mal cree el autor que hacen las masas, que ve en su influencia un freno al avance científico e industrial, alegrándose por todo lo que ya se ha avanzado en estas materias. Emile Durkheim ocupa parte de su obra Lecciones de Sociología (1912) en reflexionar sobre un ordenamiento político y social coherente con la sociedad moderna. Presenta también una multitud que necesita ser gobernada por un organismo que contenga una mirada privilegiada del conjunto. Es por ello que, tanto como Ostrogorsky y Weber, el sociólogo francés encarga a la burocracia la tarea del gobierno. Pero a diferencia de los anteriores, pone en segundo plano los elementos asamblearios y de opinión que componen, también, la política moderna. La función principal del Estado para Durkheim es pensar por la sociedad, y los funcionarios que tienen ese mandato son los burócratas. No obstante, no niega la necesidad de realizar consultas al pueblo “más o menos regulares”, ya que la burocracia no puede abstraerse de los problemas que debe resolver. En definitiva, el Estado es donde se realiza la política, mientras que la sociedad quien lo controla e inspira periódicamente. Estas definiciones, antes que desempoderar a las multitudes, reflejan la preocupación del autor por asignarle una función concreta al Estado y sus representantes. Lo contradictorio de este énfasis sobre el rol del Estado, es que se permea una opinión reticente hacia la participación de las multitudes en el sistema político. Por un lado, porque no cree en la democracia directa como herramienta de gobierno eficiente (piensa, incluso, que la misma no tiene futuro), y por el otro, porque reproduce gran parte de las opiniones de la época, aquellas que definen a las multitudes como irreflexivas y portadoras de “sentimientos oscuros”, por lo tanto, inconscientes. Para remediar estos problemas, el autor propone la participación corporativa o territorial en la política, pues reflejaría mejor las identidades subyacentes de la sociedad. En esta tesis que lleva al fortalecimiento del concepto de Estado, Durkheim expresa incluso que es este quien crea los derechos naturales de los individuos, lo que implicaría una relación asimétrica entre una y otra parte involucrada. El peso categorial puesto en el Estado termina confundiendo su definición con la idea misma de Sociedad. Si, como dice el autor, sin sociedad no hay individuo, podríamos pensar que tampoco lo habría sin un Estado. En cuanto al papel que cumplen los estímulos morales y esencialistas de una nación, para el autor no configuran un lugar importante, más que como funcionales a la construcción de legitimidad. El rol del Estado no es el patriotismo o la Nación, sino, nuevamente, el desarrollo de los individuos en general. Esto, que nos aparece como un gesto cosmopolita, es también un “uso”

