De los sueños y otros demonios: la política cultural del segundo alanismo

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Descripción

De los sueños y otros demonios: la política cultural del segundo alanismo Santiago Alfaro

Hasta antes de la segunda guerra mundial, a nivel internacional las políticas culturales fueron una prolongación de las políticas de educación. Mediante organismos dispersos los Estados formulaban leyes, diseñaban programas e implementaban servicios, atendiendo campos puntuales del arte y el patrimonio. La construcción de naciones era la meta. La formación ética y estética de los ciudadanos, el método. A partir de las décadas de los años sesenta en Europa y la de los setenta en América Latina, paulatinamente la cultura adquiriría su propia autonomía dentro de la gestión pública. Bajo el amparo doctrinario de los derechos humanos, la incursión en el poder de múltiples corrientes pluralistas y la influencia de la United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization (UNESCO), los Estados tendieron a reunir el conjunto de entes y funciones culturales bajo un mismo marco institucional. Lo hicieron otorgándole un rango ministerial u otro menor como el de una subsecretaría, consejo o instituto. Posteriormente, a nivel programático las políticas culturales transitaron hacia una segunda generación. En esta, a diferencia de la primera, el alcance de lo comprendido por cultura fue ampliado. Junto a la preocupación por los museos y las “bellas artes”, surgió el interés por las industrias culturales y el arte digital, la recuperación de espacios públicos y la salvaguardia

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del patrimonio inmaterial, así como del destino de los pueblos indígenas y las minorías étnicas. También merecieron mayor atención las conexiones de la cultura con otros campos de la vida social como la economía, el turismo y la comunicación, así como el impulso de estrategias orientadas a negociar el lugar de la cultura en los tratados de libre comercio, lograr un equilibrio entre los derechos de los autores y los consumidores, afianzar redes asociativas, motivar la circulación de creadores y creaciones, luchar contra el racismo y diseñar sistemas de financiamiento. Todo, enmarcado dentro de un enfoque que concibe la cultura como una dimensión del desarrollo. En el Perú, recién en el 2010 se optó por darle plena autonomía institucional a la cultura, al extraerla del sector educativo y situarla en el Consejo de Ministros, tal como ya lo habían hecho todos nuestros países vecinos. Sin embargo, la decisión no se tomó mediante un proceso de participación y consulta ciudadana como en el caso colombiano, o un amplio y largo debate como sucedió con la creación del Consejo Nacional de la Cultura y de las Artes de Chile. Tuvo más bien su origen en una iniciativa individual del presidente, carente de un proyecto orgánico que la enmarcara y de una apuesta articulada por las políticas de segunda generación. La creación del Ministerio de Cultura fue, entonces, un hecho trascendente por sus consecuencias pero aislado por su causa. En general, el conservadurismo y personalismo caracterizaron tanto el acercamiento de Alan García a la cultura como el de sus dos delegados: Cecilia Bákula, última directora del Instituto Nacional de Cultura, y Juan Ossio, primer Ministro de Cultura. A continuación se evaluará la gestión de cada uno de ellos, partiendo desde su ubicación en la evolución de la institucionalidad cultural peruana y finalizando con los retos que motiva tanto la existencia del Ministerio de Cultura como la posibilidad de transitar hacia una segunda generación de políticas culturales. Para ello, se apelará a una noción restringida de política cultural:

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aquella que la define como una rama especializada de las acciones públicas, como lo son las del sector educación, salud o economía, orientada a canalizar la creatividad estética como los modos de vida colectivos1.

