De mirar la imagen a vivir la imagen: reflexiones desde la educación expandida (2015)

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Descripción

Biografía Rubén Díaz es licenciado en Comunicación Audiovisual, posgrado en Periodismo Digital y Máster en Comunicación y Cultura por la Universidad de Sevilla. Es profesor en el programa de Comunicación, Nuevos Medios y Periodismo de CIEE. Entre 2003 y 2012 trabajó en ZEMOS98, empresa y colectivo cultural con quienes editó Educación expandida (2012), entre otras publicaciones. Recientemente, ha coeditado el libro Remixing Europe, Migrants, Media, Representation, Imagery (2014), parte de su trabajo para la European Cultural Foundation como editor, investigador y productor cultural independiente. Actualmente realiza su tesis doctoral en la Universidad Pablo de Olavide.

De mirar la imagen a vivir la imagen: reflexiones desde la educación expandida Robert Louis Stevenson (2009), en un librito titulado En defensa de los ociosos, crítico con la obligación de “emprender alguna profesión lucrativa y a esforzarse en ella con bríos cercanos al entusiasmo”, escribe lo siguiente en el último tercio del siglo diecinueve:

Si volvéis la vista a vuestra educación, estoy seguro de que no será de las plenas, intensas e instructivas horas de novillos de las que os arrepintáis; más bien haríais desaparecer algunos de esos mortecinos momentos de clase que pasan entre el sueño y la vigilia. Por mi parte, en mi época asistí a un buen número de clases. (...) aunque no me separaría voluntariamente de tales migajas de ciencia, no les tengo la misma estima que a ciertas rarezas que aprendí en la calle mientras hacía novillos. No es éste el momento de extenderse sobre ese

portentoso lugar de educación, la escuela favorita de Dickens y de Balzac (...) Tampoco el que hace novillos está siempre en la calle; si lo prefiere, puede ir desde los ajardinados barrios de los suburbios, hasta el campo. Puede arrojar algunas lilas al arroyo y fumar inumerables pipas al son del agua contra las piedras. Un pájaro cantará en el matorral. Y puede que, entonces, sea llevado por agradables pensamientos y vea las cosas desde otra perspectiva. Si esto no es educación, entonces ¿qué lo es? (Stevenson, 2009, pp. 17-18)

A finales de la década pasada —junto a los compañeros y compañeras del colectivo ZEMOS98 con los que entonces trabajaba— empezamos a hacernos esta misma pregunta: ¿qué es educación hoy? La aparición de nuevas formas de comunicación, producción y consumo cultural estaba teniendo un efecto cada vez más importante en la forma en la que aprendíamos (y enseñábamos): el tedio de la escuela contrastaba con un nuevo universo de sensibilidades que despertaba un interés que la institución escolar era incapaz de entender, a menudo confundiendo falta de interés o dispersión con desobediencia. Como decía en el documental La escuela expandida (2009) Juan José Muñoz, entonces director de un centro de secundaria donde llevamos a cabo un proyecto que implicó a un grupo de profesores y alumnos con el objetivo de investigar precisamente estas ideas: "la escuela está envejeciendo con su modelo porque quiere que entre por la puerta el alumno de ayer". Especialmente tras la popularización de las redes sociales (“Tuenti, de toda la vida de Dios”, decía uno de los estudiantes en la película mientras explicaba cómo funcionaba esta red social frente a la cámara), estaba teniendo lugar un desfase y un desplazamiento en las relaciones entre la escuela y las prácticas digitales cotidianas. La distancia entre los contenidos y la estructura del currículo educativo con respecto a los gestos, hábitos, estilos y modos de estar juntos

era cada vez más evidente. Frente a este desfase, algunas iniciativas culturales y de los movimientos sociales comenzamos a experimentar con nuevas formas de educación y compartición de saberes que nos reenganchaban al viejo debate de la educación como emancipación. Algunos proyectos que entonces trabajaban en este sentido eran el Banco Común de Conocimientos (del colectivo Platoniq, Barcelona), Casi tengo 18 (Amasté, Bilbao), Interactivos? (Medialab-Prado, Madrid), Transductores (dirigido por Antonio Collados y Javier Rodrigo, ideado por Aulabierta, Granada), Recetas Urbanas (con el arquitecto Santiago Cirugeda a la cabeza), el colectivo Sitesize (Barcelona) y su Quadern pedagògic, FAAQ (Granada), REU08 (del programa UNIA arteypensamiento), Creadores invisibles (Córdoba), la Universidad Nómada, la Casa Invisible (Málaga), LaFundició (Barcelona) o la Fábrica de Sombreros (Sevilla). Estas iniciativas se centraban más en las prácticas y en proyectos concretos que en discutir sobre los discursos pedagógicos. Aunque bebíamos de movimientos antiautoritarios muy ricos y diversos (la escuela moderna de Ferrer i Guàrdia, la conocida como experiencia de Summerhill, la pedagogía de la liberación encabezada por Paulo Freire o la pedagogía freinetista, por nombrar algunos), “la crítica antidisciplinaria y antiinstitucional de la segunda mitad del siglo XX (...) puso bajo sospecha y dejó las preocupaciones pedagógicas en un segundo plano” (Garcés, 2013, p. 85). Antes que debatir sobre modelos pedagógicos, estos experimentos tenían un carácter más práctico. Por un lado, desplazarse desde espacios institucionales educativos más convencionales hacia territorios menos explorados, o más fuera de lugar con respecto a los espacios donde, como Martín Criado definirá el campo escolar, “se ejerce una acción pedagógica intencional y organizada llevada a cabo por agentes especializados” (2010, pp. 193-194). Este desplazamiento desde adentro hacia afuera se explicaba también por la necesidad de buscar respiro más allá de una escuela ahogada por

un proceso de mercantilización y de nueva burocratización que está produciendo una verdadera asfixia sobre el aprendizaje, la creación y el pensamiento. Sólo «se oferta» aquello que puede ser evaluado positivamente, sólo se enseña lo que tiene suficiente demanda, sólo se escribe lo que puede obtener el correspondiente índice de impacto, sólo se crea lo que el mercado acoge (Garcés, 2013, p. 86)

