De Cuchitambo a Nuevo York. Huasipungo revisitado en clave de humor

July 27, 2017 | Autor: Rut Roman | Categoría: Intertextuality, Antropología filosófica, Interculturalidad, Indigenismo, Psicoanálisis
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Descripción

De Cuchitambo a Nueva York: Huasipungo cuestionado

Andrés Chiliquinga, homónimo del protagonista de Huasipungo (Jorge Icaza 1934), es invitado como alumno especial a un curso de verano sobre literaturas andinas, en las que debe ofrecer “su lectura” de Huasipungo en la Universidad de Columbia en Nueva York. Andrés, quien se define como músico y no amante de la literatura, es de Otavalo, ha recorrido las ferias de verano en Europa varias veces como integrante de grupos de música andina, así que lo de viajar tampoco le deslumbra, pero como dirigente se siente obligado a aceptar. La profesora norteamericana que lo recibe le conmina: el punto es saber cómo miras la manera en que un autor mestizo los describió a ustedes. Especialmente tú, que eres dirigente de la Conaie, del movimiento indígena más importante de América Latina y que, por lo que sé, ha cambiado la historia del Ecuador (37). Esta es la premisa básica de Las memorias de Andrés Chiliquinga (2013) novela con la que Carlos Arcos revisita la narrativa indigenista más leída de la literatura ecuatoriana. A casi ochenta años de su publicación Huasipungo es leída y corregida en clave de humor porque: Había algo ahí incompleto que no sabía qué era y que estaba en el libro, en un libro viejo, escrito por un mishu que seguro que ni siquiera hablaba kichwa, igualito que yo, y que reproducía frases como loro, que no había visto el fondo escondido del corazón de los runas, lo que se mantenía oculto, incluso detrás de la borrachera, del silencio, de la risa, de la que el Icaza nada dice, pero que estaba ahí como bálsamo, que era más valiosa que el oro, que la misma tierra; risa que nunca dejamos que se perdiera (146). Ese algo que falta es recuperado en clave de humor desde la perspectiva de este lector informado: la sexualidad, el tabú de la intimidad entre mestiza e indio en el Ecuador; la exportación exótica del indígena como identidad fija; el racismo velado o inconsciente de los que han hecho carrera sobre los hombros del indio, y, finalmente el retrato animalizado por la novela de Icaza que, si bien denunció el abuso, también consolidó un estereotipo negativo sobre una cultura compleja.

A la manera en que el infante mira por primera vez su cuerpo en el espejo y al hacerlo, habilita su identidad en la amorosa mirada materna que lo ve mirarse; en un doloroso giro, Andrés Chiliquinga percibe su imagen en la triada del espejo cuando ve por primera vez en Huasipungo la imagen que el lector mestizo o mishu –como él nos llama- guardó del indio: Eran crueles las palabras del Icaza y no importaba si eran verdad o mentira, o las dos a la vez. Verdad del maltrato, de la explotación, de los engaños del cura; mentira que fuéramos tan brutos como para matar a un compañero. Ni imaginarse: mi tocayo y sus compañeros matando a otro runa, al Gaulocoto. El Icaza no nos conocía, decía sólo media verdad. Su libro era una trampa y también ignorancia de nuestro mundo. Eso era el indigenismo del que hablaban la María Clara y la Liz: la media verdad, no comprendernos, falsearnos a nombre de la maldad de los poderosos (145)”. El Andrés afirma que no necesitamos pegar a la mujer para gozar, tampoco somos vagos ni brutos; tanto así que el Andrés de Huasipungo camina cinco horas para estar con la Cunshi; más aún el Andrés Chiliquinga y sus descendientes no se dejaron matar ni someter sin resistir y finalmente, no solo sobrevivir, sino ser una fuerza cultural y política en ese mismo país que los había ignorado. ¿Qué pasó en el Ecuador entre 1934 cuando Icaza –mishu dramaturgo y militante de su generación- dió el salto y puso al indio como personaje, aun cuando desconocía su corazón… su “cultura”? y el 2013 cuando Carlos Arcos, mishu sociólogo, con evidente antipatía por los sociólogos y la academia en general, reinterpreta al Andrés? La segunda mitad del siglo XX ofreció mayores oportunidades a la sociedad mestiza de acercamiento a sus raíces indígenas. En 1934 el escaso contacto entre mishus y runas (para tomar las categorías que maneja el Andrés Chiliquinga) pasaba por las dinámicas de la dominación y el servicio sometido. La primera aproximación académica se inicia en 1960 con la fundación de la escuela de sociología y antropología. Durante la segunda mitad del siglo el movimiento indígena señaló la dirección de cambio en este país: ya sea en las luchas por la tierra, el reconocimiento de sus territorios, o la continua defensa del agua, en todas estas demandas se ha incluido a todo el Ecuador. De esta manera se ha logrado que la sociedad mestiza respete

