De obispos, reyes, santos y señas en la capilla musical de Venezuela (1532-1804) (by David Coifman Michailos) - Revista de Musicología, vol. 34, núm. 1 (Madrid, 2011), pp. 371-384.

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Descripción

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española del siglo XVI. Los instrumentos musicales en el siglo XVI. Ávila, Fundación Cultural Santa Teresa, 1997, pp. 41-100.

Cristina BORDAS IBÁÑEZ Universidad Complutense de Madrid

COIFMAN MICHAILOS, David. De Obispos, reyes, santos y señas en la historia de la capilla musical de Venezuela (1532-1804). Madrid, Sociedad Española de Musicología, 2010. 716 pp. ISBN: 978-84-8687818-4. Es todavía relativamente poco lo que se conoce sobre la actividad musical en lugares del Nuevo Mundo que, a diferencia de México o Lima, no ocuparon un papel tan destacado en la administración colonial. Una de estas regiones periféricas fue Venezuela, primera zona no insular del inexplorado continente que pisaron los españoles, razón por la cual la llamaron «Tierra Firme». Según testimonios de la época, el indómito territorio no ofrecía el atractivo de otros lugares, pues no tenía metales preciosos y se encontraba expuesto a continuos movimientos sísmicos y a los saqueos de piratas y corsarios; en palabras del gobernador Juan de Meneses era una «provincia trabajosa» donde aún en 1630 no habían podido establecerse seminarios ni colegios «por la cortedad de la tierra». Por ello, no es extraño que, pese al temprano contacto en el tercer viaje de Colón (1498) y a la privilegiada posición geográfica del puerto venezolano de La Guaira durante los siglos XVI al XIX, la historiografía tradicional haya perfilado un panorama de aislamiento y pobreza cultural que se ha perpetuado hasta la actualidad, y al que debió de contribuir, en no poca medida, lo tardío de las primeras obras musicales conservadas, fe-

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chadas desde 1778 en adelante (con la sola excepción de una misa con características barrocas, datable a mediados del siglo XVIII). En 1810 Venezuela se convirtió en el primer país americano en proclamar su independencia de la corona española. Justamente dos siglos después, coincidiendo con la celebración del inicio de las independencias americanas, se publica este estudio del musicólogo venezolano afincado en España David Coifman Michailos, obra ganadora del Concurso de Investigación Musical y Estudios Musicológicos de la Sociedad Española de Musicología en su edición 2008. El trabajo en cuestión tiene su origen en la tesis doctoral del autor que, bajo el título Dialéctica musical de los poderes eclesiásticos durante el obispado de don Mariano Martí (1770-1792) fue presentada en la Universidad Complutense de Madrid en 2006. Con ocasión de su publicación, se ha realizado una completa revisión del texto y se ha añadido una «Primera parte» dedicada a la música eclesiástica entre 1532 (cuando se erigió la primitiva catedral y sede del obispado venezolano en el poblado de Coro) y 1769 (cuando muere el antecesor de Martí en la mitra, Antonio Díez Madroñedo). También incorpora una nueva sección dedicada a la música durante el gobierno eclesiástico del sucesor de Martí (Juan Antonio de la Virgen María y Viana). Ello permite ampliar notablemente el arco temporal de veintidós años propuesto en la tesis para cubrir ahora un extenso periodo que va de 1532 a 1804, año este último en que la Catedral de Caracas fue elevada a sede metropolitana y la influencia del enérgico obispo Martí –personaje articulador del texto en su conjunto– ya se había difuminado. Esta ampliación del marco llevó al autor a introducir en el título la ambigua expresión «capilla musical de

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Venezuela». Aunque en ningún momento se explica el uso del nombre de la diócesis en lugar del de la capital, es posible que tal denominación se deba al establecimiento del obispado en Coro hasta 1636, año en que se trasladó a su ubicación definitiva, Santiago de León de Caracas (nombre completo de la capital venezolana). En todo caso, el nuevo título es reflejo del fuerte peso de las catedrales en la historiografía musicológica hispanoamericana, hasta el punto de identificar unívocamente la capilla de la diócesis de Venezuela con la de su catedral, algo a considerar especialmente en este trabajo, que dedica varios capítulos a instituciones musicales no catedralicias de Caracas y provincia (Oratorio de San Felipe Neri, así como varias parroquias y cofradías con capilla de música). Sirven de complemento indispensable a esta sólida monografía otros dos trabajos anteriores con participación del propio Coifman: la colección de partituras Música Histórica de Venezuela, de la que sólo se ha publicado el primer volumen (ojalá pronto vean la luz los siguientes)1; y los cuatro CDs de la colección Monumenta. La música colonial venezolana, grabados por la Camerata Barroca de Caracas y el Colegium Musicum «Fernando SilvaMorván» bajo la dirección de Isabel Palacios y con transcripciones del autor2. Por tanto, el libro aquí reseñado forma parte de un proyecto más amplio de investigación, rescate y difusión de música hasta ahora desconocida que, en su conjunto, constituye una valiosa contribución al universo musical iberoamericano. El volumen de Coifman no es el primero sobre la música en la Venezuela colonial, que cuenta con notables antecedentes en las contribuciones de Juan Bautista Plaza, recopiladas en un libro póstumo en 19903, la Historia de la músi-

ca en Venezuela de Alberto Calzavara, cuya aportación documental es la más importante antes de Coifman4 y, para el caso concreto de la catedral, la ineludible visión de conjunto que planteó Robert Stevenson como primer artículo catedralicio de su recién fundada InterAmerican Music Review5. Sin embargo, el trabajo de Coifman se desmarca del de sus sucesores por ser el más completo y el más novedoso en cuanto a su enfoque. Además de la amplitud del periodo cronológico propuesto, destaca la utilización de un amplio abanico de archivos y fuentes, en su mayoría ubicadas en Caracas. Junto a la documentación propiamente catedralicia (localizada en el correspondiente archivo), Coifman escudriñó información de interés musical en otros repositorios eclesiásticos (Archivo Arquidiocesano de Caracas, archivos parroquiales de Altagracia y Santa Rosalía) y civiles (Archivo General de la Nación, Archivo Audiovisual de la Biblioteca Nacional de Venezuela, Fundación Vicente Emilio Sojo, Archivos Históricos de la Academia Nacional de la Historia, del Cabildo Metropolitano de Caracas, de la Asociación Venezolana «Amigos del Arte Colonial», de la Universidad Central de Venezuela). Con todo, quizá la aportación más significativa desde el punto de vista documental consiste en la revisión sistemática de los casi mil legajos de la sección Audiencia de Caracas conservados en el Archivo General de Indias de Sevilla; hasta donde conozco, estamos ante el primer trabajo publicado que utiliza completa y metódicamente el amplio corpus documental de una audiencia americana con fines musicológicos. Las citas al acervo hispalense salpican todo el volumen y le permiten tratar temas cruciales para el autor que están ausentes en la documentación depositada en Caracas y que, de otra forma, hubiesen

