De la Afrenta de Corpes al Naturalismo. Literatura española sobre la violencia contra la mujer

September 9, 2017 | Autor: Ángeles Varela Olea | Categoría: Comparative Literature, Gender Studies, Literatura española, Estudios de género y literatura
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De la Afrenta de Corpes al Naturalismo: Literatura Española sobre la violencia contra la mujer Mª ÁNGELES VARELA OLEA

1. Introducción y primera afrenta a las mujeres Una mirada general y retrospectiva a la Literatura española nos lleva a afirmar que la violencia contra la mujer no ha sido un tema habitual; ni siquiera la más sutil violencia verbal. Durante mucho tiempo, salvo menciones episódicas, muchas veces humorísticas, lo cierto es que nuestra Literatura ha optado por mostrar otra serie de dificultades femeninas, a la par que enseñaba cómo la inteligencia y el sentimiento podían superar esos obstáculos. Sin embargo, existen obras en las que podemos recoger muestras de estos trágicos episodios; los suficientes como para deducir de ellos y de su función en el texto, la recepción literaria y, por ende, la consideración social de tales actos, amén de las circunstancias que lo propician (causa probable de dicha violencia, en dicho momento y lugar). Dada la invisibilidad social del problema, no es de extrañar su escaso reflejo en el Arte. Si bien, en estas calas que nos proponemos iniciar es absolutamente imprescindible no olvidar el contexto histórico en el que se produce, no pretendiendo juzgar a un autor y a su sociedad, por ejemplo, medievales, según los parámetros actuales. En este sentido, hay magnas obras de nuestra literatura que sorprenden mostrando una modernidad no retomada hasta siglos después. Y es interesante tener en cuenta que esa magnitud implica generaciones enteras de españoles oidores y después lectores del texto,

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primero fuente de influencia en su creación, pero sobre todo, receptores de él durante siglos en los que se va creando opinión y actitud ante la violencia contra la mujer. El nunca suficientemente ponderado Poema de mío Cid contiene un pasaje de maltrato femenino que por su trascendencia argumental y la función que desempeña, habla positivamente de los valores sobre los que se sustenta la sociedad medieval. La Afrenta de Corpes es probablemente el primer relato más o menos pormenorizado de un episodio de esta índole de nuestra tradición literaria. Y aparece como elemento caracterizador culminante de la perfidia de los Infantes de Carrión, quiénes no son de natural violento en la batalla o en su trato con otros hombres, sino que, de modo verosímil, destacan por su cobardía en la batalla. Para resaltar el contraste con el Cid y con la escena de maltrato, el Cantar Tercero se inicia con la sorprendente aparición en Valencia de un león. Se trata aquí de un episodio evidentemente inventado por el autor, que en estos episodios prefiere apartarse de los acontecimientos históricos. Ferrán y Diego González –los Infantes, quienes históricamente tampoco habían casado con hijas de don Rodrigo– quedan públicamente ridiculizados: uno escondido bajo un escaño y el otro tras una viga; despavoridos, sucios y aún más humillados por la presteza y valor con los que el Cid somete al animal, hincándose el león en el suelo sólo con verlo. La cobardía de los Infantes, su envidia y falta de honor son elementos diseminados en el relato que culminan en este episodio llevándoles a tomar la determinación de «escarnecer» a sus esposas, las hijas del Cid. Tras pasar la noche de bodas con sus mujeres en brazos, fingiéndoles amor – para mayor crueldad y humillación de las jóvenes–, las desnudan a la fuerza, las azotan y golpean con cinchas y espuelas, abandonándolas casi muertas mientras se desangran. Evidentemente, todo ello contraviene radicalmente las normas de los caballeros cristianos: la traición, el falso juramento, la deshonra de las damas y su abandono en la necesidad, que, junto a la obligación de oír misa diaria cuando sea posible y el ayuno de los vienes –en memoria de los sufrimientos de Cristo– constituyen el juramento con el que eran ordenados (Cairns, 1994: 45-7) y, por tanto, los valores esperables en la nobleza de la que tanto presumen los Infantes y que los hace considerarse superiores a ellas por sangre.

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De ahí, la alegación que hacen los Infantes durante las Cortes de Toledo tratando de exculparse, pues dicen que tenían a doña Elvira y a doña Sol «por varraganas» (v. 3276). Esta afirmación obedece al hecho de que los fueros castigaban duramente el despojar y robar la ropa de las mujeres honestas, en tanto que si se realizaba sobre mujeres deshonestas quedaba impune (Lacarra, 44). Por lo tanto, los Infantes tratan también de insultar al Cid con esta nueva afrenta. Hombres no violentos en su trato con otros hombres hacen víctimas de su fracaso social a sus mujeres, en venganza por la publicación de su inferioridad en valor y en honor. Los Infantes actúan violentamente contra las únicas personas que pueden hacerlo. Su absoluta perfidia plasma toda la iniquidad de un comportamiento diametralmente opuesto a las normas de lo cortés, la pleitesía a la dama que, por el contrario, reproduce don Rodrigo en su trato hacia su esposa doña Jimena. La literatura épico legendaria representa lógicamente valores sociales en consonancia con la ideología militar y eclesiástica. De ahí, las virtudes que caracterizan a los héroes (y por lo tanto, los defectos de sus antihéroes), y de ahí, las virtudes esperables en las mujeres del poema (honestidad, castidad, obediencia y humildad). Teniendo en cuenta, los orígenes bélicos de los poemas épicos como éste, y la función y contexto, no parece lógico reclamarle al autor unos personajes femeninos con voz propia, menos aún teniendo en cuenta la proverbial «economía» del PMC. La mujer debía al esposo subjectio y reverentia; de ahí la sumisión de doña Jimena, quien acata la autoridad de su marido como si fuera su vasallo (Lacarra, 42). Así, efectivamente, puede llamarle la atención al lector actual el gesto de doña Jimena antes de ver partir al destierro al Cid, hincándose de rodillas ante él para besarle las manos (vv. 264-265). Al ser la épica un género protagonizado por hombres, el papel de las mujeres en ella es secundario, supeditado a la configuración del masculino como héroe. Como aquí, suele limitarse al de esposa, hija o madre. Dado que el Cantar se caracteriza por la economía de estilo, incluso los personajes principales quedan descritos con pocos pero efectivos trazos, sin exposición de razones o inquietudes de una esposa, puesto que ha de recoger en gestos y palabras actitudes directas sin

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matices ni ambigüedades posibles. Además de su irrelevancia como personaje autónomo, la Jimena del cantar de gesta es un modelo de sumisión y pasividad –como coincide en señalar la crítica–. De ahí que su deseo de arrodillarse ante el Cid para besarle las manos haya sido interpretado como un gesto en el que se manifiesta la relación de vasallaje entre los esposos. Es decir, parte de la crítica ve en la sumisión femenina en el matrimonio medieval un trasunto de las relaciones de vasallaje con representaciones literarias semejantes a esta56. Por eso, insisto en que es importante matizar que a la intención sumisa de la mujer, le sigue la actitud de rechazo de ese vasallaje por parte del varón, del Cid, cuyo noble proceder, elevando a la esposa a su altura, sirve para contribuir a una nueva tonalidad de la gloria del héroe, que así representa también el ideal de esposo. Aún más notable que la pasividad de doña Jimena, es la de las hijas, doña Elvira y doña Sol, en situación tan grave como en el mudo acatamiento del matrimonio dispuesto por el Cid –a pesar de que lo estipulado legalmente, según Mª Eugenia Lacarra, era la consulta previa a su esposa e hijas. Pero es interesante señalar la gran diferencia de esta Jimena del poema épico y la que aparece en los romances, en las crónicas y en las Mocedades, un personaje femenino más trazado y con mayor protagonismo. Esta otra Jimena es más activa e incluso defiende sus derechos y demuestra más frecuentemente sus emociones. Esta Jimena es un personaje forjado probablemente como consecuencia del mayor interés por las mujeres reflejado en la poesía cortesana. Señala I. Navas que la Jimena de los romances –capaz incluso de deseos eróticos–, ha sido interpretada de modos muy dispares: para unos, es representación de la corriente misógina (Montaner) y para otros, es muestra de cómo una mujer es capaz de manipular el sistema patriarcal para sobreponerse al duelo y al deshonor (C. A. Evans) 57. 56 Insisten en ello entre otros, Mª Eugenia Lacarra, op.cit., J. Vitorio «La mujer en la épica castellana», La condición de la mujer en la Edad Media (eds. Yves-René Fonquerne y Alfonso Esteban, Madrid, Univ. Complutense y Casa de Velásquez, 1986, p. 76) y María Cruz Muriel en Antifeminismo y subestimación de la mujer en la épica castellana, Cáceres, Guadiloba, 1991, p. 222. 57 “A Woman´s Plea for Justice: Las Quejas de Jimena”, Romance Notes, The University of North Carolina at Chapell Hill, XXXVIII,1, 1997, pp. 61-70, cit. por I. Navas Ocaña en “Lecturas feministas de la épica, los romances y las crónicas medievales castellanas”, Revista de Filología Española, LXXXVIII, 2º, 2008, p.328.

