De la codificación a la Constitución. Un Código en tiempos de democracia

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Descripción

De la codificación a la Constitución. Un Código en tiempos de democracia
Martin Böhmer
La reforma del Código Civil ha sido mucho más que una mera actualización. En este breve ensayo voy a mostrar que la reforma debe ser entendida en el contexto más general de la radical reconfiguración del derecho que ha sucedido en nuestro país a partir del advenimiento de la democracia en 1983.
Con ese objetivo me voy a concentrar en los artículos primero y segundo del nuevo texto. No es casualidad que el Código arranque ahora con semejantes declaraciones de principios. En efecto, en los fundamentos del Anteproyecto del Código, los redactores expresaron lo siguiente respecto del Título preliminar en el que aparecen:
"… es necesario que los operadores jurídicos tengan guías para decidir en un sistema de fuentes complejo, en el que, frecuentemente, debe recurrirse a un diálogo de fuentes, y a la utilización no sólo de reglas, sino también de principios y valores."
El guiño al doctrinario es explícito: un sistema de fuentes complejo no es un sistema de fuentes capaz de determinar una jerarquía inamovible. "Complejo" no significa aquí sólo múltiple sino también multívoco, y por lo tanto difícil de manejar, sofisticado. La mención, por otro lado, de la distinción entre "reglas" y "principios" remite directamente a Ronald Dworkin y a la línea filosófica que en el final del siglo XX rompió con algunas de las tradiciones del positivismo de comienzos y mediados de siglo.
Como puede verse entonces con apenas una somera revisión de las intenciones explícitas de los redactores, el nuevo texto viene cargado de presupuestos teóricos y, como veremos, valorativos que hace necesario el comienzo de una larga conversación sobre los fundamentos de nuevo derecho civil argentino. Este trabajo asume esa convicción y ofrece algunas propuestas para mantener ese diálogo andando.
El viejo artículo 16, como recordamos, decía:
"Si una cuestión civil no puede resolverse, ni por las palabras, ni por el espíritu de la ley, se atenderá a los principios de leyes análogas; y si aún la cuestión fuere dudosa, se resolverá por los principios generales del derecho, teniendo en consideración las circunstancias del caso."
La resolución de los conflictos puestos a consideración de los jueces debían ser resueltos dentro de las cuatro esquinas del texto. El único posible escape era la referencia a vagorosos principios generales del derecho que la doctrina se ocupó de proponer a lo largo de las décadas, de acuerdo a pretendidas afirmaciones científicas que reflejaban a veces necesidades sociales y otras ideologías no explicitadas.
Nada hay en esta norma que remita a los derechos constitucionales, o a los valores de la democracia mayoritaria, nada dice de la necesidad de consistencia sistémica o temporal, y mucho menos alguna mención al derecho internacional de los derechos humanos. En aquel texto el Código reina solo, a lo sumo con la ayuda de la dogmática jurídica.
El nuevo Código, en cambio, dice:
Artículo 1º.- Fuentes y aplicación. Los casos que este Código rige deben ser resueltos según las leyes que resulten aplicables, conforme con la Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos en los que la República sea parte. A tal efecto, se tendrá en cuenta la finalidad de la norma. Los usos, prácticas y costumbres son vinculantes cuando las leyes o los interesados se refieren a ellos o en situaciones no regladas legalmente, siempre que no sean contrarios a derecho.
Artículo 2. Interpretación. La ley debe ser interpretada teniendo en cuenta sus palabras, sus finalidades, las leyes análogas, las disposiciones que surgen de los tratados sobre derechos humanos, los principios y los valores jurídicos, de modo coherente con todo el ordenamiento.
En lo que sigue voy a argumentar, entonces, que la transición de un texto a otro no requiere un mero ajuste sino una completa resignificación no sólo de lo que entendemos por "fuentes" o "interpretación de la ley" sino de lo que entendemos por "derecho". Para decirlo algo pomposamente: este cambio de normas requiere de nosotros una reconfiguración de la concepción del ser de nuestra práctica profesional, requiere que dejemos de ser los que fuimos y nos propone el renacimiento de nuestra comunidad jurídica, de la misma forma en que la reconfiguración de nuestras prácticas sociales en la práctica de la democracia constitucional supuso un renacimiento de nuestra comunidad política

La decisión de tener un Código
Promulgar un Código no es el destino inevitable de todos sistema jurídico, como lo prueba la existencia de la mitad de los sistemas jurídicos del mundo que siguen la tradición del common law. Promulgar un Código es una decisión política, valorativa. Es una forma de disciplinamiento social, de estructuración territorial, de ordenamiento intergeneracional. La decisión que tomó la República en el siglo XIX no es una excepción a esta norma.
El advenimiento del Código Civil argentino se hizo esperar algunos años. El presidente Mitre le había encargado su redacción a Vélez, pero su promulgación se demoró hasta la llegada de Sarmiento al Ejecutivo. Como todo tiempo de adviento, esa espera estuvo signada por el hambre y la sed de codificación. En efecto, los profesores de la universidad, los abogados y la política ya habían comenzado a leerlo e incluso a enseñarlo a partir de los fragmentos que desde 1865 Vélez remitía al presidente.
