De Aristóteles a la semiosfera: hacia una semiótica de la guerra

June 9, 2017 | Autor: M. Galván Yáñez | Categoría: Filosofía, Arqueologia, Antropología, Semiotica, Historia Social de la Guerra
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ESCUELA NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA I COLOQUIO SOBRE LA GUERRA EN MESOAMÉRICA “De Aristóteles a la semiosfera: hacia una semiótica de la guerra” 1 Mario Arturo Galván Yáñez ENAH-INAH Introducción: La semiosfera y la guerra Propongamos lo siguiente: pensemos que la cultura es un sistema ¿Hay alguna utilidad en esto? Si, dice Iuri Mijáilovich Lotman, a condición de hacerlo en interrelación y asumiendo distintas funciones, es decir, que un sistema aislado, separado, no tiene sentido ni teórico ni operacional. Los sistemas operan inmersos en un continuo semiótico, conformados por distintas formaciones semióticas, de calidades diferentes y en distintos niveles de organización. Tal continuidad, dice Lotman, recibe el nombre de semiosfera.

La semiosfera es un concepto

abstracto en el cual la categoría de “espacio” posee un estatuto propio, con sus rasgos y cuya principal característica es la de ser un espacio cerrado en sí mismo. Sólo dentro de este espacio es posible el proceso de semiosis. Es decir, el universo de la cultura es un universo semiótico, un continuo orgánico, una semiosfera, conformado por distintos textos y lenguajes cerrados uno respecto a otros, como tal, no hay dominio ni privilegio de una esfera particular sobre otra: sólo la del sistema en su totalidad, es decir, sólo a partir de la existencia del universo total de la semiosfera es que tienen existencia y sentido los actos sígnicos en particular. La guerra, como parte de este continuo cultural, de la semiosfera, no es sino una manifestación sígnica particular, un lenguaje y una conformación textual particular. De acuerdo a esto, la semiosfera tendrá ciertas características:

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Conferencia dada el 17 de septiembre del 2012 dentro del I Coloquio Estudios Arqueológicos, Antropológicos e Históricos Sobre la Guerra en Mesoamérica en el Auditorio “Román Piña Chán” de la Escuela Nacional de Antropología e Historia.

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Posee un carácter delimitado. Es decir, que la semiosfera está relacionada a cierta

idea de homogeneidad e individualidad semióticas respecto a un espacio extrasemiótico o alosemiótico que le rodea. Fundamental para aclarar mejor este punto es el concepto de frontera, el cual, pese al carácter abstracto de la idea de semiosfera, se postula en su concreción como la suma de los traductores-filtros de índole bilingüe mediante los cuales un texto es traducido a otro(s) lenguaje(s) fuera de la semiosfera. Es decir, que para el caso de la guerra, esta se encuentra en una doble posición, gracias a sus propias fronteras: por un lado respecto al espacio extrasemiótico (que caracterizaremos más adelante), y por el otro, respecto a las otras esferas de la cultura con las que mantiene una relación de continuidad. Dada la necesidad, por parte de la semiosfera de traducir los no-textos a alguno de los lenguajes de su espacio interno o semiotizar los hechos nosemióticos, caemos en cuenta que entender algo como “guerra” es traerlo, jalarlo del ámbito de lo ininteligible para filtrarlo, traducirlo y, por fin, semiotizarlo (caracterizarlo) como tal. El espacio de la cultura de la guerra sirve entonces como punto de contacto, frontera de traducción para hacer inteligible algo que de origen no lo es. Lo importante aquí será tomar conciencia del tipo o modo específico de semiosis que de la guerra se haga, esto dependerá de las características de la semiosfera como manifestación emanada de una cultura específica. Vale la pena recalcar en ello porque a partir de la inteligencia de la importancia de la frontera se comprenderá cómo esta tiene la capacidad de traducir lo extrasemiótico y hacerlo inteligible en términos de la esfera cultural particular dentro de la semiosfera y de la semiosfera misma. Sin frontera no hay semiosis y el mundo se nos convierte en una masa heterogénea, sinsentido, caótica. La frontera es el paso del mundo del caos al cosmos. Por ello, una semiosfera generará procesos de semiosis para sí misma, en sus propios términos, gracias al proceso de traducción particular que la frontera ofrezca como forma de adaptación, a saber, sus mecanismos de traducción siempre estarán en referencia a los espacios culturales particulares. La pregunta entonces no es “¿qué es la guerra?” en abstracto y sin referencias histórico-culturales, sino “¿para determinada configuración cultural, para determinada semiosfera, qué es la guerra?. Una de las consecuencias, no menores, de este proceso de traducción, es que sus resultados se manifestarán como una autodescripción, producto de una autoconciencia de la semiosfera. En términos antropológicos esto significa que no hay proceso de traducción que no 2

