De la hegemonía al populismo: Ernesto Laclau, la evolución de un schmittiano anti-schmittiano

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Descripción

De la hegemonía al populismo: Ernesto Laclau, la evolución de un «schmittiano antischmittiano» Antonio Rivera García

1.

Un pensamiento posmarxista

El pensamiento de Ernesto Laclau tiene su origen en una crítica interna al marxismo. Es un discurso que quiere poner de relieve los límites, la crisis, del marxismo clásico, lo cual nos sitúa en principio lejos de Carl Schmitt. Cuando se parte de Marx, aunque sea para ir más allá, el análisis debe estar centrado en la sociedad, y no en la más restringida comunidad política que en la modernidad es el Estado. Frente a Schmitt, el filósofo argentino tampoco está interesado en la distinción entre público y privado, y en la apología del Estado como neutralizador de los conflictos sociales y como katechon. Comenzaré sintetizando la crítica al marxismo que Laclau ha expuesto en innumerables ocasiones. El tránsito de la sociedad a lo social, que es uno de los principales rasgos de su pensamiento, pasa por revelar la ausencia de una matriz formal-trascendental, de un fundamento o de un cimiento, capaz de explicar todos los conflictos sociales. Para Laclau, la teoría clásica marxista reduce todas las demandas —la unidad mínima del análisis social— a infraestructura económica, a relaciones de producción. Para este discurso, la sociedad, porque posee a priori ese fundamento, es una estructura cerrada, completa, sin falta, sin brecha, capaz de traducir a lógica conceptual todos los antagonismos, disensos o problemas sociales. No cabe hablar de ningún elemento exterior al sistema, ni de antagonismos irreductibles, porque, en realidad, todas las relaciones sociales son homogéneas cuando cualquier conflicto se puede reconducir a la matriz o fundamento económico. Para esta «lógica de la totalidad» sí existe la sociedad, entendida como un objeto inte-

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ligible y unitario u homogéneo. El fundamento o principio subyacente hace completamente inteligible el orden social, de modo que en el sistema marxista, pero lo mismo se podría decir del hegeliano, todas las contradicciones son dialécticas o resolubles. La contradicción entre el capital y el obrero, la lucha de clases, agota todas las alternativas posibles para explicar los problemas sociales. Además tal contradicción es plenamente representable dentro de un espacio simbólico, que es un terreno lógico saturado, sin exterior, sin falta. Tanto la filosofía hegeliana como el marxismo ortodoxo, determinista, han pensado en una clase universal y sujeto histórico, sea el Estado o el proletariado, que pone fin a las contradicciones de la sociedad civil y permite lograr una sociedad plenamente reconciliada. En relación con el marxismo, esta clase universal es, según Laclau, el resultado de una «revolución puramente humana» (Laclau, 2004: 49-51). En su ensayo «Identidad y hegemonía» comenta el texto del joven Marx «Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Una introducción» (1843), donde se distingue entre una revolución puramente humana y otra meramente política. Ahora nos interesa solo la primera, pues de ella «emerge un sujeto que es universal en y por sí mismo». Tras la revolución, «el proletariado» —en palabras de Marx— se limita a «enunciar el secreto de su propia existencia», que coincide con la disolución de ese orden mundial lleno de contradicciones y conflictos sociales. Para Laclau, la universalidad del sujeto revolucionario supone el fin de lo político o del antagonismo, y la transición «del gobierno de los hombres a la administración de las cosas» 1. Este sistema determinado por un fundamento único convierte, parafraseando a Spinoza, a la libertad en la conciencia de la necesidad. En cambio, la reflexión de Laclau no solo parte de la imposibilidad de sociedad y del reconocimiento de la problemática contingencia, sino que trata de ofrecer una visión optimista de la contingencia y de unirla al valor moderno de la libertad. El filósofo argentino no se ha cansado de apelar a la historia para demostrar los fallos de este esencialismo o racionalismo, que es también como llama a esta teoría de la «totalidad fundante». En primer lugar, el marxismo esperó en vano que se diera bajo el capitalismo esa creciente simplificación de la estructura social, la polarización en solo dos bandos, que debía hacer inevitable la revolución puramente humana. Pero, además, el análisis interno del hegelianismo y marxismo revela la existencia de fallas dentro de este sistema supuestamente cerrado a una exterioridad radical. Al igual que los pueblos sin historia abren una brecha en el sistema hegeliano, el lumpemproletariado y la aristocracia financiera son, para Laclau, una prueba de que la historia social no puede reducirse a las relaciones de producción (2008a: 43-44).

1

Sigo aquí el resumen que hace Laclau en Debates y combates. Por un nuevo horizonte de la política (2008a: 130).

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Ante la decepción histórica, el filósofo latinoamericano comenta, en su línea habitual de traducir el discurso del antagonismo a la fórmula —que tanto detesta Jacques Rancière2— «o bien… o bien», que solo cabían dos posiciones alternativas: o bien la de aquellos que no desesperan y reaccionan tratando de homogeneizar ese exterior irreductible o heterogéneo (desde la teoría de la «falsa conciencia» de Lukács hasta las contemporáneas teorías de la multitud que se niegan a reconocer el carácter irreductible del antagonismo); o bien la de aceptar plenamente la heterogeneidad, y, por tanto, admitir que el trabajador no ocupa una posición objetiva en el interior de las relaciones de producción3. Desde este segundo punto de vista, la lucha de clases, el antagonismo social, dependerá de lo que sea el trabajador más allá de su posición objetiva dentro de las relaciones de producción o estrictamente económicas. Es decir, el antagonismo dependerá de la emergencia de un actor histórico, de una identidad política, que interrumpe la lógica conceptual económica, de una identidad que se constituye en múltiples procesos de antagonismo, ya tengan que ver con desequilibrios o crisis ecológicas, marginalización, desempleo, explotación imperialista, desarrollo desigual entre distintos sectores económicos, etc. (Laclau, 2008a: 48). De este modo, como las relaciones de producción y la lucha política por la emancipación son dos realidades heterogéneas, las fuerzas que se oponen al capitalismo ya no son el resultado exclusivo de la lógica capitalista, sino que interrumpen desde el exterior el carácter necesario de esta lógica. Pero que la alternativa correcta, para Laclau, sea aceptar plenamente el carácter insuperable de la heterogeneidad, no impide que, al mismo tiempo, su obra se caracterice —lo cual hace que entronque su pensamiento con una tradición retórica que se podría remontar hasta el mismísimo Cicerón— por buscar algo que puede parecer paradójico si privilegiamos el punto de vista de la teoría: una cierta totalización que sea compatible con la heterogeneidad irreductible. En el fondo, esta es otra vía que podría llevarnos desde el 2

Para Ranciére (1998: 121), la lógica de la subjetivización política no puede ser reducida a una lógica de lo mismo o de la identidad, cuya forma sería la del silogismo «o bien… o bien»: o bien es un ciudadano, o bien un inmigrante, etc. Por el contrario se trata de una heterología, de una lógica del otro, de un «nosotros somos y no somos». 3 Laclau, en «Atisbando el futuro», su contestación al conjunto de trabajos que encontramos en S. Critchley y O. Marchart (2008b: 386-387), ha pensado también la historia del marxismo haciendo uso de categorías kantianas. Esto es, ha pensado el paso de una época marcada por el determinismo a otra abierta a la contingencia como el tránsito desde la categoría del juicio determinante al reflexivo. Primero, con Marx y el marxismo más ortodoxo, se dio una completa subordinación de los casos particulares, del material empírico, a las reglas conceptuales o a un sistema de categorías previamente dado. Después tiene lugar la irrupción de lo Real, lo que se conoce como «desarrollo desigual y combinado», esto es, la dislocación de esta estructura conceptual. Este fenómeno de dislocación se podía nombrar, pero ya no era subsumible bajo una regla que lo precedía. El tránsito se consuma con el pensamiento de Gramsci sobre la hegemonía. Solo entonces —concluye Laclau— «hemos pasado claramente de la primacía del juicio determinativo a la del juicio reflexivo».