La decisión política de tener un Código estaba vinculada con el diagnóstico que la generación de nuestros padres fundadores había realizado sobre nuestros males que resumían en dos: la anarquía y al pobreza. La anarquía, que vinculaban con los excesos de los caudillos y los defectos de los gauchos, sería limitada por una fuerte concentración de poder en muy pocas manos, sobre todo en las del hiperpresidente que crea la Constitución de 1853 y la práctica política fraudulenta de la segunda mitad del siglo XIX. La pobreza, que vinculaban con la vasta extensión del "desierto y con la falta de destrezas del gaucho para la civilización, sería abolida poblando la pampa con inmigrantes que trajeran en su sangre la cultura de la industrialización y la disciplina del trabajo.
La concentración de poder se lograría armando un sistema presidencial con muy modestos frenos y contrapesos al poder del Presidente. Así, del sistema constitucional norteamericano se introdujo la idea de un presidente con mandato fijo y legitimidad popular propia (a diferencia del primer ministro del parlamentarismo europeo que depende de los votos del poder legislativo) pero al que se le confirieron mayores poderes que su par del norte. A esa figura se le suma un Congreso debilitado al dividirse en dos cámaras simétricas en poder (se requiere de mayoría de ambas para dictar leyes) y una de ellas (el Senado) constituida por varones de cierta edad y con capital suficiente como para asegurar el veto de propuestas inadecuadas que provengan de la cámara más igualitaria (la de Diputados).
El Poder Judicial, sobre todo la Corte Suprema terminaría de asegurar el control de las decisiones legislativas y de las provincias a través del recurso extraordinario federal que permitiría disciplinar en última instancia el sistema político. De esta forma controlando el ejecutivo y la mayoría en el Senado se controlaba la designación y control de los jueces a través de la amenaza de juicio político y de esta forma se tenía bajo un poder concentrado en pocas manos a todo el sistema político.
Sin embargo, nada de esto garantizaba la tranquilidad necesaria. Las provincias, sus gobernadores, diputados y senadores podían seguir rebelándose y el costo del disciplinamiento podía amenazar la necesidad de orden y administración que convenciera a los inmigrantes y a los capitales extranjeros de venir a poblar y a hacer productivo nuestro desierto. ¿Qué hacer?
El Código iba a salvarnos de la barbarie: ordenaría la desprolija herencia española y terminaría con la anarquía de las legislaciones provinciales. Sería el ancla, el texto de nuestra alianza. Su envío al Congreso en septiembre de 1869, su aprobación sin discusión, a libro cerrado, y su promulgación el 1 de enero de 1870 coinciden providencialmente con la primavera y la celebración del tiempo de recolección.
La excitación es entendible. El Código llegaba rodeado del aura de prestigio de la tradición napoleónica, los chilenos nos habían ganado de mano y el positivismo reclamaba que el derecho se convirtiera en una ciencia universitaria. Pero, sobre todo, la política necesitaba el instrumento que terminara de construir la monarquía unitaria que, disfrazada de república federal, había comenzado a construir la Constitución de 1853.
En efecto, como bien lo postulaban los críticos (Vicente Fidel López, pero sobre todo un arrepentido Alberdi desde el exilio) el Código es un instrumento unitario y monárquico: expropia la capacidad de producción legislativa de las provincias y condena al Poder Legislativo federal a la casi irrelevancia, dejando el campo libre al Ejecutivo. El poder de configuración cultural de la codificación también condenaba al Poder Judicial a ser un mero aplicador del texto.
La política iba terminando de armarse para brindar la seguridad que necesitaban los inmigrantes y los capitales para animarse a venir. Concentración de poder (violenta o fraudulenta en caso de ser necesario) y homogeneización del derecho iban, así, de la mano. La recepción de la cultura de la codificación no se dejó librada al solo entusiasmo de algunos profesores. Se reformó también la forma de entrenar a los abogados y a los jueces para convertirla en la transmisión dogmática de contenidos. Saber ejercer derecho era ahora saber de memoria el texto del Código.
La práctica fue reconfigurada exitosamente y la política logró sus metas. La llegada de los inmigrantes y la expansión territorial y económica enriqueció al país. La gente llevaba adelante su vida de acuerdo con las pautas del Código. En situaciones de conflictos aislados, la jurisprudencia aclaraba las dudas. Los abogados, una clase pequeña, rica y masculina, practicaba un derecho con el que estaban de acuerdo. La Corte Suprema era en general deferente al poder político, tanto como para aplicar la doctrina de las cuestiones políticas no justiciables aun en casos en los que claramente estaban en juego derechos. La Corte, en el golpe de 1930, afirmó que la autoridad no depende de la Constitución sino de la fuerza, lo que creó la doctrina de facto y desconstitucionalizó aun más a la política.
El resto del derecho, luego del golpe, continuaba regulándose con el Código, pero las dificultades crecían. La sociedad se hacía más compleja y la crítica ideológica reclamaba más sensibilidad social a las normas. La doctrina de los juristas vino en ayuda del Código y comenzaron a aparecer los primeros tratados de derecho que apuntalaron por unas décadas al ya tembloroso edificio normativo. Las reformas de mediados de siglo que propugnaban por introducir algunas de los valores asociados con el derecho social como el abuso del derecho no resultaron exitosas. La crítica social debió a esperar a que un jurista, Guillermo Borda, llegara al Ministerio del Interior de una dictadura militar para que el Código fuera reformado sin deliberación alguna -y esta vez sin la más mínima legitimidad democrática- por Onganía en 1968.
La inflación primero y la violencia política después, entre otros problemas, mostraron en los setenta la total inadecuación del derecho codificado para encauzar los conflictos sociales y en algunos casos el criminal incumplimiento de sus deberes en la defensa de los derechos de las personas. La codificación había dado todo lo que podía dar.

