Critica de la antropologia perspectivista (Viveiros de Castro, Philippe Descola, Bruno Latour) - 2a edicion 2016

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CRÍTICA DE LA ANTROPOLOGÍA PERSPECTIVISTA (Viveiros de Castro – Philippe Descola – Bruno Latour)

Carlos Reynoso Universidad de Buenos Aires http://carlosreynoso.com.ar 1 Segunda versión – 29 de diciembre de 2015

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Algunos aspectos metodológicos de este trabajo se elaboraron en el contexto de la investigación sobre “Redes y Complejidad: Hacia un análisis integrado en Antropología”, UBACYT 20020100100705 (Universidad de Buenos Aires, Programación Científica 2011-2014). Las referencias a modelos matemáticos se desarrollaron con recursos del proyecto “Redes dinámicas y modelización en antropologia – Nuevas vislumbres teóricas y su impacto en las prácticas”, UBACYT 20020130100662 (Idem, Programación Científica 2014-2017).

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TODOS GRINGOS: A MODO DE INTRODUCCIÓN

Entre algunos hombres y algunos animales brutos existe una diferencia excesiva; pero si queremos comparar el entendimiento y la capacidad de ciertos hombres y de ciertas bestias, encontramos una diferencia tan pequeña que resultará muy difícil asegurar que el entendimiento de dichos hombres sea más claro o más amplio que el de dichas bestias. G. W. Leibniz, Die philosophische Schriften, vol 5: 453-454 

Antes de abordar el desarrollo del ensayo que aquí se inicia –y en el que se intenta consolidar una crítica a los hechos y dichos de la corriente de etnografía brasilera conocida bajo los variados nombres de perspectivismo, multinaturalismo, animismo, ecología simbólica, giro ontológico o antropología pos-estructural– conviene hacer mención del que ha sido tal vez el episodio más embarazoso en los anales de la antropología reciente. Una década atrás, en efecto, el lingüista y antiguo pastor evangélico del ILV International Daniel Everett sorprendió al mundillo antropológico publicando en Current Anthropology un atroz ensayo neo-whorfiano sobre las limitaciones que la cultura de los Pirahã de la cuenca del Maici (en plena Amazonia) imponía a su lengua y a sus capacidades cognitivas. Después de enumerar prolijamente los rasgos de los que su idioma carece y de comprobar en dicha sociedad la ausencia de mitología, de narraciones mundanas, de rituales, de shamanismo, de arte, de música y hasta de la capacidad de hablar de algo que no estuviese ligado a la experiencia inmediata, Everett nos cuenta que los Pirahã le pidieron una vez que les enseñara a contar. Tras ocho meses de instrucción diaria –nos revela el autor– la enseñanza debió interrumpirse sin que se obtuviera ningún resultado. Todo intento de hacer que los nativos aprendieran algo resultó en fracaso. Ningún Pirahã aprendió a contar hasta 10 (o aunque fuere hasta 2) o a sumar 1+1; tampoco ninguno logró dibujar siquiera las figuras más rudimentarias, tal como una simple línea recta (Everett 2005: 625-626 ). Conforme alega Everett, en consonancia ignorada con Leibniz, los Pirahã probaron estar cognitivamente hablando en un nivel de agudeza mental inferior al de los macacos, los loros, mi perro Haru y hasta (documentadamente) los pollos recién salidos del cascarón. Según se nos explica, la lengua que hablan y el medio cultural en que los Pirahã pasan su vida hacen que su inteligencia quede obnubilada por el Principio de Inmediatez de la Experiencia [ immediacy of experience principle o PIE], cuya descripción homuncular es desconcertantemente idéntica a la de la afasia característica de los pacientes aferrados a la metonimia a causa de 2

un masivo daño cerebral en el hemisferio izquierdo tal como la detalló alguna vez Roman Jakobson (1984 [1963: 175-205; cf. Everett 2005: 628, 632 ).2 Comprobar el valor de verdad de esos argumentos e intervenir en esa discusión ha sido complicado desde el vamos. Pese a la numerosidad de los antropólogos brasileros en ejercicio, en el momento en que se desató la polémica ninguno de ellos formaba parte del selecto grupo de amazonistas que frecuentaban el Maici, que poseían formación en lingüística avanzada y que podían hablar Pirahã con fluidez suficiente. Con una soberbia pocas veces vista los neowhorfianos alegaban que los únicos capacitados para interactuar lingüísticamente con los Pirahã eran Daniel Everett, Keren [Madora] Everett, Steven Sheldon, Arlo Heinrichs y absolutamente nadie más: todos gringos, como el mismo Everett se ufanaba en subrayar, y todos miembros militantes del ILV, una corporación tan quintaesencialmente infame que hasta Everett decidió traicionarla en la primera oportunidad que se le presentó. Ahora bien, lo más grave del caso es que de los numerosos perspectivistas que declaran frecuentar la Amazonia, que superpueblan los congresos de América Latina y que atiborran nuestros anaqueles con cien etnografías superficialmente disímiles pero cortadas por la misma tijera en materia teorética, apenas uno se había ocupado de los Mura-Pirahã antes que Everett los rescatara del olvido y los convirtiera en uno de los pueblos amazónicos más mentados en la Web (Gonçalves 2001; Calavia Saéz 2003 ). Sea porque carecían de competencia en asuntos de cognición y cultura, o porque intervenir en el tema no lucía suficientemente rentable, salvo unas pocas y honrosas excepciones los Amazonistas en general (y su primera minoría perspectivista en particular) eligieron mayoritariamente callarse la boca (cf. Da Silva Sinha y Sinha 2007 ; Nevins, Pesetsky y Rodrigues 2007; 2009 ). Ni Eduardo Viveiros de Castro ni Philippe Descola –los cabecillas de más alto rango del movimiento más activo en la región– alzaron la voz en defensa de la dignidad del pueblo Pirahã, de las culturas de Amerindia o de la antropología, puestas groseramente en ridículo por un lingüista no especialmente destacado en materia técnica, ávido por devenir famoso y carente de la más mínima solvencia etnográfica, tal como podrá comprobarse cumplidamente en 2

Advirtiendo el rumbo incontrolable a que lo había llevado su tesis, Everett (cuya semblanza denigratoria de la inteligencia de los Pirahã ha sido defendida con denuedo por el perspectivista Oscar Calavia Sáez [2014 ]) no tuvo mejor idea que coronar su disparate argumentativo con este pretexto: “Now, of course, human cognition must be able to range beyond immediate experience, and therefore my claim is not that the Pirahã cannot do this. I have no basis for such a claim (though experiments to test this ability should be conducted)” (Everett 2005: 628, n. 10 ; el subrayado es mío). Sáez y otros perspectivistas respaldan a Everett aduciendo que su ensayo muestra un caso de diversidad cultural, lo cual no es ni por asomo verdad: la teoría de Everett es explícita y envolventemente una teoría de los déficits [gaps] culturales, intelectuales y lingüísticos; el concepto de diversidad no forma parte de su vocabulario y no es aludido ni implicado en ningún lugar del estudio. Para mayor abundamiento, el máximo especialista actual en diversidad, Stephen C. Levinson (2005: 637638 ), fue quien cuestionó con más rigor y dureza el artículo de Everett, aduciendo que éste pinta a sus actores como “los portadores descerebrados [mindless] de una cultura subhumanamente simple” y objetando la calidad de su trabajo de campo. Aun si el móvil de Everett hubiera sido subrayar la diversidad y aun cuando se hubiesen realizado tamaños “experimentos” incriminatorios, soy de la opinión de que a los antropólogos no nos asiste el derecho ni de medir, ni de poner en aprietos, ni de armar el ranking de ésta o de alguna otra manifestación de “habilidad” [sic], o “capacidad” exhibida por humanos de la cultura que fuere. 3