Memoria de nuestra institucionalidad centrífuga Los orígenes modernos de las políticas culturales se remontan al surgimiento de los Estados nacionales. A nivel mundial, estos establecieron como una de sus funciones el conservar y administrar el patrimonio cultural, constituido por el acervo de obras, monumentos y técnicas consideradas valiosas y legítimas. Para ello, en base a criterios paternalistas (no obligatorios), instituyeron archivos, museos, bibliotecas, escuelas y elencos artísticos. Todos fueron concebidos como dispositivos para la construcción de una memoria e identidad nacional normalmente ajustada a las versiones de las elites. En el Perú, salvo algunas incursiones de inclinación pluralista motivadas por el indigenismo de la “Patria Nueva” y el de mediados de siglo XX o el populismo corporativista del velascato, dicha política e institucionalidad cultural tuvo como mandato “extender” al conjunto de la población la “cultura ilustrada” o interpretaciones eurocéntricas de la herencia pre-hispánica, colonial y republicana.

1 Como sucede con el concepto de cultura, el de política cultural posee varios sentidos. Aparte de su comprensión como una tipo de política estatal, también es definido como la movilización de conflictos culturales desde los movimientos sociales (Sonia Álvarez, Arturo Escobar y Evelina Dagnino); un conjunto de intervenciones no solo públicas sino también civiles, privadas y comunitarias orientadas al desarrollo simbólico, satisfacción de necesidades culturales y la obtención de consensos para un tipo de orden o transformación social (Néstor García Canclini); o como la manipulación de tecnologías de la verdad para la construcción de sujetos cívicos (Toby Miller). Para un balance global de las distintas comprensiones de la política cultural, ver: Nivón, Eduardo. La política cultural. Temas, problemas y oportunidades. México: Conaculta, 2006.

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De esta manera, durante el protectorado del general San Martín se creó la Biblioteca Nacional (1821) y el Museo Nacional (1822). Más adelante, José Pardo fundó el Museo de Historia Nacional (1905), bajo la dependencia del Instituto Histórico del Perú, y este, a su vez, del Ministerio de Instrucción. En su segundo gobierno, Pardo instituyó la Escuela Nacional de Bellas Artes (1918). Por otro lado, Augusto B. Leguía creó la Sección de Asuntos Indígenas (1921) dentro del Ministerio de Fomento, el Museo Bolivariano (1924), el Museo de Arqueología (1924) y el Patronato Nacional de Arqueología (1929), primer organismo público encargado de la conservación del legado arqueológico nacional. Oscar R. Benavides hizo lo mismo en 1938 con la Orquesta Sinfónica Nacional, el Museo de Arqueología y Antropología, y el Consejo Nacional de Conservación y Restauración de Lugares Históricos. Por su parte, José Luis Bustamante y Rivero creó la Escuela Nacional de Arte Escénico en 1945, y un año después, continuó con el Conservatorio Nacional de Música, el Instituto Indigenista Peruano y el Museo de la Cultura Peruana. En medio de esta maraña institucional, se promulgó la Ley Orgánica de Educación (1941), creándose la Dirección de Educación Artística y Extensión Cultural dentro del organigrama del Ministerio de Educación, intento inicial de centralizar la gestión pública de la cultura. Luego, durante los mismos años en los que comenzaron a proliferar en el mundo los ministerios o consejos de cultura, las tareas relativas al campo artístico, y especialmente lo patrimonial, se unificaron finalmente bajo un mismo aparato burocrático a través de la Casa de la Cultura (1962) y el Instituto Nacional de Cultural (1971). Este último, organismo rector de las políticas culturales hasta el 2010 –a pesar de haberse constituido en un avance con relación al marco institucional anterior– careció siempre de poder. Su dependencia del sector educación y rango menor dentro de la estructura del Estado limitó las oportunidades para que sus

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directores negocien partidas presupuestales, incluso que las mantengan luego de ser asignadas. Los mismos motivos obstaculizaron también el establecimiento de metas estratégicas tanto dentro del sector cultural como con el resto de carteras ministeriales. Facilitaron, además, que el Instituto Nacional de Cultura (INC) cayera preso de los cacicazgos y cesarismos de turno, siendo sometido a innumerables reformas, acordes con el gusto y la conveniencia de cuanto ministro de educación, director general o gobierno, asumía el poder. Las reformas, a la larga, afectaron los alcances de sus funciones y competencias, motivando de nuevo la dispersión de las intervenciones del Estado en el campo cultural. Especialmente después de la reducción que sufrió en el desmantelamiento de 1984, la más radical de todas, el INC básicamente tuvo como misión velar por las distintas expresiones del patrimonio cultural y administrar los elencos artísticos. Como consecuencia de ello, en su arquitectura institucional se materializaron básicamente las políticas culturales de primera, no las de segunda generación.