La reconfiguración del derecho desde el advenimiento de la democracia
Nadie podía prever la debacle final de este sistema político-institucional. La radicalización del proyecto dictatorial y su talante excluyente, concentrador de poder, negador de derechos y aun de procesos deliberativos abiertos no discriminatorios, culminó en una apoteosis de violaciones masivas de derechos humanos instrumentadas como política sistemática desde el Estado, si bien (y es un punto no menor) clandestina. Nada volverá a ser lo mismo a partir de estos eventos, pero no por la simple naturaleza de las cosas o gracias al mero transcurso del tiempo. Hicieron falta gestos concretos, prácticas políticas y sociales inéditas que definieran lo sucedido como un evento de mal radical, y que hicieran a la Argentina, trágicamente y para siempre, del linaje del Holocausto. El primer gesto surgió de la sociedad civil, de los familiares de los primeros desaparecidos, en particular de las madres, de quienes luego serían Las Madres de Plaza de Mayo. El gesto fue reclamar información, conocer el paradero de gente que había sido secuestrada y de la que las instituciones negaban todo conocimiento. La criminal perseverancia de las autoridades de facto en negar su existencia convirtió a estas víctimas de delitos innominados en "desaparecidos".
El milagro de las Madres y del movimiento de derechos humanos en Argentina, el logro semántico fundante de lo que luego será la democracia Argentina consistió en convertir esa definición inclemente, cínica, criminal, en un reclamo primero, una denuncia después, una queja internacional más tarde y eventualmente en un delito del derecho internacional codificado en un Tratado: el delito de desaparición forzada de personas. Pero más importante aún, reconvirtió a la práctica política argentina y muy en particular a la práctica jurídica de nuestro país. Esta reconversión está vinculada con el lugar de los derechos que, de ocupar un rol marginal, se ponen en el centro de la escena y relegan a los márgenes la idea de que el bien común, definido unilateralmente por el Estado, está por encima de los derechos.
Esta propuesta esperanzada de las Madres y del movimiento de derechos humanos fue recogida por la política a través del triunfo de Alfonsín en las primeras elecciones. Su triunfo vino acompañado de una fuerte mística constitucional, particularmente de lo que luego se llamó el "rezo laico" del Preámbulo. Pero además, en consonancia con los reclamos de las Madres y de los organismos de derechos humanos, parte de su éxito electoral se vinculó con la decisión de afirmar, contra cincuenta años de doctrina de facto, que el decreto de autoamnistía de la dictadura no tenía la misma legitimidad jurídica que las normas democráticas por carecer de la presunción de legitimidad moral que la deliberación democrática otorga a sus decisiones. Fueron posibles así los juicios y las condenas a los responsables de las violaciones de derechos humanos que marcaron el inicio de la democracia constitucional reconfigurada en la Argentina.
¿De qué recursos morales, jurídicos, políticos, surgió esta respuesta a la dictadura? Una parte de esta respuesta se encuentra en la práctica jurídica de algunos abogados que comenzaron ejerciendo defensas "técnicas" (nótese la referencia al derecho como ciencia neutral, codificada en técnicas profesionales) pero no pudieron continuar con el ejercicio natural de su profesión ante la represión desembozada y comenzaron a luchar contra lo que aun no llamaban "violaciones de derechos humanos" sino "represión y tortura." Los abogados que lograron sobrevivir a la persecución y se exiliaron fueron instrumentales a la necesidad de los organismos de hacer conocer en el exterior lo que se sospechaba en un comienzo y luego se supo positivamente era una estrategia terrorista y criminal. En el exterior estas denuncias adoptaron el lenguaje de los derechos y de la democracia, un lenguaje que los activistas políticos argentinos no usaban y que en algunos casos directamente habían despreciado.
Las instituciones que albergaron las denuncias y que las entendieron en esos términos eran aquellas cuya tarea consistía en defender y hacer cumplir los tratados internacionales de derechos humanos como lo que en aquél momento era la Subsecretaría de Derechos Humanos de las Naciones Unidas o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Esa primera traducción marcará el rumbo de la política y del derecho en nuestro país en las décadas por venir. Muchos de esos abogados eran por necesidad o por profesión, abogados penalistas y las violaciones de derechos fueron naturalmente tipificadas como delitos, tanto dentro del derecho nacional como desde el derecho internacional. Y como tales reclamaban acusación y juicio penal y eventualmente, castigo. Así se tradujo en el reclamo de los organismos: "juicio y castigo." La respuesta de la política mayoritaria no vendría sólo de la mano de la persecución penal ordenada por el Presidente Alfonsín. También la estrategia de internacionalización de las demandas sería acompañada por la firma de tratados internacionales de derechos humanos que no sólo aumentaban la lista de derechos disponibles en el sistema jurídico argentino, sino también de jurisdicciones ante las cuales reclamar su violación. En particular, en el primer año de gobierno y a los pocos meses de la firma del Pacto de San José de Costa Rica, la Argentina ratifica la jurisdicción de la Comisión y de la Corte Interamericanas de Derechos Humanos.
