“De prólogo a espacio de debate: la etapa del Frente Popular y la historiografía” [2010]

July 23, 2017 | Autor: José Luis Ledesma | Categoría: Spanish Civil War, Second Spanish Republic, Spanish Historiography
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Descripción

La República del Frente Popular. Reformas, conflictos y conspiraciones

De prólogo a espacio de debate: la etapa del Frente Popular y la historiografía

José Luis Ledesma*

Asomarnos al pasado es un camino sembrado de paradojas. Una de ellas es que nuestra mayor ventaja sobre los que lo habitaron es también uno de los más pesados lastres al tratar de conocerlo. Resulta una obviedad que, al contrario que los contemporáneos, sabemos desde nuestra cómoda postura futura hacia dónde caminaba cada momento histórico, qué retos y peligros le acechaban e incluso cuándo iba a acabar para dar paso a otra etapa. Sin embargo, ese privilegio es un arma de doble filo. Por supuesto, los historiadores conocen bien los problemas más profundos que plantea sobre el estudio de toda latitud pretérita la distancia que nos separa de la misma. En particular, es ya un lugar común aceptar que la mirada histórica no se reduce a asomarse al pasado como por una ventana y a contemplarlo tal cual fue e inmutable, sino que esa mirada refleja tanto del hoy del historiador como del ayer historiado. 1 Pero se añaden a ello problemas más concretos. Uno de ellos estriba en el hecho de que, cuanto más nos sumergimos en el pasado, más tendemos a olvidar que sus protagonistas no podían saber qué iba a suceder después, y a enjuiciarles como si hubieran debido preverlo. Otro, aunque íntimamente unido a lo anterior, es que podemos dejarnos llevar por la tentación de concebir el pretérito como una unilineal y teleológica cadena de acontecimientos y de ver así su curso y resultados como necesarios, inevitables y únicos posibles.2 *

Universidad de Zaragoza. El autor participa en el proyecto “Visiones e interpretaciones de los pasados traumaticos: un analisis comparado de España, Argentina y Chile”, financiado por la Dirección General de Investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación (HAR2009-07784) y dirigido por el Profesor Julián Casanova. 1 Véase entre otros muchos textos, y desde ópticas diferentes, los clásicos de E. Carr (1993) [1961], Heller (1985) [1982], Lowenthal (1998) [1985] o, en cierto modo, el más reciente de Lacapra (2006) [2004]. Por el carácter de repaso bibliográfico que tiene este texto, y a fin de no abusar de largas notas a pie de página, se ha optado en él por el modo abreviado de citación bibliográfica que remite para las referencias completas a la bibliografía que aparece al final de este capítulo. 2 Cuestión a la que aludía, por regresar a otro clásico, E. P. Thompson en su monumental La ~ 163 ~

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Entre los muchos ejemplos de los que nos podríamos servir para ilustrarlo, uno de los más notables es, sin duda, el de la Segunda República española de 1931-1936. El indudable atractivo que el quinquenio largo republicano despierta en nuestro país tanto entre los historiadores como mucho más allá de los contornos académicos, y al que desde luego no son ajenas ni identificaciones de tipo ideológico y emocional ni la brutal guerra civil que le siguió, se ve en cierto modo contrapesado precisamente por el hecho de que la contienda desatada en julio de 1936 genera una atención historiográfica, cultural y mediática incluso mucho mayor. De hecho, es tan intensa esa atención que sigue sin ser exagerado sugerir que la «memoria» de la guerra apenas deja pasar la mirada hasta unos años previos que quedan así como oscurecidos tras o junto al coloso bélico. Así las cosas, no podrá sorprender que, lejos de remitir, continúe aumentando el enorme desequilibrio que existía en los años previos entre la producción histórica sobre la República y la guerra, ni que decir tiene que a favor de esta última.3 Ahora bien, la alargada sombra que la segunda proyecta sobre la primera no se limita a oscurecer el período republicano. Además, y acaso sea lo más relevante, lo tiñe de los tintes tétricos de la posterior contienda. Dicho de otro modo, tiende a presentar la República como mero y necesario prólogo de la guerra. Semejante operación realizó de un modo explícito la propaganda de los vencedores, quienes, necesitados de una fuente de legitimación que supliera la evidente ilegalidad de sus orígenes golpistas, construyeron y difundieron formación de la clase obrera en Inglaterra cuando reivindicaba la consideración histórica de “las vías muertas, las causas perdidas y los propios perdedores”: Thompson (1989), vol. I, pp. XVI-XVII. 3 Y al que hacíamos referencia al introducir los volúmenes que preceden al que el lector tiene en sus manos: Ballarín, Ledesma (eds.) (2007), pp. 13-26 y Ballarín, Cucalón, Ledesma (eds.) (2009), pp 9-24. Desde que se escribiera la introducción del segundo de ellos en otoño de 2008 hasta que se redactan estas líneas un año después siguen sin ser muchas las publicaciones consagradas a la República en comparación con el todavía inagotable caudal de las generadas por la guerra de 19361939. Entre ellas están Ruiz (2008), Arbeloa (2008), Illion (2008), Casas Sánchez, Durán Alcalá (coords.) (2009), Moral Roncal (2009), Cano (2009), Barrull (2009), Álvarez Rey (2009), García Rodriguez (2008) y, sobre todo, Del Rey (2008). Desde un muy diverso enfoque, Blázquez Miguel (2009). Hay también algunas historias locales del período, como Leria (2008), Eslava (2008), Zamora, Del Alba (2008), Berzal de la Rosa (2009), Page (2009), López López (2009). La nómina se amplía algo si se incluyen obras que abordan el conjunto de aquella década e incluso períodos más amplios, caso de Bullón de Mendoza, Togores (coords.) (2008), Caro Cancela (ed.) (2009), Aísa, (2009), Vázquez Osuna (2009), Rodríguez Puértolas (coord.) (2009) o el mismo Juliá (2008). Además de otros textos citados en las notas sucesivas, también podría consignarse aquí la edición o reedición de obras de contemporáneos, como Peirats (2009), Corman (2009) o Lerroux (2009). ~ 164 ~

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durante lustros la imagen de una República caótica y anárquica que deslizaba inexorablemente al país por una pendiente que sólo podía acabar en la revolución comunista o la lucha entre la España y la Anti-España. Esencialmente similar en el fondo, por más que varíe en algunos aspectos formales y de formato, es el argumentario de una actual ensayística que de modo impreciso es llamada «revisionista» y que mejor convendría llamar «pseudo-revisionista» o tal vez «para-historiografía». Una literatura, en todo caso, que recupera y divulga con notable simplificación, antiacademicismo y atractivo mediático imágenes como la que presenta la República como un régimen espúreo orientado desde mucho antes de 1936 a un final violento o como la que define la insurrección de octubre de 1934 como primer acto e inicio mismo de la Guerra Civil.4 Y aunque con intereses muy diversos y con toda seguridad sin proponérselo, una similar ligazón implícita entre República y guerra se desprendía de los primeros relatos historiográficos sobre ambos períodos, comenzando por los pioneros en desbrozar esos territorios, casi sin excepción extranjeros. De los Jackson, Thomas, Payne, Bolloten, Broué y Témime, Southworth, Carr, y después Malefakis, Fraser o Preston, poco nuevo queda por decir. Resultaría arduo exagerar la mayúscula importancia e influjo que tuvieron sus trabajos pioneros tanto en el terreno meramente historiográfico como en el más amplio de los relatos públicos sobre la República y la Guerra Civil en la España del momento. Armados de todo el aparato documental, renuncia a tomar partido, pretensiones de cientificidad y hasta valor estilístico del que carecían los relatos épicos propios del primer franquismo, estos historiadores no sólo pusieron las bases interpretativas y el lenguaje por donde habría de caminar la historiografía sobre los años treinta españoles durante las siguientes décadas. Aceleraron además desde fuera la crisis endógena de los viejos relatos de posguerra y forzaron al propio régimen a prestar atención a otros nuevos que demandaba e incluso parecía generar una nueva generación de españoles. Sin embargo, no es menos cierto que el carácter pionero de esas obras y el tipo de enfoque asumido por sus autores habían de implicar asimismo algunos límites para las mismas. De este modo, la naturaleza generalista de ese enfoque, el primado de la política que lo definía, el predominante talante liberal de sus autores e incluso el afán de objetividad que les animaba favoreció que fueran a

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Moa (1999, 2004), Navarro Gisbert (2006), Alejandro Guillamón (2006). Para la propaganda de posguerra, véanse entre otros muchos Dictamen… (1939), Pensado (1956), Arrarás (1968), 4 vols. ~ 165 ~

