DE MI IDENTIDAD Y SU FUNDACIÓN Memorias de soldado

May 24, 2017 | Autor: Carlos Escudé | Categoría: Self and Identity, Argentina, Military culture
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Descripción

DE MI IDENTIDAD Y SU FUNDACIÓN Memorias de soldado Carlos Escudé Pocos meses después de haber archivado el cilicio me incorporé al ejército en cumplimiento del servicio militar obligatorio. Llegué como a la pubertad, totalmente desprevenido. Aunque me desgarraba abandonar por un año la universidad y esa novedad que había venido con ella y con mi vida en Buenos Aires, los amigos, pensé que algo de gimnasia y deportes no me vendrían mal. Llevé conmigo mi equipo de tenis. Arribé al cuartel, cumplí con los trámites necesarios, llegó la noche y me dispuse a descansar, ansioso por emprender la nueva aventura. A las cinco de la mañana me despertó un fuerte y punzante silbato soplado casi adentro de mi oído izquierdo. Percibí aturdido que me ordenaban saltar de la cama y correr desde la pared hasta el corredor central y desde allí hasta la pared, una y otra vez. El ejercicio duró media hora. La jaqueca inducida por el pito perduró todo el día, junto con un tormento de gritos iracundos y órdenes destempladas e irracionales que se sucedieron una tras otra durante toda la jornada y se perpetuaron, más allá, durante semanas y meses. «Un silbato estridente a las cinco de la mañana soplado a escasos centímetros de un oído que es un canal de comunicación a un cerebro profundamente dormido es como un estilete que penetra en la masa encefálica, la revuelve y la lanza al mundo en estado de ebullición. Las imágenes que ingresan a esa conciencia a través de ojos repentina, dolorosamente abiertos, son como las burbujas de un jarro de agua hirviente que saltan alocadas, y las órdenes que el sargento grita con ladrido de perro rabioso y homicida, laceran la mente como lo haría esa agua volcada sobre la piel. A partir de allí, todo el día es una sucesión de gritos que retumban sobre el trasfondo de aquel silbato cuyo eco no se apaga nunca. Las ondas sucesivas de ultrajes al sistema nervioso y a la autoestima se acumulan con ritmo creciente y demencial, perpetrando una violación que es mucho más profunda que un asalto sexual porque abarca una dimensión ilimitada de nuestra humanidad. Un solo día en la vida de un soldado es la peor de las vejaciones. Padece la enajenación y total amputación de su albedrío, depositado en las manos de un sargento ignorante, irresponsable, 1

arbitrario y sádico, resentido por una vida en la que él mismo fue sometido a un sin fin de caprichosas injusticias, y ansioso de tomarse la revancha con cada soldado novato que llega a sus manos. A partir de aquel primer silbato se pone en marcha un mecanismo para privar al conscripto-niño de su voluntad, para abolir esa potestad que nos hace humanos. El grito se transforma en un estímulo que fluye directamente del oído a los nervios motrices, con el mínimo procesamiento cerebral posible, sin demoras y sobre todo sin cuestionamientos. La demora en la respuesta al estímulo tiene un castigo inmediato y doloroso. Ante la orden de hacer salto-de-rana-carrera-mar no se puede contestar '¿cómo? ¿qué dijo?'. Eso merece privación de franco, es decir, la pérdida de los escasos ratos de libertad que le quedan al soldado. Y el cuestionamiento ('¿está seguro de que es eso lo que quiere?') puede acarrear varios días de arresto. Buen soldado es quien puede adaptarse a la pérdida de su condición humana, abdicando de ella con soltura y comodidad.» Caí en una depresión aguda. Sólo pensar en mi vida universitaria del año anterior llenaba mis ojos de lágrimas. No era dueño de un minuto de mi tiempo. Cuando no había nada que hacer, nos mandaban construir una pared y luego demolerla. Cabos enfadados por la orden de algún oficial que me usaba de emisario me ordenaban correr mientras subía y bajaba los brazos extendidos, obligándome a gritar una y otra vez «soy paloma mensajera». Yo era completamente inútil para todas las exigencias específicas del servicio. Había vivido una vida sedentaria, no tenía buena coordinación muscular, involuntariamente transformaba cualquier formación militar en una parodia, era corto de vista y mis ejercicios de tiro al blanco eran bochornosos. Todo un Woody Allen porteño. Estaba azorado. En mi familia había varios militares y yo los conocía como gente amable dedicada a sus esposas e hijos, cuya única diferencia visible respecto de otros buenos padres de familia era su inclinación a entretenimientos telúricos. Algunos eran objeto de un generalizado cariño compasivo. Tal el caso de un hermano de mi padre, un coronel con pretensiones de salvador de la patria cuyas siempre frustradas conspiraciones golpistas podían pronosticarse porque inevitablemente compraba un nuevo guardarropas semanas antes del día D, en previsión de las importantísimas funciones que le corresponderían después de la victoria. La barbarie que encontré en el cuartel no encajaba con ninguna de estas imágenes familiares. 2