Así, a poco de comenzado el período democrático ya están dadas las grandes líneas de la reconfiguración del derecho en la Argentina. La movilización de un grupo de personas que se identifica en la común violación de sus derechos, forma grupos y eventualmente organizaciones sociales y reclaman a las autoridades. La movilización se encauza luego a los tribunales articulando el reclamo no sólo con normas que surgen de leyes o de Códigos sino también con lenguaje constitucional de los derechos y aún de normas que surgen tratados internacionales. Los jueces responden aceptando el reclamo y la autoridad operativa de las normas y sentencian controlando políticas públicas afectando no sólo los derechos de individuos sino también de los grupos afectados por el reclamo. Esta nueva práctica social y política da lugar a ciertos procesos que modifican radicalmente lo que solíamos entender por derecho en nuestro país.
Los procesos en cuestión pueden ser enumerados así:
Judicialización de la política:
Consiste en la utilización del Poder judicial para obtener o acelerar la implementación de una política pública decidida por los órganos mayoritarios, o para continuar la discusión de decisiones que los órganos mayoritarios habían tenido por finales. En la lógica tradicional de los derechos lo que llamamos judicialización es agregar a la tradicional tarea de los jueces de aplicar la ley (respetar y hacer cumplir las decisiones mayoritarias), la de controlar su constitucionalidad (es decir decidir si violan derechos o procesos de tal forma de erosionar la legitimidad del sistema) sin arbitrariedad (haciendo honor a las decisiones anteriores en el sentido de decidir casos similares de forma similar brindando seguridad jurídica a la comunidad).
Politización de la Justicia:
Consiste en el reconocimiento de que el Poder Judicial toma decisiones (si bien dentro de los límites que acabamos de anotar) y que esas decisiones son inevitables en el sentido de que le es entregado por la democracia constitucional la tarea de interpretar textos complejos y en muchos casos deliberadamente vagos y ambiguos. De esta forma, advertir este rol del Poder judicial produce discusiones inéditas en nuestro país respecto a la forma del nombramiento, permanencia y expulsión de sus miembros, en particular respecto del rol de los miembros de los otros poderes y de los representantes de las profesiones del derecho en estos procesos.
Constitucionalización del derecho:
Consiste en la proliferación de la sospecha de inconstitucionalidad de las decisiones de los órganos mayoritarios y la caída de los límites tradicionales a su control judicial. Cuestiones que antes terminaban en las oficinas del Ejecutivo (por ejemplo en base a la presunción de legitimidad de los actos administrativos) o en decisiones del Legislativo (en base a la deferencia horizontal que les prestaban los jueces) ahora avanzan, texto constitucional en mano, a los estrados judiciales. El Poder Judicial cambia de actitud tendiendo a abrazar la posición 1 en el cuadro de arriba: control horizontal.
Fragmentación del derecho:
Consiste en la creación de sistemas de normas relativamente autónomos sobre temas diversos (ambiente, derechos de consumidores, violencia doméstica, etc.) que en algunos casos contradicen principios de los Códigos. La idea de la fragmentación se refiere a la pérdida de unidad en la lógica jurídica en cuestiones que, como la asignación de responsabilidad, causalidad y daños, determinación de los damnificados, definición de capacidad para contratar y los términos en que se otorga legitimación activa para actuar ante los tribunales se pretendían solucionadas en forma consistente por los Códigos.
Descodificación del derecho:
La constitucionalización y la fragmentación producen un cambio radical en el lugar relativo de los Códigos de fondo en el sistema jurídico. En efecto, de ser centro del sistema pasa a formar parte de una serie de fuentes del derecho que compiten por pesar relativamente más caso por caso. Así el Código pasa de articular una especie de práctica monoteísta en el cual era el más importante centro de normas ahora tiene el peso (relativo, es decir, dependiendo del peso de las otras fuentes del derecho) de la ley (es el resultado de una decisión legislativa), de la tradición (se aplica hace ciento cuarenta años y ha sido referente de formación profesional excluyente) y de la eficiencia (su capacidad de regular la práctica ahorra costos de transacción). Ahora la práctica es politeísta en el sentido de que hay varias fuentes del derecho que compiten con reclamos de autoridad legítimos por su primacía en los casos. La Constitución, los tratados internacionales, la ley, las decisiones judiciales nacionales, extranjeras, regionales o internacionales, la práctica comercial o política, la eficiencia económica, la doctrina de los autores nacionales o extranjeros son estas fuentes y su legitimidad proviene a veces de la deliberación mayoritaria, a veces de la lógica contramayoritaria de los derechos y a veces de la necesidad de mantener consistencia en el lenguaje del derecho a lo largo del tiempo.
Globalización del derecho:
Este complejo proceso de creación y aplicación de normas fuera de las fronteras nacionales y por actores que no son el Estado nacional pero que tienen consecuencias nacionales ha crecido considerablemente en el último tiempo. Este fenómeno limita la capacidad regulatoria de las instituciones tradicionales del Estado permitiendo que la deliberación no termine en nuestras fronteras ni que ellas constituyan barreras infranqueables respecto de decisiones que acordamos con otros países. En este sentido la globalización multiplica los espacios de la política y con ellos los de la justicia.

Los fundamentos filosóficos de la reconfiguración
Seguir en este punto las enseñanza de Carlos Nino me resulta inevitable, tanto por motivos históricos (fue uno de los arquitectos de la transición democrática en el plano del derecho), como por relevancia, simpleza conceptual y familiaridad personal con su teoría. Mi objetivo es mostrar que sin una teoría valorativa es imposible entender los mandatos de los primeros dos artículos del nuevo Código Civil. Necesitamos una teoría normativa de las fuentes que las conecte con la actividad interpretativa que el texto reformado impone al Juez.
