“De la euforia a la depresión: las condiciones de la intervención intelectual”

September 21, 2017 | Autor: Claudia Gilman | Categoría: Intellectual History, Karl Mannheim, Norberto Bobbio, Intelligentsia, Alvin Gouldner
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Descripción

Dra. Claudia Giman (UBA)

Sobre los intelectuales: reflexiones en el fin de milenio De la euforia a la depresión Dra. Claudia Gilman (UBA) Pasados los encuentros destinados, aunque más no fuera retóricamente, a descifrar desde diversos ángulos el fin de siglo, el signo de esta convocatoria apunta más bien al futuro: ya no el fin sino el advenimiento, ya no la centuria sino (cuánta responsabilidad) un nuevo milenio. ¿Qué nos exige semejante cambio de perspectivas, si acaso algo? Quiero pensar que se trata de propuestas, habida cuenta de los muchos lamentos que han sido proferidos en ocasión de las despedidas al siglo que pasó y de que nos interpela la convicción de que tanta autocompasión provocada por los finales ha dejado de ser efectiva. En todo caso, seguimos moviéndonos entre fines y comienzos. Aunque si hablamos de “intelectuales”, en el sentido clásico del término, se traba antes de fines que de comienzos. Sólo la poderosa fuerza de la inercia insiste con la vieja retórica, pues a decir verdad, la historia de los intelectuales tal como la hemos conocido, terminó su ciclo, que duró aproximadamente un siglo. No por eso se puede dejar de despejar un malentendido, que a veces se transforma en acusación. No hay razones en esos fines que justifiquen la denuncia de una nueva “traición” de los intelectuales, ya que el mundo en que esa categoría cultural denominada “intelectuales” (y no solamente ella) ha sufrido una mutación radical que, entre otras consecuencias, repercutió sobre las posibilidades de intervención de los intelectuales y su capacidad para desempeñar la función que consideraron la suya a lo largo del siglo que se ha ido. Una función social para la letra Sin dudas, la noción de intelectual siempre se inscribe en el campo de una problemática y una lucha por la definición de una categoría y su función social. Ninguno de los muchos estudios que han tratado de definir la categoría “intelectual” agota el objeto de referencia. Norberto Bobbio considera obvio y natural postular la la existencia de una “función” intelectual, que --según opina-- siempre ha existido y seguirá existiendo, minimizando la importancia de la innovación implicada en la emergencia, a fines del -1-

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siglo pasado, del término “intelectuales”.1 Los hombres con disposiciones intelectuales han existido, sin duda, en todas las sociedades. Paul Radin nos recuerda que hasta las culturas analfabetas, desde tiempos inmemoriales “contenían individuos que estaban forzados por sus temperamentos e intereses individuales a ocuparse de los problemas básicos de lo que nosotros acostumbramos llamar filosofía”2 Sin embargo, sólo después de que se desplomó el rígido edificio de la sociedad medieval; después de que el nominalismo, la Reforma y el Renacimiento habían fragmentado el unificado panorama mundial de la Iglesia; después de que los grupos religiosos, los poderes seculares y los sistemas políticos comenzaron a competir por la lealtad de individuos que ya no estaban ligados a sus ataduras tradicionales; después de que las nuevas clases empezaron a hacer su entrada en un escenario social previamente dominado por los defensores de la tradición feudal, los hombres de ideas empezaron a encontrar condiciones favorables para el nacimiento de un estrato consciente de intelectuales con un ethos peculiar y un sentido de la vocación.3 Efectivamente, los grupos humanos sólo se desarrollan si encuentran escenarios institucionales favorables y una condición adicional para dar lugar a los intercambios eidéticos es la existencia de por lo menos un círculo de personas a las cuales estén dirigidos. Walter Ong señala la paradoja de la comunicación humana, que nunca es unilateral: “Siempre requerirá no sólo una reacción sino que se configurará y obtendrá su contenido por una respuesta previa. Es recíprocamente subjetiva”. Y enfatiza que el modelo de medios no lo es. Por eso, la aceptación de ese modelo de comunicación revela la condición caligráfica (tipográfica, etc.) de una cultura, la cual considera el habla más informativa que las culturas orales, que estaban orientadas hacia la ejecución.4 De modo que, como sostiene Lewis Coser, únicamente el mundo moderno (la cultura ya tipográfica) ha presentado las condiciones institucionales para que emergiera un grupo de intelectuales conscientes,5 capaz de contribuir a la formación de la opinión pública. Concretamente, hubo tres cambios sociales relacionados que explican el crecimiento de la importancia de los hombres de ideas en el siglo XVIII: el aumento en el número y el peso específico de la clase media, sus normas ascendentes en la educación y el cambio del papel social de la mujer en esa sociedad.67 La consolidación de los intelectuales y la consecuente conformación de la 1