Cuando después de varias semanas de suplicio, esclavitud y humillaciones tuve mi primer franco, visité a mi tío, el golpista frustrado. Me enteré entonces de que el coronel que comandaba mi guarnición, Ramón Eduardo Molina, era amigo suyo y compartía sus ideas nacionalistas. Por su mujer, mi tía política, supe que mi tío acababa de comprarse un estupendo conjunto de uniformes para todas las ocasiones imaginables. Recogí los rumores de golpe que circulaban por la calle y até cabos: mi jefe conspiraba contra el gobierno. Mis parientes confirmaron mi sospecha. Esta era la gota que colmaba la medida. Aunque muchas veces me había sentido castrado, despreciado y humillado por mi padre, la experiencia que estaba viviendo en el cuartel era mucho peor, en tanto la ausencia de mis padres (que se habían establecido en Estados Unidos) y el ingreso a la universidad me habían permitido conocer, durante un año, una vida más amable y gentil, interrumpida súbita y brutalmente cuando al incorporarme al ejército intentaron convertirme en un autómata subhumano sometido a régimen de campo de concentración. Justo cuando la vida comenzaba a ser agradable, justo cuando empezaba a encontrar gente que me quería y que gustaba de mí, era arrancado de mi medio y arrojado a un infierno de gritos, trabajos forzados y arbitrariedades cotidianas. El retroceso era insoportable; peor que la muerte. ¿Y encima me iban a forzar a participar como soldado en un golpe de Estado? No. No lo iba a permitir. No en esa situación en que mi cerebro y cuerpo entero se rebelaban de una manera enfática y terminante, consciente e inconsciente. Era el límite último del rechazo, que traía consigo la necesidad de vencer o morir. Tal fue mi percepción de entonces. La realidad era seguramente más compleja. Mis ideas políticas nunca habían sido demasiado claras. La usurpación del poder político era la única función visible de los militares en la Argentina, pero mi infancia no me había condicionado para ser un enemigo implacable de los golpes de Estado. Además, el gobierno era entonces militar y había emergido de un golpe. Un golpe contra el golpe no era en principio algo tan deplorable, pero mi intelecto repentina y caprichosamente lo concibió como un paso más en el desarrollo del cáncer (así lo llamé) que carcomía al país, el círculo vicioso de los cuartelazos. Íntimamente yo sabía que el trasfondo de mi actitud no era una convicción política anti-golpista sino mi necesidad de reconstruir mi individualidad 3