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procedimental de las expresiones nacionales. Su único interés en ellos es poder crear una moral, una disciplina y una autoridad capaz de actuar sobre la sociedad. En otras palabras, el sociólogo francés se aparta del idealismo al pensar como funcionales elementos que son, en última instancia, culturales. Un matiz muy particular imprime el sociólogo italiano Giuseppe Toniolo, en su escrito El concepto cristiano de la democracia (1897), tanto al concepto de democracia como al de pueblo. Comenzando por este último, el autor reinserta una interpretación cristiana y medieval, que es la idea de pueblo como mayoría pobre y desposeída de una nación. Luego, la democracia significa para él un espíritu de gobierno guiado por el bien común, especialmente, en pos de las mayorías pobres, algo con lo que Michels, como hemos visto, coincidiría. En consecuencia, la democracia está por encima de cualquier definición de gobierno, pues es una misión social que lo atraviesa. Es así como la democracia conserva una interpretación restrictiva. Una noción como soberanía del pueblo, es sólo la protección de los pobres; y el Estado más democrático, aquel que consulta mejor el interés de todos. Toniolo recorta las posibles ramificaciones que transporta la idea de democracia, como son la libertad individual, la igualdad y el gobierno del pueblo, sintetizándola en un espíritu caritativo. En síntesis, el pueblo para Toniolo son los pobres, y estos deben ser contenidos y protegidos por el Estado, alejados del liberalismo, un tipo de democracia falsa que los empobrece espiritual y materialmente. Se filtra en su exposición, que por momentos parece ser muy progresista para la época y para la Iglesia que pretende representar, una nostalgia moderna por el orden social medieval, un espacio temporal que el autor recuerda como el origen de la democracia cristiana en la tierra, guiada por la caridad y la protección de la Iglesia. Una versión mucho más conservadora e, incluso, reaccionaria, es la expresada por León XIII en su Encíclica Immortale Dei (1885). Tal es la diferencia de matices con Toniolo, que resulta difícil vincular un texto con el otro como parte de una misma ideología. La versión oficial del modelo de gobierno católico (ya no nos animaríamos a hablar de una “democracia cristiana”) debe estar compuesto por la Iglesia, como maestra de la moral, y un Estado, como la autoridad terrena, justa y paterna. El pueblo, en esta matriz, es objeto de protección y aleccionamiento por parte de dichas instituciones. Este es un mundo que se explica negando mucho de los vicios modernos, antes que proponiendo reformas positivas. Para León XIII no es lícita la separación de la vida privada y la pública, no se debe resistir a la autoridad, no debe haber expresiones de libertad “desmesuradas”, como tampoco libertad de cultos. Incluso, contradice a Toniolo en relación al concepto de soberanía del pueblo, pues cree es un derecho de la “muchedumbre independizada” de Dios. La soberanía del pueblo sólo sirve para agitar pasiones, careciendo de todo fundamento y eficacia para garantizar la seguridad pública y el orden de la sociedad. En el mundo moderno, tanto la Iglesia católica como el pueblo son víctimas de un avance -la modernidad- que es, al mismo tiempo amoral y perjudicial para su propia subsistencia. Como ya introducimos a través de la pluma de Schmitt, Georges Sorel, en su Reflexiones sobre la violencia (1908), presenta al mito como uno de los elementos fundamentales para la movilización y el ordenamiento de las masas. El mito que propone el filósofo francés es un evento revolucionario ubicado en el futuro, una lucha final o epopeya. Es el núcleo simbólico que moviliza

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la fe de las masas en toda ideología o religión. El poder del mito se encuentra en su carácter irracional, por lo tanto, es irrefutable e inamovible, a diferencia, por ejemplo, de la utopía, la cual puede ser objeto de discusión y perfectibilidad. Lo que presenta hacia el interior de la izquierda es desplazar al marxismo de la utopía racionalista hacia el mito de la gran huelga general, símbolo que condensa, según Sorel, todo el socialismo. Intentará así reproducir en el proletariado aquel entusiasmo que generan las guerras, debido a su capacidad movilizadora. Si el mito es el motor del pueblo para realizar los grandes movimientos históricos, asume que en las masas existen instintos que no provienen del racionamiento, sino de las emociones. Lo que descubre Sorel es que los mitos más poderosos, aquellos que pueden llevar a la guerra a una sociedad, provienen del imaginario nacional. Pero las tradiciones nacionales, tal como lo remarca Schimtt, constituyen un problema para la instauración de la lucha de las clases, pues son identificaciones fundamentalmente interclasistas. Tano para Sorel como para los autores que venimos analizando, las masas se constituyen en un objeto homogéneo e inseparable, que puede ser orientado detrás de símbolos representativos. Es necesario utilizar esos símbolos para poder lograr transformaciones históricas, sólo es necesario buscar en cada pueblo aquel que la moviliza. En esta configuración de pueblo -que es masa- no hay reflexión por parte de los individuos, ni la posibilidad de una recepción de los mitos de manera distinta por cada uno de ellos. Pero también, hay una concepción de Estado muy particular, una constitución máxima de aquél, que debe atravesar a la sociedad a través de la política. Esta formación, claramente, se contrapone con la representación del Estado liberal y su laissez faire. En síntesis, presenciamos la construcción de un Estado máximo, preocupado por el desarrollo social equilibrado, donde el individuo y la sociedad se ven disminuidos, por su propio bien.

