De Azorín a Umbral. Un siglo de Periodismo Literario. Capítulo 8: El plan de desarrollo: el periodismo también crece

June 29, 2017 | Autor: J. Bernardo San Juan | Categoría: Literatura Y Periodismo, Periodismo Literario
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Descripción

CAPÍTULO VIII El plan de desarrollo: El periodismo literario también crece José Bernardo San Juan

Retazos del siglo XIX

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Los años cincuenta: Gran periodismo literario en el olvido

8.1.

El sistema de prensa de los años cincuenta

Hay una importante fuga de intelectuales durante el franquismo. Los periódicos extranjeros —en Francia y México, sustancialmente— se llenan de colaboradores españoles y nacen publicaciones del exilio 209 que se van apagando conforme los años de la guerra quedan lejos. La profusión de estas revistas es sintomática del volumen de intelectuales que se marcharon y su contingencia, nos habla de lo difícil que es consagrar una empresa editorial desde el exilio: España peregrina una de las más importantes publicaciones del exilio, se mantuvo con vida de febrero a octubre de 1940, y como ella un buen número de publicaciones: Cuadernos americanos se publicó solo en 1942 y de la quincenal Romance, no se editaron más que 24 números. El periodismo renace sobre la base de unos cuantos intelectuales que se quedan. Unos, ideólogos del Régimen, tienen patente de corso para escribir donde quieran. De esta forma Rafael Sánchez Mazas escribía, después de la guerra, en el diario ABC, colaboraba regularmente en el diario Arriba, en la revista Blanco y Negro, en Vértice, en Escorial y, a partir del año 50, en La Tarde. Eran bien mirados por el Régimen y, los periódicos, necesitados de escritores para rellenar sus columnas, los emplean con profusión. Otros, que aunque no comulgaban con el Régimen, aceptaban convertirse en silenciosos maestros, aceptaban —incluso— que el Régimen los utilizara para resaltar su pluralidad, etc. Estaban atados de pies y manos y solo podían escribir sobre ciertos temas. En realidad los temas tratados por todos eran los mismos, con la diferencia de que los primeros lo hacían por convencimiento personal y los segundos por necesidades del guión. Buena parte de los integrantes de ambos grupos ya escriben durante la República; lo que varía es el protagonismo que tienen antes y después. Esa especie de consenso generalizado, de repetida enseñanza en las escuelas según el cual Azorín es un maestro de la prosa castellana, no responde a la lectura de sus obras completas sino más bien a lo que modernamente conocemos como una gran campaña de comunicación. Es análogo este proceder al que, en el campo de la opinión pública, se ha hecho, por ejemplo, con El Quijote; su supremacía sobre el resto de escritos es algo, desde el punto de vista de la sociología del pueblo, incuestionable. En un sentido parecido, Agustín de Foxá, ya presente en los medios desde mucho antes de la guerra, a raíz de la publicación al inicio de la guerra de Madrid, de Corte a checa, se convierte en un verdadero personaje mediático cuya presencia es mucho más notable que hasta entonces. Un fenómeno curioso y por lo que sabemos aún no cuantificado, es el de la excelente prodigalidad con que los columnistas de la posguerra aparecen en toda clase de publicaciones. Un lector podía leer a los mismos periodistas aun cuando comprara 209 La bibliografía es abundante, nosotros hemos usado primordialmente de Abellán, J. L., Andújar, M. y otros (1976): El exilio español de 1939. Tomo III: Revistas, pensamientos, educación. Madrid: Taurus; de Balcells, J. M. y Pérez Bowie, J. A. (eds.) (2001): El exilio cultural de la Guerra Civil (1936-1939). Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, y el magnífico Capítulo IV escrito por Osuna, R. (1986): “A manera de epílogo: las revistas después de la guerra” en Las revistas españolas entre dos dictaduras: 1931-1939. Valencia: Pre-textos.

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medios bien distintos. Este fenómeno, que aún se da en los años que comprende esta introducción, lo ejemplifica a la perfección un tal Francisco Pérez Umbral, joven provinciano que llega en los años sesenta a Madrid con la ilusión de convertirse en escritor-periodista: “A veces por Argüelles, por Princesa, que había muchos quioscos, y los sigue habiendo, me paraba delante de un quiosco, y veía: ‘A ver en qué revista no escribo yo’. Y miraba alguna: ‘En esa no he escrito nunca y me interesa’. Y al día siguiente me presentaba al director con un trabajo que me parecía bueno y, zas, se lo colocaba. Tenía el ansia de estar en todo el quiosco, y yo creo que llegué a conseguirlo; me jodía que hubiera una revista donde no se publicara nada mío, me jodía muchísimo. Sobre todo en las revistas, porque en los periódicos había que estar fijo” 210. El esquema general del sistema periodístico español permanece relativamente invariable en estos años con respecto a los inmediatos de la posguerra. La totalidad de la prensa española cabe dentro de tres grupos distintos: la prensa del Movimiento, la prensa de la Iglesia y las viejas cabeceras independientes. Por más que este mundo mostrara una apariencia de solidez y de sistema totémico-inamovible 211, lo cierto es que con los años le aparecen arrugas y al igual que los diarios del exilio se apagan poco a poco, la prensa del Movimiento cede terreno ante el resto de diarios. Aunque la uniformidad informativa y los criterios de la censura se aplicaban con fruición, la opinión pública pareció desarrollar un fino sentido para percibir las críticas soterradas en la maraña más institucional, en percibir y premiar los esfuerzos periodísticos por ofrecer una información lo más independiente posible.

8.2. Viejos periodistas, exilio y nuevos talentos Los años sesenta son los años de desarrollo del franquismo. La década que ahora comentamos permanece a la distancia justa de la contienda civil como para que aparezca una primera generación que no sea directamente resultante del conflicto bélico. Ya algunos 212 han hablado de la existencia de un clima periodístico novedoso en el que, como en el propio franquismo, no hay grandes cambios, pero sí ciertos aires de originalidad. En ellos, madura una selección de periodistas, a la medida de los que existían entonces. Esta nueva hornada quizá no haya sido tratada con justicia en las Historias del Periodismo por las razones por las que hoy no son bien tratados aquellos escritores que vivieron en el clima políticamente incorrecto del franquismo. 210

Cit. por Caballé, A. (2004): Francisco Umbral. El frío de una vida. Barcelona: Espasa. p. 40. Resulta aleccionadora, sobre la estabilidad del sistema periodístico del franquismo, la siguiente tabla. Recoge el número de cabeceras de diarios de información general en España. Los datos han sido tomados de Sánchez Aranda, J. J. y Barrera, C. (1992): Historia del Periodismo Español. Pamplona: Eunsa, p. 421. 211

Año

Nº de cabeceras

1944

115

1954

106

1957

107

1966

107

1971

119

212

Cfr. el Capítulo 15 Palomo, M. del P. (1997): “Periodismo y literatura en los primeros años de la posguerra”, en Movimientos literarios y periodismo en España. Madrid: Síntesis, pp. 462-480.

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Hablamos de escritores-periodistas de la talla de Pedro Mourlane Michelena, Jacinto Miquelarena, Carmen Laforet, Víctor de la Serna, José María Pemán, Eugenio Montes, Miguel Delibes o el ya citado Francisco Umbral. Todos ellos tienen un recorrido vital y una personalidad bien distinta y sería temerario afirmar que conforman un grupo cerrado, lo cual no obsta para que muestren, en líneas generales y con diferentes grados de adscripción, un conjunto de circunstancias relativamente homogéneas. Son personas jóvenes, pertenecientes muchos de ellos por cronología, a la generación del 27, es decir, que para muchos de ellos la guerra es una experiencia traumática pero susceptible de desdibujarse con el tiempo. Esta misma circunstancia no se da, sin embargo, en el exilio. Por otro lado, es gente viajera: Alemania, Sudamérica y Europa, son destinos frecuentes en esos años. Se ha comentado cómo la censura limita mucho los temas sobre los que se puede escribir. Paradójicamente, la información internacional prevalece —en un país aislado— sobre la nacional. Los intelectuales viajan a uno y otro país y envían sus crónicas desde allá. En los textos que se han seleccionado en este capítulo se puede encontrar representación de esta peculiaridad. Agustín de Foxá escribe, con una prosa siempre aristocrática, en una de las etapas de uno de sus viajes: “En las cornisas brillaba aún de noche, la nieve tardía de Bulgaria. Había encendido las lámparas de pantallas rosas, con flecos de cristal (…). Estos judíos de Sofía han añadido a sus nombres bíblicos el off, que los eslaviza. Esta noche están invitados el canciller de nuestra legación Davidoff, y un judío Jacoff, que conocí en el hotel Mollé, de Povlin, cuando fui a visitar los rosales con algodones (para extraer el maravilloso aceite de los perfumes), en el famoso valle de las rosas” 213. Pero Foxá 214 no es el único viajero de nuestra selección; el lector encontrará también una verdadera maravilla escrita por Joaquín Calvo Sotelo y una crónica de José María Gironella firmada en Montecassino. El artículo de Calvo Sotelo es una “Carta abierta a lady Cheveley”. Esta carta es muy representativa de las peculiaridades del momento en que fue escrita, en ella se aúna la labor periodística de un escritor, la sensibilidad literaria y el españolismo castizo tan del gusto del franquismo. La tal lady Cheveley era la anfitriona del periodista en su estancia en Londres: “Recordará usted, lady Cheveley, que yo sonreí de un modo impreciso y hasta extraño. Recordará, tal vez, que yo estuve como melancólico a lo largo de nuestro recorrido. Confesaré ahora que, desde que vi Stradford entero volcado al honor y al tributo de Shakespeare, un ceño de envidia se me marcó en el rostro. Íbamos entrando desde la carretera al pueblo entre la hospedería Shakespeare, el restaurante Shakespeare, la calle Shakespeare, la estatua de Shakespeare y el garaje Shakespeare, y yo notaba ya afluir a mi espíritu una insobornable envidia de español” 215. 213

Foxá, A. de (1948). “Israel sin raíz”, en ABC, 16 de junio, p. 3.

214

Luis Rosales, Leopoldo Panero y Antonio de Zubiaurre acompañaron a Foxá, el conde, en una estancia en Cuba; de tal estancia resultó el artículo “Cuba antigua”, publicado en ABC el 4 de mayo de 1950. El lector lo encontrará en la selección de textos de este capítulo. Este artículo, desde la perspectiva que comentamos ahora, es también muy clarificador: “Entre los cines de aire refrigerado con películas en tecnicolor; los Cadillac de cola de pato; los DC 6 que aterrizan en Rancho Boyeros; los modernos hoteles del Vedado y los campos de baseball, todavía aparece la vieja Cuba colonial, como una página amarillenta de La Ilustración Española y Americana entre las bañistas satinadas de Life o de Squire”. 215

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Calvo Sotelo, J. (1948): “Carta abierta a lady Cheveley”, en ABC, 16-VII, p. 6.

