De la igualdad a la equidad

July 14, 2017 | Autor: Benedetto Vertecchi | Categoría: History of Education, Equity in Education, Equal Opportunities in Education, Polititics of Education
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Benedetto Vertecchi

De la igualdad a la equidad






La historia del desarrollo de los sistemas de educación formal se presta a muchas y muy distintas lecturas. Pero es también una historia que se debe considerar sin dejarse condicionar por actitudes que hoy son corrientes, pero que no lo eran en otros tiempos y lugares. Para empezar, no se puede dar por descontado que la posesión de elementos de una cultura simbólica siempre se haya apreciado positivamente. En cambio, lo que sí que es cierto es que, durante un largo periodo de la historia de Europa, a la instrucción no se le reconoció una importancia especial. Un señor feudal podía ser analfabeto sin provocar estupor, cosa que sí que hubiera sucedido de no haber demostrado otras capacidades, sobre todo relativas al uso de las armas. Ser dueño de una cultura simbólica se relacionaba con un estado concreto, el eclesiástico, o con el ejercicio de algunas profesiones (por ejemplo, la de los notarios), que requerían necesariamente que se supiera leer y escribir.
Entre finales del primer y principios del segundo milenio concurrieron muchas condiciones para que la relevancia social de la cultura formal retomara su importancia. Las transformaciones que comenzaban a afectar en varios países a la estructura social y a la manera de vivir de la población empujaban hacia una acumulación de bienes inmateriales que constituyó la premisa para el nacimiento de las universidades, al menos en su forma embrionaria, que consistía en la agregación de estudiantes y profesores que adquirían crédito e iban creciendo debido a la calidad de los estudios. Desde luego que no se pretende evocar una imagen estereotipada de los orígenes de las instituciones académicas. Al contrario, en muchos casos se trataba de organizaciones turbulentas y litigiosas. Lo que cuenta en este caso es que su constitución original no fue una expresión del poder político o religioso. Aun así, es interesante subrayar que los poderes político y religioso descubrieron enseguida tanto las implicaciones que podría tener la consolidación de estas nuevas instituciones en la vida social como el modo para tratar de disciplinar y orientar su desarrollo a través de la concesión de reconocimientos y privilegios.
Los adjetivos con los que se suelen designar los distintos niveles de la instrucción formal (primario, secundario, superior o terciario) no guardan relación con el momento de la historia europea en que se precisan fórmulas organizativas para satisfacer las exigencias en la instrucción de alumnos que se distinguen por sus fases de desarrollo. Es más: ocurrió lo contrario de lo que invita a pensar esa sucesión de números ordinales, y que podría confirmar un cierto sentido común inconsciente de las formas que ha asumido con el tiempo la educación. Los sistemas educativos sugieren, de hecho, la imagen de una pirámide: la base corresponde a la instrucción primaria y a la máxima extensión del servicio. En la parte intermedia se sitúa la instrucción secundaria; y por último, en lo más alto, estaría la instrucción superior. En realidad, se trata de una imagen que no resulta ya adecuada para representar las condiciones de los sistemas educativos, o al menos los de los países de alto desarrollo económico: la pirámide se está transformando progresivamente en una suerte de cilindro por el hecho de que el grueso de la población disfruta de instrucción formal durante un gran número de años. Si no se puede afirmar que el sistema educativo se pueda representar completamente mediante un cilindro, se debe sobre todo al gran dinamismo que se observa en el nivel terciario, donde no solo se mezcla una oferta de estudios de carácter científico con otra más orientada a la formación profesional, sino que se vuelve cada vez más difícil establecer cuáles son las franjas de población a las que afecta el fenómeno. En el nivel terciario se entrecruzan, además, itinerarios de estudio que conservan el rasgo de la secuencialidad con itinerarios que contaminan las experiencias de estudio con las laborales y, finalmente, retornos a itinerarios que suceden tras una cifra variada de años empleados de otra manera.
Sería como si los sistemas educativos estuvieran, por un lado, concluyendo el ciclo que en el segundo milenio los condujo a asumir la conformación que hoy los distingue, y por otro (y también en este caso, empezando en el nivel terciario) estuvieran dando inicio a un nuevo ciclo, que no sabemos bien en qué dirección podrá desarrollarse, al menos si se quiere permanecer dentro de esa clasificación clásica. En cambio, si rompemos ese esquema clásico, podríamos comenzar a recopilar trazos de una nueva interpretación de la educación terciaria. Dicha interpretación se distingue por el abandono del criterio de la secuencialidad por una especie de estructura formada por burbujas que se introduce de distintas formas en la organización de la vida, marcando tanto el paso de la adolescencia a la edad adulta, como el sucederse, en la edad adulta, de los distintos campos de actividad que le son propios. No se trata solo de la adecuación de los conocimientos con fines de actualización profesional sino también de secundar que se manifiesten o vuelvan a proponer intereses desvinculados de esas perspectivas de utilidad para conseguir así un enriquecimiento del perfil cultural, lo que se obtiene cultivando determinados sectores del conocimiento.
