De la edificación del Estado y su destrucción en España

August 26, 2017 | Autor: Jerónimo Molina Cano | Categoría: State Formation, Spanish History, State Theory
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POLÍTICA: ¿RAZÓN o IDEOLOGÍA? Robert P. George Jorge Trías Jesús Trillo-Figueroa José Luis Restan Jerónimo Molina Cano LA ESPERANZA DE LA RAZÓN O LA RAZÓN DE LA ESPERANZA

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De la edificación del Estado y su destrucción en España El Estado moderno, enigma histórico, es el problema político máximo de España. Contrasta con su magnitud histórica la superficialidad con que de unas décadas a esta parte es atacado desde la Ciencia política y el Derecho constitucional hispanos, «cuerpos astrales» del Derecho político, como solía recordar el fino ingenio asturiano Rodrigo Fernández-Carvajal. Esta última disciplina, que por versar sobre las «ultimidades sociales» {postrema socialia) puede considerarse arquitectónica, es la propia de los «juristas de Estado», en los que fue pródiga en otras épocas la nación española, dotada de un acusado sentido de lo jurídico, hasta el punto de apacentar y dar su ley al Nuevo mundo. Tal vez se ha olvidado que el Derecho político hispánico, denominación clásica entre nosotros y nunca del todo sustituida por la transliteración de la terminología de origen italiano Diritto constituzionale, comprende plenariamente la enciclopedia de los saberes políticos jurídicos: Teoría de la organización política, Teoría de la sociedad y Derecho público, del que sólo es una parte el ordenamiento constitucional. La actual desorientación política nacional —producto de una narración fabulosa de los orígenes del Régimen del consenso de 1978 que se ha complicado por una ideologización creciente de las relaciones políticas naturales (gobernación demagógica, infantilización de la ciudadanía) y de los acontecimientos históricos (verdad oficial, Ley de la memoria)— ha venido dejando al descubierto el fracaso de la dirigencia política española y el de sus consejeros áulicos, los facultativos de la política. El desapego, a veces jactancioso, expresado desde ciertas magistraturas del Estado hacia la nación española, cuyos sufrimientos (Guerra civil y postguerra), no tan lejanos en el tiempo como por conveniencia se presume, cultura, sentimientos o creencias (fe

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católica) han sido despreciados, no tiene parangón con otros países y gobiernos en periodos de normalidad política. La única comparación posible, para quedar circunscritos a la política española, son los sucesivos gobiernos del Frente Popular en los que se incluyeron Ministros del Partido Comunista de España (PCE), de fiel observancia soviética. El Gobierno actual no llega, desde luego, a las cotas estratosféricas del cinismo comunista, aunque acaso lo aventaja en hipocresía. ¿Cuándo se ha visto en España, si no es en fechas recientes, a un Presidente del Consejo de Ministros repudiar a la nación, fuente de su propia legitimidad democrática, o a la bandera y el himno nacionales? Aún así, no es esto lo más grave. Hay, en punto a la salud de los negocios públicos, dos circunstancias muchos más adversas para un régimen político que la contingencia de un gobernante acomplejado, accidental o inadaptado a las responsabilidades del cargo: primeramente, la incapacidad de las instituciones constitucionales para domeñar al titular incompetente de una magistratura o instancia decisoria, limitando su capacidad de ejecución; en segundo lugar, el adocenamiento de los juristas políticos, hoy llamados «constitucionalistas» y «politólogos».

II

Unas instituciones de control político sanas, acreedoras del respeto de la opinión, sobre la que deben ejercer, en virtud de su auctoritas, una sana pedagogía civil, y refractarias así mismo a las servidumbres de la partitocracia, constituyen la honra y la seguridad de los ciudadanos bajo cualquier orden político, sea este constitucionalista o no. Entiendo aquí que el constitucionalismo no es la óptima política predicada por la doctrina jurídica política oficial desde 1945, sino una ideología jurídica que se ha justificado polémicamente, como explicó hace tiempo Javier Conde en páginas memorables, propagando una interpretación abusiva de los conceptos de representación y gobierno representativo.