Alan II: los sueños del patriarca Alan García heredó entonces un INC anacrónico y precario. A lo largo de su gobierno no hizo mucho por revertir esta situación. En su segunda administración no se apostó ni programática ni financieramente por el arte y la cultura. El presupuesto del INC, la Biblioteca Nacional o el Archivo General de la Nación, no aumentaron2. Tampoco se elaboraron lineamientos de política cultural para el quinquenio. Sí se creó el Ministerio de Cultura, pero 2 Entre el 2006 y el 2010 los recursos ordinarios del INC solo se incrementaron en aproximadamente 9 millones de soles, siendo de S/.39 millones en el 2010. Ese año, el 80% de su presupuesto total (S/.217 millones) provino de recursos directamente recaudados, esto es, de los servicios que ofrecía como el ingreso a museos o restos arqueológicos. En comparación, el presupuesto del Ministerio de Cultura del Ecuador fue en el 2010 de 26 millones de dólares, el doble de lo que le entregó el Estado al INC.

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incluso este giro institucional tan meritorio no vino acompañado de mayor presupuesto ni de un proyecto político para el sector. Las iniciativas presidenciales fueron más bien las que abundaron. Todas ellas realizadas sin consultar a los organismos competentes y/o haberlas planificado previamente. La Casa de la Literatura (2009), el convenio entre Radio Nacional y la Asociación Peruana de Autores y Compositores –APDAYC – (2009), el Ministerio de Cultura (2010) y el Gran Teatro Nacional (2011), son proyectos que nacieron de sueños palaciegos, no de evaluaciones técnicas, continuando una tendencia personalista manifestada también durante el primer gobierno aprista3. En aquella oportunidad, el Consejo de Integración Cultural Latinoamericana (CICLA), la Medalla de Artes, Ciencias y Letras Inca Garcilaso de la Vega , el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Concytec), entre otras acciones públicas, fueron promovidas directamente por Alan García, quien incluso creó una oficina de asuntos culturales dentro de la presidencia de la República para llevar a cabo sus propias prioridades. El problema, claro está, no son las obras mencionadas en sí mismas, sino el modelo de gestión pública que las engendraron. Uno en el que la voluntad del presidente prima sobre la de las instituciones especializadas; en el que se toman decisiones aisladas, fuera de una política orgánica sometida a planes y evaluaciones estratégicas; y en el que el incremento del prestigio personal a través del de la Nación es una motivación y no el desarrollo autónomo de los ciudadanos. Un modelo, en suma, megalómano más cercano al mecenazgo real del siglo XVIII, que a las políticas culturales contemporáneas. 3

En la inauguración de una de las obras mencionadas, García comenzó su discurso diciendo: “Hoy cumplo un viejo sueño que desde mi primera aventura presidencial estuvo siempre presente en mi voluntad, crear una Casa de la Literatura Peruana”. La alusión a sus sueños se repitió constantemente, tal como sucedió al justificar la construcción arbitraria del llamado Cristo de Pacífico.

