De la universidad desgastada a la universidad descastada
Descripción
“De la universidad desgastada a la universidad descastada” Noelia Adánez Colectivo Contratiempo En un artículo titulado “La casta universitaria, ayer y hoy” (http://www.eldiario.es/contrapoder/casta-‐universidad_6_309079099.html) Rafael Escudero, profesor en la Universidad Carlos III de Madrid, llama la atención sobre la existencia de una casta dentro de la universidad. Por su parte, Pablo Sánchez León ha señalado en “La fábrica de la casta” que el análisis de Escudero, siendo un acto de coraje ciudadano y un primer paso en un proceso de necesaria crítica al sistema de I+D en España, se queda algo corto porque no contempla lo que para él es la cuestión más importante, a saber, que las universidades no solo están tan aquejadas por los mismos problemas que el resto de instituciones, sino que poseen la particularidad de ser las instituciones que originan y avalan el poder de la casta. En suma, no puede haber clase dirigente sin unas instituciones que acrediten el mérito de estas oligarquías y, en el caso español, estas instituciones habrían sido y son las universidades. Lo que los textos de ambos vienen a señalar es que la generación de la transición, que controla las instituciones y se reparte el poder desde que se urdió el consenso de 1978, es un producto genuino de la universidad. Se formó en la universidad que todavía padecemos, en ella obtuvo las credenciales necesarias para desenvolverse. Pero además, una parte de esa casta ha permanecido en la universidad, gestionándola bajo las mismas lógicas corruptas que atrofian la vida política del país. De modo que si el texto de Rafael Escudero tiene el valor de poner sobre la mesa la necesidad de incorporar a la crítica de las instituciones democráticas una reflexión en torno al mal funcionamiento de las universidades en España, el de Pablo Sánchez León posee la virtud de alertar sobre el hecho de que esa necesidad viene motivada por la cuestión nada baladí de que, en realidad, la casta es un producto genuino de las universidades españolas. Dicho esto, ¿qué queda por decir? Mucho. ¿Qué queda por hacer? Todo. Comienza a existir un cierto acuerdo en torno a la necesidad de reformar la universidad en el sentido de democratizarla. Lo que no resulta nada claro es el modo en cómo puede llevarse a cabo este cambio tan necesario. Si, en efecto, la propuesta formulada por Escudero de abrir los órganos de gobierno de estas instituciones a una mayor participación parece insuficiente, la de otorgar a los estudiantes un papel más activo en la evaluación de la enseñanza, que plantea Sánchez León, deja muy de lado que lo que nos traemos entre manos es, nada más y nada menos, que una reforma en profundidad de la institución que ha dispensado la venia del poder desde los tiempos de la transición. Proponer que los profesores rindan cuentas ante los estudiantes es contemplar la labor de las universidades como dispensadoras de un servicio cuyas clientelas tienen que estar en condiciones de poder valorar. La propuesta puede ser interesante por razones diversas, pero no parece que vaya a romper con las lógicas
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que hay detrás de la corrupción universitaria por sí misma, mucho menos con la función social desempeñada hasta ahora por éstas, de reproducción de la casta. Recapitulemos. Las universidades españolas no satisfacen los objetivos con los que fueron instituidas y son (escasamente) financiadas; su funcionamiento interno se basa en la patrimonialización de lo público; y se rigen por la lógica del poder invisible y discrecional de quienes las controlan. Este diagnóstico pone de manifiesto que las universidades no se conducen democráticamente, salvo nominalmente y de un modo siempre incompleto e insatisfactorio. Las soluciones que pueden contribuir a cambiar esta situación tienen que accionar al menos tres conjuntos de cuestiones: 1) El gobierno de las universidades. Lo que afecta a quiénes, cómo y con qué propósitos se gestiona la autonomía universitaria. Si es preciso reformar los órganos de gobierno o los sistemas de elección de los mismos, ¿con qué criterios habría que llevar a cabo esta reforma? Hay que saber, en primer lugar, quiénes se están quedando fuera de la representación y quiénes la están hegemonizando. Aquí, quizá, la cuestión no es tanto qué cuerpos están dentro y cuáles fuera, es decir, la cuestión no es tanto –por ejemplo-‐ si los estudiantes deberían o no tener mayor o menor presencia en los órganos de gobierno sino quiénes movilizan la participación universitaria y si existen coaliciones de fuerzas que están impidiendo que esta se abra y se haga más inclusiva. Pero además –por ejemplo-‐ cómo conseguir que la movilización estudiantil, que tanta importancia ha tenido en la vida política española, especialmente desde el 15M, se traduzca también en una intensificación de la experiencia de comunidad política dentro de las propias universidades, que redunde en una mayor democracia interna. 2) El sistema de selección del profesorado. Aquí las preguntas serían: cómo se pueden gestionar recursos escasos en condiciones de transparencia; cómo se pueden reformular los criterios de calidad y excelencia para que se administren con responsabilidad. Es decir, para que resulten compatibles con el diseño de carreras académicas humanizadas, respetuosas con la conciliación familiar, con los tiempos vitales de la producción intelectual, con la confianza en la posibilidad de convertir los resultados del trabajo investigador en “un” trabajo con verdadera movilidad horizontal (espacial) y vertical. 3) El diseño y la gestión de los contenidos de las titulaciones. Esto guarda relación con quién y cómo se controla la calidad de las enseñanzas que se imparten. Todos sabemos lo que la entrada en vigor del “Plan Bolonia” ha significado en la transformación del sistema de enseñanza existente: nada sustancial. Las quejas al respecto son siempre las mismas, tanto por parte de estudiantes como de profesores: más burocracia, más trabajo, ninguna mejora real en términos de la tan cacareada calidad. Todos sabemos también cómo salieron adelante las nuevas titulaciones: impulsadas en cenáculos dispuestos a todo a cambio de posicionar sus propios intereses miopes en el nuevo escenario. La ANECA, por su parte, como explicaba Escudero, reproduce el clientelismo que atraviesa todo el sistema universitario. No es una agencia de evaluación
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independiente; hay que sustituirla por otro organismo con capacidad para actuar con neutralidad en defensa de una universidad pública cuya actividad esté orientada por la consecución del bien común. Y aquí viene la otra gran cuestión.
