De los Jacobinos al Estado Libre: historia de la violencia en Irlanda

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Descripción





McDONAGH, Oliver. States of Mind. A Study of Anglo-Irish Conflict 1780-1980. London – Boston – Sydney, George Allen and Unwin, 1985, p.71
BROWN, Terence. Ireland. A Social and Cultural History, 1922-1979. Glasgow, Fontana Paperbacks, 1982, p. 27
Ibid., p. 35
BROWN, op. cit., p. 30
McDONAGH, op. cit., p. 70
Ibid., p. 71
Ibid., p. 72
McDONAGH op. cit., p. 42
BROWN, op. cit., p. 24
McDONAGH, op. cit.,p. 75
HUTCHINSON, John. The Dynamics of Cultural Nationalism. The Gaelic Revival and the Creatrion of the Irish Nation State. London, Hunwin Hyman, 1987, p. 50.
FINNEGAN, Richard, McCARRON, Edward. Ireland. Historical Echoes, Contemporary Politics. Oxford- Boulder, Westview Press, 2000, pp. 40-4
McDONAGH, op. cit.,p. 81
FINNEGAN y McCARRON, op. cit., p. 67
HOPPEN tiene un brillante capítulo sobre el localismo en Ireland since 1800: Conflict and Conformity. London - New York, Longman, 1989.
FINNEGAN y McCARRON, op. cit., p. 66
TOWNSHEND, Charles. Ireland. The 20th Century. London- New York, Arnold Publishers, 1999, p. 25
McDONAGH, op, cit., p. 81
WARD, Alan J. The Easter Rising: Revolution and Irish Nationalism.Illinios, AHM, 1980, p. 53
McDONAGH, op. cit., p. 82
Íbid., p. 82-85
Nicholas MANSEGH trata la actitud del comunismo hacia Irlanda en The Irish Question, 1840-1921. [1940] Toronto, University of Toronto Press, 1975, p. 103
WARD, op. cit., p. 52
McDONAGH, op. cit., p. 83
WARD, op. cit., p. 53
McDONAGH, op. cit., p. 85
FINNEGAN y McCARRON, op. cit., p. 42
TOWNSHEND, op. cit., p. 30
FOSTER, R.F. Modern Ireland. 1700-1972. London, Penguin, 1988, pp. 404-405
FOSTER, op. cit., p. 405
JACKSON, Alvin. Ireland. 1798-1998. Oxford-Malden, Blackwell, 1999, p. 115
FINNEGAN y McCARRON, op. cit., p. 45
WARD, op. cit., p. 85
WARD, op. cit., p. 84
Ibid., p. 84
Ibid., p. 93
Ibid., p.89
Ibid., p. 92
WARD., pp. 96-97
Ibid., p. 98
Ibid., p. 110-111
WARD, op. cit., p. 116
Ibid., p.121
Ibid., p. 117
FINNEGAN y McCARRON, op. cit., p. 63
Ibid., p. 66
TOWNSHEND, op. cit., p. 88
TOWNSHEND, op. cit., p. 93
FINNEGAN y McCARRON, op. cit., p. 67
TOWNSHEND, op. cit., p. 94; y FINNEGAN y McCARRON, op. cit., p. 67
TOWNSHEND, op. cit., p. 94
Ibid., p. 101
LAWRENCE, Jon: "Forging a Peaceable Kingdom: War, Violence, and Fear of Brutalization in Post–First World War Britain", The Journal of Modern History, 75, 3 (2003), p. 581
TOWNSHEND, op. cit., p. 88
TOWNSHEND, op. cit., pp. 91-92
Ibid., p. 100
Ibid., p. 102
FINNEGAN y McCARRON, op. cit., p. 68
TOWNSHEND, op. cit., p. 103
Íbid., p. 103
TOWNSHEND, op. cit. p.103
Ibid., p. 105
Ibid., p. 109
Ibid., p. 97
BROWN, op. cit., p.14
TOWNSHEND, op. cit., p.120
Ibid., pp. 118, 119, 120, 121 y 122
TOWNSHEND, op. cit., p. 124
HUTCHINSON, op. cit., p. 306
TOWNSHEND, op. cit., p. 115
BROWN, op. cit., p. 18
Ibid., p. 26
FINNEGAN y McCARRON, op. cit., p. 70
TOWNSHEND, op. cit., p. 116
FINNEGAN y McCARRON, op. cit., p. 70
De los jacobinos al Estado Libre: de cómo la violencia se gestó, irrumpió y logró asentarse en el movimiento nacionalista irlandés

Inglaterra no respeta nada salvo el poder.
Charles Stewart Parnell

¿Fue Irlanda una nación violenta? Las imágenes que tradicionalmente nos llegan del imaginario colectivo nos llevan indefectiblemente a su guerra por la independencia o a los atentados que hasta no hace mucho agitaban los titulares de la prensa británica. También es posible que la propia visión inglesa de la situación política en la isla vecina durante doscientos años (una de incomprensión, y que achacaba al irlandés la triste condición de fanático atrasado) haya podido influir sobre nuestras percepciones.
Incluso las penurias del siglo XIX como fue la Hambruna de la Patata pueden llevar a pensar que el pueblo irlandés tenía todos los motivos para ser violento; ergo, debió de serlo. Pero lo cierto es que el funcionamiento de la violencia en Irlanda fue mucho más complejo e involuntario. Su relación con el nacionalismo (o con los varios nacionalismos) resulta lo suficientemente fascinante como para constituir el objeto de estudio de este ensayo.
La violencia de la que trataremos aquí no responde a un interés morboso; un interés en la violencia per se. Se trata más bien de relacionar la violencia con las diversas formas que adoptó el nacionalismo irlandés. Si las impulsó o las contuvo, directa o indirectamente. Sus causas y sus consecuencias, tantas veces indeseadas.
Llegados a este punto, es crucial determinar cuáles fueron las formas que adoptó este nacionalismo irlandés, para comprender mejor la interacción entre violencia y nacionalismo. El nacionalismo constitucional fue quien predominó en la pugna y ganó muchas batallas (si bien no la guerra, en el sentido amplio de la palabra). Logró no pocas aportaciones para la Irlanda política, fundamentalmente durante el siglo XIX. El nacionalismo revolucionario se opuso a esta primera vía, desconfiando siempre de políticos –y en muchas ocasiones de la Iglesia, aunque sus militantes siguieran siendo religiosos- y buscando detonar insurrecciones populares que nunca llegaron, la mayoría de veces por medio de incursiones mal preparadas y peor resueltas. También se hizo hueco el nacionalismo romántico, aunque éste mostró sus síntomas más a través de intelectuales que de paramilitares.
Sin embargo, conviene no llamarse a engaño: el resurgir de lo gáelico y los valores del romanticismo estuvieron ligados a la violencia en más de una ocasión. No sólo porque el espíritu de revivir/reconstruir una cultura y un pasado irlandés sin solución de continuidad iba ligado íntimamente al espíritu decimonónico de los Young Irelanders, que intentaron su propia acción revolucionaria en los 1840, sino porque la muy popular Liga Gaélica triunfó en las décadas finales del s. XIX siendo infiltrada por elementos revolucionarios. Unos que pronto supieron transformar el aprendizaje de irlandés y las competiciones de deporte local en una maquinaria bien engrasada de captar guerrilleros para la causa irlandesa.