La duda y la elección. Intelectuales y poder en la sociedad contemporánea, Barcelona, Paidós, 1993. 2 Paul Radin, Primitive Man as Philosofer, Nueva Cork, Dover Publications, Inc, 1957. p. XXI 3 Coser, Lewis. (1965) Hombres de ideas. El punto de vista de un sociólogo, México, Fondo de Cultura Económica, 1968, p. 13. 4 Ong, Walter (1982). Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 171. 5 Coser, Lewis, ob. cit., p. 13. 6 Ibíd., p. 52. 7 Ong señala hasta qué punto la cultura letrada hasta entrado el siglo XIX estaría totalmente dominado por la retórica académica, de no ser por la voz de las mujeres, que no habían recibido ningún entrenamiento ni en latín

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opinión pública van de la mano de la instauración en Occidente de la “cultura de masas” moderna,8 que se inscribe en el desarrollo de características democráticas instauradas en el debate libre, otro elemento importante para la emergencia de esa microsociedad, pero que además será una característica constitutiva e intrínseca a su funcionamiento como red. La segunda condición para que la existencia de los hombres de ideas sea socialmente relevante es que requieren del contacto regular con sus congéneres, una evidencia que surge entonces, es que el intelectual, en singular, no existe. La categoría, como arguye convincente Zygmunt Bauman9, se declina necesariamente en plural ya que supone, inescindiblemente del concepto que encarna, algún tipo de asociación, que por lo demás es deliberada. No hay intelectuales sin “toque de reunión” (o llamamiento) y no hay llamamiento sin respuesta en la historia de los intelectuales. Así, son muchos los escenarios institucionales que favorecieron la conformación de asociaciones y grupos: el salón, el café, la sociedad científica, pero también las revistas, el mercado literario y el mundo de la publicidad, el partido político y la bohemia.10 En todos ellos se desarrolla la sociabilidad intelectual11, en estrecha vinculación con la conformación de la opinión pública. El contacto directo no siempre era necesario, porque las páginas impresas permitían muy bien el intercambio, especialmente en una época en la cual el público de las producciones intelectuales serias se había vuelto demasiado extenso y con más de una pequeña fracción. En definitiva, todos esos ámbitos de operación intelectual son, como propone Maurice Agulhon, un “campo intermedio” entre la familia y la comunidad de pertenencia cívica, un campo que varía según las épocas y los objetos estudiados pero ni en retórica, y cuyo aporte decisivo está en el fundamento de una teoría del origen de la novela. Véase Ong, ob. cit, pp. 111-112. 8 Argumentan convincentemente al respecto Ory y Sirinelly: “La historia de los intelectuales es inescindible de la conformación de la cultura de masas, casi secular. En las fechas del caso Dreyfus, por ejemplo, para hablar de un acontecimiento inaugural en la historia de la opinión pública a fines de siglo XIX, las masas adquirían a partir de entonces una importancia en tanto que „opinión pública‟, estructurada primero por la difusión masiva de la prensa escrita y por la influencia de los partidos entonces en gestación y expresándose después mediante la papeleta del voto. El papel naciente de los intelectuales se inscribía en la encrucijada de un cambio político –el enraizamiento de una democracia liberal y la gestión, mediante el debate público, de los disensos inherentes a todas las sociedades humanas” (Ory y Sirinelly, ob, cit. p. 300). 9 Legisladores e intérpretes. Sobre la modernidad, la posmodernidad y los intelectuales, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1997. 10 Quizá tanto o más importante que estos escenarios institucionales para el ascenso de los intelectaules independientes fue el surgimiento de un extenso mercado de libros en el siglo XVIII y la aparición concomitante de libreros y editores como intermediarios entre el autor y el creciente público lector, para el cual la lectura se transformaba en el pasatiempo favorito mientras se conformaba la clase media. No obstante, fueron sin duda estos ámbitos donde se desarrolló la sociabilidad entre pares y comenzaron a entablarse las redes. 11 Véase Raymond Williams, “Instituciones”. En Cultura, pp. 31-79. que describió los diferentes tipos de asociaciones (bardos, gremios, academias, exposiciones, sociedades profesionales, movimientos, escuelas, organizaciones independientes autoinstuidas, etc.).