Por otro lado, existía la urgencia de incorporar otras formas de hacer que tenían que ver con una serie de transformaciones sociales en parte impulsadas por el cambio tecnológico, la cultura digital y la convergencia mediática. En este contexto, usando el lema de que la educación puede suceder en cualquier momento y en cualquier lugar, comenzamos a dar forma a una idea que, a pesar de su ambigüedad, consideramos más oportuna que problemática: la educación expandida. Conceptualizamos la idea con una serie de imágenes donde un pupitre ocupaba un lugar central en mitad de paisajes donde aprender parecía, cuando menos, insólito o insospechado:

Para describir la incompatibilidad de las cosas que no tienen predeterminado su lugar solemos usar la expresión fuera de lugar. En el día a día nos enfrentamos continuamente a situaciones fuera de lugar, momentos en los que uno no sabe cómo comportarse, bien porque no conoce los protocolos o bien porque no se está de acuerdo con ellos. Lo fuera de lugar es un espacio extraño, anómalo, imprevisible, “un lugar desparramado”, no acotado ni clasificable y, en consecuencia, una extensión fuera de control. Si el adentro constituye la regla (lo que somos); el afuera es lo excepcional (lo que podemos ser). Expandirnos hacia

el afuera es negociar el conflicto entre lo que somos y lo que podemos ser. El afuera podría ser un espacio en el que contemos y seamos tenidos en cuenta, no en función de quiénes somos, sino de lo que (nos) ocurre. El requisito para habitar el afuera (...) excluye el ser, excluye el estar. Habitar el afuera exige el verbo suceder. (Díaz López, 2011, p. 52).

Hablar de educación expandida era pensar la educación como algo ordinario: “el proceso mediante el cual se dota a los miembros ordinarios de la sociedad de la totalidad de los significados y las destrezas comunes que les permitirán enmendar dichos significados a la luz de su experiencia personal y compartida. Si partimos de ahí, podremos desembarazarnos de las restricciones que siguen vigentes y realizar los cambios necesarios” (Williams, 1989). Las restricciones de las que hablaba Raymond Williams en su texto de hace ya más de cincuenta años eran que la educación fuera concebida como “un periodo de formación para el puesto de trabajo, (...) para hacer ciudadanos útiles (esto es, que se amolden a este sistema)”. Un punto de partida similar al ensayo de Stevenson. En la segunda mitad del siglo veinte, ante la institucionalización de la educación como “fábrica de los individuos productoresconsumidores de la sociedad capitalista”, va a tomar forma una idea del sistema escolar que Illich (1975) denominaría el Mito de Consumo Sin Fin:

Este mito moderno se funda en la creencia de que el proceso produce inevitablemente algo de valor y que, por consiguiente, la producción produce necesariamente demanda. La escuela nos enseña que la instrucción produce aprendizaje. La existencia de las escuelas produce la demanda de escolaridad. Una vez que hemos aprendido a necesitar la escuela, todas nuestras actividades

tienden a tomar forma de unas relaciones de clientes respecto de otras instituciones especializadas. Una vez que se ha desacreditado al hombre o a la mujer autodidactos, toda actividad no profesional se hace sospechosa.

El año en que empezamos a hablar de educación expandida fue 2009 y, a pesar de pomposos anuncios como el del año Europeo de la Creatividad y la Innovación, empezábamos a tener serias dudas de que los problemas de los más jóvenes (nosotros, entre ellos) se fueran a resolver mediante un mayor empuje al “emprendimiento cultural” y a la “clase creativa” (Florida, 2002). Las consecuencias de la crisis económica iban a evidenciar aún más el azote neoliberal: la precariedad y el desempleo contrastaban con el empuje institucional a la creatividad y la innovación como factores de crecimiento económico (YProductions, 2009). El verdadero cambio tecnológico —el de los laboratorios ciudadanos y la tecnopolítica del 15M, que por fin lograría incluir en la agenda mediática lo que hasta entonces eran prácticas aisladas, “artísticas” y experimentales— aún estaba por hacerse sentir en la esfera pública dominante, y la única certeza que teníamos era descorazonadora: el presagio que Noam Chomsky auguraba en su Aviso al Navegante de 1998:

Si no hacemos nada, Internet y el cable estarán monopolizados dentro de diez o quince años por las megacorporaciones empresariales. La gente no conoce que en sus manos está la posibilidad de disponer de estos instrumentos tecnológicos en vez de dejárselos a las grandes compañías. Para ello, hace falta coordinación entre los grupos que se oponen a esa monopolización, utilizando la tecnología con creatividad, inteligencia e iniciativa para promocionar, por ejemplo, la educación.