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La superioridad del Cid sobre Jimena y la sumisión y silencio de sus hijas, no son realmente fruto de un discurso eclesiástico que defienda la inferioridad de la mujer 58. Son rasgos necesarios de un poema épico, a mayor gloria del héroe –superior a todos, varones y mujeres–, precisado de sintetizar en pocos versos muchos acontecimientos y de caracterizar en pocas pinceladas a sus personajes. A mi juicio, lo más significativo de la acción que se aduce como muestra del acatamiento de la esposa en el beso a sus manos, es que se trata de un gesto de vasallaje que el propio Cid pretende atajar. Así, cuando poco después se repita el deseo de la esposa de besarle las manos, el Cid prefiere abrazarla (vv. 368-369). Señala la misma crítica de antes, que en esta sociedad y en esta literatura el amor está ausente en el matrimonio, pues es «considerado una pasión pecaminosa que pervertía el orden natural»59. Según cree, en esta sociedad medieval las relaciones de los cónyuges obedecían únicamente a un tibio afecto; cuestión discutible al tener en cuenta ese desgarro con el que se nos describe el llanto de doña Jimena, que no se sabe reportar y del que el autor nos advierte que no fue nunca antes visto. Y por otra parte, al juzgar el hecho de que su esposa se hinque de rodillas ante él, hemos de tener presente que hasta el fiero león que asusta a los infantes cae de hinojos sólo con verlo. Más que una sumisión de la mujer al esposo, basándonos en el texto, y no en generalizaciones historicistas con ambiciones sociológicas que pretenden enjuiciar todo el medievo occidental, tenemos que hablar de una superioridad moral del Cid sobre el resto de personajes, que literariamente se expresa también en el plano físico para agudizar la técnica contrastiva. Fruto del mismo deseo de contrastar para enfatizar la superioridad del héroe – rasgo común a la épica de todos los tiempos y lugares–, el

58 Así lo juzga Lacarra, quien califica de machista el discurso ideológico eclesiástico porque lo considera basado en el Génesis 2, 7, 21-22 que interpreta como un relato de la creación de Adán y Eva “secuencial”; discurso que, a su entender, desestimó la creación simultánea y paritaria de Gén1, 26-27. Aunque también han corrido ríos de tinta sobre el significado de dicho pasaje, la propia autora había señalado al inicio de su trabajo que, en realidad, no hubo un único discurso eclesiástico, si bien una de las interpretaciones más extendidas era la de San Pablo, quien veía en este pasaje bíblico la primacía y superioridad del hombre, en tanto que la mujer fue creada sólo para su ayuda (Epístola a los Corintios I, 11, 7-9), y es además, más débil y lujuriosa, por lo que el marido debe dominarla, aconsejarla y guiarla (Ef. 22-24). Sobre ello, remito en este mismo libro al capítulo de Lourdes García Ureña. 59 Mª Eugenia Lacarra (1995: 41) cita como fuente de esta afirmación el libro de Duby, El caballero, la mujer y el cura (pp. 23-31).

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autor también contrapone el matrimonio del Cid al de los Infantes. Si éstos lo aceptan por intereses económicos y con objetivos maliciosos, y luego maltratan, humillan, utilizan sexualmente y abandonan atadas a sus mujeres para que mueran desangradas, el héroe ama a su esposa y la eleva constantemente a su altura. Así, arrodillada, la eleva al abrazo, y tras la separación del destierro, comparte con ella su éxito y la contemplación de Valencia. Antes de la separación, el Cid se inclina a coger y levantar a las hijas hasta el corazón –se nos dice– por lo mucho que las quiere. El poeta no parece tener interés en mostrar esa tibieza de afectos de la que se le acusaba: De su esposa, dice el héroe quererla «como a mi propia alma» (vv. 275-280). La imagen de la unidad matrimonial, en contraste con el destierro que los separa –para subrayar su injusticia–, se ve en ese «juntos» con el que actúan, por ejemplo, al asistir a misa, y sobre todo, en la gráfica y repetida imagen con la que se habla de la separación de los esposos como el «descarnarse de la uña». Por no extender más esta idea que creo suficientemente justificada con lo dicho hasta ahora, únicamente recordemos el dolor del héroe que al despedirse ruega a Dios y a santa María volver con suficiente fortuna y tiempo de vida para que, dice dirigiéndose a doña Jimena, «vos […] de mí seáis servida» (vv. 283-284). El héroe, superior a todos, se rinde por amor a la dama a quien pretende servir el resto de su vida. Se trata de la conocida pleitesía a la dama que viene a contrarrestar esa sumisión en las mujeres que el feminismo observa y que, como vemos, es imprescindible contextualizar. A través del análisis de la función que desempeña el pasaje en el que se relata el acto de violencia contra las mujeres, así como del estilo con que se narra, podemos inferir la intención del autor y la recepción social que espera, y, por añadidura, el valor social que tenía en dicha sociedad ese tipo de comportamiento. Algo también observable a posteriori.

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2. El maltratador como antihéroe y la situación social de su víctima en la literatura de los siglos de Oro La novela y teatro del siglo de Oro recogen con frecuencia un tipo de personaje femenino en situación dramática: en Cervantes o Lope aparece la mujer que, muchas veces travestida de hombre, busca al causante de su deshonra para exigirle la reparación a través del matrimonio. Apenas se nos explica la naturaleza de esa deshonra, fruto de la violencia o de la seducción y el engaño. En cualquier caso, el juicio social de la situación suele condenar a estas mujeres de por vida, inutilizándolas para el matrimonio honrado, pues ya no son atractivas como esposas, incluso aunque hayan sido víctimas totalmente inocentes. La mujer violada trae a su casa la deshonra, puesto que el honor familiar descansa en la castidad de las hijas, hasta que éstas pasan a estar bajo la custodia del marido. Nuevamente, el abuso masculino se convierte en un rasgo literariamente caracterizador de la maldad del antihéroe; insuperable muestra de su crueldad, pero no sólo porque hace víctimas a las mujeres, sino porque afecta también a su familia de procedencia –al hogar paterno– o de destino –su futuro marido–. La rebelión de Fuenteovejuna contra su Comendador quedará plenamente justificada por los muchos abusos de su gobierno y mandato, que llega a la más absoluta infamia por el hecho de que las mozas que se fían de él quedan «descalabradas», y aquellas que le desdeñan, provocan su deseo de forzarlas (Primer acto). En el segundo acto, se relatan las muchas infamias del Comendador, cómo Laurencia es librada en el último momento por Frondoso, a quien ahora el Comendador persigue para colgarlo por los pies, o cómo Jacinta huye temerosa porque los criados de éste la persiguen para obligarla a ir con él. El Comendador es un bárbaro homicida que «a todos quita el honor», pues forzando a las mujeres, está robándoselas a sus padres y a su futuro esposo, como explica Mengo (Acto Segundo). En el tercer acto, y antes de su noche de bodas, Laurencia es secuestrada y llevada ante el Comendador. Regresa golpeada y ensangrentada, y convence a los hombres de Fuente Ovejuna de que han de detener al tirano. Este hecho propicia el asesinato del tirano, planteando Lope de Vega, así, la posible justificación del tiranicidio y la necesidad del pueblo de tomarse la justicia por su mano. Fuente Ovejuna entera es la responsable del crimen. 74

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A pesar de la impresión inicial de que el acontecimiento desencadenante del tiranicidio ha sido la violación de Laurencia, es significativo señalar que el marido, Frondoso, en su discurso final ante los monarcas, explica que su esposa “se supo guardar”; hecho narrativamente innecesario, pero socialmente muy elocuente, dado que la hace digna de ser su esposa. Lope de Vega prefiere no tocar el grave problema que habría supuesto que la joven perdiera su virginidad en la violación, condenándola socialmente. Este problema es solo uno más de los numerosos que afectaban a las mujeres del siglo XVII y que aparecen en la obra de Zayas, si bien, lo hace sin la envergadura que alcanzaba entre cristianos, pues lo trata en el personaje de una mora. María de Zayas –admiradora del Príncipe del Parnaso, a quien cita (Desengaño séptimo, Mal presagio casar lejos)– plantea el tema que Lope había preferido no desarrollar: La pérdida del honor de una mujer inocente a causa de la perfidia masculina, la situación de la mujer violada que tiene que restaurar su honor a toda costa, a través de la venganza o incluso del aberrante matrimonio con el violador. Zayas lamenta además la debilidad física de las mujeres, incapaces de librarse de agravios como éste y cómo la educación que reciben no las prepara para enfrentarse a los abusos masculinos («¡Ah flaqueza femenil, con enseñarlas primero a hacer vainicas que a jugar las armas!»). Aunque Zelima resiste el ataque de don Manuel durante media hora, luego se desmaya y resulta perdida y agraviada, por lo que su primera intención será matarlo. Zayas refleja cómo dicho concepto social del honor hace que las mujeres no sean libres, sino que, como expresa el título de este Desengaño, sean esclavas (Desengaño primero, La esclava de su amante). Tras las varias peripecias argumentales por las que varios personajes, mueren, matan o se suicidan, Zelima decide que su destino es ser siempre esclava herrada, pues ya lo era en el alma. El caso de María de Zayas (1590-?) es prácticamente único. Sorprende enormemente la capacidad y modernidad de una escritora que, siendo mujer, lo fue también culta, y no siendo monja, fue escritora, y no sólo logró publicar, sino que sus Novelas amorosas y ejemplares (1637) y sus Desengaños amorosos (1647) incluso tuvieron éxito.