vejada. El golpe planeado por mi coronel era la excusa que necesitaba. Interiormente me negué de un modo rotundo a colaborar directa o indirectamente, voluntaria o involuntariamente en el golpe en gestación. Con mi negativa mental a participar sentía que mi personalidad gradualmente se reconstituía en ente independiente, devolviéndome a mi condición de hombre y recuperando mi autonomía. Querían convertirme en un robot que respondiera ciegamente a órdenes que idealmente no son órdenes sino meros estímulos a un reflejo, porque el soldado no piensa, el soldado obedece y ni siquiera obedece pensando, obedece obedeciendo. Uno, dos, tres, marche soldadito, qué romántica es la guerra. El superior nunca se equivoca. Y la Virgen, Señora de los Ejércitos, bendecirá nuestros cañones y nos conducirá a una victoria que por santa y justa es inevitable. ¡La guerra es linda! Son los hombres que la hacen fea. Éstas eran algunas de las cosas que me decían aquellos hombres que vivían en un mundo de ficciones, de glorias y conflictos imaginarios aunque poblado por esos esclavos muy reales que éramos nosotros, los soldados. Si al menos hubiera habido algo digno de ser defendido... pero nada había excepto sus lastimosos delirios de militares latinoamericanos y sus criminales gastos que hambreaban al pueblo y castraban el desarrollo. Temblaba de indignación. Tomé la decisión de burlarme de ellos, y terminado el franco, regresé al cuartel. Aquellos eran tiempos inquietos: asaltaban regimientos casi diariamente: la guerrilla se estaba armando. La alarma cundía entre los militares, que comenzaban a sufrir de insomnio. Hallándome en una formación previa a un turno de guardia, un teniente se dirigió a nosotros con una arenga sobre los inminentes peligros y ordenó tirar a matar en caso de aparecer un intruso. Agregó que estábamos en un estado de guerra no declarado, y ensayó una rara morisqueta que revelaba una excelente dentadura: era una expresión que ya había sido definida como «cara de guerra», obligatoria para el combate. Decidí pasar a la acción. Amparado por los informes que yo mismo había presentado respecto de extrañas ensoñaciones que supuestamente sufría cuando permanecía una noche en vela haciendo guardia, opté por complacer al feroz caballero. Cerca ya de la madrugada éste oyó reiterados gritos de «¡Alto, quién vive!», seguidos de dos disparos de fusil provenientes de un bosque en los confines del cuartel, donde me hallaba apostado. 4

¡Por fin el grupo de artilleros se levantó en armas! Todas sus baterías fueron movilizadas y armadas de inmediato, arrancadas del sueño en que se encontraban sumidas, mientras la guardia liderada por mi teniente se deslizaba sigilosamente cuerpo-a-tierra hacia el lugar de donde provenían los tiros. Grande fue su estupor y desilusión al escuchar mi nervioso relato: había visto a un hombre entrar subrepticiamente al cuartel portando un sombrero de papel de diario y una espada de madera. Grande fue la furia del valiente teniente, quien me exhortó a tener otro tipo de visiones: «¡¿Por qué no ve minas en bolas, soldado?!» Grande fue también la polémica desatada al día siguiente en el cuartel, entre unos oficiales que me acusaban de farsante y otros que encomiaban mi obediencia a la consigna de «tirar a matar». Pero las discusiones cesaron cuando, al formar la guardia del día siguiente, su capitán la arengó en tono bravío: «La noche anterior un soldado de la batería del comando creyó ver a un hombre entrar al cuartel... ¡Y no tuvo miedo de hacer fuego ante el enemigo!» Ese fue sólo el principio. Mi decisión era indeclinable. Ni siquiera era una decisión: yo ya estaba en piloto automático. Mi vida se transformó en una sucesión de ataques seudo-epilépticos en los que comenzaba a temblar y a emitir sonidos guturales con ritmo creciente, provocando perplejidad y risa entre los soldados, y sorpresa disfrazada de indiferencia entre oficiales y suboficiales. Llegado a determinado punto en cada ataque mis movimientos escapaban a mi control, el ritmo seguía creciendo, y giraba en torbellino tembloroso y enloquecido mientras extraños y desesperados gritos en falsete emanaban de mi garganta hasta que me desplomaba exhausto al suelo. Naturalmente que estos shows los montaba exclusivamente en mis momentos de descanso: de ese modo, no se me podía acusar de no cumplir las diversas órdenes que se me impartían durante las horas de servicio, a la vez que no violaba reglamento alguno (ya que éstos se redactan para conductas previsibles, pero raramente abarcan las infinitas posibilidades que puede imaginar un psicópata). 5