sea etnocéntrico ni autoreferencialista. La toma de conciencia semiótico-cultural de sí mismo es la toma de conciencia de la propia especificidad, de la oposición respecto a otras semiosferas. 2.

Irregularidad semiótica. El hecho de que una semiosfera califique algo de no-

semiótico no implica que eso no-semiótico lo sea de igual manera para otra semiosfera. Esto significa que la posición del observador determinado histórica y culturalmente define la manera en la que funciona la frontera. Como se observa, es necesario que la respuesta a “¿qué es la guerra para una semiosfera dada?” contenga las características de relatividad que permiten entender la manera en la que una cultura determina su concepción del acto de guerrear a partir de un recorrido gradual que va de un núcleo hacia regiones más periferias del espacio de la semiosfera. Esto es importante porque determina cómo una estructura central, dominante, autodescriptiva de la guerra se impone a costa de otros metalenguajes en distintos grados y magnitudes. El espacio de la semiosfera es entonces irregular gracias a la interacción entre diferentes niveles de autodescripción. Pero dominancia no significa exclusividad, todo lo contrario, una característica de la semiosfera en este punto es que estos niveles jerárquicos están continuamente entremezclados, contrapuestos, cooperando, confundiéndose mutuamente, dicho de otra forma, no hay homogeneidad estructural en el espacio semiótico, lo que hay es una morfodinámica que posibilita la producción de nuevas semiosis dentro de cada esfera. El que exista una “retórica de la guerra” o un discurso dominante sobre lo que es la guerra en una cultura determinada no implica que este discurso no coexista morfodinámicamente con otras formaciones periféricas. La semiosfera aquí es dialógica, es decir, tendrá un carácter recíproco, mutualista en su intercambio informativo, también será capacidad potencial y efectiva de ser traducida a otros lenguajes. La semiosfera también tiene una profundidad diacrónica, histórica gracias a la memoria y sus distintos mecanismos. Insistamos: a pesar de que la semiosfera parezca un caos, sin principio alguno de regulación, se presupone una regulación interna y un vínculo funcional, cuya correlación dinámica conforma su conducta [Lotman, 1996: 19-21]. Importante para esta reflexión lo es el concepto de “texto”. Lotman lo define a partir de la caracterización de 5 funciones. La primera es el mensaje encaminado de quien tiene la información hacia un auditorio, es decir, el trato entre un destinador y un destinatario; la segunda 3