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Lo cierto es que los últimos esfuerzos de la crítica especializada en este siglo XVII han rescatado las aportaciones literarias no sólo de Zayas sino de otras mujeres como Ana Caro, Feliciana Enríquez de Guzmán, Leonor de la Cueva y Silva o Ángela de Acevedo, a los que hay que sumar la conocida obra de santa Teresa o de sor Juana Inés de la Cruz. Habría que replantearse cómo fueron realmente las circunstancias que permitieron la existencia de una literatura escrita por mujeres, dado que su contexto ha sido reiteradamente descrito de manera simplista como asfixiante para cualquier mujer. Probablemente, el convento fue un reducto buscado por mujeres cultas y religiosas, dado que, desde éste, podían además dedicarse a una literatura propensa al didactismo. Pero en ocasiones, nos encontramos también autoras no consagradas que optan por el género cómico, pues dicho género permite personajes femeninos en situaciones y conflictos más permisivos de lo que permite el tono grave del drama (Ferrer, 1-2 y Oleza, 235-250). En estos casos, la castidad y el honor, el amor y el matrimonio, y la amistad, ahora entre mujeres, son temas centrales de sus obras, pero desde la óptica reinterpretativa de la mujer y con un claro objetivo didáctico que, además, suele condenar la violencia como solución a los conflictos de honor (Ferrer, 4). Zayas es autora de La traición en la amistad que toca nuevamente el tema de la solidaridad entre las mujeres ante una sociedad que pone trabas a su felicidad, lo que las feministas de la diferencia llaman enfáticamente, sororidad. La popularidad de los textos y la materia que aborda Zayas, así como el hecho de que una década después de la publicación de sus primeros relatos volviese a ellos con una conciencia aún mayor de la misión social y didáctica que ejercía, están claramente mostrando que debía de haber más resquicios de libertad para las mujeres de los que imaginamos y, en cualquier caso, pensando no sólo en lo atípico de la autoría femenina sino en el fenómeno lector, la popularidad de los textos nos evidencia un público –femenino o masculino– que admite y solicita los contenidos y reivindicaciones de Zayas. No hay que excusar en el contexto del s. XVII la afirmación de que la escritora corresponde a una etapa temprana de la conciencia feminista. La defensa de las capacidades de la mujer, la crítica a la misoginia, el retrato nada positivo de los maridos y su papel social, las costumbres y modos de los hombres en su trato, lo que hoy llaman androcentrismo;

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todo ello constituye claramente un alegato a favor de la mujer. Más bien, y aunque a las lectoras feministas del feminismo actual prefieran no mencionarlo, Zayas llega claramente al extremo opuesto y se muestra andrófoba: no sólo los maridos son infieles, mentirosos, embaucadores, retorcidos, torturadores o asesinos, sino que muchas veces también es así el padre o el amigo confidente. Leemos en los Desengaños que «no hay que fiar en hermanos ni marido, que todos son hombres» (Zayas, 288). La joven violada que busca amparo en un amigo, recibe de éste como castigo la tortura y humillación de ser azotada desnuda. Y ciertos textos exponen otras cuestiones de la mentalidad de la escritora que, a veces, no conviene recordar por ir en contra de las reivindicaciones asociadas a esa tercera ola del feminismo actual – deconstructivo, de género y relativista–: El marido absolutamente malvado a quien la esposa sorprende siéndole infiel con un lacayo –como muestra de la mayor de las iniquidades–, el retrato de la perfidia masculina, acentuada si el esposo es extranjero60, y la única tabla de salvación de las mujeres en la religiosidad, el convento como meta y liberación. La mujer es únicamente libre entre otras mujeres, lejos de la presencia y mandato masculinos y el único amor verdadero es el que se profesa a Dios. Los relatos no contemplan soluciones atemperadas ni situaciones no extremas. La perversidad masculina carece de justificación y es llevada al límite violento contra la mujer. No se maltrata a la mala esposa, sino que el marido perverso deseoso de maltrato busca en el comportamiento de su mujer una excusa para golpear, humillar o matar, llegando incluso a inventar una infidelidad que lo justifique a ojos de la sociedad. Y no sólo maltrata, sino que lo hace alevosamente, recreándose lentamente en el dolor que infringe. Y ante tal situación, puede que la mujer no encuentre la protección masculina ni siquiera de padres, tíos o amigos (Desengaño sexto, Amar sólo por vencer). Zayas lo expone por boca de sus personajes: «Que los hombres siempre llevan la mira a engañar a las mujeres». (Desengaño octavo) Ahora bien, no perdamos de vista que en virtud de una intención moralizadora, lección pocas veces antes oída o leída, Zayas no pretende la transcripción literaria realista. Como dice Lisis: «Me he propuesto

60 Zayas no hace crítica de lo extranjero. Quizás no es tanto xenobofia como miedo a lo desconocido, al matrimonio con un alguien de costumbres extrañas .

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desengañar a las damas y persuadir a los caballeros para que no las engañen» (Desengaño décimo). Advertíamos antes, al hablar del teatro, que la comedia permitía a las escritoras plantear situaciones impensables en el tono grave de la tragedia. Del mismo modo, en estos relatos, la acumulación y exageración llegan casi al expresionismo y, no tratando en tono liviano o humorístico la violencia ejercida contra las mujeres, la autora refleja la situación hiperbólicamente –recurso de ciertos pasajes de la picaresca–, y con evidente propensión al enredo argumental, –como es propio de la comedia o de la novela corta61. Sólo cuatro de los diez relatos de los Desengaños presentan algún personaje femenino que sobrevive a los abusos masculinos, aunque mueran otras mujeres secundarias de los mismos. Tras los diez desengaños relatados, sabemos que la mayoría de las mujeres supervivientes –Doña Isabel y su madre, Estefanía y Laura– toman el hábito, y Lisis es la única que queda seglar; pero leemos que éste «no es trágico fin, sino el más felice que se pudo dar». No creo que exista otra colección de novelas que contenga tantas historias y tan dramáticas de violencia contra las mujeres. En total, más de una treintena son asesinadas por hombres, y únicamente sobreviven estas cinco; casi todas buscan en el convento su refugio, lejos de los hombres y entre otras mujeres. La vindicación de Zayas se sirve de las descripciones para causar un mayor impacto (Wollendorf, 2005). Así, se presenta la hermosura e inocencia de las mujeres en contraste con la perfidia masculina, el enclaustramiento doméstico de ellas y la libertad de ellos, su imposibilidad de felicidad y afecto en contraste con las posibilidades de placer masculinas, la cosificación y relación de pertenencia de las mujeres hacia sus maridos y la dominación absoluta y socialmente reconocida de los esposos, el detenimiento regocijado del torturador en la violencia y el martirio de su víctima: Violaciones, asesinatos de esposas ahorcadas con sus propios cabellos, emparedamientos, esposas que son lentamente desangradas; la crueldad de los crímenes, el detenimiento descriptivo y la capacidad imaginativa de los hombres para crear formas de tortura, ponen énfasis en la victimización de las

61 Sobre el género y las deudas literarias de la obra de Zayas, A. Yllera sintetiza las discusiones críticas y opina que funde las tradiciones didáctico-gestuales del Medioevo con el impulso imaginativo de la fiesta y con la función socio-intelectual de la reunión en que se produce la literatura oral. De ahí la pluralidad de estilos y voces que cree próxima a la «carnavalización literaria» de Bajtin (Yllera, 21).

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mujeres. Así, la noche tercera, ante una reunión de caballeros nobles e ilustres, ellas, las mujeres que van a seguir relatando estos desengaños amorosos, salen hermosa y castamente aderezadas en raso blanco, con botones de diamantes, perlas en los cabellos, azucenas de diamantes y esmeraldas en la cabeza. La imagen trasciende a lo simbólico. Semejantes a diosas mitológicas, su aspecto exterioriza la pureza de las mujeres. Según exponen, pretenden mostrar a los hombres que han de estimarlas y honrarlas, pues «ni es caballero, ni honrado, ni noble el que dice mal de las mujeres» (Desengaño décimo). Expone Lisis: si una “triste vidilla tiene tantos enemigos y el mayor de todos es el marido», lo mejor es no entrar en lid y huir al convento, ya que, como leíamos en la introducción, el único amor verdadero es el profesado a Dios. No obstante, el caso de estos relatos es sumamente atípico. El tradicional principio del decorum ha dificultado la filiación entre un asunto grave y criticable, tratado seriamente, y una clase social alta, cuyo modo de vivir raramente se veía enjuiciado. La sátira picaresca predispone a la observación de la realidad, pero ese humor suaviza la crítica del retrato costumbrista. En la novela cortesana de Zayas prima el contenido moralizador, pero mantiene el tono festivo de la literatura oral. Las aproximaciones al tema de la violencia contra las mujeres lo han sido generalmente también en textos con preferencia por las clases marginales. Y en este sentido, conviene apuntar un género que, sin adentrarse en el tema, muestra una hostilidad social hacia la mujer que facilita, encubre o da por sentada una violencia verbal, un acoso psicológico y un probable maltrato físico. Sería interesante delimitar en qué medida la novela picaresca insinúa más que dice. Niños, mendigos, pobres o mujeres son víctimas de la crueldad social por ser los seres más vulnerables en quienes ejercer una dominación. No obstante, en la picaresca masculina en que ese humor español menciona el maltrato al socialmente inferior, no suele haber espacio para las diatribas –salvo señaladas excepciones–, sino para el estoicismo, algunos dirían que el nihilismo o, más bien, la pura externalidad jocosa. Deudora del género celestinesco, en el mismo s. XVII se publican una serie de novelas picarescas de protagonista femenino como La pícara Justina, La niña de los embustes, La lozana andaluza o Las harpías en Madrid, donde dicha mixtura de géneros presta espacio, tema y tipos