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menudo construidos a partir de la pregunta «¿por qué se produjo la Guerra Civil?»; que los orígenes de ésta fueran buscados en el corto plazo y en el plano político, como podía ser el caso de la excesiva radicalización de dirigentes y partidos o el hecho de que las reformas hubieran ido demasiado lejos para ser toleradas por las clases acomodadas; y que, fuera por una u otra razón, el nudo gordiano se encontrara en el «fracaso» de la República, axioma no siempre tan explícito como en la obra que da a su último capítulo el título de «¿Por qué fracasó la República?», pero sobre el que se construyó el grueso de esta historiografía.5 Aunque la atribución de esas responsabilidades variará según los diferentes autores, en todos los casos se produce un cierto reparto de las mismas entre unos u otros. No obstante, lo que más interesa subrayar aquí es algo que ya se refleja cuando se distribuyen esas responsabilidades entre dos bandos que se presentan como irreconciliables desde mucho antes de 1936 y que avanzan los definidos por la guerra. El axioma del fracaso implica que no se estudiara tanto la República en sí cuanto la República que fracasa, de modo que se privilegiaban las «raíces» del enfrentamiento, lo que Ronald Fraser llamara «puntos de ruptura» y, en suma, aquello de la azarosa trayectoria del régimen republicano que podía estar prefigurando la conflagración posterior. Porque, en efecto, no se trataba además de un fracaso cualquiera, sino de uno que originaba una guerra civil. De ahí que estas obras presenten a menudo el período republicano como si de un prólogo de la inevitable contienda fratricida se tratara y que en ellas aparecieran por doquier frases, juicios y citas que unen inextricablemente los años previos al 17 de julio y el enfrentamiento bélico iniciado ese día. Ni siquiera los mejores exponentes de aquella literatura se libraron de tales apuntes. Para Jackson, por ejemplo, la Revolución de Octubre indicaba «la inevitabilidad de una prueba de fuerza mejor preparada entre derechas e izquierdas» y era un prólogo de la guerra «con todas las formas de fanatismo y crueldad que habrían de caracterizarla», mientras que, para Fraser, «en 1934 sonaron los primeros disparos de la guerra civil, y se adoptaron las posturas que harían virtualmente inevitable el conflicto», y, según Preston, los choques entre las fuerzas de orden público y el proletariado rural y urbano eran «el largo preludio de una guerra 5 La mencionada síntesis es de Payne (1995), aunque hay muchos otros ejemplos de referencias al «fracaso político y militar de la Segunda República», caso de R. Carr (2009) [1966], p. 501. Hace ya casi tres décadas que Santos Juliá desveló de modo inapelable los non-dits de esta literatura: Juliá (1981a) y (1980).

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civil salvaje».6 Después de los más que notables avances que ha experimentado en las últimas tres décadas la historiografía española sobre los años treinta, resulta hoy mucho más difícil encontrar tales términos y argumentos, en buena medida superados. Sin embargo, por un lado, siguen presentes en la producción hispanista sobre el período, como cuando un autor corona un epígrafe sobre los años 1933-1936 significativamente titulado «el final de las ilusiones y la marcha hacia el abismo» afirmando que los años de la República «fueron el prólogo» de la guerra, o como cuando un excelente libro sobre la violencia franquista de posguerra titula su capítulo sobre ese mismo trienio «afilando los cuchillos». 7 Por otro, y aunque quizá ausentes explícitamente, puede rastrearse sin dificultad su presencia implícita en la generada dentro de nuestras fronteras. En tercer lugar, es digno de atención el hecho de que, por razones editoriales o de otro tipo, el período republicano y el bélico siguen ligados en numerosas publicaciones. Tal cosa sucede en obras de síntesis que, como las de los clásicos de varias décadas atrás, se consagran conjuntamente a República y guerra, sin que falte alguna que llega a presentar en su título la primera como meros «orígenes» de la segunda. Pero sucede lo mismo en un sinfín de historias locales que usan como marco temporal el período 1931-1939, muchas de las cuales se construyen además a partir del interés no sólo por la guerra en general, sino por la «represión» que albergó la contienda en particular.8 Se añade a ello, en cuarto lugar, que República y guerra constituyen también un mismo tracto temporal e histórico en programas de asignaturas de historia y en manuales escolares y universitarios y que, sobre todo en los primeros, han sido dominantes hasta poco ha las imágenes del desorden y caos, el fracaso y la inevitabilidad de la guerra. Y por último no es desdeñable la influencia que esas imágenes y explicaciones han tenido y tienen 6 Jackson (1979), pp. 170 y 159; Fraser (1979), t. II, p. 355; Preston (1987), p. 19. Frente a los enfoques más ecuánimes y críticos de estos autores, no faltaron quienes volcaron la mayor parte de las responsabilidades en unas izquierdas «bolchevizadas» que habrían perdido el control de sus masas radicalizadas y obligado a la CEDA a abandonar el legalismo: Payne (1976), pp. 9-14, y (1995); Robinson (1975). 7 Bennassar (2005), p. 52 y Anderson (2010), pp. 28-34. Véase también v. gr. Beevor (2005), y el por lo demás notable trabajo de Radcliff (2004), donde se insiste en el «fracaso» republicano y en que su «inevitable» consecuencia fue la guerra: pp. 19-20, 26-27, 176-177, 205-206 y passim. Más mesurado en este punto es Bernecker, Brinkmann (2009), pp. 15-27. 8 Almansa siglo XX… (2008); Moreno Medina (2009), Romero (2009), Sánchez-Marín (2009). Lo de la República como «origen», en Ranzato (2006). Entre las síntesis sobre ambos períodos, destacan Juliá (coord.) (2006) y Casanova (2007).

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en los relatos públicos. Si para toda una generación la República fue pintada como un régimen extremista, anti-español y orientado hacia el caos, para otra ha sido una especie de personificación histórica de la fábula de la mitología griega de Ícaro; es decir, aquella según la cual su protagonista, henchido de ilusión y armado con sus flamantes alas nuevas, quiso volar y llegar tan alto, demasiado, que el sol derritió sus alas, cayó y acabó ahogándose en el mar.9 Ahora bien, si las reflexiones anteriores tienen alguna validez, resultan especialmente pertinentes caso de referirnos a esa concreta y postrera etapa de la Segunda República española que es la que abarca su último medio año de trayectoria en paz y que suele identificarse con el nombre de la coalición que venció en las elecciones de febrero de 1936: el Frente Popular.10 Si hubo un «mito» de la publicística del régimen de 1939 que sirviera al mismo para legitimar sus orígenes golpistas, fue el de las «falseadas» elecciones de ese febrero, el «ilegítimo» régimen resultante, la supuestamente sangrienta primavera de 1936 y el pretendido descenso imparable del país hacia la revolución comunista y la aniquilación de la España «sana».11 Si hay un argumento de esa propaganda del que se hicieron eco primero la historiografía franquista y después el pseudo-revisionismo post-franquista, es sin duda el del Frente Popular como descenso progresivo a los infiernos de la guerra de la mano de una izquierda que habría abandonado todo respeto por las instituciones y por la vida del contrario. «Las elecciones de 1936 [afirmaba por ejemplo un prolífico representante de esa literatura] no son solamente el prólogo, sino la guerra civil misma», y esta última, «larvada» ya en esa cita electoral, «se institucionaliza en las Cortes en junio y aflora diariamente en las calles y en los campos de España».12 Y si el axioma implícito del fracaso republicano y su deriva hacia la lucha fratricida presente en la historiografía clásica sobre el régimen de 1931 encuentra una plasmación evidente, no es otra que las páginas que dedica a esos

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Que las reformas y el «idealismo» fueron más «ambiciosos» de lo que permitía la España del momento lo defendió por ejemplo, aplicado a la agraria, Malefakis (1971), mientras que Palafox (1991) subrayó el peso del «atraso» como condicionante de la «frustración» democrática. Las cuestiones que aquí se están apuntando pueden seguirse desde un punto de vista general en Egido (ed.) (2006); Graham et al. (2003), Cuesta (2008) y Valls (2009), la referencia fundamental para el apunte sobre los programas y manuales escolares. 10 Una similar reflexión, en Espinosa (2007), p. 269. 11 Dictamen… (1939), Estado Mayor Central del Ejército (1945), Esperabé (1940). 12 De la Cierva (1975), p. 22. Véanse asimismo De la Cierva (1967), (1997a), (1997b) y (2002); Rivas (1976); Moa (2002) y (2006). ~ 168 ~