es la función que el texto tiene como memoria cultural colectiva, mediante la cual se enriquece y actualiza constantemente mediante olvidos selectivos; la tercera atañe al lector consigo mismo, es decir, que el texto tiene la capacidad de actualizar ciertos aspectos de la personalidad del destinatario: el texto media y ayuda a redefinir la reestructuración de la personalidad lectora; la cuarta permite el paso del texto, de un mero mediador a interlocutor de derechos iguales con un alto grado de autonomía, es decir, literalmente el lector puede “platicar con el libro” en palabras de Lotman; por último, queda la relación entre el texto y la cultura, donde el texto participa de la cultura en calidad de participante, fuente o receptor, es decir, que el texto puede relacionarse con su contexto cultural mediante metáforas, como sustituto del contexto mismo al cual equivale, o mediante metonimias, como representante del contexto en una relación parte-todo. Dada la complejidad y heterogeneidad de la cultura, un mismo texto entra en distintos niveles de relación con los elementos de ésta. El texto así tenderá a transitar de un contexto a otro, con esto, se actualizan ciertos rasgos antes ocultos [Lotman, 1996: 54-55]. En resumen, es gracias a estas cinco funciones que el texto se asemeja a un macrocosmos cultural, convirtiéndose en algo más que él mismo y adquiriendo los rasgos de un modelo de la cultura. El texto será entonces no un tipo específico de mensaje, sino un dispositivo complejo que contiene distintos códigos, con la capacidad de transformar los mensajes recibidos y crear nuevos mensajes, crea nueva información gracias al trato entre el lector y el texto. [Lotman, 1996: 56]. La guerra desde la esfera antropológica Para los diccionarios contemporáneos, la guerra se define como un conflicto de naturaleza sociopolítica que contrapone a uno o más grupos humanos. Aquí hallamos los primeros rasgos de la guerra: se trata de una actividad eminentemente humana, social, política, económica, ideológica y semiótica. En realidad hacer la guerra es cosa de lo más simple: basta con que alguien acuda a la fuerza de las armas, a la fuerza bruta, con la finalidad de imponer su voluntad, su deseo, sus aspiraciones, de forma tal que un desacuerdo sobre algo (un agravio o un deseo de justicia, venganza o ambición, por ejemplo) quedaría teóricamente resuelto. Para muchos de nosotros, la guerra es presentada bajo una forma canónica, digamos, una especie de retórica de la guerra, pues, como actividad humana, la guerra no queda exenta de poseer sus propias reglas. Así, hacer la guerra implicaría el enfrentamiento armado entre dos grupos antagónicos que están 4

organizados en ejércitos y cuya lógica interna está definida gracias a una clara cadena de mando, una jerarquía de rangos y funciones precisas. Lo opuesto entonces del conflicto armado estaría en los esfuerzos de convencimiento retórico mediante argumentos, propio de la política en tiempos de paz. Podemos comprender entonces que el ser humano ha tenido, desde que es homo sapiens dos posibilidades de resolver sus diferencias, a través del diálogo, la exposición de argumentos, la convicción, el acuerdo, el debate, el entendimiento, es decir, la paz; y mediante el uso de la fuerza para imponer sus deseos, es decir, la guerra. Paz y guerra son entonces dos términos opuestos entre sí, puesto que sus definiciones léxicas, su contenido semántico y su uso pragmático así lo establecen. Pero entonces surgen una serie de preguntas que comienzan a cuestionar nuestra definición de la guerra, misma que, por lo demás, hasta ahora se ha portado bien. En efecto, de lo anterior resulta que una mente curiosa y avispada no dudará en preguntarse ¿La guerra resuelve realmente los problemas, los conflictos? ¿La retórica de la guerra es un universal humano, es decir, hay una, y solo una forma de hacer la guerra? De ser negativa la respuesta, nos enfrentamos a la posibilidad de múltiples retóricas de la guerra, lo que significaría comprender, comparar y describir las distintas formas en las que los grupos humanos, en tiempo y espacio, dentro de un marco cultural han ejercido la actividad de la guerra. ¿Es indisociable la relación guerra-poder? Es decir ¿la guerra es inexistente sin el deseo, la ambición de poseer algo? Por su parte, he definido a la guerra con base en la definición de los diccionarios y en los contenidos semánticos de sus usos léxicos en el discurso, llegando a una oposición que, en apariencia, da cuenta de una descripción semiótica de la guerra: guerra/paz ¿es así de sencillo? Me parece que no. Para ahondar más en el asunto, permítaseme dar una primera definición de la guerra, basada en una concepción semiótica: la guerra es un fenómeno y un espacio dentro de la semiosfera que forma parte de un amplio entramado de significación, a saber: la cultura. La guerra: bosquejos hacia una retórica de lo bélico Hacer la guerra es una actividad eminentemente humana, es decir, que ninguna otra especie de este planeta practica la guerra como parte de su vida colectiva. ¡Podemos pensar que el ser humano queda en parte definido por guerrear? Para parte de la literatura especializada y para 5