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a un mundo de arrabal lupanario en que las mujeres ya no son las víctimas sino las embaucadoras, las opresoras de los hombres al hacer de su explotación sexual no ya un castigo social, sino un instrumento de dominación. En estos mundos de la marginalidad, de la delincuencia y prostitución, tampoco hallaremos digresiones severas que quiebren el tono festivo general de unos textos en los que más que hombres opresores y mujeres víctimas –como dicen quienes denuncian una superestructura androcéntrica–, hallamos seres humanos complejos y no monolíticos, capaces del matiz, de la santidad y del pecado, y del gris, en lugar del blanco o el negro. Sin duda, el modo de vivir de sus protagonistas propicia una hostilidad y violencia dignas de mayor detenimiento del que este breve recorrido se propone hacer. A través del tono jocoso se cuela en el imaginario colectivo un tipo de mujer nuevo, a veces independiente, como la lozana de Delicado –absolutamente libre en su comportamiento amoral–, mujeres capaces de dominar al hombre, no sólo por su capacidad y hasta superioridad intelectual, sino por ser capaces de usar las debilidades masculinas para someterlos. Se trata de un género heredero también de la literatura burlesca y de los recursos bufonescos (Pérez-Venzala, 1999), lo que nos lleva nuevamente a vincular el problema de la escasez de denuncias de violencia contra la mujer a las modas literarias y a las posibilidades que género y tono le permiten al escritor. La literatura, reflejo de la sociedad, nos presenta una crueldad en la que el androcentrismo es solo una de sus manifestaciones, pero no la más infranqueable: el ser humano en inferioridad de condiciones para la supervivencia y en posición vulnerable, o engulle o es engullido (o sencillamente, busca medios con los que ser feliz sin procurar la infelicidad ajena, si bien esto último es literariamente improductivo). Lazarillos, mendigos errantes o mujeres sin familia, aprenden a sobrevivir; unos caen en tentaciones y otros no. Pero lo fundamental es que la causa de sus desdichas es la inferioridad social más que su condición sexual, pues desde esa re-visión propuesta por la denuncia de androcentrismo, el sexo puede prestar armas a la mujer adulta de las que carecen niños o mendigos.

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El respeto a la intimidad y el escaso interés de nuestras letras por lo acaecido en la domus explican en parte la exigüidad de episodios de violencia contra la mujer. Por otra parte, se trata del mismo fenómeno de invisibilidad social de la violencia doméstica que encubrió esta lacra durante mucho tiempo. La edad contemporánea, la Ilustración y el racionalismo dieron pie a encendidos debates sobre las capacidades femeninas, pero las mujeres quedaron excluidas de dicho proceso (Amorós: 1990). Hombres y también mujeres ilustradas, generalmente con un estatus social elevado, como Josefa Amar y Borbón o Josefa Jovellanos, defienden las aptitudes femeninas y su participación social, reclamando a la vez la mejora de su instrucción. Pero no nos consta la existencia de textos literarios españoles que se centren en el drama de las mujeres víctimas de sus maridos, novios o pretendientes. Modos y modas literarias impiden abordar la cuestión con la severidad requerida. Por tanto, y aunque con excepciones, maltrato y violencia se asocian a marginalidad, a arrabal, a falta de instrucción, a delincuencia hampesca y no de altos vuelos políticos, a individuos socialmente inferiores lejos de las normas de cortesía socialmente definidoras de las clases dominantes. Este hecho literario es testimonio de una creencia extendida hasta nuestros días. Sin embargo, los expertos actuales insisten en que esta lacra social no hace distinciones de clase y las víctimas tienen un perfil heterogéneo que afecta a personas de cualquier nivel social o económico.

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3. El progresivo interés literario por la marginación y la paralela reaparición del tema durante el siglo XIX El siglo XIX español será una centuria marcada por convulsos cambios políticos y sociales. En la primera mitad del siglo, la continuidad del neoclasicismo y la innovación romántica tampoco parecen los contextos más adecuados para la cuestión: no hay mayor acercamiento que una vaga solidaridad con el marginado, en el caso de los escritores más sociales. Como estamos viendo, la limitada presencia de episodios de violencia contra la mujer en la literatura española obedece a diversos motivos, entre los que ya hemos destacado el hecho de que suele desarrollarse en el ámbito doméstico, en la privacidad; cuestión por la que la sociedad, y los propios escritores no debían de ser demasiado conscientes de su existencia. Al problema de la invisibilidad de la violencia contra la mujer se une el error de considerarla un asunto privado, y, como consecuencia, se desconoce la magnitud real que tuvo en aquellos momentos. Pero esa invisibilidad no implica que no sucediese, sino que no se conocía. La violencia en general estaba ––y está– asociada a la incultura. Por ello, esta forma de manifestarla se sobreentendía que era inexistente entre las clases cultas y adineradas, puesto que, además, para bien o para mal, era especialmente importante cuidar la delicadeza en el trato hacia las mujeres. La noción de indefensión femenina o su concepción de que era el sexo débil agudizan el dictamen social en contra de quien agrede a una mujer. Más allá de los probables testimonios de este tipo de violencia en los folletines decimonónicos, este género, junto al costumbrista (ya que la novela histórica no era campo propicio para dicho asunto) obstaculizaron o promovieron gustos, antesala de la novela realista. En ella, escribió Fernán Caballero, el escritor no inventa, copia de la realidad. Precisamente, su novela La Gaviota (1849) refleja un interés por el modo de vivir español y por todas sus clases sociales, oscilando aún entre novela y cuadro costumbrista. La protagonista es hija de un pescador, a pesar de lo cual, y gracias al amor de su marido y a su talentosa voz, consigue introducirse en los salones aristocráticos. Pero su carácter

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salvaje, marca decisivamente su trayectoria. Al final de la novela, la vemos desgastada y afeada, ya sin voz ni talento, pobremente ataviada y casada con un barbero sin talentos. Se reconoce en ella el maridaje entre incultura y salvajismo ––de ahí su sobrenombre. La Gaviota actúa con violencia, pega a su hijo por llorar, e insulta y amenaza físicamente a su diminuto marido, quien, cómicamente, huye de ella corriendo. La novela realista recurre con frecuencia a los personajes femeninos para protagonizar sus relatos. De ahí que también se reflejen los muy diversos modos de violencia física o psicológica, social o individual contra las mujeres. En una sociedad que proporciona pocas opciones vitales para las mujeres, la libertad de éstas queda coartada u obstaculizada. Así, al convertirse la realidad contemporánea y la sociedad presente en la prioridad de esta literatura, el escritor abre la puerta al reflejo de episodios violentos en los que la víctima es la mujer. De hecho, una de las novelas clave de este siglo, La Regenta (1884-5), refleja una variante de violencia psicológica: la humillación intensa y continuada de la que su protagonista acaba por ser víctima. A la par que Clarín refleja esa corporeidad y fisicidad de Ana Ozores, impensable en épocas pasadas, se detiene también a captar la silenciosa confabulación denigratoria de Vetusta. Es este un fenómeno lleno de violencia sutil en el que se manifiesta la participación de toda una sociedad de provincias en la caída de esta mujer, su hostilidad y envidioso deseo de humillar social y moralmente a quien se considera superior. Así, la inicial contemplación de Vetusta, desde el campanario y a través del telescopio-cañón del Magistral, tiene su apoteósico final en la caída al suelo de la protagonista, en su desmayo en el templo ante la soledad, abandono y hostilidad total que se sintetiza en el humillante y viscoso beso del rijoso Celedonio, cuando ella yace inconsciente. Los medios de vida de una mujer sin patrimonio familiar son escasos, y el juicio social puede ser inapelable. Pero sólo por este hecho ––dramático y condicionante– sería excesivo hablar de violencia contra la mujer tal y como se plantea en la sociedad actual, ejercida por un varón con quien la víctima ha mantenido una relación afectiva. Así por ejemplo, en la Marianela (1878) de Galdós reconocemos cómo la pobreza engendra situaciones especialmente duras para las 83