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filósofo y jurista romano hasta Hans Blumenberg y su teoría de la inconceptuabilidad, la que tiene que ver con el elogio de la verosimilitud y la débil —contingente— unión metafórica o por analogía. 2.

Un pensamiento posmoderno entre Schmitt y Blumenberg: secularización y crítica de la modernidad como proyecto epistemológico

Laclau critica la filosofía moderna que cree haber encontrado un fundamento último, un cimiento definitivo, a partir del cual construir la totalidad social, la sociedad. En estos casos, como de forma paradigmática sucede en la filosofía de Hegel y Marx, la historia se convierte en un proceso enteramente racional que acaba con la contingencia y heterogeneidad. Desde principios de los 904, Laclau sostiene que el giro posmoderno sirve para liberarnos de esos límites, fundamentos y horizontes finales que caracterizan a la filosofía moderna, como la razón en la Ilustración, el progreso en el positivismo, la sociedad comunista en el marxismo… Este giro posmoderno supone —según Laclau— reconocer que la obra de los agentes históricos será siempre contingente, y que la totalidad debe dejar de ser cimiento para convertirse en horizonte, en algo que, ciertamente, orienta la conducta, pero que nunca puede alcanzarse. Laclau se presenta como posmoderno, no como antimoderno, y por ello la superación de la modernidad no significa el colapso de todos los objetos y valores universales contenidos dentro del horizonte moderno, sino su reformulación desde una perspectiva diferente, desde un punto de vista que podríamos calificar de retórico. Esto significa que valores modernos, como libertad e igualdad, deben presentarse ahora como «construcciones sociales pragmáticas», y no como frutos necesarios de la razón. Con posterioridad, Laclau, siguiendo la estela de Chantal Mouffe, va a utilizar la filosofía de la historia de Blumenberg, contenida en su Legitimidad de los tiempos modernos, para reformular estos aspectos negativos y positivos de la modernidad. La recepción de Blumenberg se centra en la categoría de la Umbesetzung (reocupación). En realidad utilizan al filósofo alemán para rechazar, en primer lugar, el proyecto epistemológico de la modernidad, el racionalismo o esencialismo que encuentra una de sus últimas manifestaciones —aunque se trate ya de un racionalismo debilitado— en Habermas, quien establece un vínculo necesario entre el pasado democrático de la modernidad y el racionalismo y universalismo. Para Mouffe (1999: 169-170), y si hablo de ella es porque su interpretación la ha aceptado Laclau, este aspecto de la modernidad constituye una supervivencia de la problemática medieval absolutista, la que 4

Así puede apreciarse en el artículo «Poder y representación», versión extendida de una conferencia de 1989, ahora en Emancipación y diferencia (1996).

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conducía a admitir que la razón y la ley eran independientes —como insistirá Leo Strauss acerca de toda la filosofía premoderna— de los seres humanos, esto es, algo externo o ajeno a su praxis contingente. En segundo lugar, utilizan a Blumenberg para aseverar que el aspecto más plausible de la modernidad es la autoafirmación, o la consagración de la razón humana como medida de orden —por insuficiente que sea la razón y contingente que sea el orden— y fuente de valor en el mundo. Pienso que, en el fondo, Mouffe, y después Laclau, no hacen otra cosa que apreciar la doble vía que se abre en la modernidad, la normativa y la voluntarista o decisionista, con el objeto de criticar la primera y apoyar la segunda. La vía epistemológica o racional coincide —y ahora utilizo las palabras de Hermann Heller— con la «fe despersonalizadora en la ley», que conduce en lo ético-político a la máxima: «El hombre es libre cuando no debe obedecer por más tiempo a hombres, sino solamente a leyes» que se alzan «sobre toda voluntad y sobre todo arbitrio» (1985: 286). Alguien que ha acabado exaltando el populismo y la voluntad del representante único no podía dejar de rechazar esta vía, y defender la voluntarista-decisionista, la que nos lleva a otra línea de la modernidad que se abre sobre todo con Hobbes, y alcanza su punto culminante con Schmitt. Que Laclau no parece entender la tesis blumenbergiana de la continuidad funcional, y no sustancial, entre la época premoderna y moderna, queda claro cuando, como haría un buen discípulo de Schmitt, escribe que el antagonismo social —la clave para pensar lo político como veremos a continuación— es en el fondo un secularizado de la teología. Laclau sitúa en el origen de dos posiciones rivales —el pensamiento de la inmanencia de la ultraizquierda y la teoría de la hegemonía— la discusión teológica en torno al bien y al mal, en torno a si el mal es algo eliminable, un momento superable de la historia, o, por el contrario, es algo que nunca podrá extirparse. Desde la posición del autor de Emancipación y diferencia, el discurso cristiano sobre la salvación, que es la primera muestra de emancipación radical, presenta la historia humana como la lucha permanente entre los santos y los pecadores, entre el bien y el mal. Lucha que ha de finalizar con la erradicación completa del mal y la implantación de una sociedad perfecta, sin divisiones internas o sin alienación (1996: 23). La dificultad inherente a este cuadro totalizante se encuentra en el problema de la teodicea, en cómo explicar la existencia del mal en el mundo si Dios es todopoderoso. Laclau piensa que una de las soluciones principales consistió en considerar el mal una etapa necesaria de la historia de la humanidad. En términos no teológicos podríamos decir que existe un fundamento común entre el bien y mal, y que, por tanto, su relación es dialéctica o resoluble. Esta es la base, para el filósofo argentino, del pensamiento de la inmanencia, cuya última gran expresión se encuentra en la ultraizquierda representada por los autores de Imperio, y cuyo origen Laclau remonta hasta el siglo ix y la filosofía de Juan Escoto Erígena. Para este teólogo, el mal, la finitud o la contingencia no existen porque todo aquello que identificamos con el mal coincide con las