el general del vulgo, hacer la guerra supone la confrontación de dos grupos humanos, esta confrontación se encuentra organizada, mediada, digamos, reglamentada tanto en su forma como en su contenido. Hacer la guerra nunca es algo caótico, forma parte del universo de la regla pregonado por Cláude Lévi-Strauss [Lévi-Strauss, 1993 (1949): 35-44] ¿Cómo nació la guerra? Para Tomás Moro, el origen de la guerra se da cuando los utópicos se aliaron a los nefelogetas contra los alaopolitas por causa de un agravio de naturaleza mercantil [Moro, 2002 (1516): 152]. Tal vez el tratado más antiguo sobre el tema se deba al guerrero-filósofo chino Sun Tzu, quien otorga a la guerra una importancia fundamental al denominarla “base de la vida y la muerte… camino que lleva a la supervivencia o a la aniquilación. Por eso es indispensable estudiarla a fondo.” [Sun Tzu, 1998: 17]. Por su parte, Marvin Harris no duda en responder: la guerra, junto con el infanticidio femenino, y las instituciones encargadas de mantener, fomentar y reproducir la supremacía masculina son los mecanismos que las sociedades de bandas de cazadores-recolectores utilizan como mecanismo de regulación demográfica [Harris, 2002 (1977): 66]. Es el mismo Harris quien no duda en decirnos: la guerra no es un acto universal, pues la etnografía contemporánea se ha encargado de describir algunos de los pueblos del mundo que, a la fecha, nunca han hecho la guerra. Esto nos pone en un aprieto para nuestra reflexión, pues al argumento que sostiene que la actividad bélica es algo universal, inherente a la naturaleza humana, podemos contraponerle el argumento contrario: ¿es posible que la no belicosidad de estos grupos humanos sean una especie de “vestigio” que sugiere la hipótesis que la guerra, tal y como la entendemos actualmente, no formó parte de la cultura de nuestros ancestros de la Edad de Piedra? Lo cierto es que cuantitativamente estos pueblos no belicosos son minoría si bien arrojan un dato que no es menor: no es posible extender la antibelicosidad de estos pueblos contemporáneos a sociedades prehistóricas preestatales. Y aquí un punto medular ¿es la influencia de las sociedades estatales, con su cultura bélica, la explicación de la guerra como actividad social y cultural en la mayoría de los pueblos del mundo? De ser así, estado y guerra serían dos términos asociados directamente, tal asociación tiene sus problemas intrínsecos a la arqueología, por ejemplo y siguiendo a Harris, ¿cómo diferencias los artefactos de era prehistórica, usados para cazar, de aquellos propiamente bélicos? [Harris, 2002 (1977): 52]. Para Harris, la primera prueba arqueológica sobre la presencia de la guerra es el Jericó prebíblico, hacia el 7500 a. C. donde se sabe, ya se utilizaban fortificaciones, murallas, torres, 6