Antes de pasar a describir los agentes de la violencia –y averiguar definitivamente si su acción fue representativa y auxilió a la causa del nacionalismo- convendría describir el entorno en el que esa violencia se hizo posible. La violencia se gesta ex novo cuando una población es movilizada con hastío para ser entrenada y enviada al frente (caso de las Brigadas Internacionales en Albacete, o de las juventudes europeas en 1914), o incluso cuando un idealista se une a un movimiento revolucionario sin contacto previo con su realidad violenta, pero en el caso irlandés, muchas de las pautas de violencia, de sus métodos y formas de organización, ya estaban inventados desde antes de 1919 o las diversas intentonas a lo largo del XIX.

Tierra y religión: causas de la violencia estructural
Estas eran formas de violencia primitivas, latentes, difusas en el sentido de que no constituían un movimiento en una dirección política inequívoca, con un objetivo que poder lograr. Sí tenían intencionalidad, pero ésta se basaba más en mantener un "estado de opinión", unos temores o unas costumbres sin que fueran amenazadas. Era una violencia de origen rural y por tanto de corte conservador: no buscaba inaugurar un nuevo mundo pagando un peaje de sangre, más bien mantener las reglas tradicionales de lo que sus ejecutores consideraban justo.
Sus orígenes eran la tierra y la religión. Fueron estos dos elementos los que constituyeron la placenta de la violencia posterior, los que instruyeron a los irlandeses –incluidos los más conservadores- en sus técnicas y su coordinación. La cuestión religiosa había sido problemática desde que los colonos de Gran Bretaña se abrieran paso por el norte de esta isla celta favoreciendo el credo protestante frente al catolicismo local. No significa eso que toda manifestación de catolicismo proviniera de tiempos inmemoriales. La última y muy significativa revolución católica en la cultura irlandesa, cuando se introdujeron relicarios y bendiciones nuevas, dató de 1850 a 1875. Pero sí significó que la reivindicación de los católicos frente a las imposiciones protestantes proporcionó una de las señales de identidad "irlandesa" más antiguas.
Por lo demás, existía una violencia latente entre las comunidades de unos y otros (particularmente si los católicos decidían aliarse con los nacionalistas o los protestantes con Londres), pero el nacionalismo siempre contó con políticos protestantes de renombre (ej: Parnell), aunque aliados tradicionalmente con la Iglesia Católica. En el caso de Londres, su identidad protestante sí fue una de las causas que hizo que muchos gobernantes británicos despreciaran a Irlanda como un reducto de papistas retrógrados.
Por otra parte, el catolicismo se convirtió para muchos irlandeses en el único estandarte que aportaba una proyección internacional a su causa; de este modo y por otras razones, el catolicismo se ligó a la política nacionalista sin tener por qué haber sido así desde un principio. A pesar de sus planteamientos conservadores ultramontanos (que le permitían apoyar, como mucho, a los nacionalistas constitucionales), la Iglesia Católica reclutaba obispos entre sus curas y curas entre el pueblo irlandés. De esta manera, fue permeable al contacto con la violencia cuando muchos de sus párrocos se unieron a una u otra rebelión, especialmente en el s. XX, cuando la vía insurreccional fue ganando apoyos.
El segundo pilar,y quizá el más importante, de la violencia contemporánea irlandesa (aunque frecuentemente no se perciba así) es la tierra. El conflicto agrario proporcionó las causas y los métodos de la violencia desde hacía más de un siglo: la sociedad secreta agraria. Este tipo de formación (y sus derivaciones sectarias, católicas o protestantes) establecía un orden alternativo a través de la amenaza velada, castigando con pistola o cuchillo aquellos comportamientos que se salían de la "justicia" consuetudinaria. La organización era jerárquica en estas sociedades. Hay que tener en cuenta que, desde el robo de armas hasta la acción en sí, era constante la necesidad de disciplina. Una forma de articularse que pronto se contagiaría a otras formas de violencia en la segunda mitad del siglo XIX.
Esta violencia agraria no se mantuvo pura y distanciada de las tensiones nacionalistas que corroyeron la isla durante la Edad Contemporánea; su relación con los variados nacionalismos fue siempre compleja y cambiante. Las formas de violencia caótica de los "agrarios" causaron siempre el rechazo de los partidos. Desde los constitucionalistas, donde todos –desde O´Connell a Redmond- se acabaron desmarcando de sus actividades, hasta los revolucionarios; de los Young Irelanders a la Irish Republican Brotherhood por igual.
Poco importó que los constitucionalistas se aprovecharan de la agitación agraria de 1820 para lograr, ante la aprensión de Londres, la emancipación católica en 1829, o que las huestes disciplinadas de Parnell se beneficiaran exactamente del mismo hecho entre 1870 y 1885. Sin olvidar que la articulación política de los movimientos revolucionarios en la segunda mitad del XIX, por otra parte, calcó la dinámica del terrorismo agrario: células locales, golpes esporádicos y pactos de omertá.
Al fin y al cabo, el movimiento de protesta rural sabía crear una impresión en la opinión pública (internacional incluida) de que todos los irlandeses estaban de acuerdo en un punto, algo de lo que pronto se apropiarían tanto O´Connell como Collins. En cierto modo, se debe a que la base reivindicativa del movimiento campesino no estaba en el intento de engendrar un mundo nuevo regado con sangre, sino en un tipo de violencia punitiva hacia quienes rompieran las normas no escritas de la ética campesina. Los campesinos irlandeses buscaban moralizar la economía, del mismo modo que los nacionalistas creían moralizar la política.
Pero la violencia agraria no se puede relacionar con la revolucionaria, como ha querido ver algún historiador, por mucho que las formas de la primera inspiraran claramente a la segunda. Las sociedades secretas campesinas eran conservadoras y reaccionarias. No tenían intención alguna de quitarle sus tierras a los terratenientes; previo a 1880, los granjeros arrendatarios solían ser partidarios de lo comunal (pero una vez logrado esto, no hay motivo para pensar que atacarían las tierras del cacique local) y, después de esa fecha, la mentalidad derivó hacia la propiedad privada, aunque el comunalismo no desapareciera como noción popular. Los miembros de una misma comunidad confiaban en el trabajo común, pero más bien como muestra de buena vecindad que como manifiesto político.
Podemos, por tanto, aseverar que para mediados del s. XIX, antes de que la hambruna de la patata empujara a Irlanda por un abismo de asfixia y penurias aún mayores que las sufridas habitualmente, que la violencia existía, no tenía un componente esencialmente político (aunque también), y se articulaba en torno al eje religioso y al agrario. Eran las vendettas de las sociedades secretas del medio rural, la violencia callejera entre religiones o la sangre que corría tras las grandes campañas políticas moderadas, muchas de ellas ligadas a la cuestión agraria. Muchas veces, esta violencia fue señalada por los revolucionarios como prueba de la decadencia que el dominio exterior británico inspiraba en sus súbditos irlandeses; el egoísmo y la división. Lo cierto es que estaba ya profundamente implantada en el alma de la isla.
¿Hasta qué punto formó parte la cultura del romanticismo de esta placenta de la violencia? Depende de qué entendamos por "nacionalismo romántico", el grupo de nacionalistas que se acogió a ella. Si lo entendemos como ideología esencialmente decimonónica, entonces estará íntimamente ligado a la vía de la revolución, mayoritariamente armada. Pero podemos considerarlo más bien como una ideología que recurre a los eslogans del XIX (vitalidad, emancipación, naturaleza, historicismo) para construir una identidad nacional, o incluso al revés: una ideología que construye una identidad nacional para justificar un discurso de "revuelta decimonónica". En todo caso, la segunda posibilidad abre la puerta a que este nacionalismo romántico se exprese en cualquier momento histórico, y por tanto no tenga por qué formar parte de la oleada de revoluciones violentas que surcó el XIX. Los éxitos culturales de la Liga Gaélica respondieron a esto, o la política educativa del Estado Libre a partir de 1921, aunque es cierto que ambas estuvieron parcialmente ligadas a la acción militar.