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El mejor ejemplo de ello se expresa en el Gran Teatro Nacional. Los planos de su construcción fueron recibidos por la Directora del INC cuando ya estaban hechos. A pesar de que se diga lo contrario, no solo las empresas privadas han invertido en el proyecto, también el Estado, con más de 260 millones de soles (SNIP4 150803), extraídos del presupuesto del Ministerio de Educación. Y, cuando se ponga en funcionamiento, deberá generar sus propios ingresos porque no recibirá subvenciones, obligando a que sea gestionado en base a criterios orientados hacia la rentabilidad y no a la equidad o bienestar social. En otras palabras, el diseño del monumental edificio no surgió ni contempló la opinión de la entidad rectora de las políticas culturales en nuestro país. Su financiamiento sacrificó cuantiosos recursos que pudieron usarse para implementar otras prioridades a partir de la elaboración de planes estratégicos nacionales o para concretar obras de infraestructura que se necesitan con más urgencia, como el reclamado centro de convenciones capaz de albergar ferias de libros y de gastronomía. Ello, además, teniendo en cuenta que se acaba de reinaugurar un local del mismo perfil: el Teatro Municipal. Encima, el sacrificio del dinero de todos los peruanos no servirá para hacer accesible los servicios escénicos o promover la presentación de obras inclinadas hacia la innovación y el riesgo. Por el contrario, debido a los costos que demandará mantenerlo, será usado solo para la difusión de óperas, conciertos o piezas teatrales convencionales, capaces de atraer a públicos amplios; y lo disfrutarán principalmente quienes puedan pagar los altos precios que ineludiblemente deberán cobrarse para alcanzar el punto de equilibrio en las ventas. Si el objetivo del presidente, al menos de manera formal, fue democratizar la “alta cultura”, quizá logre exactamente lo contrario. 4

Sistema Nacional de Inversión Pública (SNIP).

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El Gran Teatro Nacional es, en la práctica, la materialización de una opción preferencial del segundo alanismo por los que tienen más capital, expresada también en sus políticas culturales básicas o referidas al sustrato cultural, tal como las denomina Manuel Garretón5. Estas, a diferencia a las políticas sectoriales, no se orientan hacia el desarrollo de la creatividad estética sino al de los distintos modos de vida, al de las múltiples memorias, lenguajes, conocimientos e identidades colectivas de una sociedad. Alan García regresó al gobierno para expiar sus culpas estatistas, apelando a un modelo donde “salvo el crecimiento, todo es ilusión”. Por lo mismo, sus políticas culturales básicas siguieron una lógica en la que el respeto de los derechos colectivos de los pueblos indígenas, el reconocimiento de la dimensión cultural de la vida social o la construcción de una memoria a partir de la versión de las víctimas del conflicto armado interno, fueron concebidos como obstáculos para el “progreso”. La ideología del “perro del hortelano” no es otra cosa que un neoliberalismo asimilacionista, un paradigma de desarrollo economicista y monocultural. El decreto ley 1015 que facilitaba la venta de las tierras de las comunidades campesinas y nativas, las observaciones del Ejecutivo a la Ley de Consulta, la calificación de “animistas primitivos” a quienes reclaman que su opinión sea tomada en cuenta al concesionarse recursos naturales, la valla de la nota 14 que deben ahora afrontar los profesores bilingües, el descuido de las políticas de adecuación cultural en el sector salud, la reticencia inicial para construir un museo de la memoria, el minúsculo presupuesto designado para el pago de las reparaciones colectivas y el poco interés demostrado por la diversidad cultural cuando no se reduce a ser un recurso para el turismo, ejemplifican lo anterior. 5 Garretón, Manuel Antonio. «Las políticas culturales de los gobiernos democráticos en Chile». En: Antonio Canelas y Rubens Bayardo, ed. Políticas culturales en Ibero-América. Salvador: Universidade Federal da Bahia (EDUFBA), 2008. http://www.manuelantoniogarreton.cl/documentos/politicas28_07.pdf

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Si en las políticas culturales sectoriales Alan García siguió el ejemplo del monumentalismo de Manuel A. Odría, en las de sustrato su modelo fue el aristocratismo de Manuel Prado: interés en la libertad económica del gran capital, no en la libertad cultural del ciudadano.