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8.3. Un nuevo columnismo También el grupo a que nos referimos está formado por verdaderos escritores-periodistas. Es llamativa la cantidad de periodistas cuya prosa es una verdadera promesa literaria pero que, por diversas razones, no llega a cuajar en obras de mayor enjundia artística. El interés hacia muchos de estos autores está conociendo una primavera después de unos tiempos de cierta obstrucción por prejuicios políticos. En su renacer son objeto de nuevos editores que, a falta de una obra de calado, los editan espigando su labor periodística de uno y otro sitio. A veces da la impresión de que la acedia es lo que llevó a escritores de la talla de Sánchez Mazas o de Foxá a no escribir más. Sánchez Mazas fue recibido en 1940 en la Real Academia de la Lengua y sin embargo nunca llegó a leer su discurso de entrada. Sucede algo similar con los libros que publicaron en vida; habitualmente están formados por retales de textos ya publicados o por poemas que se fueron escribiendo en el tiempo y publicando en uno u otro lugar. Por momentos parece que nunca se tomaron en serio a sí mismos como escritores y, por tanto, interpretaron el oficio como un divertimento y sus escritos como puros ensayos de algo que nunca sería. La poesía de Sánchez Mazas, rescatada del olvido de las hemerotecas y publicada en el último decenio ofrece al lector momentos de sublimidad lírica muy notables y, desde luego, equiparables con lo que se estaba publicando entonces. El esfuerzo de recuperación de la novela Rosa Krüger por parte de Andrés Trapiello no hace sino confirmar estos supuestos. Este mismo Trapiello al prologar un volumen sobre Leopoldo Panero, otro gran intelectual y periodista de estos años 216, se pregunta cómo hemos podido olvidar la creación de estos escritores durante tantos años y cómo hemos podido pasar por encima de ella sin advertir su calidad. Tal expresión de estupefacción es perfectamente válida ante la obra de un Foxá, un González Ruano o un Sánchez Mazas. Sin embargo por más que el hecho —la ausencia de publicaciones literarias de largo aliento— sea uno, las motivaciones son varias; en el siguiente texto de Umbral encontramos expuesta de manera impresionante su declaración, su ansia por refugiarse en el periodismo con la pretensión nihilista de malbaratar en un esfuerzo inútil su talento: “Artículos, artículos, artículos. Una forma de autodestrucción. He vuelto a hacer artículos. Cientos, miles de artículos. Los artículos, primero, fueron mi procedimiento para irme autoestructurando. Era una construcción piedra a piedra, paso a paso, al hacerse un nombre, un hombre y una vida día a día, palabra a palabra. Ahora, consumado todo, son una autodestrucción y, con cada artículo voy quitando un soporte a mi vida, a mi obra, voy desarticulando pieza a pieza el armazón trabajoso e inútil de mi vida. Los críticos, los lectores, las gentes dicen que el escritor puede quemarse con tantos artículos, pero el escritor, contrito, aterido, solo, doliente, huérfano de todo, lo que quiere es eso, más que nada, y ha encontrado en el artículo una forma de arder, de desaparecer, una labor inútil y fragmentaria en la que deshojarse y morir. El artículo 216 En concreto, el texto de Andrés Trapiello comienza así: “¿Qué tierra es esta nuestra donde un poeta excepcional como Leopoldo Panero ha desaparecido de la memoria no ya de las gentes, sino de los propios poetas? Es la suya, con la de Blas de Otero, tan diferente a él, la voz más pura y luminosa de toda la poesía que se escribió en aquella larga posguerra, dilatada y sombría”. Prólogo de Por donde van las águilas, Leopoldo Panero. Granada: Comares, 1994, p. 9.

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fue mi hacha de guerra, mi estilete, el arma que me dio la vida para entrar a saco y vencer, la espada corta y segura con que conquistar y construir un pequeño imperio personal. Y ahora lo vuelvo contra mí, deshago mi obra en artículos, me dispersan, me fragmento, porque hacer libros es construir con voluntad de pervivencia, con fe arquitectónica (…). Con cada artículo que escribo pierdo la posibilidad de hacer un poema, un ensayo, un relato, algo más resistente y continuo. Y así, en cada artículo entierro y amortajo para siempre una dirección de mi vida, o varias direcciones, dejándolo todo incompleto, insinuado, quebrado, roto, maltrecho y malogrado” 217. Esta es la razón por la que una palabra como miscelánea sea frecuentemente utilizada al definir los libros de estos autores ¿cómo, si no, podemos definir Las aguas de Arbeloa y otras cuestiones, de Rafael Sánchez Mazas? La pregunta se hace extensible a publicaciones de la mayoría de estos autores, publicaciones en las que se reescriben a sí mismos, en las que se aprovechan textos ya publicados, se retocan los que deban ser retocados y se incluyen otros que, por diversas razones, no se llegaron a publicar aunque podían haberlo sido 218. Desde esta perspectiva leemos, por ejemplo, el antológico Madrid entrevisto de César González Ruano o El viajero y su sombra, de Eugenio Montes. Así pues, el periodismo y su contingencia los malogra muchas veces como novelistas más feraces. Con las cosas de este modo, no es de extrañar que las columnas periodísticas se afiancen, por pura repetición de un mismo ejercicio, por pura limitación de los temas (eliminando los políticos y potenciando los humanos) y por la naturaleza literaria de los escritores. Las peculiaridades y características no dejan de ser similares a las ya mencionadas en el capítulo anterior, es decir, disparidad temática, apetencia por los asuntos que interesan al escritor, ausencia de aseveraciones políticas, profusión de recursos estilísticos, abundancia de metáforas y de descripciones, etc. Es, pues, una época de lujo de la columna y, por tanto, del periodismo literario, como bien queda a las claras en los textos que se ofrecen bajo estas líneas.

8.4.

Bibliografía

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Umbral, F. (2003): Mortal y Rosa. Barcelona: Planeta, p. 173.

218

Anna Caballé, en la biografía ya citada sobre Francisco Umbral, muestra cómo este autor, que siempre admiró a Foxá y González Ruano, lleva al extremo las prácticas de sus maestros; en concreto, esta autora compara y muestra las más que sospechosas coincidencias de un autorretrato de Umbral que aparece en los siguientes libros-artículos de este autor: en un pliegos sueltos de La Estafeta Literaria titulado “Soy la soledad que toca el xilofón para pagar el alquiler”, en Mortal y Rosa, en el Retrato de un joven malvado, en La noche que llegué al Café Gijón y en Diccionario para pobres. Cfr. ob. cit., pp. 260-261.

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JACINTO BENAVENTE

La tradición, en nuestra literatura, de los aforismos, refranes, dichos, paradojas, máximas, sentencias filosóficas o pensamientos es constante y grande. Con la irrupción del periodismo como medio de comunicación a las masas, también se ha convertido en vehículo para “diccionarios” muy personales y expresión del ingenio en fórmulas pequeñas. Ahora ofrecemos al lector uno de estos artículos, por Jacinto Benavente. Esto no es muy distinto, por ejemplo, de lo que hacían Lichtenberg, Pascal o el propio Gracián. Entonces se llamaba literatura.

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Hojas de almanaque ABC. 22 de enero de 1948

Decía un pobre escrito viejo: “No hay duda, estoy en plena decadencia; ya no tengo más que amigos y admiradores. ¡Pobre triunfador el que sólo puede contar como triunfos los fracasos ajenos! Al despertarnos cada día elevemos esta oración al Todopoderoso: “Señor, que cuantos nos rodean sean todo lo malos que quieran, pero que sean inteligentes; si son inteligentes, llegarán a ser buenos”. La diferencia entre el amor y la amistad es que un mal hombre puede ser un perfecto amante, pero nunca un perfecto amigo. Lo peor que hacen los malos es obligarnos a dudar de los buenos. Es muy triste que nos pidan oro y que solo podamos dar cobre; pero es más triste ofrecer oro y que nos digan: “Si yo con el cobre tenía bastante”. Cuando de algo se dice: “¡Está muy bueno”; cuando de alguien se dice: “Es muy bueno”, ya se sabe de lo que se trata en ambos casos: de comérselo. Desconfiemos de los que nos creen capaces de mayores triunfos de los que hemos conseguido; es el modo pérfido de considerarnos fracasados. A todos les gusta saber para qué pueden utilizarnos el día en que necesitan de nosotros; por eso estiman tanto que seamos consecuentes, es molesto necesitar un martillo y encontrarse con unas tenazas. En ningún crimen nos gustaría ser la víctima, pero en alguno nos gustaría ser el autor. No seáis impacientes: los imbéciles y los malvados, aunque tardan, también se mueren. Me gustaría oír hablar de muchas grandes obras a quien no hubiera oído hablar nunca de ellas. No le quites a nadie su careta, el contrario, cuando veas alguno al que se le va a caer por descuido, ayúdale a sujetársela; no te perdonaría nunca que le hubieras visto sin careta. Hay quien sólo donde puede mandar puede parecer superior. Siempre nos teme el que está seguro de que no puede engañarnos. Los padres y los pueblos desean tener hijos grandes y gloriosos; pero nada hacen por conseguirlo y todo lo posible por estorbarlo. Nada más fácil que formar un partido de descontentos. Lo que me pareció peor la única vez que me presenté diputado fue que los electores pudieran elegirme a mí y yo no pudiera elegirlos a ellos. Bien nos parece donde bien parecemos. ¿Y si estuviéramos equivocados y este mundo fuera ya el Purgatorio?

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AGUSTÍN DE FOXÁ

La literatura de Foxá también se extendió a lo largo de esta década, con más ejemplos de verdadero periodismo literario. Esta vez vive en Bulgaria con una familia de judíos. El drama de los judíos es el drama de la identidad y en cierta manera la historia de Europa. Foxá hace gala de una gran cultura y entremezcla, con verdadera maestría, la historia con la reflexión y su reflexión con la historia, de manera que es un “artículo historiado”, un cuento con moraleja.

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Israel sin raíz ABC. 16 de junio de 1948

En las cornisas brillaba, aun de noche, la nieve tardía de Bulgaria. Habían encendido las lámparas de pantallas rosas, con flecos de cristal. Unas cortinas verdes. Unos floreros con rosas de trapo sobre amarillentas puntillas; y, en la repisa corría un faisán disecado. En aquella casa de mi amigo Haimoff se hacían los preparativos de la Pascua. Allí estaban el pan ácimo; y las lechugas silvestres; y el cordero macho primaveral. Porque correspondía al mes de Nisán. Haimoff trajo unas papeles verdes, azules, amarillos, como los de nuestras aleluyas del Corpus. Me aclaró: —Esta noche los cantarán los niños. Eran romances castellanos, de bufones, en los que había “El Tonto”, “El Loco” y “El que dice la verdad”; el más peligroso de todos. Haimoff lo lamentaba mucho, pero no podía invitarme; porque los incircuncisos no asisten a la Pascua. Sin embargo, me llevó a la cocina y me explicó el rito. Me enseñó la espesa mermelada de fresas que simboliza el fango en el que se hundieron sus padres cuando fabricaron las murallas del Faraón. —Yantaremos depriesa —me dice en un delicioso castellano de los Reyes Católicos—, calçados para el viaxe y con el cayado en la mano; porque esta noche pasó Yavé, nuestro Dio, por la tierra de Aegipto y mató a los primogénitos de los hombres y de los animales. E nosotros manchamos con sangre del cordero los postes de las puertas para no ser feridos. Estos judíos de Sofía han añadido a sus nombres bíblicos el “off”, que los eslaviza. Esta noche están invitados el canciller de nuestra Legación, Davidoff, y un judío, Jacoff, que conocí en el hotel “Mollé”, de Plovdin, cuando fui a visitar los rosales con algodones (para extraer el maravilloso aceite de los perfumes), en el famoso “valle de las rosas”. Después de las lechugas silvestres —recuerdo de la amarga comida del cautiverio—, Haimoff tomará el pan sin levadura y clamará: —Este es el pan de la aflicción que yantaron nuestros padres por tierras de Aegipto. Todo el que tenga fambre venga y coma. Todo el que haya menester venga y pascue. Este año aquí. Al año venidero en tierras de Israel. Este año aquí esclavos. Al año venidero en tierras de Israel hixos foros (libres). He recordado esta noche en Bulgaria, ahora que se han movilizado los soldados de aquel Egipto, que en el Deuteronomio se llama “horno de hierro” y “casa de la servidumbre”; ahora que caen bombas del Líbano (cuyos cedros sirvieron para edificar el Templo) en plena calle de la Amargura; y hay carros de asalto entre las rosas de Jericó, y antiaéreos en las viñas con rocío del “Cantar de los cantares”, y baterías de campaña en el valle de Josafat y entre las tumbas tranquilas del Cedrón. He recordado esto, ahora que Egipto y los reinos árabes que sustituyen a Siria, a Ninive y Babilonia aguzan sus armas porque Israel intenta de nuevo poseer la tierra. 580