zanjas y fosos como parte de las defensas de la ciudad. El interés aquí reside en preguntarnos si, efectivamente, con el nacimiento de la noción de “propiedad” y la consecuente delimitación territorial (geográfica) no estamos frente a los elementos que permiten explicar las primeras manifestaciones ideológicas, en el plano de la cultura, de la pertenencia a un terruño y, por ende, la posesión de sus riquezas naturales. El problema, como lo señala Harris, es que la identificación con el territorio no implica su defensa a fin de ganarse el sustento, la prueba de ello la dan los mismos cazadores-recolectores y, en la etnografía contemporánea, algunos pueblos africanos de principios del siglo XX [Harris, 2002 (1977): 53]. Es decir, que no siempre “ganar” una guerra tiene como consecuencia apoderarse del territorio del enemigo derrotado. ¿Puede ser que la clave la encontremos en el parentesco? Un desencuentro inicia generalmente como resultado de una acumulación de faltas a nivel personal entre individuos poderosos dentro de su sociedad, si estos personajes son capaces de reunir a un número importante de parientes que se unan a su causa y la hagan propia, es posible decir que tenemos las condiciones para la guerra. Con la revolución agrícola, parece ser que el nivel de belicosidad humana aumentó, y aquí el punto clave: si bien la tesis de Harris parece explicar la utilidad de la guerra, el mismo autor no se molesta en explicar qué sucede con las grandes sociedades estatales, simplemente pasa de largo mencionando el problema [Harris, 2002 (1977): 54-56]. Estoy de acuerdo con Harris en que la guerra como forma de solidaridad social, como juego en cuyo centro giran los valores de nobleza, gozo y disfrute, son explicaciones poco satisfactorias, de la misma forma en la que la existencia de sociedades antibélicas ponga en tela de juicio el argumento que hace de la guerra algo intrínseco a la naturaleza humana, a su instinto natural, a la selección natural [Harris, 2002 (1977): 57-59]. Pero entonces pareciera que, al hablar de la guerra entre sociedades estatales, pasamos del mero control demográfico a la política y sus consecuencias prácticas. La guerra es entonces una cara de la política, mediante la cual un grupo obtiene o mantiene un bienestar político, económico y territorial a costa de otro u otros [Harris, 2002 (1977): 60], tal parece que este es el factor en común en cuanto a la historia de los grandes imperios del mundo. Entonces, será indispensable, como primer paso, distinguir el tipo de sociedad al cual se encaminan nuestras investigaciones, es decir, es necesario dar cuenta de si se trata de sociedades preestatales o estatales.

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Universal o no, natural o cultural, lo cierto es que es indiscutible que los humanos hacemos la guerra por los motivos más diversos: económicos, ideológicos, políticos, sociales, culturales, religiosos. En cuanto a sus aportes, la experiencia etnográfica ha demostrado que: 1. No siempre se hace la guerra para controla los recursos naturales o humanos 2. No siempre se hace la guerra por motivos de desarme del adversario, visto como enemigo potencial 3. No siempre la guerra tiene como consecuencia el sometimiento físico y/o la destrucción del enemigo Lo cierto es que la guerra ha sido históricamente relacionada con la política. La guerra es una forma de hacer política. Para Aristóteles, la guerra es un medio justificado en miras hacia la obtención de la paz, nunca para el sometimiento de quienes no merecen ser sometidos por esta vía y siempre para evitar el sometimiento. Por ello, para el estagirita, se necesitan leyes que gobiernen y regulen a los hombres tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra. En resumen, la actividad bélica forma parte indisociable de la vida social, y se necesita regularla para que sea funcional y benéfica [Aristóteles, 2002: 120]. Caemos de nuevo en los argumentos antes discutido por Harris y surgen preguntas que merecen respuestas: ¿desde qué perspectiva es justificable esta utilidad moral de la guerra? ¿Podemos sostener entonces que toda guerra tiene estas cualidades? ¿Toda guerra se hace para ser ganada? ¿Quién gana la guerra impone siempre sus razones y condiciones? Las modernas definiciones no escapan tampoco a éstos y otros problemas. Por ejemplo, de acuerdo a Wikipedia, el Instituto de Investigaciones de la Paz Internacional de Suecia define a la guerra como “todo aquel conflicto armado que cumple dos requisitos: 1. enfrentar al menos una fuerza militar, ya sea contra otro u otros ejércitos o contra una fuerza insurgente y 2. Haber muerto mil o más personas.2 ¿Qué pasa entonces cuando los que se enfrentan no son fuerzas militares, por ejemplo, en una guerra entre civiles? ¿Sobre qué criterios se establece la cuantificación de muertes? ¿Una guerra con menos de mil muertos no es una guerra a pesar, por ejemplo, de haber una declaración formal de guerra entre países?

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Para consultar la referencia completa, remítase al apartado “Internet”.