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postreros cinco meses que median entre la convocatoria electoral y el putsch militar de mediados de julio del 36. Siguiendo en buena medida los discursos parlamentarios y manifestaciones públicas de dirigentes políticos y sindicales y su traducción en la prensa del momento, que constituían las fuentes primordiales para esa historiografía, ésta tendió a confundir a menudo la agresividad retórica que desplegaban los actores políticos con fotografías reales de la situación del país, y el cuadro resultante adquiría tonos catastrofistas. En la «España dividida» de las elecciones de febrero, escribía un notable historiador británico, «eran ya visibles las actitudes que habrían de sumirla en la guerra civil», y no otra cosa que caminar hacia ésta sugiere cómo denomina el epígrafe que dedica a los meses de febrero a julio, y que en el caso de algún otro libro va al título del mismo: «por la pendiente de la violencia».13 En el tramo final de la República, apostilla más recientemente una autora norteamericana, «la guerra civil era prácticamente inevitable». Igual término emplea un historiador español cuando, en uno de los apartados dedicados a esos meses titulado «hacia la guerra civil», apunta que las circunstancias durante ese tiempo «hicieron inevitable el conflicto». Y en una síntesis en la que el capítulo sobre los meses de febrero a julio de 1936 no está en la parte dedicada a la República, sino de modo elocuente en la consagrada a la guerra, se presentan las elecciones de febrero como «el pistoletazo de salida hacia la guerra civil», los meses siguientes como la prueba de que «el Frente Popular no podía impedir la catástrofe» y se juzga que con la no participación socialista en el gobierno desaparecía «la última oportunidad, suponiendo que existiera, de evitar la guerra civil».14 Así las cosas, no podrá sorprender que hayan germinado alrededor de esa etapa postrera de la Segunda República no pocas confusiones y sombras y que se haya ido construyendo así una imagen de ese período, no sólo en el terreno de los relatos historiográficos, sino también y sobre todo en el de los públicos, que podríamos calificar de «clásica». Caracterizaría a esa imagen, para 13 R. Carr (2009), p. 528 y 531-539 para lo primero, y Wilson (1969) para lo segundo, donde se justifica tal título sobre la «pendiente» hacia la violencia argumentando que, «si había una característica definitoria de ese período, era la desaparición de la ley, del orden y de todos los recursos que implican»: p. 12. 14 Radcliff (2004) p. 294 (y 262); Gil Pecharromán (2002), p. 229; Bennassar (2005), pp. 53, 55 y 57. Véase también Payne (2006), cap. 8: «¿Fue inevitable la guerra civil?», pp. 75-84, donde se sugiere que buena parte de la izquierda daba por buena la inevitabilidad de una «guerra civil revolucionaria». Como es notorio, hay una versión mucho más elaborada de argumentos de este tenor sobre los años republicanos y su fase postrera en Linz (1978).

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empezar, estar nutrida por una serie de tópicos que, aunque procedentes en buena medida del argumentario de la dictadura franquista, han logrado resistir hasta hoy mismo. Tópicos que tiñen esos meses de caos, conflictos y sangre, y que van desde el mito de la imparable revolución social hasta el de la inminente insurrección comunista, pasando por la pretendida complicidad del Gobierno en el innegable deterioro del orden público, el presunto rearme de las organizaciones izquierdistas y, frente a todas esas amenazas, el supuesto carácter preventivo y salvador del «Alzamiento» militar de julio.15 Ligado a ello, perfilaría también esa imagen el hecho de estar cubierta por la sombra de una guerra que se cierne amenazadora y más y más inevitable a medida que nos acercamos al ecuador de 1936. Convertido así en una suerte de mero epílogo de la Segunda República, un momento condenado a una pronta muerte, y, por encima de todo, en un proemio de la propia Guerra Civil, el período de febrero a julio de ese año ocupa así en las representaciones más comunes de la llamada crisis española de los años treinta un lugar de escasa autonomía. De este modo, contemplado a través de las lentes de la contienda, tiende a buscarse e incluso a ver únicamente en esos meses aquello que pudiera prefigurar la conflagración bélica, algo que tendría un poco inocuo resultado: nublar o soslayar lo que no se ajustara al esquema del camino hacia la catástrofe, en particular aquello que pudiera matizar el lienzo de polarización e identificar eventuales pruebas de freno en la precipitación hacia la lucha, falta de homogeneidad dentro de cada uno de los dos grandes «bandos», estrategias moderadas e incluso convivencia y sensatez. Y en suma, como fruto del maridaje de esos tópicos y de esta falta de autonomía, esa imagen clásica de la primera mitad del año 1936 tiñe esos meses de unos inequívocos tonos fatalistas. Si durante el primer bienio la República había caminado vigorosa por la ancha avenida de las reformas y si el segundo había hecho desandar parte del camino y cambiar de rumbo y la había puesto en una encrucijada, la etapa del Frente Popular ha tendido a ser representada como una vuelta a la primera dirección que acabaría empero en una suerte de impasse o callejón sin salida al final del cual sólo habría un precipicio —el de la guerra—; como, por parafrasear el título de la obra de Gil Robles, un régimen en cuyas postrimerías «no fue posible la paz»;16 como, en fin, el epítome y desde luego el punto álgido de la fábula de aquel que quiso volar demasiado alto. 15

González Calleja (2008). Véase también, entre otros, Reig Tapia (1988) y Espinosa (2007). Gil Robles (2006) obra de 1968 a la que respondió directamente Chapaprieta (1971), pero también otros como Vidarte (1978). 16

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En contraste con tales tópicos, imágenes convencionales y fábulas, la literatura histórica lleva ya bastante tiempo ofreciendo desarrollos y caminos con mayor recorrido. Aupándose sobre lo mejor de la bibliografía clásica, pero sometiendo a una consideración crítica los citados axiomas, la renovación de los estudios sobre la Segunda República que se ha producido desde los años ochenta ha ido proporcionando un lienzo alternativo de esa su última fase de febrero a julio de 1936. De este modo, a diferencia de la imagen de la absoluta polarización de dos Españas frente a frente, esa literatura ha mostrado que, más allá de la configuración de dos grandes bloques políticos para la convocatoria electoral, había asimismo abiertas tantas disensiones dentro de cada uno de ellos e incluso en el seno de cada formación política y sindical que sería legítimo preguntarse si lo que definía el panorama político era efectivamente la polarización o si no había también una fragmentación. Contra el supuesto radicalismo o claudicación ante las presiones de las masas por parte del gobierno del Frente Popular, los historiadores han subrayado que éste no se encaminó por vía revolucionaria alguna y que no hizo sino tratar de dar nuevo fuelle al proyecto democratizador del régimen de abril de 1931 y retomar para ello la senda de las reformas que habían sido acometidas en el primer bienio y detenidas —o «revisadas»— en el segundo. Ante la hipotética dejación o incapacidad gubernamental, se ha argumentado que los mecanismos de orden público podían resultar ineficaces, pero que no dejaron durante ese período de contar con los mayores recursos y de ser los principales protagonistas de los enfrentamientos violentos. Frente a los pretendidos afanes de desborde de la República y planes conspirativos por parte de la izquierda obrera, se ha incidido en que, al contrario de lo que ocurre con los que efectivamente se rebelaron contra ese régimen en julio, no hay evidencia alguna de tales planes entre las dos grandes centrales sindicales; de hecho, incluso la propia CNT, diezmada por la «gimnasia revolucionaria» de 1931-1933, la cárcel y la escisión «trentista», y a pesar de la apariencia maximalista de su llamada a implantar el comunismo libertario en su congreso de mayo, estaba en pleno proceso de reconstrucción y había optado mayoritariamente por dejar de lado la vía insurreccional. Cuestionando el consabido cuadro de la «primavera trágica» como escenario de una conflictividad asfixiante y una sangría violenta insoportable, se ha puesto énfasis en las exageraciones de la propaganda, en la importante responsabilidad que en todo aquello cupo a la estrategia desestabilizadora de algunas formaciones de la derecha, y se ha subrayado asimismo que la acción colectiva y violenta había ~ 171 ~

