DE CLARARROSA, José Joaquín, Viaje al mundo subterráneo y secretos de la Inquisición revelados a los Españoles, edición, introducción y notas de Daniel Muñoz Sempere y Beatriz Sánchez Hita, con prólogo de Alberto Gil Novales, Salamanca 2003, 246 págs

July 26, 2017 | Autor: V. León Navarro | Categoría: Liberalismo, Santo Ofício, Torturas inquisitoriales, José Joaquín Clararrosa
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DE CLARARROSA, José Joaquín, Viaje al mundo subterráneo y secretos de la Inquisición revelados a los Españoles, edición, introducción y notas de Daniel Muñoz Sempere y Beatriz Sánchez Hita, con prólogo de Alberto Gil Novales, Salamanca 2003, 246 págs.

Este libro que presentamos es un claro ejemplo de la azarosa y compleja vida de José Joaquín Clararrosa y de las ideas que bullen en la sociedad española que provocan el fin del Antiguo Régimen y propician la aparición del primer Liberalismo, en cuya etapa más viva –la del Trienio– fue uno de sus más activos protagonistas hasta que la muerte le sorprendió el 27 de enero de 1822, a sus 59 años, marcados por su doble faceta representada en la persona de Juan Antonio Olavarrieta nacido en Vizcaya y de José Joaquín Clararrosa muerto en Cádiz. Doble faceta que recoge el tránsito del Antiguo Régimen –el fraile Olavarrieta–, al Liberalismo –el ciudadano Clararrosa–. Todo un símbolo plástico: despotismo y poder clerical frente a libertad y dominio civil, muerte de una etapa y nacimiento de otra con los problemas inherentes a la lucha entre lo viejo y lo nuevo. Alberto Gil Novales prologa la obra puntualizando con su finura intelectual aspectos significativos de este autor, su pensamiento y realizaciones. Prólogo a una edición muy cuidada a cargo de Daniel Muñoz y Beatriz Sánchez quienes, a través de un esmerado estudio –que esperamos completarán en trabajos sucesivos–, nos introducen en aspectos concretos de la biografía del personaje y de las dos obras que recoge la edición de este libro: El viaje al mundo subterráneo y El Hombre y el Bruto. Clararrosa es el paradigma de una época convulsa, compleja y realmente interesante. Al igual que cambia el tiempo político, se transforma, se metamorfiza el fraile franciscano Olavarrieta –claro exponente de una época sacral–, en el

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ciudadano Clararrosa (sin que nos importe ahora mucho el origen último de este nombre) tras sufrir en sus propias carnes el flagelo físico y psicológico del Santo Oficio con cárcel incluida. Tampoco se libró de ella –de la cárcel– durante el Trienio, de la que salió el 26 de enero para morir al día siguiente tras vivir activamente todo el proceso revolucionario en el que adoptó posturas radicales frente al despotismo civil y eclesiástico a través de su Diario Gaditano. Grave debió ser el trauma religioso que le llevó a abandonar el estado eclesiástico y contraer matrimonio en una época en que tales actitudes resultaban heroicas. Fortaleza moral que le permite defender sus ideas con entusiasmo y mantenerlas incluso en el momento crítico de la muerte, pidiendo un entierro ci- vil como ejemplo, tal vez, de que la religión está sometida al orden civil, en re- cuerdo de tantos y tantos filósofos que señalan que el hombre primero es hombre y después religioso. Son muchos los eclesiásticos –Llorente, Bernabeu, Cortés, Marchena, el mismo Clararrosa, etc.,– que apuestan por la primacía de lo civil sobre la Iglesia; al hombre ciudadano sobre el hombre religioso. Esto es, la tolerancia frente a la opresión que defiende la verdadera doctrina cristiana que, entre otras fuentes, proporciona Locke. La degradación de la Iglesia, del catolicismo, de la misma idea de Dios y de la salvación llevan a Clararrosa a dar ejemplo de lo que es la naturalidad de la muerte y la relación del hombre con Dios como ex- ponente de su madurez y liberación del sectarismo y tiranía clerical gracias a la luz de la razón capaz de descubrir los embustes y artificios de que se sirve. Su entierro civil con el texto de la Constitución en sus manos era un acto consciente cargado de simbolismo y valentía. Daniel Muñoz y Beatriz Sánchez nos presentan un autor imbuido de ideas filosóficas impregnadas de sensualismo y materialismo –bastante presente, por otra parte, en muchos círculos del XVIII y XIX– que le llevan a negar la existencia de Dios, a condenar la ignorancia, la superstición religiosa y a criticar al clero especialmente regular y el celibato, origen de muchos males de la Iglesia y de la sociedad. Busca liberar al pueblo de la opresión clerical. “¡Entes fanáticos!”, grito similar al que pone Fernando Savater en boca de Voltaire en carta a su amiga Carolina: “¡Aplastad al infame!” (El jardín de la dudas). Se trata de una corriente sostenida por muchos intelectuales laicos y eclesiásticos de fines del XVIII y principios del XIX, en plena vorágine de crisis y cambio. Es el grito por la libertad política y religiosa, por la emancipación del hombre en todos sus aspectos. En El Hombre y el Bruto, Clararrosa lo expone recurriendo no sólo al nefasto abuso clerical de los siglos medios, sino remontándose a las mismas e in- tocables Sagradas Escrituras y a la figura del gran Moisés. Aquí censura la ignorancia y sumisión del pueblo guiado por un sabio Moisés