El discurso moral de la modernidad, en el nivel ideal, supone que todos los afectados por un conflicto deben formar parte de la deliberación previa a la decisión que busque solucionarlo, que todos tengan el mismo nivel de información, el mismo nivel de racionalidad y una misma capacidad de persuasión. Y si terminan acordando por unanimidad, parece ser que esa razón es mejor que la decisión que tome una persona sola sin toda la información, sin argumentos racionales, etc.
Ahora, si ese es el ideal, hay cosas que no podemos y hacer al mismo tiempo. Esto es lo que Nino llama "inconsistencia pragmática". En una discusión moral, quienes discuten están presuponiendo algunas cosas, pues de no ser así no estarían discutiendo, o no estarían discutiendo de esta forma particular. Y si dicen cosas que se contradicen con los presupuestos de la práctica, su discurso se vuelve inconsistente, lo que le da a aquellos presupuestos su capacidad crítica.
Una vez que uno acuerda con esta movida metaética, está atrapado dentro del juego. De esta forma, y una vez que uno acuerda, aun tácitamente, pertenecer a la comunidad que desarrolla el discurso moral de la modernidad para disminuir conflictos y aumentar la coordinación, debe acordar que de los presupuestos de la discusión ideal surgen, si uno no quiere ser tildado de inconsistente pragmático, ciertos principios morales.
Primero, el principio de autonomía personal: es valioso que cada persona pueda decidir libremente cómo desarrollar su vida. La prueba de que este es un principio moral subyacente a la práctica deliberativa es que si yo discuto, si delibero moralmente con otro, es porque creo que el otro tiene la capacidad de generar argumentos propios, comprender los míos y evaluarlos críticamente, si discuto no impongo.
Segundo, el principio de inviolabilidad: no se debe aumentar la autonomía de uno disminuyendo la de otro. Así, si yo hablo con los demás entonces no los puedo utilizar; si hablo es porque no son un instrumento de mi autonomía, sino que tengo que respetar sus deseos de hacer cosas diferentes de las que yo quiero que hagan. El amo no delibera con su esclavo.
Tercero, el principio de dignidad: se debe respetar la voluntad de los otros aun cuando eso implique una disminución de su propia autonomía. Es así como puedo acordar un contrato bilateral, sólo puedo aumentar mi autonomía disminuyendo la de otro si el otro consiente. Y esta conclusión surge de los presupuestos de la deliberación pues si no voy a tomar en serio las cosas que el otro me dice, ¿para qué estoy hablando con él?
Sin embargo, la deliberación moral ideal es, precisamente, ideal; no existe en el mundo real. Y ello por, al menos, dos motivos. Primero porque, como vimos, en la deliberación ideal se encuentran todos los afectados por el resultado de la discusión, lo que en la mayoría de los casos, cuando el tema es lo suficientemente importante y afecta a muchos, resulta imposible. Segundo, la deliberación ideal no existe porque requiere unanimidad. Y eso tampoco se puede dar en la realidad, porque en general no tenemos ni el tiempo ni la capacidad de llegar a esos acuerdos y al unanimidad entonces jugaría siempre a favor del status quo. Para no hablar de otros motivos como la asimetría respecto del acceso a la información relevante, o la desigualdad retórica de los participantes, motivo este último al que me referiré más adelante.
¿Son estos defectos de la deliberación real motivo suficiente para descartarla? Recordemos que el ideal deliberativo es un ideal crítico, su objeto no es describir la realidad sino detectar los fundamentos normativos de una práctica social que tienen la capacidad de evaluar acciones. Es por eso que el ideal deliberativo constituye una utopía positiva con capacidad de proponer y criticar cursos de acción.
La propuesta política de esta teoría moral consiste en proponer un sistema de gobierno que se acerque lo más posible a este ideal moral: la democracia representativa que es el sucedáneo político imperfecto de la deliberación moral moderna. Así, la democracia reproduce ciertas condiciones de imparcialidad que hacen que este sistema político pueda acercarnos a tomar mejores decisiones que cualquier otro proceso de toma de decisiones colectivas.
Tales condiciones, entre otras, están implicadas por el hecho de que todos tenemos igual posibilidad de participación, porque contamos con la suficiente información, y porque hay ciertas condiciones de argumentación que obligan a deliberar y así reducen el uso de la fuerza, evitan errores fácticos, permiten ponderar mejor las consecuencias de una determinada decisión, etc. De modo que dichas condiciones de imparcialidad (que llevan a que existan distintos grados de democracia aunque exista un umbral mínimo por debajo del cual podría decirse que una decisión no es democrática) nos dan razones para creer que la decisión adoptada tiene más probabilidades de ser la correcta que cualquier otra que se hubiera tomado por cualquier otro procedimiento.

Deliberación real: los problemas de la democracia.
La democracia intenta acercarse a la deliberación ideal tratando de crear los mejores arreglos políticos para que la mayor cantidad de voces esté presente, para que se escuchen los mejores argumentos (de acuerdo a la cultura y a la capacidad imaginativa disponible en ese momento en esa determinada sociedad) y para que las decisiones se tomen con el mayor nivel de acuerdo posible, teniendo en cuenta la mayor cantidad de información relevante posible.