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Lo cierto es que la historia y la antropología muestran que la actividad guerrera ha estado sujeta a ciertas reglas, mismas que cambian en tiempo y espacio, lo que permite entonces hablar de una retórica de la guerra. En este sentido, todo tratado sobre la guerra bien puede ser entendido como parte de una retórica de la guerra. A partir de aquí tiene sentido hablar del estudio de la guerra como el estudio de las modalidades (de forma y contenido) retóricas de la guerra. Ya no es sólo desde la política, se trata de incluir a una serie de disciplinas (entre ella la arqueología) interesadas en el estudio de estas formas y contenidos como significación, es decir, crear un campo de estudios semióticos sobre la retórica de la guerra. La irregularidad semiótica: la guerra como discurso y la retórica del guerrero Una de las aseveraciones más contundentes que Guillermo Bonfil Batalla hace cuando reflexiona sobre la historia de los llamados “pueblos sin historia” postula que toda empresa colonial requiere de una justificación ideológica [Bonfil Batalla, 2002 (1980): 230]. En efecto, al formar parte en su origen de la ciencia política occidental, la guerra requiere de la práctica discursiva a manera de justificación ideológica. ¿Cuáles son las causas más frecuentes por las que los seres humanos se hacen la guerra y que justifican con sus discursos? La primera, nos dice Platón, es la necesidad económica [Platón, 2010: 54]. Al parecer, todas las demás emanan de esta primera, mostrándose como modos específicos. Así, para Tomás Moro, la guerra es algo propio de las bestias y una actividad deshonrosa. Lo que no evita que exista una justificación para hacerla: la defensa de las fronteras, la expulsión de invasores, para liberar a algún pueblo oprimido y, en general, bajo cualquier causa calificada de “justa” [Platón, 2010: 54-56]. Nicolás Maquiavelo, en concordancia con los ideales aristotélicos, habla de la necesidad de contar con buenas leyes y buenas tropas como cimiento indisociable de todo buen gobierno. Es necesario que el principado posea un ejército conformado por ciudadanos si lo que se desea es que su lealtad no sea sólo ante la paga. En resumen, un buen ejército necesita de mecanismos de lealtad allende el dinero [Maquiavelo, 1964 (1532): 95-98]. Principio de la carencia. Los seres humanos hacemos entonces la guerra porque carecemos de aquello que el otro posee y lo deseamos. Principio axiológico. Eso que deseamos y que está en posesión del otro se articula en un sistema de valores, los cuales pueden dividirse, en general, bajo dos rubros: se desean valores materiales y se desean valores cognitivos (saber). El 9

discurso sobre la guerra se guía por estas vías. La necesidad de territorio, de recursos, de material humano, de información, de prestigio, de status, de establecer una relación con los dioses, con las entidades supraterrenales no son sino variables de estos dos principios enunciados. Más adelante regresaré a este argumento. Por ahora es necesario atender a una idea fundamental en Occidente: la conformación de la “guerra justa”. En efecto, hemos mencionado antes ya que Tomás Moro justificaba cierto tipo de circunstancias que hacían de la actividad bélica un sinónimo de justicia. La idea se puede rastrear ya en los griegos (Platón y Aristóteles) y latinos, pero es tal vez Santo Tomás de Aquino uno de los primeros en darle una forma más definida. En efecto, para Tomás se necesitan tres condiciones para hablar de una guerra justa: la primera es la autoridad indiscutible del príncipe que hace la guerra, dado que no es competencia de los particulares, es en la figura principesca, investida con el poder de convocatoria de la colectividad, a quien atañe defender mediante las armas la ciudad, reino o provincia a su cargo. La segunda considera que quienes son agredidos lo merezcan, a saber, por injurias, omisiones dolosas o restitución de algún daño, La tercera acude a la rectitud de los adversarios, o lo que es lo mismo: se necesita la existencia de una intención con miras a sembrar el bien, evitando el mal, aunque, advierte el de Aquino, puede pasar que, aún y cuando sea legítima la autoridad y justa la causa de quien declara la guerra, su intención sea mala y, por tanto, ilícita [de Aquino, 1990: 337-341]. Actualmente el problema sigue en discusión, ya sea desde una perspectiva filosófico-moral, política, económica o legal, al parecer sigue existiendo la idea de “guerra justa”, por ejemplo, bajo el rubro del derecho a la autodefensa, la defensa legítima frente a un enemigo externo o la defensa legítima del bien público. Al respecto, baste recordar la tesis de Carl Von Clausewitz, quien entiende a la guerra como una continuación de la política, es decir, hacer la guerra es practicar la política por otros medios. La paz, desde esta perspectiva, no es sino un estado latente de guerra [Von Clausewitz, 2008]. Los argumentos que acompañan a la guerra son en el fondo justificaciones económico-políticas. Pero existen también ciertos discursos sobre la guerra que la aparejan a la metafísica, la espiritualidad, la religión y la mitología. Caso concreto de Julius Evola, para quien la guerra es la posibilidad de un camino hacia la realización personal, en efecto, la guerra, nos dice este autor, permite la emergencia y manifestación del héroe que todo individuo lleva dentro de sí. De esta forma, sólo y cuando está motivada por razones espirituales, la guerra es la oportunidad para la inmortalidad del héroe [Evola, 2006]. Esto es más que aparente esoteria disfrazada de metafísica, 10