El sistema de instituciones I+D vive de espaldas al bien común. Ni su actividad ni su modus operandi están atravesados por el bien común. Esta situación no está originada únicamente por el hecho de que la autonomía de los centros los ha convertido en realidad en cortijos durante años (como denuncia el profesor Escudero), sino por la insistente ofensiva neoliberal, desde gobiernos igualmente socialistas y populares, para moldear las universidades como instituciones orientadas a producir mano de obra para un mercado de trabajo imaginario, volátil, inconsistente, como la Gran Recesión ha mostrado. Y las universidades han hecho ver, con especial ahínco desde “Bolonia”, que en efecto asumían ese papel y lo ejecutaban con eficiencia. Ahora que el mercado de trabajo se evapora, ahora que se evidencia con dramática claridad que la inversión en I+D en España ha sido tradicionalmente tan insuficiente que el país está a la deriva, pero que existe una mano de obra cualificada emigrando en busca de un empleo (de un espacio de desarrollo profesional/personal digno), ahora ha llegado el momento de que también desde las universidades emerja un discurso crítico con esa visión empobrecida y estrábica de su función social. Porque hasta ahora las universidades, como hemos visto, han producido y reproducido a la casta y, de un modo solo en apariencia contradictorio, han asumido su papel de modernizadoras del tejido social a través de la capacitación de una mano de obra que nuestro mercado de trabajo no puede absorber. Han funcionado, como tantas otras instituciones en nuestro país, con comportamientos pre-‐modernos y pos-‐modernos simultáneamente. Por estas razones, entre otras, está claro que el sistema de universidades públicas atraviesa su propia crisis de representación, y adolece de un problema de ausencia de liderazgo social. La universidad no parece haber generado discurso crítico movilizador. Solo recientemente, con el extraordinario protagonismo en el vértice superior de Podemos de individuos salidos del ámbito académico, parece asomar la posibilidad de un cambio de dirección en este sentido. La pregunta es ¿nuevas iniciativas como Podemos o Ganemos van a asumir en sus discursos y van a contribuir a difundir la crítica al sistema universitario español? ¿Van a ser capaces de hacer valer los mismos discursos de cambio que enarbolan fuera de sus ámbitos de trabajo dentro de ellos? Porque insistimos una vez más, está en juego reformar una institución que produjo y reprodujo a la casta y que no añade valor a la democracia en la medida en que ha claudicado de su función de liderar iniciativas sociales de cambio, y en la medida en que asume esquemas de funcionamiento interno contrarios a los valores en los que aquella debería sostenerse: publicidad y transparencia, responsabilidad, rendición de cuentas. Rendición de cuentas frente a la sociedad, lo que implica transparentar los procesos de gobierno, de selección de profesores, de supervisión de las titulaciones (que mencionamos más arriba), y, sobre todo, generar conocimiento socialmente relevante, es decir, respaldado por una fuerte inversión en I+D y orientado sobre premisas consistentes con la situación y las necesidades del país.
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Quienes están en la cúspide de Podemos deben comprender que por las universidades puede pasar un verdadero cambio de modelo. Una reforma de la universidad que incida en los principios de publicidad y transparencia puede comportar el fin de la casta, y éste debería ser el primer paso para acabar con un modelo de crecimiento desnortado e irresponsable. A la universidad que está por venir ya no debería corresponder expedir títulos que acreditan el reconocimiento para poder funcionar en un mercado de trabajo impenetrable, sino generar las condiciones que hagan posible pensar conjuntamente en qué dirección hay que marchar para superar la situación en la que se encuentra el país que ha experimentado el mayor incremento de las desigualdades desde que comenzó la otrora crisis y luego recesión en el contexto europeo. Comprender que la casta se complementa con una fórmula de crecimiento basada en la depredación de lo público en estos días es algo muy sencillo; comprender que esa casta anidó y anida en las instituciones de producción del conocimiento es una cuestión importante que es preciso difundir y visibilizar. Cuanto antes y cuanto más, mejor.
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