En todo caso, el nacionalismo romántico, decimonónico o no, trajo consigo ideas que facilitaron los roces con la Metrópoli. En primer lugar, traía aparejado un corpus republicano completo, en el sentido de que apostaba por instituciones y valores nuevos. Por muy democratizado que estuviese, el Imperio Británico no era muy tendente a la renovación doctrinaria y ambas posturas pronto se antagonizaron, algo a lo que ayudó el apoyo francés a los revolucionarios irlandeses en su fallido golpe de 1798. Por otra parte, el Romanticismo aconsejaba el acto del martirio como reflejo de valentía y sacrificio simbólico. Lejos de la tradicional violencia agraria o sectaria, los revolucionarios irlandeses supieron dar el paso fatídico, salir al descubierto, hacerse matar y labrarse un nombre en el imaginario colectivo de la isla. Esta tendencia hacia el martirio sería crucial en 1916 y decidiría el futuro de la nación entera desde la acción de una minoría desafortunada. En general, romanticismo y revolución estuvieron conectados, especialmente si tenemos en cuenta que, de los tres grandes estallidos de cultura irlandesa -a mediados del XVIII, en los 1830 y en los 1890- todos ellos acabaron ligados a facciones belicosas de uno u otro tipo. El del XVIII a los United Irishmen. El de los 1830 a los Young Irelanders. El de 1890 a la Liga del Deporte y la Liga Gaélica, ambas infiltradas por la IRB, la sociedad conspirativa del momento.
Sin embargo, que un sujeto posea una placenta no anuncia de manera infalible el nacimiento de nadie; del mismo modo, esta placenta de la violencia no era de por sí una herramienta activa. Ni los nacionalistas constitucionales la querían emplear ni los nacionalistas revolucionarios sabían utilizarla. Por lo demás, el primero había ganado sus triunfos con O´Connell, emancipando a los católicos en 1829 y permitiéndoles entrar en el Parlamento de Westminster (aunque fue en ese momento cuando los diputados irlandeses pudieron darse cuenta de lo aislada que estaba su causa). En general, los avances parlamentarios y los brotes de genialidad cultural delineaban políticamente una Irlanda rica en ideas pero mansa a la hora de intentar ponerlas en práctica. Una isla que sólo entendía la violencia como actitud, como forma de reforzar las convenciones sociales en los campos y en la misa.
Cuando los barcos desde América trajeron consigo, en 1845, la enfermedad que causó la destrucción de las cosechas de patata y la hambruna generalizada del pueblo irlandés (más bien extendida que paliada gracias a las medidas laissez-faire del nuevo y rígido gobierno whig), el mundo de la Isla cambió radicalmente en tan solo unos años, y no sólo en el aspecto demográfico.
La catástrofe hizo sentir sus efectos en política. Las facciones políticas de los mil ochocientos cuarenta se disolvían como fantasmas que ya han cumplido su cometido. El movimiento de O´Connell fue uno de estos, y su líder sería recordado para siempre como el hombre que logró que los católicos llegaran a Westminster, sólo para sufrir las mayores derrotas parlamentarias. No sería hasta Parnell y los años ochenta que el nacionalismo constitucional irlandés compensaría esta debilidad convirtiéndose en la primera fuerza parlamentaria de Londres. Los únicos ecos que dejó la marcha de la Repeal Association de O´Connell se pudieron sentir únicamente en estallidos esporádicos de la muy tradicional violencia agraria.
Si eso resume los pasos del nacionalismo constitucional a mediados de siglo, toca definir ahora los del nacionalismo revolucionario. El movimiento de los vigorosos Young Irelanders acabó de suicidarse en el jardín de la conspiración tras una fracasada intentona en la emblemática fecha de 1848. La mala preparación bien pudo tener la culpa, si bien el movimiento apenas conservaba apoyos sociales desde la Hambruna y la policía había arrestado a no pocos de sus líderes. Quizás fue precisamente esta debilidad creciente, o la voluntad de utilizar la Hambruna como detonador social (ya estaban reactivándose las crisis agrarias) lo que les hizo pensar en intentar la insurrección fallida.
En todo caso, fue la última travesura romántica de los nacionalistas revolucionarios; el gobierno acabó con ellos. A partir de entonces, tras algo más de diez años, la violencia se articularía en movimientos cuyos modelos de organización recordarían a los partidos comunistas o anarquistas de la Primera Internacional (sin compartir para nada sus ideales) o incluso a la más tradicional Mafia siciliana. Sería un modelo que llegaría para quedarse. Las células del nacionalismo revolucionario irlandés no cambiarían de modelo nada menos que hasta 1920, cuando la represión británica les obligara a llevar la guerra a las montañas.

Articulando el movimiento Feniano: el modelo de violencia definitivo
Ya fuera por la patata o, irónicamente, por la represión policial, muchos irlandeses emigraron a Francia y a EEUU: los mejores destinos para la subversión en términos políticos y diplomáticos, amén de buenas escuelas de violencia organizada. Ambas naciones tenían una experiencia aún humeante de revoluciones armadas más o menos exitosas contra la autoridad.
Francia llevaba sufriendo revoluciones desde 1789, 1830 y 1848, todas ellas víctimas de su propio éxito. Su tradición de sociedades secretas como las que repartían panfletos en el París de 1788 se asentó con los clubs jacobinos y con el régimen de partidos. La política se articulaba fácilmente en la sociedad y, cuando fue reprimida (como ocurrió durante la dictadura napoleónica y los reinados más o menos autoritarios tras 1815), recurría a la estructura de la sociedad secreta para sobrevivir. Este formato era bien útil; un reducido grupo de hombres dominaba la estructura entera entre palabras de secretismo ritual. La centralización así era muy completa y no había tanto riesgo de infiltración policial, el mayor de los peligros.
Es de suponer, además, que el modelo de lealtades cerradas sería aún más factible en Irlanda. En Francia, al fin y al cabo, gente con visiones radicales intentaba dar un golpe en medio de la cocina política del país; sus apoyos eran dudosos (aunque el radicalismo de la capital lo compensaba) y no serían pocos los que verían la oportunidad de prosperar sirviendo como informadores a la policía. Pero en la sociedad rural irlandesa, atada de una manera fuerte por lazos clientelares y una sorprendente pero lógica pasividad (tanto para ayudar a los revolucionarios como a la policía), las células al estilo francés tenían muchas oportunidades de resistir, al menos hasta que los Black and Tans resolvieron el asunto en 1920 echando puertas abajo e interrogando brutalmente a todos los jóvenes de cada pueblo que asaltaban. La importación del modelo celular francés a Irlanda se amoldó, como todos los fenómenos políticos que le afectaban, al localismo; quizá de manera más completa que en épocas anteriores. Así, cada célula podía guardar más relación con su propia comunidad y convertirse en su teórico "guardián" (las llamadas "Cortes republicanas" facilitaron esta tarea, proporcionando al violento una base de legitimación y justicia locales), pero esto también supuso que cuando estallaran las hostilidades en la hora final de Irlanda, la violencia sería descoordinada y desigual.
