\"Cuando un bosque se quema, algo suyo se quema... señor Conde\": Ciudadanía y clase social en la narrativa de las transiciones a la democracia

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Descripción

“CUANDO UN BOSQUE SE QUEMA, ALGO SUYO SE QUEMA… SEÑOR CONDE”. CIUDADANÍA Y CLASE SOCIAL EN LA NARRATIVA DE LAS TRANSICIONES A LA DEMOCRACIA

Pablo Sánchez León (Universidad del País Vasco – Equipo Contratiempo)

El chiste ha terminado pasando al acerbo popular; pero es posible de datar su aparición. Como muestra la imagen, procede de un libro publicado en 1971 por el dibujante Jaume Perich, conocido como “El Perich” o Perich a secas, titulado Autopista. Es un chiste de las postrimerías de la dictadura franquista en España. Su fama o posteridad se debe seguramente a que incluye una aguda referencia social crítica. El bosque, símbolo de los bienes públicos, está en realidad en manos privadas, y su propietario es además un representante de la vieja nobleza titulada, que conserva sus privilegios. Dejada ahí, la broma parece centrarse en subrayar la persistencia del Antiguo Régimen, la continuidad en el dominio de las viejas aristocracias terratenientes en la España de la segunda mitad del siglo XX. No obstante, debidamente insertado en su contexto, adquiere otras connotaciones y significados, no necesariamente contradictorios sino

suplementarios, que lo convierten en un ejemplo con el que reflexionar sobre otras cuestiones más amplias y generales. Esta presentación quiere reflexionar a partir de esta portada acerca de las relaciones entre ciudadanía y clase social en la imaginación de las transiciones a la democracia. Es decir, en el lenguaje con el que las transiciones son nombradas, leídas, narradas y experimentadas colectivamente mientras tienen lugar y después. En la práctica, lo que va a intentar hacer es establecer un término de comparación entre los procesos de transición democrática en el Sur de Europa, con España en el centro, y los del Este de Europa, América Latina y Asia oriental. Dicho término es la diferente manera de imaginar al sujeto de la política y su relación con la igualdad y la desigualdad social en las culturas políticas de estos cuatro espacios geográficos en sus respectivos procesos transitorios. El objetivo es contribuir a una comprensión de la variedad y complejidad del imaginario social y civil que acompaña el establecimiento de las democracias en el último cuarto del siglo XX, y sobre el que se han construido los relatos transicionales de la Tercera Ola de democratizaciones, la de la Europa meridional. Volvamos al chiste. Para empezar, la coletilla final “…señor Conde” es la base de la broma pero puede hacer olvidar que el chiste nació en reacción al eslogan protagonista de una campaña institucional de la dictadura, que en el año 1970 había firmado los primeros acuerdos internacionales para incorporarse a las iniciativas de la OCDE del “Día Mundial del Medio Ambiente”. Esto nos aporta ya algo de interés sobre el contexto; pues a su vez la recepción de programas de sensibilización social hacia el deterioro de la naturaleza tenía lugar como colofón de unos extendidos e intensivos Planes de Desarrollo desplegados desde comienzos de los años sesenta y que para entonces habían contribuido decisivamente ya al cambio estructural de la sociedad española hacia la urbanización y la industrialización, el aumento de la renta per cápita y el avance de la sociedad de consumo. El chiste sirve para contextualizar una fase histórica de desarrollo, o mejor, nos habla de una fase ya desarrollista de la dictadura de Franco, que desde 1970 impulsaba entre otras campañas de sensibilización acerca del deterioro del entorno natural como parte de una así llamada “Planificación Social”. Pero su letra contiene más significados interpretables en contexto. Seguramente por derivar de una campaña internacional orquestada por países desarrollados y con regímenes democráticos, el lema “Cuando un bosque se quema algo suyo se quema” no sólo apela a la conciencia ecológica de los habitantes sino que los interpela como propietarios, copropietarios más bien, de un patrimonio público al parecer en riesgo de degradación. Asume o imputa, en fin, cuando menos unos derechos de posesión, siquiera en titularidad colectiva. No es, desde luego, la manera convencional de dirigirse a la población, de darle reconocimiento, en un régimen que anteponía abiertamente las obligaciones a los derechos individuales. Y que, salvo de un modo simbólico o retórico, en general no había hasta entonces tratado a los españoles como titulares o