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alcanzado ya su pleamar y estaba desde mayo en reflujo en frentes como el del anticlericalismo o las invasiones de fincas y, desde bastante antes, en áreas como Cataluña o Zaragoza.17 De igual modo, y en las antípodas del axioma sobre el pretendido fracaso de la República en sus meses postreros, ha sido mayoritariamente aceptado que el camino de ese régimen distó de ser sencillo y que se enfrentaba a indudables conflictos, contradicciones, inestabilidad política, errores estratégicos y enemigos, pero que en última instancia no fracasó sino que fue fracasada o, mejor dicho, abortada por la fuerza de las armas. Por lo mismo, dando la vuelta al supuesto de la imposibilidad de la paz y la inevitabilidad de la guerra, se ha denunciado el teleologismo que tal cosa supone y se ha llegado a un cierto consenso en torno a la idea de que, a pesar de todos esos lastres y problemas que la República arrastraba, eso «no significaba necesariamente que la única salida fuera una guerra civil» y que, por tanto, todos los escenarios eran perfectamente posibles hasta la tarde del 17 de julio, incluida por supuesto la paz. De hecho, habría razones para considerar, en ese sentido, que la sublevación de ese día habría venido a derribar a la República precisamente antes de que la progresiva implementación y desarrollo de sus medidas reformistas —verdadero peligro para los actores y grandes apoyos de la sublevación— hicieran de ella un régimen no sólo posible, sino incluso relativamente estable. Y, por último, frente a la otrora ineludible conexión implícita entre República y guerra, todo lo anterior se ha coronado denunciando la «falsedad de una [tal] secuencia» y presentando la rebelión de julio como una violenta cesura; una brutal ruptura que acabaría abruptamente con la República y en general con la crisis del sistema de la Restauración en sentido amplio, y que inauguraría por su parte un tiempo radicalmente diferente en el que, asunto de indudable trascendencia, la continuidad se establecería entre la guerra y la posguerra franquista.18

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Cf. en particular, para algunas de esas últimas cuestiones, Casanova (1997), Cruz (2006a). Una simple nota a pie de página no podría hacer justicia en lo relativo a todos estos desarrollos historiográficos. En realidad, no son muchos los trabajos centrados en el período del Frente Popular, como Tuñón de Lara (1976) y (1985); Juliá (1979) y (1986); Bizcarrondo (1981), Requena Gallego (1983); Rodríguez del Coro (1986); García Delgado (ed.) (1988); Alexander, Graham (eds.) (1989); Seidman (1991); Ballarín (2004); Cardona (2005); Espinosa (2007), además de breves aportaciones caso de Gil Bracero (1986), Quirosa (1986) y Girona (1989), o textos militantes como Nin (1970), Alba (1976), Fascismo, democria y Frente Popular… (1984) y Azaña (2008). Pero han sido también decisivos otros que abarcan el conjunto de esos años. Junto a los trabajos ya citados de Juliá (1980), (1981) y (1986), Casanova (1997) y (2007), Del Rey (2008), 18

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Merced a toda esa labor de zapa e investigación por parte de la literatura histórica, es lo cierto que los viejos topos sobre el período están en franco retroceso y que se ha producido un considerable cambio en la mirada histórica, que está ofreciendo una visión más consistente y podríamos decir que positiva de la primera mitad del año 1936. Eso no quiere decir que no haya retos pendientes, lagunas o preguntas por formular. Por de pronto, una de ellas es la referida a la propia denominación del período. A pesar de la práctica unanimidad con la que se emplea el término, no deja de ser motivo de interés, y quizá podría serlo también de debate, que se utilice la denominación de Frente Popular para designar al conjunto de esos últimos meses de la República en paz. Hoy sería ridículo minusvalorar la importancia que tuvieron en lo político y en los imaginarios colectivos del momento la conformación de la coalición del Frente Popular de cara a las elecciones de febrero de 1936, su triunfo en las mismas y las indudables expectativas, adhesión y movilización populares que esa victoria generó. Sin embargo, no deja de reflejar alguna imprecisión el hecho de que se tome una parte por el todo y se defina el conjunto de esa primera mitad del año como «el Frente Popular», sin recurrir siquiera a sintagmas del tipo «la etapa» o «los meses del Frente Popular». Y tampoco parece adecuado soslayar que, como afirmaron los pioneros en el estudio de sus orígenes, el Frente Popular no fue tanto una «estructura orgánica» integrada por comités compuestos por republicanos, socialistas y comunistas cuanto «la forma de nombrar ese acuerdo electoral» y un movimiento «unido coyunturalmente» en torno a objetivos como la amnistía y la derrota de la derecha.19 Tal vez no sea irrelevante lo que legan a Cruz (2006a), González Calleja (2008) y Egido (ed.) (2006), véanse entre otros muchos Jackson (1976); Ramírez (1977); Montero (1977); Ucelay Da Cal (1982); Germán (1984); Avilés (1985) y (2006); Fontana et al. (1987); Majuelo (1989); Casanova (1990); Preston (2002) [1993], cap. 5; Ugarte (1998); Raguer (2001), cap. 1; Graham (2006) [2002], cap. 1; Souto (2004); González Calleja (2005); Preston (2006); Aróstegui (2006); Mainer (2006); Riesco Roche (2006); Gil Andrés (2006). Pueden verse asímismo los volúmenes colectivos Chaput, Gómez (dirs.) (2002); Morales (ed.) (2004); Aróstegui (coord.) (2006); Risques (coord.) (2007); Ballarín, Ledesma (eds.) (2007) y Ballarín, Cucalón, Ledesma (eds.) (2009). La primera frase entrecomillada es de Casanova (2007), p. 164, y hay una similar conclusión en Casanova, Gil Andrés (2009), p. 165, mientras que la de la «falsedad» de la secuencia República-guerra es de Mainer (2006), p. 11. 19 Juliá (1979) p. 162, con una versión más rotunda en Juliá (1989), y una más reciente en Juliá (2006), pp. 135-142. Véase asimismo Bizcarrondo (2006) y Tusell (1971). En la estela de la obra de Tusell surgirían no pocos trabajos sobre las elecciones en el período republicano, aunque son las menos las recientes. Véanse Germán (1984), Caro Cancela (1987), Pertíñez (1987), De Pablo (1989), Sancho Calatrava (1989), Rodríguez (1994), López Villaverde (1997), Villa García (2007). Tanto este último autor, en Villa García (2009), como desde un enfoque diferente Romero Salvador (2009) ~ 173 ~

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ese respecto las propias fuentes contemporáneas. Cualquier mirada a la prensa de los meses de febrero a julio de 1936 muestra que la denominación «Frente Popular» aparece mucho menos como sujeto autónomo que como complemento de otro nombre con el que forma un sintagma preposicional. En otras palabras, el protagonista no es tanto el Frente Popular, sino que lo son más bien el «acuerdo», «pacto», «victoria», «triunfo», «votos», «candidatura», «partidos», «firmantes», «diputados», «programa», «grupos», «mayoría», «electores», «representantes», etc., del Frente Popular, entendido éste fundamentalmente como un pacto y una coalición electorales de los que habría nacido un gobierno. De igual modo, eso último no es incompatible con el hecho de que, si miramos más allá de notorias personalidades, la prensa nacional y la alta política, el Frente Popular adquirió mucho mayor cuerpo. Lo adquirió en términos de sintonías y entusiasmos alrededor de la contienda electoral y en la pervivencia posterior de comités provinciales y locales de esa coalición. Lo tuvo también por lo que respecta al explícito seguimiento de su programa por parte de dirigentes intermedios y locales de los partidos firmantes del pacto y aun de otras organizaciones de la izquierda. Y lo tuvo asimismo, y acaso sobre todo, en la indudable adhesión de amplios sectores sociales al proyecto del Frente Popular, en su identificación con el mismo y en lo que llegó a significar como traducción supra-partidista de la «comunidad popular» que, según un trabajo reciente, era, junto a la «comunidad católica», uno de los dos grandes polos político-culturales de la España de los años treinta.20 Pero no es menos cierto que el gobierno resultante de la victoria electoral no fue exactamente del Frente Popular, sino que estuvo formado de manera exclusiva por sus formaciones republicanas, y que le faltaron apoyos y sobraron presiones más que retóricas desde buena parte del PSOE y la UGT, el conjunto de la CNT y no pocas de sus bases sociales. De hecho, todo ello evidencia la distancia que separa al Frente Popular español de su homónimo francés, en el que sí hubo una alianza interclasista de la izquierda burguesa, socialista y comunista, una estructura orgánica y un gobierno de concentración de las fuerzas republicanas y obreras que, al modo como lo

subrayan el influjo de la ley electoral en las sobredimensionadas mayorías parlamentarias, inestabilidad y «tensión política» del sistema político republicano. Más allá de lo estrictamente electoral, véase los más recientes textos de Cobo Romero (2003), García Gacía (2004), Townson (2007) y Chernichero (2008). Se reflexiona también sobre las confusiones que rodean la acepción de «Frente Popular» en Godicheau (2008), p. 189. 20 Cruz (2006a), cap. 2, passim. Lo anterior, en Ballarín (2004). ~ 174 ~