La influencia francesa no sólo afectó a las formas, sino también al contenido: de manera algo peligrosa, sobre todo para un movimiento revolucionario que se rodearía pronto de conciudadanos que no compartirían sus premisas más radicales. Los nuevos revolucionarios (o viejos revolucionarios reciclados, una constante en la historia irlandesa) absorbieron el republicanismo de Blanqui, quien consideraba que las masas se levantarían sólo cuando una vanguardia revolucionaria diera el primer paso. Blanqui creía necesaria una fase dictatorial para poder preparar al pueblo de cara a convocar elecciones libres. Los revolucionarios franceses habían sufrido el mal de la democracia cruda en sus propias carnes tras tomar París en 1848 y proclamar una república cuya bandera a punto había estado de ser la roja: las Cortes se desplazarían pesadamente hacia la derecha al sentir el voto del campesinado conservador. Este espíritu de "acción revolucionaria a pesar de la democracia" reviviría en la última fase del juego nacionalista, tras la guerra de 1919-21, cuando ya la mayoría de irlandeses, separatistas incluidos, había aceptado la paz con Londres y el establecimiento del Estado Libre. El IRA proseguiría entonces con la guerra hasta conseguir ser derrotado a manos de su propio pueblo, esta vez.
Pero si Francia proporcionó ideas, fue EEUU quien aportó una excelente base de operaciones, mucho más explícita y provocadora, con desfiles incluidos. Esto se unió a la fundación de la Irish Republican Brotherhood (IRB) en Irlanda el Día de San Patricio de 1858, que declaraba querer lograr una república irlandesa por la fuerza. Ambas ramas, la irlandesa y su satélite americano, se acabaron conociendo como los "fenianos" en la jerga asustada de los políticos londinenses. Fue una descripción acertada. Aunque el movimiento se debilitó en los 70 y hubo de reconstruirse, las formas, las metas y los integrantes del nacionalismo revolucionario siguieron siendo en muchos casos los mismos. La base americana fue tan importante (se podía actuar al descubierto y el número de militantes superaba por tanto al de la rama irlandesa) que el movimiento feniano se articuló políticamente en torno a estos dos polos, unidos necesariamente por un directorio de siete miembros que coordinaría la violencia y planificaría su repercusión sobre la opinión pública internacional.
La realidad americana era particular. Los irlandeses americanos, llegados en grandes oleadas a lo largo del siglo, se consideraban fuertemente irlandeses pero también americanos; su deseo de integración se mezclaba no obstante con la segregación: al ser una etnia generalmente paupérrima y maltratada, solían agruparse por barrios para organizar la subsistencia y la defensa frente al violento racismo nativo. Si militaban en organizaciones políticas, claro está, esto reforzaba su componente irlandés, pero al mismo tiempo les integraba en EEUU: militar en una organización antibritánica era visto como honorable en un país que había expulsado al inglés en 1776.
Los fenianos de la lejana América buscaron en todo momento la oportunidad de Irlanda en la debilidad de Londres y el reconocimiento diplomático de una nación cuya última guerra sangrienta con Gran Bretaña databa nada menos que de 1812, si bien es cierto que el apoyo americano se fue matizando con el paso del tiempo. La táctica feniana se basaba en aprovechar regimientos compuestos de irlandeses en cuerpos paramilitares oficiales como, por ejemplo, la milicia de Nueva York, ahorrándose así gran parte de la formación en disciplina y uso de armas, a lo que se añadía un componente de camaradería armada previa y de nacionalidad que reforzaría los lazos entre soldados. De hecho, más de 100.000 irlandeses que lucharon en la Guerra Civil americana eran o se volvieron fenianos al término de la misma. Muchos no tardarían en volverse a Irlanda, bien entrenados.
En general, el movimiento feniano fue apoyado por el proletariado; se convirtió en el pasto ideológico de las reses maltratadas por Gran Bretaña; para desesperación de un Marx que consideró que esas clases desposeídas le debían más lealtad a sus ideas. Pero lo cierto es que la mayoría de fenianos en ambos países eran jornaleros, granjeros pobres, operarios, empleados...
Quizás la clave del éxito ideológico entre estas clases fue que los fenianos mezclaron ideas simples de justicia social (el fondo de la violencia agraria) sin introducir planteamientos excesivamente innovadores; la "república" no era una utopía a la francesa (o a la Marx) sino la consecuencia lógica del alejamiento de la Corona Inglesa. La mayoría de los fenianos, de hecho, nunca se pronunció acerca de si quería una república como tal institución.
Esto no quiere decir que los fenianos y sus sucesores no añadieran elementos de revolución social, como las Cortes Republicanas (tribunales para resolver pleitos locales, con marcada tendencia social) pero siempre dentro de lo lógico, en términos de la mentalidad campesina: lograr su apoyo ya era suficientemente difícil de por sí como para introducir ideas rupturistas y escandalosas como las de Engels o Bakunin. Los fenianos, además, estaban poco inclinados a la innovación total y muchos de ellos eran católicos fervorosos. De esta manera, el movimiento se basó en una sensación laxa y difusa de querer desprenderse de la asociación controladora de los ingleses. Para un feniano, de hecho, no existía distinción económica o política entre irlandeses. Posiblemente, también vería más diferencias de las realmente existentes comparándose con un inglés.
Los fenianos intentaron ejercitar una cierta gimnasia revolucionaria en los años sesenta, sin pensar en que pocos eran los grupos del nacionalismo revolucionario que lograban sobrevivir al primero de los "ejercicios". En 1967, una fallida insurrección en Irlanda llevó a arrestos y deportaciones; el gobierno no quiso crear mártires, y acertó. Los fenianos se valoraban entre ellos más incluso estando muertos. En EEUU, por su parte, en 1866, 1500 fenianos americanos intentaron invadir Niágara, repitiendo fracaso tras fracaso también en 1870 y 1871.
Los fenianos habían dado con la fórmula que basaba la revolución sobre un nacionalismo indeterminado y anglófobo, que demostraba que (como otros revolucionarios) no tenía por qué contar políticamente con la Iglesia Católica y que superaba en tácticas y retórica al resto de nacionalistas y a algún grupo rival. Sabían apoyarse con fuerza, además, en la experiencia del martirio y la represión, y manejar ambos con inteligencia. Incluso estos ideales románticos eran pasados por el filtro racionalista propios de una causa revolucionaria de finales del XIX. Los fenianos habían descubierto el modus operandi de la violencia política irlandesa por excelencia.
Recordemos que la Iglesia, reforzada políticamente desde la alianza con O´Connell, estaba lejos de apoyar al movimiento feniano, por mucha devoción que hubiera en las filas de estos últimos. A pesar de que el clero anunciara a voz en grito el conteo de mártires revolucionarios a lo largo de las décadas, la jerarquía condenó siempre a los fenianos y sus organizaciones frentistas. La influencia de la Roma más conservadora y asustada pesaba sobre esta jerarquía; la Iglesia Católica irlandesa no era nada fuerte frente a los anglicanos y por tanto tenía escasa capacidad de maniobra autónoma (algo que no afectó tanto a sus clases más bajas, permeadas como todo en la isla por el localismo rural).
El humanitarismo católico, por otra parte, sí apareció en forma de paternalismo compasivo, pero cuando ya hubo fenianos muertos, especialmente después de 1916 y la dura represión británica que soliviantó prácticamente a todo el mundo.
La jerarquía había preferido ligarse al movimiento del nacionalista parlamentario Parnell y pactar con él una alianza política, a pesar de que desde 1829 se hicieron llamamientos para dejar de asociarse a políticos y organizaciones. Parnell era el nuevo héroe del momento. Un héroe del nacionalismo constitucional de la segunda mitad de siglo, un aristócrata atractivo e híper carismático que conseguía éxitos, tan parecido a O´Connell como distinto de los fracasados revolucionarios (que alternaban desastres con lentas recomposiciones).