pues como lo han demostrado los estudios de George Dumézil y Joseph Campbell, existe todo un aparato ideológico cubriendo, arropando y significando culturalmente la actividad guerrera mediante la narración mítica. En efecto, son conocidos los eruditos trabajos de Dumézil sobre la trifuncionalidad indoeuropea, de entre la cual la tercera, la función guerrera, es motivo de varios trabajos. Para Dumézil, la magia, la guerra y el derecho son tres actividades articuladas y asociadas a la actividad guerrera, los dioses guerreros son también grandes magos y reyes legisladores, son altos sacerdotes lo mismo que prodigiosos guerreros y sabios promulgadores y procuradores de justicia. Tomemos el ejemplo de los dioses guerreros germanos, cuya vida en las epopeyas se caracteriza por las prácticas chamánicas, los poderosos cantos, las elaboradas invocaciones, las fórmulas herméticas, todas perfectamente asociadas con la actividad de la guerra mediante ciertos elementos: armas, tácticas y una bipartición de clase de guerreros, los berserkir (tan caros a la mitología lapona), y los héroes odínicos, altos, caballeros, nobles y seductores [Dumézil, 2001 (1959): 46-47]. No sólo podemos concebir una retórica de la guerra, sino también se puede pensar en una retórica del guerrero, no sólo en el espacio indoeuropeo (y aquí está el reto para la arqueología) a saber: la figura, el personaje del guerrero se ve atravesado por una serie de recorridos, en un mismo trayecto, cuya característica principal es la de irlo transformando en distintos modos: en el deber, en el poder, en el querer, en el saber, de forma tal que ese recorrido puede ser visto como un esquema general definido por Vladimir Propp como el del “héroe” [Propp, 1999 (1928)]. Así, una de las manifestaciones más recurrentes de la retórica del guerrero vista como recorrido, se manifiesta en su circularidad, es decir, en la idea que sostiene que el guerrero debe cumplir con un destino, esta teleología queda definida por una serie de rasgos específicos en la figura del guerrero, contenidos en la relación que las modalidades antes mencionadas (deber, poder, querer, saber) sostienen con las “hazañas” dumézilianas [Dumézil, 2003 (1969)] o, en términos de Algirdas Julien Greimas, de “pruebas”: elementos generadores de las capacidades y promociones heroicas [Greimas, 1987 (1966): 301]. El guerrero es entonces el héroe del mito, o, al menos, uno de los héroes míticos. Este pensamiento, para Joseph Campbell, forma parte de una relación que los seres humanos establecemos entre los mitos y el simbolismo propio de los sueños, de manera que hay en el subconsciente una serie de componentes ordenados (¿una retórica?) esenciales para que el trayecto sea calificado de “aventura” y, más allá, para que estos componentes, vistos como 11