La estructura de burbujas que estamos planteando como hipotética clave de interpretación del crecimiento de los sistemas educativos en el tercer milenio requiere volver a pensar sustancialmente muchas de las categorías interpretativas sobre las que se ha sostenido hasta ahora el desarrollo de la escuela. Decíamos que las universidades nacieron como asociaciones libres, pero decíamos también que el poder político y el religioso se apresuraron a limitar su crecimiento autónomo concediendo reconocimientos que, por un lado, parecían reforzar su imagen, y por el otro, limitaban la posibilidad de expresar un pensamiento no sujeto a vínculos. En la práctica, el reconocimiento de las universidades por parte de los poderes político y religioso sirvió para volver los sistemas de instrucción cada vez más funcionales a las distintas concepciones de desarrollo social y relación entre las clases. Lo dicho vale también para la gestación de las estructuras donde se iba a impartir una educación secundaria (me refiero al Gymnasium de Sturm o a los colegas que llevaron a la práctica los principios contenidos en la Ratio atque institutio studiorum de la Compañía de Jesús) y, sucesivamente, la primaria. Conforme crecía la propuesta de educación secundaria, ganaba también importancia la burguesía; lo mismo que según se fue generalizando la educación primaria, las clases trabajadoras fueron asumiendo una nueva conciencia de sus derechos.
Sin embargo, estos cambios que acabamos de mencionar no son lineales en absoluto, y, sobre todo, estuvieron marcados por un fuerte conflicto social. Merecería la pena reescribir la historia del desarrollo de la educación en el segundo milenio usando como clave interpretativa las soluciones que han servido en las distintas épocas para impedir o moderar el acceso a la instrucción a las clases que generalmente estaban excluidas. Otra clave complementaria podría formarse al considerar las excepciones que en cada fase se previeron para conferir legitimidad a la exclusión de las escuelas de estratos más o menos amplios de la población. En la historia social de los países europeos una de las excepciones con aceptación más vasta fue la que llevó a cabo la Iglesia a través del sistema educativo destinado a la educación del clero. Por mucho que se tratara de un dispositivo que afectaba a fracciones limitadas de la población, el que alumnos de condición modesta pudieran seguir itinerarios de estudio, posibilidad que en la variante no reservada a la formación del clero se reservaba a las clases acomodadas de la sociedad, implicaba admitir que también esos individuos de condición social modesta contaban con las cualidades necesarias para ello.
El crecimiento de los sistemas escolares procedió al mismo ritmo que la ampliación de las excepciones que se iban admitiendo en los dispositivos que moderaban el acceso a la instrucción. Hay que señalar que estos dispositivos de moderación podían referirse a todo tipo de instrucción, y que se podían enmarcar en contextos que toleraban, y a veces requerían, algunos rudimentos de cultura formal. Por ejemplo, en los países de tradición luterana se produjo una alfabetización difusa más precoz que en el resto de Europa con el fin de satisfacer exigencias de tipo religioso (los cristianos tenían que ser capaces de leer la Biblia), lo que no quita para que solo los alumnos de cierto nivel social pudieran disfrutar de periodos más significativos de educación formal. La transformación de los sistemas productivos que se produjo tras la Revolución industrial, así como las modificaciones de las relaciones interclasistas debidas a la Revolución de 1789 dieron un impulso decisivo a la ampliación de la base social de la instrucción. Los sistemas educativos actuales proceden justamente de la combinación de factores que hicieron posible que se fueran atenuando las excepciones a la exclusión de la instrucción escolar hasta casi alcanzar, al menos teóricamente, la afirmación del principio contrario, es decir, eso que se ha llamado, con distinto énfasis, derecho al estudio. La paradoja ha consistido, en todo caso, en que se ha ido afirmando paralelamente un criterio evaluativo, el mérito, que actúa a su vez como un nuevo dispositivo de moderación. Solo en una dimensión utopística (en el sentido etimológico de no lugar) cabría considerar como complementarios los conceptos de mérito y Derecho. De hecho, sería necesario suponer que han desaparecido el resto de factores que condicionan en distinta medida que los alumnos pertenecientes a distintos estratos de la población puedan disfrutar las propuestas de educación formal.