Aunque la violencia agraria latente que despertaba de cuando en cuando sí logró ocasionalmente alguna reforma cargada de buenas intenciones y escasos resultados, rara vez marcó el rumbo político del país. Parnell logró esto. Este político habilidoso apostaba por el nacionalismo constitucional que, pese a envolverle con sus limitaciones, le proporcionó un entorno en el que la política parlamentaria irlandesa destacaría como nunca. Jamás fue un revolucionario y Paul Bew llegó a describirle como "conservador social". Pero eso no significa que no hiciera buen uso de la violencia en su discurso, por lo demás bastante discreto en comparación con el vociferante O´Connell.
Lo cierto es que el parnelismo se apoyaba en el fenómeno de la Liga Nacional de Tierras, criatura nacida de la mezcla entre las recientes turbulencias agrarias y la fuerza parlamentaria de tiempos anteriores. Allí, espoleados por las elevadas rentas que habían de pagar a los terratenientes (intensificadas inoportunamente por los malos precios y cosechas), se unieron granjeros, campesinos, políticos nacionalistas e incluso curas. Inicialmente fundada en 1879, tras varios embriones regionales, por un miembro de la IRB salido de prisión, la Liga de Tierras cayó en las manos de Parnell como presidente ese mismo año tras la debacle de las cosechas. Se convirtió entonces en una especie de legalidad alternativa, apoyada en el potente discurso parlamentario de su líder, pero también en el fenómeno del boycott, inaugurado entonces, y sin dejar de mantener nexos con el terrorismo agrario tradicional.
De hecho, esa amenaza de violencia contenida a presión fue lo que dio a Parnell una sombra paralela en Westminster; políticamente, un as en la manga. Él lo sabía y lo aprovechaba. Había presidido la Liga de Tierras y había visto a los fenianos introducirse en la Ejecutiva. Para Parnell, liderar la Liga había sido un riesgo político pero también el reconocimiento de una oportunidad, en forma de violencia potencial. Londres supo percibirlo, y eso le costó el arresto en 1880 (o al menos, lo justificó) y las pesquisas de una Comisión de Investigación sobre "Parnelismo y crimen" en 1888-1889.
Pero el parnelismo iba más allá de la amenaza de violencia rural en la Irlanda de los años ochocientos ochenta; dado que ligaba lo agrario al Home Rule –un objetivo ambicioso, vistos los ánimos en Westminster-, necesitaba de métodos más eficaces y aceptables. Estos los encontró Parnell, de manera brillante. Antes de su presidencia política, bastaba con ofrecer un cargo a un diputado nacionalista irlandés en un gobierno whig para tenerlo bajo control (caso de Sadleir y Keogh en 1852). Ahora, Parnell combinaba el filibusterismo para reventar debates ante el escándalo de los parlamentarios británicos con una disciplina inédita en su propio partido (primero dirigió la Liga Nacional de Tierras recién creada en 1879 y un año después lideraba el Partido Parlamentario Irlandés). De manera indiscutible, guiaba el voto único de todos sus representantes como un solo hombre, permitiendo a los irlandeses por primera vez descabezar o aupar a gobiernos al poder en Londres. Sin llegar a ser un orador de masas como O´ Connell, la democracia le benefició, y supo cosechar buena ganancia electoral tras la ampliación de sufragio en 1884. Su gran virtud política fue el oportunismo.
Esta fuerza se tradujo en unos logros que la violencia por sí sola jamás habría logrado para Irlanda. La legalidad no violenta corroía al Imperio Británico por dentro. Los irlandeses se convirtieron, en menos de una década, en la aplastante fuerza política unitaria que llevó a Gladstone a la reforma agraria (insuficiente) del LandAct en 1881 (que fue acompañado de un ataque a la Liga y al propio Parnell) y un proyecto para instaurar el Home Rule –básicamente la devolución de los parlamentos irlandeses, con cierto grado de autogobierno- en 1886. Desgraciadamente, la propuesta le costó el gobierno a Gladstone al dividir a los liberales, y Parnell no pudo asegurar otro proyecto de ley antes de caer él mismo víctima de una campaña de descrédito orquestado.
Irónicamente, fueron los conservadores los que aprobaron también reformas destinadas a aliviar los miedos que la turbia masa rural irlandesa suscitaba en la cancillería londinense. Introdujeron obra pública y democratizaron la campiña, intentando "matar la Home Rule a través de amabilidad", como expuso Balfour. Es cierto, por otra parte, que el "logro" del proyecto de 1886 unió a sus enemigos, unionistas y conservadores, temerosos de una desintegración del Imperio, en un abrazo político duradero.
Mientras tanto, el parnelismo había caído. Si bien sus organizaciones se vieron libres de sectarismo religioso y provinciano (algo parecido a la visión del irlandés utópico de O´Connell, los románticos o los fenianos), el puritanismo resurgió con fuerza al estallar el affaire de Parnell con Kitty O´Shea, esposa de un gerifalte del partido: el moralismo, primero protestante y luego también católico, justificó entonces las posturas a favor o en contra de Parnell y el asunto acabó con la unidad del Partido, con la vida del propio Parnell y con las esperanzas de lograr Home Rule, al menos por el momento. No en vano, el Ministro de Finanzas del Estado Libre, Ernest Blythe, sugirió con picardía que a la señora O´Shea habría se la erigiera una estatua en algún callejón tranquilo, en agradecimiento a haber salvado el independentismo irlandés.
1914: derrota en la victoria parlamentaria, victoria en la derrota revolucionaria
Desde entonces, tanto las tendencias como los métodos se mantuvieron, y derivaron en sus consecuencias más drásticas. Eso sí, siempre acompañadas de la contradicción: los nacionalistas constitucionales pronto se encontrarían con el fracaso en medio de lograr el mayor de sus éxitos, y los nacionalistas revolucionarios cosecharían la mayor de sus victorias, en medio de una sangrienta derrota.
El veto de los Lores había impedido hasta entonces que el Home Rule lograra salir de los parlamentos londinenses para entrar en los irlandeses; no sería hasta comienzos del XX que los liberales anularían su capacidad de censura. Estos habían reconquistado el poder brevemente en los noventa con el apoyo irlandés, y montaron un segundo proyecto de ley. Pero por un momento pareció que el asunto se estancaría ahí; los liberales perdieron las elecciones y, cuando volvieron a ganar, fue en 1906 y con amplia mayoría. Los diputados irlandeses no les eran necesarios.
Pronto, los problemas del parlamentarismo les hicieron volver a solicitar el apoyo del Irish Party. Y al introducirse un tercer proyecto de Home Rule en 1912, con los Lores anulados en su veto, se pudo ver que era una reforma inevitable. Sin embargo, fue aprobada en agosto de 1914: la Gran Guerra la puso inmediatamente en suspenso.
A estas alturas, y dada la fiereza con la que el Ulster –recordemos, territorio de mayoría protestante y unionista- se oponía a la Home Rule recién aprobada ("Ulster will fight, and Ulster will be right" coreaban sus defensores), parecía claro que no se trataba de elegir entre la Unión o la Home Rule, sino entre aprobar ésta en parte de la isla -dejando el Ulster a un lado- o directamente ir a la guerra civil, ya fuera por aprobarla también en Ulster o por no aprobar nada en ninguna parte. Pero los nacionalistas tampoco eran muy proclives a las soluciones de partición, considerándolas inadmisibles. En 1914, y aún esperando una guerra corta, un breve intervalo bélico, la violencia era ya una de las dos posibles soluciones a la situación política irlandesa. Y no había sido mérito de los grupos violentos (ej: el nacionalismo revolucionario), ya que estos no habían logrado aupar la opción del Home Rule como sí lo había hecho Parnell y su también hábil sucesor, John Redmond.