capaz de crear todo un sistema religioso perdurable en el tiempo gracias a un pueblo fanatizado. Esa misma ignorancia y sumisión sigue existiendo –el hombre necesita de una religión, se viene a decir– y permite mantener idéntica estructura eclesiásticoclerical del catolicismo y el poder del clero para el que Clararrosa tiene invectivas de-

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moledoras: bárbaro, cruel, ladrón, mentiroso, hipócrita. Recuerdo especial tiene para los dominicos responsables del Santo Oficio por alcahuetes e incapaces de mantener el secreto de confesión cuando se trata de cuestiones inquisitoriales. El Santo Oficio con su bien estructurada red representa las tinieblas del alma y de la razón, el dominio del fanatismo, de la ignorancia y de la superstición frente a la luz de la razón, a la filosofía y por tanto al conocimiento y a la libertad del hombre. Filosofía que se convierte en el objeto a batir por el fanatismo religioso que nunca muere. Ignorancia y superstición que el pueblo confunde, amalgama y mantiene por miedo a quedarse sin nada y que Clararrosa –como otros– desprecia, al tiempo que reconoce la dificultad de llegar a la razón, a la liberación, a un tipo de religiosidad superior. En este caso, la religión se convierte tristemente en un medio de control político-religioso. El Hombre y el Bruto será la causa del proceso inquisitorial y el origen de El Viaje al mundo subterráneo. Aquí el autor adopta un método expositivo muy adecuado a su intento a través del viaje –connotaciones ilustradas, deseo de saber que recoge el clásico axioma de sapere aude– y de lo tenebroso e ignoto en el término subterráneo que relaciona con el Tribunal y sus métodos. Se trata de desvelar la verdad de un Santo Oficio arcano y de criticar su misma existencia contraria a la caridad cristiana – cubil de ladrones, anfiteatro de crueldad, sinagoga de fariseos– al igual que el italiano Palmieri y los españoles Villanueva, Pos- se, Sedeño, Cortés, Bernabeu, Llorente, Marchena, etc. Sólo la luz puede disipar las tinieblas y el misterio a través de dos vías que se complementan: la Razón y la Constitución (Sol nacido en Cádiz). Ambas hacen libres a los hombres; véase tanto en su Catecismo constitucional como en la España venturosa por la vida de la Constitución y muerte de la Inquisición de Bernabeu de 1820. El viaje es utilizado por otros autores con un fin similar como La Bruja o Cuadro de la Corte de Roma, supuestamente de Vicente Salvá, de fuerte tinte anticurial y anticlerical, cuya edición prepara Germán Ramírez. Queda patente qué es lo que quiere Clararrosa, otra cosa es cuándo lo escribió exactamente y el porqué de ese desdoblamiento de personalidad que los editores circunscriben a 1803. Ciertamente, la Inquisición había perdido protagonismo en el ocaso del XVIII y principios del XIX frente a la evolución socio-política y la influencia de las ideas filosóficas. Se había planteado su conveniencia y había sido fuertemente criticada desde los sectores ilustrados –laicos y eclesiásticos– tanto españoles como europeos, a los que se dirige Clararrosa. La Inquisición se mantiene como un símbolo, como un referente del poder de la Iglesia y defensa de la pureza de la fe verdadera frente al error. También es verdad que frente a las críticas de unos encontramos la defensa a ultranza de otros; símbolo de esa España bifaz, la que mira al pasado y la que busca el futuro, dando lugar a esa “literatura de guerra” – más tarde será otro tipo de guerra– que señalan los editores y que marca una forma de ser y entender la política, la religión y el hombre libre o sometido a las sevicias clericales. Y a pesar de este declive ¿quién no temió las garras del Santo