No menor importancia hay que atribuir a una judicatura independiente, cuyo espíritu de cuerpo intime a jueces y magistrados a servir la causa del derecho, que es la causa de la sociedad civil, y a despreciar a quienes, de entre sus miembros, se dejen seducir por el poder, el dinero o la ideología. El imperio de la ley es su competencia, de la que tendrían que responder ordinariamente ante el juez natural y disciplinariamente ante colegios como el Consejo General del Poder Judicial. Pues los jueces, como magistratur no política que son, se deben precisamente a que la ley impere, aunque la legislación o

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roducción del derecho sea desde hace dos siglos un monopolio estatal. En este ontexto, los problemas del Estado de derecho no pueden, no deben afectar a un juez de arrera, ni sus exigencias vincularle, pues queda el juez situado en otro plano. Aunque 5 este un asunto que exige un razonamiento más prolijo, apuntaré al menos que la imisión del juez al Estado de derecho, más allá de las fórmulas retóricas que han xogido todas las constituciones europeas de la I I postguerra, significaría, tomada la Srmula al pie de la letra, que el magistrado es un órgano del Estado y la jurisdicción una inción estatal más. En rigor, el Estado de derecho, máxima expresión del positivismo irídico, es el concepto que sustenta las funciones de fiscales (defensa de la ley y el rden público estatales) y funcionarios civiles (administración del patrimonio y los irvicios del Estado), meros dependientes del Gobierno en los países de configuración olítica de tipo francés o continental. os defectos de la parte orgánica de la constitución española de 1978, agravados a veces or desarrollos legislativos insensatos (expresión de lo que Herrero de Miñón llamó, tíos antes de su rapto nacionalista, «falsas vías del consenso constitucional»), han npedido que haya hoy en España instituciones cuyo prestigio o influencia sobre los suntos públicos no pueda ser discutido por cualquiera, en particular por partidos de m poca ejemplaridad histórica y mínima representación en el cuerpo electoral nacional )mo el Partido Nacionalista Vasco (PNV), Esquerra Republicana de Catalunya (ER) o íicropartidos relictos del marxismo-leninismo y el totalitarismo rojo (IU). Los vicios de uestra partidocracia, enumerados ya ante literam en un conocido ensayo de Fernández e la Mora sobre la oligarquía como forma trascendental de gobierno; los efectos loqueantes del Régimen de las Autonomías, cuyas consecuencias más notorias son el rogresivo desapoderamiento del Estado central y los conflictos de unas Comunidades an otras, obstinadas todas en legislar sobre lo que los españoles poseen en común :uencas fluviales; lenguas vehiculares); o las dificultades que la constitución y leyes de ingo cuasi constitucional como la Orgánica del Régimen electoral general oponen a la >rmación de gobiernos estables (lo que puede resultar dramático en situaciones de nergencia nacional), constituyen buenos ejemplos de las limitaciones técnicas y de

Dncepto de la Carta otorgada de 1978. )tro ejemplo de las deficiencias de la constitución del 6 de diciembre es el Tribunal Constitucional, institución voluntarista de censura política —del cual se podría haber rescindido en nuestra mecánica jurídica y política, pues existen un Tribunal Supremo y na Jefatura del Estado moderadora— que se ha entregado a los partidos que sostienen régimen. Se diría, a juzgar por los manejos de los entretelones, que la fuente de su

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legitimidad no es la constitución que lo ha instituido ni la Ley orgánica que lo regula, sino la circunstancia de que entre sus magistrados se reproduzca la relación de fuerzas del Congreso de los diputados, incluyéndose además, obligatoriamente, alguno de sensibilidad catalanista o euskalduna. Que un tribunal de las características del español no represente, como sucede en Alemania con la instancia política de Karlsruhe (Bundesverfassungsgericht), la culminación del cursus honorum de un catedrático de Derecho público, no parece lo más adecuado para una institución cuyos pronunciamientos, en el caso de que tal instancia política comparezca como poder constituyente constituido, pueden afectar a las más graves materias y tener enorme impacto sobre la opinión. En diciembre de 1998 ofrecieron los dos grandes partidos una vacante del constitucional a Juan Antonio Carillo Salcedo, internacionalista de la Universidad de Sevilla, y Ángel Garrorena, constitucionalista de la de Murcia. Ambos declinaron la oferta, en lo que puede apreciarse la diferencia que va del magistrado del Tribunal constitucional español al Karlsruher Richter, para no mencionar, servata distantia, a los jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Pero según lo visto en el año 2007, aquel episodio de desafecto no fue tan grave como las recusaciones políticas actualmente planteadas para alterar la composición del pleno que ha de decidir sobre la constitucionalidad de la Ley Orgánica 6/2006, de 19 de julio, de Reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña. Si no regresa el buen sentido, tomando posesión en abril próximo un gobierno no sometido al chantaje de los poderes indirectos, tendrá que ver todavía la nación al Tribunal Constitucional dando por buena la subversión del orden constitucional ejecutada por el mentado Estatuto catalán. El alto tribunal, de momento, parece atascado en las formas, como ganando tiempo, pues a pesar de todo deben ser conscientes sus miembros de que una decisión favorable al Estatuto supondría una reforma constitucional encubierta. N i valor tienen ya los constitucionalistas del establishment para afrontar a las claras una reforma constitucional: instruidos en los usos de nuestro periodo pseudoconstituyente (1977-78), les parecerá mucho más sencillo y menos arriesgado a corto plazo que el Tribunal político constitucionalice por vía interpretativa lo que convenga a la mayoría parlamentaria. Pero el crédito político de esa Casa tal vez no podrá soportar una nueva sentencia del estilo de la 111/1983, de 2 de diciembre, que declaró, con el voto de calidad del Presidente, la constitucionalidad del Real Decreto-Ley 2/1983, de 23 de febrero (incautación del holding de empresas «Rumasa S. A.»)