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Vuelve la guerra, y la ruina, que descubrieron asomados peligrosamente sobre el abismo del futuro, los grandes profetas Jeremías, Isaías, Ezequiel. Nadie como ellos hizo la terrible crónica de las batallas que puede aplicarse a las actuales, porque nada hay tan inmutable como el dolor del hombre. Y de nuevo, como en los tiempos de Isaías, los soldados heridos se retorcerán “como mujeres parturientas”. Y en las ciudades arruinadas por los bombardeos morarán las fieras y los búhos llenarán sus casas. En sus palacios aullarán los chacales y los lobos en sus casas de recreo; habitarán allí los avestruces y harán allí los sátiros sus danzas…”: —Israel está sin raíces y no tiene ya grano —dice— (trece siglos antes de Cristo), la estela de Merneptah, el Faraón del Éxodo, cuya momia, que apareció intacta hace pocos años, fue sin duda salpicada por el agua del mar Rojo cuando se cerró sobre sus carros. Porque ningún pueblo ha sufrido como éste la tragedia geográfica de la falta de la tierra. Su historia oscila entre el Éxodo y la Diáspora (o dispersión). Cuarenta años peregrinó por el desierto haciendo saltar el agua de las sedientas rocas; y bajo los jardines de Babilonia colgó a orillas del Eufrates, las liras nostálgicas de Sión, de las desmayadas ramas de los sauces. Y en el arco de Tito, en el foro romano, todavía llora la piedra en los duros perfiles, bajo una algarabía de candelabros de siete brazos. Y cruza todas las posadas y castillos de la Edad Media la sombra del “Judío Errante”, con su terrible “anda-anda”, que le impide reposar un momento. Y así, hasta el último pueblo entre la nieve de Lituania o de Polonia, donde en las noches de Pascua descubren los judíos signos en la luna. Y así, hasta la cena de mi amigo Haimoff, quien en plena Bulgaria, entre los popes y los trineos de caballos sobre la nieve, evoca la noche de las palmeras y el aceite de oro, y el atardecer; poniendo púrpura en el vellón de los rebaños que pacen junto al pozo de Jacob.

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JOAQUÍN CALVO SOTELO

Las referencias literarias que el lector encontrará al leer este artículo son incontables y todas ellas hacen tienen relación con una literatura del refinamiento. Quizá el viaje sentimental de Sterne sea lo más cercano a este artículo de Joaquín Calvo Sotelo: el autor, por medio de una carta abierta, agradece a una tal lady Cheveley su cortesía como anfitriona durante el viaje de éste a Londres. En el artículo se habla del extranjero, pero sobre todo de España, de amor y de lirismo. Se instruye sobre ciertas costumbres, sale a la luz toda la parafernalia de la educación y del cortejo y, como en toda educación sentimental, acaba sin que en realidad haya sucedido nada.

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Carta abierta a lady Cheveley ABC. 16 de julio de 1948

No tenía, lady Cheveley, por qué agradecer mis rosas. Es verdad, eso sí, que se las busqué en persona, con un deseo muy hondo de que le fueran gratas. Varias se me ofrecieron en candidatura. Yo, después de aquilatar mucho su frescor, su colorido y su fragancia, elegí en una tienda de la vecindad del Claridge, ésas, cuya aparición ayer mañana en su gabinete, le ha conmovido tanto. Su perfume tenía, sin duda, un valor bajo el plomizo cielo londinense; sus pétalos eran de un terciopelo británico, su cáliz brillaba con un verde inédito en ese país donde los matices de ese color son infinitos. Pero el ramo, lady Cheveley, era elemental, aunque su gratitud me lo pondere, apropiado, y no iba encaminado sino a reiterarle mi reconocimiento por su ciceronaje del día anterior, a través de las calles de Stradford, y por la solicitud y la minuciosidad con que quiso que lo viera todo: la pila bautismal de Shakespeare, de Holy Trinity Church; la casa que habitara su esposa, la que él comprara más tarde; las ruinas de aquella en que muriera, los recuerdos de los actores famosos que incorporaron sus personajes fundamentales y al fin, la modesta tumba del genio, cuyo epitafio bendice a los que respeten sus cenizas y condena a los que las dispersen y profanen. —Cuando yo vaya a España —me dijo usted con una perfecta armonía de entonación y de ademanes—, haremos juntos el mismo peregrinaje en honor de Cervantes. Recordará usted, lady Cheveley, que yo sonreí de un modo impreciso y hasta extraño. Recordará, tal vez, que yo estuve como melancólico a lo largo de nuestro recorrido. Confesaré ahora que, desde que vi Stradford entero volcado al honor y al tributo de Shakespeare, un ceño de envidia se me marcó en el rostro. Íbamos entrando desde la carretera al pueblo, entre la hospedería Shakespeare, el restaurante Shakespeare, la calle Shakespeare, la estatua de Shakespeare y el garaje Shakespeare, y yo notaba ya afluir a mi espíritu una insobornable envidia de español. El río, corría con una mate coloración de cinc, entre sus márgenes cultivados. En su lomo llevaba unas lanchas bucólicas de enamoradas parejas, y reverenciosamente, en una curva llena de elegancia, se abría para cobijar al Memorial Theater, donde aquella noche se representaba “Cuento de invierno”. De grandes autobuses, innúmeros viajeros descendían con sus máquinas fotográficas al brazo y se repartían a diestro y siniestro: quiénes para reservar sus entradas en la taquilla, quiénes a los Museos. Todo tenía un aire de fiesta y, sin embargo, aquél era en Stradford un día exactamente como los demás días de verano en el que nada excepcional pasaba. Por que todo lo excepcional que tenía que haberle acontecido a Stradford, le aconteciera ya una mañana de 1563, en la que, sobre el venerable libro registro parroquial, que aun se conserva, una mano pusiera esta inscripción sencilla: “William, son of John Shakespeare”. Y los millares de turistas que, casi cuatro siglos después, deambulaban por Stradford, no eran sino romeros de una misma devoción al mágico poeta, cuyo fin, otro pluma, en el mismo libro registro, consignara el 23 de abril de 1616 —cincuenta y un años más tarde— con esta indicación sobria: “Shakespeare, Gent”. Es curioso que usted, lady Cheveley, me hablara de Cervantes cuando nos despedimos. Porque yo no hice otra cosa que pensar en él ininterrumpidamente. El plan de desarrollo: El periodismo literario también crece

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Me permitirá decirle hoy, sin que con ello hiera ninguna de sus fibras patrióticas, que yo creo en la primicia de Cervantes sobre Shakespeare? ¿Me permitirá que le diga que, a mi juicio, nadie en la literatura universal creó dos figuras de la magnitud y la grandeza de Don Quijote y Sancho? ¿Me permitirá que le diga, sin ambages ni rodeos, que ni Hamlet ni Macbeth, ni el Rey Lear, tienen la talla humana y representativa de aquellos dos seres? Podré, quizá, equivocarme en mis valoraciones y desacertar, pero así lo pienso, a la vez que muchos doctos de las Academias a cuyos gustos se aconsonantan los míos y cuyos ditiritambos suscribo… Pues bien, lady Cheveley: de Cervantes nos quedan unas cuantas imprecisas huellas, solamente. Ahora bien: no su cuerpo. Al convento de las Trinitarias acostumbramos llamarle “su tumba difusa”, porque entre sus muros seguramente está. Pero el lugar geométrico y preciso en que moren sus huesos lo desconocemos. ¡Ah!, no crea usted que sólo sus restos venerables son los que nuestra despreocupación ha aventado. No son, también otros muchos. Fray Félix Lope de Vega Carpio dormía su último sueño en la iglesia de San Sebastián. Alguien acordó llevar a cabo una monda en sus nichos. Una monda. Qué macabra y qué española palabra es ésa… Se hizo la monda. Y nadie veló por que se exceptuaran de ella las cenizas del más grande coloso de fecundidad y de poesía que han conocido los siglos. Porque Lope de Vega, lady Cheveley, —¡ay, por Dios, no se me muestre herida!—, jamás tuvo parigual en lengua inglesa. Don Pedro Calderón de la Barca distaba mucho de ser un ente despreciable. Cualquier Historia de cualquier país festejaría con ceremoniosos lauros, coloso parecido. Lea lo que reza esa lápida de la iglesias de los Dolores en la madrileña calle de San Bernardo. “Calderón de la Barca, Capellán Mayor de la Congregación de San Pedro Apóstol. Año 1666. Sus restos mortales, depositados en esta iglesia, desaparecieron en el incendio y saqueo del año 1936”. Ah, lady Cheveley… Grande es Castilla, solemos decir, que hace grandes a sus hombres y los gasta. Dura es Castilla, añadir pudiéramos, que tan poco los honra y tan prestamente los desentierra… Si conservamos el polvo de nuestros grandes Reyes, es porque ellos se anticiparon a la nacional incuria y se buscaron cobijo en la parrilla escurialense. Cierto panteón, olvidado, y frío cumple, en lo civil, función análoga para determinadas memorias ilustres. Alguna Catedral guarda condestables en olor de alabastro… Y eso es todo. ¿Disculpa usted, ahora, la envidia apenada que me produjo Stradford? Sepa ya, lady Cheveley, cuál era su porqué. Yo iba soñando para mi Patria; mientras usted se envanecía, con justicia, de aquel preciado galardón de la suya, una Alcalá conmovida, turbada, aun hoy, por el honor que la Providencia generosa le deparara, de ser cuna del Fénix de los Ingenios; yo me imaginaba un teatro Lope de Vega en el que una compañía experta, bajo una dirección sensible, repasara, del millar de títulos que aquel pasmo de las letras escribiera, unos cuantos al año, los más significativos cuando menos… E imaginaba, del mismo modo, caravanas de gentes dispares, de procedencias múltiples, arribando incansables a esos laicos santuarios… Si le mandé un ramo de rosas, lady Cheveley, no fue tan sólo por expresarle mi admiración hacia su belleza y sus bondades. Fue también para que me excusara ante 584

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usted si un día cumple sus propósitos y viene a España, de no tener un Stradford que enseñarle. Esto aparte, señora, la jornada fue maravillosa. Anochecía ya cuando hubimos de darla por concluida. Era la hora en que empezaba el teatro que en 1932 inauguraba el Príncipe de Gales. —¿Le ha gustado Stradford? —me preguntó usted casi musicalmente. —Sí —le repuse tras una pausa—. Y me quedé admirándola, lady Cheveley. La había admirado desde que la conociera. Su óvalo, sus rubios cabellos, su talle gentilísimo… Pero entonces admiré en usted algo diferente: el saberla parte de un pueblo que, con tan religioso fervor, prestaba acatamiento a la memoria de sus grandes hombres. Fue justo en ese instante cuando pensé en rendirle tributo de mi devoción con aquellas rosas y con estas líneas, lady Cheveley.

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T. LUCA DE TENA (HIJO)

Una rama de la familia Luca de Tena, desde hace más de un siglo, tiene dotes para la escritura e interés por ella. Así pues podemos encontrar una creciente cantidad de libros (novelas, primordialmente) escritos por miembros de esta familia. Aquí el periódico nos ofrece el relato de una muerte, la del escritor Zorrilla. Desde el Quijote sería posible dibujar una línea literaria con las narraciones de las muertes de multitud de personajes: muertes violentas, dulces, cristianas y ateas. Este artículo bien podría pertenecer a esa larga serie si no hubiera sido publicado en un periódico sino al final de una novela, en una recopilación o en un volumen de cuentos.