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que, para el medio intelectual, retomando las palabras de Jean-Paul Sartre, forma “un pequeño mundo estrecho”, donde se tejen lugares alrededor de determinadas estructuras de sociabilidad, que el lenguaje corriente ha confirmado con el nombre de “redes”. Y es ese carácter reticular el que hace que la historia de las ideas no sólo trabaje con un objeto, los intelectuales, de existencia rastreable en el curso de la historia de su propia conformación, sino que además se vincula con otros aspectos del análisis histórico: el lugar de los científicos y los creadores en las sociedades democráticas, el peso de las ideologías o de los sistemas de pensamiento construidos en la formulación o la expresión de los debates y, más ampliamente, el proceso de circulación de ideas en un grupo humano determinado. Así, la historia de las ideas, que cuenta ya con un estrato letrado dedicado a las ciencias duras, al arte, a la escritura, es historia de las sociedades y también historia del conocimiento, de sus condiciones de posibilidad material, de su circulación, difusión e institucionalización. Así lo consideran Ory y Sirinelly12 y así también lo concibe Alvin Gouldner,13 cuando historiza el proceso por el cual la secularización de la sociedad da nacimiento al nuevo estrato socioprofesional de los hombres de ideas. Pero a diferencia de los anteriores, en lugar de colocar ese comienzo en una derivación del desarrollo de la prensa y un avatar como el caso Dreyfus, los sustenta a partir de la separación de las esferas de la vida social, que deja de admitir criterios de autoridad no basados en la racionalidad y hace suya la cultura del discurso crítico. Esta nueva cultura del discurso coloca a los intelectuales –para este análisis también– en una posición ligeramente separada respecto del resto de la sociedad, que le permite actuar según normas “propias” y supuestamente “racionales” de validez. Semejante participación común en un tipo de cultura agrupa a los miembros que la comparten. Y esa cultura se desarrolla a través del debate y el intercambio. La naturaleza misma de este último hace necesaria la asociación que es un lugar de convergencia, de apoyo mutuo y de extrapolación política. Crea estructuralmente entre mentes próximas vínculos nuevos y de diferente naturaleza que los de la solidaridad escolar o profesional. En este sentido, hay una doble reproducción de la sociabilidad de la red intelectual: hacia adentro, en cuanto a las relaciones entre pares, y hacia afuera, en cuanto a su intrusión en la cultura y la sociedad. En los hechos, los intelectuales siempre se nuclean, inventan las redes y aprovechan las que existen, y crean también los ámbitos para su desarrollo, como un funcionamiento natural de su existencia. Intelectuales: etimología e historia Pero si presumimos sentido a la emergencia del neologismo para identificar un 12

Ory y Sirinelly, Ob. cit., p. 21 Gouldner, Alvin (1980) El futuro de los intelectuales y el ascenso de la nueva clase, Barcelona, Alianza, 1980. 13

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nuevo producto histórico, un nuevo modo de agrupación, un esquema de percepción y una categoría política, que como tal surgió en Francia, entre 1880-1900, en la época de estabilización de la República, encontramos que el objeto de referencia no es intemporal y que la palabra “intelectual” resultó ser una innovación históricamente necesaria. Según Cristophe Charle el llamado “Manifeste des intellectuels” constituyó una ruptura respecto de las reglas del debate político, ya que se trató de una protesta que, por primera vez en la historia, se fundaba en la conjunción de tres derechos: el derecho al escándalo, el derecho a la asociación y el derecho a reivindicar un poder simbólico a partir de los propios títulos, saberes y competencias 14 Otra evidencia que surge entonces, es que el intelectual, en singular, no existe o por lo menos, no se encuentra enteramente designado por la palabra que, de facto, pretende nombrarlo. La categoría, como arguye convincentemente Zygmunt Bauman15, se declina necesariamente en plural ya que supone, inescindiblemente del concepto que encarna, algún tipo de asociación, que por lo demás, es particularmente deliberada. No hay intelectuales sin “toque de reunión” (o llamamiento) y no hay llamamiento digno de tal nombre que no haya encontrado su respuesta en la historia de los intelectuales. Esto es supone que no hay intelectuales cuando no existe la vocación por influir sobre la opinión pública reivindicando una relación particular con los valores, sean éstos la verdad o la justicia. Y si bien la búsqueda de una definición “perfecta” nos enfrenta a una suerte de callejón sin salida, es preciso convenir que existe un suelo común sobre el que se fundan las más persistentes convicciones intelectuales nacidas hacia fines de siglo y consolidadas durante la centuria. Las diferencias puntuales e incluso las polémicas que parecerían indicar puntos de vista antagónicos sobre los rumbos concretos de la intervención intelectual, se basan en una creencia ampliamente compartida que define de un modo contundente la identidad intelectual. Prácticamente no existe teoría de los intelectuales ni propuestas sobre su deber ser en las que no se invoquen dos elementos, contracara uno del otro, como atributo fundamental de esa categoría cultural. Esos son, exterioridad valorativa y conciencia crítica. Ambos constituyen ese suelo común donde se asienta la identidad intelectual, tal como se ejerció y concibió durante un siglo. Una de las formulaciones más emblemáticas de la identidad “intelectual” fue formulada por Karl Mannheim, en su búsqueda por establecer las condiciones de posibilidad del conocimiento y una guía científica para la vida política. Según Mannheim, la particular vigilancia hacia la realidad histórica del presente sólo puede ser proporcionada por un estrato no clasista, un conocimiento que no esté firmemente anclado en el orden social. Ese estrato es la intelligentsia libre, nacida en 14

Cf. Naissance des “Intellectuels” (1880-1900), París, Minuit, 1990. Legisladores e intérpretes. Sobre la modernidad, la posmodernidad y los intelectuales, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1997. 15