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sugería la recomendación de la Internacional Comunista, sirviera de dique de contención frente al fascismo. Tal vez estemos ante una nueva muestra de la sombra e influencia que la guerra civil proyecta a posteriori sobre los meses anteriores a su desencadenamiento, en la medida que sólo sería durante la contienda en la zona republicana, y no antes, cuando se formaron gobiernos de Frente Popular con participación de todas las formaciones que habían formado el pacto, e incluso con la de la CNT.21 Cómo llamar al período, en todo caso, no es la única cuestión que merece una atención crítica. Por supuesto, ninguno de los avances que reseñábamos impide que los viejos lugares comunes sigan perviviendo con no escasa presencia en determinados sectores editoriales. Y precisamente esa su importante proyección mediática, o más exactamente la percepción de que es preciso combatirla, es con seguridad uno de los factores que están influyendo en una tendencia que se puede observar recientemente en lo que respecta al conjunto del período republicano y la guerra civil, pero que acaso adquiera una particular relevancia en la última fase del primero: el hecho de que, sobre todo a medida que nos alejamos de los relatos historiográficos y nos adentramos en otros presentes en la escena pública ligados a lo que se conoce como «recuperación de la memoria histórica», también desde los sectores donde se defiende el legado de la experiencia republicana y del Frente Popular germinan tópicos y se produce una cierta simplificación narrativa. Dicho de otro modo, el peligro de que el necesario cuestionamiento de las viejas imágenes conduzca a elaborar otras no ya sólo positivas, sino idealizadoras. Reducir todo acercamiento a la primera mitad de 1936 a una mirada más o menos complaciente hacia el proyecto frentepopulista acabaría distorsionando la imagen de un experimento democrático que desde luego albergó otros proyectos, a derecha e izquierda, y

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Entre otros muchos posibles, valdría como botón de muestra cómo se refería La Vanguardia (30/6/1936, p. 5) a «los diversos sectores, ideologías y tácticas que integran este bloque de apariencia compacta pero de invertebrada contextura política que es el Frente Popular. La homogeneidad de los criterios políticos, como la de los cuerpos físicos, no depende de la voluntad de quien desea fundirlos en uno solo, sino de que la densidad, la fuerza y las restantes características de los elementos que han de fusionarse, lo hagan posible. Y es dudoso que estas condiciones de identificación se den en los partidos que forman el Frente Popular». Desde luego, esas palabras no se ajustan al cuadro de la extrema polarización de las dos Españas afilando los cuchillos que en teoría cabría encontrar apenas dos semanas y media antes de iniciarse la guerra civil. Sobre la génesis y sentidos de la aparición de las políticas frentepopulistas en la Europa de los años treinta, véase el reciente balance de Souto (2008). ~ 175 ~

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que resultó cuando menos accidentado.22 Y es que, como era menos excepción que norma en la Europa de entreguerras, y todavía más en 1936 que en 1931, esa experiencia tampoco estaba libre de sombras y trabas. Eso fue así en gran medida por los innumerables enemigos y obstáculos, de orden social y económico, nacional e internacional, con que se encontraba el régimen republicano; pero también, en diálogo con los anteriores, por los que se derivaban del relativo descrédito de la vía parlamentaria, las contradictorias prácticas políticas y sindicales, la lábil cultura democrática y el recurso a la violencia que alcanzaban asimismo a sus propios valedores a la altura de mediados de los años treinta. Es precisamente explorando esas líneas argumentales como desde la más reciente historiografía se está dando un paso adelante en el estudio de la Segunda República que alcanza de modo particular al período conocido como del Frente Popular. Se diría que, una vez que ha contestado ya de forma sólida la «memoria negativa» de esos años tanto en la forma de su leyenda negra como en la de los relatos en clave de fracaso, y habiendo hecho tanto por la recuperación de su «memoria positiva», la investigación histórica estaría en disposición de no encontrarse satisfecha con la mera elaboración de un relato opuesto. Aupándose sobre los resultados y claves axiales de ese relato, y necesariamente confrontada a la simplificación que suelen conllevar sus versiones mediáticas, parece poder dar también una nueva vuelta de tuerca analítica. Una vuelta de tuerca que pasaría por plantearse nuevas cuestiones e interrogantes y avanzar así en su complejización y en la revisión de sus aspectos más esquemáticos, y que podría empezar a convertir ese período en un fructífero espacio de debate historiográfico. Y, habida cuenta del lugar central que han ocupado en las narraciones anteriores y de su indudable trascendencia histórica, apenas podrá sorprender que esa labor de complejización y revisión tenga en la conflictividad y la violencia socio-políticas uno de sus principales escenarios.23 22

Ruiz-Manjón (2006). Esa cuestión lleva mucho tiempo despertando el interés de los autores tanto en aproximaciones generales como después con monografías, al menos desde Cibrián (1978), quien a su vez trabajaba en la estela de Linz (1978). Véanse por ejemplo Pérez Yruela (1979), Juliá (1981b), Gibson (1982), Requena Gallego (1983), Merino Pacheco, Díez Marzal (1984), Germán (1984), Sánchez Pérez (1989), Sánchez Marroyo (1992), Pérez Delgado (1992), Gómez Carbonero (1996), Chaves Palacios (2000), Ayala Vicente (2003), Sepúlveda (2003), Caro Cancela (2005, 2006), Barragán-Lancharro (2006), Espinosa (2007), Barrios Rozúa (2007), Martín Jiménez (2008a, 2008b). Lo de las memorias positiva y negativa, en Egido (ed.) (2006) y Egido (2007). 23

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«Revisar» los «mitos» de una pretendida historia «oficial», al parecer «anquilosada desde hace mucho tiempo» y necesitada de una «crítica renovadora» y de un «chorro de aire fresco», es lo que invoca un primer grupo de autores. Aunque a menudo comparten con ellos obras colectivas y foros de discusión varios, lo cierto es que por su manejo de fuentes primarias, respeto a las convenciones de la literatura académica y en alguna ocasión prestigio académico, estos autores no pueden ser identificados sin más con los ensayistas «pseudo-revisionistas» e historiadores «post-franquistas». Sea como fuere, su revisión tiene mucho de negación de todo lo que ha aportado la historiografía académica y que, también respecto de la época del Frente Popular, sería una «falsificación» elaborada y difundida por los medios progresistas «aprovechando su predominio de los medios de comunicación, la universidad y los centros desde los que pueda crearse opinión» y habrían «establecido una censura de hecho». Y, desde luego, tiene asimismo más de reciclado de viejos argumentos que de cualquier tipo de renovación. La campaña electoral de febrero habría venido a «envenenar los espíritus y crear el deseado ambiente social guerracivilista». Las elecciones tendrían lugar en un «clima ominoso de violencias y amenazas». El gobierno resultante «no era democrático ni moderado»; al contrario, formado por una izquierda irresponsable y revanchista, acabaría con la democracia instaurando una suerte de dictadura basada en la exclusión de la derecha de la arena institucional y desataría «un cruento proceso revolucionario, en el que la ley se imponía desde la calle». El país quedaría sumido en una sangría de huelgas, ocupaciones de tierras y actos violentos y antirreligiosos cuyo número superaría las estimaciones de Gil Robles y Calvo Sotelo y que hacían de aquél «un período de crispación social como nunca ha sido conocido en nuestra Historia» en el que «buena parte de España estaba en pie de guerra resolviendo sus diferencias a tiro limpio, navajazos o palos». Y, como consecuencia, la rebelión militar de julio «no fue contra un gobierno legítimo, sino contra uno claramente deslegitimado».24 24

Payne (1990), (2005) y (2006), pp. 49-84; Blázquez Miguel (2003a), aunque los entrecomillados proceden de Martín Rubio (2005), pp. 22 y 18-20 y Blázquez Miguel (2003b), pp. 80-81 y 85. La cuestión de la violencia en etapas previas de la República, en Blázquez Miguel (2008) y (2009), mientras que para la reanudación de la «persecución religiosa» desde febrero, puede verse, entre otros textos recientes, Martín Rubio (2007), Cárcel Ortí (2000) y (2008), que cabe completar con la obra ya citada de Arbeloa (2008). García de Cortázar (2007), pp. 16-18, por su parte, titula su epígrafe sobre los meses del Frente Popular «Los odios que me habitan». Los entrecomillados del comienzo del párrafo proceden de la sorprendente reseña que del libro de Moa ~ 177 ~