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La muerte de Zorrilla ABC. 23 de enero de 1949

Eran las primeras horas de la madrugada del 23 de enero de 1893, cuando, cerradas las últimas tabernas y apagadas las postreras y tenues lucecillas tras los visillos, el silencio y las sombras se apoderaban de la ciudad. Madrid dormía envuelto en gruesa sábana de nieve. De un cielo bajo y gris se desprendían lentos los algodones caídos de los telares de Dios. Tan sólo el resplandor débil de algún farol enfermo hería la oscuridad, salpicando gusanos de plata sobre la nieve blanda. Tan sólo el tic-tac monótono de un reloj parroquial rompía el silencio quieto de la ciudad dormida. En un quinto piso de la calle de Santa Teresa, agonizaba José Zorrilla. Rodeando el lecho del moribundo, espiando su respiración, honda y tranquila, su esposa y unos pocos parientes velaban su sueño. El poeta sabía cercano su fin, y en aquel descanso reparador, atenuados los dolores físicos por la proximidad de la muerte, ¡qué de recuerdos —olvidados algunos hasta entonces— se agolparían en su memoria, adornados por su prodigiosa fantasía! Qué lejanos —¡y qué cerca los veía ahora, rayando la Eternidad!— aquellos días oscuros del Valladolid de su niñez, con la sombra de su padre cerrando el horizonte abierto de su ambición multicolor; o aquellos crepúsculos toledanos en que, abandonando los códigos ásperos, exaltaba su imaginación leyendo narraciones viejas por la vega del Tajo o soñando desvaríos amorosos en los laberintos moros de las calles de Toledo. La protesta paterna por los estudios perdidos. La reclamación. La fuga… ¡prefería sembrar versos en la Corte que plantar viñas en Lerma! Y Madrid, aquel Madrid de conspiraciones, persecuciones, hambre, del que le arrebata de pronto la fama, tomándole por la cintura junto a la tumba de un suicida, zarandeándole y colocándole al fin en otro Madrid, donde los aplausos hieren sus oídos vírgenes y carga sobre sus hombros de adolescente la gloria que se le viene encima. La respiración serena y acompasada hasta entonces se detiene un instante. Un ataque de tos enreda sus ideas, cambiando el escenario de sus recuerdos; barajando lo real con lo fantástico. Maximiliano de Méjico, caído de bruces sobre la tierra seca, con un fondo de cactus y de mestizos; el capitán Centellas, clavando su acero en un Don Juan que no muere; aquella primera novia, rubia como los trigos, a orillas del río Arlanza; la huri del Edén de su Oriental quemando cinamomo y algalia a sus pies; y, sobre todos ellos, sobre Inés de Vargas, sobre el capitán don Diego, sobre su propio lecho, los labios entreabiertos y la mano desclavada del Cristo de la Vega. La esposa del vate se ha acercado a la ventana. Sus ojos, rendidos por la vigilia, contemplan la nieve que cae en silencio tras los vidrios entumecidos. Los bancos de piedra nevados parecen desde arriba féretros de niños, y unas pisadas sobre la nieve, que los copos que caen van cubriendo, pecados veniales que Dios al borrarlos va perdonando. El reloj de una iglesia cercana golpea la noche con su badajo de bronce. Son las dos de la mañana. El plan de desarrollo: El periodismo literario también crece

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La respiración del poeta se agita nerviosa, como si una gran emoción le turbara. Tengo un palacio en Granada, tengo jardines y flores, tengo una fuente dorada con más de cien surtidores. ¡Granada, Granada! La ciudad de sus sueños y sus cantares, de sus amores y esperanzas, alucinada, exaltada, embriagada con el recuerdo de sus versos, Granada, “la que no quiso dejar morir a su viejo poeta sin darle el último abrazo, el último beso, el postrer adiós y la postrera bendición”. El triunfo, la coronación, bajo la sombra de hurí de la Alhambra secular. El duque de Rivas, colocando sobre su frente la corona de laurel y aquel trueno de entusiasmo que acogió sus palabras haciéndole llorar… ¡Granada! Un murmullo de voces apagadas le inquietan. Alguien llora junto a él. Quisiera hablar… ¿por qué lloran? Un cuerpo frío le roza los labios. Le han acercado un crucifijo para que lo bese. Entreabre sus ojos un instante, y al volver a cerrarlos, se queda dormido, profundamente dormido… para nunca despertar. La nieve borró todas las pisadas en la calle de Santa Teresa. Era el 23 de enero de 1893.

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AZORÍN

El lector tiene aquí un testimonio más de ese monumento que constituye la obra de Azorín, escritor de genio pero también de perseverancia. Azorín fue un lector de curiosidad omnicomprensiva y, por tanto, de lecturas muchas veces muy minoritarias. De una de sus lecturas nace el artículo. En esta ocasión nos presenta una descripción de Ávila en el año 1863. A raíz de esta descripción Martínez Ruiz reflexiona sobre arquitectura, pobreza y espiritualidad. El resultado es, como siempre en Azorín, un artículo con una prosa personalísima y periodísticamente inclasificable.

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Ávila, 1863 ABC. 16 de marzo de 1950

Ávila de los Caballeros es la ciudad más alta de España: mil ciento treinta y tres metros sobre el nivel del mar. En Ávila la luz y el aire son elementos esenciales; por la altura, por la transparencia del aire, en las noches avilesas las estrellas fulgen adamantinas. Ávila se compone de mil cuatrocientos cuarenta y ocho vecinos, es decir, fuegos, hogares. Las casas están edificadas con berroqueña gris, “negruzca”: se nos dice que esa foscura impone a Ávila un carácter “lúgubre y sombrío”. No lo creamos: la luz lo hinche todo en Ávila. (Seguimos la “Guía de Ávila”, publicada en Ávila, en 1863, por Valeriano Garcés). En Ávila tienen sus administradores las siguientes grandes casas: Abrantes, Alba, Medinaceli, Roca, Tamames, Cerralbo, Fuente el Sol, Obieco, San Miguel de Gros, Parcent, Polentinos, Superunda, Torrearias, Montijo. A la cabeza de la lista, con nombres y direcciones, está S. M. la Emperatriz de los franceses. En Ávila sólo hay un “dentista”; en cambio hay seis confiteros y dos pasteleros. El ferrocarril del Norte llega ya hasta Olazagutia; las obras de la estación, en Ávila, no están terminadas todavía. La afluencia de empleados, en la estación, en el ferrocarril, ha hecho que se establezcan muchas casas de huéspedes en Ávila. (En la ciudad de la ciencia divina, trafaga la ciencia humana). Las posadas en Ávila llevan los siguientes nombres: del Rastro, de la Fruta, de la Estrella, del Mercado Grande, del Puente, de la Feria, de Vulpes. Ávila está cercada de murallas; tienen dos mil quinientos veintiún metros de circunferencia; los torreones eran ochenta y ocho. “Hoy ya faltan algunos”. Se entra en Ávila por ocho puertas; hay una más, que está cegada. En Ávila nacen dos mujeres singulares: en el siglo XII, Jimena Blázquez; en el siglo XVI, Teresa de Jesús. Jimena Blázquez, con coraza —como Juana de Arco—, defiende a Ávila del asalto sarraceno y la libra de los horrores del saco. Santa Teresa y Cervantes son las figuras más universales que tenemos. Para el teresismo, el edificio más sensible, más conmovedor, en Ávila, es el convento de la Encarnación; ante un plano de Ávila vemos que el convento de la Encarnación está fuera de las murallas, detrás de un cuadrilátero sembrado de crucecitas: el cementerio Viejo. El convento de la Encarnación es de carmelitas calzadas; la “Guía” citada nos dice que el convento es “espaciosísimo”. Otra “Guía” —de Benito García Arias, publicada en 1870— asegura que el convento tiene “poco local”. Una tercera “Guía”—de Cid y Redondo Zúñiga, Ávila, 1908— resuelve la contradicción con decirnos que el convento fue reedificado, “con relativa suntuosidad”, en el siglo XVIII. Santa Teresa vive en la Encarnación veintisiete años: veintisiete años de juventud. Nos sorprende que tardara tanto en decidirse a la reforma; de la Encarnación sale para fundar, en la misma Ávila, el convento de San José —vulgarmente, las Madres— de carmelitas no mitigadas, descalzas. En la Encarnación vivían, según Teresa, “más de ciento cincuenta monjas”. No había muchas veces comida para todas. Los techos, a teja vana, se llovían. Teresa debió de sentir, por una parte, impulsos irresistibles de reforma, y por otra, la tristeza —inenarrable— de las despedidas. Teresa es, para los artistas, como es Cervantes, una lección perpetua: más lección, en cuanto al estilo, que Cervantes. En Cervantes tenemos el estilo “hecho”, y en Teresa vemos “cómo 590

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se va haciendo”. No sé si “El Greco” es una correspondencia lógica de Teresa, en el mismo siglo; puede que la pintura de “El Greco” sea, como la prosa de Teresa, una pintura “en devenir”. La lucha de Teresa ha sido, esencialmente, por la pobreza: Teresa y sus hermanas quieren ser pobres. Pobreza implica soledad; Teresa, viandante por los caminos de España, representa la soledad. Sin ansia de soledad no hay verdadero artista; en la soledad del artista —escritor, pintor, escultor— a solas consigo mismo, acendra obstinadamente su arte. Y llega un momento en que no sabrá ni lo que es expresión literaria, ni lo que es color, ni lo que es forma. No sabrá lo que ha hecho. En “Camino de perfección”, Santa Teresa escribe: “¡Más que desconcertado escribo! Bien como quien no sabe qué hace”.

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AGUSTÍN DE FOXÁ

Luis Rosales, Leopoldo Panero y Antonio de Zubiarre pasean por La Habana. De ese paseo por la Cuba antigua, la Cuba más española, y de las impresiones de ese viaje, escribe este artículo el conde de Foxá. Así pues, nuevamente un viaje es el que le sirve de motivo para su escritura. Foxá habla de Cuba con nostalgia inmensa y el lector no puede abstraerse de una pena que no tiene nada ver con la posesión o no de la antigua colonia, sino con algo más hondo y más literario. A la vez, el viaje con los amigos: Panero, Rosales, hacen que sea un desplazamiento irrepetible y la melancolía de Cuba se extiende hacia la de los momentos buenos pasados allí. Y el lector encuentra al final una bruma de tristeza y de añoranza verdaderamente excepcional.

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Cuba antigua ABC. 4 de mayo de 1950

Entre los “cines” de aire refrigerado con películas en tecnicolor; los Cadillac de cola de pato; los DC 6 que aterrizan en Rancho-Boyeros; los modernos hoteles del Vedado y los campos de “baseball”, todavía aparece la vieja Cuba colonial, como una página amarillenta de “La Ilustración Española y Americana” entre las bañistas satinadas de “Life” o de “Squire”. La Habana antigua emerge, resucita un poco, los domingos. El domingo es un día español, un día de plácida capital de provincia. Casi no circulaban los “autos”. Y hay un gran silencio, y se ve a la gente cruzar las calles; y se oye el arrastre de pies. Las plazas desiertas parecen de Semana Santa. Hay un rincón que en vano cercan los “claxon”; porque allí todavía triunfan las campanas. Su símbolo es ese palacio de Goizueta, frente a la Catedral, de esbeltas torres y verdosas campanas, en cuyas habitaciones isabelinas se anuncia ahora el ron “Arechavala”; y uno de cuyos salones, acaso el de baile, está partido por un delgado tabique, iluminado una mitad por viejas arañas de prismas irisados; la otra, por la nerviosa y parpadeante luz de los tubos neón. Quedan restos de murallas, rodeadas de jardines, con buganvillas amoratadas y césped, convertidas en reliquias. Aquí la fortaleza de Atarés. Y el esqueleto, sin carné de liturgia, ni voz de campana, ni ojo de vidriera, del antiguo convento de San Francisco, transformado en Correos. Y avanzando sobre la espuma y el añil del mar, la Fortaleza del Morro. Y detrás de la Cabaña. Y el faro parpadeante, sobre los tiburones; que edificó O’Donnell, joven entonces, con su fajín colorado con borla de oro y ya suspirando por la Reina Isabel. Quedan la calle de Carlos III; y el Prado, que era el paseo elegante de los jinetes y de los coches de caballos, con sus soportales y sus galerías. Y casas renacimiento y alguna morisca. Y la “Quinta de los Molinos”, donde se defendía de los calores el capitán general. ¡Viejas casas habaneras, buscando las corrientes de aire, el rincón del fraile! Frescos interiores para las siestas, los refrescos y zumos, y la mecedora. Y los viejos esclavos negros de pelo blanco. Y el piano de la Península para los antiguos bailes. Álbumes y “daguerrotipos” descoloridos. Y vitrinas para los abanicos. En este álbum, amarillo, donde la letra es ya una evaporación violeta, leo un madrigal de mi antepasado el poeta cubano, Narciso de Foxá. Ese lunar, bella Luisa. vale un mundo, vale dos. Y si lo anima tu risa vale cuanto se divisa entre los hombres y Dios. Fuimos los poetas españoles, Rosales, Panero y Zubiarre y el fino escritor cubano Roselló a una antigua casa de campo para completar nuestra visión de la vieja Cuba. Su dueño es Joaquín Otero. El plan de desarrollo: El periodismo literario también crece