su perspectiva y reconozca en sí mismo el valor de sus raíces indígenas. Su agencia nos ha disuadido de la problemática práctica mestiza de hablar por el otro, de darle voz al que no la tiene. Arcos, sabedor que ese tiempo quedó atrás, o que quizá siempre fue un problema de sordera en Las Memorias de Andrés Chiliquinga, no habla por nadie; crea, complejiza y libera a un personaje- persona entrañable que está vivo, toca la guitarra, canta, compone y enamora mientras se ríe, por lo bajo y siempre un poco, de los académicos, los antropólogos, las mamitas ya sean gringas o mishus y de él mismo también. Ari, ari mamita. Tanto así que el Andrés - en retruque del paternalismo colonialista- va a Nueva York por pura pena de la gringa de la Fulbright: hasta decidí que no viajaría y llamé a la gringa de la Fulbright, la que organizaba todo. Ella me reconoció la voz y se puso a hablar de corrido, dejándome con lo que le iba a decir en la punta de la lengua. Me dio pena, así que sólo atiné a decirle que todo estaba en orden (). En estas memorias, el Andrés registra el efecto que su presencia provoca en los otros: en los gringos, los mestizos, las mestizas, los racistas, los paternalistas, los Otavalos emigrados; en fin, recoge lo que la Maria Clara Pereira –otro personaje meta narrativo que lleva el mismo apellido del patrón en Huasipungo- necesitaba para su investigación sobre el conflicto étnico en el Ecuador. Para iniciar las memorias de su viaje Andrés registra lo que el chofer ecuatoriano, al que han enviado para que lo reciba en el aeropuerto, le dice: ! Ah! Eras vos. –Sonó a puro despecho al verme runa, indio, con poncho, guango y sombrero. Hasta alpargatas llevé a ese viaje, en lugar de los Reebok, que eran nuevitos. Años que no me ponía alpargatas. Me dijeron que tenía que vestir tradicional, porque íbamos representando a nuestros pueblos. (14) Así también, la gringa que dirige el curso sobre literatura andina, luego de charlar sobre Otavalo cambia: La gringa sabía y me hablaba como maestra; ya no éramos dos personas que conocíamos Otavalo, Peguche y otros lugares, y que teníamos conocidos comunes, ya no era compañera. Eso me pasaba con frecuencia cuando hablaba con mishus que se ponían en el plano de podían enseñarme o convencerme como si fuera guagua. En eso la gringa fue diferente, simplemente me ordenó.