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También una cierta revisión es la tarea que acomete un segundo grupo de autores, aunque en este caso el sentido de la misma es el riguroso e irreprochable de la necesaria reformulación de análisis y preguntas que implica por definición la disciplina histórica, y su objeto no es impugnar el conjunto de la reciente historiografía sobre el período, de la cual no faltan entre ellos notables exponentes. Su mirada crítica se dirige más bien a los aspectos más toscos y lagunas de lo que consideran una visión demasiado condescendiente con la trayectoria del régimen republicano y con sus apoyos políticos y sindicales. En otras palabras, en el fondo de su iniciativa late el convencimiento de que la necesaria refutación de la «leyenda negra» y de la memoria o imagen negativa sobre la República no debería conducir a incurrir en una suerte de también empobrecedora «leyenda rosa» o a instalarse en una mera memoria positiva e incluso «militante» animada sin más por un cierto «trasfondo de reivindicación» y «una preocupación moral por un pasado que pudo ser y no fue».25 De acuerdo con estos autores, la España de la Segunda República en general, y de sus últimos meses en particular, no era un escenario unívoco de caos, terror y dictadura y no había ningún tipo de conspiración proto-comunista. Sin embargo, su imagen tampoco correspondía a la de una balsa de aceite ni a la del oasis de una democracia estable amenazada únicamente por el asedio de la derecha. No son argumentos enteramente novedosos, pues algunos de ellos ya han sido sugeridos por otros científicos sociales cuando, al estudiar la Segunda República y su «crisis», presentan como lastres y factores que influyeron en la misma el carácter poco integrador de la Constitución, la fragmentación del sistema de partidos y, sobre todo, el escaso grado de «socialización política» y la «debilidad del consenso republicano».26 La novedad estriba tal vez en que tales argumentos se engarzan ahora de modo más sistemático y crítico en un análisis no sólo políticoinstitucional, sino también social. Desde ese punto de vista, y del mismo modo que no todo en el segundo bienio había sido «negro», el regreso al poder de las formaciones republicanas en febrero de 1936 no habría resuelto de un plumazo todas las trabas internas y externas que arrastraba la República. Para empezar, no se había eliminado el «déficit democrático» que, como en buena parte de la Europa de esos años, compartirían la mayoría de los actores políticos, no sólo a diestra, sino también a (2002) hizo Payne (2003), p. 5. 25 Del Rey (2009), p. 54. La imagen de las dos leyendas, en Cuenca Toribio (2002). 26 Ramírez (2009). ~ 178 ~

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siniestra. Las actuaciones sectarias implementadas por las autoridades con respecto a las formaciones de derecha y las mucho más permisivas con las de izquierda y sus milicias y apoyos sociales serían desde esa óptica buenas muestras de ello, hasta el punto que se podría hablar de todo «un cerco global al mundo conservador bajo las lógicas de exclusión que sostuvo la izquierda revolucionaria, ante la pasividad o la impotencia del Gobierno republicano». El «rápido deterioro de las prácticas parlamentarias y electorales en vísperas de la guerra civil» o la continuación de unas agresivas políticas anticlericales serían otras dos. Y una más, y no menor, estaría en la pervivencia de culturas o subculturas políticas violentas e insurreccionales, perfectamente discernibles en los agresivos discursos políticos de esos meses, en los que a menudo el rival se convertía en enemigo y la lucha parlamentaria adquiría indudables tonos bélicos. Ligado a eso mismo, tampoco se había acabado, todo lo contrario, con la conflictividad y sus manifestaciones lesivas, hasta el punto que no es extraño leer que «la violencia es, sin duda, el rasgo más destacado de la vida nacional entre febrero y julio de 1936». Esa violencia no provendría sobre todo, según un autor como Ranzato, de un plan desestabilizador de la derecha, sino que la de efectos más lesivos era la protagonizada por las «milicias rojas» en las áreas urbanas y sobre todo rurales. Tanto las prácticas violentas como las retóricas bélicas del momento no habrían hecho sino minar gravemente la estabilidad del régimen republicano, erosionar sus apoyos y generar «un sentimiento de desamparo, miedo, terror» en las clases medias que las echarían en brazos de las opciones antirrepublicanas. Más aun, según esta línea argumentativa, los últimos meses de la República fueron «una época de violencia»; una violencia «cotidiana, permanente, prácticamente diaria», que no solo fue una «premisa», sino «una causa directa de la guerra civil misma» y que incluso «creó el ambiente que se proyectó luego en el terror de las retaguardias» ya durante la contienda.27 27

Lo de la violencia como rasgo más destacado, en Gil Pecharromán (2002), p. 232, mientras que los demás entrecomillados proceden de Ranzato (2008), pp. 159-160 y 181; Del Rey (2007), pp. 18, 29 y 85; y Del Rey (2008), p. 511, documentada plasmación de esos argumentos a un marco local. Véase además Towson (2000) y (2002); Ranzato (2006); Macarro Vera (2003) y (2000), para quien muchos de los protagonistas de la República no la vivieron «como una democracia, sino como una revolución que venía a regenerar la vida nacional», y la situación del agro andaluz en la primavera de 1936 era claramente revolucionaria: pp. 13 y 451. La conclusión sobre el deterioro de las prácticas electorales, en Villa García (2009a), p. 401, mientras que la referencia fundamental sobre las políticas anticlericales es Álvarez Tardío (2002), aunque puede completarse con Moral Roncal (2008) y también Del Rey (2008), pp. 511-520, habla de «anticlericalismo radical» aplicado a los meses del Frente Popular. Véase también Parejo Fernández (2008), para quien la Falange andaluza no ~ 179 ~

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Cabría por último identificar a grandes rasgos un tercer grupo de autores que, aunque sin reclamar explícitamente una revisión sustantiva de la actual mirada historiográfica ni poner en cuestión la matriz fundamentalmente prorepublicana de su relato, están haciendo no menos de cara a su enriquecimiento y problematización frente a viejos y nuevos tópicos. Tratándose en realidad menos de un grupo más o menos homogéneo que de diferentes autores trabajando en direcciones y desde enfoques no siempre similares, se hace aquí más difícil encontrar rasgos comunes definitorios entre ellos. De hecho, tampoco resulta sencillo establecer una nómina exhaustiva de esos autores, pues podrían llegar a tener cabida en este grupo no pocas de las investigaciones que se están ocupando de la República y, en particular, de su último tramo. Sea como fuere, una necesariamente incompleta y provisional selección podría pasar, para empezar, por la reevaluación crítica de las tradiciones políticas, estrategias y actuaciones de las formaciones que integrarían el pacto del Frente Popular. Para autores como Graham, por ejemplo, la izquierda española del momento se caracterizaba por una división crónica y una falta de proyectos comunes. Más aun, esa fragmentación se daba tanto entre las distintas formaciones republicanas y obreras como también, y con no poca acritud, en el seno de cada una de las mismas. De este modo, a los errores de los gobernantes republicanos en su estrategia reformista se uniría que tal división frustraría una movilización conjunta de la izquierda que consolidara la República y la pusiera en mejores condiciones de responder a una sublevación como la de julio de 1936.28 Partiendo de una postura cercana sobre la pluralidad de tradiciones previas como origen de la «diversidad» interna de la izquierda, otros autores subrayan que eso y la mala comprensión del calado del proyecto fascista se unieron para que la alianza antifascista fuera tardía y nunca completa. De este modo, cuando se produjo esa alianza desde 1934 y sobre todo en 1936, no dejaría de estar sometida a líneas de fractura, que la guerra luego sobredimensionaría, como la disputa interna por el diseño político del antifascismo.29 Por su parte, otras investigaciones insisten en los múltiples era sólo un movimiento de señoritos, sino también de trabajadores y jornaleros. 28 Graham (2006), pp. 42-104. Complétese, entre otros, con Cobo Romero (2007), donde se concluye que la conversión de la federación agraria de la UGT en un sindicato identificado con los intereses de los jornaleros y asalariados agrícolas arruinó las posibilidades de oponer a las posturas de la derecha y la patronal agraria un «frente campesino» único de campesinos sin tierras y pequeños propietarios y arrendatarios, y alejó a buena parte de los mismos del discurso socialista y del reformista. 29 Gallego (2007), pp. 125-229. ~ 180 ~