la crítica extendida a sus teorías que he puesto en línea, en el libro publicado en papel y en los materiales aquí y allí referidos (cf. Reynoso 2014b: cap. 12 ). Por razones que algún día habrá que dilucidar, el artículo de Everett sobre la rara lengua del pueblo Pirahã (que tuvo y sigue teniendo decenas de miles de ecos, embeddings, links y Likes en las redes sociales) fue respondida en el mismo número del Current por una crítica que alternó entre lo elogioso, lo tibio y lo cobarde. Pero llamar a esta cultura una nación, una sociedad o un pueblo es sólo una manera de decir. Los Pirahã, tratados más despiadadamente a lo largo de la historia que otros grupos del tronco Mura, son hoy apenas un puñado de sobrevivientes de las masacres del siglo XVIII narradas en la Muhuraida, más cruentas aun que el exterminio étnico del Cabanagem, un siglo posterior y mucho más famoso. Según he escrito en otro lugar, recién en los últimos años se está comenzando a evaluar la posibilidad de que a consecuencia de esas calamidades y de otros procesos coadyuvantes de choque interétnico y etnocidio hayan sufrido deterioro rasgos no triviales de su lengua y su cultura (Wilkens 1819 [1785]; Nimuendajú 1948: 267; Pantoja Caldas 2007 ; Beller y Bender 2008; Sauerland 2010; Reynoso 2014b ). Ahora bien: cuando Everett publicó su libelo sobre los Pirahã ¿en qué estaban ocupados los perspectivistas amerindios que hoy celebran la gloria de la antropología amazónica y que presumen de equidistancia en el debate entre universalismo y relativismo, como si hubiera un montón de Hauptwiderspruchen más apremiantes? El hecho es que hasta el momento y más allá de unas demoradas sanciones administrativas y de un puñado de críticas elaboradas por lingüistas que argumentaron sin solidez y por antropólogos que interpelaron sin fuerza, el desafío de Everett sigue sin contestarse desde la antropología, dando pábulo a la sospecha de que la disciplina ya se encuentra (como casi llegó a predecirlo Clifford Geertz [cf. Handler 1991: 612]) en tren de integrarse al mausoleo de las prácticas melifluas e inservibles que alguna vez existieron. La pregunta es retórica, sin embargo, porque los perspectivistas estaban trabajando allí, en la misma Amazonia, pero o bien carecían de coraje o de interés para afrontar estas disputas, o bien su teoría, poco afecta a los aconteceres lingüísticos, apenas era capaz de mostrar a los Otros como sujetos de humanidad fluctuante, en virtual estado de naturaleza, tal como hasta hoy lo testimonia su inclinación hacia las ideas primitivistas de Pierre Clastres, Lucien Lévy-Bruhl o incluso Roy Wagner. De hecho, las prioridades de nuestros estudiosos han sido y siguen siendo otras: replicando la tautegoría de un pensamiento salvaje [sic] que sólo se ocupa de pensarse a sí mismo, los perspectivistas que tienen a su cargo la codificación de la teoría se afanan en colectar data etnográfica certificadamente atemporal como material ilustrativo de la adecuación de su propio marco de referencia (el cual se reputa idéntico a ese pensamiento), sin desangrarse por lo que suceda hoy en ningún lugar concreto, como si en su ontología privada no hubiera cabida para (o interés por) la contingencia, el contexto o el cambio. 4

Lo concreto es que los perspectivistas, tal como han llegado a admitirlo, no quieren complicarse la vida con cuestiones burocráticas de política indígena o con engorrosos problemas de gestión (cf. Viveiros 2013: 35-36). Su credo es como el de la declinante action research o el de la alicaída antropología aplicada, sólo que al revés, como si fuera respetable y meritoria una práctica que parece diseñada ex profeso para que todo siga como está o –mejor todavía– para que todo, antropología incluida, vuelva a ser lo que fue largo tiempo atrás bajo pretexto de redefinir la política como algo que se refiere no ya a la dominación, al poder o a la lucha concreta sino a aserciones puramente conceptuales y excedidas en autorreferencia intelectual sobre lo que podría ser. Lo que el perspectivismo y sus derivaciones definen como política es, a fin de cuentas, “no sólo la forma en que se pueden promover ciertos futuros, sino la manera de ‘figurarse’ ciertos futuros en la propia puesta en acto de la figuración”, futuros que se agotan en el acto enunciativo de la teoría misma, pues (y aquí viene la cereza de la torta) “el giro ontológico […] es un fin político por derecho propio” (Viveiros, Pedersen y Holbraad 2014 ).3 Si hasta aquí la postura parece inmovilizadora todavía hay más, porque Viveiros, Pedersen y Holbraad, orillando el sofisma de afirmación de un antecedente que ya es de hecho una negación, dicen de la política que [e]n conexión con esto, el primer malentendido (improductivo) que debe desvelarse es la idea de que esto equivale a luchar por los derechos de los pueblos indígenas de cara a los poderes del mundo. No se necesita mucha antropología para unirse a la lucha contra la dominación política y la explotación económica de los pueblos indígenas a través del mundo (loc. cit. ).

Alcanza con que se acentúe el nexo entre el consecuente de una proposición con el antecedente de la que le sucede para que “no se necesita antropología” trasmute subrepticiamente en “se necesita no ser antropólogo”, de modo tal que quede justificada mediante lo que aparenta ser un modus tollens enmarañado pero legítimo la decisión sindical de no sumarse a la lucha y de no comprometer en ella a los profesionales colegiados en la disciplina. Una vez formulada en términos de un conjunto de premisas programáticas por definición, la teoría opera entonces como una especie de módulo memético, en el sentido de Richard Dawkins (1985): una entidad que busca replicar el anecdotario ontológico y el escapismo político que la constituye incrustándose simbióticamente en el cuerpo de etnografías de eventual valor descriptivo, a las que otorga el sentimiento de poseer un marco teórico, participar del ideario de una comunidad en plena expansión y llevar adelante una noble utopía. Todos salen ganando: el etnógrafo aporta los datos frescos que los enunciados perspectivistas requieren como prueba de su creciente aplicabilidad, permitiendo, en reciprocidad, que éstos operen como el marco o el blindaje teórico-político que la disciplina exige a todo 3