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etapas necesarias que un Dios inherente al mundo debe atravesar para alcanzar la divina perfección. Añade el pensador argentino que con Erígena empieza una tradición que, pasando por el misticismo septentrional, el Cusano y Spinoza, alcanza su punto culminante en Hegel y Marx (1996: 24; 2008b: 400). La otra posición cristiana, la que se encuentra en la base del antagonismo radical o insuperable, afirma, en cambio, el carácter necesario del mal. De este modo, al igual que en la modernidad la inmanencia fue secularizada, «la noción religiosa del mal se convierte, con las transformaciones modernas, en el núcleo de lo que podemos llamar el antagonismo social». Laclau no lo hace explícito, pero en realidad nos encontramos ante una teología cercana al gnosticismo. El antagonismo social retiene de la noción religiosa del mal «la noción de una disyuntiva radical». Disyuntiva que «no puede ser reabsorbida por ninguna objetividad más profunda», ya se trate del desarrollo de fuerzas productivas o de cualquier otra forma de inmanencia. El corolario de esta tesis es que solo la división social, el antagonismo radical e insuperable hace posible la existencia de acciones sociales «verdaderamente políticas» (Laclau, 2008a: 129). Por tanto, Laclau nos invita a pensar que la teoría de la hegemonía, entendida como teoría del antagonismo radical, no es otra cosa que teología política. De acuerdo con esta doble manera de entender la negatividad o el mal, Laclau acaba dividiendo en dos la filosofía contemporánea (2008b: 400). De un lado se situarían todas las filosofías para las que la negatividad es el «efecto superestructural» de un movimiento inmanente, de forma que la negatividad es solo apariencia. Contienen un pensamiento dialéctico de carácter objetivista, que es capaz de subsumir toda manifestación negativa en un movimiento subyacente, y que, como la hegeliana astucia de la razón, explica e integra tal manifestación. Desde este enfoque, no hay lugar para una teoría del sujeto, de la contingencia, de los múltiples puntos de vista, que, según Laclau, se halla en el origen de la democracia radical. De otro lado se situarían las filosofías para las cuales la negatividad es «constitutiva y fundacional», y no dialéctica. Esta negatividad es el límite absoluto de toda objetividad, y además concuerda con las antiobjetivistas categorías lacanianas de lo real y del ser humano como sujeto de la falta. Solo desde esta segunda manera de entender el mal, la subjetividad, y junto a ella la contingencia, la parcialidad y la particularidad, penetran en la teoría, en el ámbito de lo universal, y se puede hablar de una verdadera teoría del sujeto. 3. 3.1.

La centralidad del antagonismo La afinidad con el concepto schmittiano de lo político

Comenta Laclau que el punto de partida de la reflexión social es la heterogeneidad entendida como ausencia, como unidad fallida, como falta de vínculos necesarios entre los diversos elementos de la estructura social, lo cual

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impide la existencia de esa sociedad completa en la que las contradicciones son dialécticas o resolubles. Aquí, en el descubrimiento de la contingencia de toda conexión social, de la indecidibilidad original del discurso social que no puede ser reducido a lógica conceptual, ha sido de gran utilidad —confiesa el argentino— la derridiana filosofía de la deconstrucción. Por otra parte, si la unidad mínima de la acción social es la demanda, cuya transformación de petición en exigencia implica el nacimiento de un antagonismo político, se debe a que el sujeto de tal acción es el «sujeto de la falta», el sujeto que demanda algo que no posee y que necesita para ser completo o adquirir plena identidad. En este caso es el psicoanálisis lacaniano el que le ayuda a entender al sujeto constituido sobre una ausencia o falta original. Aparte de Jacques Lacan y Jacques Derrida, hay otro pensador, Schmitt, que puede iluminar el pensamiento de Laclau. Así que el siguiente paso decisivo consiste en mostrar que solo el antagonismo, o lo que es lo mismo, el conflicto entre elementos heterogéneos irreductibles, puede hacer visible la contingencia de la estructura social. Se suele decir —la misma Mouffe lo reitera a menudo— que la centralidad del antagonismo, su irradicabilidad, es el rasgo más schmittiano de la teoría de la hegemonía. Para los autores de Hegemonía y estrategia socialista, toda identidad, y desde luego la social, es relacional, es decir, depende de la diferencia entre un nosotros y un ellos. Según Mouffe, tal diferencia puede terminar en antagonismo, en la diferencia amigo/enemigo, cuando se percibe al otro como alguien que cuestiona nuestra identidad y amenaza nuestra existencia (1992: 89). De El concepto de lo político los dos autores subrayan el pasaje en que Schmitt sostiene que lo político puede extraer su fuerza de cualquier ámbito social, de «antagonismos religiosos, económicos, morales, etc.» (1991: 68). Esto no significa que el jurista alemán vea en cualquier antagonismo una relación política. Ante todo, los conceptos amigo/enemigo no deben ser reducidos «a una instancia psicológica privada e individualista». Enemigo —precisa Schmitt— es hostis, enemigo público («un conjunto de personas, o en términos más precisos, un pueblo entero»), y no inimicus en sentido amplio, es decir, cualquier competidor o adversario. Sin embargo, al examinar el discurso de Laclau tenemos la impresión de que estamos más cerca del inimicus que del hostis, pues tiende a convertir todo antagonismo y proceso de constitución de una identidad, sea privada o pública, en político. Oliver Marchart llega a esta misma conclusión, y agrega que Laclau ha soslayado sistemáticamente «las implicaciones radicales del argumento discursivo». Este argumento dice que, si, por un lado, «el antagonismo es necesario para la construcción o estabilización transitoria de todo sentido», y, por otro, el antagonismo es la categoría de lo político, entonces «todo sentido es, radicalmente, político» (Marchart, 2009: 196). Hemos de agregar, aunque no lo señale Marchart, que Derrida decía lo mismo acerca de Schmitt en Políticas de la amistad. Pues, a pesar de la inicial delimitación de un ámbito propio de lo político, el de las amistades y enemistades públicas, luego el alemán afirma que lo político «invade todo estrato

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fundador de la existencia», y «todos los conceptos de la esfera del espíritu, incluido el concepto mismo de espíritu, se entienden únicamente a partir de la existencia política concreta» (1991: 112)5. Por esta razón, la esencia de lo político, la negación oposicional, se convierte también en el asunto filosófico por antonomasia (Derrida, 1998: 200)6. 3.2.

La ambivalencia del antagonismo

Veamos ahora más detenidamente cómo utiliza Laclau la categoría del antagonismo. A pesar de que el argentino insiste en la primacía de lo heterogéneo sobre lo homogéneo, y de la contingencia sobre lo necesario, no renuncia —como ha hecho siempre el discurso de la retórica— a la búsqueda imposible, siempre defraudada, de la homogeneidad necesaria. Por eso, las ciencias sociales tienen el deber de pensar la articulación de los elementos heterogéneos de la estructura, por mucho que la heterogeneidad sea insuperable y dicha articulación sea siempre provisional. Tales ciencias deben seguir preocupándose por la satisfacción de las demandas sociales, por la sutura de la brecha de la estructura, mediante la articulación de esas demandas en torno a un sujeto social. La fuerza articulante —y fuerza es otro de los conceptos que, según Laclau, vincula deconstrucción y hegemonía— de esos elementos, de las demandas heterogéneas, procede también del antagonismo, del único fenómeno que permite —como explica la teoría de la equivalencia— escapar de la indecidibilidad original e iniciar el proceso de construcción de la identidad social. Pues el vínculo social se produce por la común oposición a otro elemento heterogéneo que impide satisfacer la demanda; o en otras palabras, por la equivalencia de una pluralidad de demandas heterogéneas que solo comparten su rasgo negativo, su oposición al mismo enemigo. Esta lógica de la equivalencia, que da lugar a una identidad o unidad nominal, no es conceptual, sino metafórica, la propia de la disciplina retórica que se limita a establecer vínculos contingentes y, por lo tanto, provisionales. Según Laclau, los conjuntos relacionales obtenidos gracias a la cadena de equivalencias; solo obedecen a la lógica interna de estar fácticamente entrelazados. La retórica nos enseña que este entrelazamiento, propio de las construcciones hegemónicas, es el resultado de una praxis, de un trabajo de persuasión o convencimiento, en el que también sigue jugando un papel muy importante la pretensión de que el discurso se acerque —y nunca puede ir más allá de un acercamiento— a la verdad, a la obtención de un fundamento que haga posible la unidad definitiva. En mi opinión, la crítica 5