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pasado desapercibidos. Otro de los archivos españoles visitados fue el Archivo de la Naval de Madrid, un acervo históricomilitar que contiene información relevante sobre los virreinatos americanos. Coifman utiliza este enorme caudal documental para ilustrar la historia musical en la provincia española de Venezuela durante el periodo estudiado, pero no como un simple recuento informativo, sino «como metáfora de las crisis políticas, económicas, sociales, eclesiástica y culturales vividas durante la fundación, desarrollo y conformación nacional del país latinoamericano» (p. 32). Este análisis de la capilla venezolana a la luz de la pugna ideológica por el control del culto y la música eclesiástica sostenida entre obispo, cabildo catedralicio y gobernador civil, radicalizada en tiempos de Mariano Martí, ocupa un papel central. Se trata de una línea de trabajo a desarrollar en el futuro en otros lugares de Hispanoamérica, donde parece que obispos y arzobispos tuvieron una mayor influencia en la práctica musical que en la Península, haciendo del sonido un instrumento más de su gobierno catedralicio. I. La obra se inicia con una Justificación, donde el autor explica su aproximación al tema, los antecedentes más reseñables, las principales fuentes y algunas precisiones metodológicas, y va seguida de una Introducción de carácter histórico. El trabajo en sí se estructura en dos partes asimétricas de dos y seis capítulos, respectivamente, más una sección independiente, a modo de colofón, que el autor denomina enigmáticamente «Historia comarcal». El texto se complementa con un apéndice que presenta la transcripción de diez documentos de diversa naturaleza (gastos por la reparación del órgano, inventarios, un testamento, reales cédulas, informes) y dos

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cuadros (uno con información musical en libros de cuentas y otro con los maestros de capilla, organistas y bajoneros de la catedral caraqueña durante el periodo estudiado); por ello, sorprende un tanto encontrar la transcripción del inventario musical de 1806 al inicio del volumen, entre la Justificación y la Introducción (pp. 39-40), y no en este apéndice. «La música eclesiástica en el desarrollo y asentamiento ‘indianista’ del obispado de Venezuela (1532-1769)» es el título de la primera parte, que contempla dos capítulos. El primero de ellos trata de la primera capilla musical establecida en la Catedral de Coro entre 1532 y 1636, institución que, como las restantes catedrales hispanoamericanas, se inició con una real cédula de erección que establecía la Catedral de Sevilla como modelo litúrgico y ceremonial. La información musical disponible sobre este periodo es fragmentaria y tardía si la comparamos con otras catedrales del Nuevo Mundo: el cargo de sochantre no se creó hasta 1581 y no hay referencias a maestros de capilla ni a polifonía hasta 1613, lo que sugiere –sorprendentemente– que durante todo el siglo XVI la práctica musical venezolana se limitó al canto llano. De la documentación capitular se deduce que hacia 1610 ya existía una modesta capilla de música, si bien no será hasta 1640 cuando el Cabildo dote oficialmente el cargo de maestro de capilla en la persona del cantor Juan de Hedel, «catalán gran músico», quien seguramente vendría ejerciendo esa función de manera oficiosa desde años antes. Ello permite retrotraer en tres décadas el nombramiento en 1671 del, hasta ahora, considerado primer maestro de capilla catedralicio, el fraile Gonzalo Cordero. Son los años del traslado de la diócesis venezolana a Caracas, siguiendo así los pasos de otras sedes episcopales llevadas a ciuda-

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des más convenientes (de Tlaxcala a Puebla, de Pátzcuaro a Valladolid de Michoacán –ambas en México–, o de Trujillo o Comayagua –Honduras–) y la creación de una Cátedra de Música en el Seminario de Santa Rosa de Lima ocupada por el maestro catedralicio, lo que recuerda la práctica de la Universidad de Salamanca. A partir de esta época las actas capitulares registran las habituales noticias musicales (contratación de nuevos músicos, despedida o muerte de los existentes, aumentos de salario, etc.), aunque con dos quejas constantes y relacionadas: la falta de asistencia y la poca solemnidad musical de las ceremonias. Coifman no da noticias sobre la conservación de libros de polifonía y tan solo el inventario de 1806 recoge algunos cuadernos con obras a cuatro sin autoría; el clima venezolano parece haber sido el responsable de la pérdida de los libros de música, algunos de los cuales fueron puestos a la venta en 1789 por estarse picando6. Una especial atención merece para el autor el estudio de la música en las Constituciones Sinodales del Obispado de Venezuela (1687), donde se establece la presencia de tres cantores libres de tributo y un sacristán con funciones análogas a las de un maestro de capilla en pueblos de cien indios o más, así como una prohibición expresa de «chanzonetas profanas, picantes ni ridículas, ni que se hagan danzas ni se representen loas». El siglo se cierra con una noticia de interés, que confirma la presencia –también en Caracas– de dos ministriles indígenas en la capilla catedralicia, uno de los cuales –a tenor del orgulloso testimonio del obispo Baños y Sotomayor– «compite con cualquier maestro de capilla, no habiendo instrumento que de por sí, sin habérselo enseñado, no toque». Para la narración de acontecimientos entre el periodo 1702-