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Pasamos por la verja del cementerio de Colón, donde se alzan los más caros y vanidosos mausoleos. Y luego el humilde cementerio chino. ¡Qué sensación de muerte definitiva para un cristiano la de esas tumbas sin cruz! En algunos días del año, los chinos colocan esos platitos diminutos (de laca roja en cuyo fondo se desenrosca un dragón, cargados de pato y arroz), sobre las tumbas de sus antepasados. Y Roselló me cuenta que una amiga suya de La Habana le preguntó, burlona, a su hábil cocinero de ojos oblicuos: —¿Con qué estómago digieren vuestros muertos esa comida? —Con el mismo olfato —le respondió— con que los vuestros huelen las flores que les ponéis encima. Se abre en abanico el paisaje; y se despliegan los primeros bohíos. El bohío está hecho, vestido, por la palmera; por la palma, como aquí se dice. Estas edificaciones son las que vieron los descubridores desde la cubierta de sus carabelas. Le sienta bien al bohío la luna llena encima. Es una casa aérea, traspasada de intemperie, frágil, tejida como un cesto; como un poco de sombra, edificada. Bebemos unas copas de ron en un pueblo que se llama Jamaica. La tierra es roja como una teja romana cuando se rompe. Hiladas, despeinadas (como una muchacha en automóvil abierto), se extienden a la brisa las cabelleras de los cocoteros. —Este es —nos dice el guajiro al que preguntamos— el pueblo de Catalina de Güines. Hay que torcer a la izquierda. Es una vieja finca para un dibujante romántico de la “Ilustración”, más que para el frío objetivo de una máquina. A la entrada se extiende un jardín con amarillas y enormes toronjas. Y en el centro, sonora, de unos postes de madera, cuelga una vieja campana, fundida hace ciento setenta y cinco años, para llamar a los esclavos. Y hay unos perros dogos de mármol, a ambos lados de la escalinata de la entrada. Dentro un salón con recuerdos de las viejas Exposiciones Universales; un Mercurio de bronce, con su alado telón; un barómetro con su amenazador “viento huracanado” y una Minerva, con lanza y casco, pensativa. Las paredes están revestidas de papel verde y grandes espejos polvorientos, que ya casi no nos devuelven la imagen, como gastados por antiguos rostros y escotes hace muchos años desaparecidos de este mundo. En otra sala hay un billar japonés, bajo una lámpara con colgantes de vidrio y una fotografía, coloreada, de la Reina Regente con el Rey niño. Entre azulejos y cacerolas trabaja la cocinera. Es bastante negra. —Pero —me explican— ya muy adelantada. Quieren decirme que va mejorando de raza; que su padre fue casi blanco y su abuelo mulato. Su hija aun está más aclarada. Ya no tiene “pasa” (el pelo tan rizado que no se puede peinar), sino casi liso. Y ella se lo arregla como las blancas. Su madre no quiere que “atrase”. No la deja tener un novio negro, ni siquiera mulato. —Siempre “adelantando”, hija, nunca para atrás. En la fachada del jardín, colgando del yeso, una cadena de esclavo. Son tres argollas unidas por unos hierros. Una se prendía a la cintura y las otras dos al tobillo. Así trabajaban agachados, mientras duraba el castigo. 594

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Hay aquí una alegre “pajarería” entre los altos y verdes “mangos”. Después de la siesta, salimos. En la sombra, las matas oscuras de los cafetales. Y un mar de cañas de azúcar. Y allí, el “Trapiche” donde se tritura. Unas orquídeas penden de una cuerdas de un árbol, cultivadas entre sus maderas. Este árbol se llama “la güira”, de cuyo fruto, seco al sol, se hacen las resonantes “maracas” de las orquestas. Es un árbol que produce música. Hay una canción que dice “Te voy a enseñar cómo se hacen las “maracas”: Se coge una güira, se le abre un hoyito, se saca la tripa y se pone a secar Y por el hoyito; por buenas razones, se echan municiones. Se mete un palito, se pone un clavito y luego a tocar. Y ya está… —El ingenio es grande —me dice su dueño— unas trescientas caballerías. Aun miden por “caballerías” como en España antes del sistema métrico. A pie llega un “guajiro”. Lleva a la cintura el machete con el que corta el manigua. —El indio —dice— está que arde. El indio es el sol; añade que este año hay mucha “bibijagua”, una hormiga feroz que todo lo destruye. Y nos saluda un cazador que trae muerta una “güinea”, una especie de elegante gallina gris con motas blancas. Cuando salimos del ingenio, veo a un grupo de jóvenes mulatas que nos dice adiós. Una mordisquea un trozo de caña de azúcar. ¡Cuántas veces bajo esta luna, tan clara que se puede arar bajo su luz, con el ron y la rumba y el dulce sabor de la caña, vencieron, en el amor y en el corazón de sus amos, a las lánguidas y pálidas esposas blancas de La Habana, que cantaban al piano la “Canción de Atala” y se carteaban con Gertrudis Gómez de Avellanada, la gran romántica…

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VÍCTOR DE LA SERNA

Víctor de la Serna no era natural de Barcelona pero sí que fue un gran observador y conocedor de la naturaleza española. En los siguientes párrafos el periodista realiza un retrato de Barcelona tomando como base el soplido del viento payés —del interior— sobre Barcelona. De hecho, el retrato que ofrecemos centra su mirada en la Barcelona agrícola frente a, por llamarla de algún modo, la Barcelona marítima.

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Viento Payés sobre Barcelona ABC. 4 de junio de 1950

También a Barcelona le entra, por este tiempo, una fresca punta de viento agrario hasta el mismo corazón payés siempre latiendo, aun bajo el peso de tanta cultura como aquí se halla presente. Este viento payés no es ni tan estricto ni tan seco ni tan agresivo como el viento oretano que también por ahora, y según “decíamos ayer”, le entra a Madrid hasta su corazón paleto. Aquí todo es más ordenado, es decir, más hijo del orden, más normativo por tanto. También el viento; que es como un viento con declinaciones, viento cartesiano, viento en soneto. No es como eso que pasa por Madrid, que es alborotado, despechugado, cimarrón, demasiado materia prima, casi diríamos que demasiado auténtico: como la Exposición de Trofeos de Caza, que da gana de visitarla con armadura puesta. Aquí es todo orden: cada casa está a su tiempo en su sitio y es difícil o peligroso improvisar. El margen de lo imprevisto no tiene esas dimensiones que tiene en Madrid, y por eso el campo tiene en Cataluña una helénica serenidad, sedante, dulcísima, humanísima. En Cataluña no hay esos espectáculos desalmados del paisaje vetónico que castiga al hombre. El viento agrario en Barcelona penetra hasta la misma urbe, modosa y casi académicamente, danzando y no alborotando. Penetra en tiempo de sardana, acompasado, eurítmico, dentro de esa partitura que es el “pla” labrado a compás esmaltado minuciosamente, caligrafiado, miniado. Yo no conozco en la doliente Europa que amo tanto un trozo de tierra tan civilizado, tan académico y en que tanto se note que Columela era español, como este trozo entre Villanueva y Barcelona. El “agro pontino”, que Benito Mussolini regaló a su patria como un enamorado regala una joya a su amante, es un remedo moderno de esta ilustre plana, al fondo de la cual unos cerros rosados, coronados de castillos, de olivos y de pámpanos se ponen de color de nácar en los amaneceres, mientras Barcelona, irisada, se estremece con el batir del lino de los paquebotes cargados de sal que vienen de los Alfaques. Entra el viento agrario inevitablemente sazonado con el aliento salobre de la mar: entra batiendo cañaverales que agitan su grímpola verde un poco marinera. Es tan payesa la noble y vieja Barcelona, que, sin quererlo —al menos yo prefiero que no haya intención turística en el suceso—, deja que le entren los algarrobos (el árbol totémico de Cataluña, nutricio del alto mulo ampurdanés) hasta el mismo Paralelo, ácrata y feriante. Y entre el aeropuerto y la ciudad conserva una medio derruida iglesia, con una torre de silueta cruzada, jerosimilitana, de un medioevalismo agresivo. Es una iglesia insignificante, en la que no parecen haber reparado los cronistas, a pesar de ofrecer su adorable silueta al borde mismo de la autopista como mendigando una mirada. No tiene campana. Con un poca de picardía, puede suponerse que el payés, dueño de aquel huerto en que está enclavada, la vendió para comprar unos palmos más de terreno; con un poco de malicia, puede suponerse que la robó un ratero del Barrio Chino; pero con un poco de fantasía, también puede suponerse que, a hombros de El plan de desarrollo: El periodismo literario también crece

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un esclavo, la embarcó un turqués en su galera en una noche de algara. Esta pequeña, insignificante iglesia, de quien nadie, probablemente, ha hablado hasta hoy, fue de un poblado medio campesino, medio pescador, en que vivían los primeros payeses que dieron de comer y de beber a Barcelona, y que vivían en chozas de barro junto al Llobregat. Era entonces el campo del “pla” menos cartesiano y el mar del orden, el Mediterráneo normativo y filosófico, se había hecho anarquista bajo el barroquismo de la Media Luna. Y los caballeros de que Tirant lo Blanch fue espejo tenían que bajar gritando sus alalaes con alusiones al “ferro” de la lanza, entre los olivos de Casteldefels y los melocotoneros de Cornellá para proteger a los siervos del remo y de la azada, mientras, la campana, que falta en la torre de que hablo, tocaba a somatén. Es más que probable que un erudito local desmienta todo esto que digo. Peor para él. A mí me hace falta sacar partido de esta iglesia medio rota, olvidada y venerable para decorar con algo este artículo en que quiero loar al payés del campo catalán, especialmente del campo barceloní, que puebla todas las mañanas los caminos huertanos, bordeados de rocas, con el rumor agrario de los carros de frutas de la ribera. Por estos caminos penetra, hasta enroscarse en las columnas del templo de Augusto, ese viento ordenado, aristotélico, virgiliano, que peina vides y hace cantar las copas de los literarios pinos junto a las ruinas ilustres y hace gemir como violas a los cipreses de Pedralbes junto a la tumba, blanca de la blanca infanta Elisenda de Moncada, que pregunta a los ángeles de alabastro qué tal tiempo hace y los ángeles le dicen: …que a fora és tébi y blau el dia Y no es forzosamente lo ordenado blando ni es forzosamente duro lo cimarrón. Igual que Garcilaso, hijo predilecto de la norma y el canon, supo morir como un almogávar, también hay valentones de oficio que huyen como gallinas. Este viento normativo, aficionado a la geometría de los arcos y de los entablamentos, calienta muchos caletres, empuja hacia muchas aventuras, madura muchos pámpanos, da grados a la malvasía de Sitges, “doradita, un poco amarga, que se da a los moribundos para corroborarlos”, hinche velas, tañe liras y “entré unas cosas y otras” también sabe multiplicar, como un dios enriquecido, el redoble del tamborcillo de los Bruchs y poner espanto a un mariscal de Francia. Los vientos agrarios de Espada, cada uno con su acento —porque ya hablaremos del andaluz que se mete hasta la calle de Sierpes—, tienen una misión muy importante: la de traernos a la humilde consideración de nuestro origen. ¡Si vieran ustedes qué hermosa colección de buganvillas crece en el cinturón agrario que ciñe a Barcelona, la mayor ciudad del Mediterráneo!