Técnicamente era irrelevante que lo mío fuera o no una farsa, porque yo no daba parte de enfermo. Toda la soldadesca se reunía en un círculo a mi alrededor para observar mis convulsiones. Algunos se burlaban y otros meneaban la cabeza compasivamente. Mi presencia era un real estorbo a la rutina ordenada y previsible del cuartel, a pesar de que obedecía las órdenes escrupulosamente y no incurría en ninguna infracción. Mi rebelión, más que intelectiva, era total y totalizante: creo que todas las dimensiones de mi mente estaban comprometidas con ella, y mi cuerpo colaboraba hasta allí en total armonía con mi voluntad. Mientras tanto, la realidad externa me estimulaba. Los rumores de golpe (nunca concretado por la eventual detención de un general, mi coronel y mi tío) arreciaban. Se acercaba el momento de tomar la decisión final. ¿Desertar? ¿Insurreccionarme? Consultados los reglamentos militares, la más económica de las medidas de rebelión (en términos de los castigos posibles) era la autolesión: su pena era de sólo cuatro años de prisión en caso de comprobarse que había sido intencional y premeditada. Pegarse un tiro en el pie es algo más difícil de lo que parece. Toda una noche intenté hacerlo sin animarme a apretar el gatillo. Era como un obstáculo físico que me impedía mover el dedo unos pocos milímetros. En el momento de la verdad toda mi voluntad se deshacía, como un hielo que se derrite o un hierro que se funde, para reconstituirse inmediatamente después, en cuanto hubiera retirado el dedo y levantado resignadamente el fusil. Con inflexible determinación volvía entonces a apuntar, desesperadamente seguro de lo que quería hacer, para nuevamente encontrarme incapacitado de realizarlo: otra vez esa voluntad se escurría en el momento crítico y sentía algo parecido a un mareo leve, una voz remota que gritaba ¡no!, que surgía de mis entrañas y que desmentía el carácter supuestamente absoluto de mi rebelión. Pero otra vez, con mayor fuerza aún, mi voluntad se restituía cuando mi pie dejaba de estar en peligro inmediatísimo, al alejar el fusil. El proceso se repitió siempre con el mismo optimista comienzo y el mismo frustrante final, hasta que llegó la madrugada, terminó mi turno y tuve que devolver el fusil. Me había enfrentado con mi naturaleza y con los límites a la voluntad que ella me imponía, esos límites que uno no sabe que existen hasta que, sin ser 6

convocados, se hacen presentes avasalladoramente, mucho más reales e imperativos que una voluntad artificial y contra-natura. Sin embargo, inmediatamente después me fue entregado otro fusil con municiones, ya que se había programado un ejercicio especial para conmociones internas (otro síntoma de un golpe inminente). Me alejé entonces de la cuadra donde se preparaban los soldados y nuevamente me aposté en un lugar aislado, esta vez al aire libre, para apuntar a mi pie, al que había protegido del esperado fogonazo con el cuero de un grueso portapliegos. Y otra vez se repitió la historia: en el instante final mi voluntad se quebraba. Era una desgarradora lucha entre esa voluntad y mi instinto de conservación, una lucha que en el momento decisivo me hacía sentir en estado hipnótico, con la mirada cristalizada, a la vez queriendo y no queriendo cumplir con mi propósito. Me insulté a mí mismo reiteradas veces. Me acusaba de ser despreciable si no podía actuar en consonancia con mis ideas. Casi desistí de mi intento, llegando a la triste conclusión de que no sería capaz de cumplir con mi misión. Y entonces apelé a un truco psicológico para burlar a mis rebeldes instintos. Al ver un soldado que se acercaba, lo llamé con urgencia. Cuando llegó a unos cinco metros, preparé el fusil y apunté a mi pie. Sorprendido, se me abalanzó para arrebatar el arma. En ese instante cesó mi lucha contra mi instinto, y el muchacho al que había convocado pasó a ser mi adversario, que amenazaba con frustrar para siempre el objetivo de mi voluntad. Entonces disparé. Sentí un golpe seco en el dedo gordo. Luego sólo oí los gritos del soldado, de la tropa que salía de la cuadra, del sargento enfurecido que me encaraba, que me ordenaba carrera-mar, cuerpo-a-tierra, salto-derana, carrera-mar, órdenes que yo intentaba cumplir saltando en un solo pie. Mi amargura al mirar y no encontrar orificio alguno en el borceguí fue tan grande como la sorna del sargento. Había errado... «¿Trató de suicidarse en el pie, soldado?» Vanamente intenté explicar cómo mi estado depresivo me había conducido a intentar pegarme un tiro en el pie. Pero la derrota se convirtió en victoria media hora después, ya en el calabozo, donde con júbilo comprobé que me había equivocado y que no había errado, sino que la bala había rajado el cuero (que se había abierto y vuelto a cerrar), saliendo por el borde de la gruesa 7