Así, dado que la democracia es un mero sucedáneo de la deliberación moral ideal, aquello que la hace imperfecta genera ciertos problemas. En primer lugar y a nivel de la creación de políticas públicas a un nivel, digamos, legislativo surge el problema de la representación puesto que no podemos estar todos. Y segundo, el problema de la regla de la mayoría: como no tenemos tiempo para la unanimidad, llegado un momento tenemos que votar, y lo hacemos utilizando la regla de la mayoría.
El problema es que dado que están los representantes y que deciden por mayoría, o a que los representantes llegaron a serlo en forma no perfecta pueden quedar individuos o grupos fuera de la discusión democrática que deben estar presentes en la deliberación porque sus intereses también pueden ser afectados por su resultado. Estos problemas de la representación requieren la creación de sistemas adecuados de partidos políticos, de mecanismos electorales, de diseño parlamentario, de garantías para la libertad de expresiones diversas, de acceso la información, etc. El ideal deliberativo tiene una gran capacidad para la propuesta y la crítica de estas instituciones fundamentales de la democracia, propuestas y críticas en las que no me extenderé. De todas formas, por mejor diseñados que estuvieran, estos mecanismos no terminan de solucionar los peligros de la regla de la mayoría. Entre ellos, existe la posibilidad de que las decisiones que tome la democracia real —las mayorías que lograron ganar en el juego democrático— violen los derechos de individuos o grupos, en cuyo caso estarían violando los presupuestos por los cuales justificamos el sistema.

Constitución.
Dado que la democracia real librada a sus propios medios puede generar fallas, surge la necesidad de crear una agencia que defienda los procedimientos democráticos (haciéndolos más deliberativos) y los presupuestos sustantivos del sistema, y que no dependa de la voluntad mayoritaria. Necesitamos a alguien que contramayoritariamente —tomando decisiones contra la mayoría sin ser castigado políticamente por ello— defienda las reglas del juego de la democracia deliberativa. El más importante de estos mecanismos es el Poder Judicial, cuyo rol es aún más relevante cuando los jueces tienen poder político, como sucede en la Argentina, debido a que ejercen el control de constitucionalidad, el control contramayoritario por excelencia.
Ahora bien, esta herramienta contramayoritaria debe ser justificada, pues, en principio, ella resulta contraria a los fundamentos de la democracia deliberativa. Seguramente, a todos nos parecería poco atractiva la idea de que los que gobiernen en una democracia sean los jueces, y pensaríamos que el que debe gobernar es el pueblo. Sin embargo, también pretendemos que haya alguien que ejerza alguna especie de control sobre las decisiones que toma el pueblo, sobre todo para asegurarnos de que se respeten los presupuestos que nos hacen querer vivir en una comunidad política regulada democráticamente. Así, entonces, aparece la tensión entre la idea de democracia, por un lado y la de constitución por el otro.
Una visión deliberativa de la democracia justifica este rol de los jueces señalando que, así como en la teoría económica la intervención del Estado se justifica cuando falla el mercado —por ejemplo, para regular monopolios—, en la tradición deliberativa la agencia contramayoritaria está justificada cuando falla la democracia.
Así aparece lo que Nino llama las excepciones al respeto irrestricto a la voluntad popular. Las excepciones son, en principio, dos. Primero, la defensa de los principios. Esto implica que si bien deferimos nuestro juicio a las decisiones que tome la democracia real cuando ella funciona razonablemente, si la democracia real viola ostensiblemente los principios —presupuestos por la deliberación moral ideal—, entonces los jueces deben intervenir. Segundo, la defensa de los procesos, es decir, el control de normas que restrinjan o deformen procesos que hacen que la democracia produzca legislación justificada deliberativamente. Este sería el caso, por ejemplo, de la definición de los distritos electorales de tal forma que siempre beneficien al mismo grupo. Si eso sucede, es razonable pensar que los jueces deben involucrarse aunque la norma no viole principios sustantivos, pues se rompen las reglas del juego, que son las que permiten decir que lo que surge de ese juego está justificado democráticamente. Dadas las dos excepciones, podemos decir, con respecto al rol de los jueces, que éstos tienen a su cargo (a) mantener un juego (procesos) (b) justificado (principios).
Existe, sin embargo, un tercer problema. Aún es posible que un juez en Neuquén crea que una norma viola principios y otro en Formosa crea que no, que una sala de una Cámara de apelaciones crea que sí y otra que no, que la Corte Suprema en su actual composición crea que sí y en su futura composición que no, etc. Esta posibilidad complica aun más la situación de los derechos ya que si no hay algún punto en el que sepamos qué dice la Constitución, o qué dice el derecho, el rol de los jueces parece imposible.
Surge así una tercera excepción con la cual los jueces pueden justificar su intromisión en la deliberación mayoritaria, dado que el juez también tiene la obligación de mantener la consistencia del lenguaje con el que se expresa, de defenderlo. En efecto, en esta visión el derecho se estructura como un lenguaje y como tal debe ser lo suficientemente unívoco y conservarse así a lo largo del tiempo de forma tal que las personas cuyas vidas este orden regula puedan hacer planes y esperar que la respuesta del derecho no cambie de tal forma de afectar esos planes vitales de forma radical y abrupta. Pero, y también como el lenguaje, el derecho de ser capaz de modificarse para atender las necesidades del progreso material y moral de la sociedad. Esta tensión entre conservación y mejora es parte esencial de la práctica social compleja que llamamos derecho. ¿Pero por qué atarnos a la deliberación del pasado, a un texto creado por una comunidad que hace ya muchos años dejó de existir?