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III La «homologación» del régimen español con los sistemas políticos instituidos en Europa después de la victoria angloyanqui en la Guerra mundial I I ha sido uno de los lugares comunes de nuestro pensamiento constitucional. España, como ha repetido tantas veces una generación ya provecta de juristas e historiadores políticos, carecía de constitución bajo el régimen de las Leyes fundamentales. Hablo de un tiempo, las décadas de Franco -título de un libro del maestro Zafra Valverde (2004)—, en el que la Comisión Internacional de Juristas (ICJ) proclamaba su hostilidad al régimen español afirmando que España no era un Estado de derecho. Desde luego, aunque no tuviese España entre 1938 y 1976 una Carta constitucionalista, la nación española estaba políticamente bien constituida. Era también el franquista un Estado de derecho, aunque no por las razones esgrimidas en España, Estado de derecho, la réplica del Servicio Informativo Español al Informe de la ICJ, sino porque, como alguna vez dijera Cari Schmitt, todo Estado es Estado de derecho. El Estado administrativo de Franco no podía ser una excepción. El rango político-espiritual del constitucionalismo español actual, seguidista del que se ha desarrollado en el continente a medida que se volvían a instituir (en tres grandes etapas: 1945-49; 1975-80; 1992-98) los regímenes demoliberales que ya se atoraron en el Interbellum (Carlos Ollero), está pues determinado por dos supuestos falsos: el de la ausencia de constitución y el de la inexistencia de un Estado de derecho. A ello se atribuye el que no se desarrollara en nuestro país, hasta la década de 1970, un verdadero Derecho constitucional. Es cierto que hasta el cambio político de esos años no fue posible en España la exégesis constitucionalista, pues no había constitución de tipo demoliberal. Sin embargo, esta es sólo una de las especies posibles registradas en una Morfología constitucional general. En realidad, con pocas excepciones, la doctrina política jurídica del Estado de las Leyes fundamentales fue premeditadamente dejada en barbecho por las cátedras de Derecho político. Demostraron sus titulares un insólito desafecto deontológico hacia su obligación de juristas: comentar, encauzar y desarrollar doctrinalmente el derecho público vigente. Bien por desinterés, bien por cálculo estratégico. Se justifica así la paradójica ausencia de grandes monografías sobre la constitución política del franquismo. Apenas si pueden mencionarse las de Ignacio María de Lojendio, Régimen político del Estado español (1942), y Rodrigo Fernández-Carvajal, La Constitución española (1969). «La Teoría del Estado y de la Política es, queramos o no, una ocupación peligrosa», decía Schmitt a Conde en una carta de 1954. Por eso extraña que tantos juristas políticos, con más de veinte años de dedicación en 1975

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algunos de ellos, pasaran por las aguas procelosas del ineludible compromiso con la Dictadura como Moisés por el Mar rojo. A pie firme y con todas las seguridades. La ciencia constitucionalista, incoada en España por el grupo de Nicolás Pérez Serrano en los años 1930 {Protoescuela española del Derecho constitucional), sólo ha podido configurarse durante los últimos treinta años. Pero lo ha hecho, entre algún desarrollo científico original, sobre las falsificaciones o prejuicios mencionados: el del país sin constitución y sin Estado de derecho. Lo que supone una regresión intelectual con respecto a los maestros de la Escuela española del Derecho político (1935-1969). Me parece que la distancia entre estos últimos y el promedio de escritores y juristas políticos contemporáneos se ha hecho ya sideral. Ello puede explicar en parte la indigencia de los saberes políticos que hoy se cultivan en España. Para mí que no se puede hacer mucho caso de un encumbrado filósofo del derecho que nunca ha atinado con el problema de la resistencia a la tiranía, tomando a Grocio por su defensor. Lo contaba el inefable Eustaquio Galán en un denso artículo de octubre de 1986, impreso otra vez para general ilustración en Empresas políticas (n° 8, 2007).