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De Azorín a Umbral

JULIO CAMBA

Julio Camba viaja desde Nueva York hasta el puerto peruano de El Callao. Desde ese puerto el viaje debe continuar hasta una de las regiones peruanas: Ayacucho. El motivo del viaje, como explica en el propio artículo, es el de celebrar en ese lugar las fiestas del centenario. Camba escribe otro artículo de viajes con el sabor de las mejores novelas de Julio Verne; el lector actual aún puede sentir una suerte de ensoñación y ganas grandes de viajar al leerlo.

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De Nueva York al Callao El Norte de Castilla. 5 de junio de 1952

Fui desde Nueva York al Callao en un barquito de la Grace Line que se llamaba el “Santa Ana”. Conmigo iban, para asistir a las fiestas del centenario del Ayacucho, el doctor Rowe, presidente de la Unión Panamericana, el nuncio papal Monsignore Trochi, la señorita Cunnegut, de Kansas City, alambrista, un cowboy, que se anunciaba como el “Rey de la Muerte”, muchos invitados ordinarios y algunos embajadores extraordinarios. Los marineros del “Santa Ana” eran negros; los camareros, amarillos, y los pasajeros, entreverados. A los pocos días de navegación se armó un tanque de lona impermeable sobre cubierta y, metidos constantemente en el agua, teníamos la sensación de recorrer los mares en una pila de baño, con un ventilador a modo de hélice y la chistera del Dr. Rowe a guisa de chimenea. Calor, cada vez más calor. Al acercarnos por las costas de Cuba navegamos por un mar de aceite caliente, donde el feliz pescador imagino que recogerá sus peces ya fritos y todo. La atmósfera es una atmósfera de sartén. Todo suda a bordo. Suda la mantequilla, suda el queso, sudan las carnes en conserva del frigorífico y las carnes al natural de los pasajeros. Sudan los manteles, suda el hierro, suda la madera. Todo suda, se disuelve y tiende a volver a su unidad originaria. No hay ya en el barco diferencia alguna de olores ni de sabores. El queso tiene el gusto del jamón, el jamón el gusto del queso, y lo mismo da tomarse un trozo de “gruyére” que bailar un “fox” con miss Cunnegut. Cada noche se produce una nueva baja entre los “smokings” del comedor y, al llegar a Colón, no subsisten ya en todo el barco más que tres o cuatro pecheras almidonadas defendidas por otros tantos heródicos corazones. Los camareros, chinos, como creo haber dicho ya, van por entre las mesas haciendo malabarismos con los platos y, cuando usted le ha pedido un postre a su chino, él le entrega a usted una sopa y sonríe como si estuviera en el circo y acabase de ejecutar un truco muy difícil. ¡Los fracasos gastronómicos que en virtud de este procedimiento hemos experimentado mi compañero de mesa Martínez Molins y yo!… Un día, convencidos de que no nos quedaba otro recurso, nos decidimos a estudiar el chino, pero no nos admiren ustedes demasiado. En la lista de a bordo todos los platos estaban numerados, y con aprender a contar hasta veinte, teníamos chino de sobra para nuestras modestas necesidades. Todavía recuerdo los diez primeros números que aprendí y que hasta donde se puede escribirlos con nuestra modesta ortografía, son éstos: “yat, i, sam, si, u, lo, cha, per, can, sap”… Mi sistema nos dio un resultado bastante aceptable durante dos días, pero, al tercer día, nos cambiaron el camarero y todo nuestro chino resulto inútil. Ocurría que nuestro primer chino era un chino malayo y el segundo un chino de San Francisco de California. Luego pasó a servirnos un chino del Uruguay, pero chino de la China no nos tocó nunca ninguno, lo que supone bastante mala suerte, habiendo como hay en la China tantísimos millones de chinos y siendo nosotros nada más que unos ciento cincuenta pasajeros. Y henos aquí, en Colón, el puerto —masculino de puerta— que se abre y se cierra entre dos mundos. Colón tiene algo de Bombay o de Calcuta, algo del Far West 600

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americano y algo de poblado tropical. A las puertas de sus tiendas unos indios magníficos que parecen príncipes o fakires nos ofrecen sedas, cobres, bronces y porcelanas. Yo le compré un buda dorado a una especie de Rabindranath Tagore, quien comenzó pidiéndome treinta dólares por él para acabar dejándomelo en dos y medio. Otros viajeros compraron bandejas, kimonos, alfombras, zapatillas pañolones bordados y toda esa suerte de mercancías con las que, gracias a la industria alemana, se mantenía entonces en el mundo la idea del fausto oriental. Las tiendas de los indios se encuentran generalmente cerca del puerto, sobre todo en una de las calles principales. Detrás están las calles equívocas con sus casas de una sola persona, calles donde florece el “jipi-japa” junto al amplio chambergo de cowboy, donde las negras recogen sus faldas blanquísimas de volante para bailar unos zapateados epilépticos al son del organillo o del gramófono, donde la marinería universal celebra esas orgías fabulosas en las que el placer de una sola noche cuesta el sueldo de todo un año y donde espera constantemente que empiecen a sonar los tiros.

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CÉSAR GONZÁLEZ RUANO

Walter Fletcher fue un ciudadano inglés con sobrepeso que inició una campaña de presión sobre los gobernantes de su país con el fin de que fueran abolidos los impuestos especiales sobre los trajes más grandes. La noticia le sirve a González Ruano de motivo para la reflexión y la chanza. Su humor, siempre de suave ironía, aparece desde el mismo momento de la elección del tema.

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De Azorín a Umbral

Los gordos ingleses El Norte de Castilla. 14 de junio de 1952

Si en algún sitio, salvo en los lugares orientales, el hombre gordo tiene una tradición orgullosa, una representación honorable, ese sitio es Inglaterra. Quizá en parte de su prestigio contemporáneo ha influido Chesterton, aunque por idénticas propagandas podían haber tenido su imperio los flacos poniendo a la cabeza de sus falanges escuálidas a Bernard Shaw. El gordo inglés no sólo no renuncia a su distinción, como puede ocurrir en los países mediterráneos donde parece estar disculpado de ella, sino que ha sabido inventar lo que pudiéramos llamar unas determinadas elegancias primitivas de la obesidad. Véase el caso de Churchill, verdadero ejemplo de un dandysmo sin afectación, pero también sin desmayos y sin una sola concesión a estas comodidades inelegantes que parecen ser privilegio de los gordos. De los países que han ganado la última guerra quizá sea Inglaterra el menos favorecido. Considerando ciertas estrecheces que aún le son penosamente habituales, piensa uno a qué extremos de incomodidad y de sacrificio colectivo hubiera tenido que llegar este país en caso de haberla perdido. Ahora los gordos del Parlamento acaban de conseguir un pequeño pero expresivo triunfo sobre el actual sistema de impuesto sobre la compra de tela, en consecuencia del cual el hombre gordo tenía que pagar impuestos extraordinarios, por lo que sus trajes le costaban más caros. El héroe de esta cruzada de los gordos ingleses que piden más cupo de ropa, parece que es el conservador Walter Fletcher que pesa la bonita cifra de ciento treinta kilos. Walter Fletcher ha conmovido a la opinión explicando cómo la gordura es una especie de enfermedad y recalcando la injusticia que supone que el Tesoro imponga sobre ella lo que en realidad es un castigo. Aunque no estamos mayormente informados del asunto, suponemos que desde ahora los gordos ingleses se ven exentos de este impuesto extraordinario, vejatorio e hijo, a todas luces, de la arbitrariedad. La cuestión de gordos y flacos ha apasionado siempre en casi todos los climas al ser humano y cuenta con una no pequeña bibliografía literaria. El hombre normal está por lo visto libre tanto de la suspicacia como del orgullo de su normalidad; pero lo mismo el extraordinariamente gordo que el extraordinariamente flaco suelen tener una postura altiva de su caso y busca y encuentra continuamente razones que defiendan sus supuesta superioridad sobre sus contrafiguras humanas. Aun perteneciendo al grupo de los flacos, reconozco en los gordos una mayor ingeniosidad, acrecentada por la posesión permanente de un humor plácido y de una como visión irónica de la vida que quizá nos falta a nosotros, porque el flaco está más bien inclinado a los conceptos un tanto dramáticos de la existencia y en la polémica lo dramático lleva siempre las de perder. Si los flacos ingleses tuvieran ahora un auténtico sentido del humor, aceptarían con júbilo las ventajas conseguidas por los gordos en eso del cupo de ropa, pero pedirían acto seguido un descuento propicio que los permitiera El plan de desarrollo: El periodismo literario también crece

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obtener la ventaja de que al hacerse un traje hubieran de recibir como compensación un número determinado, por ejemplo, de cajetillas de tabaco. No todos los flacos somos gentes irascibles y algunos incluso tenemos conocida y reconocida una paciencia casi apoplética. En el caso de este cronista bien sabe Dios que no hay resquemores ni malicia, sino todo lo contrario, por este triunfo tierno y delicado de los gordos ingleses.

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CAMILO JOSÉ CELA

Camilo José Cela escribe y dedica este artículo a Fernando López, un “domador” de gorriones. En el artículo la poderosa prosa de Cela explica que hay pocas cosas tan terribles como el hambre de los gorriones. El texto, al igual que otros tantos del autor, está escrito con una brillantez como no ha habido en este siglo; el tema es desconcertante, sentimental y poético, pero alejado de cierta humanidad. Cela escribe sus artículos de la misma forma que sus cuentos, para deslumbrar el lector, pero jugando al desconcierto.

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Destinatario, el gorrión con hambre Informaciones. 31 de enero de 1953

En el listín de las tristezas sentimentales — ese inventario de niños descalzos, muchachitas feúchas, doradas hojas de otoño y solitarias estaciones de ferrocarril— ocupa una platea el gorrión con hambre, ese pirante que vive de milagro, ese volatinero de arrabal que se disfraza de gris para fingirse nube y reírse, a carcajadas, del mundo y de sus pompas y vanidades. Entre todos los pájaros del cielo —la alondra cantarina, el romántico mirlo, el pintado jilguero—, ninguno más alegre y resignadamente pobre que el gorrión, el mendigo de los tejados de la ciudad, el mañanero despertador de las acacias urbanas y del balcón cerrado a cal y canto. Con su carita —a veces, ingenua; a veces preocupada— de golfillo de los desmontes y de los vertederos, el gorrión espera su maná de cada día, ese pienso que llega sin avisar, como el amor y como la muerte, mientras salta para desentumecerse y para avisar a los transeúntes, a las parejas de novios y a los soñadores, que un anhelo minúsculo de color de humo de honesta chimenea —su propia silueta— está, ¡todavía!, tibio y vivo como la ilusión. Pero a los gorriones hambrientos e invernales de Burlington, que estaban tristes y nevados como los belenes de los hospicios, les ha venido a sacar las castañas del fuego esa mano anónima —¿un hombre? ¿Una mujer? ¿Un niño?— que empaquetó unas libras de alpiste, rotuló el envío poniendo: “Señoras y señores pájaros hambrientos”, le pegó unos sellos con la efigie de la joven y soñadora Isabel II de Inglaterra, y le echó, quizá con una cauta, con una estremecedora sonrisa pintándosele en los ojos, por la insaciable boca del buzón. Y los gorriones y las gorrionas de Burlington —y de la “demarcación de su estafeta”, como dice el periódico — sacaron sus carnes de mal año, a lo mejor incluso sin darse cuenta de eso que — o pirueta o milagro — les acababa de acontecer. Bajo el cielo de Burlington, en la memoria de los gorriones de Burlington, nació una rendijita luminosa cuando el cartero, ese servidor de las noticias amargas o bienaventuradas, vació su alpiste al borde las aceras, o en los alcorques de los árboles ciudadanos, o en la calzada donde el yantar del pájaro tiene siempre un poco el aire de un peligroso y deportivo avatar. ¿De quién será —se habrán preguntado los gorriones de Burlington— la mano que se oculta tras de tirar el grano, esa sombra de bien a la que azara la caridad? El administrador del correo de Burlington se sacó del cuerpo la fría espina del Reglamento violando —un día es un día— la correspondencia del prójimo, ese secreto por cuya inviolabilidad había de velar. Pero el administrador del correo de Burlington, que tuvo que saltarse a la torera la barrera que no se había atrevido a saltar jamás, sonrió cuando, casi confidencialmente, hubo de decir a su cartero: —Y el contenido de ese paquete postal, sin que nadie, salvo los pájaros, se dé cuenta, lo vacía usted en medio de la calle. 606