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Oficio? ¿A quién no se le arrebató algún escrito de los más recónditos lugares crítico con el Tribunal, con el clero o la religión? ¿Quién no sufrió el zarpazo inquisitorial en la persona de algún familiar, amigo o vecino? Clararrosa manifiesta tal vez un excesivo protagonismo en El Viaje, mar- cando un antes y un después de su obra. Lo cierto es que otros antes directa o in- directamente conocían los entresijos, estructura y funcionamiento inquisitoriales a pesar del celo y secreto con que se guardaban a través del juramento. Las obras de Luis Gutiérrez, de Blanco White, de Puigblanch o del mismo Llorente son un ejemplo, así como los ceremoniales escritos de los autos de fe que seguro conocía Clararrosa, y retrata con perfección. El autor aquí relata una experiencia per- sonal en la que pienso que la ficción –si existe– es mínima, tal como se puede averiguar en los procesos inquisitoriales y su maquinaria. El Viaje al mundo subterráneo consta de un Discurso prevensivo, de una introducción de 9 capítulos, de una Nota del Editor para acabar con el Editor a los

ciudadanos españoles. A través de los nueve capítulos, el autor va corriendo el velo del misterio del Santo Oficio: su estructura, funcionamiento, sistema de delaciones, procesos, ejecución de penas, catadura moral del personal a su servicio, etcétera, del que nadie puede sentirse a salvo. Muestra su aspecto más deleznable e inmoral. No relata una historia sin más, sino que desde una postura personal y comprometida quiere convencernos de la realidad de los hechos por más atroces que puedan parecer para hacer percibir y sentir el sufrimiento moral y psicológico del hombre que, solo, aterrorizado, indefenso e incierto ante lo que le espera, ha caído en las garras del Santo Oficio y expuesto a sus crueldades y torturas físicas, religiosas, morales y psicológicas. Frente a esto la magnificencia, seguridad, certeza, hipocresía, falsa caridad y cinismo con que actúan los servidores del Tribunal. Esta descripción nos acerca a un tipo de anticlericalismo radical marcado por el conocimiento que el autor tiene de la Iglesia, del clero y de la religión como arma de control. Se trata, como dicen los editores, y este aspecto es importante, de un nuevo anticlericalismo que trasciende la simple broma, ironía o chanza contra el clero, para entrar en el fondo de la cuestión: el entrama- do eclesiástico-clerical. Se pone en solfa al clero, sí, pero también a la Iglesia como institución clerical degradada y a la religión, que se ha malformado a lo largo de los siglos según los intereses clericales, y a todo cuanto le es inherente incluido el dogma. En este sentido conviene citar los testigos de cargo de su proceso acusándole de negar el cielo, el infierno, el sacerdocio, el sacramento de la penitencia, amén de las devociones, indulgencias, etcétera, etcétera. Parte de estos planteamientos los veremos recogidos también en otros clérigos y laicos. Es un nuevo anticlericalismo que deberemos entender no sólo como un ataque al clero, sino a todo lo que le concierne y controla. Desde esta perspectiva son comprensibles los hechos del Trienio y los posteriores de 1834-1835. ¿Acaso no es ridícula la misma imagen de Dios que se transmite? Dios queda como un símbolo, no como una realidad. El ateísmo solapado es fruto de la manipulación del clero y

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de la incomprensión de ese Dios. El ejemplo, vuelvo a El Hombre y el Bruto, es ese Moisés impostor que se apropia de Dios para controlar y conducir al pueblo, símil que Clararrosa reproduce en el clero que sirve al Santo Oficio que a través del miedo perpetúa su poder en nombre de Dios. El barón de Holbach, sin embargo, nos da una interpretación que iba bien a su tiempo (Les prêtes désmasqués ou les iniquités du clerge chrétien). Dios habla con Moisés –un laico– y rechaza a Aarón –un sacerdote–. Pugna entre laicismo y sacerdocio. Clararrosa va mucho más lejos y quiere desenmascarar el mismo sistema religioso basado en el terror, en el temor, la ignorancia y la superstición que se sirve de Dios, de la Inquisición o de cualquier otra arma a su alcance. José Joaquín Clararrosa nos hace sentir la frase de Luis Gutiérrez en Cornelia Bororquia: “Una religión, decíamos, que permite al hombre forzar la creencia del hombre, es una religión falsa”. Daniel Muñoz y Beatriz Sánchez han hecho un buen trabajo. Esperamos que continúen su investigación sobre este personaje tan peculiar, complejo e interesante y su tiempo. Hágase la voluntad del autor: “Rásguese de una vez el velo del misterio...”.

Vicente León Navarro

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