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la era moderna, capaz de constituirse en portadora de una síntesis de los diversos estilos de pensamiento.16 En el orden social, cada uno de esos “estilos de pensamiento” está determinado (es decir, deformado) por las diversas perspectivas que configuran los intereses parciales de los individuos según su pertenencia a determinados sectores políticos, sociales y económicos. Pero, por ser miembro de una categoría excluida del ámbito de las clases económico-sociales, sólo el intelectual está posicionado por encima de los intereses concretos. Situado entre las clases, no forma ninguna, aunque tampoco queda suspendido en el vacío ya que absorbe en sí mismo todos los intereses de los que está penetrada la vida social. Este borde ambiguo entre lo interior y lo exterior, esta “resistencia” a ser introducido en categorías sociológicas en las que sí puede taxonomizarse el resto de los individuos define la misión científica del intelectual. Se entiende por ello una relación privilegiada con la verdad y consecuentemente, con la ética y la moral. El intelectual es un abogado predestinado de los intereses del todo y por eso sus conclusiones poseen una significación indispensable y legítima. Es esa situación privilegiada de “objetividad” la que da sustento a la idea de que los intelectuales acceden más fácilmente que cualquier otro grupo, a percibir la inadecuación entre “valores universales” y “relaciones desiguales de dominación”. Desprendida como la rama más vigorosa del árbol misional, la noción del intelectual como conciencia crítica de la sociedad, producto de esa posición interior y exterior respecto de la sociedad como un todo, ha sido y sigue siendo uno de los puntos de convergencia más interesantes, polémicos y diversamente argumentados de la historia de los intelectuales. Se la encuentra paradigmáticamente expresada en la frase de Edgar Morin cuando declara no concebir límites más allá de los cuales la crítica pueda se tornaría malsana o estéril y permite vincular a Emile Zola y Julien Benda, Norberto Bobbio Jean Paul-Sartre, Edward Said, Pierre Bourdieu y Alvin Goulnder.17 (Deliberadamente incluyo en esta lista tanto a intelectuales que han protagonizado diversos “toques de reunión” y “llamamientos” como a aquello estudiosos que han considerado a los intelectuales como objetos de su estudio.) Incluso si sólo puede hablarse de intelectual a partir de la era moderna, los usos deliberadamente “anacrónicos” del término, se justifican sobre la base de esa tradición, como hace Jacques Le Goff cuando encuentra en la Edad Media una identidad intelectual caracterizada por la criticidad encarnada en los “goliardos”, que por su pretensión universalista basada en la posesión fundamental del conocimiento, 16

Cf. Ideología y utopía. Introducción a la sociología del conocimiento. Madrid, Aguilar, 1958 (Traducción española de la séptima reimpresión de la versión inglesa (1954) de Routledge & Kegan, Paul, Ltd). 17 Cf. Edward Said, Representaciones del intelectual, Barcelona, Paidós, 1996. “El intelectual es un individuo con un papel público específico en la sociedad dotado de la facultad de representar, encarnar y articular un mensaje, una visión, una actitud, filosofía u opinión para y en favor de un público que se encuentra en el mismo barco que el débil y el no representado.” Alvin Gouldner, El futuro de los intelectuales y el ascenso de la nueva clase. Barcelona, Alianza, 1980; Pierre Bourdieu, Les règles de l’art, París, Seuil, 1992.

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por su voluntad de oponerse a poderes locales, por su convicción en el carácter universal del conocimiento y la filosofía se inscriben en el suelo común sobre el en que se definen insistentemente las identidades de los intelectuales.18 De la crítica al acto Lógicamente, el énfasis en el ideal del intelectual como crítico puede conducir a los intelectuales a franquear la línea de frontera que lo constituye como intelectual. El más célebre de estos franqueos es el “pasaje de clase” esbozado en el “Manifiesto Comunista”, cuando afirma que en el período de desintegración de la clase dominante, toda la vieja sociedad adquiere un carácter tan violento, tan agudo, que una pequeña fracción de esa clase reniega de ella y se adhiere a la clase revolucionaria y que del mismo modo en que anteriormente una parte de la nobleza se había pasado a la burguesía, en esas fases de desintegración posteriores, un sector de la burguesía se pasa al proletariado. Ese sector es, particularmente, aquel compuesto por los ideólogos burgueses que se han elevado teóricamente hasta la comprensión del conjunto del movimiento histórico. La radicalización (entendida en el sentido de la politización -y aún más, la asunción de tareas y posiciones revolucionarias-) es un aspecto secuencial de la criticidad, que puede asumirse o declinarse, como en el caso de Theodor Adorno, quien insistía en defender la libertad del intelectual respecto al control del partido y, en realidad, respecto de cualquier responsabilidad directa del efecto de su trabajo sobre el público, sin dejar de sostener al mismo tiempo que la actividad intelectual era por sí misma revolucionaria. 19 Después de todo, el mismísimo Julien Benda incurrió en la traición que él mismo denunciaba al activar en los movimientos contra el nazismo y afirmando que no era su culpa si debía unirse con hombres cuyas ideas rechazaba, dado que desde hacía medio siglo la burguesía incurría en “la más cínica de las traiciones respecto de los valores que debería defender.”20 18