1768, que ocupan el segundo capítulo de la primera parte, se sigue una división por obispos, frente a la tradicional división por maestros de capilla. De este periodo datan las Reglas de coro (1728) que actualizaron la información musical contenida en las Constituciones Sinodales (1687) y que fijaron el número y salarios de los ministros músicos: maestro de capilla, organista, tres cantores y bajonero. Es característica de la catedral caraqueña la continua mención a estas disposiciones legales y su rigurosa aplicación hasta 1789 cuando, tras reiteradas peticiones, el Consejo de Indias aprobó el aumento del número de músicos de erección. El primer capítulo de la segunda parte se centra en la presentación del controvertido prelado tarraconense Mariano Martí, quien desde su llegada a Caracas en 1770 manifestó gran interés por mejorar las infraestructuras eclesiásticas, solemnizar los servicios litúrgicos e impulsar el esplendor musical de las ceremonias, tanto en la catedral como en las iglesias del obispado. Sin embargo, su poderosa personalidad le llevó a entablar sonadas disputas con los principales poderes de la ciudad. La primera de ellas tuvo lugar poco después de su toma de posesión, cuando con entusiasta aprobación encargó al artífice Matías Fonte del Castillo la restauración o sustitución del deteriorado órgano. Este asunto ocasionó un agrio litio entre el nuevo obispo, el cabildo catedralicio y la principal autoridad civil de la provincia, el gobernador y capitán general José Carlos de Agüero. Por un lado, Fonte del Castillo se excedió del presupuesto acordado y el resultado final de su intervención dejó insatisfechos a todos. Por otro, en virtud del Real Patronato el gobernador civil actuaba como vicepatrono regio, lo que suponía que tenía acceso a las Actas de

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Cabildo y que todos los pagos del Cabildo eclesiástico que superasen los cien pesos tenían que contar con su autorización. Ello significaba una intolerable intromisión para Martí, quien en varias ocasiones actuó con menosprecio hacia el gobernador y su propio Cabildo; el asunto llegó al Consejo de Indias, que tomó partido por el gobernador y limitó las aspiraciones absolutistas del alto prelado. El órgano será el punto de partida de una turbulenta relación entre obispo y cabildo que continuó poco después con otro asunto de capital importancia: el modo de interpretar el canto llano. La tradición inmemorial de la catedral caraqueña consistía en cantar los versos de los salmos de forma alternatim entre el canto llano y la capilla de música, pero el nuevo prelado, basándose en la práctica de otras iglesias de España y las Indias, propuso que fuese el organista quien interpretase las partes en canto llano, evitando así «el atropellamiento del recitado» que se usaba en Caracas. La sugerencia del obispo fue educadamente desestimada por el Cabildo, quien impuso su criterio «por la fuerza que en estos puntos tiene la costumbre». Más allá de esta polémica, reflejo de discordias internas dentro del Cabildo, la propuesta de Martí evidencia la activa intervención de algunos obispos en materia musical y la existencia de una rica variedad de prácticas musicales en la interpretación del canto llano de las catedrales. El segundo capítulo se adentra en la visita pastoral que el obispo Martí realizó por la diócesis durante trece años (1771-1784), y en la que se incluyen importantes referencias a la práctica musical de buena parte de las aproximadamente 350 villas y pueblos que recorrió. Coifman esboza el itinerario de la visita pastoral de Martí y se detiene en la descripción de las iglesias, sus coros y sus

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instrumentos musicales, con atención preferente a los cuarenta y dos órganos por él vistos. Son también numerosas las noticias sobre villancicos, bailes, saraos y fandangos interpretados en rosarios, matrimonios, velorios y carreras de gallos, actividades que eran censuradas por Martí con su característico estilo aforístico. Se exponen aquí varios casos de estudio de sumo interés, como el del organista negro Juan Faustino Miranda Cienfuegos, músico de la parroquia del pueblo de San Sebastián de los Reyes que estuvo involucrado en un asesinato pero que, sin embargo, disfrutaba de inmunidad eclesiástica por su extraordinaria habilidad y por la «necesidad y utilidad de aquella iglesia»; o el del indígena José Gabriel Caguabo, cantor, arpista, violinista y vihuelista en la parroquia de San Ana de Paraguaná, primer músico indígena –según Coifman– en ser contratado por una iglesia venezolana en 1773. Del panorama esbozado por el obispo Martí se deduce la existencia de pocos músicos religiosos cualificados en provincias, lo que obligó a que personas seglares e incluso pardos contasen con autorización para cantar en los coros de los pueblos de indios, una práctica que se instauró también la propia catedral. El interés de las visitas pastorales, ya conocido en el medio musicológico hispanoamericano gracias a la excepcional crónica Trujillo del Perú del obispo Baltasar Jaime Martínez de Compañón, encuentra en la Relación y testimonio del obispo Martí una nueva fuente de incalculable valor para el estudio de la vida musical en las parroquias rurales venezolanas. Los cuatro capítulos siguientes se centran en la actividad musical de dos instituciones caraqueñas en el último tercio del siglo XVIII: el Oratorio de San Felipe Neri (capítulos 3 y 5) y la Catedral (capítulos 4 y 6). El primero de los capí-

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tulos dedicados al Oratorio detalla la larga y compleja historia fundacional de esta institución, que llevó a su máximo impulsor, el músico y presbítero Pedro Palacios y Sojo, a realizar un viaje a Roma entre abril de 1769 y noviembre de 1770 con el único objetivo de obtener personalmente ante Clemente XIV la bula papal que autorizase la fundación de su establecimiento. La erección del Oratorio sirvió para que el obispo Martí, a través de su representante legal en el Oratorio el provisor Gabriel José Lindo, entablase una nueva polémica ante los deseos del joven Palacios, que pretendía usar como modelo las constituciones del Oratorio de Santa María in Vallicella de Roma, lo que equivalía en la práctica a que la nueva institución quedaba al margen de la jurisdicción episcopal. Al igual que las trifulcas ocasionadas por el órgano y la interpretación del canto llano, el asunto de la fundación fue elevado al Consejo de Indias y requirió la intercesión del monarca, quien de nuevo rebajó las ambiciones despóticas del díscolo Martí y reconoció la legítima aspiración de Palacios al reclamar independencia jurídica y económica para los oratonianos, quienes regían –además del Oratorio de San Felipe Neri en Caracas– otros dos establecimientos en provincias, el de San María Magdalena en San Antonio y el de San Diego en Chacao. Al final, el obispo no tuvo más remedio que autorizar la erección del Oratorio y nombrar a Palacios como Prefecto de Música. Coifman duda sobre la verdadera función musical de Palacios en el Oratorio (compositor, intérprete o suministrador de repertorio) y, en esta discusión, resulta sugerente el análisis de un retrato de Palacios realizado en Roma en 1770 con las constituciones del Oratorio; por la posición forzada de la mano, Coifman piensa que el presbítero podría estar sos-