La respuesta a esta pregunta, según Nino, debe surgir de una decisión que se toma en dos pasos. El primer paso consiste en preguntarse, respecto de lo que viene dado, si vale la pena (desde un punto de vista sustantivo, valorativo) seguir obedeciéndolo. El segundo paso obliga a que, si en el paso anterior decidimos quedarnos con el texto que recibimos (entendido como la práctica hermenéutica compleja en que consiste el trabajo social de interpretación), tenemos que respetarlo y respetar la práctica que se genera a partir de él aun cuando creamos que no llega a satisfacer los requerimientos de una Constitución ideal. Históricamente esta tarea resulta más sencilla cuando uno se encuentra más cerca del momento fundacional. Los creadores del texto están vivos, la práctica interpretativa no ha sufrido demasiados avatares, el lenguaje textual y el ordinario tienden a coincidir. Pero a medida que uno se aleja la cuestión se vuelve más compleja pues, ¿qué quiere decir entonces honrar la constitución?
Para explicar esto, Nino utiliza la metáfora de la catedral. Como las catedrales medievales, el derecho (o la práctica social hermenéutica en que consiste), es algo que no diseñamos ni construimos solos, ni en el plazo de una generación. Un juez es como un arquitecto al que le entregan una catedral que él no ha iniciado, ni proyectado, ni será capaz de terminar.
Como el arquitecto frente a la catedral que recibe, el juez frente al derecho tiene dos opciones. Respecto del arquitecto supongamos que le gustan los muros blancos, las líneas rectas, despojadas, las formas funcionales, pero le entregan una catedral gótica inconclusa. Una primera respuesta puede consistir en echarla abajo para comenzar nuevamente con el optimismo de pensar que los arquitectos que le seguirán acuerden con su particular visión estética. O puede, en cambio, intentar, en la parte de la catedral que le toca, acercarla más a una catedral moderna, esperando que los que vengan detrás sigan su camino. Entonces, si acordó no destruirla (porque lo que heredó no era tan espantoso y creyó que valía la pena conservarlo –después de todo muchos sacrificaron parte importante de sus vidas para llegar hasta allí, hubo proveedores que fueron armando sus empresas para ayudar en el mantenimiento de una catedral gótica, etc.), si asumió una práctica colectiva que él no comenzó, debe respetarla estructural y estéticamente, en tensión con lo que él mismo siente que es lo correcto. Tiene que respetarla, pero le es dado, en la medida en que le han encargado la grave responsabilidad de ser uno de los más influyentes constructores, interpretar el legado tensionándolo con sus preferencias estéticas e intentar, en su breve paso por la dirección de la obra, acercarla a su catedral ideal con la esperanza de que quienes lo continúen profundicen su visión respetándola como él hizo con quienes lo precedieron.
Honrar la constitución significa entonces preservar la práctica social hermenéutica en la que ella consiste a la vez que se la mejora de acuerdo a los valores que cada generación entiende que están plasmados en el acuerdo institucional básico de la sociedad.
Así es como las democracias constitucionales crean mecanismos contramayoritarios destinados a preservar a) los derechos en los que se funda el sistema, b) las reglas del juego democrático y c) la consistencia del lenguaje que hace posible el juego a lo largo del tiempo. El Poder Judicial es una institución (no la única necesariamente) diseñada para desempeñar el difícil papel de defender estos principios y al mismo tiempo respetar los acuerdos alcanzados mediante los procesos democráticos, entendiendo que su rol contramayoritario debe estar siempre en tensión con la deferencia respetuosa que se le debe a la voluntad de quienes lograron acuerdos más amplios.

Las fuentes del derecho
Esta larga incursión en la filosofía del derecho nos hace regresar al comienzo. En efecto, los tres reclamos de autoridad que compiten por el respeto de los jueces en una democracia constitucional son los fundamentos de las fuentes del derecho, es decir de los criterios de identificación de las normas del sistema y además, dado su carácter justificativo, también los criterios de interpretación de la ley según mandan los nuevos artículos 1 y 2 del Código.
Para decirlo con mayor claridad: hay tres fuentes de obligatoriedad. La primera es la deliberación democrática, la práctica que más nos acerca a la deliberación ideal. Su forma clásica de corporizarse es lo que la doctrina tradicional llama "ley". La segunda consiste en los principios que están presupuestos en esa práctica deliberativa: los principios de autonomía, inviolabilidad y dignidad, o la idea de que todos pueden decidir libremente su plan de vida, salvo que dañen a terceros, salvo que el tercero consienta. Estos principios son fácilmente reconocibles en el ámbito del derecho civil: son los que regulan la propiedad, el régimen de indemnización de daños y los contratos. Su forma de corporizarse en lo que la doctrina tradicional llama fuentes es la Constitución (o también en lo que llamamos derechos). Por último, el reclamo de autoridad de la consistencia semántica en el tiempo, la idea de la estabilidad. La doctrina tiende a corporizarla en la fuente conocida como jurisprudencia. Sin embargo a veces otras como la doctrina o la costumbre, también pueden ocupar ese rol. También se la llama a veces seguridad jurídica o se la vincula con el principio de la obligación de seguir precedentes similares o stare decisis.