En el transcurso del S. XX los conceptos de mérito y derecho al estudio han vivido suertes paralelas. Por ejemplo, en la Constitución de la República Italiana se afirma el derecho de todo el mundo a ir a la escuela durante un número congruo de años y se añade que los alumnos capaces y meritorios deben tener la posibilidad de alcanzar los niveles más altos de instrucción. El presupuesto interpretativo de esas disposiciones (es de lamentar que no se hayan aplicado plenamente) es que hay una dispersión en la medida de la posesión de aptitudes (una vez más) como factor de moderación en el acceso a los niveles elevados de instrucción. Pero una interpretación semejante no explica por qué el dispositivo de moderación tiene una eficacia harto mayor cuando se ejerce con alumnos socialmente desaventajados. No basta con declarar, como se ha hecho varias veces a lo largo del S. XX, que los sistemas educativos buscan la igualdad de las oportunidades educativas. Además, se trata de una fórmula que, como observó hace ya varias décadas Torsten Husén, carece absolutamente de significado unívoco. Si disfrutar de la educación escolar es una obligación en ciertas franjas de edad, entonces se les reconoce a todos los niños oportunidades iguales de instrucción, pues todos se alinean en la misma línea de salida. Sin embargo, no sabemos cuál va a ser su destino sucesivo, quién alcanzará la meta y quién tendrá que renunciar durante su carrera. Husén calificó como liberal esta noción de la igualdad, que se superaría con una interpretación democrática siempre que se eliminaran las causas económicas que obligan a parte de los alumnos a abandonar los estudios. Pero, precisa Husén, el respaldo económico a un itinerario que permite que se afirmen aquellos que comenzaron con mejores oportunidades corresponde a la afirmación de un concepto solo formal de democracia: lo que cuenta es que la igualdad de oportunidades pueda comprobarse en cuanto resultado educativo.
No cabe duda de que las distinciones que introdujo Husén siguen resultando actuales y que también en este principio de siglo hay que plantear el problema de la igualdad de las oportunidades educativas. Lo que ha cambiado es el contexto en que se enmarca el problema, que, en muchos sentidos, es mucho más difícil que el ambiente al que Husén se refería. Para empezar, hace falta preguntarse si la tercera noción de igualdad de oportunidades que enunció Husén puede seguir constituyendo una meta democrática sustancial, si a esa meta no le corresponde una fórmula que con el tiempo ha sustituido los objetivos reales de la instrucción con cuestiones ideológicas. En cierto sentido, la concesión de títulos de estudio que no corresponden al perfil de aprendizaje que deberían certificar produce una forma de igualdad, si bien provoca que se produzca otro dispositivo discriminante, ya que los primeros en liberarse de la atracción de certificaciones solo teóricas son, como de costumbre, los alumnos socialmente aventajados. Resumiendo: considerar la igualdad de oportunidades como condición terminal de un proceso no es una condición suficiente para que se realice una educación para todos que no reconozca a cada cual condiciones especiales de favor, o sea, una educación que opere en pos de la equidad.
La complicación que ha tenido lugar en las décadas que han transcurrido desde que Husén desarrollara estos argumentos recién mencionados sobre la igualdad de oportunidades reside en los cambios que han afectado a las fuentes potenciales de educación que actúan a nivel social. La escuela opera hoy, sin lugar a dudas, en una condición de competencia difícil de imaginar hace tan solo algunos años tanto en cuanto a la difusión del conocimiento como a la consolidación de los aparatos valoriales que sirven de marco a la educación. Niños y jóvenes disponen actualmente de experiencias (si bien son virtuales en la mayor parte de los casos) mucho más vastas que las que pudieron adquirir las generaciones precedentes, pero (por qué no decir "sobre todo") sus valores de referencia están mucho más condicionados hoy por mensajes cuya intencionalidad educativa resulta funcional para que se alcancen otras metas, mayormente de tipo consumista. Las escuelas operan hoy en la difícil condición de tener que representar sistemas de valor en contradicción con otros a los que se otorga mayor prestigio a nivel social. El conocimiento, sin el cual carecería de sentido hablar de educación formal, constituye un valor subalterno respecto al éxito efímero que se puede obtener de otro modo. El impedimento que reduce el espacio para la noción de igualdad que propuso Husén lo constituye precisamente la consolidación de una noción depredadora que se ha ejercido en el contexto de la educación para la consecución de fines no educativos, en el sentido de que podrá generar ventajas para algunos, pero acarreará desventajas para muchos otros. No habrá equidad en la educación hasta que se haya rechazado semejante noción depredadora: este es un compromiso que le afecta a la sociedad en su conjunto. Las escuelas, por sí solas, no lo pueden lograr.










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