En aquel momento, hablar de educación expandida parecía una buena idea y pensábamos que quizás aquel pesimismo chomskiano era producto de un error de cálculo; porque sin duda íbamos a necesitar más de diez o quince años. Apenas habíamos empezado a sentir entusiasmo por tener acceso a nuevas herramientas tecnológicas que estaban transformando nuestra forma de crear, almacenar y transmitir conocimiento. Aunque éramos críticos con la propia tecnología, era absurdo negar que ésta constituya "no sólo un progreso mecánico y ajeno, sino un auténtico servicio a la vida (...) Cualquier descripción de nuestra cultura que explícita o implícitamente niegue el valor de una sociedad industrial es verdaderamente irrelevante; nadie conseguiría ni siquiera en un millón de años que abandonáramos esa energía", escribía también hace medio siglo ya Raymond Williams (1989). En cualquier caso, lo que realmente nos interesaba era que esta transformación afectaba a una cierta sensibilidad, algunos rituales, las relaciones sociales y los modos de estar juntos. En definitiva, afectaba a las formas de sentir, aprender y enseñar con otros. Educación expandida tenía que ver con varias coyunturas que merece la pena enumerar brevemente: (a) las fronteras institucionales y disciplinares eran cada vez más confusas; (b) el acceso universal a la información y a la gran mayoría de productos culturales era cada vez más sencillo (imprescindible aquí el descubrimiento de las tecnologías y redes P2P); y (c) la filosofía del software libre (“la libertad para ejecutar, copiar, distribuir, estudiar, modificar y mejorar...”) cobraba cada vez mayor importancia con respecto a una organización del trabajo en red, que conllevaba, como dirá Platoniq narrando el proceso de La escuela expandida, “saltar intermediarios”. El adjetivo “expandido”, lejos de buscar originalidad en el neologismo, se inspira en el título de un libro publicado en 1970, Expanded cinema, del cineasta,

escritor y crítico norteamericano Gene Youngblood. Expanded cinema rápidamente se convirtió en una obra clásica y pionera en la experimentación con nuevos medios. Este trabajo ha sido continuado por pensadores posteriores como Lev Manovich y sus planteamientos sobre el cine digital. Youngblood introducía otras formas de hacer cine, como el cine cibernético, películas por ordenador, la televisión como un medio creativo o el cine holográfico. El escritor estadounidense presentaba un buen número de experiencias cinematográficas que se podían llevar a cabo si se pensaba en otra cosa que no fuera cine: desbordando los límites de la pantalla y usando tecnologías entonces alternativas como el vídeo o el ordenador. La introducción al libro fue escrita por Richard Buckminster Fuller, un ingeniero y diseñador visionario conocido por lemas como “hacer lo máximo con lo mínimo”, por anticipar el debate en contra de la obsolescencia programada, por su trabajo más conocido, la cúpula geodésica, y por su temprano interés por los ordenadores como herramientas que cambiarían nuestras conciencias y estilos de vida. En esta introducción de Buckminster Fuller al libro de Youngblood aparece varias veces la palabra “educación” al destacar del cine expandido un “comienzo de la nueva era del sistema educativo”. También en los años setenta, desde el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) en Cuernavaca, México, Iván Illich investiga en torno a las instituciones escolares, la energía o los centros de salud; sus tesis “supusieron la crítica más contundente en relación al vuelco del modelo de producción que se operó por parte de las más importantes instancias del capitalismo mundial al inicio de los años setenta” (Igelmo Zaldívar, 2011). Estos años setenta son el marco de las tesis de las teorías de la desescolarización, “una etapa de optimismo y de cierta euforia por los avances científicos, los éxitos de la carrera espacial y el bienestar económico en el primer mundo que dejaba al descubierto una institución escolar que exigía grandes inversiones,

pero que se había quedado desfasada en sus contenidos y en sus métodos; al tiempo, el desarrollo socio-económico ponía al descubierto las limitaciones del reparto equitativo y justicia social de los sistemas capitalistas” (Negrín & Vergara, 2005, p. 127). Las teorías de la desescolarización fueron una serie de planteamientos críticos con la institución escolar que un grupo de autores, muy diferentes entre sí, plantearon en sus escritos durante la década de los setenta, principalmente. Además del caso de Iván Illich y sus obras La sociedad desescolarizada o La convivencialidad, trabajaron en esta línea otros autores como McLuhan (El aula sin muros), Reimer (La escuela ha muerto), Goodman, Coombs, Faure o el movimiento internacional de John Holt. Tanto el libro de Youngblood, como la introducción de Buckminster Fuller o las ideas de Illich comulgan con dos ideas que algunas de estas teorías alumbraron: la euforia por la tecnología y la crítica al progreso;

la industrialización y la era tecnológica han potenciado el supercrecimiento, con la contaminación de todo tipo que le acompaña; la tecnologización de la vida que amenaza la autonomía del hombre; la superprogramación que inhibe la creatividad (…). A todo ello se une la sociedad de consumo a la que ha dado lugar el modo industrial de producción; (…) el consumo ilimitado. En el ámbito educativo también se aplica este principio: a más educación, más saber; a más saber, más educación y así de forma ilimitada: es el mito del progreso ilimitado (Negrín & Vergara, 2005, pp.132-133)