teniendo idealmente un arco de violín o violonchelo. De lo que no cabe duda es de que Palacios era considerado la autoridad musical de Caracas (como así lo demuestran las varias ocasiones en que el cabildo catedralicio solicitó su opinión) y que dedicó sus propios recursos a promover una intensa actividad musical en el seno del Oratorio, lo que confiere a esta institución religiosa un perfil de patronazgo privado nada común en el contexto hispanoamericano. Coifman dedica amplias secciones a la vida y el repertorio musical del Oratorio, compuesto en su mayor parte por músicos pardos, sin duda uno de los grandes atractivos que presenta el estudio de esta institución. Resulta particularmente interesante la transferencia al Oratorio caraqueño de una costumbre musical de la congregación romana de San Felipe Neri que alcanzó gran importancia y arraigo en Venezuela, como fue la composición e interpretación de oratorios con música el Domingo, Lunes y Martes de Carnaval. Aunque sólo se ha conservado la música del oratorio parvo Suspiros amorosos de una alma arrepentida a los pies de Jesús crucificado (ca. 1777-78), de probable atribución a Pedro Palacios y Sojo, la referencia al cultivo de este género musical en Latinoamérica no es frecuente. Coifman articula su exposición a través de una serie de compositores vinculados al Oratorio, de los que actualiza su biografía –corrigiendo errores– y analiza una muestra de su obra («Referentes musicales») en relación con los estilos europeos contemporáneos. Dedica una extensa sección a José Antonio Caro de Boesi (1758-¿1814?), hijo de un esclavo arpista, y compositor de talento con quien se produce el tránsito desde la tradición barroca hacia la nueva estética clásica, símbolo de la Ilustración musical en Venezuela7. Otro importante músico

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venezolano relacionado con el oratorio fue Juan Bautista Olivares (1765-1798), mulato de gran inteligencia natural combinada con una elevada instrucción, cuya piel oscura no sólo le impidió ordenarse y estudiar en la Universidad de Caracas, sino que le costó la extradición y el encarcelamiento en el calabozo de Cádiz durante casi un año (1795-96). Olivares obtuvo la libertad tras exponer en un conmovedor escrito las motivaciones reales de su encarcelamiento: su condición racial y la veneración que le profesaban otros pardos, lo que lo convertía en enemigo público de las autoridades eclesiásticas (el fiscal de Caracas alertó al provisor de la peligrosidad de Olivares: «los de su clase lo veneran como oráculo, y tienen formado el concepto de sabio y justo porque posee una numerosa librería […] que se le registre hasta la comida y no permita por título alguno tinta ni papel»). La documentación generada por el presidio da noticia de un incidente con el cura de la Catedral, que encargó a Olivares la composición de una obra, «y habiéndolo ejecutado así y pedídole el importe del trabajo, le pareció mucho y dijo que los músicos eran unos ladronazos». La increíble historia de vida de Olivares es un fiel reflejo de las crecientes reivindicaciones de pardos y negros antes las injusticias y abusos de la clase gobernante. A través del análisis musical del repertorio musical Coifman no sólo traza una evolución estilística que comienza con José Antonio Caro de Boesi, continúa con José María Mendibles Isaza y Juan Manuel Olivares y alcanza su culmen con José Ángel Lamas, sino que también vislumbra en la propia música los conflictos de las autoridades eclesiásticas8. Así ocurre, por ejemplo, con el interludio instrumental del Sacris solemniis de Caro, primera obra instrumental conservada en Venezuela que Coifman

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interpreta como una «metáfora del ideal de poder que el obispo Martí solicitó a su llegada a la provincia con su expresa contratación de los músicos [instrumentistas] foráneos», reduciendo la importancia de las voces, es decir, los ministros de erección. Vistos globalmente, los dos capítulos dedicados al Oratorio de San Felipe Neri constituyen una destacada aportación a la infraestructura institucional del patronazgo musical, arrojando luz sobre un nuevo tipo de institución que se añade a las ya conocidas. Los dos capítulos dedicados a la música catedralicia siguen una ordenación esencialmente cronológica, organizando la información en torno a temas y/o disputas de las distintas facciones en contienda. Se registran aquí algunas de las singularidades en el funcionamiento institucional de la Catedral de Caracas. La capilla de música era de reducidas dimensiones (en 1773 sólo había siete músicos: maestro de capilla, organista, ayudante de organista, tres cantores y un bajonero), de ahí que los escasos músicos desempeñasen varias plazas y que, consiguientemente, los resultados artísticos no fuesen los esperados por el Cabildo, quien se quejaba abiertamente de que la incompetencia de la capilla «se ha hecho muy notable hasta del pueblo». El cabildo caraqueño estableció escrupulosamente varias categorías de músicos con un régimen laboral y económico distinto: músicos de erección (legitimados por la bula de erección de 1532: chantre, organista y mozos de coro); de aumento o extra-erección (legitimados por las Constituciones Sinodales de 1687 y ratificados por Carlos II en 1698: maestro de capilla, tres cantores y bajonero, sumados a los de erección); foráneos (son los músicos contratados de manera permanente por la capilla durante el tiempo de Martí: violines, violón, dos oboes o flautas, dos