Cecilia Bákula (2006-2010): el presidente tiene quien le escriba El personalismo y conservadurismo alanista tuvieron su correlato en Cecilia Bákula, aunque en distinto grado y naturaleza. El conservadurismo porque durante su gestión no se optó por innovar y ampliar los alcances del INC, sino por desarrollar una gestión rutinaria. Se operó continuando tanto la estructura orgánica como los programas de las direcciones (puesta en valor de sitios arqueológicos, defensa del patrimonio), proyectos especiales (Qhapaq Nan, Caral Supe) y proyectos de inversión (Museo Nacional Chavín, Museo Pachacamac) iniciados durante la dirección de Luis G. Lumbreras. Digamos, la creatividad y originalidad no fueron características emblemáticas de Cecilia Bákula en su faceta como funcionaria pública. Sin embargo, ello no implicó que dejara de establecer sus propias prioridades. Al cumplimiento de tres funciones, le puso más interés a: la defensa del patrimonio cultural; el registro, catalogación e inventario de bienes culturales; y la salvaguardia del patrimonio inmaterial. Entre los alcances de la primera se encuentran: la presentación de una lista roja de antigüedades peruanas en peligro, el fortalecimiento de las relaciones bilaterales con otros países para prevenir el tráfico ilícito, la repatriación y recuperación de centenares de bienes patrimoniales, y el desarrollo de campañas de sensibilización en torno a la protección del patrimonio cultural. En la segunda, se creó un sistema de registro informatizado de bienes muebles;

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organizó la información de las exposiciones de bienes muebles en el extranjero; y registró, solo en el 2009, 32 370 bienes. En la tercera, estaba a cargo de la Dirección de Registro y Estudio de la Cultura en el Perú Contemporáneo, una de las oficinas con mayores bríos en los tiempos de Bákula. Allí se llegó a realizar 20 proyectos de investigación a profundidad que derivaron en 8 libros, 8 CD y 32 documentales en videos; 30 exposiciones dedicadas al patrimonio inmaterial; 8 versiones de la Feria Ruraq Maki, orientada a la exposición y venta de piezas artesanales únicas; 58 declaraciones de expresiones representativas de nuestro patrimonio inmaterial; y la mejora de la infraestructura del Museo de la Cultura peruana, entidad que triplicó su número de visitas con relación al 2006. Pero no todo fue continuado y\o mejorado. Por el contrario, existieron iniciativas importantes de la gestión anterior que se abandonaron, como el Directorio Nacional de la Cultura y las Artes; la línea de publicaciones sobre gestión cultural; y el tratamiento en la Gaceta Cultural de temas novedosos. Al mismo tiempo, Cecilia Bákula imprimió su propio sello en áreas como el de las políticas laborales. Tal como lo manifestó al asumir el cargo, uno de sus principales objetivos fue “mejorar la calidad de la gestión en el sector” a través de la promoción de la “austeridad, moralidad y dedicación al trabajo”. Antes que en una mayor meritocracia e inversión en recursos humanos, ello se materializó en verticalismos, despidos y formalidades. Siguiendo el estilo de la primera directora del INC (Martha Hildebrandt), la última centralizó las decisiones y estableció un rígido control sobre todo el aparato burocrático. De este modo, despidió a cerca de 100 funcionarios y contrató, especialmente en el área administrativa, a miembros de Avanzada Católica, grupo religioso al que pertenece la historiadora6. Además, en lugar de 6 Ver: Patriau, Enrique. «Los cruzados de Bákula», La República, Lima, 27 de julio de 2008. Allí se detallan algunas denuncias por despidos arbitrarios y los efectos de