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mujeres y los niños, cómo la infancia privada de afecto es un lastre que se arrastra en la madurez y cómo la sociedad arrumba y maltrata a quienes además de ser mujeres, carecen de patrimonio y de familia. Galdós consideraba a Pereda «baluarte» de nuestro realismo. Así lo declaró en su discurso de ingreso a la RAE, pues su regionalismo, su observación de Santander y su detallada descripción de las distintas gentes y clases, le parece que lo convierten en uno de los primeros realistas, capaz de transcribir fielmente la verdad de estas gentes. El propio Pereda escribió en reiteradas ocasiones cuál fue su propósito al escribir Sotileza (1885). Ante la acusación de haberse servido de procedimientos artísticos extranjeros, escribe que esos toques que pudieran parecer de escuela naturalista «no son otra cosa que el jugo y la pimienta del guisado; lo que da el estudio del natural, no lo que se toma de procedimientos de nadie; lo que pide la verdad, dentro de los límites del arte [...]» (Montesinos, 154). Nos interesan dichas afirmaciones, no ya por ser consecuencia de la polémica naturalista, sino por el hecho de que la novela se inspira y pretende la mayor de las veracidades. Como cuenta Montesinos, hay en Sotileza mucha documentación para trazar este gran cuadro de la vida marítima santanderina, más que en ninguna otra obra perediana. La novela relata la historia de la huérfana así apodada, quien vive una infancia rodeada de violencia. Sotileza refleja cómo ese ambiente hostil envuelve y hasta puede arrastrar a quienes por naturaleza no parecen inclinados a ella. Al morir el padre de Silda («Sotileza»), la avaricia de Mocejón y su familia les lleva a acoger en su casa a la niña, quien no sólo vive pobremente, sino que además es vilipendiada por todos hasta que huye de allí. En un ambiente de brutalidad y suciedad, dice el narrador que ella «era como la señorita de aquella sociedad de salvajes» (Pereda, 33). Curiosamente, Silda siente inclinación por el más desarrapado y bruto de los muchachos entre quienes crece. A los consejos de la niña, Muergo responde riéndose de ella, con una patada o un tronchazo. «¡Y la preferencia continuaba, por parte de Silda! ¿Por qué razón? Vaya usted a saberlo. Acaso la fuerza del contraste; la misma monstruosidad de Muergo; un inconsciente afán, hijo de la vanidad humana, de domar y tener sumiso lo que parece indómito y rebelde, y de embellecer lo que 84

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es horrible; hacer con Muergo lo que algunas mujeres, de las llamadas elegantes en el mundo, hacen con ciertos perros lanudos y muy feos: complacerse en verlos tendidos a sus pies, gruñendo de cariño, muy limpios y peinados, precisamente porque son horribles y asquerosos y no debieran estar allí». (Pereda, 33)

Resulta interesante el tímido análisis perediano de la preferencia de la niña por quien ejerce violencia con ella. Incapaz de entender la reiterada afición de Silda por quien la maltrata, Pereda, a través de su narrador, consigna como notario de la realidad el hecho, y muestra su propia extrañeza. Más adelante, el narrador juzga su inclinación hacia el sucio y desagradecido muchacho como el deseo de la delicada niña de someterlo a la disciplina y al aseo. Como las mujeres de la casa en que vive la pegan, Silda huye con Mechelín y tía Sidora, dulce matrimonio sin hijos que apoda Sotileza a la joven, por la sutilidad de sus encantos. Naturalmente bondadosa, el narrador relata su generoso perdón hacia quien la golpea, pero también su lógica «esquivez de carácter». Así, la joven queda incapacitada para el enamoramiento, sentenciándose su «desamorada condición»62. La misma familia que inicialmente la acogió por avaricia, será nuevamente quien demuestre su violento comportamiento con la inocente joven. Un día en que la joven limpiaba el portal, Cleto le propinó una brutal patada. Cuando aún intentaba levantarse del suelo, llegó Mocejón, el padre de Cleto, también cargado aparejos y redes, y le dio otro puntapié que la lanzó contra el peldaño de la escalera: «Silda no dio un grito ni lanzó un solo quejido, aunque después de llevarse las manos a la cara, se las vio teñidas en sangre. Alzóse del suelo muy serenamente y se volvió a la bodega, donde estaba tía Sidora, que nada había visto ni oído. – Me desborregué –dijo al entrar–, y me caí contra el escalerón».

62 Así alude Montesinos a la tibieza de afectos del personaje, y aunque el crítico no menciona el problema de la violencia en la novela, ni cómo se fragua esa discapacidad amorosa de la protagonista, sí se hace eco de su modo de sentir afecto, y que finalmente acepta el matrimonio sencillamente, porque hay que casarse (Montesinos, p. 174.)

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El personaje femenino es de una coherencia y realismo magníficos. Pereda refleja tempranamente la sumisión de la mujer que crece entre agresiones, cómo aprende a sobrevivir silenciando los golpes que recibe por temor a las represalias, y cómo su carácter se endurece, impidiéndole las muestras de afecto, aunque sin doblegar su bondad natural. Así, dice el narrador, Silda explicó lo que le había sucedido «quizá por horror a otros [sucesos] más graves de la misma procedencia». (Pereda, 85). La joven temía a Mocejón, pero no esperaba de Cleto ese comportamiento, pues no lo considera malo. Su juicio sobre la «bondad» de Cleto se basa –según reflejan los pensamientos de la joven transcritos en la novela– en que nunca la había pegado con anterioridad, si bien, se dice a sí misma, es cierto que tampoco la defendió mientras vivió en su casa y los demás lo hicieron. Cleto actúa con violencia como respuesta a lo que ha aprendido de su familia y a pesar de sentir aprecio por Silda63. Por eso, su golpe es el que más duele a la joven, pero aun así, actúa después generosamente con él, como si no hubiese sucedido nunca: Dado que nadie se ocupa de él en esa casa, ella se ofrecerá a coserle un botón. Pero la novela refleja además otro tipo de violencia específica contra las mujeres, cuando surge el tema de la honra y cómo afecta en la vida de Silda la invención de sus relaciones con un hombre por interés económico. Entonces, Cleto saldrá en su defensa, enfrentándose a su familia por ser ellos quienes la han calumniado, y, no pudiendo pegar a sus propios padres, arremeterá contra su hermana, a quien da «la tunda más soberana que había llevado en todos los días de su vida». (Pereda, cap. XIV) La violencia familiar en que Cleto crece lo educa en el mismo comportamiento violento, pero, finalmente, el trato y ejemplo de Silda64 lo transforman en un hombre bueno, enamorado,

63 «Cierto que no le había puesto en ocasión de ello, y que harto tenía que hacer el muchacho con la guerra en que vivía con su hermana, y que ni por casualidad la amparó con sus fuerzas para librarla, una vez siquiera, de las infinitas agresiones de aquellas mujeres tan infernales. Pero, así y todo, Cleto no era malo, de la maldad de toda su casta. Cleto era muy bruto, muy seco, nada más que muy bruto y muy seco; y ella no le ofendía en nada, ni se metía con él cuando él la tumbó de un puntapié. Y he aquí por qué sintió ella el puntapié de Cleto más que todos los martirios que la habían hecho sufrir las mujeres de su casa y el animal de Mocejón». (Ibíd., Cap. XI) 64 «Fui entrando en esta casa… porque no se pué parar en la mía», le dice el enamorado Cleto a Silda. «¡Aquello no es casa, ni aquéllas son mujeres, ni aquel hombre es hombre! Pos güeno; yo no sabía de cosa mejor que ello... ¿Te acuerdas? ¡Paño! ¡Si vieras lo que ese golpe me ha dolío a mí dimpués, acá!...»

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trabajador y honrado. Montesinos aprecia lo muy real de la novela, dadas las circunstancias españolas, y, sin embargo, lo poco atractivo del tema para un naturalista65. Literariamente, el autor está preparando el camino a la comprensión del final de la obra, reflejando la necesidad humana de acostumbrarse a sobrevivir en condiciones hostiles, y cómo el desconocimiento de otras realidades menos duras llevan al ser humano a la incapacidad de concebir la propia existencia al margen del sufrimiento y de la violencia. Pereda refleja cómo la coacción, el acatamiento de la voluntad ajena y la renuncia a la propia, pueden llegar a convertirse en el único medio para alcanzar la paz, y cómo ésta puede ser el bien más deseado para una mujer siempre acechada por la barbarie. El final realista no puede ser otro: atenerse a lo que habitualmente sucede a una joven sentimentalmente discapacitada a fuerza de golpes y atrapada en esa realidad rural: Desvanecidas las ilusiones amorosas de Silda, acepta sin emoción el matrimonio con Cleto, por ser conveniente para todos, aceptando que una cruz no pesa, «si hay buena voluntad para llevarla». En los varios relatos de Tipos y costumbres, Pereda se detiene a contemplar la ciudad, quienes la pasean y su modo de actuar. Reflexiona con cierta magnanimidad sobre las notas esenciales del carácter de sus paisanos, y juzga infundada la fama de disputadores de los santanderinos. En «Pasa-Calle», líneas antes de hacer referencia a una pelea conyugal, nos proporciona una peculiar estadística, más literaria que científica, concluyendo que «De mil pendencias entre ellos, en noventa suenan bofetadas y en diez sale la navaja a relucir. De éstas, en cinco se envaina el arma sin haberla usado; en cuatro se hace sangre con ella, y en una se hiere de gravedad; y cuando el juzgado se presenta a recoger lo que queda sobre el campo, resulta casi siempre que el agresor es forastero». De todas formas, ha de tenerse en cuenta que éste no es el tema central del texto y Pereda no tiene intención de analizar lo que llama aquí «encuesta»; su juicio se basa meramente en una apreciación personal.