Los intelectuales en la Edad Media, Barcelona, Gedisa, 1993, p. 77. Susan Buck Morss, Origen de la dialéctica negativa (1977), México, Siglo XXI, 1981, p. 81. 20 Benda, Les cahiers d’un clerc, (1936-1949) París, Gallimard, 1949, p. 153. (1947) En realidad, el problema que se presenta a los intelectuales en los nudos históricos en que su relación con lo político pareció urgente y casi constitutiva, es que la adhesión a una causa triunfante y la consecuente necesidad de realizar acciones afirmativas, implica el abandono del ideal crítico y conduce , entonces a las crisis de identidad, a la asunción de un nuevo tipo de intelectual revolucionario cuya premisa principal es la subordinación a la dirigencia partidaria y por lo tanto, al antiintelectualismo, que se usa para atacar a los intelectuales que se mantienen fieles al ideal crítico. La problemática de la acción supone un límite categorial de la identidad intelectual en la medida en que corroe la objetividad de la distancia totalizadora desde la que el intelectual ejerce y elabora sus intervenciones y pone en cuestión la relación entre palabra y acción. Tal vez porque la identidad intelectual está caracterizada por cierto clivaje entre pensamiento (o discurso) y utilidad práctica. De los miembros de la république des lettres, afirma Bauman que podían darse el lujo de pensar los asuntos políticos en términos de principios, más que de utilidad práctica. Nunca tenían la oportunidad de someter sus ideas a la prueba de la factibilidad. Mucho más tarde, en la revista Arguments, Michel Mazolla describía el mismo estado de cosas: habituado a la ineficacia de su rebelión, el 19

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Es desde la criticidad que surge, una y otra vez, la tentación de los intelectuales por intervenir en la “cosa pública”. Por eso, la supuesta distinción entre “intelectual puro” e “intelectual revolucionario” parece no advertir el carácter secuencial por el cual el juicio se convierte en búsqueda de aplicación concreta de un conjunto de ideales y valores en la intervención política. No es posible dejar de mencionar una de las paradojas que la identidad intelectual, fundada en la criticidad, implica en términos de la acción. La paradoja consiste en que el pasaje a la acción puede borrar o aniquilar la identidad intelectual, toda vez que la adhesión y la lucha por una causa, cuando ésta triunfa, exige de los intelectuales inicialmente involucrados acciones afirmativas y en ciertos momentos, el abandono del ideal crítico. Este proceso puede observarse en la radicalización de los intelectuales en los años sesenta y setenta en América Latina. No puedo desarrollar plenamente aquí cómo ocurrió ese proceso, --fundamentalmente a partir del apoyo a la causa cubana--. Lo que sí quisiera argumentar es que fueron precisamente las tensiones entre la criticidad y la afirmatividad las que rompieron la poderosa coalición de intelectuales de izquierda constituida exitosamente en los años sesenta. El llamado “caso Padilla”, en 1971, constituyó el síntoma de discusiones que venían teniendo lugar al menos desde mediados de los sesenta. En ese momento, al menos para algunos, la idea de “criticidad” del intelectual llega a su límite histórico. Con estas consideraciones, no pretendo solamente anotar la palabra “fin” de un período histórico concreto, ni tampoco en un capítulo crucial de la historia intelectual. Los años sesenta y setenta suponen finales de órdenes muy heterogéneos y consecuentemente, nuevos comienzos o asentamiento de otros procesos en curso. Por ejemplo, la firme consolidación de la cultura de masas. Marx Horkheimer, Theodor Adorno y Herbert Marcuse sostuvieron que las condiciones en las sociedades occidentales del capitalismo avanzado habían suavizado las contradicciones del siglo XIX entre el proletariado y el capital, entre el individuo y la sociedad, la cultura alta y la cultura baja, presentando la imagen de un todo homogeneizado, una red sin costuras de piezas interconectadas.21 Por esa razón, en esas sociedades habrían desaparecido, a manos de la industria de la cultura, los últimos espacios negativos y parcialmente autónomos y por lo tanto, cualquier foco de resistencia desde el cual podrían crearse las obras de arte dotadas de espíritu crítico. Este desfasaje no duró demasiado. La periferia también se integró al mismo intelectual termina por valorizarla, por tematizarla en rebelión pura, en puro movimiento del alma y por tornarse un alma bella, al punto de llegar, en nombre de la rebelión pura a rechazar la rebelión real. Cf. Michel Mazzola, “De l'intellectuel chez Marx au marxisme des intellectuels”, Arguments, 2, 1960. 21 Adorno y Horkheimer, “La industria cultural”, en Dialéctica del iluminismo (1944), Buenos Aires, Sudamericana, 1987. Y Herbert Marcuse, El hombre unidimensional El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada, (1964), México, Joaquín Mortiz, 1968, p. 17.