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promover capacidades en gestión cultural, Bákula se preocupó más por regular la vestimenta de los funcionarios, obligando al personal de los museos a solo portar “pantalones de drill color beige” y desechar los jeans. La templanza a nivel interno no se repitió a nivel externo. Bákula demostró tener reticencias a incidir en la opinión pública y liderar el sector. Su rol en el Proyecto Impulso lo ejemplifican. El Proyecto Impulso fue una iniciativa de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), por medio de la cual se donó un millón de euros con el fin de definir una política cultural que apoye y respalde los planes de desarrollo del país. La mitad de ese monto fue destinado a la puesta en valor del Museo de Sitio Julio C. Tello de Paracas, tarea efectivamente cumplida; 300 mil para desarrollar proyectos culturales en tres departamentos del país; y 200 mil para la realización de un proceso de consulta a la sociedad civil para elaborar propuestas de política cultural y organizar el I Congreso de Políticas Culturales, entre otras acciones. Para lo último se conformaron 8 grupos temáticos en los que participaron cerca de 72 personas. Durante casi un año se reunieron y elaboraron una serie de propuestas para presentarlas en el mencionado Congreso. El poco apoyo y liderazgo se manifestó a lo largo del proceso, pero particularmente en el momento más importante: en la implementación de las conclusiones. A pesar que Bákula se comprometió durante la clausura del evento a entregarle “esa misma noche” al presidente las propuestas sugeridas, ello nunca sucedió y los resultados del Proyecto terminaron encarpetados. Tan desapercibido pasó todo el proceso que el primer día en el que despachó Juan Ossio como Ministro de Cultura, casi dos años después, recién se enteró de su existencia. De esta manera, el gobierno peruano, por intermedio de la historiadora, malgastó la contratación de personal siguiendo criterios confesionales, como el veto a Gustavo Gutiérrez, inicialmente considerado para participar en un número de la Gaceta Cultural.

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200 mil euros de los contribuyentes españoles. Perdió también la oportunidad de replantear –en base a un enfoque de desarrollo– las relaciones entre el Estado y el sector cultural, históricamente quebrada. Ahora bien, el poco entusiasmo demostrado por liderar y representar los intereses de la sociedad civil estuvo acompañado de mucha resignación hacia la voluntad del presidente. A pesar de dirigir el órgano rector de las políticas culturales dentro del Ejecutivo, Alan García tomó varias decisiones trascendentes sin tomarla en cuenta. Esos fueron los casos de la creación del Ministerio de Cultura, la construcción del Gran Teatro Nacional y la formulación del Proyecto de Ley 3464, aquella infame iniciativa en la que se pretendía quitarle al INC la tutela del patrimonio cultural. Solo en este último caso ella emitió una opinión pública discrepante, aunque con su respectivo eufemismo: “no me estoy enfrentando al presidente, cuya majestad del cargo respeto”. Quizá por lo mismo, ante la justificación del jerarca a la censura de la muestra de Piero Quijano, no defendió a las funcionarias del INC acusadas de efectuarlo. Frente a los subordinados, drástica jerarquía. Frente a otra autoridad, marcada sumisión. Esa fue la lógica que la llevó a ser funcional al personalismo de García, quién finalmente reconoció su lealtad nombrándola representante del Perú frente a la Unesco.

Juan Ossio (2010-2011): el antropólogo en su laberinto En Juan Ossio, García encontró un funcionario ajustado también a su personalismo y conservadurismo pero con una visión sobre el sector más imprecisa. A diferencia de Bákula, el antropólogo no podía desplegar una gestión rutinaria. Debía montar un Ministerio en menos de un año, con el mismo presupuesto del INC y todas las implicancias administrativas y programáticas que ello tiene.

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Entre las administrativas estaba decidir si se incorporaba o no a las entidades culturales que quedaron fuera del Ministerio, como el Conacine y las Escuelas Artísticas. En ambos casos se procedió torpemente. El Decreto Supremo 001-2010 que incorporó al Ministerio a las Escuelas Artísticas, lo hizo por absorción y no por adscripción, quitándoles autonomía. Además, el mencionado Decreto fue promulgado sin haberlo consultado con los directores de las escuelas. Las movilizaciones y críticas públicas no se hicieron esperar, y frente al escándalo, el Ministro se vio obligado a derogar el primer decreto que emitió. Algo parecido ocurrió con la absorción del Conacine. Debido a la disposición, su consejo directivo perdió la facultad de poder tomar decisiones con carácter vinculante y el organismo se convirtió en una comisión. La situación no fue advertida al gremio cinematográfico previamente, ni se inicio una batalla legal para evitarlo, tomando en cuenta que el embrollo tuvo su origen en una discutible interpretación de la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo. Sí se procuró reducir el impacto de la medida pero en la práctica dicha institución ha sido estatizada, como no sucede con las de su tipo en otras partes del mundo. Dos casos más, aunque de distinta índole, desnudaron también una fragrante falta de criterio de Ossio como gestor cultural: el pintado de la fachada del Ministerio y la construcción del Cristo del Pacífico. En el primero no se respetó el diseño original del edificio, emblema de la arquitectura brutalista. Las críticas nuevamente lo obligaron a recular. En el segundo no sucedió lo mismo. A pesar de los cuestionamientos, el sueño del presidente fue cumplido basándose en un permiso concedido por del Ministerio de Cultura, que justificaba la construcción del Cristo en una zona de uso restringido, debido a que la obra es “compatible con el carácter histórico y patrimonial del área, toda vez que conmemora un acontecimiento histórico del país”.