Me dieron ganas de decirle que eso era mierda de mishus y que los runas no teníamos que saber nada de eso, pero hubiera sido bien tonto de mi parte (25). De esta manera Las memorias del Andrés ponen sobre la mesa el conflicto étnico en el Ecuador posterior a la inclusión del movimiento indígena en la política y la cultura del país. Cuando Andrés le ofrece su ayuda para la investigación étnica que María Clara pretende: “Escribe sobre cómo nosotros los runas miramos lo que vos llamas el conflicto étnico. Yo te ayudo: randi, randi, dando, dando – le dije. No veo cómo encajaría eso en un curso sobre literaturas andinas. De todas maneras, gracias, Tú serías un gran informante. (44) María Clara es tan sorda que no capta la dinámica randi, randi que Andrés propone, no sabe rendir su función tutelar sobre Andrés a quien ella cree proteger y guiar. En cierta medida es Andrés el que registra lo que María Clara no pudo escribir, porque no sabe “investigar” fuera de sus coordenadas académicas, del lindero de la página impresa, de las certezas y prestigio de las fuentes de la palabra escrita (si están en inglés mejor); no ve la pertinencia de una voz viva como experiencia y conocimiento directo del conflicto étnico retratado o eludido en las literaturas andinas. EL HUMOR/ Al incluir la risa o la socarronería, Arcos embiste frontalmente contra el estereotipo del indio que lo vinculaba con un penar supuestamente intrínseco de su condición andina. Andrés Chiliquinga instrumentaliza de buen humor, lo que los otros esperan de él como indio: “siguiéndoles el juego”, en un momento de su lectura desmiente a Icaza y defiende la vitalidad de la fiesta en el derroche, la irreverencia y el juego, desestabilizando así la fatalidad sufriente en la que el retrato indigenista lo fijó porque desde la penumbra del drama mestizo odiador de su raíz india esa alegría otra pasa desapercibida: “A mí no me gustaba cómo cantaba, contrario a los mishus, a los que les ponía eufóricos, depende de qué cantara el JJ y de qué tan borrachos estuvieran; pero algo que podía decir sin equivocarme era que terminaban tristes, porque los mishus sí que son tristes: (16) Igualmente, refiriéndose a Tomachi, el pueblo retratado por Icaza, el Andrés dice:

Es como mira a Tomachi el Icaza, pero para nosotros ese mismo pueblo era el sitio de la feria, del mercado, catunapamba o catui, decimos, el sitio donde encontrarse, el de la fiesta, que para nosotros los runas es importante. Claro, para una familia de hacendados que vivían en Quito y que nunca o casi nunca habían ido para allá, era como ir a la desolación. El Icaza mira a Tomachi como una lástima de pueblo, no ve el otro lado, es decir, cómo un runa lo mira. Algo de alegría había ahí (70). Otra manifestación de la alegría en este personaje andino es la capacidad lúdica que se evidencia en su interacción con los otros –auto reflexividad no exenta de humor-: “Volví a la escuela a dar la lección. Ella, jugando a ser mi maestra, y yo, siguiéndole el juego (42)”. Hay risa, hay alegría en quien juega o le sigue el juego al otro que ha olvidado o no se ha percatado que toda sociabilización es un juego de representaciones, que nos sirven y son funcionales; siempre y cuando, de tanto en tanto, demos un paso atrás para vernos jugar y reírnos de la parte que nos toca a unos y a otros. -Trabajemos hasta las seis y luego conversamos. ¿De acuerdo? –dijo cortando el diálogo. -¡Ari! –respondí y ella volvió a reír. –Me gusta la palabra ari. Es risueña. Los ecuatorianos deberíamos adoptar ari para decir sí (81). LA IDENTIDAD Icaza, de manera semejante a Harriet Beecher Stowe, autora de La cabaña del Tio Tom (1852) escribió, en aras de la necesaria denuncia frente al abuso del marginal, una fuerte increpación a los poderosos, a la vez que implantó en la psiquis de sus lectores contemporáneos y futuros, un estereotipo estático y pasivo de las víctimas de tales abusos. Las generaciones futuras, de los ahí representados, impugnaran tal retrato. Los estudiosos modernos de Beecher critican la novela por lo que consideran una descripción denigratoria y racista de los personajes negros; especialmente en lo que se refiere a la apariencia, el habla y la conducta y, sobre todo la naturaleza “pasiva” con la que el tío Tom acepta su destino. La Cabaña del Tío Tom fue la novela de mayor venta en el mundo durante el siglo XIX, como resultado el libro, así como sus ilustraciones y muchas representaciones teatrales de su argumento, fueron instrumentales en el enraizamiento permanente del estereotipo del negro