cotitulares de la propiedad territorial y productiva nacional. Precisamente la propiedad había sido, durante el siglo XIX tan denostado por Franco, la principal marca o condición para lograr el reconocimiento de una capacidad de intervenir en las instituciones políticas y del gobierno representativo. La campaña que provocó el chiste del Perich tiene por tanto el interés de que trata, estando todavía en tiempos de Franco, a los españoles como ciudadanos; como ciudadanos individuales, conviene añadir. Y eso implica una cierta novedad, al menos desde el discurso hasta entonces dominante durante el franquismo. El ciudadano que destila este eslogan es uno sobre el que conviene no confundirse, no obstante. Se trata a todas luces de un ciudadano pasivo. Tanto es así que la propiedad o copropiedad que posee sobre lo público no parece constarle al receptor de la campaña, y es la administración la que se ve en la tesitura o la responsabilidad de recordarle por medio de un eslogan algo de lo que goza sin saberlo. En realidad, la campaña desvela una contradicción entre retórica y conciencia, o entre representaciones del sujeto. Pues a la que vez que se atribuye al ciudadano su participación en una propiedad o copropiedad, se le insta a comportarse como se espera de un propietario, y esta persistencia de un deber-ser revela que ese ciudadano no consta en la práctica como realidad social y cultural. El eslogan, en fin, es menos relevante como expresión de conciencia ecológica incipiente por parte de la burocracia franquista y más como factor de habilitación de ciudadanía donde no la había, una habilitación no endógena ni bien interiorizada ni digerida sino más bien forzada por la progresiva inserción de España en la koiné de los estados desarrollados y con constituciones políticas que reconocían derechos de participación política en la cosa pública. De ahí su inserción cuando menos contradictoria en la esfera pública de la dictadura, al punto de emborronar la relación hasta entonces instituida entre sujetos y objetos que fundamenta el estado moderno: la distinción entre el gobierno de las personas y la administración de las cosas. Pero hay más. La manera deferente de dirigirse al receptor de la campaña, tratándole de usted, es también sospechosa, pues en esa distancia puede haber tanto respeto como falta de familiaridad, de comunidad de valores y estatus. Es precisamente ese trato de usted el que permite desarrollar el chiste, en el cual es el Estado el que trata con deferencia, es decir, de modo jerárquico y subordinado, al terrateniente con titulación nobiliaria. Fuera del chiste, en cambio, si a ese trato no familiar y de connotación jerárquica le sumamos la orientación vertical, de arriba abajo, que caracteriza la campaña, siguiendo un procedimiento de carácter informativo y no comunicativo, sin interacción emisor-receptor, tenemos que el ciudadano habilitado por la frase lo es, en el mejor de los casos, subordinado a la administración, que aparece como la encarnación exclusiva de la virtud, concentrando una conciencia de lo público que incluye el valor de la naturaleza y del patrimonio de los que el ciudadano carece; es ella desde luego la que toma la iniciativa y desarrolla la campaña. La concepción del sujeto que fundamenta el eslogan se acerca, en suma, más a la de la tradición de la biopolítica moderna, la gestión de la vida social, la

población y sus recursos materiales y jurídicos como magnitud a disposición del poder, y menos a la tradición de la virtud política como fundamento de la autodeterminación ciudadana. Si me he entretenido en una hermenéutica del eslogan publicitario franquista es porque creo que contiene todos los elementos principales y comunes a la representación del sujeto que comparten los regímenes modernos que solemos clasificar de autoritarios o totalitarios, las dictaduras en toda su casuística del siglo XX, y que constituyen el escenario de partida o contexto de las transiciones a la democracia. Creo además que sugiere bastante bien también la idea de que las formas de sujeción características de las dictaduras modernas se encuentran siempre de alguna manera presionadas, influidas o sobredeterminadas, por el imaginario de la ciudadanía y los derechos de participación política; en una palabra, por la democracia, que constituye su antagónico conceptual. Quiere esto decir que la imagen del sujeto contenida en el eslogan es común a todos los escenarios históricos transicionales por encima de diferencias, de manera que puede esperarse encontrarla en la producción de narrativas y la imaginación política en sentido amplio. El discurso deferente en materia de cotitularidad sobre lo público no agota, sin embargo, los recursos discursivos distribuidos en las sociedades sometidas a dictaduras y susceptibles de transitar o recuperar la democracia. Es aquí donde el chiste adquiere una dimensión política y a la vez singularizadora, historizadora. Política porque evidencia la posibilidad de otros discursos, no ya sobre el orden impuesto por la dictadura sino en concreto en relación con el sujeto definido de un modo contradictorio como ciudadano y como administrado. El chiste de Perich es en primer lugar la manifestación de la capacidad por parte de ese sujeto supuestamente pasivo de apropiarse del discurso instituido acerca de él, en un proceso que además no sólo produce otro significado sobre el eslogan de la campaña sino que crea al ciudadano mismo, y como un sujeto activo, con capacidad discursiva propia y de asignación de significado a la realidad, y de significado contrario o alternativo al impuesto por el poder. Este sujeto tiene por último además capacidad de elaboración discursiva y de reflexión crítica, y hasta de emplear la ironía y el humor, que comportan cierto distanciamiento. Como mínimo, por tanto, tenemos una doble concepción de la ciudadanía encerrada en el juego entre el eslogan y su reelaboración y devolución en forma de chiste, dos concepciones que ocupan lugares extremos en un arco que va de una ciudadanía sin sujeto a un sujeto activo de la virtud ciudadana capaz de ejercer la crítica al poder y comunicarla con humor incluso aunque no pueda hablarse de reconocimiento de derechos de ciudadanía por parte de las instituciones. Dicha apropiación performativa, significadora y crítica tiene también el atributo de especificar culturalmente el fenómeno. Podemos dimensionar esto último por medio de una pregunta: ¿sería de esperar un chiste como el de Perich en cualquier escenario o contexto de pretransición o transición a la democracia desde una dictadura?