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«divorcios» o fracturas políticas, sociales y culturales que habrían definido la política republicana, y encuentran crucial como origen de una de ellas la construcción y gestión de una «República del orden» a través de unos aparatos de orden público tan «ciegos» y brutales como siempre a la hora de reprimir toda movilización social y política.30 No faltan tampoco los textos recientes que recalcan que, desde sus orígenes, e incluso en sus dirigentes más conspicuos como Azaña, la República no estuvo exenta de afanes exclusivistas respecto de los no republicanos ni prescindió enteramente del recurso a «acudir a todos los medios en [su] defensa».31 E incluso podría tener también cabida aquí la propuesta de dos autores sobre la existencia en aquella España de lo que denominan «palabras que matan». Según su formulación, en el marco de la crisis y la reconfiguración de las «comunidades de sentido» que se dieron en los años treinta, uno de sus rostros era la extensión antes de estallar la guerra civil de una disputa semántica que incluía la indudable profusión de términos, calificativos y categorías que se referían a la muerte, a la destrucción y a la aniquilación del contrario. Desde ese punto de vista, la guerra no habría sido inevitable; pero la extensión de esa disputa semántica habría alimentado sus condiciones de posibilidad y le habría otorgado contenidos y todo un escenario discursivo.32 Ahora bien, no eran sólo las palabras lo que podía resultar lesivo. Y en ese sentido apenas podrá sorprender que no pocas de esas líneas de trabajo remitan en mayor o menor medida a la cuestión de la conflictividad y la violencia socio-políticas, ni tampoco que constituyan sin duda un escenario nuclear de la labor de complejización a la que venimos refiriéndonos. No puede decirse en modo alguno que se trate de un objeto de estudio virgen. Como se ha visto arriba, ha estado en el centro de la mayor parte de las imágenes y representaciones del período del Frente Popular. Sin embargo, es cuando menos significativo que, acusaciones de ocultismo al margen, la más reciente investigación universitaria siga dirigiendo su mirada sobre esa cuestión, y que lo haga además a partir de nuevos datos, preguntas y marcos de análisis. De este modo, y sin que tampoco aquí la nómina pueda aspirar a ningún tipo de exhaustividad, algo de eso se 30

Godicheau (2004), pp. 65-95; Ealham (2005). Para un enfoque diferente, Blaney (2005). Juliá (2008); el entrecomillado, que procede del Azaña de octubre de 1934, en p. 363. 32 Izquierdo Martín, Sánchez León (2006). El poder perfomativo de los lenguajes y simbolizaciones discursivas en el marco del conflicto agrario de la primera mitad de 1936 se apunta en Cobo Romero (2007), pp. 273-289; mientras tanto, Paul Preston se centra en la existencia en las distintas familias de la derecha española de discursos y auténticos «teóricos del exterminio» ya durante los años y meses anteriores al inicio de la guerra civil: Preston (en curso de elaboración), cap. 1. 31

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encuentra por ejemplo respecto del anticlericalismo de los años republicanos. Los recientes textos que abordan esa cuestión no dejan de subrayar la responsabilidad que cupo a la propia Iglesia y a las organizaciones católicas en el agravamiento del litigio. Sin embargo, tampoco descartan la que correspondió a los propios republicanos, fuera a través de sus agresivas políticas laicistas o de las contundentes culturas políticas anticlericales que compartían las izquierdas burguesa y obrera; como tampoco soslayan la intensidad de las manifestaciones anticlericales a lo largo de la República y, en concreto, durante los meses del Frente Popular, período durante el cual, al menos hasta que esos episodios remitieran desde mayo, la legislación parecía «desbordada» desde abajo. 33 Es asimismo observable en la literatura histórica un nuevo impulso en el estudio de la conflictividad en el agro peninsular, sobre todo el meridional. Pocas facetas de esos años han originado tanta letra impresa. Pero caracteriza ahora a esa literatura, por un lado, encarar de modo monográfico y desde marcos locales una cuestión tan crucial como la reforma agraria y la cuestión yuntera, como plasman las completas y recientes monografías que la abordan en las dos provincias extremeñas.34 Y la caracteriza asimismo, por otro lado, el hecho de que la anterior atención a las dimensiones políticas y de clase se ve completada y en ocasiones matizada por el énfasis en cuestiones como la compleja segmentación interna del campesinado o las dinámicas locales del conflicto, algo que procede del redescubrimiento del papel crucial que desempeñaba el control de los ayuntamientos en la implementación o bloqueo de las reformas republicanas y demandas campesinas, pero que es también perfectamente coherente con similares tendencias existentes en otras ciencias sociales al estudiar el conflicto.35 Atender precisamente a las elaboraciones teóricas y utillaje conceptual de otras disciplinas y a la perspectiva comparada es otra, si no la mayor, de las apuestas de renovación de esta nueva literatura histórica sobre el período. Mucho de lo primero y no poco de lo segundo, por ejemplo, tiene la propuesta de 33

Barrios Rozúa (2007), con lo de «legislación desbordada» en pp. 208-249; López Villaverde (2008). El descenso de los actos anticlericales, está en Cruz (2006a), pp. 186-187, y el peso o incluso lastre de las culturas anticlericales, en Salomón (2007) y De la Cueva (2008). Para un relato reciente de los actos anticlericales, véase el capítulo dedicado a este período en Albertí (2008). 34 Espinosa (2007) y Riesco Roche (2006), de quien contamos con un balance en esta misma obra. Véase otro balance en Maurice (2006) así como Tébar Hurtado (2006). 35 Cobo Romero (2003), (2004), pp. 59-121 y (2009); Caro Cancela (2005) y (2006); Caro Cancela (ed.) (2009). Un antecedente, en López Martínez, Gil Bracero (1997). ~ 182 ~

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una autora que aborda la acción colectiva en el Madrid republicano desde la perspectiva de los ciclos de la protesta y haciendo abundante uso de la sociología de los movimientos sociales. Aunque su estudio se queda precisamente en los comicios de 1936, resulta de interés aquí porque presenta la derrotada insurrección de octubre de 1934 y los 16 meses siguientes no sólo como un período de «represión» ni como el inicio de una espiral violenta que abocaría a la Guerra Civil, sino más bien como el paso a un nuevo escenario de oportunidades políticas que facilitó la génesis de alianzas como la que ganaría esas elecciones. 36 Algo de la mirada de otras disciplinas y de comparación tiene otra investigación referida a Madrid, en este caso con una atención particular hacia los meses del Frente Popular, y en la que se compara la acción colectiva de ese período con otros momentos del Novecientos español y con la Francia de ese mismo año 1936.37 Mucho de ambas cosas tiene asimismo el estudio de otro autor que, al analizar los enfrentamientos existentes en la España de 1936, adopta una «perspectiva política» en sentido amplio, que incluye sus dimensiones sociales, representaciones y atribución de significados. Desde esa óptica, los conflictos y episodios violentos no serían el correlato de ninguna situación de desorden, anarquía y debilidad del Estado. La conflictividad era más bien el resultado de la gran oportunidad que se abrió con la victoria del Frente Popular para todo tipo de movilizaciones y presencia colectiva en la calle orientadas en su mayoría a demandar del nuevo gobierno derechos y reformas. Y la violencia era, sobre todo, consecuencia de la irrupción de elementos externos a la movilización pacífica, entre los cuales el más lesivo eran las propias fuerzas de orden público.38 Y, para terminar, atendiendo a una mirada pluridisciplinar es también como se ha acometido una sistemática investigación sobre la violencia en el quinquenio republicano. Lejos de minimizar los enfrentamientos habidos durante el período, su autor subraya la existencia de una aguda conflictividad multisectorial vinculada no sólo a la lucha político-ideológica de ámbito nacional, sino también a distintos terrenos sociales, laborales y simbólicos en marcos a menudo locales, 36

Souto (2004), una de las obras capitales sobre la Segunda República aparecidas en la pasada década. 37 Sánchez Pérez (2007) (2008), así como su contribución a este mismo volumen. Sobre el Frente Popular francés, desde la perspectiva de la «centralidad perdida de la historia obrera», puede utilizarse el reciente volumen de Prost (2006) y, en particular para las huelgas de junio de 1936, pp. 71-103. 38 Cruz (2006a) (2006b), autor que también compendia sus argumentos en un capítulo del presente libro. ~ 183 ~

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y trata de explicar las claves de sus episodios violentos. De este modo, se subraya que esos episodios tuvieron un efecto no tanto polarizador cuanto disgregador de la acción colectiva y de las alianzas políticas, y que se nutrían tanto de las estructuras de oportunidades como de sub-culturas políticas de tipo violento. Se presenta como balance de la primavera del 36 un indudable «recrudecimiento» de la conflictividad y la violencia de origen socio-laboral, una sonora incapacidad estatal para controlar a los crecientes poderes locales y milicias de tipo popular y, como resultado, un grave «deterioro del orden público». Y se concluye que todo ello no conformaba una situación revolucionaria sensu stricto que abocara a la guerra y que a pesar de todo la salida armada nunca se habría producido sin la irrupción del «corporativismo subversivo militar» en la conspiración que dio lugar a la sublevación del 17 de julio, pero que, una vez desencadenada la guerra, su terrible alcance no puede comprenderse sin atender a las pautas de comportamiento violento de sus vísperas.39 Así las cosas, es posible que lo referido a la conflictividad y la violencia se esté convirtiendo o se convierta en los años venideros en un terreno privilegiado de renovación sobre los estudios sobre la Segunda República y su tracto final. Y es que no sólo concentra nuevas investigaciones que hacen de él uno de los más atendidos por la literatura histórica, algo en sí mismo poco novedoso. Ocurre asimismo que esas investigaciones vienen acompañadas de enfoques innovadores y que, con todo esto, este tema está adquiriendo los contornos de un espacio de debate entre historiadores de distintas tradiciones, en particular los de los dos últimos grupos a los que se acaba de hacer referencia. Y tratándose de una cuestión tan central en los análisis y representaciones del período conocido como del Frente Popular, lo que haya o pueda haber de tal debate y diálogo lo será en suma sobre el conjunto de la latitud histórica que son esos primeros seis meses desde la campaña electoral de principios de 1936 hasta que una tarde a mediados de julio todo comenzara a saltar por los aires. Como la investigación y libros de los historiadores están dejando cada vez más asentado, España no quedaba, no podía quedar al margen de la profunda crisis social, política y de legitimidad que definió el período de entreguerras (1918-1939). Semejante crisis incluía el auge y asimilación de los discursos, ideologías y prácticas de la violencia, la exportación de categorías e instrumentos de la esfera militar a la política y un generalizado proceso de lo que Charles 39