suela del botín. La media ensangrentada fue un salvoconducto del calabozo a la enfermería, del calificativo de farsante al diagnóstico de psicópata. Mi ya sólida fama de loco sirvió para catapultarme de esa enfermería de cuartel a la sala de psiquiatría del hospital militar de Campo de Mayo, donde soñé durante semanas que me moría, que me suicidaba o que me mataban. También recitaba a Shakespeare a viva voz en inglés, lengua que los suboficiales enfermeros tomaban por jeringosa; repetía hasta el cansancio que no era loco, que no era psicópata, no, a la vez que pedía a gritos un fusil para “llenarme de agujeros.” Proclamaba voz en cuello la necesidad de tirar todas las armas al mar. Saludaba a todo el que entraba a la sala con un protocólico pito catalán, y cumplí con el sueño del sombrero de papel de diario propio, además de una flotilla de barcos de papel que derribaba unidad por unidad con una goma elástica, el sombrero encajado en la cabeza y anunciando solemnemente la necesidad de proteger al país contra la agresión extranjera. Ante la alarmada mirada del personal, recitaba a García Lorca (¡y que yo me llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido!) mientras con grandes zancadas daba vueltas alrededor de un orificio de un metro de diámetro que había en el suelo y por donde fácilmente podía precipitarme al piso inferior. Inexplicablemente, los fines de semana me mandaban a descansar a mi casa. Esos eran lapsos durante los cuales tenía que desarrollar la ardua tarea de fingir cordura, lo que ya me parecía más difícil que actuar normalmente, como en el hospital. La tensión producida por la necesidad de pasar periódicamente de la locura al comportamiento convencional y viceversa era intolerable y fue el origen de angustias y pesadillas. Terminado un franco de fin de semana, los últimos cien metros antes de trasponer las puertas del hospital eran una cuenta regresiva que desembocaba en otra semana repleta de actos sin sentido, en los que mi voluntad, de tan libre, enloquecía, inventando febrilmente conductas imprevisibles y desprovistas de todo propósito racional excepto el de convencer a los oficiales médicos de darme la baja. No encuentro palabras para describir esa sensación de cortocircuito mental, constantemente presente pero agudizada siempre que se aproximaba el momento en que, debido a la finalización de un franco, debía pasar del estado cuerdo al loco justo cuando estaba acostumbrándome, sino a una normalidad, por lo menos a una rutina más serena. 8

Precisamente cuando volvía a sentirme sumido en la dulzura de mi hogar (ahora regenteado por mi tía Coca gracias a la ausencia de mis padres), y justo cuando restablecía contacto con el paraíso perdido de la universidad y mis nuevos amigos, era arrancado una vez más de mis raíces e injertado en una institución esclavizante e inhumana, donde ahora, para colmo y por propia elección, debía transformarme en Hamlet y vencer a la fuerza a través de la debilidad. Estaba consciente de lo difícil y ambiciosa de mi empresa. Sabía además que me había embarcado en un camino sin retomo; que debía vencer o ser sometido a un castigo varias veces peor que el intolerable año de servicio militar que estaba intentando evadir, un castigo que no podría y no querría sobrevivir. Pero tuve éxito. Mi última hazaña fue tirarme una taza de té hirviente sobre la cabeza, después de pararme sobre una silla y proclamar grandilocuentemente ante el comedor de los dementes: «Señores, la realidad es simbólica. En el mundo lo único que interesa son los símbolos. Por eso...» Cayó la cascada de líquido humeante, produciéndome quemaduras en el cuero cabelludo. La baja fue inmediata. El diagnóstico de aquellos médicos militares que no eran especialistas sino que caprichosamente habían sido asignados al servicio de psiquiatría, fue de personalidad psicopática. «Son psicópatas como vos los que, pasando inadvertidos, se transforman en delincuentes como el Che Guevara. A vos hay que darte duro.,,», me decía tiempo antes el médico del cuartel. «¡Cómo los cagaste viejo! Yo creía que eras un poco tonto y te tenía lástima por tu manera de actuar, pero te cagaste en el ejército entero, ¡es increíble!», me felicitó después de la baja un soldadito campesino. Sentí que era el mayor 9