La respuesta a esta cuestión encierra toda la relación contextual entre ciudadanía y clase social en la producción de discurso y narrativa transicional. Porque la coletilla “señor Conde” no es exportable a todos los escenarios de crisis de un régimen dictatorial en la segunda mitad del siglo XX; contiene entre otras cosas una clara referencia social, y en forma de estructuración jerárquica de la sociedad basada en el privilegio, de manera que ilustra las relaciones entre igualdad y desigualdad social en los imaginarios y discursos transicionales. Por señalar lo evidente de una manera más clara: ni en los procesos transicionales de la Europa del Este poscomunista ni en los de las repúblicas latinoamericanas poscoloniales cuadraría bien un tropo como el de la aristocracia terrateniente del chiste de Perich para llamar la atención críticamente sobre el formato contradictorio de definición del sujeto instituido por las dictaduras o característico de los procesos transicionales. Pues en ninguno de ellos la crítica al discurso de la cotitularidad ciudadana sobre lo público podría hacerse en la misma clave de desigualdad social que recoge el chiste de Perich. Es decir, invocando a una nobleza terrateniente privilegiada a modo de imagen especular invertida. Esto no quiere decir que en esos otros contextos y culturas no se dieran discursos críticos hacia el poder, ni que dejasen de servirse de imaginarios acerca de la desigualdad social. Pero estos tendrían que ser obligadamente otros, con otros tropos. Es el caso de la Europa del Este, de los países que, como la antigua Checoslovaquia, Polonia o Hungría, Rumanía, la antigua RDA, etc., habían acometido durante la posguerra políticas de nacionalización y estatalización de los medios de producción de inspiración soviética. En ellos las desigualdades sociales no estarían ausentes, pero en cambio sí la figura de la vieja aristocracia terrateniente, en principio barrida del mapa por las reformas agrarias que acompañaron la etapa de las llamadas “democracias populares”. En su lugar, la crítica a un poder que despojaba a los ciudadanos de capacidad real de control sobre la riqueza y la propiedad públicas tendría que apuntar necesariamente a un grupo social diferente, mucho menos anclado en el pasado y a la vez menos definido jurídicamente: la burocracia estatal. Al igual que la nobleza titulada del Antiguo Régimen, esta burocracia encarnaba todo un elenco de privilegios, monopolios y deferencias que instituían desigualdades, no menos palmarias y rampantes que las de las economías capitalistas, pero profundamente distintivas en términos sociológicos. No solo por desarrollarse dentro de marcos constitucionales que establecían en la letra la plena igualdad ante la ley, y una igualdad entendida en términos no sólo civiles y políticos sino también sociales; también y muy en primer lugar para el caso que aquí interesa, porque la burocracia de los países de la órbita soviética carecía de títulos de propiedad individual sobre el recurso económico que define a una nobleza privilegiada, la tierra. Esto, repito, no quiere decir que su control de los medios productivos no tuviera efectos que iban más allá de la dominación, efectos de explotación sobre el trabajo ajeno pero, tanto dentro como fuera del materialismo histórico como ideología y enfoque de análisis, existe un amplio consenso