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trompas y varios cantores –tenor y bajo– ); y extraordinarios (contratados en las festividades de mayor importancia como refuerzo). Esta atípica división generó un sistema laboral y financiero también peculiar. Frente a la norma establecida en la mayor parte de las catedrales, según la cual los músicos cobran del ramo de fábrica, en Caracas la fábrica sólo pagaba en dos pagos anuales («medianías») a los músicos de erección y aumento (excepto el sochantre y teniente de sochantre, que cobraban de la mesa capitular), mientras que los foráneos y extraordinarios cobraban mensualmente de la mesa capitular, generándose un desequilibrio que favorecía a los segundos. Obispo y Cabildo pugnaron por el control sobre los despidos, nombramientos y salarios de los músicos, resolviendo que el primero nombrase a los músicos de erección, mientras que el segundo hiciese lo propio con los restantes. Todo ello constituye un buen ejemplo de la variedad de soluciones institucionales adoptadas localmente por los distintos cabildos catedralicios, derivadas de un conjunto de circunstancias únicas y propias. Otra particularidad de la catedral caraqueña consistía en su dependencia del exterior en términos de repertorio. De la carencia de un corpus amplio compuesto por los maestros de capilla locales da cuenta un voluminoso pedido de obras musicales a la corte de Madrid en 1790. El listado incluía 336 piezas para gran cantidad de funciones y plantillas, con un claro predominio de música vocal (tanto en latín como en castellano), aunque también se incluían más de medio centenar de obras instrumentales entre sinfonías, dúos, tríos, cuartetos, quintetos, sextetos, conciertos y sonatas para órgano. Como el pedido nunca llegó a causa de la negligencia del mayordomo de fábrica, el Cabildo acordó ad-

quirir música compuesta por músicos pardos vinculados al Oratorio de San Felipe Neri. Compositores como Caro de Boesi, Olivares o Velásquez compusieron lotes de obras adaptadas a la plantilla de la capilla catedralicia que se interpretaron en festividades de la máxima solemnidad como las exequias de Carlos III o la proclamación real de Carlos IV. En la práctica todo ello supuso un reconocimiento público a la labor desarrollada por estos compositores mulatos, que hicieron de la música no sólo un medio de subsistencia, sino también una forma de legitimación y reconocimiento público de la élite criolla gobernante. Estos años coincidieron con el nombramiento de un maestro de capilla catedralicio mulato, José de la Trinidad Espinoza en 1791, una situación impensable en otras catedrales del Nuevo Mundo como la de México, que justo ese año hizo traer expresamente de Madrid y bajo contrato a un maestro de capilla y tres cantores9. En la «Historia comarcal» que cierra el volumen destaca un caso singular de niña prodigio en el contexto hispanoamericano, el de la joven María de la Concepción Patiño, intérprete de pianoforte de gran talento que viajó a México –donde tocó ante los virreyes– y Guatemala, y a punto estuvo de ser enviada a Madrid como intérprete de cámara de la reina de España en 1796. Una completa bibliografía con casi todo lo publicado sobre música colonial venezolana incorpora obras aparecidas con posterioridad a 2006, lo que es indicativo del esfuerzo de actualización realizado por el autor con vistas a su publicación. II. Son muchas las excelencias de esta monografía, que viene a llenar un importante vacío en la historiografía musicológica latinoamericana. Una de las más reseñables es la original interpretación de los textos. A lo largo de su estu-

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dio Coifman demuestra unas inusuales dotes para el retrato psicológico y acomete un perspicaz análisis crítico de variada documentación administrativa (cédulas, informes, correspondencia privada, etc.) para entrever las tensiones y conflictos subyacentes. Su detallado seguimiento de los procesos y diatribas políticas, personales y emocionales de los humanizados protagonistas, en especial del beligerante prelado Martí, así como las coloridas anécdotas que salpican la lectura, dan un toque refrescante de novela histórica a algunos fragmentos del texto, algo bienvenido en el quehacer musicológico catedralicio, caracterizado por unos procedimientos estandarizados y una prosa encorsetada. Especialmente valiosa es la información sobre la circulación de música, músicos, libros litúrgicos e instrumentos musicales en la Venezuela colonial, lo cual rebate la tesis tradicional de aislamiento musical. Gracias a Coifman conocemos la existencia de dos nuevos referentes litúrgicos seguidos en Caracas: el Manuale Sacrarum Caeremoniarum iuxta Ritum Sanctae Romanae Ecclesiae (París, 1637) del benedictino francés Michael Bauldry –no todas las prácticas litúrgicas eran peninsulares–, y el Ceremonial según las Reglas del Misal Romano (Salamanca, 1753) de Alejandro Zuazo, maestro de ceremonias de la Catedral de Zamora. En lo relativo a la circulación de músicos, desarrollaron su carrera en Venezuela los organeros parisinos Claudio Febres (o Lefebvre) y Nicolás Bartolomé Clermón (o Clermont); el bajonero Miguel de Cervantes y Román, el luthier Melchor Arévalo Bandame y el organero Matías José Fonte del Castillo, todos ellos procedentes de Canarias; el tenor navarro Juan Manuel Gómez y el sochantre almeriense José Maer, entre otros; se desconoce el nombre del maestro de capilla napolitano que ejercía como maestro de capilla en

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Santo Domingo cuando en 1785 expresó su deseo de pasar a Caracas con el mismo cargo. Entre los envíos de instrumentos desde España, destacan las seis trompas, dieciocho clarinetes y dieciocho pífanos recibidos en Caracas en 1767. Sobre la difusión de libros, tratados y obras de música resultan relevantes las tonadillas de Blas de Laserna conservadas en la Biblioteca Nacional de Venezuela y probablemente interpretadas en la casa que el criollo Joaquín Gedler tenía en el poblado de Guatire; la localización del tratado El porqué de la música (1672) de Andrés Lorente en el testamento del maestro de capilla Francisco Pérez Camacho, fallecido en 1724, o del Arte de canto llano (1761) de Jerónimo Romero de Ávila, racionero de la Catedral de Toledo, como texto base en el Seminario Tridentino de la Pontificia Universidad de Caracas; de este último se enviaron doce ejemplares con destino a Venezuela en 1768. En la biblioteca antes citada se conserva una obertura de Johann Stamitz, quizá propiedad de Juan Manuel Olivares, en tanto que Palacios y Sojo, fundador del Oratorio, recibió de Madrid obras instrumentales de Joseph Haydn e Ignace Pleyel, lo que confirma referencias por otras fuentes a la preferencia venezolana por los géneros instrumentales frente a los vocales (en 1787 el sochantre Ramón Delgado reconocía «la ninguna aplicación que hay en esta ciudad a la música de canto»). Poco después, la Catedral se adhirió a un plan de suscripción de libros de canto llano impresos, probablemente el que puso en funcionamiento el impresor madrileño José Doblado. Todas estas evidencias son un síntoma incontestable de que Caracas estaba al día de las novedades editoriales peninsulares10. Una de las partes más brillantes del texto es la constituida por los análisis musicales, donde Coifman muestra sus