Citado en Derrida (1998: 147). A este respecto, Derrida subrayaba la similitud entre Schmitt y Heidegger, y, en concreto, el hecho de que ambos coincidieran en el crédito prestado al pólemos o a la oposición en sí misma, más allá de toda determinación psicológica, antropológica, moral, estética o económica. 6

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a Laclau por este lado, por el de la retórica, es bastante cuestionable. Es una crítica similar a la que Rancière dirige contra el Godard de las Histoire(s) por pasar de una estética de la violenta interrupción a una estética simbólica, metafórica, que sirve para reunir un conjunto de elementos heterogéneos7, aunque la reunión sea tan contingente como la de los paneles del Atlas de Warburg. Es preciso insistir que, para Laclau, esa contradicción antagónica entre heterogéneos se opone a la relación dialéctica que se daba en el sistema hegeliano o marxista. Dicha contradicción no se puede aprehender conceptualmente porque es una relación no-relacional o no-dialéctica, similar al lacaniano «no hay relación sexual». Con las expresiones de Lacan y Laclau, queremos decir que no hay una fórmula única —un fundamento, una matriz, etc.— ni de la sexualidad ni de lo social capaz de absorber en un todo unificado los polos masculino y femenino o los antagonismos sociales. Del antagonismo debería decirse entonces que es ambivalente, término que es más adecuado para pensar la contingencia. Por una parte, es lo que hace visible la contingencia de la estructura social, la irreductible heterogeneidad de sus elementos. Para Laclau, esta heterogeneidad, en la medida en que es un exterior radical que no puede ser simbólicamente dominado, coincide con la categoría lacaniana de lo Real. Esta categoría siempre tiene en el ámbito social un efecto interruptivo, pues niega a los agentes sociales la plenitud de una identidad, y nos recuerda que la sociedad es un objeto imposible. En su réplica de 2006 a la crítica de Slavoj Žižek a La razón populista, Laclau añade en una nota que lo Real «implica la representación de lo irrepresentable, que conduce a lo que Blumenberg llamó la metáfora absoluta» (2008a: 46). Me permito corregir a Laclau, pues, en realidad, estamos ante un tipo especial de metáfora absoluta, la que Blumenberg denominó metáfora explosiva (Sprengmetapher), aquella que menos saber proporciona porque reúne elementos tan absolutamente contradictorios que frustran la imaginación, la intuición o representación sensible. Pues metáforas absolutas son también lo contrario, esto es, las operaciones hegemónicas con las que queremos restaurar el orden simbólico. Es decir, hay metáforas absolutas que sirven para interrumpir, las explosivas, y metáforas absolutas —las relacionadas con la catacresis— que sirven para establecer vínculos, por débiles que estos sean si los comparamos con los conceptuales. Por otra parte, el antagonismo —y por ello hablamos de ambivalencia— también puede ser positivo cuando posibilita —fuerza— las cadenas de equivalencia o vínculos que, aun provisionalmente, pretenden eliminar o hacer imperceptible la heterogeneidad inicial. Nunca debemos olvidar que la fuerza articulante —tan vinculada a la coyuntura o contexto histórico— se caracteriza por su exterioridad con respecto a los elementos articulados, o por ser un conjunto de actos decisorios que trascienden la estructura social y no responden a las exigencias de la razón teórica. De otro modo, volveríamos a las rela7

Para la crítica de Rancière a Godard, véase sobre todo Le Destin des images (2003) y La fábula cinematográfica. Reflexiones sobre la ficción del cine (2005).

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ciones dialécticas y a la lógica conceptual. El problema es cómo entender esos actos decisorios: o bien como el resultado del poder desnudo; o bien como el resultado de un esfuerzo retórico —no basado en un juicio determinante, sino reflexionante— para establecer vínculos intersubjetivos y legítimos. Tras leer a Laclau estamos tentados a utilizar las categorías blumenbergianas, y decir que el argentino podría haber entendido el discurso o el juego social y político como una actio per distans (Blumenberg, 2011)8. Pues se trata de construir una identidad o una totalidad sobre la base de la separación —distancia— de elementos que, sin embargo, deben vincularse de alguna manera. El mismo Laclau escribe que la contingencia se presenta como «la distancia inherente de la estructura respecto de sí misma». 4.

Fijación de sentido y hegemonía

La ausencia de sociedad, la falta de esa plenitud que se traduce en el acuerdo de todas las partes o elementos de la estructura social, y, en consecuencia, en la resolución de todo conflicto, se vive como desorden. Dicho en los términos lacanianos que gusta emplear Laclau: solo a través de la disrupción, dislocación o distorsión del orden simbólico se hace presente ese exterior —ese más allá de los límites del sistema— radicalmente heterogéneo, lo Real, que no se puede asimilar dentro de las relaciones de diferencias y equivalencias, y, por consiguiente, impide el cierre del sistema. La imposibilidad de clausura de la totalidad social se puede vivir como algo siniestro, bien como un defecto de semanticidad, bien como un exceso de significación que no se puede dominar. Una situación límite, radicalmente siniestra y propia de un universo psicótico, sería aquella en la que se da la completa desfijación —la pura diseminación— de sentido, en la que no se puede reducir aquel exceso. Esta es, por cierto, la situación de «crisis de la presencia» que ha estudiado otro gran lector de Antonio Gramsci como Ernesto de Martino. Nada peor que la búsqueda ciega de significado, que ese exceso irresoluble de semanticidad, que ese universo donde cualquier cosa significa todo y nada (Martino, 1977: 631-632). Errar infinito del significado que se manifiesta en un mundo deforme, lleno de tramas hostiles, de intenciones ocultas y caóticas (62) . Así que la función de las ciencias sociales, o en definitiva la de cualquier discurso, consiste, bien en limitar el juego —el flujo— infinito de las diferencias, bien en subsanar la absoluta falta de relación entre los elementos heterogéneos de la estructura social. Para Laclau, la fijación de sentido, por muy relativa o provisional que sea, siempre exige no renunciar a lo imposible, al horizonte —siempre por venir— de la sociedad o de la totalidad social. Se trata 8

Sobre la actio pers distans, me permito citar mi artículo «Visibilidad y razón práctica en Hans Blumenberg» (2014: 135-153).