El propio Illich habla de que “los futuristas inspirados en Buckminster Fuller se apoyarían (…) en dispositivos más baratos y exóticos, (…) una tecnología nueva, pero posible, que al parecer nos permitiría hacer más con menos. (…) El futuro depende más

de nuestra elección de instituciones que mantengan una vida de acción y menos de que desarrollemos nuevas ideologías y tecnologías” (Illich, 1975, pp. 73-74). Sin embargo, terminará siendo la escuela la que "demostrando una incapacidad manifiesta para relacionarse con las nuevas herramientas de la red, la encargada de liderar y estructurar la educación necesaria para uso de las tecnología en la sociedad actual” (Igelmo Zaldívar, 2011). Así, decíamos que los espacios y ambientes que fomentan la creatividad, la motivación y el aprendizaje no están sucediendo sólo, ni principalmente, en estos espacios formales, ni son liderados por las instituciones educativas. Este curriculum oculto que reproduce la dicotomía del que sabe y del que no sabe es lo que quería desvelar y descentrar la educación expandida: desarrollar “un pensamiento crítico que permita el empoderamiento de los ciudadanos” e imaginar unos ciudadanos que “sepan dotarse de las mejores fuentes de información, sean capaces de analizar críticamente los entornos comunicativos en los que viven e influir activamente para que sirvan a los intereses de la sociedad” (Aparici, Campuzano, Ferrés & García Matilla, 2010, p. 53). Habría dos planteamientos de partida fundamentales para entender la noción de educación expandida: (1) que es crítica con el discurso educativo y mediático dominante, esto es, “el mito de la pedagogía, la parábola de un mundo dividido en espíritus sabios y espíritus ignorantes, espíritus maduros e inmaduros, capaces e incapaces, inteligentes y estúpidos” (Rancière, 2010a, p. 23) y “el Mito del Consumo Sin Fin. Este mito moderno [que] se funda en la creencia de que el proceso produce inevitablemente algo de valor y que, por consiguiente, la producción produce necesariamente demanda. (…) Una vez que hemos aprendido a necesitar la escuela, todas nuestras actividades tienden a tomar forma de unas relaciones de clientes respecto de otras instituciones especializadas. Una vez que se ha desacreditado al hombre o a la mujer autodidactos, toda actividad no profesional se hace sospechosa. En la escuela se

nos enseña que el resultado de la asistencia es un aprendizaje valioso; que el valor del aprendizaje aumenta con el monto de la información de entrada; y, finalmente, que este valor puede medirse y documentarse mediante grados y diplomas” (Illich, 1975, pp. 5657). Concebir la educación como un bien de consumo reproduce una relación clientelar con la institución escolar en la que, como expone Pierre Bourdieu (2012), unos se sienten destinatarios legítimos y otros hallan incluso un cierto malestar en el gasto excesivo. Unos ven una necesidad que se pueden permitir donde otros perciben un despilfarro que termina siendo innecesario. "Lo que la estadística registra bajo forma de sistema de necesidades no es otra cosa que la coherencia de las elecciones de un habitus". La urgencia de una necesidad basada en lo económico hace que “la sumisión a la necesidad (...) [incline] a las clases populares hacia una 'estética' pragmática y funcionalista, rechazando la gratuidad y la futilidad de los ejercicios formales y de cualquier especie de arte por el arte, se encuentra también en la base de todas las elecciones de la existencia cotidiana y de un arte de vivir que impone la exclusión de las intenciones propiamente estéticas como si de 'locuras' se tratase” (Bourdieu, 2012, p. 446). Esta búsqueda de una educación razonable (“estudiar, que eso es lo más importante”, decía otro de los chicos del documental La escuela expandida) se impone proporcionalmente al capital económico y cultural (la percepción del tiempo, por ejemplo): los beneficios simbólicos que se pueden esperar de tal inversión. El principio de la elección de lo necesario (“esto no es para nosotros”), lo que es técnicamente necesario, práctico (“como tiene que ser”), lo que viene impuesto por una necesidad económica y social que condena a la gente “sencilla” y “modesta” a unos gustos “sencillos” y “modestos”: existe una renuncia a unos beneficios simbólicos de cualquier manera inaccesibles, que reducen las prácticas a su función técnica (Bourdieu, 2012, pp. 448-449).

A pesar del título de su obra (Deschooling society), Iván Illich “no propugnaba la eliminación de las escuelas. (…) El libro aboga, en cambio, por la eliminación del carácter oficial de las escuelas por el bien de la educación, (…) invertir aquellas tendencias que hacen de la educación una necesidad apremiante antes que una oferta de esparcimiento gratuito” (Olson y Torrance, 1991, p. 50).

Más bien lo que Illich proponía para articular cualquier alternativa al totalitarismo de la educación y a la construcción compulsiva de escuelas sobre la faz de la tierra, era un cuestionamiento que fuera más allá de la eterna pregunta de la pedagogía, esto es: “¿qué hay que aprender?”, para afrontar lo que realmente estaba en juego cuando se abordaban cuestiones referentes al aprendizaje: “¿con qué tipo de personas y cosas tendrían que estar en contacto los aprendices con el objetivo de aprender? (Igelmo Zaldívar, 2011)

Hay que añadir (2) que la propuesta de una educación expandida cuestiona la hegemonía absoluta de ese discurso dominante: la educación se expande cuando se aprende a construir nuevos mundos, no a repetirlos. Critica este discurso dominante donde “el hombre adicto a ser enseñado busca su seguridad en la enseñanza compulsiva y la mujer que experimenta su conocimiento como el resultado de un proceso quiere reproducirlo en otros” (Illich, 1975, p. 58). Expandir la educación para dejar de sentir la necesidad de ser enseñados no era tanto “una cuestión de método, en el sentido de formas particulares de aprendizaje” como “una cuestión de filosofía” (Rancière, 2010a, p. 12). Esto es, como opinaba Marina Garcés (2010), “el desafío que está en el corazón (…) [es] dar(nos) que pensar. Frente al ingente consumo de información, frente al