65 En este sentido, son acertadísimas las apreciaciones de Montesinos respecto al realismo no naturalista de Pereda: “El mejor ejemplo que de todo ello encontramos es el de la voraz pasión de Cleto, tan dominada siempre, siempre orientada hacia la legítima coyunda que santificará la Iglesia, y siempre muy parca en sus manifestaciones, y siempre vergonzosa. Todo esto es tan real, dadas las circunstancias españolas, como poco naturalista. El naturalista, reconociéndolo real, lo hubiera evitado como tema novelesco. Le hubiera parecido un tema de idilio”. (op. cit., p. 172).

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Tras esta observación, recoge una disputa conyugal y el escándalo público que provocan sus protagonistas al lanzarse objetos a la calle. En el contexto de la obra, el acto es una pequeña «anécdota», pero su plasmación proporciona un cierto sentido de habitualidad, de acontecimiento que, sin gran trascendencia, no es infrecuente ni extraño para el viandante. El marido que daña la propiedad, insulta y agrede a su mujer es juzgado socialmente con magnanimidad: es un desgraciado, bueno pero alcohólico y que pega a su mujer a pesar de quererla. Como en la misma realidad, el alcohol aparece asociado al acto de violencia, aunque no queda claro si las agresiones se producen cuando su mujer le prohíbe beber, cuando está borracho o cuando ambas circunstancias se unen. Así lo explica una mujer al narrador perediano, al oír los gritos y ver arrojar los muebles por la ventana: «–¡Ay, señor!, ¿qué tiene que pasar? Ese venturao, que es de suyo un enfelizote y güeno como el pan; pero es dao a la mosolina, y en cuanto se prohibe, se le tristorna el cerebro y no se puede con él. A la probe mujer la pegao endenantes una soba que la doblao; y ahora, porque no asube, la echao la cama por la ventana. Pos el otro día, porque no quería la enfeliz sobir a cenar goliéndose una paliza, dijo él que la iba a abajar la cena; y tan aina lo dijo, despenzó a tirar por la ventana toos los cacharros de la cocina. Y mire usté, señor, ¡quién lo pensara cuando una los vio, como quien dice, ayer, como los vi el día que se casaron los esgraciaos, triscar y bailar, lo mesmo que éstos que está usté viendo ahora a la vera nuestra!»66.

Pero esta escena es, como decía, un incidente más en una extensa observación. Y si bien, su reflejo literario es en sí mismo interesante, hay una trivialización del acto. Lejos del escándalo o la diatriba, de la intervención o toma de conciencia, al final del relato, el narrador afirma que si en las costumbres de sus paisanos «hay mucho que reprender entre algo que aplaudir, hay, en cambio, muy poco que castigar» (Pereda, 1871: 499). Es de suponer que dichas peleas no acabasen del más dramático de los modos, con la muerte de la mujer, y queda claro que se observa no tanto como hecho aislado, pero si como un problema que ha de resolverse en el ámbito privado y familiar. Sin ánimo de hacer un recuento exhaustivo de escenas semejantes a ésta, he de destacar la percepción que de ellas tiene una mujer y cómo

66 Obras de don J. M. de Pereda, “Pasa-Calle”, Madrid, Imprenta de T. Fontanet, 1871, p.496.

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introduce otros temas asociados al fenómeno del maltrato a la mujer. En la obra de doña Emilia Pardo Bazán persiste la lógica asociación entre violencia e incultura y, por tanto, clase social inferior. Sin embargo, también recoge cómo esta violencia puede ser consecuencia del desastroso modo en que su sociedad concierta los matrimonios en clases más elevadas, cómo muchos hombres lo utilizan para mejorar su posición y cómo las mujeres los aceptan frívolamente, condenándose a la infelicidad y, en casos como el del matrimonio de Un viaje de novios (1881), a una vida absolutamente contraria a los propios deseos y necesidades, carente de afectos y propicia a los abusos del marido. Lucía es una joven inexperta cuyo aspecto y modo de actuar se describe reiteradamente como el «de niña de colegio». En cambio, Miranda es un hombre mayor para ella, apurado económicamente, cínico experimentado y hasta secretamente enfermo. Como tantos otros personajes masculinos de la novela realista, ha planeado su matrimonio para paliar esta situación económica. Al creer al pretendiente solvente, el padre de la joven le consulta su parecer respecto a las intenciones matrimoniales de Miranda, y ella acepta casarse sin estar enamorada, interpretando erróneamente como requisito único –y no complementario al amor, –el consejo de su confesor de que «para ser buenos casados lo que es preciso es la gracia de Dios… y paciencia, mucha paciencia» (Pardo Bazán, 1964: 82). En su aburrida vida provinciana, la única nota de color es la novedad de las visitas de Miranda, «todavía» buen mozo. Y aunque esto no sea amor, le hace considerar plausible tan desapasionado y desigual matrimonio. La escritora reconoce en ciertas mujeres una parte de responsabilidad en estos matrimonios a los que no iban tan condenadas por padres o sociedad, sino a los que coadyuvaban con la misma «infantil frivolidad» con que califica la narradora la actitud de Lucía. Muy inteligentemente, doña Emilia explica la operación psicológica de estas mujeres cuya monótona vida cotidiana se inclina por la novedad, como única esperanza o como acto socialmente esperable. Sin formación para esperar de la vida otra cosa, sin instrumentos intelectuales para imaginar su autonomía, la mujer rechaza su libertad: no sabe qué hacer con ella.

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Por eso, Lucía pide a su padre que sea él quien piense por ella, porque ella no entiende de bodas (Pardo Bazán, 1964: 82). Y el padre, no muy conforme, también lo acepta, dado que “las inteligencias medianas ceden siempre al aplomo que las fascina”. Como tantas mujeres sugestionadas por la pura forma del ceremonial, por lo externo y mundano, durante los preparativos de boda, la joven Lucía es fiel a su programa «de no pensar en la boda», centrándose tan sólo en los accesorios nupciales. Si pensase, dice, le daría por cavilar y no comer ni dormir. El personaje carece de cualquier atisbo de independencia: su sumisión supera los deseos de someterla de su propia sociedad y familia. Pero no es raro teniendo en cuenta que, si bien religiosa y moralmente bien instruida, fueron fútiles los estudios del colegio67. Aunque en esta novela, la escritora no haga especial hincapié en el problema, lo cierto es que con los años, la educación de la mujer se convertirá en la piedra angular de sus luchas para mejorar su situación social. Lucía es el caso de la mujer buena, llena de prendas morales, pero carente de armas para independizarse, ni tan siquiera es libre en el pensamiento y conciencia. Así se llega a la incapacidad de desear, a la delegación voluntaria de la voluntad en manos de los demás, a la libertad no libre de desear la sumisión. Otro gran conocedor de la realidad contemporánea, pintor magnífico de las dificultades profundas de las mujeres de la época y de sus amputaciones psicológicas socialmente impelidas, argumentaba la original tesis de otro personaje femenino: Cuanto más lista es una mujer, más sufre, por eso han de mantenerse incultas. Galdós se anticipa al feminismo de Betty Friedman (La mística de la feminidad, 1963), cuando recoge la insatisfacción de las mujeres cuyo nivel educativo es superior a lo que socialmente se espera de ellas: «Como el mucho talento no sirve más que para sufrir, procuramos contrapesarlo con nuestra ignorancia, evitando en lo posible saber cosas… ¡Cuidado que es cargante la instrucción! Y siempre que podamos ignorar cosas sabias, las ignoramos; para ser muy borriquitas, pero muy borriquitas!».

67 Ibid., p. 75. Como era habitual en la educación femenina de la época, contra la que la autora suele arremeter, Lucía chapurrea el francés y teclea algo el piano, «ideas serias […]; conocimientos de la sociedad, cero, y como ciencia femenina […], alguna laborcica tediosa e inútil, amén de fea» (p.74-5).