Ambas posiciones, la del Ulster y la de los nacionalistas, se tradujeron en milicias armadas mucho antes de que esta moda atenazara la Europa de entreguerras.El número de fuerzas era parecido, aunque los protestantes solían ganar en armamento. Preocupado por la amenaza de los "suyos" (los llamados National Volunteers, opuestos a los Ulster Volunteers), Redmond impuso a colegas suyos en la dirección de los mismos... al tiempo que también lo hacía la IRB.
Redmond comenzaba ya a coquetear con la idea de partición temporal para el Ulster cuando estalló la Guerra. De los National Volunteers, 12.000 se renombraron Irish Volunteers y se declararon contrarios a luchar para una guerra de Londres, mientras que 160.000 siguieron a Redmond y fueron al campo de batalla, con la idea de resolver un conflicto corto y cosechar los laureles suficientes como para asegurar la implantación del Home Rule (los unionistas pensaban seguir peleándolo, desde luego). Este cisma permitió que los Irish Volunteers no sufrieran la erosión del reclutamiento y crecieran en número hasta los 16.000 en 1916.
Pero el nacionalismo revolucionario tardó en aprovechar la oportunidad, quizás porque en 1914, con las perspectivas de una guerra corta, el clima no se percibía de igual manera que lo hacen los historiadores actuales. La guerra garantizaba la exportación irlandesa de alimentos y daba empleo; mucho irlandés vio cómo su situación personal mejoraba gracias a ella. La mayoría de católicos, además, apoyaba a Redmond, reflejo del apoyo que la propia Iglesia Católica le concedía.
Es posible que, si en este momento no se produce una acción espontánea de los Irish Volunteers, organizada por los elementos infiltrados de la IRB y a espaldas de la propia dirección de los Volunteers (que se veía a sí misma como protectora del Home Rule), no estallara ninguna insurrección irlandesa durante la guerra. Es posible, también que la represión británica que le siguió preparara el terreno para la insurrección general.
Una escaramuza en el centro de Dublín en 1916, capitaneada por los elementos más románticos del nacionalismo revolucionario (una ideología que en el caso de Pearse llegaba casi al umbral de la autoinmolación), acabó con una resistencia empedernida contra la lluvia de obuses con que le contestó Londres. La Metrópoli no estaba nada contenta: la traición le sorprendía en medio de una guerra interminable y difícil (1916 es el año del Somme y Verdún) y los revolucionarios habían solicitado ayuda a Alemania. 16 personas fueron fusiladas, incluido el honorable Sir Roger Casement.
Las ejecuciones estuvieron plagadas de elementos emotivos. Plunkett se casó antes de caer bajo las balas y el sin par socialista Conelly hubo de ser transportado en camilla y atado a una silla para poder aguantar la lluvia de tiros. El obispo de Limerick protestó contra la inhumanidad; la Iglesia, como tantos conservadores, se había opuesto siempre a los fenianos, pero la represión cambió el sentir popular de manera espectacular. Casement provocó una campaña generalizada a su favor, que incluyó un voto a favor de la conmutación de la pena por parte del Senado norteamericano.
Aunque el gobierno tenía informes de Inteligencia que advertían de que estaba perdiendo a la opinión pública irlandesa, habría sido excepcional que una traición a mitad del año 1916 no fuera castigada con crueldad. El gobierno se había mostrado inflexible fusilando a sus propias tropas, y era propio hacerlo con los quintacolumnistas del separatismo irlandés.
La violencia, pero la británica en esta ocasión y no la revolucionaria, que había sido acogida con frialdad por muchos dublineses, cocía así el caldo perfecto para la anglofobia en la isla. Incluso quienes despreciaron a los mártires de 1916 se apresuraron a llorarlos tras su ejecución. Londres percibió esto y, desde entonces, combinó las políticas de violencia, que buscaban asustar a los rebeldes y convencer al público británico, con reformas políticas que llegaron indefectiblemente tarde.
El Irish Party, el partido nacionalista que había sido vehículo de los avances de Parnell y Redmond, se encontró entonces en situación peliaguda. Si quería no perder todo su peso, necesitaba mostrar una actitud decididamente antibritánica y confiar en que no se produjera ninguna escalada de violencia. Ninguna de las dos cosas ocurrió en la medida suficiente, y el partido del nacionalismo constitucional, el próspero hermano menor de las asociaciones de O´Connell, cayó para siempre en el descrédito.
Mientras, el Sinn Fein, partido nacionalista fundado en 1907, se consolidaba en 1917 como rama política del nacionalismo republicano, solapándose en miembros con la IRB. De Valera lo dirigió, y también a los Volunteers, aunando así las ramas política y militar.
Pero que el Sinn Fein desplazara al Irish Party en las "elecciones Khaki" de 1918 no prueba sino que los nacionalistas habían perdido la fe en la moderación del Irish Party, no que se hubieran pasado en bloque a la ideología republicana. Cambiaría el método, pero el objetivo seguía pareciéndose a un gobierno alejado de los intereses ingleses, y a poco más. Esto podría ayudar a explicar la falta de entusiasmo posterior para oponerse al Tratado de Paz con los ingleses, en 1921.

La guerra anglo-irlandesa cambia las pautas de la violencia feniana
Un factor muy importante que contribuyó a detonar la violencia en la isla una vez más fue, precisamente, la cercanía de una violencia potencial, lejana y obligatoria: el reclutamiento forzoso. Aunque aprobado para Gran Bretaña en enero de 1916, Irlanda había sido eximida del mismo, por temor a más insurrecciones. La gran ofensiva alemana de 1918 cambió esto. Para el final de la guerra, la medida se seguía discutiendo pero, mientras tanto, había bastado para que Redmond y su partido se marcharan ofuscados de Westminster. La vía parlamentaria estaba prácticamente muerta.
Cuando los parlamentarios del Sinn Fein no se presentaron en la Cámara de los Comunes tras las elecciones de 1918 y en cambio formaron su propio parlamento nacional, se desató una guerra de emboscadas y arrestos, de acción y reacción, entre el elemento local nacionalista y las guarniciones policiales. Gran Bretaña había cometido el error de soltar a no pocos rebeldes presos para aplacar a la opinión internacional, y ahora estos aportaron su experiencia para la causa.
El reflejo feniano de los guerrilleros llevó a un terrorismo local y descoordinado, apoyado en las Cortes Republicanas y el nuevo parlamento irlandés para legitimar y elaborar su nuevo orden legal.La tendencia a matar policías fue el paso decisivo en la espiral de violencia de aquellos años: significaba que los nacionalistas ya no podían echarse atrás.
La violencia guerrillera pudo resultar difícil para el RIC policial pero tampoco fue simple para los que la perpetraron. Era una gimnasia revolucionaria rotundamente desigual: mientras unos atacaban cuarteles, otros seguían intentando buscar armas. La desorganización fue tal que el comandante Mulcahy tuvo que prohibir toda acción espontánea.