adiestramiento en competencias y habilidades para el mercado, frente al “formateo de las mentes” de la esfera mediática, frente al consumo acrítico de ocio cultural, frente a todo ello, el gran desafío hoy es darnos el espacio y el tiempo para ponernos a pensar”. Las posibilidades de transformación real de las instituciones educativas no pasaban tanto por su destrucción (como tampoco propuso nunca Illich), como por la apuesta por una actitud diferente, cercana al experimento de laboratorio, de investigación. La tecnología, por supuesto, volvía a tener un papel importante que debíamos saber entender para que pudiese ayudar en esta tarea. “No cabe duda de que en este momento la universidad [y la escuela en su sentido más amplio] ofrece una combinación singular de circunstancias que permite a algunos de sus miembros criticar el conjunto de la sociedad. Proporciona tiempo, movilidad, acceso a los iguales y a la información, así como cierta impunidad —privilegios de que no disponen igualmente otros sectores de la población” (Illich, 1975). Pero también implica dar la razón al hecho de que: permite esta libertad sólo a quienes ya han sido profundamente iniciados en la sociedad de consumo y en la necesidad de alguna especie de escolaridad pública obligatoria. El sistema escolar de hoy en día desempeña la triple función que ha sido común a las iglesias poderosas a lo largo de la historia. Es simultáneamente el depósito del mito de la sociedad, la institucionalización de las contradicciones de este mito, y el lugar donde ocurre el ritual que reproduce y encubre las disparidades entre el mito y la realidad. El sistema escolar, y en particular la universidad, proporciona hoy grandes oportunidades para criticar el mito y para rebelarse contra las perversiones institucionales. Pero el ritual que exige tolerancia para con las contradicciones fundamentales entre mito e institución para todavía por lo general sin ser puesto en tela de juicio, pues ni la crítica

ideológica ni la acción social pueden dar a luz una nueva sociedad. Sólo el desencanto con el ritual social central, el desligarse del mismo, y reformarlo pueden llevar a cabo un cambio radical (Illich, 1975, p. 55)

La sociedad, nos decía Jesús Martín Barbero en una entrevista durante un encuentro que organizamos en 2009, no encuentra en la universidad un laboratorio que piense las nuevas grandes líneas de producción y creatividad que necesita. La referencia es el mercado laboral y no el espacio de producción y creatividad. Si bien es cierto que, continuaba diciendo el profesor, "al mercado no puedo no tenerlo en cuenta", la universidad debería investigar las nuevas dimensiones productivas que se abren en la sociedad, y no dejar que quien haga el diagnóstico sea el mercado (como de facto vemos que está ocurriendo con las últimas reformas educativas). El espacio educativo universitario estará llamado a ser importante si genera inventores y programadores, y no en función de la tecnología per se. La modernidad no se medirá por la cantidad de computadores por estudiante. La oportunidad, decía Martín-Barbero, estaba en contactar "el palimpsesto de las memorias del mundo con el hipertexto global", saberes y cuerpos que tienen en internet la oportunidad de interactuar e intercambiar(se) con otras memorias locales y globales. La oportunidad está en ese intercambio, en esa capacidad de romper los dualismos, la remezcla de saberes a partir de traductores y mediadores que lo faciliten. Si no somos capaces de demostrar lo que esta capacidad tiene de solidaria, y tenemos que pedir a los mercaderes su beneplácito, quedando la oportunidad secuestrada por intereses particulares contra los beneficiarios, si permitimos eso, insistía Martín-Barbero, estaremos ante un verdadero fracaso. Expandir la educación significaría hibridarla con otras prácticas, superar la antigua separación entre juego y trabajo, entre lo serio y lo festivo, entre lo teórico y lo práctico, entre lo estético y lo

cognitivo. Si no tenemos en cuenta esto, decía el profesor a modo de conclusión, no vamos a poder entender que el modo como se relacionan los jóvenes no es con una máquina sino con una mediación a través de la cual ellos viven. En 2012, en un programa de Metrópolis de TVE sobre activismo y ficción, el artista Leónidas Martín explica el significado de esta mediación con otra metáfora: “parece que nos hemos cansado de mirar la imagen, ahora queremos vivir la imagen”. Henry Jenkins (2006) ya estaba etiquetando como cultura de la convergencia a estas prácticas que mezclan conocimiento distribuido, apropiación, juego o inteligencia colectiva:

En Internet, sostiene Pierre Lévy, la gente aprovecha sus conocimientos individuales en pro de metas y objetivos compartidos: “Nadie lo sabe todo, todo el mundo sabe algo, todo conocimiento reside en la humanidad”. La inteligencia colectiva se refiere a esa capacidad de las comunidades virtuales de estimular la pericia combinada de sus miembros. Lo que no podemos saber o hacer por nosotros mismos, puede que seamos ahora capaces de hacerlo colectivamente. Y esta organización de los usuarios y espectadores en lo que Lévy denomina “comunidades de conocimientos” les permite ejercer un poder total mayor en sus negociaciones con los productores mediáticos. La emergente cultura del conocimiento jamás eludirá del todo la influencia de la cultura mercantil, como tampoco ésta puede funcionar totalmente al margen de las constricciones del Estado-nación. Lévy sugiere, sin embargo, que la inteligencia colectiva alterará gradualmente las formas de operar de la cultura mercantil. El pánico de la industria a la participación de la gente se le antoja a Lévy corto de miras: “Al impedir que la cultura del conocimiento llegue a ser autónoma, despojan a los

circuitos del espacio mercantil (...) de una extraordinaria fuente de energía”. La cultura del conocimiento, sugiere, actúa como “motor invisible e intangible” para la circulación e intercambio de mercancías. La nueva cultura del conocimiento surge a medida que nuestros vínculos con formas previas de comunidad social se van rompiendo, nuestro arraigo en la geografía física disminuye, nuestros lazos con la familia extensa e incluso nuclear se desintegran y nuestras lealtades a los Estados-nación se redefinen. No obstante, surgen nuevas formas de comunidad: estas nuevas comunidades se definen mediante afiliaciones voluntarias, temporales y tácticas, reafirmadas en virtud de empresas intelectuales e inversiones emocionales comunes. Los miembros pueden cambiar de grupo cuando varían sus intereses y necesidades, y pueden pertenecer a más de una comunidad a la vez. Estas comunidades, sin embargo, se mantienen unidas mediante la producción mutua y el intercambio recíproco de conocimientos. Como escribe Lévy, tales grupos “hacen accesible al intelecto colectivo todo el conocimiento pertinente disponible en un momento dado”.

