Cuerpos santos, ¿gestos sexuados?: imagen y género en las representaciones de los santos en el arte virreinal

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México, Distrito Federal I Octubre- Noviembre 2009 I Año 4 I Número 22 I Publicación Bimestral

CUERPOS SANTOS, ¿GESTOS SEXUADOS? IMAGEN Y GÉNERO EN LAS REPRESENTACIONES DE LOS SANTOS EN EL ARTE VIRREINAL1 Antonio Rubial

Universidad Nacional Autónoma de México

E

n una sociedad católica de Antiguo Régimen como la novohispana, la representación de los cuerpos de los santos estaba condicionada por un estricto sistema codificado y sujeto a la censura ecle-

siástica. A diferencia de Europa, en donde el interés por el mundo clásico había introducido valores distintos a los cristianos sobre la representación corporal (desnudez integral, sensualidad, etc.), en Nueva España y Perú las

imágenes que muestren esos valores son prácticamente inexistentes, a lo menos en la plástica, aunque en las representaciones de los santos existan algunas

licencias

relacionadas

con

los

valores clásicos de manera esporádica. La

marcada

diferencia

entre

los

papeles atribuidos a ambos sexos podría hacer pensar en estereotipos perfectamente delimitados en las representaciones plásticas. El tema puede ser estudiado, en un primer acercamiento, a partir de esos gestos característicos y prototípicos de cada uno de los géneros: lo masculino, por ejemplo, se

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representa con rasgos de fuerza y violencia Página

(en el caso de los guerreros), o de inteligencia

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Ponencia presentada en el 53 Congreso de Americanistas (México, junio de 2009).

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o elocuencia (escritores o predicadores); lo femenino, en cambio, se muestra con actitudes delicadas o a través de una exaltación de la emotividad. En un cuadro que se encuentra en el cubo de la escalera del convento de los franciscanos de Cuzco se pueden observar esos prototipos en los tres grupos de personas que representan las tres órdenes de esa “religión” que luchan contra satánicos herejes: los frailes menores empuñan contra ellos libros y arcos con flechas; los terciarios, representados por el rey San Luis, blanden lanzas y espadas; y las clarisas, en cambio, portan en sus manos corazones que son empuñados y dirigidos a manera de armas contra los enemigos de la fe. A pesar de esta clara distinción entre las actitudes de los tres órdenes (fuerza y sabiduría para los varones y emotividad para las mujeres), una cosa salta a la vista: todo el discurso rebasa el tema de género y presenta una situación general de violencia, incluso por parte de las monjas. A partir de esta percepción quiero postular como hipótesis que en la era barroca comenzaron a borrarse las distinciones de género en la cultura occidental cristiana y, a pesar del papel social supeditado que tenían las mujeres, en los discursos visuales éstas fueron mostradas a menudo con actitudes masculinas. Al mismo tiempo, como parte de un proceso de sensibilización relacionado con la aparición de la sociedad cortesana, podemos observar una feminización de las actitudes en los varones. Por razones de tiempo y de exposición voy a circunscribirme a las representaciones de los santos y santas reconocidos por la Iglesia y a tres temas en los que se pueden notar esas “trasgresiones”: la violencia, la actividad intelectual y la emotividad.

Página

3

Violencia ¿sin género? A partir del siglo

IX

el cristianismo occidental justificó el ejercicio de la

violencia contra paganos (sajones) y sarracenos y, después del siglo

XI,

las

cruzadas que intentaron recuperar los Santos Lugares de los musulmanes y

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después exterminar a los herejes cátaros y husitas y a los cismáticos griegos. En el proceso se generó la exaltación de los guerreros que luchaban por la fe y que fueron elevados a la categoría de mártires. En este contexto es que los santos caballeros hicieron su aparición en Occidente, varios de ellos importados del cristianismo oriental que había impulsado desde el siglo