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proceso con gran velocidad y la industria cultural no tardó mucho en imponer su poderío y sus propios sistemas de jerarquías culturales, en especial, la principal, la vendibilidad. Los años sesenta y setenta no sólo constituyeron la gran expectativa frustrada sino también el canto de cisne de la cultura letrada en América Latina y en el mundo. Entre los años sesenta y setenta, cuando los intelectuales se autoasignaron un papel fundamental como actores de la transformación social y el presente, atravesado por la crítica a la nueva traición intelectual, el sentimiento de impotencia ante la “muerte” de una función intelectual o la celebración del nuevo rol de traductor para los intelectuales, debe verse un período de bisagra entre dos épocas. Si los intelectuales debatieron intensamente en este siglo acerca de qué tipo de acción era la palabra, es porque la palabra es precisamente la herramienta intelectual por antonomasia. Las respuestas a la pregunta por el estatuto práctico de esa herramienta pueden haber sido disímiles, como lo prueba la historia. Lo que actualmente está en discusión no es eso, sino más bien cómo, dónde y para qué público circula hoy la palabra de los intelectuales. La cultura de los medios transformó tanto a los promotores del llamamiento intelectual como a sus posibles receptores. La pérdida de valor de la escritura en la cultura contemporánea, como dimension central de la difusión de ideas es un hecho difícilmente rebatible. Las condiciones de circulación de los discursos intelectuales y el interés del público por conocerlos ya no son los mismos. No son los intelectuales tradicionales (uso el término tradicional no en sentido gramsciano sin más bien con el significado de lo “residual”, en el sentido de Raymond Williams) quienes forman hoy la opinión pública. De modo que los intelectuales comprendieron que su pulsión crítica no se inscribía solamente contra los poderes establecidos sino que un nuevo enemigo, --el mercado y las instituciones a él vinculadas-- tal vez más poderoso, les arrebataba su monopolio para juzgar en materia de jerarquías culturales. Los intelectuales históricos existieron fundamentalmente por su vocación de influir sobre el público. Puede que la vocación siga existiendo, pero ya no la posibilidad de generar esa influencia. ¿Es posible que esa posibilidad nunca haya existido? Si juzgamos las críticas a un conjunto de teorizaciones sobre la constitución de la esfera pública (entre las cuales se menciona con insistencia la obra de Habermas), consideradas una suerte de idealización e incluso de Arcadia mítica y celeste, tendríamos que concluir, siguiendo sus hipótesis, que nunca existió una época en la que los intelectuales tuvieron autoridad para hablar a la sociedad en su conjunto, dado que la sociedad, no incluía solamente burgueses hombres, sino también trabajadores, mujeres, lesbianas y gays.22 La idea de que el público y lo público siempre han sido un 22

Ver Bruce Robbins (ed.) The Phanton Public Sphere, Minneapolis, Londres, University of Minnestota Press, 1993.

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fantasma o en otros términos procedentes de otros universos, pura ideología, puede ser justa para con la comprensión de los múltiples antagonismos que caracterizan a las sociedades concretas. Puede ser justa respecto de la descripción de un mundo y de identidades más complejas, más justa en subrayar más derechos en juego en el juego social. Quede en claro que no pretendo entrar aquí en la discusión sobre la emergencia y conclusiones surgidas a partir de la mirada sobre lo “otro” y el problema del multiculturalismo. Sólo pido que se me permita evocar un ejemplo, de entre muchos posibles, que ilustra la capacidad de los intelectuales para interesar a la opinión pública. Cuando en 1969, el escritor colombiano Oscar Collazos se refirió negativamente a la influencia de la literatura de Cortázar, Vargas Llosa y Fuentes sobre las nuevas generaciones del continente, tanto su opinión, publicada en un semanario uruguayo, como la respuesta de Cortázar y la posterior aclaración de Collazos, se publicaron en decenas de otros medios; en pocos meses la polémica adoptó formato de libro y no pasó mucho sin que ese libro conociera sucesivas reediciones. Un debate literario, que era fundamentalmente un debate ideológico, tenía un público. La palabra de esos intelectuales discutiendo el programa de la contribución de la literatura a la revolución interesaba más allá de los límites profesionales. Lo que se discutía parecía importante a un núcleo más amplio de personas. Otra de las razones que han puesto en jaque la identidad histórica de la categoría intelectuales ha sido el proceso de reflexividad (que no ha terminado) en torno a la objetividad del conocimiento. Síntoma de ese proceso, en los últimos años, a la siempre problemática definición de la identidad intelectual, se agregó una constatación, que parecería obvia pero requirió varias décadas para enunciarse. “Las definiciones del intelectual son muchas y variadas. Tienen, sin embargo, un rasgo en común, que también las hace diferentes de todas las otras: son autodefiniciones. Sus autores son miembros de la misma rara especie que intentan definir”.23 Esa identidad, al menos parcial, entre el sujeto del acto de conocimiento y su objeto, permite comprender hasta qué punto, el objeto “intelectual” no puede ser aprehendido por el sujeto “intelectual” como un simple objeto.24 Naturalmente esto no afecta tan sólo la pertinencia de la definición de los intelectuales como provenientes de los intelectuales, sino en mayor grado aun, la 23