La noción de comunidad empieza a ganar importancia. La participación en estas comunidades de intereses y el intercambio de conocimientos se basan en otra idea simple que implica una educación que va más allá de los espacios oficiales de certificación académica: "Podría significar que los hombres se escudaran menos tras certificados adquiridos en la escuela y adquirirán así valor para ser respondones y controlar e instruir de este modo a las instituciones en que participen. Para lograr esto último debemos aprender a valorar el valor social del trabajo y del ocio por el toma y daca educativo que posibilitan. La participación efectiva en la política de una calle, de un puesto de trabajo, de la biblioteca, de un programa de noticias o de un hospital es por

lo tanto el mejor cartabón para evaluar su nivel como instituciones educativas” (Illich, 1975, pp. 36-37)

El Stevenson del ensayo que citábamos al inicio de este texto, que hace novillos y se pierde por las calles de la ciudad, es un tipo literario del siglo diecinueve conocido como flâneur. Este paseante anónimo que deambula entre la muchedumbre de la ciudad es la figura que servirá al filósofo Walter Benjamin para explicar las transformaciones culturales del comienzo del siglo veinte. Influido por El hombre de la multitud, de Edgar Allan Poe, y por lo flânerie baudelairiano, Benjamin entiende la estética moderna mediante la mirada del flâneur, que observa y aprende a través de fragmentos dispersos de imágenes al recorrer las calles de un nuevo paisaje urbano. Este paseante —que nadie conoce y que no conoce a nadie— será el emblema de la modernidad, y finalmente encontrará su correlato no en una nueva escuela sino en la oscuridad de la sala y en la luz proyectada sobre una pantalla de cine, una máquina capaz de recrear historias a partir de montones de fragmentos dispersos mediante el uso del montaje. Cuando Benjamin habla de un nuevo sensorium se refiere a una nueva manera de estar en el mundo que supone una transformación cultural profunda: estar solo, por fin, entre la gente. El flâneur no es exactamente un misántropo, pero sí una especie de ser inmune que practica el arte de mirar al otro (la imagen) sin ser atrapado; algo que se acostumbra a consumar tanto en el anonimato que le otorga la multitud de la ciudad como en la intimidad de la sala de cine. Es obvio que el flâneur no crea el cine, así como el cine no inventa al flâneur. La relación está más bien en el hecho de que una nueva tecnología, el cine, conecta con una mayoría que empieza a sentirse con derecho a disfrutar de un arte en el que puede reconocer su propia forma de imaginar, pensar, mirar y en definitiva, su nueva manera de sentir y su nuevo modo de estar con los otros.

Benjamin (1973) consideró que “dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto con toda la existencia de las colectividades humanas, el modo y manera de su percepción sensorial". En el gran espacio histórico que representa el siglo veinte, las transformaciones culturales impulsadas por las industrias culturales han sido diversas y apresuradas: además del cine, la prensa, la radio o la televisión han conectado con distintas sensibilidades, imaginarios y rituales sociales que se han reconocido en determinados tiempos históricos y en desiguales formas de agruparse. El interés que Benjamin tuvo en el cine como forma de expresión y configuración cultural de su tiempo es el camino que han seguido muchos investigadores en la tarea de “poner de manifiesto las transformaciones sociales que hallaron expresión en esos cambios de la sensibilidad”. Es probable que las nuevas formas de producción cultural y comunicación de contenidos digitales, con la posterior aparición las redes sociales, sean la expresión más reciente de un cambio de sensibilidad que pone de manifiesto nuevos modos de estar juntos, y que como consecuencia transforma las esferas de la familia, el trabajo, la política o la escuela. No obstante, a pesar de que muchos autores (como algunos que hemos repasado anteriormente) han puesto el acento en la tecnología, la historia de los medios nos ha enseñado que estas transformaciones y cambios sociales no son producidos por la tecnología, no son efecto de, sino que tienen que ver con la tecnología, o más concretamente, tiene que ver con una forma de apropiación de la tecnología. En un artículo aparecido en The New York Times en febrero de 2012, el mordaz escritor Evgeny Morozov analizaba con ironía qué pasó con los ciberflâneurs sobre los que algunos futurólogos habían escrito de forma entusiasta a finales de la década de los noventa. Los primeros navegadores (Internet Explorer y Netscape Navigator) desprendían el mismo romanticismo que las calles de Londres o París que aparecían en