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—¿Y salgo huyendo? —Sí, y sale huyendo usted, porque en el Evangelio se dice que no ha de enterarse la mano izquierda de la caridad que se hiciera con la derecha. Por entre las brumas de Burlington, entre los mansos jirones de la bruma de Burlington, vuelan, agradecidos y desorientados, los gorriones que fueron recordados por el hombre, los pájaros que pudieron olvidar —y casi perdonar— que el hombre, ese implacable enemigo, tiene, a veces, súbitos remordimientos de conciencia que le empujan, casi sin querer, al bien. Que es lo que, en última instancia puede salvarle. Envío.— A Fernando López, avisacoches y domador de pájaros, en su cielo: Mi querido y respetado amigo: el 16 de enero del año pasado publiqué, ¿te acuerdas?, en estas mismas páginas, unas líneas vagamente sentimentales y dulzonas sobre tus buenas artes de adiestrador de gorriones. Entonces, todavía no habías dado a tus amigos —los gorriones a quienes buscabas el sustento y los hombres a quienes encontrabas, y siempre a tiempo, el taxi— el disgusto de dejarnos como lo hiciste: calladamente, igual que un gorrión que muere en un campo inmenso y sin horizontes. En fin… Pero ahora, mi querido Fernando López, una duda me asalta ¿No has sido tú, desde tu lejano cielo, quien has enviado a los gorriones de Burlington tu paquete de alpiste? ¿No has querido probar fortuna, con tu saludable y emocionado mensaje, antes de dirigirle a los gorriones de la Castellana, detrás de la estatua de Castelar, esos pájaros que todas las mañanitas de Dios se sorprenden de no verte, con tu brazo de menos y tu buena hombría, repartiendo cautelosas y tiernas migas de pan?

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JOSÉ MARÍA GIRONELLA

José María Gironella es uno de esos escritores cuya fama fue tan grande en otro tiempo como olvidada en este. Fue siempre amigo de las narraciones de largo aliento pero también un verdadero periodista. Aquí ofrecemos una crónica que envía desde Italia al poco de concluir la Segunda Guerra Mundial. Gironella visita uno de los escenarios de la guerra y, como en el capítulo de alguna de sus monumentales obras, describe la situación, habla con quienes se encuentra por allí, fabula un poco. Con ello ofrece una primicia de su técnica narrativa y un ejemplo de crónica-reportaje para los periodistas futuros.

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De Azorín a Umbral

De entre sus ruinas vuelve a renacer la abadía de Montecassino Informaciones. 12 de octubre de 1953

El nombre de Montecassino recuerda uno de los episodios más dramáticos de la última guerra. Hemos hecho el viaje en automóvil desde Roma, siguiendo la antigua carretera que desciende hacia Nápoles. ¡Abadía de Montecassino! Quince siglos de cristianismo de historia de Italia, de dominio del espíritu sobre la carne. Cuando el coche penetró en el valle de los Lirios y apercibimos a lo lejos la colina sobre la que se asienta el monasterio —517 metros sobre el nivel del mar— nos paramos unos minutos para gozar del espectáculo. La silueta del edificio en ruinas y su emplazamiento ofrecían un soberbio aspecto y nos recordaban evidentemente el Alcázar de Toledo; con la diferencia de que aquí se trataba del Alcázar de la Cristiandad. Poco después llegamos al pueblo, Cassino, situado a los pies del montículo, a orillas del río Rápido. En 1944, Cassino quedó reducido a escombros. Ahora nuevas construcciones, horribles, brotan aquí y allá, con prisa de cemento y de pintura barata. Todo en el pueblo tiene aire provisional, de bar, estanco y puesto de gasolina. Zigzagueando, atacamos la cuesta que conduce a la Abadía. A nuestra espalda, el valle se hundía cada vez más. De pronto, al doblar una curva, la gran sorpresa: el monasterio, ingente, se erguía frente a nosotros, al parecer enteramente reconstruido. Nos miramos con estupor. La nueva piedra, sin la pátina del tiempo, chillona, nos producía, en aquel paraje clásico, una sensación de injusticia. Se hubiera dicho papel de plata reverberante al sol. Por fortuna, el silencio era total, sin turistas, y apenas cruzada la verja nos ganó la solemnidad. Al desembocar en el claustro central el enigma quedó resuelto. La reconstrucción había comenzado por la fachada; en cambio, toda la parte norte seguía en ruinas, y estas ruinas eran las que vimos desde abajo. ¡Qué extrema desolación! Toledo, Guernica, Coventry, Colonia, Berlín… Idénticas astillas de piedra patética clamando al cielo. Él ala oeste, desnuda, era un mirador sobre la gran llanura; las desconchadas ventanas del Norte daban vista al impresionante cementerio de los polacos —más de mil— que cayeron en la conquista de la montaña. Cerca de la escalinata, sobre un vacilante pedestal, presidía la estatua de San Benito, como en el patio de nuestro Alcázar la de Carlos V. Era domingo. Un padre se brindó a ordenar nuestras ideas. “Como ven ustedes, falta mucho todavía. Hay problemas de transporte. Reconstruir es una empresa larga…”. Sin embargo, maravilla lo que ya ha sido hecho, en sólo siete años. Por lo menos, la mitad. Todo el macizo cuerpo de la entrada; incluyendo las instalaciones de la Torretta. La comunidad colabora con los albañiles y los peones, ocupándose principalmente de la ornamentación artística y artesana. Ha sido preciso arrancar de los cimientos. Intactos no quedaron sino algunas paredes, la cripta de la Basílica, los huesos de San Benito y los de su hermana Santa Escolástica. “Esta es la cuarta vez que el monasterio ha sido destruido —nos explica el padre —. Y, desde luego, la peor; lo cual es lógico, habida cuenta la superior eficacia de las armas modernas. Ni los ‘longobardi’, en el siglo VI, ni los sarracenos, en el siglo IX, ni el terremoto del siglo XIV causaron tantos daños como la aviación y la artillería en 1944. Por suerte, esta vez logramos poner a salvo gran parte de la biblioteca”. El plan de desarrollo: El periodismo literario también crece

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El padre afirma que la destrucción hay que cargarla en el haber de los ingleses. Según él, el general americano Clark consideraba el bombardeo perfectamente evitable, pero el Gobierno inglés opinó lo contrario y dio orden de proceder sin contemplaciones. Desde luego, es un hecho histórico que los alemanes no convirtieron el monasterio en fortificación sino cuando ya había sido arrasado. El propio abad firmó un documento al respecto. No obstante, también es un hecho histórico que la línea de defensa germánica estaba a sólo 300 metros de la Abadía, espacio sin duda exiguo para permitir a las armas modernas operar con libertad. En cuanto a la reconstrucción, el padre asegura que, a pesar de las promesas, los americanos no han dado un céntimo, que hay que agradecerlo todo al Gobierno italiano. Sin embargo, se nos ocurre preguntar: ¿De dónde, sino de los Estados Unidos, procede el dinero del Gobierno italiano? El padre nos habla con entusiasmo de San Benito, el fundador: “Cuando el santo subió a la colina, en el año 529 de nuestra Era, se encontró con un templo dedicado a Apolo, otro a Júpiter y otro a Venus, además de algunos restos de muralla militar. Su grandiosa personalidad dio pronta muerte a toda manifestación pagana y plantó en este lugar la Cruz. Aquí escribió la “Regla”. Y desde entonces, ¡mil quinientos años!, no sólo han surgido docenas de monasterios en todas partes, sino que Montecassino se convirtió prácticamente en el gran baluarte de la fe cristiana y de la sabiduría. Porque aquí los monjes y sus discípulos han sido durante largas épocas de dispersión los depositarios del saber occidental, sus insobornables centinelas, recogiendo y transmitiendo las herencias culturales griega y romana. Los abades concentraron entre estos muros millares de pergaminos y códigos que sin su celo se habrían perdido. ¡Manuscritos de Hipócrates, de Plinio el Viejo…! Los amanuenses y miniaturistas no se concedían tregua. Aquí se cultivaban, además de la Teología, la Medicina, la Astronomía, las Matemáticas, la Filosofía, la Música, el Derecho, las Ciencias Naturales. Todas las disciplinas, en fin. La tradición humanística empieza en Montecassino. Ustedes pisan ahora tierra que pisaron reyes y papas —Carlomagno, Esteban IX, Urbano II, etc.—. En estas aulas trabajaron Desiderio, Constantino, que tradujo importantes obras especulativas de los árabes, Bruno de Segni, fiel intérprete de las Sagradas Escrituras, y tantos otros. ¡Aquí estudió Tomás de Aquino! Por cierto que el bombardeo del pueblo de Aquino, en 1944, fue la primera señal de que el monasterio estaba otra vez en peligro”. El padre hablaba con fe de catecúmeno, mirando a menudo al cementerio de los polacos. Por nuestra parte, lo escuchábamos con devoción, pensando hasta qué punto está justificado el llamarle a Montecassino “El Alcázar de la Cristiandad”, y a San Benito “El Moisés de Europa”. Porque éste y su obra han luchado como titanes para conducir al pueblo cristiano a través de las graves crisis espirituales de Occidente. Por lo demás, el propio San Benito lo profetizó: cuantas veces los hombres —ingleses o no — o los elementos de la Naturaleza destruyeran al monasterio, éste renacería con creciente esplendor. ¡El santo acertó por cuarta vez! Lo hemos comprobado con nuestros ojos. Creemos que la noticia es una de las más consoladoras que ofrece al mundo esta postguerra cruel.

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CARMEN LAFORET

El prestigio de Carmen Laforet tras haber ganado, no sin cierta polémica, el premio Nadal es creciente, y muestra de ello son sus colaboraciones periodísticas. Este hecho ya es indicador de la imbricación profunda que tienen periodismo y literatura. Laforet escribió pocos relatos y, en líneas generales, gustan menos que sus obras de largo aliento. Con los artículos de prensa sucede lo mismo. Aun así en el texto que aquí ofrecemos el lector encontrará las finas intuiciones, intuiciones femeninas, de una verdadera escritora.