Sintomáticamente, la perspectivista Marisol de la Cadena ha publicado un artículo titulado “Indigenous cosmopolitics in the Andes: Conceptual Reflections beyond ‘Politics’” (de la Cadena 2010 ). En los 90s se hizo habitual colocar “ciencia” entre comillas, costumbre que el perspectivismo conserva (Viveiros 2010a [2009]: 63 ); ahora le llegó el turno a la “política”. Encuentro esta emasculación alarmante, pues si la ciencia y la política se han tornado objeto de sarcasmo ¿cuál es el encomillado que sigue? 5

trabajo de descripción. Pero cualquiera sea el grado de compromiso de los miembros del grupo perspectivista con los postulados desbordantes de combatividad pos-política que ellos han hecho explícitos mi sospecha es (a la luz de los últimos giros en favor de la ucronía de la que hablábamos) que su beneplácito ante uno de los mayores desafíos que la antropología estuvo enfrentando en este siglo un tanto flojo en acontecimientos no fue una decisión táctica circunstancial sino que se encuentra teorética y pragmáticamente motivado. A lo que voy, concretamente, es a que si después de medio siglo de culto a la corrección política a la antigua usanza las corrientes teóricas del momento no estaban a la altura de las circunstancias para responder a un discurso que auspiciaba una pintura afrentosa de la alteridad es porque ese ultraje podría ser funcional a sus intereses, contribuyendo al desguace del viejo concepto de cultura y sirviendo al proyecto de eternizar una disyunción insalvable entre nosotros y los Otros, o, como dice Descola (2012 [2005]: 104-111), entre naturalismo y animismo: un programa que (alegando oponerse a una distinción entre la naturaleza y la cultura de la que a todos los Occidentales se nos declara reos) logra coronar con eficiencia quirúrgica tres objetivos contrapuestos. Por un lado, suministra a los acólitos un marco óptimo para acomodar la descripción de un generoso puñado de culturas que parecen atenerse a ciertos principios ontológicos particulares, a condición de prestar crédito a las lecturas que Descola y sobre todo Viveiros hacen de sus fuentes de inspiración teórica. En segundo término, acaba propiciando un vaciamiento temático de la disciplina con escasos precedentes, encogiendo el ámbito de incumbencia de la antropología a su mínimo histórico, eliminando de cuajo y sin decir agua va las antropologías de las sociedades complejas (antropología urbana, antropología organizacional, antropología comparada y etnografías multisituadas inclusive) y revitalizando un exotismo que nunca habríamos creído posible que retornara con tanto empuje en los tiempos que corren (cf. Cantz 2013; Viveiros 2013a: 65, 138-139; Bessire y Bond 2014: 448-449 ). El tercer objetivo, finalmente, es el de acompañar ese atropellado downsizing temático por una contracción de la formalización y la metodología hasta el nivel en que se encontraba en los tiempos de Frazer, sustituyendo el modelo casi axiomático de máxima abstracción y connotación mínima que había propiciado el estructuralismo por la asociación libre, por la renuncia explícitamente esquizo a distinguir entre los sentidos literales y los metafóricos y por un despliegue de operaciones de semejanza, figuración y analogía que creeríamos filosófica y científicamente imposibles después de Nelson Goodman (1972 [1969] ). Podemos hallar evidencia de ello, por ejemplo, en la serie que va desde los análisis de Roy Wagner (1977b ) del parentesco analógico pasando por los pliegues, las perpendicularidades y las perspectivas barrocas y deleuzianas que inundan la exégesis de Viveiros (2010a [2009] ) y el excess of wonder patrocinado por Strathern (2013 ), desembocando en el analogismo trompe l’oeil del fiel perspectivista Alberto Corsín Jiménez (2011 ), arquetipo éste de lo que los trabajos de los discípulos epigonales de tercera generación pos-estructural podrían llegar a ser. Ni hablar, por supuesto, de la creciente literatura apologética, la más 6

repetitiva, panglossiana y carente de capacidad (auto)crítica de la que la antropología guarde memoria (cf. Gell 1999: cap. 2 ; Wagner 2012 ; Casagrande Cichowicz y de Medeiros Knaben 2013 ; Sahlins 2011b; 2013 ; Santos de Costa 2011 ; Maniglier 2015 ). En un momento en que las estrategias de complejidad y hasta los perspectivistas mismos (con sus lejanos fundamentos estructuralistas independientes de disciplina, con sus argumentos sobre la persona fractal, con su aceptación de los autómatas celulares rizomáticos, con las disquisiciones de Strathern en torno del cyborg, la dinámica no lineal, los hologramas, el polvo de Cantor y los dispositivos auto-organizantes, con la adopción de los matematismos deleuzianos, con la admiración incondicional hacia el Bateson más cibernético, con la tardía afirmación de afinidad con el perspectivismo filosófico) reconocen que en todas las ciencias y prácticas las estructuras de problematicidad son aproximadamente las mismas, hete aquí que el líder del movimiento nos dice que existen tribus tan ontológicamente raras y distintas que demandan la refundación de todas las epistemologías y la escisión de la antropología misma en por lo menos dos. Esta invitación a rehabilitar a contrapelo de la ciencia contemporánea el metarrelato claustrofílico y exaltador de lo extraño característico del particularismo conservador de la “cuádruple S” [synchronous single society study] (revitalizado hace poco en el neo-boasianismo) encarna la clase de postura que cierta crítica reciente ha calificado de exotista: una visión que impulsa añejas “ideas de alteridad y distancia intransitiva”, que alienta “el topos de la relatividad de lo maravilloso” y “la sensacionalización de la diferencia” y que ha sido convergente con las variedades más ultramontanas del relativismo cultural, lingüístico y epistemológico en muchas más oportunidades que las que podrían ocurrir por mero azar (cf. Reynoso 2014b: cap. 12 ; Paleček y Risjord 2013 ; sobre el exotismo en la antropología reciente, perspectivismo incluido, cf. Thomas 1991 ; Shankman y Ehlers 2000; McClancy 2002; Dirks 2004; Lindenbaum 2004; Starn 2011 ; Kapferer 2013). Por momentos también me siento inclinado a especular que, de tener algún asomo de verosimilitud, la narrativa everettiana, que acaso por primera vez en los anales de los saberes antropológicos negaba la universalidad de la mitología y de la estructuración de las cosmovisiones con arreglo a un cuadro ontológico, situaba una parte importante del razonamiento perspectivista en un aprieto muy serio. Para el perspectivismo el papel de la cultura (una entidad siempre aludida un poco a las apuradas, incomodante, puesta en brete y hasta declarada indefinible) virtualmente se restringe a urdir fragmentos de mitología y cosmovisión que ocupan casi todo el horizonte y que decantan en concepciones del mundo que poseen una estructura muy rígida y admiten un margen de variancia muy pequeño (cf. Viveiros 1993: 209). Sobre todo en la versión descoliana, las sociedades forman parte de una misma familia ontológica toda vez que sostengan un puñado de predicados parecidos (o un poco distintos, o en selectas ocasiones abiertamente opuestos) referidos a la humanidad primordial de animales, plantas y otras formas de vida.

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¿Qué sucede entonces cuando un desavenido presenta evidencia de una sociedad amazónica sin mitos, sin creencias articuladas en formas narrativas, con un shamanismo y una cosmología de entidad precaria y “escasa profundidad”, sin concepción expresa y lexicalizada del tiempo y el espacio, sin memoria, sin pronominalización real y con una ontología incierta o irrelevante? Lo mejor que cabe hacer en tal coyuntura es echar tierra sobre un descubrimiento así de disolvente y esperar que el tiempo barra con el recuerdo de la anomalía. Pero otra posibilidad, en cierta forma inversa, más parecida a mi presunción original, me preocupa todavía más: que al situar lo humano y lo cultural confundido con (o por debajo de) la naturaleza, y al haber forjado una instancia que pone en tela de juicio muchas de las definiciones de lo humano y de la cognición nuestras y ajenas, en último análisis el neowhorfismo evangelizador por un lado y el animismo, el perspectivismo y la etnografía pos-estructuralista por el otro, ideológicamente hablando, no sean sino dos caras de una misma comunidad de pensamiento que sólo difieren en lo inesencial. Los indicios en este sentido son pocos pero elocuentes. En lo personal encuentro chocante, por ejemplo, que Eduardo Viveiros, poco después de afirmar que el perspectivismo es perpendicular a la oposición universalismo/relativismo sugiera que es dudoso que los ‘relativistas’ existan realmente, por lo menos con las bizarras propiedades que los citados universalistas les atribuyen. Ellos parecen ser, antes que nada, un espantapájaros de la derecha ontológica, que necesita pensar que alguien piensa como ella piensa (o dice que piensa) que los relativistas piensan (Viveiros 2013: 51).