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En esta sociedad, una mujer instruida se enfrenta a todos para acabar perdiendo, por ello, es mejor ser un «poco primitiva»68. El viaje de novios de la protagonista de doña Emilia es la apertura al mundo de su sumisa protagonista. En él descubre la vida y a seres humanos egoístas o generosos, y empieza también a conocer a su marido, su enfermedad y carácter. La escritora habla de la «grosería conyugal» de la que no se escapan ni los hombres de buen tono para reflejar el maltrato verbal con que la descalifica (Pardo Bazán, 1964: 144). Y la niña insultada piensa que es culpable, al menos en parte, y hasta pide perdón a su confesor por el borrón que su llanto provoca en la carta con que se desahoga. Los insultos de su marido le duelen especialmente por agraviar también a su padre, acusándolo de no haberla educado honradamente. Ella pide el silencio sobre el hecho, que no se sepa nada: «Humilde y mansa como una cordera, sus miradas pedían a cada paso perdón». (Pardo Bazán, 1964: 145). Durante el viaje de novios, se hace patente la infelicidad que le supone a Lucía su matrimonio. Contraviniendo normas sociales, comete varios actos que la comprometen, como visitar al soltero enamorado de ella y a quien ella corresponde, aunque sin ánimo de incurrir en el adulterio. Dicha visita desencadena la paliza del marido con que se cierra la novela. Al entrar en la estancia, sacerdote y camarero hallarán la escena así descrita: «[...] una mujer tendía las manos para amparar sus flancos y su seno de los golpes que le descargaba a puño cerrado, un hombre. Con vigor no presumible en su endeble cuerpo de cañaheja, interpúsose el padre Arrigoitia, atrapando, si las crónicas no mienten, algún sopapo en la venerable tonsura, y a su vez Duhamel, emulando con científico valor el arresto del jesuita, cogió del brazo al furioso, logrando pararle… (Pardo Bazán, 1964: 162)». Para acrecentar la gravedad del incidente y el dramatismo final, se nos desvela en estos momentos que la joven esposa golpeada está embarazada. El desenlace de la novela es menos trágico de lo que podría haber sido, puesto que Lucía tiene una buena situación económica y un padre cariñoso con quien puede volver a vivir. Eso sí, es sentenciada

68 Galdós, Torquemada y san Pedro, O.C., Madrid, Aguilar, p. 1561.

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socialmente y queda incapacitada para el amor, pero logra apartarse del infame marido. Su vuelta a León será motivo de las habladurías durante las siguientes semanas. Unos censuran al «maduro pisaverde» del marido, otros, al «padre vanidoso» que la entregó a tal matrimonio, y otros, a la víctima de malos tratos por haber sido una «niña loca». El pueblo o estado llano en las entonces habituales condiciones de falta de instrucción, es más proclive a la respuesta irracional y a la barbarie. Por ello, las mujeres educadas o dotadas de una sensibilidad natural resultan víctimas más penosas de los hombres. Así lo vemos en otra novela de la misma escritora. En Insolación (1889), una pareja socialmente superior asiste a una fiesta popular en la Pradera de San Isidro. El ambiente capta una violencia generalizada que contrasta con la empecatada protagonista. Una chica de un merendero insulta y persigue agresivamente a una gitana que les interrumpe el almuerzo, únicamente por temor a perder a los únicos clientes elegantes del lugar. Sin moverse del sitio, los protagonistas ven una pelea de «mujerotas» entre la tostadora de garbanzos y una moza que accidentalmente tira al suelo su mercancía. Formado un corro en derredor de la escandalosa pelea, nadie piensa en separarlas, sino que hasta los soldados las azuzan con comentarios «indecentes» (Pardo Bazán, 1987: 84). Los mismos protagonistas, al llegar a la alameda, ven un par de navajas, sin mayores consecuencias porque el joven iba «prevenido», es decir, llevaba un revólver en el bolsillo (Pardo Bazán, 1987: 87). Junto a otras circunstancias como la aglomeración, el calor, la falta de aire, el ruido o los empellones, la autora refleja esa respuesta violenta del pueblo acrecentada por el ambiente de fiesta, la ingesta de bebidas alcohólicas y el ánimo bullanguero de los participantes. Crea así un magnífico cuadro de las sensaciones que produce estar sumergido entre la masa de una celebración popular. Variando la perspectiva en la misma novela, cuando son las mujeres socialmente inferiores y sin instrucción quienes observan a los señores discutir, se descarta la reacción violenta: entre los de clase social superior, los hombres no pegan a las mujeres. Así dice una mujer de pueblo: «–¡Virgen! ¿Qué cosas le habrá icho, pa que él se enfade así? Mueve los brazos que paecen aspas de molino... ¿A que le pega? 92

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- ¿Que lae pegar, mujer, que lae pegar? Eso a las probes. A estas pindongas de señoronas, los hombres les rinden el pabellón. Y eso que cualisquiera de nosotras les pue vender honradez y dicencia. Digo, me paece...(Pardo Bazán, 1987: 159)».

Esta novela realista de E. Pardo Bazán es considerada una de las muestras más logradas de la tendencia naturalista. Sin duda, la autora recrea los efectos del medio en la configuración de los personajes y la influencia que tiene en su libertad de elección. Ya se sabe que la católica autora está muy lejos de aceptar el determinismo de la escuela francesa; de ahí las constantes referencias del personaje femenino a cómo influye en su comportamiento el medio, pero sin que por ello la protagonista quede exonerada de responsabilidades, dando muestras de arrepentimiento y reconocimiento de la culpabilidad69. En las últimas décadas del s. XIX, el cuarto estado va abriéndose camino en la novela realista, ganando protagonismo, convirtiéndose en objeto de contemplación y reflejando un comportamiento más proclive a estas actitudes. La nueva tendencia naturalista y la primacía social que preside la obra literaria, promueven el reflejo de los comportamientos violentos, pues el ser humano es muchas veces tan primitivo como el resto de los animales. Entre las obras galdosianas, se considera La desheredada (1881) una de las muestras más logradas de ese realismo de tendencia naturalista. Isidora llega a Madrid creyéndose heredera de un marquesado, altiva y hermosa. Las adversidades se multiplican hasta que su vanidad social se trastoca por la prostitución. Y en el caso de su hermano, la falta de instrucción, la errónea política de la administración y de las instituciones de beneficencia, la naturaleza ociosa y la falta de estímulos del muchacho, lo llevan a convertirse en un tarado magnicida. Galdós evidencia el paralelismo entre violencia y falta de instrucción, de ahí su demanda de reformas en el terreno educativo70. Los 69 Sobre la polémica Naturalista y cómo interpreta la autora la influencia del medio en el contexto de la fiesta, remito a mi “Festín y conciencia en la novela Naturalista Espiritual española”, en Comedia, fiesta y orgía en la cultura hispánica, Ed. de R. de la Fuente y J. Pérez Magallón, Valladolid, Universitas Castellae, pp. 222-237. 70 Galdós escribe en el prólogo de esta novela que persigue una intención reformista con respecto al sistema educativo español, y esta será una de sus constantes a lo largo de toda su trayectoria. Al respecto, vid. mi Galdós regeneracionista, Madrid, FUE, 2001.

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personajes son víctimas de la escasa educación recibida y de la influencia del medio, pero en Galdós tampoco vemos la entrega total a los principios del naturalismo francés. No hay un determinismo biológico ni social, existe también una moral que actúa en el individuo. Así, comentando el descenso a lo más bajo de la otrora delicada y hermosa protagonista, un personaje sintetiza que su miserable final es causa de su «imperfectísima condición moral» (Pérez Galdós, 1973: 1173). Ese descenso de Isidora a lo más turbio de la sociedad, la transfigura y encanalla: tras cinco meses de prisión, se convierte en la mantenida del más repugnante de los truhanes, y cuando se quedan sin dinero, él la pega y abandona, después de darle un navajazo en la cara. El final no puede ser más dramático: Isidora ha perdido su proverbial belleza, habla mal, y hasta su voz se ha hecho ronca. El realista naturalista observa cómo en estos ambientes la violencia se multiplica, y en ellos, mujeres y niños son víctimas más frecuentes. Por eso, a partir del momento en que la literatura vuelve sus ojos a esta clase social y a los escenarios de la marginalidad se multiplican los casos de violencia contra la mujer. Así sucede en la gran novela de los autores de primera línea, pero lógicamente está aún más presente en la novela naturalista más radical y extremista, de menor calidad y éxito en España. A propósito del limitado éxito del naturalismo en nuestro país, Gimferrer aducía que la novela española amengua los rasgos de dicha escuela francesa a causa de la idea de decoro. En este sentido, escribe refiriéndose a La desheredada, «López Bago es el correctivo de Galdós» 71. Se refiere a su escandalosa La prostituta: novela médicosocial (1884), relato lupanario sobre la pandemia sifilítica. El autor documentó su novela con datos de la realidad siguiendo la intención social que declara en el título. Así, aborda cuestiones que hasta entonces se habían mantenido en el ámbito privado y lejos, por tanto, de la conciencia social y de lo artístico y literario. Sin embargo, la extensión de las enfermedades derivadas de la prostitución estaba obligando a la sociedad y a sus instituciones a regularla a través de medios como las cartillas de higiene. Lejos aún de regular o concienciar el maltrato a estas mujeres –pues no lo estaban ni en las clases más privilegiadas–, algunos aspectos relacionados con la prostitución comenzaban a pasar