acerca de los límites del concepto de clase social para definir y dar cuenta de las relaciones de la burocracia socialista con la propiedad económica. Un chiste que dijera algo así como “Cuando un bosque se quema algo suyo se quema, señor miembro del Politburó, o señor directivo del koljoz” tendría, en suma, una inteligibilidad más bien limitada, y podría ser objeto de discrepancias por considerarse inexacto o inapropiado. Paradójicamente, en cambio, sería tras los procesos de transición a la democracia cuando en muchos de estos países podría darse la posibilidad de un chiste que dijera algo así como “Cuando un bosque se quema algo suyo se quema, señor exmiembro del Politburó o señor exdirectivo del koljoz”, señalando el proceso de privatización del erario público que ha acompañado la caída del socialismo real y a la vez subrayando que buena parte de los beneficiarios de esa privatización han sido miembros de la nomenclatura y la burocracia de los regímenes autoritarios soviéticos. Esto es, de paso, una manera de subrayar lo diferente que necesariamente ha sido la trayectoria de las relaciones entre ciudadanía y clase social en la narración de los procesos transiciones de estos países respecto del que aquí centra la atención, que es España. Por su parte, en las dictaduras latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX, de Bolivia a Chile pasando por Paraguay, Guatemala, Chile o Argentina, la desigualdad de clase ha estado en el centro de los discursos, las imaginarios ideológicos de uno u otro signo y las narrativas sobre la supresión de los derechos políticos, así como en las retóricas del empoderamiento ciudadano crítico en pro de la restauración o el establecimiento de la democracia. Se trata además de una desigualdad basada u originada muy en primer término en el diferente acceso a la propiedad de la tierra entre ciudadanos supuestamente iguales ante la ley. Los contextos sociales y procesos políticos en esta región parecen ser pues en principio más análogos al español de la dictadura a la democracia posfranquista, pero de nuevo hay marcadas diferencias que en limitan la posibilidad por no decir el éxito de un chiste que sitúe en el tropo de un terrateniente privilegiado el contrapunto crítico a una política emanada de la autoridad que basada en el reconocimiento de copropiedad ciudadana sobre el bien común. Pues en este caso no se trata tanto de que la América poscolonial haya dejado atrás desde sus orígenes en el siglo XIX las desigualdades de tipo jurídico que definían a la nobleza metropolitana durante período colonial, en el Antiguo Régimen; lo singular es que no haya dejado en cambio nunca del todo atrás la identificación de los poderes oligárquicos locales con fuerzas e influencias de carácter trasnacional. En efecto, la plutocracia de las nuevas repúblicas americanas a menudo estaba directamente implicada en los procesos de privatización del erario público, pero en el imaginario ideológico y la narrativa crítica con el poder dictatorial solía normalmente aparecer asociada, subordinada o hegemonizada por un capital extranjero encarnado en el tropo de una compañía multinacional, considerada responsable último de la desigualdad en el acceso a los recursos naturales y en la gestión colectiva de lo público. Para resultar adecuado a ese tipo de contexto, el chiste de Perich debería ser reformulado en este caso en algo así como “Cuando un

bosque se quema algo suyo se quema, señora United Fruit Company, o señora ITT”. El problema es que al modificarlo perdería una parte fundamental de su sentido, pues el bosque o la plantación o la mina eran normalmente de hecho propiedad privada legal de esas multinacionales bajo unas dictaduras en general orientadas a la conservación de los títulos de propiedad de aquellas, de manera que lo que está de más es la pretensión de presentar el bosque como un bien común o de titularidad pública. El chiste tendría sentido por tanto si acaso en el contexto de programas y coaliciones nacionalizadores y de empoderamiento ciudadano, impulsados en general durante las azarosas etapas democráticas de estos países, y no en una etapa predemocrática y transicional; y su efecto sería por lo demás contradictorio, pues con él se estaría recordando que, en realidad, la tierra seguía en manos de oligarquías nacionales o extranjeras. Tampoco en América Latina hubiera hecho fama el chiste de Perich. De nuevo ello tampoco significa que las desigualdades de riqueza y propiedad hayan sido menos marcadas y prolongadas en América Latina que en España a lo largo del siglo XX. Antes al contrario, la convención es que han sido en general más elevadas y han ido en aumento, lo cual ayuda a comprender que, a diferencia de Europa del Este, las dictaduras del Nuevo Mundo no han solido, salvo excepciones como Cuba, traer consigo cambios estructurales tan profundos como para barrer del mapa a las viejas clases terratenientes. Menos aún han priorizado las dictaduras de estos países a los grandes productores industriales sobre el resto de los dueños del capital. La oligarquía poscolonial ha sido normalmente denominada clase “compradora”, es decir, identificada en sus funciones económicas ante todo por su relación con el comercio exterior, una dimensión de los recursos públicos mucho menos apta que la tierra para una retórica de reapropiación colectiva. Hay, qué duda cabe, un factor de tiempo que resulta importante tener aquí en mente, pues la duración medida de estas dictaduras no supera los veinte años. No por ello las dictaduras latinoamericanas han dejado der ser, como lo fuera de española de Franco desde fines de los cincuenta, dictaduras desarrollistas, pero en general han favorecido la adecuación de las viejas clases terratenientes a las nuevas orientaciones del mercado internacional. Ahora bien, lo han hecho con mucho menor éxito que sus contrapartes del extremo asiático. Es allí, en la Corea, el Taiwan o la Indonesia postbélicas donde curiosamente se pueden encontrar los rasgos históricos más semejantes al caso español. Pues en estos países las dictaduras desarrollistas del siglo XX se han asentado sobre sociedades cuyas desigualdades seguían basculando sobre la propiedad de la tierra, reproduciendo minorías de grandes terratenientes privilegiados por el Estado y las leyes y tratados con enorme deferencia por la población rural, si bien durante las etapas de dominación autoritaria en general han asistido a una transformación controlada en sus fuentes de reproducción económica, adaptándose con enorme éxito a nuevas estructuras productivas mucho más volcadas hacia los sectores secundario y terciario aunque conservando aún una parte importante de su ascendente social y su dominación simbólica.