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Argumento de plástico para un estatua del mismo material. Aquí el personalismo de García nuevamente fue secundado por una autoridad sin independencia. De esta manera, Ossio no solo renunció a cumplir con sus funciones básicas, el cuidado del patrimonio, sino también a sus propias consignas. Vale recordar que desde su designación como ministro criticó reiteradas veces a los alcaldes por hacer monumentos que “no tienen calidad estética, afean el paisaje” y se comprometió a intentar “poner freno a estas barbaridades”. La prebenda pudo más que los principios. A nivel programático, los logros y avances que puede exhibir el Ministerio en tiempos de Ossio, varían según los órganos de línea. La Dirección General de Patrimonio Cultural siguió con el trabajo rutinario que hacía el INC. Bernardo Roca Rey, viceministro de Cultura, se remitió a dejar la situación tal como estaba con Bákula y concentrarse en actividades de representación y relaciones públicas. Además impulsó aquello que encajaba en sus intereses: la Casa de la Gastronomía, la nominación de la cocina peruana frente a la Unesco y la coordinación con la Comisión de Alto Nivel para la celebración de los 100 años de Machu Picchu. En el caso del Viceministerio de Interculturalidad, el conservadurismo y la confusión reinaron. El conservadurismo porque lejos de constituirse en una institución capaz de luchar contra el racismo y velar por los derechos de los pueblos indígenas y afrodescendientes, sus esfuerzos se concentraron en la organización de conmemoraciones y de espectáculos. Tokenismo pirotécnico antes que ejercicio de derechos: integración aparente por medio del reconocimiento de expresiones folclóricas, más que promoción de la Ley de Consulta o formulación de políticas sociales adecuadas culturalmente. A la ausencia de voluntad política del gobierno para defender los intereses y derechos de poblaciones históricamente discriminadas, se le sumó el diseño confuso del Viceministerio. Muchas de sus funciones son bastante vagas y generales. El Reglamento

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de Organización de Funciones (ROF) no corrigió el problema, agravándolo al crear la Dirección General de Inclusión de los Conocimientos Tradicionales, tarea también abordada por la Dirección de Patrimonio Inmaterial Contemporáneo. Por lo mismo, sin una adecuada reestructuración, incluso con apertura hacia la interculturalidad, en el futuro seguirá siendo como con José Carlos Vilcapoma: el viceministerio del festejo. En contraste a todo lo anterior, la Dirección de Industrias Culturales y Artes marcó la diferencia. Varios son los resultados que allí lograron alcanzarse. Entre ellos puede mencionarse la elaboración de objetivos y estrategias relativamente claras para el área; el diseño de un estudio de consumo cultural; la creación de un Atlas de infraestructura cultural y una web para difundir y levantar información sobre el sector cultural; el apoyo al Conacine con el fin de mejorar su web, capacitar a los cineastas regionales y a contratar un jurado internacional; y la formulación de un proyecto orientado a implementar una Red de Puntos de Cultura en el Perú desde el enfoque del arte para la transformación social. Sin duda esta fue la Dirección General más activa y encaminada. De hecho, también la única que estableció vínculos con las asociaciones y gremios artísticos por intermedio de su director, Daniel Alfaro. Algunos llegaron a ser bastante tensos, particularmente los establecidos con los cineastas. La disolución del Conacine y la mediación realizada durante el debate sobre la Ley Pro Cine fueron los motivos. En ambos casos la jefatura de Ossio se hizo extrañar. Podrán encontrarse muchos matices pero, en concreto, la gestión del primer Ministro de Cultura del Perú no significó para el cine un avance en su sistema de financiamiento, ni en su marco institucional. Lo mismo podría decirse del Ministerio en su conjunto.