elogio que me habían hecho en mi vida. Y esa baja de mayo de 1969 fue el primer éxito importante de mi vida, un éxito que me dio confianza en mi capacidad para intentar hazañas imposibles. No pude celebrar, sin embargo. Estaba demasiado alterado y exhausto para ello. Pero plasmé mi estado de ánimo con las siguientes palabras: «Sólo una vez te he enfrentado, Sociedad, y te he vencido. ¿Cuándo volveremos a enfrentamos? Pero no, no creas que mi victoria me hace sobreestimar mis fuerzas; de ser así ya estaría perdido. Entendámonos bien, respetable enemigo: tú nunca hubieras podido vencer. Mi derrota no hubiera significado tu triunfo. Yo soy libre y jamás te habría aceptado sumiso. Cuando se me negó la libertad cada una de las células de mi cuerpo se sublevó, y la alternativa fue para mí entonces el triunfo o la muerte. ¿Cómo podría ser de otra manera si se intentó privarme de lo único que me da identidad, mi soberanía sobre mí mismo? Sé muy bien que otro enfrentamiento puede tener lugar en cualquier momento y no sé cuál será el desenlace. La victoria depende en parte de uno, pero también es circunstancial y hay veces en que el contexto asegura la derrota. Venerable enemigo: no sé si alguna vez volveremos a entrar en lucha directa. Sé, sí, que en cada uno de mis triunfos mundanos me burlo de ti. Ignoro lo que ocurrirá mañana. Por ahora vamos UNO A CERO.» Del Diario de Andrés, 2 de marzo de 2017 Leer estas memorias de colimba me genera una extraña sensación. Tiemblo por lo que pudo haber pasado y no ocurrió... porque mi alianza con los dioses milagrosamente funciona. Mi única conclusión es una reiteración de cierta táctica aconsejada en el texto: la fuerza sólo puede ser derrotada por la debilidad. El mundo sería mucho más benigno si todos los soldados de todos los países se deshicieran en llanto cada vez que un sargento les pega un grito. Ninguna ley, ningún reglamento nos prohíbe llorar ni podría hacerlo, particularmente en estos tiempos. Hubo siglos en los que podía ejecutarse a un llorón. Hoy, no. Eso es progreso. Y para seguir progresando hay que explotar esa posibilidad, lo que significa usar y abusar del llanto. Soldados conscriptos del mundo: llorad. Llorad porque os tratan mal. Llorad porque extrañáis vuestros hogares, amigos, novias. Llorad permanentemente y no podrán reteneros. 10

Y así. mediante el llanto, aboliremos esta antigua pero actual forma de esclavitud. que es usufructuada por políticos y generales hambrientos de poder y disfrazada con falaces andamiajes jurídicos. Es obvio que si todos los conscriptos lloraran habría muchas menos guerras. Imagino llorando a todo Iraq, a todo Irán, y a ayatolas furiosos vociferando «¿Os habéis vuelto maricones?», y a toda una nación respondiendo «¡Sí!» Pero desgraciadamente responderán «No»: el machismo es uno de los grandes obstáculos para el progreso de la humanidad y uno de los más eficaces mecanismos de dominación. Es por su culpa que los soldados no lloran. El sometimiento lo llevan adentro. Desde la cuna, las madres sin saberlo los nutren de dominación. Y luego viene la escuela, y luego aún, la vida. Cuando ingresan al cuartel ya están programados para ser sojuzgados, y allí reciben el adoctrinamiento final para transformarse en autómatas que responden casi instintivamente a órdenes por sugestión pos hipnótica. Y estas pobres víctimas se creen muy «machos». Ellos, que no han podido defender su propia soberanía individual y que incluso están impedidos de llorar… El ejército no existe. No importa cuál sea su poderío. No importa cuántas tierras haya ocupado. El ejército no existe a no ser que haya ocupado tu cerebro.

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