Es en ese sentido imaginable un chiste que dijera que cuando el bosque se quema algo suyo se quema “…Ajusshi Yangban“ (ajusshi es, en coreano, señor, en sentido general, aplicado a desconocidos en señal de respeto; yangban es el término que designa a la clase privilegiada y normalmente terrateniente de la época del reino de Corea anterior a la dominación japonesa). El problema en este caso es que lo que resultaría mucho menos acertado sería el eslogan mismo de la campaña y su apelación a una conciencia ciudadana. No quiere esto decir que los procesos transicionales en el extremo oriente hayan estado menos fundados que los ejemplos europeos o americanos en una ciudadanía activa y muy combativa, tanto en el terreno de la sociedad civil en general como en el de las relaciones industriales; sin embargo, el reconocimiento de una cotitularidad civil sobre lo público ha sido en estas democracias hasta la fecha infinitamente menor que en otros escenarios, hasta resultar cualitativamente incomparable, como demuestra la ausencia de verdadera democracia industrial y cogestión en las relaciones laborales en la historia reciente de países como Corea y Taiwan, cuya definición como regímenes burocráticoautoritarios se entiende mejor añadiendo también una dimensión fuertemente “patrimonial” que afecta a la definición misma, mucho más estrecha, menos comunitaria, de lo público. En su haber, no obstante, los llamados “tigres” asiáticos cuentan con unos niveles de inversión industrial, innovación tecnológica, y productividad del trabajo bastante superiores a los de países como España, lo que les garantiza niveles de renta per capita en constante aumento desde los años sesenta a pesar de carecer de garantías propias de los Estados del bienestar occidentales. Me interesa partir de esta última apreciación sobre el grado de transformación estructural de la economía para dar ahora un giro a mi presentación. Antes quiero concluir esta parte diciendo que el recorrido rápido por otras constelaciones de ciudadanía y clase social en contextos de transición a la democracia indica que estamos ante un chiste circunscrito a un determinado ámbito geográfico-cultural, o más bien histórico; no es generalizable. Hablamos grosso modo de una cultura política cuyos confines coinciden con los de la Europa del Sur, con países como Portugal, Grecia o España, que padecieron dictaduras que contribuyeron a disminuir el peso de las viejas clases latifundistas pero sin llegar a suprimirlas o transformarlas de forma radical. Ahora bien, dejar el asunto aquí sería perder de vista el sentido último del chiste. Cuando Perich añadió la coletilla “…señor Conde” al eslogan de la campaña institucional sobre el medio ambiente no quería sencillamente señalar que en la España de Franco la vieja aristocracia terrateniente conservaba algo más que simples privilegios honoríficos y nominales; no pretendía subrayar sin más que buena parte de la estructura de la propiedad apuntalaba herencias del liberalismo y a su vez del Antiguo Régimen. El chiste no es un chiste sobre la continuidad social y económica de las viejas clases dominantes; o no es sólo sobre esto. El significado completo o pleno se obtiene volviendo sobre la portada, en la que el dibujante y escritor de humor incluyó el chiste a modo de subtítulo. Y a su vez volviendo sobre

el contexto de publicación de la obra. El título de ésta, Autopista, contiene para empezar una irónica irreverencia: se trata de un juego de palabras con Camino, obra divulgativa capital de Monseñor Escrivá de Balaguer, fundador y director del Opus Dei, que todavía estaba activo en 1971 y cuya organización civil de católicos fanáticos había escalado a las máximas responsabilidades de los planes de desarrollo del régimen. El juego de palabras permite a Perich no sólo identificar el Opus con el desarrollismo sino sugerir que, como consecuencia de ello, el catecismo adecuado a la sociedad española heredera de los sesenta es si acaso el del desarrollismo material, no el desarrollo espiritual, y expresado además en concreto en la construcción y despliegue de autopistas, un símbolo no sólo del abaratamiento de los transportes, la movilidad física de personas y cosas y la expansión de la industria automovilística sino también de la interacción de los sectores privado y público de la economía, es decir, la promoción de negocios privados a costa del erario público. La autopista, en fin, es una metáfora, pero no solo de la obsolescencia o inadecuación de las máximas morales rigoristas del Opus respecto de la sociedad nacida o impulsada por medio de unas políticas implementadas precisamente por miembros de esa misma secta: es también metáfora del surgimiento de nuevos tipos sociales, empresarios que hacen negocios con las licitaciones del Estado, al calor de los vínculos con la burocracia desarrollista. Ese tipo social es el que preside la portada: una caricatura de un personaje con chistera y puro pero que tiene también las trazas de un tiburón dentado y al que hay que suponer una voracidad, una avaricia ilimitadas. No hay duda de que posee atributos identificables con la nobleza, aunque en cierta medida más bien diluidos en el universo más amplio de una aristocracia o una clase adinerada y de estatus y gustos selectos. Puede ser o parecer, por qué no, un conde, un noble de la vieja clase terrateniente y privilegiada, pero no queda reducido a esto. Para empezar sus atributos de estatus son extensibles a toda una elite económica relacionada con el capital financiero, y no tanto con el ocio del rentista, pues los atributos de voracidad lo presentan como un magnate más que como un aristócrata. La portada de Perich contiene pues todo un conjunto de signos que apuntan a la dimensión de la desigualdad producida con el cambio estructural de la economía española al hilo de las políticas desarrollistas de la dictadura. Es una puesta de largo crítica del tipo social que encarna las nuevas desigualdades de la sociedad española. El chiste adquiere ahora su verdadera dimensión semántica: pues si Perich lo coloca como subtítulo del libro es precisamente para que el lector no pierda de vista que el empresario-tiburón y aristócrata-avaro que preside la portada es o puede ser o haber sido un conde. Su fortuna presente, empresarial, financiera y “enchufista” tiene un pie en la continuidad de unas estructuras del pasado rentista, terrateniente y caciquil, y es esa complejidad la que la portada encierra y revierte al público lector. Otra manera de decirlo sobre la que no me quiero extender es que el chiste opera como mecanismo activador de la memoria, sin cuyo concurso una dimensión completa del presente permanece oculto pese al poder