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Hacia una nueva generación de políticas culturales En materia de políticas culturales, el Perú ocupa desde hace décadas, dentro de la región, el mismo lugar que la selección nacional en las eliminatorias para el mundial de fútbol. A pesar que su modelo personalista de gestión y pensamiento conversador no contribuyó significativamente a revertir esa situación, el segundo gobierno de Alan García le ha dejado al país un Ministerio con capacidades potenciales para hacerlo. Volverlas manifiestas demanda principalmente el diseño de un modelo sistémico de gestión pública que permita hacer sostenibles las políticas de segunda generación. En Colombia, ese modelo se expresó en la concepción del Ministerio de Cultura como la entidad rectora y coordinadora del Sistema Nacional de Cultura integrado por “el conjunto de instancias, espacios de participación y procesos de desarrollo institucional, planificación, financiación, formación, e información articulados entre sí, que posibilitan el desarrollo cultural y el acceso de la comunidad a los bienes y servicios culturales”7. Construir aquí un sistema con el perfil mencionado implica ponerle prioritariamente atención a cuatro dimensiones claves de la gestión pública, más allá de las particularidades sectoriales: 1. Descentralización. Implementar políticas de alcance nacional y, a la vez, garantizar la autonomía a nivel territorial, requiere descentralizar el Ministerio de Cultura de verdad, no como el INC. La redistribución equitativa del presupuesto y promoción de capacidades en gestión cultural son dos requisitos mínimos para ello. 2. Financiación. La Unesco recomienda que el presupuesto público destinado al campo cultural sea del 1% del Producto Bruto Interno. Aplicarla demandará el liderazgo de 7

Decreto 1589 de 1998, por el cual se reglamenta el Sistema Nacional de Cultura.

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quien dirija el Ministerio pero también la búsqueda de otras fuentes de recursos. Gran Bretaña encontró una en la Lotería Nacional. Nosotros podríamos hacerlo en el impuesto a los Juegos de Casino. A la vez, es necesario constituir un sistema mixto de financiamiento, público y privado: más mecenazgo empresarial y fondos concursables. 3. Información. En los últimos cinco años, la implementación de sistemas de información se ha vuelto en un recurso ineludible para el diseño de políticas culturales. Brasil, Chile y México cuentan ya con Cuentas Satélites para la Cultura. Ese es el camino que nos toca seguir para profesionalizar la gestión pública, dotándola de estadísticas e investigaciones que la aproxime mejor a los fenómenos culturales. 4. Planificación. Por sí mismo, los documentos de planificación no son antídotos al personalismo inoculado en nuestra cultura política. Sin embargo, son una condición necesaria para formular políticas coherentes, orientar a los funcionarios públicos en el ejercicio de su trabajo y motivar la participación ciudadana. Formularlos, sector por sector, permitiría desarrollar un trabajo a largo plazo en base a consensos. El primer Ministerio de Cultura, como el nuestro, surgió de casualidad. Charles De Gaulle lo creo para ofrecerle al reconocido escritor André Malraux un lugar en el gobierno e incrementar su prestigio. A pesar del personalismo inicial, la iniciativa terminó siendo respaldada por la clase política, convirtiéndose en un momento fundacional para la política cultural, no solo francesa, sino para la del mundo entero. Priorizar el fortalecimiento de la institucionalidad del Ministerio mediante un modelo de gestión pública como el señalado, facilitaría que en nuestro país llegue a suceder algo parecido.

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