las literaturas de Poe o Baudelaire: “Las comunidades en línea como GeoCities y Tripod eran las verdaderas galerías digitales de ese período. (…) En aquel entonces eBay era más raro que la mayoría de los mercadillos; pasear por sus puestos virtuales era mucho más agradable que la compra de cualquiera de los artículos. Por un corto lapso, a mediados de la década de 1990, parecía que Internet podría desencadenar un renacimiento inesperado de lo flânerie”. Es cierto que el flâneur sobre el que escribió Benjamin evolucionó precisamente hacia aquello que más detestaría su figura más insigne: Baudelaire (“Gracias al progreso de esos tiempos venideros, no quedarán de tus entrañas más que las vísceras”). El flâneur pasó a ser espectador (en el sentido más puramente debordiano de la palabra) y vino a apuntalar la idea del individuo mediatizado, desconectado y aislado de cualquier vínculo comunitario. El flâneur anestesiado es la degradación del espectador convertido en una masa en donde todo el mundo mira (y termina siendo mirado, en una especie de devenir orwelliano), pero donde nadie juega, donde “la distancia, la pasividad y el aislamiento (...) dominan nuestras vidas en tanto que espectadores: espectadores de la historia, espectadores culturales, espectadores de nuestras propias vidas, espectadores, en definitiva, del mundo” (Garcés, 2013, p. 103). Es el modo de estar juntos (o el modo de no estar juntos, podríamos decir) que necesitaba el capitalismo para engrasarse. O mejor, como expresa Garcés, “juntos en lo abstracto, diversos y desvinculados en lo concreto”. La nueva sensibilidad anunciada por Benjamin terminaba anestesiada por el consumo que convertía al paseante, en el caso más extremo, en hombre-anuncio. "Antaño se oponía el individualismo al totalitarismo. Pero en esta nueva teorización, el totalitarismo viene a ser la consecuencia del fanatismo individualista de la libre elección y del consumo ilimitado" (Rancière, 2010b: 43). El mundo se invierte, como dejó escrito Debord, para que lo verdadero no sea más que un momento de lo falso, para que el mundo no sea más

que el mundo como imagen. “El mundo del capitalismo globalizado, esté o no en crisis, agota hoy la totalidad de lo visible y proclama que no hay nada más que ver, que no hay nada escondido, que no hay otra imagen posible. Esto es lo que hay, nos dice” (Garcés, 2013, p. 105). Capitalizada la mirada, privatizada la existencia. Morozov se hace cargo de ello y escribe sobre lo que hoy podríamos llamar la privatización de la existencia del ciberflâneur que ya no se demora, que ya no pierde el tiempo, sino que se suma sin más al carro del consumo como sumun de su propia vida digital: “Trascendiendo su identidad lúdica original, (internet) ya no es un lugar para pasear —es un lugar para hacer cosas. Casi nadie navega ya por la web. La popularidad del paradigma de aplicación, mediante el cual las aplicaciones para móviles y tabletas nos ayudan a lograr lo que queremos sin ni siquiera tener que abrir el navegador (…), ha hecho de la figura del cyberflânerie algo menos probable. Que gran parte de la actividad en línea de hoy gire en torno a las compras - regalos virtuales, mascotas virtuales, regalos virtuales para mascotas virtuales - no ha ayudado tampoco. Pasear por Groupon no es tan divertido como un paseo por una galería, en línea o en la calle”. En resumen, según Morozov, el flâneur de hoy ya no comparte ninguna de las características que lo identificaban como emblema de la modernidad, especialmente su virtud más genuina y liberadora, la de perder el tiempo: “Como dijo el escritor alemán Franz Hessel, colaborador ocasional de Walter Benjamin, para ser un flâneur no hay que tener algo demasiado predefinido en la cabeza. En comparación con el universo altamente determinista de Facebook, incluso el poco imaginativo lema de Microsoft desde la década de 1990 -¿Dónde quieres ir hoy?suena emocionantemente subversivo. ¿Quién hace esa tonta pregunta en la era de Facebook?”. Es cierto que buscar en un supuesto ciberflâneur las nuevas formas de sentir en la actualidad suena hoy un tanto ridículo. Pero hay dos aspectos de este flâneur

contemporáneo que Morozov no destaca en su artículo y que sin embargo creemos que conecta con aquello que previmos al hablar de educación expandida. Primero, como el del ensayo de Stevenson, este flâneur es un sujeto que tiene un conflicto con la escuela, que en el mejor de los casos se atreve a cruzar umbrales y a explorar más allá de lo establecido. Además, hay algo en la nueva sensibilidad de aquel flâneur con respecto a la tecnología de su tiempo (el cine) que conecta con la nueva sensibilidad de hoy: si bien seguimos yendo al cine, no separamos radicalmente el consumo de la producción, el ocio del trabajo, no sólo porque ya podamos hacer de flâneur y trabajar desde casa, sino porque dentro de eso que se ha considerado tiempo de ocio y reproducción puede haber una dimensión de creatividad que la escuela no es capaz de ver porque significaría romper con la separación del que sabe y del que no sabe, del tiempo de aprender y el tiempo de consumir. Este nuevo sensorium trastoca la relaciones de la gente, nos decía también Martín-Barbero en aquella entrevista, con las diversas modalidades de la cultura y, a la vez, mucha más gente que solamente usaba y tiraba, tiene hoy día una relación con la cultura más duradera (a su modo), más creativa y, sobre todo, más viva. Si es cierto eso de que nos hemos cansado de mirar la imagen, podemos decir que el flâneur de hoy quiere vivir la imagen. Como en el cine expandido, la vida desborda los límites de la pantalla. Pero, ¿hacia dónde se desborda? Para responder a esta pregunta, debemos atender a un tercer aspecto del flâneur de hoy que Morozov parece olvidar: que la ciudad sigue siendo el espacio físico por donde pasea, la calle sigue siendo un lugar posible de encuentro para este paseante. Dicho de otro modo: la ciudad por la que pasea el flâneur de hoy no es sólo una abstracción en línea, un espacio global intangible. Las galerías de cristal parisinas no se encuentran en ningún metaverso. El paseante de finales del siglo diecinueve y principios del siglo veinte veía y se relacionaba con la ciudad como un espectador de cine. El flâneur, el

hombre (y la mujer) de la multitud tiene hoy la posibilidad de ser la mujer (y el hombre) con la multitud.