evocador de la imagen del magnate-tiburón y la rotundidad del juego de palabras del título. Tal vez, quién sabe, es por eso que el chiste ha terminado pasando al acervo popular.

La presentación podría terminar aquí, pero se dejaría fuera lo principal, lo más importante para una discusión acerca de los tropos y recursos con los que están tejidas las narrativas de la transición a la democracia en el caso español. Hasta ahora he querido mostrar que una parte al menos de esos tropos tienen que ver con los imaginarios del sujeto de la política, es decir, la antropología de la ciudadanía en el arco que va de los extremos de la pasividad y la gestión biopolítica de la población hasta la autodeterminación activa y el ideal de la virtud cívica; y tienen también que ver con la sociología de la desigualdad y sus límites de legitimidad, es decir, el arco que va de la vieja aristocracia rentista a una auténtica burguesía dedicada a la constante inversión industrial en una economía capitalista. Y he querido mostrar que el caso español, y de la Europa meridional por extensión, revela unas tensiones y contradicciones muy singulares en la relación entre ciudadanía y clase social que apuntan a la proliferación de un tipo social característico de la dictadura en su fase desarrollista, un tipo que encarnaba nuevas formas de desigualdad surgidas al hilo de la modernización económica pero a quien puede también considerarse responsable de que dicha modernización española no alcanzase el grado de transformación estructural de otros países “en vías de desarrollo” como los situados en el extremo de Asia. Pero la cuestión que realmente anima mi participación en estas jornadas es la posibilidad misma del chiste de Perich, la comprensión de las condiciones de su producción y enunciación. Pues es ahí donde creo que radica la singularidad del formato narrativo de la transición española, y que solo adquiere sentido de nuevo elaborando una comparación rápida con otros procesos y contextos transicionales. Antes necesito detenerme un momento en lo más elemental: el chiste de Perich está enunciado desde una situación social y cultural que no es la de la simple oposición entre nobleza o aristocracia y pueblo. No es, en fin, ejemplo tardío de una cultura política como la de la crisis de la Restauración y la Segunda República, en el primer tercio del siglo XX: no va dirigido a censurar a una vieja oligarquía excluyente sino a señalar su reconversión en una nueva clase empresarial opulenta y corrupta. El contexto de publicación de la obra resulta clave para fundamentar esta interpretación. Autopista salió a la luz en 1971, apenas dos años después del estallido del llamado “caso Matesa”, que puso en evidencia las conexiones entre altos burócratas del Estado y los intereses privados de grupos de afinidad y nuevos ricos con negocios especulativos implicados en la malversación de subvenciones públicas nacionales e internacionales desviadas de la inversión productiva a la que debían legalmente dirigirse merced a sus vínculos con personas clave de la administración. Es en ese ambiente informativo dominado por los escándalos de corrupción de la dictadura donde está su caldo de cultivo, y de hecho el libro, pese a ser de humor o precisamente