Para la policía fue una experiencia atroz. Por razones tácticas (ser una institución pequeña y localizable), concentró todos los primeros ataques, y se volvió un destino impopular. Londres hubo de llamar a los Black and Tans para compensar la falta de números pero estos brutales ex-soldados persiguieron a los rebeldes con tanta saña que obligaron a cambiar el modus operandi de la violencia: los terroristas, indefensos, hubieron de agruparse y huir al monte, donde formaron columnas guerrilleras completamente dedicadas a las dinámicas de resistencia. Tanto Townshend como Finnegan y Mc Carron están de acuerdo en este punto: el perfeccionamiento de la persecución británica empujó a los cómodos terroristas locales a reinventarse en paramilitares a tiempo completo.
Mientras tanto, la red de amenazas y presión social, tejida a lo largo de un siglo de conflicto agrario, impedía que el sistema legal persiguiera a sediciosos, saboteadores, terroristas... Las lealtades intra-comunitarias, y su tradicional pasividad a la hora de la acción política, se convertían ahora en un muro de silencio que evitaba la acción contundente de la Ley: a Inglaterra sólo le quedaba la violencia antisubversiva, con toda la crueldad que ésta conllevaba. La falta de información sobre las actividades de la guerrilla desesperó a los mandos y pronto se inculcarían las represalias violentas como método consagrado de respuesta. La opinión pública liberal en Gran Bretaña, sin embargo, no tardaría en escandalizarse. El diputado liberal Kenworthy (más tarde laborista) llegó a afirmar "Son los alemanes los que han ganado la guerra, porque su espíritu de horror prusiano ha sido transplantado a Irlanda".
Así, la violencia durante la guerra consistió más en una dialéctica entre ataques guerrilleros y una acción policial reforzada con violencia antisubversiva. Sólo cuando se activó una suerte de pogromo anticatólico en Belfast, se pudo decir que la violencia religiosa se había introducido en el dilema nacionalista/unionista. Los protestantes, por su parte, abandonaban silenciosamente en muchas ocasiones sus respectivos lugares de origen entre hoscas murmuraciones de aprobación. Que las dos religiones, en general, no se destruyeran durante la guerra de modo violento no implica que el triunfo absoluto de la una no supusiera el debilitamiento absoluto de la otra.
Porque con la toma de control por parte de los republicanos de sus zonas de influencia, llegaba la construcción de un orden nuevo. Nuevo en el sentido de un orden paralelo, no un orden novedoso. Aparte de la invención revolucionaria de las Cortes Republicanas y el uso práctico de las milicias como funcionariado paraestatal, la mayoría de estructuras eran meras duplicaciones de las británicas. Los nacionalistas justificaban esto señalando la necesidad de pragmatismo en tiempos de guerra.
Pero no serían ellos precisamente el primer régimen que conduce su revolución al tiempo que una guerra, y muchos otros lo hicieron presentando un cuerpo legal y político totalmente original, precisamente durante esos mismos años. No; el conservadurismo intrínseco de los nacionalistas irlandeses evitó violencias como la soviética, donde el Estado se compromete a destruir o neutralizar aquellos elementos que obstaculizan su renovación total. Pero anunciaba ya el tipo de violencia que seguirían sufriendo los irlandeses una vez cesara el conflicto con Gran Bretaña: la violencia de orden público.

Durante todo este proceso bélico, el nacionalismo fue ganando batallas paralelas en el terreno democrático, tanto en 1918 (donde el Sinn Fein "aparcó" a los Home Rulers) como en 1920, donde las elecciones locales reforzaron la construcción de la red política nacionalista, basada en el ejemplo –no exento de problemas- de los tribunales republicanos.
De Valera, en el extranjero mientras tanto, y sus nacionalistas buscaron el reconocimiento en la Conferencia de Versalles. Usaban así la experiencia apocalíptica de la violencia masiva (y ajena) para convencer a Londres de que no merecía la pena prolongar su guerra; la violencia inmediatamente pasada ha sido muchas veces un acicate para la paz. Pero al mismo tiempo concentraron las críticas de tantos ingleses, que veían como los irlandeses "aprovechaban" el sacrificio de los patriotas para lograr sus objetivos políticos.
Así las cosas, las negociaciones entre los dos "estados" prosiguieron con el consabido menú anglosajón: amenazas de violencia como primero, y conciliación pactada a modo de segundo. Pero ni siquiera el Home Rule funcionaba ya. Aparte, las elecciones a los dos parlamentos de 1920 (Ulster y Dublín) dieron tanta ventaja al Sinn Fein que Londres comprendió que poco se lograría por esa vía.
La amenaza de violencia era un fuerte elemento de negociación. Cuando volvió De Valera a Irlanda, en 1921, presionó para que el IRA se centrara en más ataques a gran escala, simbólicos, que dieran la impresión de que toda Irlanda le estaba ganando la partida a Londres. El IRA obedeció, atacó las Aduanas de Dublín y 100 de sus hombres fueron capturados en el proceso. El famoso comandante Michael Collins, cuya visión de la violencia se basaba en intercambiar un mínimo coste por un máximo beneficio (la guerrilla, en otras palabras) no pudo por menos de desesperar. La violencia británica fue también una palanca considerable; los nacionalistas se desgastaban cada vez más en asuntos militares.
Los problemas de la guerrilla consistían en que los británicos se daban cada vez más maña en las expediciones de búsqueda y captura mientras el gobierno alternativo de Dublín aparecía cada vez más presionado, y que la mayoría de columnas itinerantes del IRA no podrían aguantar una guerra mucho más larga. El propio Mulcahy, enfrentado luego a los republicanos más endurecidos, les recordaría que no habían sido capaces de "echar a los ingleses" más que de una estación de policía de tamaño mediano. Por si fuera poco, se calculaba que la guerrilla se fracturaría ese verano, justo cuando el buen tiempo permitiría incursiones motorizadas de la tropa británica.
Negociar se hizo difícil, especialmente para Gran Bretaña: al contrario que el IRA, ellos sabían que negociar implicaba pactar y ceder (los irlandeses, asombrados de haber desafiado a la tradicional arrogancia imperial, confundían negociación con victoria; un error que pronto pagarían en sangre). Asimismo, Londres había denunciado al Sinn Fein como terrorista, y ahora costaba presentarle ante la opinión pública como interlocutor legítimo.
Finalmente, la apertura del Parlamento del Ulster (que, paradójicamente, fue la única fuerza irlandesa que llevó a cabo la "devolución" del Home Rule, tras oponerse durante años a ella) convenció a los británicos de que la partición era un hecho, y aceptaron conceder a Irlanda una independencia bajo condiciones, como por ejemplo mantener el juramento a la Corona. Por otra parte, el Imperio aprendió la lección y trató de recortar el potencial para la violencia de esta pasiva –pero peliaguda- isla vecina. Se redujo el tamaño del Ejército, y especialmente de la Armada, y se mantuvieron las bases navales de la costa.

Epílogo: violencia tras la victoria
La reacción a este Tratado no fue unánime. No era un papel para incitar entusiasmos, y quizá fuera ése su gran defecto. Un tratado pretende ofrecer una solución honrosa a adversarios debilitados; no cumplir los sueños de gloria de una de las facciones. No fueron pocos los nacionalistas que reactivaron el viejo reflejo feniano de considerar corruptos a los negociadores (incluso cuando entre los mismos se hallara Collins, héroe de la guerrilla) y pronto comenzó a articularse el siguiente estallido de violencia. Irlanda acababa de conocer la paz exterior para inaugurar la guerra interna.