2.3. Individuos libres y Estado mínimo. Masas y Estado máximo A lo largo de este trabajo revisamos las reinterpretaciones de diferentes autores sobre la multitud y, esquemáticamente, las hemos dividido en dos grandes secciones. La primera sección estuvo dedicada a desarrollar un paradigma donde el pueblo está formado por individuos libres, más o menos racionales según cada autor, pero en todos los casos, que debe estar gobernado por principios democráticos. Este paradigma, asimismo, puede ser subdividido por dos matices, uno donde la sociedad constituye un sujeto político democrático, como lo demuestran Ostrogorsky y Michels, y otro donde la sociedad necesita de instituciones con valores democráticos para evitar ser guiada por líderes demagógicos, como proponen Weber y Schmitt. En casi todos los casos, hay un temor por la influencia del irracionalismo o la evocación de símbolos movilizadores, y ninguno cree necesario utilizar estas herramientas para legitimar el sistema político. Es importante remarcar también que dentro de esta percepción de pueblo como conjunto de individuos, con la excepción de Michels y los republicanos franceses, no se espera que el Estado intervenga en el ámbito social, sino que, reflejando las tesis del liberalismo clásico, garantice la

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vigencia del contrato social. En otras palabras, el Estado se revela en su expresión mínima, sin por ello disminuir su espíritu democrático. En el segundo apartado ubicamos a los autores que, entendíamos, le quitaban al pueblo, de una manera u otra, la potestad de ejercer el gobierno directo, debido a su condición de “masa”. Aquí no se puso en juego las preferencias políticas de cada autor -pues los hay democráticos como Durkheim y Toniolo, reaccionarios como Le Bon y León XIII, y un anarquista como Sorel- sino sólo la concepción que tiene sobre las multitudes. Para sintetizar las posturas de estos últimos autores, más allá de sus matices, lo que hallamos son algunos lineamientos que los unen. Por un lado, la idea de pueblo como masa que debe ser dirigida por el Estado, una institución en la cual la sociedad toda no forma parte, sino que se encuentra separada por el liderazgo (Le Bon), la profesionalización de los políticos (Durkheim) o las jerarquías (León XII). Por otro lado, la urgencia por crear cohesión en la sociedad ante el peligro que significa la modernidad, con su individualismo desmesurado, su racionalismo liberal (y el más peligroso socialista), su inequidad, su falta de creencias, etc. Esa unión debe ser lograda a través de manifestaciones irracionales como el mito (Sorel), la nación (Durkheim), la religión (Toniolo y León XIII) o imágenes estimulantes (Le Bon). Otro punto en el que coinciden, y ya hemos explicitado brevemente, es sobre la función del Estado. Este debe intervenir en la sociedad, sea para mejorar las condiciones de vida del pueblo, como en Toniolo, o desarrollar al individuo, como en el caso de Durkheim. Es decir, estamos frente a una definición de Estado positiva, que interviene en la economía, en consecuencia, se opone al laissez faire liberal clásico. El primero de los paradigmas constituye un argumento de continuidad con la idea liberal de individuo racional, de representación política individual y libertad negativa (como nointerferencia), mientras que las corrientes que “masifican” la idea de pueblo buscan la objetivación de las multitudes -entendiéndolas como inconscientes, movidas por estímulos y sentimientos-, la representación política corporativa y, fundamentalmente, el fortalecimiento del Estado para así evitar los males de la modernidad.

3. El ascenso de liderazgos reaccionarios y el pueblo objetivado Sin querer identificar el paradigma de “masa” -en tanto pueblo constituido por un espíritu irracional- como causa del ascenso de liderazgos reaccionarios en Europa, si creemos que donde éstos surgieron, se reprodujo aquel tipo de interpretación de la multitud. En uno de los capítulos de La Viena de fin de siglo (1980), escrita por Carl Schorske, el historiador norteamericano describe la construcción de tres liderazgos políticos que combatieron las predominantes ideas liberales del momento: Georg Von Schönerer con su pangermanismo, Karl Lueger y el socialismo cristiano, y Theodor Herzl con la fundación del sionismo. Schönerer agrupó un conjunto de motivos populares expresados por las clases bajas austríacas como el antisemitismo, la justicia social, el nacionalismo germánico y la oposición a las elites liberales y sus valores burgueses. Este último en particular, era uno de los argumentos más pregnantes de la izquierda, y fue llevado hacia el centro de la ideología de una nueva derecha. Si