En mi estudio sobre el whorfianismo y sus secuelas he aportado evidencia que nos lleva a pensar que, por el contrario, ha habido una intensa comunión entre el relativismo (el lingüístico al menos) y la extrema derecha, incluyendo un nazismo y un fascismo de los que no me cabe duda que “existen realmente” (cf. Reynoso 2014b: cap. 2 ). La evidencia se extiende a lo largo de docenas de elementos de juicio que van desde el diseño de un apartheid tropical para los semitas vaticinado por Antoine de Rivarol hasta el panfleto del archienemigo de Pinker, Geoffrey Sampson (2002 ), titulado “No hay nada malo con el racismo (excepto el nombre)”, pasando por el número de miembro del partido nazi de Walter Porzig (NSDAP n° 3397875), la dedicatoria y el saludo a Hitler de Georg Schmidt-Rohr y la asociación criminal del Sonderführer Leo Weisgerber con la milicia celta colaboracionista Bezen Perrot. Siendo esta información tan pública y notoria, habiendo sido el mismo Gottfried Wilhelm Leibniz que escribió el espantoso epígrafe de este capítulo un celebrado precursor del perspectivismo y considerando la repugnancia que siente Viveiros hacia el “izquierdismo intelectual” de Badiou y Žižek y el respaldo que ha dado a un anti-marxista rabioso como Pierre Clastres y a un constructivista radical como Roy Wagner, soy de la idea de que antes de querer correr a los universalistas por izquierda denigrando a la “derecha ontológica” nuestro autor debería administrar las descalificaciones ideológicas con más hondo conocimiento de la historia y mucha mayor circunspección (cf. Hutton 2002; 2005; D. Leach 2008 versus Viveiros 2010a [2009]: 103 ; 2011c: 306, 307 n. 14 ). 8

Sea cual fuere la explicación más apta de la retracción de nuestros autores frente al avance del extremismo neowhorfiano, urge decir lo que debe decirse en términos tan ásperos como la situación amerita: en un momento en que en uno de los documentos etnolingüísticos más discriminatorios de todos los tiempos una sociedad amazónica era puesta humana y culturalmente en entredicho, los perspectivistas que eran ya entonces dueños del campo se desentendieron de los mandatos básicos de la ética antropológica y mansamente se llamaron a silencio, aunque a escala hemisférica los Pirahã, habitantes de la cuenca amazónica a fin de cuentas, no vivieran la mar de lejos de los Yawalapíti y los Araweté de Viveiros, de los Achuar de Philippe Descola o de los Juruna de Tânia Stolze Lima. Fuera de un comentario distractivo, irrelevante y colateral del perspectivista Marco Antonio Gonçalves (2005: 636 ) –maestrando y doctorando de Viveiros y deudor, subordinado y admirador incondicional de Everett, quien lo desautorizó cuantas veces quiso– la excepción a este dictamen al que me veo arrastrado fue un tímido comentario de Alexandre Surrallés (2005: 639-640 ) del Collège de France, quien (visiblemente delegado por alguno de sus jefes) optó por defender sin el más leve sentido de la oportunidad no exactamente a los Pirahã sino a una poco estimulante definición perspectivista de ‘cultura’ sin hacer nada que fuera al grano, sopesara los hechos, profiriera los insultos del caso e hiciera blanco en la cuestión principal. Viveiros, mientras tanto, cerró el expediente pregonando el carácter ilusorio del relativismo, otorgándole no obstante la razón, estampando un sello de derechismo a la mera idea de la unidad de la mente humana y regalándonos a todos sus colegas una idea precisa de la calidad que cabe esperar de los razonamientos que por una razón u otra se escapan de su control. Con el perspectivismo en foco y en el escenario de una práctica a la que le resulta cada día más difícil justificar su costo social y mantener su reputación interdisciplinaria debido, precisamente, a la preminencia que ha adquirido esta clase de doctrinas y posicionamientos, es aquí donde cabe preguntarse cuáles podrían ser los usos de esta teoría para el etnógrafo o el científico social contemporáneo. Lo que se ha visto hasta ahora es que en su variante clásica el perspectivismo ha servido, claramente, para convertir a sus cultores más destacados en celebridades exitosas cuyas obras sirven para que otros las lean, retengan sus consignas principales, presuman novedad y dediquen unos años de sus vidas académicas a su replicación viral, aplicándolas a las etnías que les toque en el reparto y haciendo que éstas encajen en el molde de una cosmovisión que (dicen) se remonta al poblamiento paleolítico de América. Y todo ello puede hacerse, por añadidura, sin tener que afrontar el aprendizaje de técnicas complicadas y sin renunciar ni a la satisfacción de disponer de un poderoso aparato matemático riemanniano ni al disfrute de la última o penúltima palabra exitosa en materia teorética y filosófica (cf. Viveiros 2013a: 39). En su variante pos-estructural, más en particular, el perspectivismo ha desencadenado el hábito de expresarse a través de una jerga deleuziana que encubre referencias de tercero o cuarto orden a criaturas técnicas que apenas se comprenden (multiplicidades, autómatas fi9

nitos rizomáticos, fractales, atractores, hologramas, cálculo infinitesimal, espacios lisos), cuyas hermenéuticas filosóficas ya han sido objeto de una parodia devastadora veinte años atrás y cuya utilidad práctica para la antropología nadie ha logrado demostrar con el rigor y la hondura que merecemos quienes conocemos las fuentes pos-estructuralistas tanto como o mejor que ellos pero que por razones que creo dignas de consideración no las valoramos igual (cf. Sokal 1994 ; Reynoso 1986b ; 1988; 1991 ; 2014a ). Es que algo más y muy importante ha sucedido entretanto. Jalonando un pasaje desde las grandes arquitecturas teóricas y metateóricas hacia las técnicas y las funciones independientes de teoría, desde mediados de la última década del siglo pasado las metáforas originadas en las ciencias y las algorítmicas de la complejidad han sustituido a los clisés cientificistas que fueron favoritos del género antipositivista en los tiempos de Edgar Morin o la Investigación Social de Segundo Orden. Éstos giraban en torno de lecturas sumamente peculiares de la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, las estructuras disipativas, la autopoiesis y el constructivismo radical, giros del pensamiento de valores astronómicamente dispares que no llevaron a la antropología a ninguna parte y de los que con alguna excepción (Ishii 2012 ) casi no se habla en la disciplina en lo que va del siglo XXI (Ibáñez 1985; 1990; cf. Reynoso 2006: 94-192; Reynoso 2011a). Ningún perspectivista menciona ya este género de literatura de cimentación que desapareció del horizonte teorético casi de golpe, sin que nadie diera la explicación que todavía hoy se siente necesaria ni llamara a la frustración por su nombre. Siendo que el movimiento perspectivista siempre ha negado ser una moda comparable a otras que han habido, llama la atención que de la noche a la mañana se haya instalado en él, por unanimidad y como habrá de verse, un canon de las referencias obligatorias, un menú de pensadores admisibles, dos o tres sabores de giro ontológico para escoger y una lista negra de las metáforas prohibidas y los autores y palabras a callar (‘dialéctica’ a la cabeza): señales todas éstas de que no sólo estamos en presencia de una moda, sino contemplando la gestación de una ortodoxia, si es que no del primer dogma antropológico mayor del siglo XXI. Pero las razones que me motivan a escribir el presente libro, técnica e ideológicamente hablando, no son sólo las tocantes a la repentina resurrección perspectivista del pos-estructuralismo y a los coletazos que la acompañan (cf. Da Col y Graeber 2011: xii ; Laidlaw 2012 ). Al lado de sus efectos ideológicos claramente conservadores el segundo problema potencial que veo en el movimiento es, para decirlo a boca de jarro, el de sus consecuencias distractivas en materia de teoría. Nada está más lejos de una antropología de diagnosis e intervención que el perspectivismo, tal como lo admiten sus figuras principales sin mayor reserva cuando conceden reportajes, se sinceran y no miden tanto las palabras (cf. Viveiros 2013: 16, 40). En ese contexto se ha dicho que el objetivo de los participantes en el movimiento es construir “un modelo ideal”, una frase que encubre el hecho de que ya no interesa qué distancia media entre el modelo y las realidades etnográficas que lo inspiraron, ni qué dosis de “imprecisión metódica” o “equivocidad intencional” [sic] apaña aquél, ni a qué 10