en la psiquis norteamericana. Traigo a colación el caso de La cabaña del Tío Tom, porque puede encontrarse efectos paralelos a los que Huasipungo ocasionó. Igualmente exitosa dentro y fuera del Ecuador, esta novela es considerada la obra ecuatoriana más famosa en el mundo y una de las novelas indigenistas por excelencia; además de las representaciones teatrales ha sido traducida a cuarenta idiomas; con lo cual, contribuyó en gran medida a la profundización y “naturalización” del estereotipo del indio en el Ecuador. Este relato logró dos cosas, en apariencia contradictorias: la construcción del “otro” (cerrado e impenetrable) pero a la vez visible y reconocible a través del estereotipo. A pesar de la intención reivindicativa de Icaza, el efecto Huasipungo ocasionó una fijeza en línea con la preceptiva del discurso colonial. La fijeza marca la diferencia cultural, histórica, racial y paradójicamente, mientras entraña una rigidez y un orden sin cambio; advierte el desorden, la degeneración y la repetición demoníaca del otro. El estereotipo, la estrategia discursiva más eficiente del colonialismo, es una forma de conocimiento e identificación que vacila entre lo que siempre está “en su lugar” -aquello conocido de antemano- y algo que debe ser ansiosamente repetido. Las diferencias fijas inscribieron al sujeto colonial al margen de la economía del deseo. Agustín Cueva sostiene que para Icaza “la explotación económica redunda en una degradación óntica”i por lo cual estigmatizó la cultura indígena en un cuadro subhumano de sexualidad violenta, en una cultura exenta de ritualidad o ceremonia. En el funeral de la Cunshi, Agustín Cueva lee “una de las páginas más bellas de la literatura ecuatoriana”ii, el Andrés Chiliquinga las impugna: “El pobre Icaza no conocía nuestros ritos funerarios, y pensaba que eran un puro lamento parecido al aullido de un perro (169)”. Así también en el episodio en que Andrés y la Cunshi comen carne podrida el Andrés señala: al igual que cualquier otro comemos lo que hay antes que morir. Hay en Huasipungo una serie de encapsulaciones: la hediondez, la vagancia, el lamento, la bestialidad que operan como lentes

a través de los que se percibe y repele la otredad del indio. Así se ubicó al “otro”, en la tensa ambigüedad entre el desprecio fácil por lo que el centro aceptó como familiar y el incitante temor/ placer de lo que surge como “novedad” en la deconstrucción del estereotipo.iii Las memorias de Andrés Chiliquinga pisa «regiones fronterizas» no categorizadas. Se trata de experimentar y desarrollar un pensamiento desprejuiciado ante la inusitada complejidad de las tensiones étnicas del Ecuador contemporáneo. La yoni –específicamente la academia gringa- ofrece topografías diferentes de la modernidad, es ahí donde la novela negocia diferentes experiencias del migrante (mishu/runa), mostrando que es en lo ‘periférico’ (en este caso Nueva York), en los intersticios de los grandes paradigmas, donde hoy se despliegan con fuerza nuevas dinámicas de la cultura. Un pensamiento ‘ecológico’ va ganado vigencia precisamente en vista de las dinámicas de la globalización, en donde nuevas marcas identificatorias desatienden las lógicas verticales de patrimonio y tradición y nacionalidad identidad centralizadora para movilizarse como logísticas de descentramiento y reapropiación. De ahí, que en este movimiento de cambios constantes, no se pueda fijar en la novela un lugar preciso para lo andino en oposición a lo occidental. La ‘identidad originaria’ es contemporánea y se teje en las infinitas negociaciones con lo propio, lo ajeno y lo prestado. El Andrés tiene fuerza interpelante y relocaliza repertorios múltiples de identidad en trasformaciones cotidianas. No está fijo ni petrificado, tiene rostros y máscaras disímiles, y se re-crea constantemente en prácticas impuras, donde lo tradicional se instala en lo contemporáneo. De esta manera invoca y trae la fuerza y el apoyo de los ancestros, el poder ritual de la limpia, en fin, los saberes ancestrales se disponen en la novela en medio de lo urbano ya sea en Otavalo, Quito, Nueva York o cualquier ciudad de Europa. Su errancia de