IV

La desorientación de ciertos juristas orgánicos, que tiene cierto aire de familia con la traición intelectual, y los defectos de la planta constitucional son circunstancias inquietantes para una sociedad sana y bien ordenada, en la que hasta hace relativamente poco tiempo predominaba una amplia clase media recelosa de la politización y la ideologización de la vida humana colectiva. Combinadas con un gobierno imprudente y metomentodo se potencian los riesgos políticos. Se habla últimamente de los peligros que esta situación política entraña no sólo para instituciones particulares como la familia y el matrimonio, la escuela, la Iglesia católica, la Universidad o la milicia, sino también para la prosperidad económica, el Bien común o la convivencia entre los españoles. Para algunos, incluso, la instancia directamente amenazada es la propia Nación española, no como idea o concepto abstracto, sino como estructura histórica operante hic et nunc.

Pero España como nación es irrevocable, indisponible. «No es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona», como se decía en 1812. «Las naciones no son contratos rescindibles, sino fundaciones, con sustantividad propia, no dependientes de la voluntad de pocos ni muchos», afirmación famosa de 1934. La mala política de un gobierno puede dañarla, zaherir sus sentimientos, incluso «discutirla» como concepto, pero la

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destrucción de una nación es proceso que necesita del trabajo de los siglos, no estando al alcance de ningún hombre singular, secta, capilla, partido o generación,. Por otro lado, cada nación es una realidad histórica viva. Cristalizaron alguna vez como una unidad de destino, como una forma valiosa y universalizable de ser hombre. Del mismo modo, la existencia de una nación constituye un inexorable proceso de desrealización. Así pues, discutir si Don Julián o Rodríguez Zapatero acabarán con la nación no deja de ser un abuso de la razón política, ocupación para menestrales del «Análisis político». Pues lo verdaderamente grave en la circunstancia española actual es que la preocupación por la nación, siendo comprensible y hasta muy justificada, termine encubriendo el gran problema nacional, el de la viabilidad del Estado, fundado bajo la Dictadura del General Franco y puesto en cuestión desde hace años. El antifranquismo, profesado espontáneamente por tantos, no dejaría de ser una actitud superficial, inofensiva, incluso pintoresca, si no sirviera de expediente para demoler impunemente la obra de una generación española: la Estatalidad.

V El reflejo hispano de la «Disputa de los historiadores» se mueve todavía, a mi juicio, en una provincia intelectualmente epidérmica. El debate sobre las causas del desfondamiento de la I I República y la Guerra civil se ha perdido nuevamente en una cruzada de posiciones inamovibles, por lo demás alcanzadas ya en los años 50. Aunque hay novedades puntuales con respecto a las obras clásicas sobre el periodo, resultado de una depuración y el mejor estudio de las fuentes, no puede decirse que se haya alterado en sus elementos nucleares la narración de la historiografía más seria y objetiva sobre esos años decisivos, en rigor fundacionales, de la España contemporánea. Así pues, la abundante bibliografía de la última década se mueve todavía entre los polos del franquismo y el antifranquismo. N i uno sólo de esos ensayos ha percibido la importancia de la cuestión estatal constante del siglo XX español. Con mayor o menor conciencia de la misma es abordada en las obras de Adolfo González Posada, Nicolás Pérez Serrano, Javier Conde o Rodrigo Fernández-Carvajal, para mencionar únicamente a cuatro los juristas políticos españoles más representativos del siglo XX. La estatalidad es un tema máximamente grave, pues se superpone, como recordaba en los años 1960 Jesús Fueyo, con el de la decadencia secular de España. Pero no es necesario ahora remontarse a la Paz de Westfalia, donde se pusieron de manifiesto por vez primera las divergencias entre los Estados (particularistas) y la Monarquía

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Hispánica. El Estado, instaurador de una situación normal y neutralizador de las discordias civiles, así como la Dictadura, expediente extraordinario y reverso de lo estatal, son presencias constantes en el realismo político español del siglo XX. Pero se echa en falta todavía su estudio detallado. Difícilmente se puede comprender la naturaleza de la crisis del sistema político de 1978 si no se tienen en cuenta las fuerzas (consciente o inconscientemente) desestatalizadoras, a las que ha resultado de gran ayu la ausencia, en la constitución vigente, de una resuelta decisión política sobre las cuestiones últimas que afectan a la comunidad nacional.