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entonces de hacer de alguna manera presente lo ausente, de acudir a la básica estructura antropológica de la actio per distans que se encuentra en el origen de todo pensamiento de la representación. En la jerga de Laclau, diríamos que la presencia de la falta, de la ausencia de sociedad, debe ser significada a través de una forma discursiva específica, a la cual el filósofo argentino ha denominado significante fluctuante, vacío, e incluso, en ocasiones, flotante cuando se trata de dar cuenta, en una guerra de posiciones, de los desplazamientos de las fronteras o antagonismos que sirven para construir las identidades populares9. Ahora solo quisiera poner de relieve que un significante, como sociedad o pueblo, es la universalidad que da nombre a un completamiento ausente. Todos sabemos que el filósofo latinoamericano llama hegemonía a la operación de dar un significado a este significante. De él decimos que es fluctuante porque el significado, que, por ejemplo, demos al significante «unidad de la sociedad o pueblo», dependerá del contenido concreto, de la particularidad, que aspira a ocupar el lugar vacío de esa universalidad. La política consiste, precisamente, en la lucha —nuevamente, antagonismo— entre diversos contenidos concretos o particularidades —proletariado, la organización polaca Solidaridad, Perón, etc.— por ser el nombre que encarne el universal. Se trata, en realidad, de encarnar, de representar, algo que siempre ha de permanecer ausente porque la clase particular o el líder concreto resultan inconmensurables con respecto a la universalidad significada por el significante vacío. Es falso, para Laclau, que nos encontremos, como dice Žižek ante un caso de reificación, pues, en primer lugar, nunca se cierra la brecha, la distancia, entre la particularidad y la universalidad. El contenido concreto que llena de significado el significante vacío es solo una alternativa más, no la única, y por ello no salimos del campo de la contingencia. O sea, entre el contenido literal de la particularidad y su papel de completamiento que aspira a la universalidad solo hay una relación puramente externa, irreductible a lógica conceptual. Y, en segundo lugar, no se trata de una reificación porque la particularidad sí modifica su identidad cuando es elevada a la dignidad de la universalidad. El mismo objeto concreto —la clase, el movimiento social, el líder, etc.— se transforma, al menos, en expresión de tendencias más generales de las que representaba antes de inscribirse en un proceso hegemónico. Y ello tiene lugar porque, inscrito en una estructura de relaciones equivalenciales, se convierte en un punto nodal10 —point de capiton y significante amo en términos lacania9 En su crítica de La razón populista, Benjamin Arditi (2010: 488-497) escribe acerca del paso de los significantes vacíos a los flotantes (Laclau, 2005a: 165 y sigs.) como del paso de una versión simplificada a otra acabada de un mismo núcleo conceptual. Pues los significantes vacíos permiten a Laclau explicar la construcción de identidades populares cuando las fronteras son estables, mientras que los significantes flotantes le permiten contemplar el desplazamiento de esas fronteras cuando las fuerzas populistas están embarcadas en guerras de posiciones. 10 Punto nodal y significante vacío tienen el mismo referente, y se diferencian en que mientras el punto nodal alude a la función articulatoria, el carácter vacío indica su significación universal (Laclau, 2008b: 397).

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nos— en torno al cual se reagrupan ciertos elementos a expensas de otros. Por tanto, la hegemonía engendra un poder ambivalente. Alude a un contenido concreto, sectorial, y, al mismo tiempo, representa una función general e independiente de todo contenido particular. Laclau siempre subraya la afinidad de esta lógica de la hegemonía, de la articulación gracias a una confrontación antagónica, con la del objeto a lacaniano, con esos objetos parciales que se subliman y se elevan a la dignidad de la Cosa o de la totalidad imposible, pero que al final desembocan en una jouissance defraudada. También podríamos comprender esta lógica con la ayuda de la metaforología blumenbergiana. En concreto, puede sernos de gran utilidad comprender que la metáfora absoluta —una particularidad— permite que singulares colectivos (mundo, historia, sociedad, pueblo, etc.), que no pueden ser reducidos a lógica conceptual, dejen de ser una mera serie de cosas heterogéneas. Tal metáfora logra colmar las aspiraciones de otorgar sentido al singular colectivo y de disponer de esta misma realidad compleja. Metaforología que, no obstante, se encuentra unida al primer presupuesto de la retórica, a la falta de evidencia en el campo social, o, en definitiva, al principio de razón insuficiente11. 5.

Hegemonía y desorden: el carácter fundamental de la dislocación o de la crisis

Una teoría como la de Laclau, que confiesa estar atravesada por la contingencia, se halla marcada por la provisionalidad de los mismos procesos hegemónicos que tienen éxito y producen orden o vínculo social. La crisis, la desestructuración, la emergencia de lo Real, debiera ser una amenaza siempre presente. Pero, como sucede con todas las categorías contingentes, tal desfijación del sentido y del vínculo resulta ambivalente: puede ser algo malo y al mismo tiempo una oportunidad —esta es la dimensión que compartiría Rancière— para el cambio emancipador, para disolver vínculos y procesos hegemónicos que se alejan demasiado de la meta inalcanzable, de la sociedad en tanto objeto unitario. Las transformaciones sociales, o los cambios de hegemonía, no suponen, según Laclau, el paso de un determinado orden a otro distinto, sino de una situación de desorden a otra de orden. El tránsito desde un significado o contenido concreto a otro nuevo exige que el primero sea percibido como inservible para cumplir la misión hegemónica. Laclau señala así que «el proceso de convencimiento solo operará si se pasa de la falta de convencimiento al convencimiento, y no de un convencimiento a otro»12. Todo cambio, sea o no 11 Véase el capítulo «Una aproximación antropológica a la actualidad de la retórica», perteneciente al libro de Blumenberg Las realidades en que vivimos (1999). 12 Como ejemplo de que no se va de un convencimiento a otro menciona la crisis de la república de Weimar. No se trató entonces —explica Laclau (2008a: 81) frente a Badiou— «de un choque entre una presencia no calculable (acontecimiento) y una situación bien estructurada

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emancipador, exige transitar por la falta, por la dislocación o la interrupción del proceso de significación. Esta crisis de sentido revela que el punto de partida del discurso hegemónico es la unidad fallida que se percibe como desorden. Por eso, el significante del pueblo o de la unidad, el mismo nombre de la plenitud, está vacío, y se precisa en los momentos de crisis nuevas operaciones hegemónicas que llenen el significante de contenido. Laclau —en afinidad con el existencialismo hobbesiano teorizado por Eric Voegelin— sostiene que en estas situaciones de crisis, la necesidad imperiosa de orden, cualquiera que sea, es más importante que el contenido concreto de ese orden. Y, cuanto más generalizado esté el desorden, mayor indiferencia mostrará la gente por la forma política particular capaz de restaurar la situación de normalidad en la que no se percibe la dislocación constitutiva de la estructura social: «Cuando la gente —escribe Laclau— se enfrenta a una situación de anomia radical, la necesidad de alguna clase de orden se vuelve más importante que el orden óntico que permita superarla» (2005: 116). Con esta tesis, el filósofo argentino parece aproximarse al núcleo del pensamiento schmittiano, a su decisionismo y teoría de la excepcionalidad, para la cual lo importante es la efectividad de las medidas adoptadas para superar la situación crítica. Aunque utilice categorías muy distintas, aunque nunca se esfuerce en trazar fronteras entre lo público y lo privado, se diría que Laclau comparte la conocida tesis de Schmitt, la de que lo político se revela en toda su crudeza en esas situaciones en las cuales impera la desarticulación y la más siniestra heterogeneidad y antagonismo. Para comprender la posición de Laclau conviene acudir a la división que establece entre lo social y lo político de acuerdo con dos categorías husserlianas, las de sedimentación y reactivación (1999: 129-164). Lo social tiene que ver con el «mundo de prácticas sociales sedimentadas», con formas estables de objetividad que hacen referencia a la rutinización de la acción social, a tradiciones, hábitos e instituciones. En cambio, lo político se hace presente en un momento de «desfijación de sentido» o de dislocación de ese sistema social de prácticas sedimentadas, fijadas, a través del tiempo. En ese momento crítico —excepcional, diría Schmitt— se reactiva la (re)fundación del proceso de institución social. Lo político es así el momento instituyente, que en la teoría constitucional, cuando afecta a todo el Estado, denominamos constituyente. Si, finalmente, el proceso hegemónico refundante o acto de institución tiene éxito, se tiende a olvidar los orígenes contingentes, las alternativas posibles que rivalizaron en el momento de dislocación para dotar de contenido al significante vacío. Insistir, sin embargo, en la contingencia de las prácticas sociales (estado de la situación), sino de una des-estructuración fundamental de la comunidad que exigía que el acontecimiento nombrado se convirtiera, desde el comienzo mismo, en un principio de re-estructuración. No se trató —concluye el argentino— de sustituir una situación existente bien afianzada por otra derivada de principios subversivos del statu quo, sino de diferentes modos de nombrar lo no calculable para determinar cuál poseía una capacidad mayor para articular una situación contra la alternativa de la anomia y el caos».