gracias a ello, se hace cargo sobradamente de cuestiones de calado relacionadas con la crisis de credibilidad de ese tipo social que ilustra la portada. La obra está llena de bromas, chistes y juegos de palabras sobre cuestiones como los nuevos ricos y sus hábitos de consumo voraz, etc.; también acerca de la doble moral que acompañaba esas nuevas fortunas de origen especulativo, especialmente en el trato hacia los trabajadores, quienes no solo se veían excluidos de la participación en los beneficios de la nueva economía empresarial sino que incluso podían ser ahora mucho más fácilmente despedidos sin contar con garantías sociales por parte del Estado. Frente a ese mundo Perich emplea la crítica mordaz, con ironía y humor, y al hacerlo habilita como he dicho una ciudadanía activa. El autor nos habla desde una identidad claramente prodemocrática amén de anti-dictatorial. Pero también nos habla desde un lugar social, un estatus concreto, una cultura económica que es la de la actividad profesional legítima en una economía de mercado, sin favoritismos institucionales ni vínculos personales, una esfera de autonomía en el espacio de la sociedad civil en el que la capacidad, el mérito y el trabajo permitan la supervivencia y el estatus civil sin privilegios viejos ni nuevos, y sin grandes y ostentosas desigualdades. En otro lugar he analizado la gestación de este universo cultural y moral como fundamento sociológico de las narrativas de la transición a la democracia. Se trata de un imaginario mesocrático, es decir, basado en una representación de la clase media como encarnadora de la virtud política y del progreso económico, social, político y cultural. Esa concepción mesocrática funciona desde mi punto de vista como metanarrativa de los relatos de la transición: todos ellos remiten a un imaginario subyacente de las clases medias modernas como garante del orden y del cambio desde la moderación, la estabilidad y el progreso. Me gustaría hoy abundar en la compleja composición política de esa mesocracia fundamento de la metanarrativa de la transición española. Pues este imaginario estuvo lejos de ser una creación de la cultura de oposición. El desarrollismo franquista se apoyó también y con rotundidad en un discurso mesocrático, con el cual se anunció y garantizó el avance de la urbanización, el consumo y el ocio, así como se justificaron la retórica de la paz y la superación de las dos Españas. La clase media soñada por los burócratas franquistas asumía no obstante una condición políticamente pasiva, que es la que de alguna manera entraba en contradicción con campañas como la del Día del Medio Ambiente. El chiste de Perich, en el contexto de su libro Autopista revela que había, no obstante, otra cultura ciudadana en gestación en la sociedad civil española del desarrollismo, y que precisamente la cuestión de las nuevas formas de desigualdad y sus límites de legitimidad operó como un vector fundamental en el proceso de configuración de dicha cultura. Hubo, es decir, había, una pugna por otorgar otro significado al imaginario mesocrático, y la crítica dirigida hacia la corrupción de la burocracia franquista actuó como un fundamental catalizador de su formalización política.

Quiero denominar esta cultura política como mesodemocrática, pues amalgamaba un estatus de clase media en una economía de mercado con una postura prodemocrática motivada por el objetivo de construir un verdadero Estado del bienestar en el que, por vía de impuestos, trabajo y capital cofinanciasen de manera solidaria los servicios públicos, que a su vez asegurarían niveles de disponibilidad de ingresos y rentas para el conjunto de la sociedad. Creo que esta cultura ocupó el centro de esfera pública durante la transición a la democracia, impregnando el conjunto de las opciones ideológicas y alcanzando de lleno a la identidad de la clase obrera industrial; también pasó a fundar las narrativas transicionales, durante y después del proceso democratizador. Y, sin pretender aquí hoy analizarla más en profundidad, planteo al menos distinguirla en su especificidad de las que dominaron en otros procesos transicionales del último tercio del siglo XX. Pues en América Latina la denuncia de la corrupción y la tiranía tendría lugar en escenarios de menor cambio social estructural, y la consiguiente menor densidad de las clases medias, junto con la persistente denuncia de los vínculos internacionales de las elites económico-políticas dominantes favorecería la centralidad de una cultura que podemos denominar nacional-popular. En Europa del Este, por su parte, la menor densidad aún de una sociedad civil bajo la tutela de las autoridades pro-soviéticas, acompañada de un mayor cambio estructural por la duración de los regímenes, provocaría que el discurso, en principio más marcadamente promesocrático, naciera sin embargo profundamente lastrado por el rechazo hacia la intervención estatal sobre la economía, derivando en esquemas de tropos y narrativas que podemos denominar como mesoliberales y neoburgueses, muy obsesionados con la centralidad de los derechos civiles y de propiedad frente a la igualdad social y con el desmantelamiento de los entramados estatalcorporativos heredados, cuya privatización ha provocado nuevas formas de control oligopolístico de los recursos económicos, solo que en manos de una plutocracia empresarial ya en tiempo de democracia. Finalmente en Asia oriental la fuerte entreveración del Estado con el mercado, y la dependencia estructural de la nueva clase empresarial industrial respecto de las organizaciones e instituciones estatales ha producido un escenario de sometimiento y exclusión de los trabajadores respecto de los beneficios del éxito económico, cuya expresión constitucional podemos entender como propia de una cultura patrimonial-tecnocrática. La cultura mesodemocrática es un producto genuino de la Europa del Sur, esa región geográfica e histórica que ahora ha entrado en crisis conforme la unificación europea está produciendo una nueva segmentación de la ciudadanía, de corte territorial, entre ciudadanos protegidos en el norte de Europa y ciudadanos desprotegidos en el sur. Al buscar causas a esa segmentación emergente, conviene algunos factores endógenos, y uno esencial es la compleja configuración histórica de esa mesocracia meridional como cultura socialmente extendida. Por sus orígenes en dictaduras desarrollistas, las clases medias modernas de países como España han desarrollado una fisonomía dual, de manera que, junto con la cultura mesodemocrática, las