El antifranquismo, consustancial a la izquierda y advenedizo en la derecha, es la traged de la inteligencia política hispana en la segunda mitad del siglo XX, pues oculta o desprecia lo esencial: la trabajosa empresa de edificar y mantener en forma un Estado.

La estatificación incoada por la República —continuadora de la obra de Primo de Rivera—, padeció una desmesurada dependencia de lo adjetivo (la forma de gobierno) y fracasó. Los juristas de Estado o de centro —el Estado moderno es, como ha explicado Dalmacio Negro el centro- no tuvieron ocasión de rectificar los errores de una constitución con graves defectos, demasiado artificial y sectaria no obstante el entusiasmo con que fue saludada por Boris Mirkine-Guetzévitch. Caló muy bien en sus vicios políticos y sus carencias técnicas Pérez Serrano; de ellos se ocupó con detalle en su libro La constitución española: antecedentes, texto, comentarios (1932), sospechosame purgado por los editores de sus Escritos de Derecho político (1984). El fracaso de la I I República estribó en su incapacidad estatificadora, empresa ineludible desde la liquidación de las provincias ultramarinas. La Guerra Civil, impregnada de un capital sentido religioso, abocó inevitablemente a la fundación del Estado. Edificarlo y hacerlo viable fue mérito de la gobernación del General Franco. En cualquier caso, una vez desencadenada la Guerra no había alternativa a la configuración estatal de la nación. Pues también una hipotética victoria del Bando republicano tenía que desembocar inevitablemente, cegadas otras alternativas, en una forma de Estado. Por tal razón, la fecha del 18 de julio constituye una divisoria histórica.

VI

El Dictador o, con precisa expresión de Fueyo, moderator hispaniae, «otorgó» la serie d Leyes fundamentales que sirvieron para dar forma a la habitud de Estado de la nación española. Las fundaciones políticas, ni en tiempos de Isabel de Castilla ni hoy han conocido de procedimientos democráticos. El caudillaje de Franco, escribió Conde en

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un discurso clarividente y muy poco conocido de 1953, «ha sido el factor de la institucionalización del Estado nacional español». He aquí que la doctrina antifranquista del actual Gobierno, lejos de proscribir inocentemente un régimen fenecido, no tiene más objetivo que la demolición del genuino legado político de Franco: el Estado. Que nadie se lleve a engaño: una vez descoyuntado el Estado no sería improbable que España regresara, entre vivas a Cartagena, al siglo XIX, a encontrarse de nuevo con los demonios políticos familiares del separatismo y la desagregación peninsulares (Estado de taifas), las mermas territoriales (erradicación de nuestra presencia secular en el Africa hespérica) y las discordias civiles (laicismo anticatólico), convertida la nación otra vez en objeto de la política internacional. J E R Ó N I M O M O L I N A CANO UNIVERSIDAD DE MURCIA

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El Consejo de Redacción ha decidido dedicar un número específico a la Política. En estos tiempos, tan procelosos y lleno de dificultades, conviene rescatar el ideal clásico del pensamiento político del letargo al cual parece abocarle la modernidad. La Política no es ajena al peligro de la modernidad y a la fragmentación de la razón. Por eso, se quiere presentar el reto actual como un dilema entre quienes defienden la razón como elemento esencial que puede justificar el quehacer del hombre en sociedad y quienes sustituyen la razón por una ideología preestablecida casi irracionalmente con la que quieren establecer las coordenadas espacio-temporales de la existencia humana. La Política navega entre la ideología o la razón. Cuando para muchos autores, las ideologías parecían estar fuera del debate y dejar paso a nuevas propuestas, vemos como en el día a día aparecen más respuestas ideológicas que quieren eliminar cualquier posible racionalidad. Lo acabamos de ver en el escándalo por la ausencia de Benedicto X V I en la Universidad de La Sapienza; en ese hecho se comprueba cómo la actitud humana que se deja llevar por la ideología puede acabar cometiendo actos de injusticia supuestamente justificables. También puede ejemplificarse este proceso ideológizante en la cultura de lo políticamente correcto que puede y de hecho se convierte en una reinvención de las viejas ideologías.

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