VIII

el culto a los soldados san Jorge,

san Mercurio, san Menas y san Demetrio, mártires romanos cuyos rasgos guerreros fueron exaltados. Los cuatro santos eran representados a caballo, vestidos con vistosas armaduras y como vencedores y matadores, mientras que sus martirios fueron escasamente pintados. Estos cuatro santos se convirtieron en prototipos de la caballería cristiana en lucha contra de las fuerzas del mal (Reau, 1997: I, 53 y ss.; IV, 153, 400, 402). A partir de las cruzadas y del impulso que se dio a la Reconquista española en el siglo

XII

se consolidó en

Castilla una novedosa representación de Santiago el Mayor, apóstol asociado con la cristianización de España y cuya

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tumba se veneraba en Galicia desde el siglo

IX.

Tomando como base una

narración tardía sobre la batalla de Clavijo, Santiago comenzó a tomar los rasgos de un caballero que blandía su

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espada sobre los musulmanes y cercenaba sus cabezas. La presencia de religiones paganas en América, consideradas demoníacas, amplió la actividad guerrera de Santiago hacia los que se denominó “idólatras”. Su violencia se justificó porque era un medio para expandir el cristianismo y como parte de la guerra cósmica entre las fuerzas del bien y las del mal. A Santiago se le representó a veces en América, tanto en México como en Perú, como un colaborador de los ejércitos españoles contra los guerreros indígenas (Cardaillac, 2002: 60 y ss.). La violencia en la representación de esos santos se reforzó en el imperio español, principal paladín de una ideología mesiánica según la cual España luchaba en varios frentes contra las fuerzas satánicas: los turcos musulmanes e Inglaterra y Holanda, los países que habían abrazado la reforma protestante; los criptojudíos y los herejes alumbrados, a los que arrojaba a las hogueras inquisitoriales; y los paganos idólatras, a los cuales se estaba convirtiendo a la fe cristiana con un ejército de sacerdotes mendicantes y jesuitas. A partir del Barroco, esa violencia comienza también a ser un atributo de santos que tradicionalmente estaban asociados con una santidad más pacífica.

En

una

pintura novohispana de esta época en el colegio de Guadalupe de Zacatecas se representa al mínimo y dulce

san

Fran-

cisco hiriendo con Página

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una daga el pecho del Anticristo. Esta transformación iconográfica que convertía a santos medievales tradicionalmente pacíficos en violentos guerreros no sólo se estaba dando en América. En la España barroca, se anexaban los atributos

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guerreros de Santiago a santos como san Isidoro (en la colegiata de León) o san Elías (en el templo de Santa Teresa en Ávila). Resulta paradójico que estos discursos de una violencia triunfalista se dieran cuando el imperio español vivía una clara decadencia política, cuando su economía iba en franco descenso y su presencia en Europa se eclipsaba. Esta

violencia

se

puede

ver

también en algunas imágenes de la Inmaculada Concepción, cuyo triunfo sobre el monstruo de las siete cabezas no se reduce a una simple opresión de su pie. En un cuadro del Museo de Osma en Lima, la Virgen traspasa con una lanza a un dragón que sostienen santos franciscanos. Sin embargo, este extremo de la masculinidad no se observa en representaciones

de

santas.

En

cambio,

existe un paralelismo sin restricción de género en el tema de la violencia ejercida sobre cuerpos masculinos y femeninos en el martirio. Este fue el primer tipo de violencia aceptado por el cristianismo helenístico, aunque no por las variantes gnósticas. La entrega voluntaria a la tortura y a la muerte, y la aceptación del papel de víctima propiciatoria a partir del modelo de Cristo estuvieron presentes en él desde el siglo I, pero no se consolidaron hasta el siglo iv con la hagiografía promovida por una Iglesia triunfante apoyada por el Estado. La Edad Media veneró las reliquias de aquellos que tanto se asemejaban a Cristo y las convirtió en centros de peregrinación, pero no fue sino hasta el Renacimiento Página