“sistemas simbólicos”, sean postulados como creaciones naturales propias de la mente humana. Sólo mediante la constatación comparativa se puede sostener la universalidad de estas creaciones humanas: desde Grecia a la Polinesia, de América a Oceanía; y sólo mediante esta misma comparación se comprueba que el héroe-guerrero sigue un trayecto definido: la partida, la iniciación, la apoteosis y el regreso [Campbell, 2001 (1949)]. Pero también la elaboración de la figura del guerrero va más allá de los relatos míticos, en efecto, como lo demostró en su momento Georges Duby, la función guerrera, articulada en sus modalidades con otras dos funciones (soberanía y fertilidad) devino, en los pensadores de la Edad Media, en un esquema de la sociedad concebida como tripartita, mediante “órdenes” o funciones, donde unos rezaban, otros protegían y guardaban la seguridad, y los más se dedicaban a la manutención, mediante su trabajo, de los otros dos [Duby, 1992 (1978)]. Me atreveré a decir que otro ejemplo en este mismo sentido nos lo da Alfonso Caso al hacer hincapié en el aspecto ideológico guerrero de la religión mexica del Postclásico Tardío y su relación estrecha con la conformación de un discurso fundador, uno de cuyos ejes sería una lógica de la guerra [Caso, 2004 (1953)]. Hay pues una racionalización, vía la discursividad, de la acción guerrera. Pero incluso, en aquella postura denominada como “irracional” (que postula que son las pasiones del alma el fundamento de la actividad bélica: enconamiento religioso, divergencias filosóficas, distinciones emocionales, diferencias ideológicas) no escapamos a la justificación ideológica. Las pasiones del alma, tan caras al pensamiento cartesiano, son sujetos de discurso y de un proceso de figurativización. Conclusiones: hacia los estudios sobre la guerra en Mesoamérica A partir de la definición que Lotman hace de semiosfera, he querido caracterizar a la guerra como una actividad eminentemente semiótica. A partir de esto, se pueden proponer, en un primer bosquejo, una serie de rasgos que permiten comprender mejor la actividad guerrera desde una semiótica de la cultura, de los cuales los más importantes serían: 1. La distinción entre sociedades preestatales y estatales.

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2. La guerra es un aspecto dentro de la semiosfera, es decir, es una actividad dentro de la cultura que se encuentra relacionada, articulada con otras actividades humanas: economía, política, tecnología, etc. 3. La guerra dentro de la semiosfera es sometida a una doble retórica, la de la guerra y la del guerrero. 4. La guerra como parte de la semiosfera recibe un recubrimiento discursivo, los textos que hablan de ella son discursos. 5. Hay un recubrimiento ideológico que permite la dinámica de una axiología doble: la de la guerra (ética y moral positiva o negativa de la guerra) y la del guerrero (el guerrero tiene un destino, un trayecto por cumplir, tal recorrido coincide con la retórica del guerrero antes mencionada). Existen muchas voces que, con razón, deploran, por un lado, que los esquemas existentes para reflexionar sobre la guerra en Mesoamérica provengan de Occidente, la pregunta entonces sería ¿Qué se está haciendo en México al respecto?, basta leer a los especialistas para comprender que, francamente, el panorama es desolador. Por otra parte, este clima de ausencia de estudios sobre el tema representa, a su vez, un reto para los investigadores mexicanos. En efecto, en México es cada vez más grande el número de jóvenes investigadores interesados en el tema de la guerra. Al parecer, el más grande reto es la creación de modelos teórico-metodológicos de interpretación del papel de la guerra en las sociedades mesoamericanas, y no sólo eso, una teoría de la guerra en Mesoamérica exige una base experimental, y aquí es donde la arqueología puede levantar la mano, ya sea la arqueología experimental, ya la arqueología militar. Pero también la necesidad de una colaboración interdisciplinaria se yergue como algo indiscutible. Será entonces en estos dos puntos donde veo el futuro de los estudios sobre la guerra en México y América Latina: por un lado la arqueología y por el otro, las relaciones interdisciplinarias que ésta sea capaz de crear con la antropología, la historia, la etnohistoria, la lingüística, la historia militar, etc. En suma, estamos frente a la gran oportunidad de revertir el panorama triste de los estudios sobre la guerra y permitir que la arqueología mexicana tome la estafeta y poco a poco se eleve como referente de vanguardia gracias a la calidad de sus propuestas explicativas, el camino queda claro: apertura a la creatividad disciplinaria y a la colaboración interdisciplinaria.

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