tiempos idos nos retrotrae bajo la capa de una estrategia de vanguardia que en sus momentos de incontinencia ha llegado a sostener que sus añosos conceptos han tornado las ideas de “cultura” y “sociedad” (e incluso las de “redes sociales”, “relación”, “individuo”, “representación”, “esquema conceptual”, “hermenéutica” y “conocimiento”) “teóricamente obsoletas” (Strathern y otros 1996: 45 ; Strathern 1996 ; Viveiros 2010a [2009], 26, 104 ; 2012a: 153 ; 2013: 16): idea ésta de una hubris y de una clausura doctrinaria que nunca se esperaría encontrar en una corriente que (como si fuera ilícito pensar un nombre nuevo o aguardar que desde fuera se le aplique alguno) quiso parecer pluralista y respetuosa de la diversidad autodenominándose de la forma en que lo hizo. A pesar de que recientemente sus codificadores han propuesto que la misión de la antropología futura es la de ser la teoría-práctica de la descolonización permanente del pensamiento, de que se ha declarado que “o capitalismo sustentável é uma contradição em seus termos” y de que se han ensayado unas pocas pullas contra “el mundo de los Estados Unidos” y otros gestos de insurrección política minimalista que no condicen con su actual y denodado intento de conquistar académicamente el Primer Mundo y seducir a sus popes a como dé lugar (Viveiros 2010a [2009]: 14 ; 2013: 19, 33; Venkatesan y otros 2010 ; Bond y Bessire 2014 ; Kelly 2014 ; Viveiros, Pedersen y Holbraad 2014 ), para el alto mando perspectivista el adversario no es el capitalismo depredador, ni el poder despótico que implementa políticas de despojo y etnocidio, ni las prácticas etnocéntricas de Everett o de los evangelizadores compulsivos del ILV, sino –como ha venido siendo para el común de las pos-antropologías (pos-modernas, pos-procesuales, pos-estructuralistas, pos-sociales, possocialistas, pos-marxistas, pos-relacionales)– un estructuralismo mandarinesco, un universalismo ciego a las bellezas de la diversidad y un cientificismo dualista de corte laplaciano que nunca han existido en antropología como ellos los pintan y que nadie últimamente se ha molestado en impulsar. El raíd afecta también a cualquier teoría que ya no esté en la cima de la agenda; incluso la antropología transaccional, el interpretativismo geertziano, la semiología, los estudios culturales, el poscolonialismo y el posmodernismo antropológico a la usanza de Santa Fe, Stanford o Rice también han caído en la volteada, no tanto a causa de un buen ejercicio crítico sino por haber sido objeto –a excepción de un puñado de ironías de grueso calibre– de una meticulosa operación de silenciamiento y cuarentena (Paleček y Risjord 2013 ; Wagner 2001: 254 ). En la vida académica del nuevo milenio, regida por principios de pensamiento débil, desmovilización, fin de la historia, simulacro y búsqueda de sustitutos para un marxismo antropológico y un indigenismo que se prefieren muertos, no hay mejor manera de garantizar el triunfo que conseguir un enemigo imaginario, en estado comatoso, en agudo conflicto interno o fácil de noquear y eso es exactamente lo que los teóricos del perspectivismo han hecho (cf. Descola 1992: 107; Viveiros 2010a [2009]: 194, 239-240 ). Viveiros, para mayor reaseguro, muy rara vez proporciona el apellido de un adversario concreto cuando formula una crítica, como procurando atenuar la cifra de los escritores que se darán por aludidos; ni 11

siquiera llama a las teorías por su nombre, just in case (cf. Viveiros 2012a: 65-66, 93; 2010a [2009]: 63 ). Un puñado de entre quienes son críticos del perspectivismo ha percibido igual que nosotros este recurso de lectura selectiva y escritura crítica apuntada a actantes anónimos que sospecho inspirada en tácticas análogas diligentemente homologadas por Bruno Latour (cf. Rival 1993: 633-634; Williams 1998: 138; Fitzgerald 2013  versus Collier 2009: 82 ). En caso extremo, el perspectivismo echa todas las culpas al pensamiento Occidental o a Occidente sin más, dando por sentado que en la antropología nadie en su sano juicio daría la cara por semejantes adefesios. En los últimos años el villano sustituto ha pasado a ser la modernidad, la cual tampoco ha gozado de buena imagen en las décadas de las que tengo memoria. Aunque poco sutil y en absoluto original, la treta parece que funciona. Por algo es que el perspectivismo que está comenzando a afianzarse en este siglo no tiene –en lo que a América Latina respecta– rivales a la vista. La ideología abrazada por las últimas modalidades de la corriente principal perspectivista dista sin embargo de tener raigambre latinoamericana, entroncándose dócilmente en las formas más convencionales del posmodernismo tal como se manifestó en la obra del mismo puñado de pos-estructuralistas franceses que (revivals y altibajos aparte) están en moda levemente menguante desde hace cincuenta años y que se fueron tornando obligatorios cuando mis contemporáneos hoy perspectivistas y yo estudiábamos antropología: una sociedad de poetas muertos cuyos arranques de inspiración, primorosamente diseñados para el gusto intelectual de París, uno no esperaría encontrar hoy en estas latitudes; una pandilla de filósofos aparatosamente narcisistas de la rive gauche que hasta a mí me resultaban regocijantes cuando hablaban de los asuntos que conocían, pero que, montados en una antropología de pre-grado desganada y rudimentaria, nunca habrían imaginado que serían usados para lo que se los usó en nuestra disciplina (cf. Descola 2005; 119-120, 306-7, 324, 478; Stolze Lima 2005: 30, 40 ; Viveiros 2010a [2009]: 13, 21, 24, 26, 39, 58, 76-81, 89, etc ; Viveiros 2011b ; Viveiros 2013: 18, 21, 30, 52, 93, 99, 146, 149, 158, 172, 257 versus Reynoso 1986b ; 1991a ; Derrida 1997 [1989]). Notablemente, y a diferencia de lo que fue el caso con las corrientes teóricas latinoamericanas de habla castellana, el perspectivismo no acogió con agrado ni el influjo de la antropología posmoderna norteamericana (inspirada en sus mismas raíces) ni el de los estudios culturales posmodernizados, permaneciendo con muy pocas excepciones en la órbita de influencia de escritores estructuralistas y pos-estructuralistas francoparlantes, aunque con puntual posterioridad a su consagración en los Estados Unidos, tal como lo testimonia involuntariamente el uso de la paradójica expresión French theory cada vez que se hace referencia a sus ideas (cf. Reynoso 2000: 16-24; Cusset 2005 [2003]: cap. 13; Viveiros 2007: 93 ; 2010a [2009]: 87 ). Estructuralismo epigonal, pos-estructuralismo y théorie de l’acteur-réseau mediante, sin embargo, la madre patria del perspectivismo ha sido siempre Francia. Al día de hoy las figuras principales del movimiento, sin importar dónde hayan nacido y aunque su terminología rizomática no araña ni una vigésima parte de la que enu12