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que la presencia de los mártires se hizo más notable en el arte y en la literatura. El fenómeno tenía que ver con el regreso a los orígenes pues los mártires eran un símbolo de ese cristianismo primitivo al que todos querían volver. La presencia de esta iconografía se acentuó con la Contrarreforma

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pues esos santos eran los únicos que reconocían incluso los protestantes. Para la reforma católica el tema de los mártires estaba relacionado con la exaltación de la libertad, de la existencia de una fe única e indivisa, de una fe sin dudas, pues el mártir da testimonio de una creencia sin fisuras, absoluta, a la que uno se entrega hasta la muerte. Para esta época, la exaltación de los mártires tenía como finalidad excitar los sentimientos de piedad, reforzar

la

memoria

y

dirigir

a

los

observadores a abandonar el pecado e impulsar la práctica de las virtudes. En general, el arte de los siglos

XV

a

XVIII

representa a los cuerpos martirizados semidesnudos, incluso los de las mujeres, a causa de su analogía con el de Cristo. En el martirio de Santa Eulalia, de Cristóbal de Villalpando, los brazos extendidos

y

el

torso

desnudo

nos

recuerdan al mártir del Gólgota. Además los verdugos son siempre hombres. Un tercer tipo de representación de la violencia era aquella ejercida contra el propio cuerpo y en este aspecto tampoco Página

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había una notable diferencia entre hombres y mujeres. La autoflagelación, por ejemplo, justificada ampliamente desde el cristianismo primitivo, era considerada como un medio de preparación para resistir la tentación, al debilitar la sensualidad y con ello las pasiones; por otro lado, era también

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una forma de imitar a Cristo y convertir el propio cuerpo en un espejo sufriente del de él, con lo cual se reforzaba la unión amorosa; por último el autosacrificio constituía una manera de hacer penitencia por los pecados propios y por los ajenos, con lo cual se intentaba detener la ira divina. Desde el siglo

XIII,

la flagelación privada de los monjes, se hizo general para todos

los fieles como consecuencia de la predicación mendicante, y los azotes infringidos al propio cuerpo se hicieron públicos. En Nueva España, esa forma de violencia contra el propio cuerpo fue inculcada por los misioneros a los miembros de las comunidades indígenas y su representación se multiplicó en las series de las vidas de los santos. En ellas no sólo aparecían hombres y mujeres realizando estos actos, realizados siempre con el torso desnudo, sino también siendo premiados por ello. Santa Rosa de Lima, después de flagelarse y colgarse de los cabellos durante varias horas, recibía la visita de Jesús. Santo Domingo, después de resistir las tentaciones con crueles torturas contra su propio cuerpo fue alimentado por la Virgen María con su leche. Por tanto, a pesar de la inexistencia de mujeres guerreras en las representaciones, los cuerpos femeninos no se distinguieron de los masculinos cuando se les mostró como víctimas de violencia.

Sabiduría, escritura y visiones. Ámbitos que transitan entre los géneros. En la era barroca existían dos medios para acercarse a la máxima sabiduría que era el conocimiento de Dios: uno, el estudio de la teología, el otro la denominada “ciencia infusa”. El primero requería arduos trabajos y estaba

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reservado a los hombres; el segundo era intuitivo, se recibía por gracia de Dios y podían poseerlo tanto los doctos como los “espíritus simples”, sobre todo las mujeres (Certeau;