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Invierno: Campo y ciudad Informaciones. 14 de febrero de 1955

Así por un azar, por uno de esos regalos que a veces nos da el destino, yo he podido dejar la ciudad durante tres días y entrar en el goce, en la gran serenidad, en la profunda belleza del invierno de la montaña. Estoy escribiendo junto a un fuego de leños después de un largo paseo sobre la nieve en el que sólo se escuchaba alguna vez el graznido de un cuervo, el crujido de una rama de abeto. Este año la nieve no ha sido mucha. Los árboles del bosque enseñan su verdor, aunque el suelo esté blanco. El gran silencio, la luminosa belleza de estos días, borran la angustia de mi espíritu de trabajadora de ciudad, mi espíritu esquinado, erizado, oprimido por el asfalto, por la preocupación diaria de las cosas — de esas cosas terribles que continuamente se inventan y que a la gente de ciudad nos es necesario adquirir—. Ahora veo cómo la niebla avanza sobre el valle. Se la ve venir tranquila, suave, llena de misterio y poesía sobre los bosques. Cuando rodea la casa donde estoy, vendrá perfumada por el aliento de los pinos y empapará de riqueza, de agua, a la tierra. Después de dos días en que el sol hacía chispear la nieve y la volvía azul, esta niebla es como una gran mano gris, bondadosa y dulce, que le invita a uno a dormir, a encerrarse en casa, a pensar. Sobre la mesa tengo unos periódicos que llegan con retraso, casi tímidamente. Son los mismos periódicos que en mi piso frágil de Madrid me hacen estremecer diariamente con noticias terribles sobre la próxima destrucción del mundo; los periódicos que hace poco publicaron una noticia sin gran importancia, pero que esta suave niebla invernal que veo desde el balcón me recuerda, porque era una noticia también sobre la niebla. En las grandes ciudades como Londres y Nueva York, esta niebla se falsifica, se convierte en un asesino, es un arma de destrucción tan potente como un bombardeo. En las últimas nieblas de Londres — dice el periódico — murieron una respetable cantidad de seres humanos y enfermaron gravemente muchos más, con el consiguiente trastorno de la economía del país. La niebla está envenenada de humo y gases producidos por millares de vehículos y chimeneas. La vida de la ciudad destierra las felicidades sencillas del alma del hombre o las envenena como a la niebla. (El puro invierno blanco y silencioso, el estallido de la primavera, son caricaturas entre el asfalto sucio. El cansancio grave, sano, del trabajo físico se sustituye por el cansancio del reconcomio y los tiquis miquis de una oficina…). Esta es una verdad que uno descubre cuando después de dejar las grandes soledades y de ver trabajar, penar y descansar a la gente de las aldeas, vuelve uno a la ciudad. Es muy cierto. Yo estoy estos días de vacaciones. Recibo esta felicidad, este aire limpio en mis pulmones con una avidez que me embellece todo. Pero veo también a estos trabajadores del campo, a estos leñadores, a estas mujeres que apenas ganan para comer, pero que viven rodeados de belleza, que en las noches de invierno tienen tiempo de sentarse junto al fuego de la cocina y de interesarse cada uno en bien o en mal, pero humanamente, apasionadamente, en la vida de los otros… Y después veo los domingos 612

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a los trabajadores tristes de la ciudad haciendo cola en la puerta de un cine para olvidar en cuatro horas de ver cómo otras gentes viven y respiran su muerte de todos los días en una oficina cerrada, con calor artificial, con frío artificial en verano —si la oficina es muy buena, claro— para olvidar la angustia del sueldo que jamás llega para cubrir las necesidades elementales, para olvidar las enfermedades de los hijos, los ríos de penicilina que el hacinamiento, con las mil infecciones que provoca, hace gastar en estos tiempos de corrientes de aire invernales para olvidar cómo se va agriando el carácter y cómo se tiene que ahorrar para tener una radio mejor que la del vecino y no hacer el ridículo, y cómo nos amarga que el reloj comprado a plazos no llegue nunca a marchar bien… Sin embargo, la mayoría de estos trabajadores de que ahora hablo son hombres y mujeres liberados del campo; de esta Naturaleza, de esta alegría, de esta serenidad; son hombres y mujeres que en vez de oír cantar por radio podían cantar ellos mismos a pleno pulmón cortando un árbol o lavando en un río… Pero están muy contentos de no hacerlo, muy contentos de vivir en agujeros donde la niebla puede hacerlos morir como a ratas y donde jamás necesitan sudar por un esfuerzo, sino por una angustia o una anemia. Son hombres y mujeres que ya no saben lo que puede ser la belleza de un invierno como el que estoy viendo yo hoy… Y no querrán molestarse en saberlo jamás.

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JOSÉ MARÍA PEMÁN

Pemán es posiblemente el escritor español a quien más publicidad le hayan hecho sus propias columnas. El prestigio de Pemán, como escritor (novelista, poeta y dramaturgo) lo debe en buena medida a la popularidad, a la sencillez de las columnas que con perseverancia escribía para el ABC. Aquí ofrecemos el prototipo de una de ellas: un hecho insignificante —una avería— y la correspondiente complicación de la misma, son suficientes para elaborar una narración en la que toda la burguesía media se siente identificada.

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De Azorín a Umbral

La pequeña avería ABC. 5 de febrero de 1958

“Nada importante; nada grave”. No sabía la criada la desoladora realidad que anunciaba al pronunciar ese diagnóstico tranquilizador. Efectivamente el percance que ocurría en el cuarto de baño era apenas la suma de dos leves averías insignificantes. El grifo del lavabo se salía. Nada. Esa pequeña enfermedad que les ocurre de vez en cuando a los grifos, cando la llave, girando en redondo, pasa de un chorro copioso a otro chorro copioso, por el intermedio de un hilillo menudo de agua: pero sin cerrar nunca del todo. Esto en patología de grifos equivale al pequeño catarro, al dolorcillo de cabeza, a la “moquita” del niño. Nada. Como tampoco era nada que el taponcillo del tubo de pasta dental se hubiera caído por el vaciador del lavabo y lo hubiera obstruido. Era como si el nene se hubiera tragado el hueso de aceituna. Dos percances que no justifican la venida del médico. Sino que pronto se vio que lo grave de las dos averías coincidentes, era eso: que no eran graves. —¿Viene el fontanero? Lo preguntaba el señor de la casa con cierta angustia desde su despacho, al percibir que el “andante” cristalino del hilillo de agua del grifo, se estaba convirtiendo en el “allegro prestísimo” de una catarata sobre el suelo. El lavabo estaba rebosando. La criada contestó: —Telefoneé al fontanero lo que ocurría… Y se ha sentido ofendido. El no puede venir para cosas tan insignificantes. Está muy ocupado. Tiene la contrata de dos nuevos hoteles y acude al concurso del nuevo ministerio. Comprendí la tragedia de la pequeña avería. La criada había cometido una incorrección parecida a la de llamar al catedrático de Patología de la Central para la “moquita” del niño. El fontanero apenas había prometido vagamente telefonear a un compañero desocupado que tenía tiempo para estas chapuzas. La criada había incurrido en terrible torpeza al revelarle que se le llamaba para una ocupación a contrapelo de la trepidación y el volumen de la vida moderna. Se le llamaba para una casa señorial de esas que, en el barrio de Salamanca, todavía lucen en sus fachadas artísticos desperdicios de piedra: pilastras, frontispicios, figuras, volutas barrocas. Casas altas de techo y bajas de renta, que son como fornidos ancianos con pequeños alifafes: grifos, picaportes, conmutadores, que no cierran bien. En esas casas no cierran bien más que el balance de fin de año de sus privilegiados inquilinos. Las escasas veces que habían logrado hacer venir al fontanero, éste había mirado de arriba abajo a los señores como con una severa amonestación: —Múdense ya a una casa como es debido: moderna, electrificada, cara. Donde no hay averías pequeñas. Donde todo se hace anticipando un copioso “presupuesto” revisable. Casas enérgicas y modernas: en las que o todo funciona bien o se hunden de una vez. Por debajo de la puerta del cuarto de baño asomaba ya una lámina de agua que avanzaba lenta, incontenible, como una miniatura de playa. No era todavía el Cantábrico, pero ya remedaba bastante bien al sereno mar de Alicante. El fontanero seguía eludiendo las sucesivas llamadas. El plan de desarrollo: El periodismo literario también crece

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El señor de la casa, con la frente hundida entre las manos, en la mesa de su despacho, esperaba heroicamente, como el capitán de un barco, la catástrofe definitiva. Meditaba. El americanismo que invade la vida ha metido en el alma moderna la idea expeditiva de la “chatarra”. Para el americano no existe el verbo “arreglar”. Lo que se descompone, se tira, se cambia y se sustituye. Cubierto el primer tercio de vida todo se convierte en “chatarra” para el americano. Todo menos él mismo que sigue bailando y luciendo camisas juveniles. Su obligación de hombre moderno era comprar un piso nuevo, puesto que en aquél no cerraban los grifos. Entonces acudirían puntuales, fontaneros, carpinteros, electricistas, con planos y presupuestos, dignos de la hora. El Hipotecario también acudiría con esas difíciles facilidades, que son como la anestesia de las grandes operaciones comerciales. Entre aquel orfeón de plazos largos, cifras insignes y pies cuadrados, ¿cómo iba a hacerse oír la cristalina voz de seise del grifo roto de su lavabo? Ni siquiera el chapoteo del agua que colándose por la puerta de su despacho — que tampoco cerraba bien— empezaba a desteñir su alfombra y a convertir en camelias los claveles más próximos de su orla. Gritar “socorro” frente a aquella cómica inundación resultaba desproporcionado. Llamar al fontanero ya se había demostrado inútil. Se sentía, agarrado a su mesa, náufrago de un edad pasada, de rentas moderadas y averías pueriles. No: su renta casi inmóvil desde el año treinta y nueve, no le autorizaba a ser “socio de número” de la ciudad actual. Era apenas un socio transeúnte, sin derecho a fontanero ni comprensión. Aquel agua que ya besaba los pies del angelote central de su alfombra, era como un casero que castigaba su arcaica instalación social. Los pequeños volúmenes no tienen cabida en esta hora. Los libreros no se ocupan de vender los folletos ni los libros baratos que no dejan margen. Es la hora de los tomazos de “obras completas”, de las grandes ediciones con láminas en color. Es la hora de los libros que no se leen, pero se compran. Sin estos niveles espectaculares no se logra ni la venida del fontanero. Es preciso pasar de los diez hijos para salir retratado en un acto social. Es preciso tener, de golpe, trillizos para que venga el alcalde del pueblo a visitar a la parida. Los grifos rotos y el hijo único son como los sainetes en un acto: cosas de otra generación. Ha de ser el agua torrencial del Segura, como en Valencia, la que se entre por nuestra puerta para que se sacudan los nervios de esta edad insensibilizada de átomos y cohetes. El señor de la casa se sentía impotente frente a la “guerra fría” de su grifo indómito. El angelote del centro de su alfombra era ya un feto desteñido y lloroso, apenas reconocible. Pero ¿qué hacer? Para los lavabos salidos de madre no hay soluciones como para los ríos. No le era dado organizar una suscripción pública, una subasta o una función benéfica para que le compraran otra alfombra. Desde que Federico Nietzsche dijo aquellas cosas tan descomunales, estamos, para todo, en la época de “la gran política”. La vida de los pueblos se ha convertido en una hipertensión, y los Estados, a fuerza de robustos y sanguíneos, se mueren, de pronto, congestivamente. Se desprecia la tensión baja de la antigua vida patriarcal y lenta. ¿Quién llama a Eisenhower, a Adenauer, a Mao, para arreglar un grifo que se sale? Apenas Portugal y Suiza ensayan la fontanería de la avería cotidiana y menuda. Pero con estas meditaciones, el señor de la casa se estaba ya mojando los pies. De pronto, como en un rapto de cólera o un proyecto decisivo, empezó, a modo de Orlando 616

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furioso, a desgarrar tuberías de plomo, cables y fusores de su vieja casa. Momentos después el teléfono difundía la gran avería: la única digna de esta hora. Al día siguiente, restauradas las heridas elementales, el gerente de la fontanería Rodríguez y Compañía, vestido como un “gentlenman”, desarrollaba sobre la mesa del despacho un largo papel violeta con el plano y proyecto de las nuevas instalaciones. En otro papel cantaban las cifras decentes de un “presupuesto” sin compromiso, y “salvo revisión por aumento de precios o jornales”. El señor concertó para todo aquello una pequeña operación dineraria: plazos, letras, intereses. El señor entraba de lleno en la vida civilizada. Cuando ocho meses después, triplicado el plazo prometido y doblado el presupuesto formulado, el señor comprobaba el cierre suave y perfectísimo de sus nuevos grifos, comprendió que cerraba toda una época de su vida. Ya nunca más volverían a rebosar ni su lavabo ni su cuenta corriente.

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