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bien Georg no se consolidó en un líder de masas, si pudo movilizar un conjunto grande de clases medias y bajas, como los artesanos, irritados por el contexto social y político en Austria. Karl Lueger, en contraposición a Schönerer, convirtió elementos de la vieja derecha, como el catolicismo político austríaco, en una ideología de la nueva izquierda cristiana. Este dirigente impuso en el contexto político la contradicción entre el liberalismo y la democracia, proponiendo la idea de democracia como reforma social, y encontró en los católicos un público especialmente receptivo debido a su alienación cultural dentro de una sociedad plurinacional como la austríaca. Tal fue la tracción de su discurso, que terminó convirtiéndose en el alcalde de Viena en 1895, creando malestar en el emperador, las elites liberales y la comunidad judía. Theodor Herzl, fundador del sionismo, ingresa también como un líder con posturas esencialistas. La caída del liberalismo en Austria significaba el surgimiento de movimientos antisemitas y nacionalistas, por lo que Herzl se rindió ante el poder movilizador del irracionalismo para luchar contra ellos. Con una concepción crecientemente desconfiada por la inteligencia de las masas, pero también desalentada sobre la eficacia de gobernantes y parlamentarios, comenzó a idear un tipo de liderazgo dirigista y violento para defender su comunidad. Primero, entendió que el mejor paliativo para los ataques antisemitas sería combatirla con duelos personales y la “fuerza bruta”, trayendo al mundo moderno la defensa de un honor de tipo feudal, luego, con el desafortunado desarrollo de los eventos europeos, en donde el liberalismo y la causa judía parecían perder terreno, reemprendió la búsqueda mística de la tierra prometida fuera de Europa. Esta causa se volvió muy poderosa y cohesionante para la comunidad judía, pues remitía a su historia y su fe al mismo tiempo. Según Schorske, al dirigirse a las masas, los tres líderes combinaban el arcaísmo y el futuro, así como también la justicia social, un aspecto sobre el cual el liberalismo parecía no reflexionar. Para el historiador norteamericano, los tres autores, uno de manera literal y el resto figurada, buscaron una salida hacía un mundo nuevo, lejos del paradigma liberal que colapsaba ante sus ojos. En la Alemania de 1918, ese colapso se fundía con la derrota en la guerra, por lo que allí el ambiente de esperanzas vacías y multiplicidad de caminos políticos por fuera del liberalismo, se hacía más real. Luego de un período de progreso material y fortalecimiento del Estado bajo el segundo Reich, descripto por Evans en La llegada del Tercer Reich (2003) como un imperio que evocaba viejos y nuevos elementos de la política con objetivos fundamentalmente conservadores, al término de la primera guerra mundial se instauraba la República de Weimar, que buscaba conducir a Alemania por la vía republicana y parlamentaria. Pero la sociedad gobernada por este sistema de ideas, según Peter Fritzsche en De alemanes a nazis (1998), contenía expresiones de ira y victimización en la clases medias y bajas, denuncias de corrupción hacia el gobierno, posturas populistas, igualitaristas y sindicalización récord en las filas de los trabajadores. En síntesis, existía una efervescencia política y movilización nunca antes vista, con la excepción de 1914, al inicio de la guerra. Los partidos políticos alemanes aprovecharon esta situación y se alimentaron de esta actitud, buscando una base popular para ellos y conduciéndola a los espacios públicos. Pero no sólo las ideas políticas se multiplicaron, sino también los grupos de intereses, las ligas y las corporaciones profesionales. Dos de estas organizaciones se destacan por sus motivos