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sedimentadas que, como el servicio postal, la asistencia a un concierto o la compra de una entrada de cine, no parecen contener ningún tipo de negatividad o antagonismo, sirve para revelar que solo son aparentemente apolíticas, y que, en el futuro, pueden ser el lugar de donde emerja la demanda política y el sujeto de la falta. Como los orígenes políticos de prácticas sedimentadas se pueden reactivar en cualquier momento (puede estallar una huelga en el servicio de correos, un lúdico concierto se puede convertir en una manifestación política, etc.), hemos de concluir que lo social será —como escribe Marchart— el «modo dormido», latente, de lo político13. Si, como he tratado de explicar, la crisis, dislocación, desorden, desestructuración, o como queramos llamar a este acontecimiento o momento de desfijación de sentido, se encuentra en el origen de lo político, no se entiende la crítica que realiza Arditi a La razón populista. El crítico piensa que hay una contradicción en Laclau cuando este último afirma, en primer lugar, que lo político tiene un papel estructurante o articulador de relaciones sociales en donde impera la desarticulación, la heterogeneidad o el antagonismo; y, en segundo lugar, que la situación de desorganización es una condición previa para la ruptura populista con el orden de cosas existentes y la reconstrucción de un nuevo orden. En su opinión, esta segunda tesis implica una cierta pasividad —similar a la actitud de la socialdemocracia de la II Internacional— incompatible con la política emancipadora. Pues «hay que esperar —sostiene Arditi— a que se den las condiciones de anomia antes de embarcarse en una política de cambio» (2010). Es sorprendente que diga esto, pues si algo caracteriza a los procesos hegemónicos es su capacidad para persuadir que nos encontramos en esa situación de anomia, y que por ello se debe buscar un nuevo significado al significante vacío. Se puede estar o no de acuerdo con Laclau, pero aquí no se contradice. Vuelvo a repetir que, desde principios de los años noventa, piensa que «el proceso de convencimiento solo opera si se pasa de la falta de convencimiento al convencimiento, y no de un convencimiento a otro». Pero sí tiene razón Arditi al comentar que Laclau coincide primero con Schmitt cuando afirma la bondad del orden y la necesidad de restaurarlo, y se aleja después del jurista alemán cuando ve el lado positivo de las coyunturas críticas, ya que son las condiciones de posibilidad para el éxito de las intervenciones populistas. Laclau aquí se aproxima a la tradición revolucionaria y… reaccionaria, a la de todos aquellos —incluido Donoso Cortés— que juzgan los apocalipsis revolucionarios como la oportunidad para crear un nuevo orden… o restaurar otro antiguo. En el Laclau populista —pero quizá, como veremos en el siguiente apartado, haya algo más en su obra— no hay rastros, como tampoco en los católicos reaccionarios que amaba Schmitt, de la tradición cristiana, conservadora, del katechon. 13

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Para la distinción entre lo social y lo político, véase, Marchart (2009: 198).

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Populismo e institucionalismo

En La razón populista, Laclau menciona una muy relevante distinción entre el populismo y el institucionalismo. Este último «hace coincidir los límites de la formación discursiva con los límites de la comunidad», es decir, la cadena de equivalencias sirve para unir a toda la comunidad (Laclau, 2005: 107)14. En la entrevista realizada por Camargo, Laclau advertía que una excesiva institucionalización lleva a «la fosilización de los movimientos», si bien «la total falta de articulación», que es lo que en su opinión caracteriza a los teóricos de la multitud, «lleva a la impotencia política» (2009: 822). Con el populismo sucede lo contrario del institucionalismo, pues «una frontera de exclusión divide la sociedad en dos campos» (2005: 107). Es decir, solo se dan dos posiciones discursivas, y todos los contenidos de la sociedad se distribuyen alrededor de estos dos polos. El populismo no llama pueblo —como sucede en el institucionalismo— a la totalidad de los miembros de la comunidad, sino solo a una parte —y aquí es donde nuevamente puede observarse un cierto parecido con el pensamiento político de Rancière— que aspira, no obstante, a ser concebida como la única totalidad legítima. Mientras en el discurso populista es una parcialidad la que quiere funcionar como la totalidad de la comunidad, en el institucionalista «todas las diferencias son consideradas igualmente válidas dentro de una totalidad más amplia» (Laclau, 2005: 108). Aquí, en el institucionalismo, las demandas no van más allá del estadio de meras peticiones dirigidas al interior de las instituciones, y se pretende —aunque nunca se logre plenamente— que los actores sociales tengan «una existencia inmanente dentro de las localizaciones objetivas que configuran el orden institucional» (Laclau, 2008a: 28). Para muchos comentaristas, el propio Arditi antes mencionado, la diferencia entre lo populista y lo político, parece desvanecerse porque la lógica hegemónica, la razón de ser de lo político, es más evidente en el populismo. El mismo Laclau escribe que, «cuando tenemos una sociedad altamente institucionalizada, las lógicas equivalenciales [lo propio de la hegemonía] tienen menos terreno para operar y, como resultado, la retórica populista se convierte en una mercancía carente de toda profundidad hegemónica» (2005: 238). Así que el populismo es la forma de construcción de lo político que exige cierto grado de desinstitucionalización, o sea, de crisis. De acuerdo con las categorías hussserlianas antes empleadas, el populismo está más inclinado al momento de la reactivación, al instituyente-constituyente, al político, en suma. Se comprende así la confusión entre razón populista y razón política, aunque nada parece impedir que la teoría de la hegemonía de Laclau sea compati14 Desde este punto de vista, «el principio universal de la diferencialidad se convertiría en la equivalencia dominante dentro de un espacio comunitario homogéneo (pensemos, por ejemplo, en el lema una nación de Disraeli)» (107).