músico Otavalo habilita la posibilidad de vivir lo urbano desde una perspectiva andina kichwa. Ofrece su experiencia desde la calle, desde el mercado de ciudades como Venecia, Paris…etc. En él, como en la trama de esta novela, confluyen corrientes diversas en un continuo hacerse. Tomando la noción de Silvia Rivera Cusicanqui, se trataría de un universo narrativo ch’ixi: manchado, yuxtapuesto, oblicuo, trasvestido, en contradicción con la visión dual que ha intentado pensar lo andinoiv en conflicto con lo urbano. O quizá nos sirve pensar en el concepto “allka” que es donde el maíz de un color toma el maíz de otro color, en donde se efectúa la conjunción de dos términos opuestos y complementarios de un mismo fenómeno, esta línea –un tinkuaymara- limita las fronteras del color, enmarca los diseños de los tejidos y demarca las relaciones espaciales entre los opuestosv. Quizá estos términos nos permitan repensar las concepciones que trataron de expresar la hibridez, (léase Canclini, Ortiz y los postcoloniales). El tema, me parece a mí, es si hay violencia o no, o sea, si hay conflicto o armonía, como se plantea esa fusión con respecto al poder. Siguiendo esta línea cabe pensar en la fusión de los cuerpos mestiza / indígena. Lo que me lleva a plantear la pareja, la sexualidad. ¿Es posible imaginar/ representar el romance mishu-runa (mestiza-indio) en el Ecuador? Y si es así, ¿cuáles son sus formas y sus lógicas? ¿Qué experiencias históricas, qué representaciones y qué narrativas han informado la desconfianza, fascinación y rechazo entre mestizos e indígenas? El desplazamiento ofrece las condiciones de posibilidad en el romance entre María Clara Pereira (mestiza ecuatoriana radicada en EEUU) y Andrés (indígena Otavalo de paso por Nueva York). En ese espacio “otro” es posible atender la demanda del deseo; levantada la restricción racista bajo la que se mirarían esos cuerpos dentro del mapa ecuatoriano: Me dije que yo era el primer indio que se tiraba y ella, mi primera mishu. No es que no haya habido oportunidad, como en las reuniones de la organización, pero cuando todo estaba por suceder, les invadía una especie de rechazo, un

asco no admitido. Todo podía pasar, menos tener sexo con un indio. Para nosotros era mil veces más fácil acostarnos con las voluntarias alemanas, italianas o españolas, pero con una mishu ecuatoriana era imposible. Era racismo (151)”. Los invito a considerar esta novela en clave de “romance fundacional”, concepto acuñado por Doris Sommer cuando leyó las novelas de amor decimonónicas como los escarceos previos a la formación de la pareja fundadora de las naciones latinoamericanas. Estas novelas de corte positivista escenificaban historias de amor destinadas a instituir la pareja emblemática que engendraría la identidad nacional. Novelas como Tabare (Uruguay Juan Zorilla 1888); Cumanda J.L. Mera 1887, Sab (1841 Cuba Gerturdis Gomez de Avellaneda, Cecilia Valdes (1882 Cirilo Villaverde). ¿Cuál es el parentesco o puente entre estos romances fundacionales y la María Clara Pereira y el Andrés Chiliquinga? “La coherencia nace de su proyecto común de construir un futuro mediante las reconciliaciones y amalgamas de distintos estratos nacionales imaginados como amantes destinados a desearse mutuamente. Esto produce una forma narrativa consistente que puede relacionar distintas posiciones políticas pues está impulsada por la lógica del amor. Con un final feliz, o sin él, los romances invariablemente revelan una economía del deseo infaliblemente productiva; ya sea a la manera positivista de productividad en la progenie, o en la positividad de las fronteras que el deseo franquea. Al igual que Carlos Orozco y Cumandá esta nueva pareja ecuatoriana tiene sus ‘zonas de contacto’ y sus acuerdos provisorios, porque aún no encuentra lugar en el mapa nacional para su amorío. No porque contraríe el anatema del incesto; pero porque toca otro tabú, quizás igual de fuerte: la pareja hombre indio y mujer mestiza ecuatoriana. El sometimiento forzado del cuerpo femenino indígena, por frecuente y familiar, forma parte del paisaje indigenista. Consentido como anatema de la conquista y dominación de los pueblos originarios no admite la inversión de los géneros. Siempre fue el macho de la cultura dominante el que violentó el cuerpo indígena, como lo resalta Icaza en la escena en la que el patrón Pereira se impone a la Cunshi:

Era dueño de todo, de la india también. Empujó suavemente la puerta. En la negrura del recinto, más negra que la noche, don Alfonso avanzó a tientas. Avanzó hasta y sobre la india, la cual trató de enderezarse en su humilde jergón acomodado a los pies de la cuna del niñito, la cual quiso pedir socorro, respirar. Por desgracia, la voz y el peso del amo ahogaron todo intento. Sobre ella gravitaba, tembloroso de ansiedad y violento de lujuria, el ser que se confundía con las amenazas del señor cura, con la autoridad del señor teniente político y con la cara de Taita Dios (xx). En una escena de erotismo consentido Andrés y María Clara retrucan el histórico forzamiento de la india por el patrón mestizo. Ahora será Las memorias de Andrés Chiliquinga, el libro apostillas de Huasipungo el que sugiera un acoplamiento distinto como representación de lo ecuatoriano. En el Ecuador el conflicto racial, pospuesto por la literatura o evitado en su frontalidad no ofrecía una erótica adecuada que esta pareja reclame legitimidad en la nación: En silencio nos desnudamos e hicimos el amor, si amor se puede llamar a la furia con que le penetré, al rencor que puse en cada embestida, a la violencia con que mordí sus senos y atenacé sus nalgas, vengando mi pena, ni rabia, mi dolor y también el de mi tocayo; o a la desesperación que nació en ella y que le llevó a agarrarse de mi trenza como a una soga, una cuerda, la última cuerda que tenía para no hundirse. En esa angustia estuvimos hasta la madrugada en que me levanté y me fui dejándole dormida. Antes de salir en su rostro vi lo que era otra tristeza; en el espejo cerca de la puerta me miré, y ya no vi mi cara, sino la de mi tocayo Andrés Chiliquinga (148). El deseo legitima a la pareja fundacional; su pasión debe ser recíproca. Si bien esta novela celebra el deseo consumado, la María Clara y el Andrés deberían poder amarse, arrimarse o casarse no solo en Nueva York, Otavalo o Ámsterdam –ciudades igualmente abiertas y tolerantes- sino también en Quito, Cuenca o Loja. Habría que pensar en la potencialidad redentora del romance interracial, si bien el mestizaje, lema en muchos proyectos de consolidación nacional, se usó con frecuencia para la “asimilación” del sector “primitivo” o “bárbaro’; en este caso las uniones o vías hacia la legitimización en futuras alianzas en la alquimia racial pueden tener menos que ver con las relaciones entre razas que con los encuentro políticos entre la clase mestiza hegemónica y los movimientos indígenas de creciente peso político.

Northrop Frye llama al romance el más elemental y satisfactorio de todos los géneros, ¿qué mejor manera de debatir la polémica de la civilización que convertir el deseo en la incesante motivación para un proyecto literario/político? Los héroes y las heroínas de las novelas latinoamericanas de mediados del siglo XIX se deseaban según los esquemas tradicionales, y esperaban el nacimiento del nuevo Estado que habría de unirlos, en ningún caso estaban representando afectos atemporales. Así, esta pareja literaria -que no cabía en el horizonte de posibilidades de la generación anterior- está hilvanando sus fantasías eróticas y con ello habilitando un espacio en el que cuajen y fructifiquen estos romances otros, propios de una nueva fundación en un país del dialogo de las diferencias entre iguales.

Rut Román Sanjaloma, Junio 2013

i

Cueva Agustín, Lecturas y rupturas. Quito:Ed.Planeta, 1986, p. 86. Cueva, Agustín. Lecturas y rupturas. Quito: Ed. Planeta, 1986 (p.83) iii XXX que interesante! Esa novedad es el asco que se abre paso como forma del goce, fiojate que bourdie habla de eso en el gusto como distinción / XXX tal vez introducir el tema de la modernidad?/ iv Ver Meritxell Hernando Marsal. “Más allá de la hibridez: la ciudad ch’ixi de Juan Pablo Piñeiro. ii

http://www.gelbc.com.br/pdf_revista/3811.pdf v

Regina Harrison “Signos, cantos y memorias de los Andes” Quito: Abya-Yala, 1994.

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