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reaccionaros. Los Freikorps, formada por veteranos de guerra, se impusieron como grupo de choque con una fuerte impronta nacionalista, anti-liberal y anti-socialista. Y luego, las Guardias Cívicas, una fuerza policial-militar improvisada, dispuesta para la protección de las vidas y la propiedad privada ante el peligro proletario, que saqueaba y realizaba huelgas periódicas. Sin embargo, toda esta explosión de identidades y organización ciudadana no confluía bajo la bandera de la Republica establecida por la revolución, ni tampoco por la reinstauración del Segundo Reich. No había un ideal político que cruzara a parte o a toda la sociedad. Cualquier camino, menos el liberal, parecía ser el cohesionador. Así llegamos al primero de los gobiernos totalitarios, constituido en Italia de la mano de Benito Mussolini y los fascistas. El relato de su imaginario, descripto por Emilio Gentile en su libro El culto del Littorio (1993), nos transporta a la realización histórica de muchas de las propuestas intelectuales que surgieron hacia fines del siglo XIX y principios del XX, en particular, por una parte de los autores que hemos revisado en este trabajo. Gentile describe una Italia liderada por la organización fascista en una búsqueda incesante por acrecentar el poder del partido de Estado y su ideal de sociedad. Los límites entre la vida privada y la pública son destruidos, tal como lo pedía León XIII, pues era necesario para el régimen organizar cada aspecto de su pueblo. Para ello, se crea una nueva religión política, alrededor del concepto del hombre fascista y el culto al líder. Constantemente, el partido fascista se representaba a si mismo con los atuendos exteriores de una religión, ganando con ello una estética y un discurso que atravesaba al individuo, no sólo en sus decisiones políticas, es decir, en el aspecto público del sujeto, sino también en el ambiente privado, donde se ponen en juego las costumbres y la vida cotidiana. De allí la gran ventaja de hacer de la política una religión: apropiarse de la voluntad del individuo en su doble aspecto. Le Bon propondría un acercamiento a la política con las mismas características. Creando fe, sea esta religiosa, política o social, alrededor de una persona o una idea, las masas pueden seguir un proyecto social de manera incondicional. La imagen de pueblo elaborada por Mussolini era, según sus propias palabras, la de un rebaño de ovejas, el cual necesitaba de estímulos sensoriales para ser movido. Se instala con el ascenso del movimiento fascista un espíritu misticista, conducido por un mito político, de similares características al que había elaborado Sorel, capaz de movilizar al pueblo italiano en su fe. Este mito era el hombre nuevo, el ciudadano virtuoso y su máxima expresión, Mussolini. Asimismo, se creó un estilo de vida, transformando viejos ritos y fiestas, en nuevas ceremonias que sacralizaban, ahora, sólo al Estado fascista. Toda manifestación colectiva, era apropiada por el Estado. Vivir en comunidad, era vivir en el fascismo. Para Gentile, la sacralización de la política -que es un fenómeno no sólo atribuible al fascismo, sino al siglo XX- es un emergente de las sociedades en crisis. Ante la amenaza de su subsistencia como sujeto reductible, es decir, comprensible como una unidad (nacional, religiosa o cualquier otra forma en la que se reúna un pueblo), la sociedad tiende a explorar un nuevo “núcleo central prescriptivo”. El mundo moderno es, precisamente, un momento de explosión de identidades y formas de vida, no sólo de ideologías políticas, y este fenómeno amenaza la antigua cohesión social. Estados como el italiano, buscaron la unidad en la fuerza inextinguible de lo irracional, y el fascismo halló como su fuente más poderosa al nacionalismo, así como lo hicieron muchos otros movimientos políticos. Pero en su particular, ese nacionalismo se nutrió de manera

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extrema por las tradiciones religiosas clásicas, en oposición distante tanto del liberalismo como del comunismo.