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1993, pp. 129 y ss.). En general la sabiduría estaba asociada por tanto con una luz interior, ya fuera racional o intuitiva, pero para descubrir si provenía de Dios y no del Demonio era necesario el dictamen de los expertos, de los “escrutadores de espíritus” que debían tener en cuenta tanto la virtud (pues no podía haber conocimiento verdadero sin ella) como la fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia. Por ello, aunque la sabiduría era interior, debía manifestarse en prácticas piadosas y ponerse por escrito, tanto para darla a conocer a las almas que no poseían ese don del Espíritu Santo como para aquellos escrutadores encargados de calificar la ortodoxia de tales discursos. Por esta razón el teólogo es representado a menudo sentado frente a una mesa, con un libro abierto y una pluma en la mano y el modelo puede servir

tanto

para

aquellos

doctores

reconocidos como santos por la Iglesia como para los teólogos. Sin embargo, a partir del Barroco el modelo comenzó a servir también para representar a las mujeres escritoras cuya sabiduría venía por “ciencia infusa”. Sin duda en esta aceptación de la capacidad femenina para la sabiduría tuvieron un papel fundamental dos santas: la mítica Santa Catalina de Alejandría y la moderna Santa Teresa de Jesús. La primera, a causa de la leyenda según la cual disputó sobre filosofía con cincuenta doctores, a los cuales convirtió, por lo que desde la Edad Media se le consideró Página

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patrona de las universidades. La segunda santa era a menudo representada escribiendo y a veces en ese acto recibe la flecha del amor divino en su pecho por mano de un ángel y que se conoce como “Transverberación”. La posibilidad de un conocimiento directo de la divinidad, sin

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intermediarios, había creado desde el siglo

XII

un extendido fenómeno de

acercamiento entre los seres celestiales y los humanos. Por otro lado, la expansión de la comunicación visual había promovido una fuerte presencia de la imagen y de las representaciones corporales de esos seres, lo que motivó un gran auge de las narrativas visionarias. La mujer, considerada más susceptible que el hombre a caer en la tentación, poseía también según los teólogos una mayor capacidad

para aprehender los favores y gracias

divinos y, al parecer, sus peticiones e intercesión tenían más eficacia. Todo esto explicaba a los ojos de los teólogos el porqué visiones y raptos eran más comunes entre las mujeres que entre los hombres (Myers y Powell, 1999: 303). Además, desde la Contrarreforma el miedo a la herejía y la necesidad de tener un mayor control sobre las conciencias obligó a los clérigos a solicitar a los visionarios que describieran sus experiencias con tal fidelidad y minucia que la experiencia mística terminó siendo totalmente visual. Este proceso se vio reforzado, además, por la expansión de los ejercicios espirituales de san Ignacio que introdujeron la “composición de lugar”, es decir una construcción mental que creaba imágenes sensibles (olores, visiones,

sonidos)

para

propiciar

la

meditación.

De

hecho,

como

instrumentos indispensables para la predicación, las imágenes llenaron los muros de las iglesias y los nichos y paneles de los retablos. Esta presencia obsesiva de las visiones se manifestó en la vida de todos los santos de la Contrarreforma. Felipe Neri e Ignacio de Loyola tenían continuos arrobos místicos y Teresa de Jesús tuvo visiones de la Pasión, de la Trinidad, del niño Jesús y de sus desposorios con Cristo. A todos esos santos se les representaba a menudo con la mirada dirigida al cielo contemplando aquello que el resto de los mortales no podía ver. La visión se

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situó en espacios cerrados, en las celdas, en los coros y, sobre todo, en el Página

lecho de muerte. Estos modelos fijados por la hagiografía y la iconografía, y los de los santos medievales como Francisco de Asís, Brígida de Suecia, Catalina de Siena o Gertrudis de Helfta reciclados y promovidos de nuevo en el Barroco, propiciaron que, para los fieles católicos las visiones y la aureola

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del éxtasis se convirtieran en un elemento inseparable de la santidad, tanto

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de la masculina como de la femenina (Male: 1985, 146, 179).

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Con todo, aunque las visiones y, por tanto, el conocimiento de Dios eran patrimonio de ambos géneros, sólo los varones, como sacerdotes, podían ser intermediarios de la gracia divina otorgada a los humanos a través de los sacramentos.