El nacionalista medio era mayoritariamente un profesional urbano, de clase media y conservador. Había agitación social en 1919 (como la hubo, y peor, en 1913) pero si el laboralismo apoyó la causa nacionalista por principio, el nacionalismo siempre consideró que los laboralistas podrían esperar. Este conservadurismo dio pie a uno de los regímenes menos innovadores de la Historia del mundo anglosajón; y es que una cosa es que las esperanzas revolucionarias se disipen al ganar una guerra y otra, como recuerda Brown, que se establezca después de la victoria un Estado sin ambición social alguna.
El nuevo gobierno fu discípulo fiel del credo liberal del laissez-faire, que tantos muertos le había costado a Irlanda durante la hambruna de la patata (en su fase whig). Sólo aplicó algunos retazos de sus anteriores promesas de proteccionismo a las cuentas de rosario y a la margarina, y en 1927. Se aceptó mal el sindicalismo, se liquidaron las innovaciones revolucionarias de la guerra (con razón o sin ella), se apostó por la continuidad en el funcionariado, se bajaron los sueldos de los maestros en 1923 y las pensiones en 1924. Los ministros recordaban constantemente que Irlanda era pobre; al contrario que De Valera, nunca supieron convertir elevar esto a la categoría de virtud nacional.
Quizás como contrapartida, de modo que el nacionalismo irlandés no olvidara su alma diferenciada e independiente, se incentivó con fuerza una educación irlandesa que resucitara el gaélico y que creara la base cultural sobre la que desarrollar un sistema político. El adoctrinamiento oficial compitió con el popular, y pronto la Liga Gaélica perdió la popularidad que alguna vez tuvo, si bien vio cómo se realizaba su razón de ser. Esta vez, al contrario que muchos nacionalistas románticos durante el XIX, el Estado Libre se cuidó de resucitar el espíritu de lo celta al mismo tiempo que entregaba la cultura del país a la Iglesia Católica. Si los irlandeses católicos se habían empapado de lo gáelico desde los años ochenta, lo cierto es que también los republicanos habían absorbido el catolicismo.
La Iglesia supo reconocer a sus aliados y, cuando los más republicanos desafiaron al Tratado y al Gobierno (De Valera se rebelaba así contra Collins), los púlpitos tronaron contra los eternos guerrilleros. De hecho, era una actitud lógica, como lo era el conservadurismo propio de una sociedad rural y dividida en condados; una sociedad tradicional, familiar y temerosa de la muerte desde la Gran Hambruna. Una sociedad que ya tenía suficiente con aceptar –sin grandes entusiasmos hasta 1916- la posibilidad de una mera revolución política.
Esta base social era la idónea para que dos grupos tan conservadores como los granjeros y los comerciantes moldearan, como así lo hicieron, la ideología del nuevo Estado Libre. El público aplaudió sus deseos de estabilidad, por proteger sus negocios o por conocer la tan ansiada paz. Aplaudiría también el giro a la derecha del gobierno Cosgrave por los mismos motivos.
El cisma que supuso en el republicanismo la continuación de la campaña de guerrilla por parte del IRA, rompió aquella identidad única irlandesa que tanto había costado forjar a lo largo del XIX. Familias y amigos se enfrentaron, y la camaradería de guerra se rompió irremisiblemente. El gobierno, por su parte, se vio obligado a construir rápidamente un nuevo ejército para enfrentarse al viejo. Su salvajismo en la guerra superó al de los británicos: donde estos necesitaban una moderación que no encontraron, ellos necesitaban aferrarse a un poder inestable; la violencia era recomendable.
El Estado Libre llegó a fusilar a más miembros del IRA que los propios Black and Tans. Cayeron 78 guerrilleros en un conflicto civil que se llevó otras 1000 vidas de irlandeses. Tras una pacificación parcial que nunca llegó a completarse –los asesinatos políticos se convirtieron en un fenómeno de los años veinte, como le sucedía en paralelo a la joven república de Weimar- el gobierno tuvo vía libre para proseguir con su programa conservador.
No sería hasta los años treinta cuando De Valera se reconciliaría con el establishment y reintegraría a la facción republicana y anti-tratado mediante un partido político rural, social y populista que no tardaría en alcanzar gran éxito en el medio rural. Más de una década después de aceptarla en su seno, la violencia dejaba de definir al conjunto del nacionalismo irlandés.

Conclusiones: una isla sin necesidad de violencia
Irlanda pudo tener momentos particulares de violencia, muchas veces conducida por una minoría hasta el encontronazo final con las fuerzas del orden, pero nunca destacó por ellos. De hecho, los grandes logros de la época fueron construidos con no poco esfuerzo por el nacionalismo constitucional, y no el revolucionario. El primero no creía en el uso de la violencia, y las razones parecían evidentes.
Porque desde 1798 a 1840, a 1867 y hasta 1916 (incluido), la violencia –arma principal del nacionalismo revolucionario, que buscaba forzar a posicionarse a gran parte de la población irlandesa una vez comenzara el choque- fue conducida por sociedades, en ocasiones secretas (otras, no tanto, en la medida en la que se integraran en frentes culturales legales), y consistió en atacar a las fuerzas policiales locales hasta provocar un conflicto abierto. No funcionó en ninguna de las ocasiones, gracias a la mala preparación y al hecho de que los barcos enviados por los aliados en EEUU, y que debían llegar cargados de armas, no desembarcaron nunca a tiempo.
Si 1916 funcionó, de hecho, y proporcionó a los revolucionarios el martirio colectivo y la empatía de su pueblo, fue por la sombra alargada de una violencia mucho mayor. La carnicería vivida ese mismo año en las trincheras del Somme hizo que el gobierno aplicara la moral de guerra y castigara la intentona con sangre: hasta entonces, sus reacciones a los variados levantamientos habían sido tan astutas como moderadas.
Pero si 1916 dio martirio y comprensión popular, ello no fue suficiente para que la vía revolucionaria se erigiese en opción preferente. Se trataba más bien de una generación de simpatías por una causa perdida que la convicción en una futura victoria. Para pensar en esto último, tuvo que caer primero la alternativa más fuerte; la parlamentaria. Las torpes reacciones a la política de Redmond por parte del gobierno en Londres permitieron la ruptura y dieron vía libre a cualquier otro tipo de nacionalismo.
Finalmente, la guerra se ganó por las armas pero, hasta 1919, ese modus operandi se reveló como bastante ineficiente. Las principales victorias –fundamentalmente la emancipación católica, la tenue reforma agraria y el Home Rule- habían sido conseguidas por los parlamentarios.
Pero es ahí donde también incide el discurso de la violencia. ¿Estaban los parlamentarios exentos del mismo? Conviene no olvidar que el trasfondo de las grandes campañas del nacionalismo constitucional es el de la violencia agraria local; cuando el sistema apretaba demasiado, los Whiteboys se encargaban de "vigilar las costumbres", y esto pronto generó un difuso clima de amenaza que los políticos ingleses en Westminster supieron interpretar, acertadamente, como un peligro potencial que había que desactivar.
Para los parlamentarios, así, la violencia fue una palanca. Para el resto, fue un arma, pero una que nunca supieron utilizar. Incluso en 1921 es muy posible que el IRA no hubiera podido aguantar otro año de lucha en muchas zonas del país. La violencia se articuló de manera local (como casi todo en la Irlanda del XIX) y fue complicado transformar las pulsiones de violencia comunitaria y espontánea en una estrategia coordinada entre columnas de guerrillas. Los parlamentarios, por tanto, fueron los únicos que lograron entender el componente local de esta violencia: demasiado leve para realizar ataques explícitos, pero lo suficiente ruidosa como para intranquilizar a Londres.


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