4. Conclusión. Los términos de pueblo y masa ante la crisis del liberalismo Lo que se ha intentado a lo largo de este trabajo es forjar, de manera modélica, dos concepciones de multitud posibles. Una la resumimos en la idea de “pueblo”, por permitirnos pensar una dimensión donde los individuos conservan una identidad cultural y una voluntad política propia, obviando lo polisémico que puede resultar el término. No obstante, hemos encontrado que el término “pueblo” se sostiene mejor en oposición a la idea de masa, que por contener una substancia propia. La multiplicidad de interpretaciones que se construyen alrededor de él, resultan en una definición opaca. Aquello que pretendíamos fuera el “pueblo” lo terminamos definiendo como “conjunto de individuos racionales”. En cambio, la idea de masa tiene un componente explicativo más sólido, pues nos recuerda a una cantidad de referentes de la vida cotidiana que nos permiten captarla. Masa es lo fusionado, lo mezclado, y en esa acción, se vuelve una substancia única. ¿Acaso por ello queda mucho más claro lo que significa “masa” en términos filosóficos que “pueblo”? Creemos que, paradójicamente, no. Masa, de todos modos, descripta por todos los autores que hemos repasado en este trabajo -incluso por aquellos que se oponen a este tipo de representaciones-, no deja de ser una noción en pugna con aquello que quiere describir, precisamente, porque se encuentra repleta de prejuicios que ayudan a nombrarla, pero no a entender mejor la realidad. La sociedad no está compuesta, ni hoy, ni nunca, por un conjunto de personas que se fusionan y crean una unidad, al menos no de manera natural. Para encontrar eso, tenemos que esperar a la formación del fascismo y del nazismo, que empleará todas las fuerzas del Estado para lograr algo parecido (nunca igual) a la idea de masa. Sabemos también que este tipo de formaciones, por más que dejen una fuerte impronta en la memoria histórica, lejos están de ser expresiones políticas y sociales comunes en el mundo moderno occidental. Por lo tanto, aquella masa que describe Le Bon se comporta a lo largo de la historia Europea en lo que podríamos definir como una “profecía autocumplida”: la multitud es una masa, si la convertimos en ello a través del poder del Estado moderno. En cuanto a lo que significó cada una de estas concepciones como performadoras de un tipo particular de Estado, que es, digamos, el segundo tema que atraviesa nuestro trabajo, ya hemos hecho referencia a que su expresión mínima se corresponde con la idea de individuo racional, y proviene de la tradición liberal clásica, mientras que su expresión máxima, se identifica con la idea de masa o multitud que necesita ser intervenida. Pero este último par conceptual no parece provenir de ninguna tradición ideológica en particular, sino de muchas, como el republicanismo clásico, el absolutismo, el catolicismo, etc. Su eclecticismo nos hace pensar que, si tuviéramos que unificarlos como una corriente única, en realidad, no sería formalmente una expresión ideológica, sino un humor de época. Por ejemplo, en la Argentina de fines de siglo XIX y principios del XX, un conjunto de imágenes e ideas de similares características se lo categorizó como “regeneracionismo”. Con esto no queremos decir que sea la definición más apta para lo que

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sucedía en Europa, pero si que bien podría servir para pensar una terminología bajo los mismos preceptos (los de un “malestar epocal”). Tampoco queremos decir que los totalitarismos como el fascismo o el nazismo no sean ideologías, pues no sería aquí el lugar donde podríamos discutirlo. En este punto, sólo intentamos describir las ideas de un conjunto de autores que los precedieron en el tiempo. La crisis del liberalismo europeo se origina, entre muchas razones, por los obstáculos que había levantado el Estado para compatibilizar las demandas del pueblo con sus propios objetivos, esto provocó que la sociedad comenzara a buscar nuevas formas de organización que le permitieran defenderse de lo que, entendían, era una amenaza a su estilo de vida. La libertad religiosa, la pauperización de ciertos estratos sociales, el radicalismo político, el sindicalismo y todo aquello que trajo la modernidad consigo, eran fenómenos nuevos que podían ser beneficiosos para algunos, pero no para todos, creando un malestar de época sin precedentes. Leyendo a Gentile, nos encontramos con una cita de Thomas Mann que no podría definir mejor aquello a lo que nos referimos, y constituye la conclusión final de nuestro trabajo: “Se equivoca el liberalismo cuando cree poder deslindar entre religión y política. Sin la religión, la política, la interna, vale decir, la política social, a largo plazo es imposible, ya que el hombre está hecho de modo tal que, después de perder toda religión metafísica, traslada el hecho religioso al ámbito social, eleva a los altares la vida social”

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