Por

ello,

un

aspecto

relacionado con la santidad lo constituía la capacidad para bautizar, confesar, consagrar o predicar, en cuyas representaciones

no

podían

aparecer

las

mujeres, más que como receptoras. Sin embargo, hay excepciones: a sor María de Ágreda se le muestra predicando a los indios, partiendo de sus propias visiones, difundidas por los franciscanos, en las que ella viajó en espíritu a América para anunciar a los nativos la llegada de los misioneros. Por otro lado, a santa Catalina de Alejandría, patrona de los filósofos, se la representaba departiendo

con

los

doctores,

de

acuerdo con una leyenda muy difundida en la Edad Media sobre esa mártir. Aunque el tema de la mujer que predica o departe con hombres sabios es muy excepcional, el tema no pasó

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desapercibido para algunas escritoras Página

como sor Juana en su defensa de la capacidad cimiento.

femenina

para

el

cono-

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La feminización de la gestualidad. Emotividad y género. Frente a las actividades guerrera y teológica, de signo marcadamente masculino, la emotividad es considerada una característica típica de lo femenino. Uno de los símbolos más claros de esa cualidad es, como vimos en la escena de Cuzco, el corazón. En la iconografía cristiana el corazón fue utilizado desde el siglo

XIV

como símbolo del amor místico; también era

considerado receptor, junto con el cerebro, de la inspiración divina, pues es uno de las zonas donde reside el alma (Caciola: 2000, 280 y ss.). Numerosos santos son representados con este atributo, a veces inflamado y envuelto en llamas. Santa Catalina de Siena, santa Gertrudis y santa Teresa de Jesús, entre las mujeres, y san Agustín y san Francisco Xavier, entre los varones, fueron mostrados a menudo con este atributo. Incluso en ocasiones, sobre todo las santas, intercambian su propio órgano por el de Cristo (como santa Gertrudis y santa Catalina de Siena) (Rubial y Bieñko, 2003: 7 y ss.). Otras veces, la víscera aparece traspasada por una o varias saetas representando el sufrimiento asociado con el amor divino que penetra en el alma, como en san Agustín o santa Teresa. En algunas representaciones de santas, como Gertrudis, el corazón en medio del pecho está ocupado por un niño Jesús, otro de los elementos asociados con las visiones femeninas desde la Edad Media. El niño Jesús, además de estar en los brazos de María, aparecía desposando a santas como Catalina de Alejandría y Catalina de Siena. El principal mensaje de esa iconografía se relaciona con el dogma de la encarnación del Verbo de Dios y con la experiencia mística, que en algunos autores como el dominico

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Eckhart simboliza el nacimiento de Cristo en el lecho-pesebre que es el Página

corazón humano. La presencia de Jesús niño en la iconografía cristiana se remonta a épocas muy tempranas, siempre vinculado con la Virgen María como trono o en las escenas de la Navidad. Pero desde el siglo

XII

se le comenzó a

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representar solo y asociado con las visiones femeninas en las que tomó un carácter doble: por una lado acentuaba los rasgos emotivos de la nueva religiosidad feminizada gracias a la presencia de las visionarias, y por el otro, marcaba con tintes de inocencia y castidad, las alusiones erotizadas del matrimonio místico que podrían ser desviadas hacia lo pecaminoso de haber sido representado Cristo como adulto. En varias de sus obras, Caroline Bynum ha insistido en el importante papel que tuvieron las mujeres visionarias del siglo