71 Pere Gimferrer, Los raros, Barcelona, Planeta, p. 128, cit. por P. Fernández en su edición de La prostituta.

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del ámbito privado al público. Abolicionista, siguiendo la interpretación marxista del contrato social, López Bago defiende la carencia de libertad de prostitutas como Estrella, llevadas a ella por la necesidad, lo que hace que no haya un consentimiento real72. Siguiendo la estela de la Naná de Zola, también la literatura española empieza a fijarse en la adúltera, la prostituta, la seducida, la aventurera; novedosos personajes femeninos que, como sintetiza P. Fernández, se definen «por su relación sexual con el varón y en cuanto a su acomodo a la moral social al uso»73. La novela de López Bago provocará el rechazo mayoritario de la crítica, precisamente por ir en contra de ese decoro, publicando los secretos e intimidades de la vida privada de parte de la sociedad. El Tribunal Supremo absolverá al autor, sentando la licitud de este tipo de literatura y dando impulso al naturalismo en España. El autor declarará jactanciosamente haber sido excomulgado cuatro veces. (Pura Fernández, 23). Esta novela junto a La Pálida, La buscona o La querida, del mismo autor y por fechas semejantes, abordan la cuestión, trayendo a colación diversos episodios en que la protagonista sufre maltratos, golpes y diversos abusos, sexuales, económicos, psicológicos… Fiel a la simplicidad y finalidad ideológica de estos textos, la protagonista de La prostituta se inicia en el oficio con un malvado senador, académico y enfermo marqués (como muestra del torpe maniqueísmo de esta literatura, llamado de Villaperdida). Estrella es empujada brutalmente, a ciegas y engañada al encuentro con este perverso. Una vez contraída la enfermedad, debe renunciar al amor por el actualmente sucio y alcohólico «el Granuja», antaño, honrado carpintero enamorado de ella. La venganza de la protagonista contra la sociedad consistirá en extender conscientemente la sífilis. 72 Leemos en la novela: «aterrada por hambre, tímida y dócil, lo único que rechazaba era la miseria, cuyos espantos seguían vivos en su recuerdo, formando el susto perpetuo, el peligro constante con el que había luchado desde niña, con el que no quería ya medir sus fuerzas por más tiempo». Ed. cit., p. 294. 73 Pura Fernández en su edición de La prostituta, op.cit., p. 11. Por las mismas fechas y con personajes de esta índole, cita las galdosianas Tormento y La de Bringas, Ángel Caído de M. Lorenzo, Cleopatra Pérez de Ortega Munilla, La Regenta de Clarín, El idilio de un enfermo de Palacio Valdés, La hijastra del amor de Picón, además de La Prostituta y La Pálida de López Bago.

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Tras una desagradable escena que describe el encuentro y cómo es forzada y engañada en él, la protagonista se ve transformada física y espiritualmente. Ahora Estrella, «Reúne las condiciones necesarias para desempeñar con acierto su honroso cargo. Es hermosa, estúpida y bien formada, no sabe leer ni escribir, conoce el vicio en todas sus múltiples manifestaciones».

La novela naturalista concibe a los seres humanos como un producto resultante de la combinación de la herencia genética y la determinación histórica y social. En la obra de Pereda contemplábamos cómo un ser indefenso y puro era capaz de mantenerse en la bondad a pesar de la crueldad social y de las presiones de su entorno. El final de la novela era de un magnífico realismo: la lógica plasmación de la tibieza sentimental de la mujer maltratada. La teoría naturalista más radical no concibe escapatoria al ser humano: obligado a la crueldad por la crueldad de la que es víctima. El peso histórico, social y biológico es su prisión determinante y obligatoria. Para el naturalismo radical, la novela es experimental y científica, el personaje, su cobaya, y el final, la condena del ser humano a la tragedia de un destino predeterminado por sus circunstancias, herencias y presiones sociales. Lejos de la simpatía por la criatura literaria creada, en la novela de esta escuela el escritor ve con frialdad científica el encanallamiento prefijado de su animal literario. La protagonista de La prostituta ingresa en el hospital varias veces por padecer enfermedades venéreas. Basada en el materialismo más seco y amputador de la humanidad, esta literatura es totalmente ajena a la existencia de la conciencia o a interpretar la espiritualidad o lo sobrenatural como parte de la realidad del ser humano. Eso lleva obligatoriamente a la prostituta a desear “enfermar a cuantos pudiera” para castigar a todos sus verdugos que son “la sociedad entera” (López Bago, 319). Su único deseo es hacer pagar a la sociedad todo el daño que le ha hecho “y morir luego maldiciendo la vida”. Víctima de la miseria, la prostituta se ha convertido en verdugo social. La huera capacidad cognitiva sustituye a la conciencia. El naturalismo reproduce el pensamiento de sus personajes, pero no les concede una conciencia en el sentido ético, con capacidad de juicio sobre el bien o el mal, ni siquiera la más elemental sindéresis. El ser humano 96

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así plasmado carece de facultad de decisión, no es libre ni actor de sus actos, sino pasivo intérprete de los factores que condenan su existencia, sin responsabilidad en las consecuencias. Es esta, por supuesto, una literatura ajena a Dios, a la idea de Providencia o a la interpretación de la existencia como ejercicio de libertad. De ahí, en nuestro país, la magnífica respuesta de los grandes escritores como Galdós, Pardo Bazán o el último Clarín. De ahí, la sublime Misericordia galdosiana en que la miseria escapa de la realidad tangible a través del triunfo espiritual.

4. Literatura: reflejo y reflexión La ideología de género es el virus mutante, pensamiento débil e inaprensible, por permanentemente inacabado, en que toda esa polémica del Naturalismo ha acabado por transformarse. Igual que a fines del s. XIX los grandes intelectuales españoles tacharon de extremista y por tanto, mentirosa, toda aquella teoría; la ideología de género reproduce sus reduccionismos. La mujer no es mero producto de su historia, de su biología, de su cultura y sociedad. Sí existe una libertad que, a pesar de coacciones sociales, nos hace responsables de nuestros actos. Al margen de la materialidad, el ser humano actúa conforme a la fantasía, al espíritu, a la conciencia y ética, y, en muchas ocasiones, como resultado de la interpretación de la realidad como un concepto amplio en el que también intervienen lo sobrenatural y divino. La Literatura refleja en su totalidad las implicaciones, raíces y consecuencias de la violencia contra la mujer y del amplio espectro de sutiles maltratos que nuestra sociedad le infringe. Una sociedad que reflexione sobre la realidad estará más capacitada para el juicio justo. Nuestra literatura refleja la violencia aparejada a la iniquidad de los poderosos ––los Infantes, el Comendador, Dña. Perfecta–, o la violencia resultante de la falta de instrucción de las clases menos privilegiadas. Actualmente se insiste en que agresores y víctimas de violencia pertenecen a cualquier clase social, como sucedía en las novelas de Pardo Bazán. Ahora bien, la pobreza incrementa el riesgo y aumenta sus consecuencias, al dejar más desamparadas a sus víctimas –Sotileza, Marianela, Estrella.

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También a través de los textos literarios se logra entender otro vínculo de la violencia más estrecho que la clase social de víctimas o agresores: lo realmente significativo es el grado de instrucción, formación y preparación, tanto para rechazar la violencia, como para evitar ser su víctima. La modesta tarea incursiva que acabamos de realizar constata la importancia de la tarea educativa. A través de estos textos vemos cómo el problema tiene muy diversas manifestaciones y grados, cómo puede sentenciar una vida, aniquilándola o aniquilando la capacidad afectiva de algunas de sus víctimas –Zelima o Sotileza–. Vemos incluso cómo las mujeres participan en ella –La prostituta, La Regenta–, cómo puede haber una irresponsabilidad propiciatoria de algunas víctimas al trivializar el matrimonio –Lucía, o la pasividad de las hijas del Cid o de las mujeres de Zayas–, o cómo los hombres pueden ser sus víctimas –La Gaviota, Dña. Perfecta–. El texto literario ayuda a comprender el contexto en que se produce y la gran importancia de la recepción social del maltrato –La Regenta, Un viaje de novios. La obra literaria ilustra. Ayuda a desvelar la necesidad de una instrucción que capacite a los seres para evitar esa situación de vulnerabilidad, –mujeres como las de Zayas, como las de Galdós o las de Dña. Emilia– o niños. Pero necesita también una sociedad en la que ese ser ya instruido pueda desenvolverse con autonomía. En ese sentido, una sociedad en que se consiente cualquier tipo de discriminación o en la que se entiende que la violencia ha de quedar impunemente en el ámbito privado fomenta la reproducción de tales comportamientos. La sociedad necesita el escándalo y la sanción del mal para evitar la legitimación de la violencia. La violencia contra la mujer es una manifestación peculiar de una violencia socialmente generalizada que actualmente va ganando terreno y que se ceba con las minorías más desprotegidas: con la infancia, con los desarraigados, con los enfermos o con las mujeres. Y dicho proceso es paralelo al retroceso de la Cultura y a la invasión sustitutoria de ésta por el ocio. Un ocio muchas veces encubierto, promocionado o subvencionado como si de Cultura se tratase. El mayor enemigo de la cultura es la barbarie: la que construimos con una sociedad sin Literatura, pero con libros de consumo, series televisivas, video juegos,

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publicidad o canciones de letras agresivas, discriminatorias, hedonistas o torpemente maniqueístas. El problema evidencia una necesidad de concienciar sin manipular, de educar para fortalecer el rechazo a la violencia. Y mientras la cultura denuncia la violencia y refleja sus efectos, el ocio ensalza, enmascara y adorna el odio.

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