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ble con la existencia de tres o más posiciones discursivas antagónicas. Se podría objetar incluso al populismo lo mismo que Laclau objetó al marxismo clásico y a Gramsci, la simplificación de la complejidad social, la reducción de la acción social a solo dos sujetos antagónicos. En Hegemonía y estrategia socialista (1985), Gramsci era criticado porque mantenía la vieja idea de que la construcción de la identidad popular operaba «siempre sobre la base de la expansión de la frontera interior de un espacio político dicotómicamente dividido», mientras que —agregaban los autores del libro— «la proliferación de los espacios políticos y la complejidad y dificultad de su articulación» era propia «de las formaciones sociales del capitalismo avanzado». En 1985, Laclau y Mouffe consideraban más fundamentales las luchas democráticas, las que partían de una pluralidad de espacios políticos, que las luchas populares, las que «construían tendencialmente la división de un único espacio político en dos campos opuestos» (1987: 158). Veinte años después, con La razón populista, parece haberse invertido las prioridades, pues en esta obra Laclau considera más fundamentales las luchas populares. La polarización radical del populismo explica también que algunos tiendan a aproximarlo al pensamiento milenarista de la ultraizquierda. Ahora bien, desde las categorías de Laclau, esta confusión es ilegítima. Pues el pensamiento de la ultraizquierda (Negri, Hardt, Virno, etc.) contiene una forma pura de antagonismo que, como sucede con todo milenarismo (156), se sitúa en una posición de total exterioridad con respecto al sistema que rechaza, y, por tanto, el discurso de la ultraizquierda nunca puede conllevar prácticas hegemónicas o de articulación de elementos heterogéneos. Por otra parte, cuando el autor de La razón populista declara a Camargo que todo régimen viable tiene que combinar de alguna manera institucionalismo y populismo, no podemos dejar de pensar que en realidad habla de combinar sedimentación social y reactivación política. Es importante no olvidar que Laclau, siempre muy crítico con la ultraizquierda y, en especial, con los filósofos de la multitud, no ignora la importancia de la institución y del Estado, si bien reconoce que nunca se ha dedicado al análisis institucional porque su reflexión se sitúa a nivel ontológico, y no óntico15. Con respecto a la institución, en la entrevista mencionada, indica que «un populismo extremo» —y pone como ejemplo el jacobinismo— que prescinda de alguna forma de institucionalidad mínima conduce al caos social. Y con respecto al Estado agrega que «una teoría 15 Laclau (2008b: 399) distingue entre el teórico político, que se limita a «describir y clasificar diferentes tipos de institución política», y el «ontólogo político» —lo que es él mismo— que «reflexiona acerca de lo que el propio concepto de institución política implica». El argentino se interesa por la ontología discursiva, por las prácticas sociales que se estructuran de acuerdo con lógicas de equivalencia y diferencia. Ahora bien, este trabajo debe ser completado a nivel óntico con la descripción de las distinciones propuestas por la ontología. También Mouffe, como indica Marchart (2009: 191), compara la diferencia entre lo político y la política institucional con la diferencia óntico-ontológica de Heidegger, según la cual «la política se refiere al nivel óntico, en tanto que lo político tiene que ver con el nivel ontológico. Ello significa que lo óntico se relaciona con las múltiples prácticas de la política convencional, mientras que lo ontológico concierne a la manera en que se instituye la sociedad» (Mouffe, 2005: 8-9).

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de la hegemonía es la teoría de la construcción de formas estatales nuevas, no es simplemente la oposición completa al poder del Estado, eso sería bakunismo en el sentido más clásico» (2009: 822). Cabe preguntarse entonces si la diferencia entre populismo e institucionalismo es similar a la que establece Mouffe —y a la que tanta relevancia otorga Marchart para comprender también a Laclau— entre lo político y la política. Para la compañera de Laclau, el momento del antagonismo radical es lo político, mientras que la política consiste en «el conjunto de prácticas, discursos e instituciones que intentan establecer un cierto orden y organizar la coexistencia humana en condiciones que siempre son potencialmente conflictivas» (Mouffe, 2000: 101). La política no consiste en aniquilar lo político —tal cosa es imposible—, sino en domesticarlo, en intentar distender la potencial hostilidad que existe en las relaciones humanas. Dicha domesticación transforma el antagonismo en un agonismo que Mouffe eleva a fundamento de la democracia pluralista. Democracia que conlleva tanto consenso sobre unos principios comunes (la libertad e igualdad de los modernos) como —y esto es bastante similar al republicanismo del justamente olvidado Philip Pettit16 y a la police de Rancière— establecimiento de instituciones a través de las cuales puedan manifestarse las discrepancias y divisiones sociales. Parece así claro que la democracia pluralista se identifica más con el discurso institucionalista que con el populista. O, en otros términos, parece que no son asimilables democracia pluralista y populismo. 7.

Hegemonía, populismo y representación

El populismo, por otorgar un papel esencial a un gobernante o a un líder como Perón, es un pensamiento de la representación. Si nos referimos a la categoría más general de relación hegemónica —populismo no es más que una modalidad más estrecha de hegemonía—, también hemos de reconocer que aquí se trata de una particularidad que encarna, representa, a una universalidad, al pueblo. Representación es así el nombre del juego indecidible de la hegemonía. Laclau, al igual que Schmitt o Vögelin, no opina que el representante sea un mero agente o mediador que se limite a transmitir la voluntad —preexistente y plenamente constituida— del representado. La representación es un suplemen16 El autogobierno democrático depende, según Pettit (1999: 241-242), de que las decisiones del gobierno o de los representantes, las decisiones públicas, puedan ser disputadas por el pueblo. Lo importante no es así el origen histórico o el tipo de consentimiento del cual emanan las decisiones, sino que éstas respondan «contrafácticamente a la posibilidad de disputa». De ahí que la democracia republicana, cuya máxima aspiración reside en la ausencia de interferencias arbitrarias, esté unida a la posibilidad de alterar las decisiones políticas como consecuencia de una disputa pública. Pettit se refiere, en contraste con Rancière, a un conflicto desarrollado dentro de los cauces institucionales y entre partes que se reconocen mutuamente. Véase Rivera García (2008: 11-25).