XII

en la formación de la nueva espiritualidad y en el

proceso de feminización del cristianismo. Al estar marginadas del sacerdocio y de la predicación, las visionarias encontraron en la narración de sus experiencias místicas una forma de imponer su presencia. Gracias a las poderosas imágenes que ellas difundieron se hicieron populares los temas de la eucaristía asociada con la pasión, las tentaciones físicas del Demonio, los viajes al cielo, al infierno y al purgatorio, la vinculación de la sangre de Cristo con la leche de María, y los ya mencionados tópicos feminizados del corazón y del niño Jesús (Bynum, 1982: 186 y ss.). Otro de los elementos que influyó también en la emotivización del cristianismo fue sin duda la espiritualidad franciscana que desde el siglo XIII

incluyó en sus meditaciones los temas de la

infancia y la ternura asociada a ellos. Desde el siglo

XVII,

y gracias al franciscanismo, apare-

cieron representaciones de los temas de las visionarias con el niño Jesús entre los varones, siendo san Antonio de Padua el prototipo de

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estas imágenes. Fue también en el Barroco que Página

el espacio devocional de la maternidad de la Virgen María fue compartido con la paternidad de san José, uno de los más populares patronos de las ciudades novohispanas desde el siglo XVI. Las representaciones de este

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intercesor, patrono de la buena muerte y de la castidad en el matrimonio, fueron sin duda un importante elemento en la conformación de una visión más emotiva de la paternidad. No debemos olvidar que el impulso al culto josefino se da de manera simultánea a los cambios en la sensibilidad generados en Occidente desde el siglo

XII,

que hemos mencionado, y se

refuerzan con la aparición del tema de la Sagrada Familia vinculado con los nuevos modelos a imitar que la Iglesia está promoviendo hacia los laicos. Sin embargo, no fue sino hasta el Barroco que en las representaciones plásticas san José aparecía con el niño Jesús en los brazos, al igual que san Francisco, san Estanislao, san Félix Cantalicio y el ya mencionado san Antonio de Padua (Reau, 1997: III, 516; IV, 169). Es muy probable que en este proceso de emotivización de la masculinidad tuvieron también un importante papel las cortes y el proceso de domesticación que en ellas de realizaba para someter a la nobleza guerrera y debilitar su violencia. Los caballeros, influidos por el amor cortés, por las modas y la feminización de las costumbres, tendieron a mostrar con mayor frecuencia sus sentimientos, entre otros el de la ternura hacia sus hijos. Para el siglo

XVIII

ese proceso va a

verse reforzado con las nuevas actitudes pedagógicas hacia los niños y con una novedosa sensibilidad que promovía entre los varones valores que antes se consideraban exclusivos de las mujeres como la atención de los recién nacidos. En un cuadro que se encuentra en el Museo

Página

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Nacional del Virreinato en Tepotzotlán se puede observar a san Joaquín con la Virgen niña en sus brazos en una actitud que podríamos calificar de “maternal”. La imagen nos recuerda a las santas cargando o teniendo tiernos coloquios con

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el niño Dios, tema que en el Barroco se volvió de lo más común y en casos extremos llegó a representársele incluso tomando la leche del pecho de una santa. Gertrudis, por ejemplo, en una pintura que se encuentra en el templo de la Soledad en la ciudad de México aparece con un niño Jesús en sus brazos que acaricia juguetón el rosáceo seno derecho de la monja, mostrado ostensiblemente sobre la negrura de su hábito. Este aspecto de maternidad nos remite a la antigua iconografía de la Virgen María en su advocación lactante desde la antigüedad cristiana. (Rubial y Bieñko, 2003: 24).

Por último, debemos mencionar las lágrimas como un elemento en el que se puede notar de nuevo ese cambio de sensibilidad. A lo largo de la era barroca una de las santas más veneradas fue santa María Magdalena a quien a menudo se le representa llorando sus pecados. Los jesuitas en

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especial hicieron de este modelo iconográfico un aspecto central de sus meditaciones sobre la confesión y el arrepentimiento. En este sentido también se volvió paradigmática la escena de las lágrimas de san Pedro después de su negación. Ciertamente, en las sociedades de Antiguo Régimen

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el llanto no era considerado privativo de las mujeres, pero es muy significativo que éste se convierta en la era barroca en un tema central de las experiencias místicas: el don de lágrimas se consideraba como una manifestación externa de la gracia divina recibida en el sublime estado del

Página

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éxtasis.