Zygmunt Bauman, Legisladores e Intérpretes, op. cit. Esto mismo que Bauman enuncia con cierta neutralidad valorativa adquiere un tinte irónico en palabras de Bobbio: “El concepto de intelectual se convierte en una insignia de distinción que los intelectuales individuales se dispensan mutuamente, y que justamente con idéntica facilidad pueden retirarla; una especie de patente moral de nobleza o casi antiintelectual en la perspectiva de Konrad y Seleny: “Los intelectuales de cualquier época se han descrito ideológicamente a sí mismos, con arreglo a sus particulares intereses, y si estos intereses han diferido de una época a otra, ha seguido siendo una aspiración común de los intelectuales de todas las épocas representar sus peculiares intereses en cada contexto, como los intereses generales del género humano.” Cf. George Konrad e Ivan Szelenyi, Los intelectuales y el poder, Barcelona, Península, 1981. (Escrito en 1974, publicado en 1978). 24 Cf. Leenhardt, Jacques y, Maj, Barnaba, La force des mots. Le rôle des intellectuels, París, Megrelis, 1983

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pertinencia de lo que quienes no logran definirse a sí mismos sin incurrir en tautologías, puedan decirle a los demás. La asunción del carácter autodefinicional de la noción de intelectual sumada al rechazo de la idea de que es posible situarse privilegiadamente en un espacio de observación sin que la observación resulte condicionada por el observador son productos del proceso de reflexividad creciente que afecta al conocimiento. La metacrítica en aumento, la tematización de las condiciones institucionales de posibilidad de los conocimientos, lo que se ha llamado el “giro lingüístico”, la búsqueda por problematizar los fundamentos epistémico-institucionales que sostienen a la crítica como práctica y la consideración de los factores institucionales de la crítica, no sólo han hecho tambalear las certidumbres de la identidad de los intelectuales: esas certidumbres han hecho tambalear una innumerable cantidad de disciplinas científicas. 25 Sin embargo, los llamamientos intelectuales que jalonan la historia de las intervenciones intelectuales en el siglo XX, no ignoraron ni consideraron problemático el hecho de que un “nosotros” intelectual se diera tareas intelectuales e invitara a otros a sumarse a ellas. El valor del pensamiento o el de la acción fundada en razones y valores no se ponía en cuestión, no al menos como para neutralizar totalmente la creencia de que como intelectuales, las causas que llamaban a defender debían ser defendidas. Para poner ejemplos situados en las antípodas ideológicas, tanto Jean Paul Sartre como Raymond Aron o Julien Benda, Pierre Bourdieu, Edward Said, Michel Foucault, Wright Mills, Paul Baran, Angel Rama, Mario Benedetti, Germán Arciniegas y Victoria Ocampo convocaron a sus pares y a un público más amplio con el propósito de generar conciencia y discusión sobre cuestiones concretas de interés general. En tercer lugar, los intelectuales ya no pueden postular que flotan libremente: los otrora intelectuales están, como diría Sartre, situados, pero no ante el mundo sino en el mundo. Y por lo general se trata de un mundo bastante pequeño, el de las universidades. Un Small World, como lo indica el título de la novela de David Lodge que satiriza los resultados de la academización y las técnicas de adquisición de prestigio en el interior de las Academias. El hecho es que, contemporáneamente a la verificación de que capitalismo se sobreponía a los diagnósticos que presagiaban su inminente agonía, muchos intelectuales se transformaron en académicos. Precisamente de esta institucionalización de los intelectuales se deriva otro eje central de la discusión sobre la supuesta traición de los intelectuales. Las tensiones entre “rebeldes” y “académicos” (una falsa oposición que presenta al intelectual como figura ya apocalíptica, ya integrada) constituyen un eje central de la argumentación de las 25

Ver Elías Palti, Giro lingüístico e historia intelectual, Buenos Aires, Universidad nacional de Quilmes, 1998.