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sólidos fundamentos en la materia y realiza originales contribuciones en un área como el de la música colonial hispanoamericana muy necesitada de este tipo de aproximaciones analíticas. Buena parte de sus análisis están destinados a mostrar las particularidades estilísticas del repertorio venezolano, que Coifman conoce a la perfección después de haber transcrito 150 piezas, aportando fragmentos musicales de 40 de ellas11. Su análisis de la Misa de Requiem (1779) de Caro de Boesi resulta magistral, como verosímil su explicación de la presencia del Benedictus al fin de la obra, que convincentemente relaciona con su uso en visitas pastorales. Su interés por individualizar características específicas de compositores es igualmente valioso: armonía convencional y recurrencia de acordes de tónica y dominante en Osío; movimientos contrarios de la voz grave con movimientos ascendentes de la voz superior, largos ritornelli instrumentales iniciales e intermedios en Caro de Boesi; uso de síncopas y mayor independencia melódica de vientos en Olivares; utilización de una sola idea en los ritornelli iniciales y repetición de semicorcheas en los violines en Mendibles; estilo ambiguo y arcaico de Velásquez, quien dobla los violines en terceras y sextas con propósitos homofónicos, etc. Inteligentemente, Coifman no cae en el tópico narrativo de reivindicar al «héroe injustamente olvidado», sino que se limita a exponer las características del repertorio venezolano para acabar admitiendo la existencia de una «escuela estilística» con base en la producción de Caro de Boesi y caracterizada por la negociación local de las corrientes europeas, adaptadas a un contexto regional de fuertes restricciones en el número de efectivos musicales de las capillas. Como características del idioma venezolano se mencionan una tendencia

a la homofonía, la ausencia casi completa de contrapunto, el uso de la forma ritornello y las plantillas vocales e instrumentales muy reducidas. La existencia de una tradición de copia, recomposición, reinstrumentación y arreglo de este repertorio religioso entre los compositores pardos y su pervivencia a lo largo del siglo XIX es un argumento a favor de la defensa del concepto de «escuela», con todas las salvedades del caso por los contrastes estilísticos entre algunos de sus miembros y, por supuesto, sin ubicar su epicentro en el pueblo de Chacao, Arcadia rural construida románticamente por la historiografía. Pese al loable esfuerzo por presentar un panorama completo de la música catedralicia durante todo el periodo colonial, en la práctica se da un fuerte desequilibro entre el espacio dedicado a los dos siglos y medio anteriores a Martí (1532-1769), cuya extensión no llega a cien páginas, y las casi quinientas páginas centradas en el gobierno de este prelado. Así pues, visto en conjunto el tratamiento de periodo temprano resulta un tanto superficial, aunque meritorio por la escasez de fuentes. Por otro lado, a lo largo del texto se echa en falta una mayor contextualización de Venezuela en un marco más amplio para así situar en perspectiva todos los aspectos discutidos, desde el funcionamiento e infraestructura institucional hasta los relacionados con el estilo musical. Se intuyen –pero nunca se sistematizan– importantes relaciones musicales con el área caribeña, en especial con Puerto Rico y Santo Domingo, de quien Venezuela dependía administrativa y litúrgicamente. Aunque el autor asume que es necesario una investigación sistemática en este terreno, varios ejemplos confirmarían esta relación directa como, por ejemplo, la llegada a Caracas de Juan Téllez, maes-

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tro de capilla en la Catedral de Puerto Rico, o el ofrecimiento de un músico napolitano que ejercía como maestro en Santo Domingo; hacia el lado oeste, los intercambios musicales con el Virreinato de Nueva Granada y su capital Santafé de Bogotá son citados de pasada, pero no desarrollados. En esa misma línea, hubiese sido interesante una indagación en las implicaciones musicales de los movimientos de autoridades eclesiásticas (el caso más claro es el de Juan José Escalona, que fue promovido del obispado de Venezuela al de Michoacán, llevando consigo la copia original de las Reglas de coro de 1728) y de músicos como fray Nicolás Méndez, Pedro Palacios y Sojo y Juan Bautista Olivares, quienes realizaron viajes de ida y vuelta a Europa. ¿Hasta qué punto las estancias en Roma, Madrid, Sevilla y Cádiz de estos músicos pudieron incidir en la práctica y el repertorio musical conocido y/o interpretado en Caracas? Tras su exposición de los estilemas de los maestros mulatos caraqueños queda la duda de si son singularmente venezolanos, o ampliamente compartidos con contemporáneos cubanos o brasileños. Quizá hubiese sido beneficiosa aquí una mirada contextual a otras latitudes y la consulta de autores que, aunque no hayan trabajado directamente sobre fuentes venezolanas, proporcionan discusiones generales sobre algunos de los temas que interesan al autor12. Coifman asume etiquetas estilísticas establecidas por la musicología alemana como Barroco, Preclasicismo, Sturm und Drang, Empfindsamer Stil, galant, Clasicismo y Romanticismo, cuyo trasplante al repertorio venezolano –e hispanoamericano en general– resulta problemático. Así, el autor articula una línea de evolución estilística que va desde el estilo barroco de la misa de Cayetano Carreño (1721-1801) hasta la obra de Caro de