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Epílogo A pesar de la apreciación general que se tiene sobre la marcada diferenciación genérica que tenían las

sociedades

preindustriales,

podemos notar a partir de la iconografía una serie de rasgos que homologaron

la

gestualidad

de

mujeres y varones santos en la iconografía. No cabe duda que el modelo masculino,

mucho

más

diver-

sificado que el femenino, marcó las pautas

para

que

se

diera

la

implantación de sus estereotipos como los valores más importantes de la sociedad. De ahí la continua mención en la literatura de la época a mujeres “varoniles”, es decir valientes, aguerridas y sabias. Es muy significativo en este sentido que no sea extraño encontrar narraciones donde las mujeres se visten de hombres, como en el caso de santa Eufrosina, quien para entrar al convento de los carmelitas, el único que había en su tierra, se vistió de varón. Siendo el patrón masculino el paradigma de perfección, es lógico que haya una total ausencia de representaciones de cuerpos masculinos vistiéndose como mujeres. Sin embargo, es muy significativo que

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a lo largo de la era barroca sean cada vez más comunes los santos que se Página

representan mostrando gestos de emotividad femenina (cargar niños, llorar, mostrar el corazón inflamado o actitudes de ternura).

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El cuerpo humano, cubierto de vestimentas, pudo transitar entre esos estereotipos adquiriendo rasgos ambiguos, sobre todo en personajes cuya característica fundamental había sido negar su sexualidad. Ciertamente existen representaciones extremas en las que la carga sexual no se eliminaba, menos

aunque

esto

frecuente.

En

representaciones

era

lo

algunas

populares

de

santos guerreros, como Santiago, su

masculinidad

explícita

es

depositada en su cabalgadura que

muestra

un

considerable

falo. Por otro lado, los atributos femeninos y su carácter nutricio llevaron en ocasiones a representaciones de santas, como la Magdalena, mostrando sus pechos ostensiblemente. Entre los extremos del macho guerrero y la hembra nutricia, los más estereotipados esquemas alrededor de los discursos de género, existe una amplia gama gestual común en las representaciones de hombres y mujeres santos, espacios en los cuales ambos géneros compartieron actitudes tales como la escritura, el éxtasis, las visiones, el ascetismo, la emotividad o el martirio. La manera de representar a los hombres y mujeres santos, sus gestos

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y objetos asociados, sus vestimentas y actitudes nobiliarias, pueden ser un Página

importante instrumento para conocer los valores y prejuicios de las sociedades del Antiguo Régimen (de las cuales las virreinales formaban parte) alrededor de los temas de género.

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Bibliografía CACIOLA, Nancy, “Mystics, Demoniacs, and the Physiology of Spirit Possession in Medieval Europe”, en Studies in Society and History, n°42, 2000, pp. 280 y ss. CARDAILLAC, Louis, Santiago apóstol: el santo de los dos mundos, pról. de José Maria Muria, Zapopan, El Colegio de Jalisco, 2002. CERTEAU, Michel de, La fábula mística, México, Universidad Iberoamericana, 1993. BYNUM, Caroline Walker, Jesus as Mother. Studies in the Spirituality of the High Middle Ages, Berkeley, University of California Press, 1982. MALE, Emile, El Barroco, Madrid, Encuentro ediciones, 1985. MYERS, Katleen y Amanda POWELL, Wild Country in the Garden. The Spiritual Journals of a Colonial Mexican Nun, Bloomington, Indiana University Press, 1999. REAU, Louis, Iconografía del arte cristiano, 5 v., trad. Daniel Alcoba, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1997-1998. RUBIAL, Antonio y Doris BIEÑKO, “La más amada de Cristo. Iconografía y culto de santa Gertrudis la Magna en la Nueva España”, en Anales del Instituto de Investigaciones

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