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polémicas sobre la identidad intelectual y sobre el futuro de la conciencia crítica una vez asentada en un basamento institucional.26 Lo que se discute es si este basamento institucional deforma las aspiraciones éticas y políticas de los intelectuales o en otras palabras, qué valor de objetividad puede alegar el pensamiento surgido desde a esa inserción. La pregunta formulada una y otra vez es si el éxito de los intelectuales de izquierda para insertarse en las instituciones educativas y culturales debe considerarse como traición, abdicación o fracaso respecto de los ideales sobre un deber ser autónomo e independiente. ¿Privatización de la existencia? ¿Especialización de los saberes? ¿Fragmentación del público y los sujetos sociales en las democracias de masas? ¿Crecimiento de la necesidad de saber experto? ¿Arrinconamiento en instituciones sin relevancia política? ¿Demisión, entonces? Sin duda, desde el punto de vista de la capacidad de formar la opinión pública, la corporación periodística, que suele postular en muchos casos su propia autonomía (autonomía también poco confiable, dado el creciente poder de los multimedios, que no dejan de ser un negocio no precisamente regenteado por los propios periodistas) tiene mucha más eficacia pública que la que pueden alegar los profesores universitarios. Es verdad que el mundo de los medios y el mercado de los bienes culturales no establece las mismas jerarquías que el sistema de valores al que se inclinan los intelectuales. Es verdad que la academización entraña riesgos para la vocación crítica de los intelectuales y no sólo para ella. El desafío para el nuevo milenio podría consistir (lo que no es poco) en volver socialmente importantes los discursos, dentro o fuera de las academias. Para poner un ejemplo: uno podría preguntarse ¿realmente es crucial la discusión sobre el canon literario que ha erizado al mundo de las letras en la última década? E incluso más ¿esa discusión es acaso todo lo “política” que cree ser, cuando resulta evidente al sentido común que el sistema que regula el acceso a los medios de la producción literaria y cultural es un mecanismo mucho más eficiente de la exclusión social que cualquier acto de juicio sobre la injusticia de las exclusiones del canon?27 Responder a las críticas que acusan a los intelectuales por haberse academizado no necesariamente implica reconocer una culpa. Sólo hay que reconocer que algunas ilusiones se han reformulado mientras otras sobreviven: la obstinación crítica es una de ellas. Si como decía antes, la más pervasiva tradición intelectual es la que reitera su vocación crítica, si la autocrítica de los intelectuales respecto de sí mismos, que es 26

Ver por ejemplo, Bruce Robbins, “The grounding of intellectuals” y Stanley Aronowitz, en “On intellectuals”, en Bruce Robbins (ed.) Intellectuals, Aesthetics, Politics, Academics, Minneapolis, University of Minessota Press, 1990. 27 Ver John Guillory, Cultural Capital. The Problem of Literary Canon Formation, Chicago and London, University of Chicago Press, 1993.

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otra variante de esa criticidad aparentemente constitutiva de la identidad, no es pura retórica autodenigratoria y por lo tanto inútil, puro lamento y energía desperdiciada, los herederos de Zola, deberían reflexionar un poco más sobre las exigencias de las instituciones en las que se inscriben, ser conscientes de sus cegueras e intentar transformarlas. No por fuerza eso es señal de irrelevancia. Tal vez sólo lo sea de la relevancia limitada y relativa de sus competencias. Eso no supone (no debe suponer) un destino en el altillo. ¿Acaso las instituciones universitarias no requieren urgentes reestructuraciones? Juzgarlas para transformarlas es una tarea esencial, que modificará las condiciones de las prácticas y los discursos que se realizan en ese ámbito, evitando la irrelevancia a que condenan muchos requisitos académicos. Como el que indica que los ingresantes deben aprender desde temprano a valorar ante todo la línea de curriculum, a costa de la auténtica productividad en el campo del saber, a no difundir entre colegas los resultados de sus investigaciones en el marco de la competencia profesional, haciendo imposible cualquier auténtico toque de reunión y libre asociación para el intercambio de ideas y propuestas. El espacio de interlocución es ciertamente más endogámico, aunque ni siquiera eso asegura la verdadera interlocución. Al leer los innumerables comentarios sobre la traición de los intelectuales, se tiene la impresión de que sólo lo contemporáneo está jaqueado por la crisis. Las jeremiadas actuales asordinan los lamentos del tiempo pasado. Pero conviene escucharlos para no incurrir en el error de sobrevalorar las cualidades corrosivas de nuestro presente. “Es perentorio hacer uso de la crepuscular luz intelectual que parece dominar nuestra época y a cuya luz todos los valores y puntos de vista aparecen en su genuina relatividad. (...) Nadie niega la posibilidad de la investigación empírica ni nadie sostiene que los hechos no existan (...) pero la cuestión de la naturaleza de los hechos en sí es un problema considerable.” Excepto por la meridiana claridad de lenguaje, las frases citadas podrían haber sido escritas ayer. Sin embargo tienen más de 70 años y revelan que la sospecha no es un invento reciente. Pero interesa cómo de parecidos diagnósticos derivan diversas prescripciones. Partiendo de esa constatación de la inexistencia de un criterio común de validez, del quebrantamiento de la unanimidad, de la ausencia de una conciencia universal, del descentramiento constitutivo de las posiciones y creencias, Mannheim procura establecer las condiciones de posibilidad de conocimiento. Parece haber llegado la hora de preguntarse no sólo por sus condiciones de posibilidad, sino también por las condiciones de su auténtica relevancia.

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