meran las introductions, los vocabulaires, las user’s guides y las guides for the perplexed de la pedagogía rizomática oficial, hablan y escriben en el francés lacanizado que Deleuze codificó junto con Guattari con tanta naturalidad como hablan y escriben en lengua portuguesa (cf. Massumi 1992; Khalfa 1999; Sasso y Villani 2003; May 2005; Parr 2005; Colebrook 2006; Lambert 2006; Jones y Roffe 2009 ; Young y Genosko 2013). Mientras que los rizomas, los devenires, las máquinas deseantes, las líneas de fuga y las multiplicidades importadas del francés están a la orden del día, ni un solo vocablo portugués (o Araweté, o Shuar), dicho sea de paso, forma parte del repertorio de términos teóricos perspectivistas de consumo interno o exportación. Algo muy extraño, creo yo, en una teoría que quiere confundirse con (o que se precia de isomorfa a) el pensamiento Amerindio tout court. Es significativo que sea el propio Viveiros quien subraya la incomprensión entre la antropología francesa y el pos-estructuralismo galo y entre su propia antropología y el posmodernismo antropológico norteamericano, encontrando rivalidades, querellas y antipatías parecidas a los que comentara en su tiempo el antropólogo Bruce Knauft (1996) de la Universidad Emory en Atlanta. Escribe Viveiros: El postestructuralismo filosófico, la French theory por excelencia, tuvo escaso efecto sobre la antropología que se hace en la propia Francia, mientras que por el contrario fue el principal responsable del acercamiento entre las dos disciplinas en los países de lengua inglesa (no sin provocar reacciones violentas, hay que señalarlo, de parte de los cardenales académicos locales). Es verdad que no faltan ejemplos de comicidad involuntaria en las apropiaciones de la French theory por los antropólogos y sus congéneres del mundo exterior al hexágono. Pero la indiferencia hastiada, cuando no la hostilidad abierta, que las ciencias humanas francesas en general demuestran frente a la constelación de problemas que designa esa etiqueta –doblemente peyorativa, por cierto– es más que lamentable, porque ha creado una divergencia interna a la disciplina, desencadenando un proceso de extrema incomprensión mutua, al cabo reflexiva, entre sus principales tradiciones nacionales (Viveiros 2010a [2009]: 87-88 ).

Aunque se las ingenie (como de costumbre) para no mencionar ningún nombre concreto y aunque calla toda mención a las “divergencias internas” y los “procesos de extrema incomprensión mutua” o de silenciamiento sistemático que florecen en el seno de su propio movimiento, Viveiros encuentra comicidad en las apropiaciones yanquis de exquisiteces intelectuales parisinas que están más allá del alcance de los antropólogos de Norteamérica y le acompaña en ello una robusta razón. Pero una pizca de autocrítica no habría estado de más. Dado que ha sido él quien trajo a colación el tema de lo irrisorio, diré que no hace falta asomarse a la refutación de las imposturas intelectuales elaborada por Alan Sokal y Jean Bricmont para encontrar pifias de regocijante hilaridad tanto en el campo filosófico pos-estructuralista como en las derivaciones antropológicas que presumen haber hecho una lectura seria de sus libros canónicos (cf. Sokal 2009; Sokal y Bricmont 1999: 157-169). Por el contrario, yo, antropólogo, he documentado a la par de mis pares en la investigación y de otros críticos de América Latina que la lectura de ideas de carácter formal trabajadas en otras disciplinas por parte del pos-estructuralismo primordial y sus vecindades (Deleuze, Guattari, 13

Morin, Capra, Haraway) así como por antropólogos inspirados por ellos (Viveiros, Descola, Latour, Wagner, Strathern) ha sido y sigue siendo más o menos igual de desopilante que los infructuosos intentos de los estudiosos americanos por parecer intelectuales al estilo europeo (Reynoso 1986b ; 2011a; 2014a ; García 2005 ; Maldonado 2007; Bunge 2012 ). En el libro que aquí apenas comienza tendremos ocasión de inspeccionar nuevos y sorprendentes materiales a este respecto. Cualesquiera hayan sido sus logros, sus fallas y sus europeísmos, en algo menos de veinte años el perspectivismo se ha convertido en la teoría antropológica brasilera por antonomasia, superando con mucho los alcances de la teoría de la fricción interétnica de Roberto Cardoso de Oliveira [1928-2006] de los años 60 y 70, acaso la única expresión original en la teoría antropológica sudamericana de aquellos tiempos aparte de nuestra abominable etnología tautegórica. Sin afrontar casi resistencia y a caballo quizá de la ilusión de adoptar un pensamiento patrióticamente próximo, o de la idea de que es mejor participar en una teoría de escaso riesgo, implementación fácil y efecto resultón que no disponer de ninguna, las monografías amazónicas escritas bajo el influjo perspectivista y las obras representativas del giro ontológico que los miembros del movimiento reconocen ajustadas a sus preceptos son hoy legión (Vilaça 1992; 2006; 2010; Teixeira-Pinto 1997; Bird-David 1999 ; Fausto 2001; Gonçalves 2001: 28, 29, 38, 249; Lasmar 2005; Stolze Lima 2005 ; Andrello 2004 ; Calavia Sáez 2006: 84, 335, 390; Gordon 2006 ; Lagrou 2007 ; Niño Vargas 2007; Pissolato 2007 ; Cesarino 2011 ; Pedersen 2011: x, 35, 36, 61-63, 80, 93, 149, 177, 180, 213, 221; Chaparro Amaya 2013; etcétera).4 Una vez abroquelados en la jefatura del movimiento y puestos a la tarea de teorizar, sin embargo, ni Viveiros ni Descola han vuelto a sumergirse en la etnografía de inmersión de largo aliento como la que practicaron en su juventud, cuando se avenían a escribir libros casi sin marca teórica originados en sudorosas notas de campo garabateadas en el corazón de la selva, los mismos que aunque nunca vuelen muy por encima del eclecticismo y de la ansiedad por sacarse de encima una disertación escolar endémicamente inexperta, estarán por siempre entre lo mejor que entregaron a la prensa. Superado el sexenio y al filo de la jubilación, su espíritu de campaña, me temo, tiende a la convergencia con el que se auspicia en el manifiesto del Grupo AntropoCacos, los Ladrones de Guante Blanco de la antropología del Cono Sur.5 4