Así, si volvemos a los artículos en cuestión advertiremos la relevancia de lo que acabamos de mostrar. Los textos mencionan "las leyes que resulten aplicables" (deliberación mayoritaria), "conforme con la Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos en los que la República sea parte" (derechos). "A tal efecto, se tendrá en cuenta la finalidad de la norma" (necesidad de argumentar a favor de la mejor interpretación posible de los diversos reclamos). "Los usos, prácticas y costumbres son vinculantes cuando las leyes o los interesados se refieren a ellos o en situaciones no regladas legalmente (consistencia semántica), siempre que no sean contrarios a derecho" (necesidad de argumentar en tensión con las otras fuentes).
En cuanto a la interpretación observamos los mismo mandatos: "La ley debe ser interpretada teniendo en cuenta sus palabras, sus finalidades, (deliberación mayoritaria) las leyes análogas, (consistencia semántica), las disposiciones que surgen de los tratados sobre derechos humanos, (los derechos) los principios y los valores jurídicos (las fuentes en general: el valor de la deliberación de los derechos y de la consistencia), de modo coherente con todo el ordenamiento (consistencia)."

Tener un Código hoy
Así este Código ya no es el Código, o al menos no es el Código de la Codificación. Es un Código de una democracia constitucional, que se sabe autoridad jurídica como fruto de la deliberación y la decisión mayoritarias pero que también recoge la autoridad de décadas de doctrina y jurisprudencia. Sin embargo acepta no ser autoridad excluyente, honra a la Constitución y al sistema internacional de derechos humanos y acepta las costumbres plurales de los individuos y de los grupos que pueblan el territorio nacional. Queda para todos nosotros la tarea de discutirlo, aplicarlo, criticarlo, enseñarlo, darle sentido, la tarea de hacer del Código la forma en que los argentinos nos tratamos y administramos nuestros conflictos. Vendrán ahora casos judiciales complejos, rutinas nuevas, discusiones doctrinarias, interrogantes respecto de la forma correcta de enseñar la práctica que permita disminuir la incerteza. Es mucho trabajo, y el desafío recién empieza.


Abogado UBA, LL.M. y J.S.D. Yale Law School.
Carlos S. Nino, Ética y Derechos Humanos, Ed. Ariel, Barcelona, 1989, (de aquí en más: EDH) p. 390; y, La constitución de la democracia deliberativa, Gedisa, Barcelona, 1997, (de aquí en más: CDD) p. 166.
Carlos S. Nino, CDD, p. 74; y, Ética y Derechos Humanos, Ed. Ariel, Barcelona, 1989, p. 174.
Carlos S. Nino, EDH, p. 109 y ss.; y CDD, p. 74.
Carlos S. Nino, EDH, p. 229, para un análisis más acabado del principio de autonomía ver cap. V; y, CDD, p. 75 - 78.
Carlos S. Nino, EDH, cap. VI y p. 340 y ss.; y, CDD, Gedisa, Barcelona, 1997, p. 78 - 80.
Carlos S. Nino, EDH, cap. VII; y, CDD, p. 80 - 82.
Carlos S. Nino, CDD, p. 203 y ss.
Carlos S. Nino, EDH, p. 387 y ss.; y, CDD, p. 166 y ss.
Carlos S. Nino, EDH, p. 387 y ss; y, CDD, p. 181.
Carlos S. Nino, CDD, p. 184. nótese que para la concepción deliberativa de la democracia la representación es un problema, a diferencia de otras concepciones para las cuales la representación constituye una ventaja como para la pluralista.
Carlos S. Nino, CDD, cap. 6.
La idea de una sola persona que cree que entiende mejor los principios de la constitución que los representantes del pueblo parece estar muy lejos del ideal deliberativo de autogobierno en el cual todos los interesados participan de la toma de decisiones colectivas. "Los jueces, particularmente aquellos de los tribunales de mayor jerarquía, como la Corte Suprema o el Tribunal Constitucional, no gozan generalmente de un origen democrático directo, dado que no son elegidos por el voto popular sino que son designados. Además, estos tribunales no están generalmente sujetos a una renovación periódica de sus mandatos, ni son responsables en forma directa ante la opinión pública…". De este modo, "…surgen dudas acerca de por qué el poder judicial, siendo un órgano aristocrático, debería tener la última palabra en determinar el alcance de los derechos individuales, dirimir los conflictos que se generan entre los poderes del gobierno e interpretar las reglas referidas al procedimiento democrático (…) Alexander Bickel llamó a este problema "la dificultad contramayoritaria"…" (ver Carlos S. Nino, CDD, p.258 y 259. Ver también Fundamentos de derecho constitucional, Astrea, Buenos Aires, 1992, p. 682 y ss).
Son excepciones debido a que si la democracia real tuviera un juego lo más cercano posible a la deliberación ideal, en general uno intentaría que las agencias contramayoritarias no intervinieran.
En Argentina, llamaríamos violaciones obvias de principios a las "violaciones de la constitución", pues los principios en general están plasmados en constituciones que los hacen explícitos, tales como el principio de igualdad (art. 16) o de autonomía (art. 19).
Este sería el caso del pueblo sudafricano, que en un momento acordó en que la constitución era inadecuada, o el de los pueblos de Europa central y del Este luego de la caída de la Unión Soviética, y en algún sentido, el de la primera Corte Suprema de nuestra democracia. Ver Martin Böhmer, La Corte de los ´80 y la Corte de los ´90. Un diálogo sobre el rule of law en Argentina, Publicación del Seminario en Latinoamérica de Teoría Constitucional y Democracia, SELA 2000, Estado de Derecho y Democracia. Un debate acerca del rule of law.
Carlos S. Nino, La Constitución de la Democracia Deliberativa, p. 51.



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