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to, un «agregado enteramente nuevo», que constituye o transforma la identidad del representado. Laclau habla así del doble movimiento del proceso de representación: la transmisión, por una parte, de la voluntad del representado al representante; y, por otra, el otorgamiento por el representante de una nueva identidad política a los representados que permite incorporarlos a la esfera política. El primer movimiento es el único que admiten los habermasianos17, mientras que el segundo movimiento —que es el más destacado por Laclau— es defendido en su opinión por movimientos radicales como el jacobinismo y teorías anticoloniales como la de Frantz Fanon. Este segundo movimiento sitúa la representación dentro del campo de lo constituyente y de lo político, mientras que el primero está más relacionado con el campo de lo constituido y de lo social. Mas, a pesar de querer vincularse con una tradición revolucionaria o izquierdista, las reflexiones de Laclau sobre este segundo movimiento entroncan perfectamente con la tradición de la representación soberana iniciada en la filosofía política con Hobbes y que llevará a su máxima expresión Schmitt. Cuando Laclau admite que el énfasis excesivo en el segundo movimiento —y que de forma algo ciega reduce al problema de la incorporación de los excluidos— puede conducir a políticas antidemocráticas, en realidad está describiendo lo que sucede cuando se piensa en un mecanismo representativo muy similar a la representación existencial descubierta por Hobbes18. Es cierto que, en la Verfassungslehre schmittiana, el momento de la representación aparece como un principio diferente y alternativo al de identidad, al propio de la democracia (Schmitt, 1982: 205). Sin embargo, el jurista reconoce que, hasta en la misma fase revolucionaria, el poder constituyente popular debe ser representado para ser capaz de una acción eficaz. Y es que para Schmitt la unidad política del pueblo nunca se produce de manera natural. Se trata de una idea ausente que necesita de un mediador para cobrar existencia: el punto de partida, el origen del soberano poder constituyente, se localiza en una situación —equivalente a la unidad fallida de Laclau— conflictiva, excepcional, en 17 Si hay representación es porque, según Laclau, existe una desigualdad entre los agentes sociales y la comunidad entendida como un todo. Laclau (2008b: 368) diferencia su concepto hegemónico de representación del universalismo habermasiano y del particularismo extremo de un Lyotard. Los habermasianos piensan que la universalidad puede expresarse de manera directa cuando se ha alcanzado a través de la convergencia dialógica, mientras que los particularistas extremos afirman la naturaleza incomunicable de los juegos de lenguajes y no admiten ni siquiera la universalización hegemónica. 18 La posición de Laclau sobre Hobbes es compleja. Por un lado, admite que la filosofía hobbesiana conoce la importancia del significante vacío, al reflexionar sobre el orden con independencia de su contenido, ya que cualquier orden será mejor que el desorden radical o la anarquía. Ello supone que su filosofía política muestre indiferencia con respecto al contenido de la comunidad social, y se concentre completamente en la función del gobernante, la de asegurar el orden. Por otro lado, Hobbes no elabora una teoría hegemónica para explicar las formas de colmar el lugar vacío, ya que el soberano llena este vacío de una vez por todas, y, por consiguiente, no es posible la reversibilidad propia de la sociedad civil. El particular que encarna el soberano se convierte en la ley incontrovertida de la comunidad, pues hasta la ley natural manda obedecer a ese soberano cualquiera (Laclau, 1996:112-113).

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la que todavía no existe el pueblo como unidad política. Tal situación coacciona al representante para que haga realidad la idea de orden y pueda de alguna manera hacer presente al pueblo. Ahora bien, en contraste con la posición de Schmitt y de otros teóricos conservadores como Vögelin, el posmarxista no distingue ente la representación pública y la privada, entre Repräsentation y Vertretung (Schmitt, 1982: 210). Así, en un artículo de 1993 titulado «Poder y representación», al abordar aquel carácter constituyente de la representación, Laclau menciona un caso que para Schmitt sería un ejemplo de representación de intereses materiales y, por tanto, de representación privada: el de un representante de un grupo de agricultores cuyo principal interés radica en que se mantengan estables los precios de los productos agropecuarios. Pero de nuevo se sitúa el filósofo latinoamericano en la estela hobbesiana-schmittiana cuando critica en ese mismo artículo la estrechez de miras de quienes reducen el problema político, y en el fondo el problema democrático, a la rendición de cuentas, que supone la sumisión completa del representante al representado, y abogan por la reducción de los ámbitos sociales en los que operan mecanismos representativos. Lo importante es que, para Laclau, en un mundo donde no existe un cimiento racional último y no cabe hablar de una identidad plenamente adquirida que sea fuente automática de todas las decisiones, no hay conformación de voluntad —y especialmente de la colectiva— sin representación19, esto es, sin una actio per distans que, en mi opinión, podría reflejar la falta antropológica o la escisión original que constituye al ser humano. Así que, para el argentino, solo los discursos de los representantes proponen formas capaces de articular y unir las identidades fragmentadas, los elementos heterogéneos o desvinculados. En 1993, en los años en que todavía está cerca la publicación de Hegemonía y estrategia socialista, Laclau opinaba que en las sociedades democráticas actuales, por su gran complejidad y abundancia de elementos heterogéneos, el papel de los representantes era cada vez más central. En aquel entonces escribía que deben construirse opciones democráticas que multipliquen los puntos nodales, points de capiton, a partir y alrededor de los cuales opere la representación, en lugar de limitar su área de operación, como opinan los adalides del mito de la democracia directa. Sin entrar ahora a tratar la relevante cuestión de si una multitud se puede presentar sin la mediación del representante, no podemos dejar de señalar —y lamentar— que, desde La razón populista, Laclau restringiera el interés por las múltiples instancias representativas, concentrando todo su interés en el líder, en el gobernante populista. Se comprende así que identificara la polarización populista con la división entre ejecutivo y legislativo, y se pusiera del lado —como siempre hizo Schmitt— del primero frente al segundo. En América Latina —declaraba entonces Laclau—, «por razones muy precisas, 19

Que no existe conformación de voluntad popular sin representación es, según Giuseppe Duso (2003), la principal característica de la genuina filosofía política moderna.

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los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía», mientras que el Poder Ejecutivo ha sido «mucho más democrático y representativo» porque apelaba directamente «a las masas frente a un mecanismo institucional que tiende a impedir procesos de voluntad popular» (2012)20. Está claro que con estas palabras vinculaba el populismo con la democracia y la representación. Fuera consciente o no, aquí se mostraba Laclau como un discípulo aventajado de Schmitt. Para este último, el principio democrático de la identidad era compatible con las relaciones jerárquicas de mando y obediencia, e incluso con gobiernos autoritarios, siempre que se pudiera hablar de homogeneidad entre el gobernante y los gobernados21. En el caso de Laclau, tal homogeneidad —y aquí sí da igual que fuera relativa, contingente— era garantizada por la teoría de la hegemonía, por las cadenas equivalenciales formadas por la común oposición al enemigo del pueblo. De ahí que la teoría de la hegemonía de Laclau acabara arribando al puerto populista, aunque, como él mismo reconocía, no era este el único ni —añadimos nosotros— el mejor puerto donde podría haber llegado. En los últimos tiempos, Laclau parecía más cerca de Schmitt que nunca cuando defendía un presidencialismo fuerte, poco controlado y con reelección indefinida, más allá, ciertamente, de que la justificación fuera contraria al autor de la Teología política. Žižek hablaba a este respecto de un schmittiano antischmittiano (2005: 185). Leamos para terminar una brevísima justificación antischmittiana para la reelección indefinida, que no solo es incompatible con los fundamentos radicales de la democracia relacionada con el n’importe qui, sino además con la contingencia tantas veces reivindicada: «Una vez que se construyó —escribe Laclau— toda posibilidad de proceso de cambio en torno de cierto nombre, si ese nombre desaparece, el sistema se vuelve vulnerable». Está claro que, cuando se habla en estos términos, cuando se alude a que toda posibilidad pasa por un cierto nombre, ya no se puede mantener seriamente el discurso de la contingencia o de las diferentes alternativas. Se comprende así que algunos denuncien la impostura de Laclau, y digan que ha puesto en circulación una moneda falsa, el populismo.

20

Véase Roberto Gargarella (2012: 127). Para Schmitt, la representación profundamente democrática era perfectamente compatible con un gobierno fuerte o dictatorial: «Solo por el hecho de que las personas que gobiernan y mandan permanecen en la homogeneidad sustancial del pueblo», escribe el pensador alemán, «la diferencia entre gobernantes y gobernados puede robustecerse y aumentarse en la realidad de manera inaudita, en comparación con otras formas políticas». Si los gobernantes «encuentran el asentimiento y la confianza del pueblo al que pertenecen, su dominación puede ser más rigurosa y dura, más decisivo su gobierno que el de cualquier monarca patriarcal, o de una prudente oligarquía» (Schmitt, 1982: 232). 21

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