González Calleja (2003), (2005a), (2005b), (2006), (2007), (2008), (2009). ~ 184 ~

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Maier llamó hace tiempo corporativización de las sociedades y economías europeas. Como resultado de esa crisis, recorrían Europa un profundo cuestionamiento de las formas parlamentarias propias de la democracia liberal del momento y la fe en proyectos de organización social y modos políticos alternativos y en ocasiones radicalmente diferentes. Desde luego, España no era el país mejor provisto de vacunas ante tales amenazas. Arrastraba desde el siglo XIX una tradición de intervencionismo armado en la política e incluso de guerra civil, la cual, «abierta o en estado latente, constituyó la espina dorsal» de esa centuria. La modernización económica y social y la crisis del Estado liberal habían añadido a ello en el primer tercio del XX una creciente conflictividad social y fenómenos concretos como el resurgir de un violento pretorianismo, la militarización del orden público, el redimensionamiento de sub-culturas políticas con componentes excluyentes o la pervivencia de dos grandes centrales y tradiciones sindicales opuestas.40 Y se podrá o no concluir que lo anterior reflejaba la ausencia en nuestro país de una cultura liberal-parlamentaria y de una mínima «lealtad sistémica», sustituidas aquí por una particular «cultura de guerra civil» moldeadora de lealtades excluyentes y «levantamientos plebiscitarios».41 Pero lo que permite menos discusión es que, en el contexto además de un proceso de democratización acelerada como el de la República en general y 1936 en particular, todo ello delineó un escenario cuya gravedad sólo podría soslayarse con buenas dosis de ingenuidad o desconocimiento. Porque ingenuo sería en efecto cargar todas las responsabilidades, obstáculos, errores y «déficits democráticos» —al menos a partir del sentido que daríamos hoy al término— a un solo sector del arco político o a los extremos de los dos. Simplificador sería igualmente minusvalorar tanto el grado de los conflictos y fracturas del momento —y sin cuya existencia difícilmente sería explicable la hondura y densidad de la Guerra Civil y de las violencias que albergó desde sus mismos albores— cuanto el hecho de que un enfrentamiento armado se dibujaba como uno de los escenarios posibles en el horizonte.42 Y, desde luego, no lo sería menos considerar que, cuando los espadones rebeldes se levantaron en Melilla el 17 de julio o cuando la insurrección se extendió a la península desde el día siguiente, se produjo un apocalipsis que cambió completamente la faz del país y 40 Juliá (dir.) (2000), González Calleja (1998) y (1999). El entrecomillado, en Canal (2004), p. 47, y la referencia a Maier, en Maier (1988). 41 Ucelay-Da Cal (1995) y (2004). 42 V. gr. Del Rey (2007) y Ranzato (2006).

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de sus habitantes y que poseyó a éstos una súbita locura que nada tenía que ver con todo lo anterior. Ahora bien, no es menos cierto, por más que sea obvio, que distaba de ser el único escenario posible. En primer lugar, y como muestra precisamente la mirada a los países de nuestro entorno, la generalizada crisis del período de entreguerras estaba lejos de conjugarse únicamente en español. De hecho, según la reciente formulación de Enzo Traverso, el conjunto del período jalonado por las dos guerras mundiales puede ser considerado como toda una «guerra civil europea». Sin embargo, sólo en el caso español esa crisis desembocó en una tan feroz contienda civil iniciada por dinámicas estrictamente internas. En segundo término, eran muchos los actores de todo el arco político y social que, creyéndose en las «vísperas» del cumplimiento de sus profecías y utopías, deseaban un gran cambio de las cosas que llevara más allá o acá de la República de 1936; pero, con la excepción de los generales que planificaron la rebelión, casi nadie contemplaba que todo eso pasase por una guerra o incluso por un proceso revolucionario largo y cruento.43 Y, por último, tenía tal vez razón Indalecio Prieto cuando afirmaba a primeros de mayo de 1936 que un país no podría soportar mucho tiempo la sangría del desorden público y el desgaste del poder. Ahora bien, no conviene olvidar que ni el sentido de esas palabras, ni quien las pronunció, ni el contexto en el que lo hizo eran enteramente neutros. Y, sobre todo, por más que pueda parecer menos sofisticado que otro tipo de explicaciones, conviene asimismo recordar y se impone la obviedad de que, a pesar de todo, todos los demás escenarios estaban abiertos y la República seguía siendo posible hasta que fue atacada a mediados de julio por los únicos que podían hacerla fracasar o, para ser más exactos, derrumbarla y ahogarla en sangre. Por supuesto que remitir como clave última al comportamiento desleal de un sector del Ejército obligaría a preguntarnos por las causas de esa deslealtad y por lo que determinó los distintos grados de apoyo y resistencia a su acción. Pero, en todo caso, eso tiene al menos la virtualidad de remitir el debate y la investigación a territorios más concretos que los que balizan viejos y nuevos tópicos y leyendas de uno u otro color. En ese sentido, la tarea ahora pasa por acabar de arrumbar unos y otras para mostrar que el período que corresponde a la primera mitad del por tantas 43

Mainer (2006), p. 15. Para la referencia a Traverso, véase Traverso (2009).

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razones crucial año 1936 no fue ni un inevitable e imparable descenso a los infiernos ni sólo una arcádica edad de oro de las reformas y la democracia; ni la historia del frustrado vuelo de Ícaro ni la del cruce del Estigia, el río del odio que separaba —o unía— el mundo de los vivos del inframundo de los muertos. Pasa, sobre todo, por consolidar ese período, llamémosle o no Frente Popular, como un tiempo histórico breve pero autónomo y sin nada de punto de no retorno; como una latitud de la historia en la que ésta se aceleró, aunque no necesariamente hacia algún tipo de precipicio, sino en direcciones diversas y aun contradictorias; como, por eso mismo, una suerte de cruce de caminos, pues acaso en ningún otro momento del periplo republicano latió un tan hondo debate sobre qué República y qué democracia se buscaban ni hubo sobre el tapete tanta disparidad de proyectos acerca de las mismas. Y pasa quizá todavía más, en suma, por convertir el estudio de ese período en un fructífero espacio de debate entre diferentes autores y enfoques sobre la historia de la España del momento y acaso sobre el conjunto de los años treinta del siglo pasado. La relevancia del período sugiere que el esfuerzo bien merece la pena. La distancia que media entre las anteriores versiones, imágenes y «memorias» de uno u otro signo, aunque sólo fuera porque estas últimas tienden a adquirir un carácter trascendental, muestra que existe entre unas y otras terreno más que suficiente para tal debate. Y algunos de los últimos desarrollos historiográficos invitan al optimismo sobre esa labor de renovación o revisión del pasado, al menos si entendemos esta última como parte inherente de la actividad de los historiadores al compás de cada presente y del paso de las generaciones. Una vez más, como en definitiva cada vez que se mira el pasado, estaría en juego el ángulo focal de esa mirada. Si se logra evitar lo que Raymond Aron llamara «ilusión retrospectiva de fatalidad», que lleva a considerar lo ocurrido como inevitable, por ejemplo la desembocadura de una República en una atroz guerra civil, ese carácter retrospectivo de la historia no tendría por qué cargarle las cadenas de la determinación y se abre una perspectiva desasosegante pero más fructífera: la de que, dicho ahora en los términos de Paul Ricoeur, si los hechos son incontrovertibles, el sentido de lo acontecido no está fijado de una vez para siempre.44 Y ya que parece evidente que ése es el caso de lo sucedido en la España de 1936, no parece descabellado ni sería mal horizonte el de que, 44

Ricoeur (2000), pp. 496-497.

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