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Boesi (1758-¿1814?), donde atisba una «transición de la conciencia del estilo preclásico «napolitano» hacia la «vienesa» de la Ilustración criolla en Venezuela durante la década de 1780» (p. 437) para culminar en Juan Manuel Olivares y José Ángel Lamas, iniciadores del tránsito al «Romanticismo musical de Venezuela» (pp. 564 y 569). Se echa en falta aquí una reflexión sobre estas categorías, las particularidades de su uso en un contexto por completo ajeno al centroeuropeo y las distintas propuestas de periodizaciones estilísticas del complejo siglo XVIII en el sentido en que han sido formuladas por diversos autores, así como una discusión sobre el estilo galante que el autor menciona aisladamente en dos ocasiones (pp. 487 y 562) y al que, dentro de su variedad estilística, se adscribe buena parte del repertorio discutido13. Otras curiosidades que Coifman apunta pero deja sin desarrollar son la configuración de una idiosincrasia religiosa venezolana en el ritual y la liturgia (p. 93), las tardías referencias documentales a instrumentos como los violines (1750; p. 122) y las trompas (1780; p. 362), a la presencia de la música en las procesiones (1777; p. 344) o la desconcertante ausencia de ciclos de villancicos en Maitines de Navidad hasta 1791, derivadas de la «baja estima litúrgica» por el cultivo de este género (p. 571). Otro aspecto controvertido que hubiera merecido una mayor atención es el relativo a la introducción de elementos rítmicos de la música popular en los géneros cultos. En concreto, resulta insólita la constatación por parte del autor de una «base rítmica de merengue venezolano, ciertamente el más antiguo que se preserva de este género bailable en el país» en el villancico Vamos, hijas de Sión (1810) de José Francisco Velásquez «el joven» (pp. 509 y 616); la posible presencia de elementos

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folklóricos en este repertorio, compuesto mayoritariamente por afro-descendientes –entre los que se cuenta Velásquez– se antoja como una línea de investigación muy fructífera que aquí queda sin explorar. Con todo, el aspecto más problemático del libro radica en la abusiva reproducción de extensos documentos originales a cuerpo de texto, que se traduce en la presencia de memoriales y acuerdos capitulares –con frecuencia completos, en toda su crudeza– en casi todas las páginas. La cita textual resulta prescindible o podría reducirse significativamente en buena parte de los casos, ya que lo sustancial del documento se resume o comenta en prosa y la cita del documental no añade ningún matiz más allá del regusto por la expresión original, lo que genera una duplicación gratuita. Además, aparecen intercalados de forma indiscriminada listas de pagos a músicos en lugares en que se discuten otros asuntos, interrumpiendo la lectura y fragmentando una información que adquiere su verdadera relevancia cuando se analiza desde una perspectiva diacrónica y seriada14. Hubiera sido deseable que la información económica se sistematizase en tablas y se incorporase a los apéndices, lo que también hubiera permitido profundizar en el peculiar sistema de financiación de la música que se desarrolló en Caracas, y que hubiera merecido un tratamiento independiente. Todo ello dificulta la fluidez de la lectura y hace de este libro una monografía de lenta digestión, a lo que tampoco ayuda su extensión (716 pp.) y la ausencia de unas conclusiones que permitan obtener una visión de conjunto. Imbuidos del espíritu de la globalización, cuando hablamos de la música colonial hispanoamericana tendemos a realizar peligrosas generalizaciones; se

extrapolan a la ligera prácticas institucionales y compositivas –como si tuviesen el mismo grado de aceptación en todos los lugares– y anulamos sin querer la multiplicidad caleidoscópica de tradiciones y culturas locales que existieron en el Nuevo Mundo. En este contexto, la obra de Coifman constituye una aportación sobresaliente por tratar un amplio abanico de temas y por desvelar, por primera vez, los matices y singularidades de la música eclesiástica venezolana y sus protagonistas con una perspectiva amplia, que va desde los mecenas a la infraestructura institucional, desde los compositores y los intérpretes al estilo musical, desde la capital hasta las áreas rurales, todo ello como reflejo de los intereses, tensiones y negociaciones de un conflictivo proceso de interacción cultural único en la historia de la música. De las singularidades de la música colonial y de su extraordinario potencial dialéctico ya se han percatado otras tradiciones musicológicas como la anglosajona, que viene realizando significativas contribuciones al estudio de estas tradiciones en los últimos años15. El merecido reconocimiento –por primera vez en la historia del Concurso de la Sociedad Española de Musicología– a un trabajo de temática americana como el de Coifman, así como su posterior publicación, constituyen el reflejo –esperemos no aislado– de una nueva sensibilidad por parte de una musicología española en proceso de redefinición conceptual de sus propios horizontes16. Notas: 1. Música histórica de Venezuela. Período colonial, siglo XVIII. José Antonio Caro de Boesi. Vol. I. David Coifman Michailos (dir.). Caracas, Fundación Vicente Emilio Sojo, 2002. 2. Monumenta. La música colonial venezolana. Vols. I-IV. Camerata Barroca de Caracas y

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Collegium Musicum «Fernando Silva-Morván», Isabel Palacios, dir. Caracas, Fundación Camerata de Caracas y Banco Mercantil, 20072010. 3. PLAZA, Juan Bautista. Temas de cultura musical venezolana. Biografía, análisis y documentación. Caracas, Fundación Vicente Emilio Sojo, 1990. Junto a este volumen, que compila los principales escritos del autor, es necesario señalar la importancia de su antología de doce partituras Archivo de Música Colonial Venezolana. Montevideo, Ministerio de Educación Nacional e Instituto Interamericano de Musicología, 1943. Esta colección puede considerarse la primera edición monumental de música en América Latina en la línea de los Denkmäler alemanes o los Monumentos de la Música Española, que se comenzaron a publicar dos años antes. 4. CALZAVARA, Alberto. Historia de la música en Venezuela. Período hispánico (con referencias al teatro y la danza). Caracas, Fundación Pampero, 1987. 5. STEVENSON, Robert M. «Musical Life in Caracas Cathedral to 1836». Inter-American Music Review, 1, 1 (1978), pp. 29-71. 6. Uno de los escasos polifonistas del siglo XVI citados en fuentes venezolanas es Giovanni Pierluigi da Palestrina, de quien se menciona un libro en un inventario (1766) de Juan Manuel Rodríguez, vecino de La Guaira («un tomo de Palestino maltratado»); véase LEAL, Ildefonso. Libros y bibliotecas en Venezuela colonial: 1633-1767. 2 vols. Caracas, Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 1978, vol. 2, p. 321. Por su cronología es posible que se trate de uno de los ejemplares elaborados en 172829 por Casiano López Navarro, sochantre de la Real Capilla de Madrid, y enviados a distintas catedrales de España y del Nuevo Mundo. 7. Para una explicación del sentido en el que Coifman usa el concepto de Ilustración aplicado a la realidad venezolana, véase su «José Antonio Caro de Boesi (1758-1814?), primer compositor de la Ilustración musical en Venezuela». La música y el Atlántico. Relaciones musicales entre España y Latinoamérica. María Gembero Ustárroz y Emilio Ros-Fábre-