transiciones a la democracia han heredado y trasladado a las sociedades del cambio de milenio otras culturas mesocráticas mucho menos identificadas con valores ciudadanos de participación e intervención política virtuosa. Hablando claro: las clases medias españolas posfranquistas han venido reproduciendo también prejuicios elitistas, antipolíticos, deferentes hacia el poder y estrechamente civilistas. Estos no son sino la herencia o evolución “natural” del eslogan que en su día sirvió de base al chiste con el que he ligado mis argumentos, y cuyo producto es una ciudadanía presidida por la deferencia hacia el poder, nunca del todo empoderada y que asume su condición de sujeto como un otorgamiento desde arriba, que convive con la corrupción, de la que más bien busca aprovecharse y recibir su parte de los beneficios que produzca, todo con tal de perder adquisitivo y estatus de mercado o a su apariencia. De todo esto, lo que creo que puede interesar a un congreso sobre narrativas transicionales es una simple llamada de atención acerca del significado y el contenido de los cambios y las continuidades entre dictadura y democracia. Para no entretenerme con algo que entiendo debe ser sometido a discusión, voy a ofrecer un ejemplo ilustrativo de lo que quiero decir con eso del significado y el contenido de los cambios y las continuidades.

Esto que aparece aquí son dos portadas de los días 20 y 21 de noviembre de 1975 de sendos periódicos de gran tirada y devotos del régimen franquista. Son bien conocidas y

expresivas del jalón que significó la muerte de Franco para los cambios que se avecinaban. Lo que es menos conocido pero igualmente expresivo -solo que de las continuidades entre dictadura y democracia pese a la muerte del dictador- es lo que se insinúa con sarcasmo en las portadas traseras de estos dos periódicos.

Como puede apreciarse, uno de los periódicos reprodujo el 20-N, día de la muerte de Franco, un anuncio de una promoción inmobiliaria de las muchas que seguían atrayendo las inversiones de los empresarios-tiburón pese a la crisis económica entonces ya rampante; el otro, al día siguiente, el anuncio también a toda página de una colonia para varones con capacidad adquisitiva. Por efectista que resulten los ejemplos, sólo quieren llamar la atención acerca de lo más elemental: cómo la representación mesocrática de la sociedad continuó tras el fin de la dictadura su dinámica histórica, iniciada bien antes de esas fechas, al punto que su realización no se detuvo ni siquiera en los días del luto nacional por la muerte de Franco. La más esencial continuidad entre dictadura y democracia está aquí, en esa cultura mesocrática que sobrevivió al régimen que la conformó y alentó, aunque para terminar perdiendo también en buena parte su control. Porque es, de hecho, la pérdida, relativa, del control sobre el contenido de la mesocracia, de la clase media moderna, lo que explica la transición a la democracia en España, de manera que esta hipótesis podría ser evaluada estudiando la literatura sobre la transición, tanto la producida durante como después de la democratización. No me considero experto en literatura, así es que dejo para otros esa tarea; vengo a este congreso precisamente a aprender sobre propuestas de

análisis de la narrativa transicional. Pero si vengo con mucho interés a él es porque además de mejorar nuestro conocimiento, necesitamos elaborar nuevas narrativas sobre la transición a la democracia en España y en todo el sur de Europa, narrativas que den cuenta de hasta qué punto el pacto por la ciudadanía que las alumbró en su día se ha quebrado, produciendo en su estela un escenario social e institucional dantesco e inadmisible que nos concierne a todos los europeos, del norte y del sur. Y es ahí donde considero importante una aportación como la que he planteado, que dice que nuestra actual crisis no es sino la crisis de un imaginario mesocrático; y concluye que, si ésta nos resulta inteligible, ello se debe a que afortunadamente somos herederos de una cultura mesodemocrática sólo desde la cual –lo cual no significa necesariamente a favor de la cual, pero sí desde la conciencia de la cual- podemos alumbrar el pasado mientras labramos un futuro digno aún como ciudadanos. Para esto es para lo que necesitamos una narrativa nueva de la transición; la buena noticia es que, gracias a esa herencia, podemos aspirar a elaborarla con un tipo de recursos interpretativos que, interesantemente, se adecuarían por igual al rigor histórico y a las exigencias intelectuales y políticas del presente.

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