En El espectador emancipado, Jacques Rancière (2010b) plantea que el acto de ver transforma lo visto; ver es inevitablemente interpretar: la emancipación comienza cuando desafiamos la oposición entre ver y actuar, ya que ver y hacer pertenecen a la misma estructura que el filósofo francés ya planteó en El maestro ignorante: el que sabe y el que no sabe, el dominador y el sometido. Desbordar los límites de la pantalla (interfaz del mundo) y adoptar una visión periférica es una forma de romper con este antagonismo. Convertirnos en la imagen es implicarnos en el mundo mismo que construye nuestra mirada. Como escribió Octavio Paz: “Ando entre las imágenes de un ojo desmemoriado. Soy una de sus imágenes”. El mayor desafío de la educación mediática quizás no sea ya aprender a leer la imagen, sino a aprender a ser la imagen misma, a animar a involucrarnos y a construir la imagen, una imagen que somos nosotros mismos. “La mirada involucrada no es distante, no está aislada en el consumo de la pasividad” (Garcés, 2013, p. 112). La mirada frontal aísla, individualiza frente a la multitud, totaliza el mundo del individuo para quien, poniéndose de frente obtiene una experiencia espectacular del mundo, pero no con-movedora en el mundo. Expandir la educación es replantear nuestra condición de flâneurs espectadores del mundo y ser flâneurs poniendo el cuerpo para mirar con el cuerpo: “La visión enfocada nos enfrenta con el mundo mientras que la periférica nos envuelve en la carne del mundo” (Pallasmaa, 2006, op. cit Garcés). Podríamos hablar de una carnavalización de la imagen en el sentido bajtiniano del término: ese carnaval como mundo al revés que dé la vuelta al mundo invertido del que hablaba Debord. Y no debemos olvidar que un

cuerpo no sólo mira: también es capaz de oír, tocar, oler, saborear. Vivir la imagen es también reconocer que hay muchas dimensiones del saber que no tienen que ver con la racionalidad sino con los sentidos: el tacto, el olfato, el oído, el gusto... que van más allá de una hegemonía de la mirada frontal. Nos preguntamos qué pensará Youngblood, en silencio desde hace muchos años, de la deriva que han tenido los medios electrónicos en las últimas décadas, qué opinará de que su cine expandido se haya hecho, al menos en parte, una realidad. E imaginamos la posible frustración ante el hecho de que esa expansión no haya venido acompañada de una ruptura con esa mirada frontal, una mirada que no sólo anestesia sino que también produce una especie de asepsia (como el café sin cafeína o la tortilla sin huevo) que atrofia los sentidos. El juicio y la razón frente a la imaginación, la pasión, la emoción, la estética: el arte retiniano (Duchamp) y la mirada frontal han imposibilitado buena parte de los saberes tiene que ver con lo sensible. Es lo que Martín-Barbero ha llamado las competencias estéticas de la educación: unos saberes de las prácticas cotidianas a rescatar frente al empobrecimiento estético. No es exactamente educación artística, sino que tiene que ver con procesos de comunicación que afectan a todos los sentidos: menos información ordenada, aséptica y fría; más comunicación caótica, sensible y caliente. Apostar por una mirada expandida y periférica es aceptar que no es posible aprehender el mundo en su totalidad como individuos aislados. La fuerza del anonimato no está en el individuo solitario sino en el individuo en común. Abandonar la mirada frontal que nos conforma como espectadores es atreverse a dejar de pasear entre la multitud y hacerlo involucrado con la multitud, poniendo un cuerpo vulnerable pero comprometido con el mundo, y no una conciencia pasiva colocada frente o contra el mundo; un mundo que es, insistimos, lo real de la imagen: “quizá sea precisamente en la visión desenfocada de nuestro tiempo cuando el ojo será capaz de nuevo de abrir nuevos campos de visión y de pensamiento. La pérdida

de foco ocasionada por la corriente de imágenes puede emancipar al ojo de su dominio patriarcal y dar lugar a una mirada participativa y empática” (Pallasmaa, 2006: p. 34-35, op. cit Garcés). Expandir la mirada en la educación es liberarnos del aislamiento que nos separa del resto de visiones, memorias, esferas y cuerpos del mundo. Conectar el palimpsesto de las memorias del mundo, que nos dijo Martín-Barbero. Una vez que nos hemos descubierto a nosotros mismos en un mundo común, dirá Marina Garcés, dejaremos de buscar qué nos une y empezaremos a pensar qué nos aísla para descubrir qué nos anestesia. Desbordan los límites de la pantalla es dejarnos afectar, exigirnos y exponernos ante los otros. Ante el paradigma de la inmunización (Esposito) del individuo moderno (protegido del contagio y del riesgo de exposición a lo común, tiene la garantía de no ser tocado por los otros), una mirada común sería mirada en movimiento, en circulación. El mayor desafío de una educación mediática quizá sea ayudar a expandir los límites de lo posible mediante esta visión periférica, traducir la mirada del cuerpo mismo para combatir la privatización de una existencia que merezca la pena ser vivida, con un compromiso radical: reaprender a ver el mundo con nuevos ojos que nos ayuden a encontrar las preguntas que realmente importan. Si esto no es educación, entonces ¿qué lo es?

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