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gas (eds.). Granada, Universidad de Granada, 2007, pp. 415-433, p. 416, nota 5. 8. Un importante antecedente analítico es el trabajo de SANS, Juan Francisco. «Una aproximación analítica a las obras de los compositores de la Escuela de Chacao». Revista Musical de Venezuela, 32-33 (1993), pp. 58-77. 9. Detallo los pormenores de esta contratación en «Consideraciones sobre la trayectoria profesional del músico Antonio Juanas (1762/63-después de 1816)». Cuadernos del Seminario Nacional de Música en la Nueva España y el México Independiente, 2 (2007), pp. 1431; y «Músicos madrileños con destino a la Catedral de México». Cuadernos del Seminario Nacional de Música en la Nueva España y el México Independiente, 3 (2008), pp. 5-14. 10. Véase Actas del Cabildo Eclesiástico de Caracas. Compendio cronológico. Manuel Pérez Vila (ed.). 2 vols. Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1963, vol. 2, pp. 349 y 359. Sobre esta suscripción, véase M ARÍN L ÓPEZ, Javier. «Libros de música para el Nuevo Mundo a finales del siglo XVIII: el proyecto editorial del impresor José Doblado». Orbis Incognitvs. Avisos y Legajos del Nuevo Mundo. Homenaje al Profesor Luis Navarro García. Fernando Navarro Antolín (ed.). 2 vols. Huelva, Universidad de Huelva y Asociación Española de Americanistas, 2008, vol. 2, pp. 137-152. 11. La transcripción completa de 39 de estas piezas aparece en el CD-ROM adjunto a su tesis doctoral. 12. Entre otros, destacan las de SAS ORCHASSAL, Andrés. La Música en la Catedral de Lima durante el Virreinato. 2 vols. Lima, Universidad Nacional de San Carlos y Casa de la Cultura del Perú, 1971-72; BERMÚDEZ, Egberto. Historia de la música en Santafé y Bogotá. Bogotá, Fundación De Música, 2000; ILLARI, Bernardo. Polychoral Culture: Cathedral Music in La Plata (Bolivia), 1680-1730. Ph.D.diss., 4 vols. University of Chicago, 2001; BAKER, Geoffrey. «Indigenous Musicians in the urban Parroquias de Indios of Colonial Cuzco». Il Saggiatore Musicale, 9, 1-2 (2002), pp. 39-79; y VERA, Alejandro. «La capilla musical de Santiago de Chile y sus vínculos con otras instituciones religiosas: nuevas perspectivas y fuentes musicales para su estudio (ca. 1780-ca.

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1860)». Resonancias, 14 (2004), pp. 13-28. En el campo de las ediciones, destaco los nueve volúmenes de la colección Acervo da música brasileira. Restauração e difusão de partituras (Belo Horizonte, Fundação Cultural e Educacional da Arquidiocese de Mariana, 2002-2004), coordinada por Paulo Castagna, y los siete de la que lleva por título Esteban Salas y la capilla de música de la Catedral de Santiago de Cuba (Valladolid, Oficina del Historiador de La Habana, 2001-2006), al cuidado de Miriam Escudero Suástegui. También se echa en falta en la bibliografía final la edición de Roberto Ojeda Tovar y Pedro Chacón Requena Los Motetes de José Francisco Velásquez, El Viejo. Caracas, Fundación Vicente Emilio Sojo, 2006. 13. WEBSTER, James. «The Eighteenth Century as a Music-Historical Period?». Eighteenth-Century Music, 1, 1, (2004), pp. 47-60. La obra clave sobre el estilo galante es el libro de HEARTZ, Daniel. Music in European Capitals. The Galant Style, 1720-1780. Nueva York, Norton, 2003, aparece citada en la bibliografía de Coifman. En este contexto resulta fundamental el trabajo de Drew Edward DAVIES, quien analizó la apropiación del estilo galante por parte de varios compositores activos en Durango, al norte de México; véase su capítulo «Italian Music Refracted: The Reperoire of Local Composers at Durango». The Italianized Frontier: Music at Durango Ca-

thedral, Español Culture, and the Aesthetics of Devotion in Eighteenth-Century New Spain, Ph.D.diss., 4 vols. University of Chicago, 2006, vol. 2, pp. 271-353. 14. Como ejemplo extremo de lo comentado, véanse las pp. 572-580 (donde el texto de propio cuño se reduce a breves interpolaciones en medio de extractos documentales relacionados con el arreglo del órgano en 1775) o las pp. 137-143 (a propósito de los salarios). 15. Véase BAKER, Geoffrey. Imposing Harmony: Music and Society in Colonial Cuzco. Durham, Duke University Press, 2008, así como su discusión posterior en MARÍN LÓPEZ, Javier. «Review Essay». Early Music History, 28 (2009), pp. 285-301; Music and Urban Society in Colonial Latin America. Geoffrey Baker y Tess Knighton (eds.). Cambridge, Cambrige University Press, 2010, que incluye una aportación del propio Coifman; y IRVING, David R.M. Colonial Counterpoint. Music in Early Modern Manila. Nueva York, Oxford University Press, 2010. 16. Esta reseña forma parte de los objetivos del proyecto I+D «Historiografía y Musicología en España» (HAR2008-05145) del Ministerio de Ciencia e Innovación.

Javier MARÍN LÓPEZ Universidad de Jaén

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