Este inventario procede mayormente de la enumeración de Alcida Ramos (2012: 482, 492-494 ). Viveiros (2013a: 90) agrega los nombres de Peter Gow, Philippe Erikson, Luisa Elvira Belaunde, Eduardo Kohn, Manuela Carneiro da Cunha, Montserrat Ventura y Oller, Michael Uzendoski, Elizabeth Ewart y Loreta Cormier. Suministro estas referencias como un conjunto de indicadores cuyo encuadre teorético he corroborado suficientemente; de ningún modo, empero, estos textos etnográficos (de calidad que percibo variable) ocuparán el foco de mi investigación o me demandarán mucho más que una lectura selectiva. El libro que estoy escribiendo es en todo caso sobre Viveiros, no sobre los viveirianos. En los últimos meses, un lector anónimo (a quien imagino una especie de manifold de lo mejor de Anonymous), Le petit Agathon (comunicación personal), contribuyó con un acertado señalamiento y con una apertura hacia un repositorio de discusiones sobre the ontological spin que sí me ha interesado considerar (Bond y Bessire 2014 ; Bessire y Bond 2014 ). 5

Cf. http://antropocacos.blogspot.com.ar/. Esta estudiantina tribal fervorosamente urbana (que hace un tiempo supo brillar con ríspido ingenio pero que hoy se encuentra casi discontinuada) no debe confundirse con 14

El metamensaje parecería ser que hay una edad para todo: una vez consagrados como tales, ni una sola etnografía mayor de los maestros en jefe ha sido elaborada conforme a los lineamientos del método perspectivista. Ahora ellos son teóricos y metateóricos de tiempo completo y las etnografías, sean las viejas y propias o las nuevas y ajenas, sólo operan como suministradoras de viñetas ilustrativas que acompañan aserciones de muy modesto interés para quienes no somos miembros del club o habitamos otras regiones de la antropología. En sus últimas contribuciones las figuras principales del movimiento (como lo llamaré desde ahora) han querido trascender las fronteras de su disciplina y han iniciado carrera como intelectuales públicos, reduciendo el detalle etnográfico al mínimo posible y ensarzándose en las discusiones extra-académicas de la época en las que el detallismo etnográfico, las rarezas para el asombro y las cursivas con diacríticos que denotan palabras amazónicas o melanesias sólo se admiten esporádicamente como pinceladas de color. Aunque no han logrado reproducir su impacto más allá de los lindes de la antropología, hasta en eso han emulado a Claude Lévi-Strauss. A medida que el perspectivismo fue generalizando la idea de que los motivos, mitemas y configuraciones de sentido que se encontraron en la mitología o la ontología amazónica se remontan a la época del poblamiento americano (y que también puede que tengan costados cuasi-universales sin dejar por ello de ser refractarios a la mirada de la ciencia Occidental), la corriente comienza a transgredir las fronteras, conquistando a los antropólogos latinoamericanos que estaban necesitando, además, que alguien les descifrara (a través de una alucinada paráfrasis) qué es lo que en realidad pensaban Deleuze, Leibniz o Riemann, o que les recordara qué es lo que había querido decir Lévi-Strauss, un autor a quien hasta la semana pasada (fuera de los enclaves estructuralistas) no existían motivos para que muchos de los que hoy son los nuevos conversos al perspectivismo, al giro ontológico o a la antropología pos-social le prestaran atención. El retorno de las ideas a casa ha sido el siguiente paso. Al impulso de giros estilísticos calcados del binarismo lévistraussiano (al cual se impugna o se corrobora según caigan los aniversarios o sople el viento, poniendo de cabeza argumentos que ya eran reversibles por definición) y dando prueba de la credulidad que la profesión ha prestado al despliegue de cinco o seis tópicos canónicos que brindan la ilusión de que se están abriendo ventanas, desfaciendo entuertos y ofreciendo un marco teórico innovador, unos poquísimos pero selectos antropólogos e intelectuales franceses (por ahora apenas un puñado) se han visto seducidos por la retórica que envuelve a la corriente, una de las más densas y autorreferentes que han poblado las ciencias sociales de Homi Bhabha y Stephen Tyler a esta parte (Surrallés y García Hierro 2004 ; Latour 2005; 2009 ; Surrallés 2005; Erikson 2008; Maniglier 2015 ).

Antropocaos, mi grupo de estudios de modelos complejos en antropología, al cual aquella agrupación admitió haber sustraído la asonancia y el reconocimiento ganado por su nombre (cf. http://www.antropocaos.com.ar). 15

Por más que el movimiento parezca haber llegado para quedarse y para darnos a todos la sensación que algo importante está pasando, honestamente creo que no todo está perdido. O me equivoco por mucho, o ha llegado el momento de recuperar para la antropología la mirada distante, la duda metódica y el mandato de poner siempre en crisis nuestros propios supuestos. Esta reflexión ha de tener su precio. Ni qué decir tiene que lo que va desde el episodio Pirahã hasta lo que acabo de narrar me ha empujado a escribir una crítica que me hará perder más amigos que los que ya he perdido pero que ya no puedo seguir reprimiendo. La pregunta que abrí al principio comienza a responderse ahora: si el perspectivismo no ha ayudado al conjunto de la disciplina a rebatir con toda la imaginación científica y con toda la firmeza política al desafío fundamentalista de Everett, a mí me interesa sobremanera, caiga quien caiga, averiguar por qué. De allí entonces esta crítica, consagrada a sacar a la luz –como los perspectivistas mismos podrían haber dicho– el lado oscuro, las tácticas adaptativas y los juegos de lenguaje de un movimiento capaz de consagrarse, trasuntar credibilidad, tejer alianzas y alcanzar impulso en la antropología actual aun cuando se las ingenie para eludir el tratamiento de los asuntos que a la larga registrará la historia de la etnografía amazónica cuando llegue el día en que los giros intelectuales del momento se vayan olvidando y todos nosotros hayamos muerto, como a mi juicio ha de suceder cuando lo primero que merezca recordarse de toda la antropología del Cono Sur y de las primeras décadas del tercer milenio sea la polémica en torno de los Pirahã y el papel que cada uno de nosotros ha jugado en ella. Dado que lo que pondré aquí en tela de juicio será en primer lugar cierto conjunto de procedimientos de glosa, de hermenéutica y de dictamen que el perspectivismo ha naturalizado, lo primero que urge minimizar en mi escritura es precisamente eso. Puesto que las referencias encapsuladas en pocos renglones a teorías de terceros que se despliegan en varios volúmenes y en ensayos dispersos a lo largo de siglos se prestan al error, a la simpleza y sobre todo a la tramoya que Deleuze llamó enculage y que el perspectivismo ha adoptado sin chistar y sin plena conciencia como su forma normal de argumentación (cf. más abajo, pág. 263 y ss.), procuraré desarrollar la crítica que aquí empieza poniendo los textos mismos al alcance de los dedos y en contrapunto con lo que escribo toda vez que eso (Web mediante) sea remotamente legal. Las citas, a veces extensas, ocuparán en el plan dialógico del libro el lugar que usualmente se reserva a la exégesis monológica que pasa por ser la historia de la especialidad: una técnica parafrástica imprevistamente moderna del tipo “Fulano dijo…”, “Mengano contestó…”, en la cual las elipsis se sustituyen por elocuciones ventrílocuas en las que los autores buenos comparten su pedagogía mientras los malos certifican su infamia, siempre a través de voces que nunca son las suyas. El hecho es que este libro no es una pieza didáctica neutral sino el vehículo de un juicio crítico que quiere valerse de recursos a la altura de los tiempos en lo que atañe a la presentación de evidencia. El libro es entonces un experimento de hipertexto y lo es por fuertes razones, pues, dadas las relaciones de fuerza imperantes, y no existiendo en nuestras discipli16

nas algo que posea el mismo grado de axiomaticidad o impacto argumentativo que el que poseen –respectivamente– una prueba matemática o una formalización modélica, en el terreno en que se desenvolverá la polémica los argumentos más eficaces serán los que resulten mejor fundamentados, más ampliamente consensuados o más sugestivos. En lo que llevamos dicho y en lo sucesivo, el signo  en las referencias textuarias denotará un vínculo virtual con la bibliografía disponible en la Web que proporciona dicho respaldo, pues (como aprendí traduciendo a Clifford Geertz) de refinar el debate es de lo que se trata. A tal fin, las versiones actualizadas del libro que se está leyendo y los punteros a la literatura que se ha suscitado en torno suyo se encontrarán en mi página académica.6 Toda esta parafernalia, en suma, no es un ornamento suntuario sino un recurso que obedece –como otra vez diría Lévi-Strauss– a una necesidad de orden metodológico. Dado que el desbarre teorético del perspectivismo y la discrepancia entre lo que sus promotores alegan haber leído y lo que sus inspiradores efectivamente han escrito es de una escala formidable, el aparato hipertextual que estuve construyendo y que continuaré afiatando opera como uno de los sustentos primarios de la argumentación, al lado, por supuesto, de las menciones bibliográficas convencionales, demostrando al menos que aquellos autores de quienes se vaya tratando dijeron exactamente lo que digo que dijeron, y que aunque no parezca verdad lo dijeron de tal o cual manera pública, notoria y verificable. Todo esto resulta particularmente importante porque el libro cuyo impulso arrancará en breve dista de ser una introducción amigable al perspectivismo o una narrativa concebida para acortar distancias. Garantizo que despertará más brotes de discusión erizada que matices de serenidad discursiva. Lo que he escrito hasta este punto y lo que escribiré en las páginas que siguen no busca tampoco articular un compendio didáctico neutral sino llevar adelante un ejercicio de duda metódica, de crítica o de Zerstörung teorética, análogo a los que han desenvuelto los autores que han influenciado a los perspectivistas y los perspectivistas mismos, pero sin tanta inclinación a caer en la ínfula de superioridad moral y misión trascendente que hoy constituye la pieza más preciada de su artillería. En buena parte del marco perspectivista, en efecto, objetivos tales como la “desconstrucción-potenciación cruzada del feminismo y la antropología”, la superación de “la vulgata evolucionista occidental”, la “anticrítica de la razón occidental”, una “grandiosa síntesis intelectual […] extraordinaria e inesperada”, “una poderosa crítica de los supuestos Occidentales sobre el desarrollo del pensamiento racional” , “un cambio radical en la trayectoria de la antropología, un giro paradigmático”, “un nuevo amanecer antropológico”, “un événement qui est arrivé au monde”, una “extraordinaire électrocution de nos instruments symboliques” y otros igualmente hiperbólicos han ocupado un lugar central, al punto que en la escritura perspectivista la apropiación de instrumentos conceptuales orientados a la crítica de las epistemologías contra las cuales el movimiento se erige concentra más energías que 6

Más concretamente en http://carlosreynoso.com.ar/Perspectivismo - Visitado en agosto de 2015. 17

la elaboración metodológica o que la profundización en las heurísticas positivas ofrecidas en la obra de los autores en los que la doctrina abreva, para instalar las cuales les alcanza (como podrá comprobarse) oficializar la mofa [mockery] como estilo dialógico de confrontación, dar por consumada una deconstrucción que nunca ocurrió como se la cuenta, sacralizar el panteón trinitario de sus codificadores y el canon de sus escrituras canónicas y repetir mil veces los mismos malentendidos (cf. Deleuze y Guattari 1973 [1972] según Viveiros 2010a [2009]: 13 y ss., 93, 106, 112 ; Scholte 1984 según Viveiros 2002c: 116; Schneider 1984 según Wagner 1981: 23, 79, 148-149, 152, 156; 1986: 34, n. 1; Wagner 1972b según Viveiros 2010a [2009]: 50, 258 et passim ; véase en particular la obra citada, pp. 21, 95 y 104; un caso extremo de desmesura adulatoria es Maniglier 2015 ; sobre la legitimación expresa del mockery y la caricatura cf. Strathern 1987 ). Dado que la presente es una obra de crítica, es de esperar entonces que abunde en impugnaciones formales y en evaluaciones cualitativas de toda especie, trámites que en las lenguas terrícolas se acompañan eventualmente de expresiones que asumen la forma de adjetivos; de eso se ha tratado y se seguirá tratando, lamentable pero comprensiblemente, todo ejercicio de esta clase (los perspectivistas inclusive) desde que las disciplinas existen. De todos modos, no he debido esforzarme mucho para mis señalamientos fueran órdenes de magnitud menos pretenciosos que los que día a día promueve el constructivismo en su fantasía latouriana de estar despedazando y superando hegelianamente a la filosofía, a la antropología y a las ciencias sociales tal como usted y yo las conocíamos, en nombre de un giro ontológico de escala civilizatoria, de la sangre, sudor y lágrimas que los miembros del grupo derramaron a una edad inimputable en sus trabajos doctorales de campaña, de una equivocadísima idea de lo que quiere decir ‘deconstrucción’ o de la bomba epistemológica y el giro ontológico que –empequeñeciendo y ninguneando a Darwin, a Marx, a Descartes, a Chomsky y hasta a Lévi-Strauss– los llevará a todos los perspectivistas al paraíso y a todos nosotros al infierno (cf. Kelly 2014 ; Viveiros 2010a [2009] ; Latour 2009 ). Lo que este ensayo busca establecer frente al monólogo perspectivista, hoy hegemónico, es menos una diatriba antojadiza que un contrapunto dialógico que muchos creemos que estaba haciendo falta; lo que para sus guardianes califican como mis imputaciones inmotivadas no son entonces más que las respuestas mías y las de otros colegas a los alardes, documentados uno a uno, que aquél se ha permitido expresar primero. Saliendo al cruce de la idea de que este ensayo se agote en una adjetivación sin análisis ni fundamento (como previsiblemente ya ha pretendido algún perspectivista escandalizado por los giros desobedientes que jalonan mi interpelación) los elementos de juicio correlativos a los señaladores de los que estoy hablando puntean una analítica y una diagnosis respecto de las cuales los elementos textuales que aporto operan como piezas testimoniales cuya sustancia lógica y relevancia toca al lector ponderar. Al igual que fuera el caso con mi estudio sobre el apogeo y la decadencia de los estudios culturales, el centro de gravedad del presente

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texto finca menos en los adjetivos malignos que aquí o allá me vengan a la mente que en el registro microscópico de la impugnación que los perspectivistas se infieren a sí mismos. Sin duda es triste dilapidar estos minutos aclarando materias cuya razón de ser debería caer por su propio peso, pero el hecho es que desde que este mi libro se subió a la Web algunos portavoces oficiosos del colectivo perspectivista se han puesto un tanto irritables y han multiplicado los lugares comunes de la argumentación ad hominem que suele escoltar a las ideas que se tornan credos, sin aportar al debate la menor sombra de la evidencia que también les cuadra. Al negarse a admitir la existencia misma de mi análisis, al eludir de ese modo el examen de sus contenidos y al resistirse a aceptar que lo que aquí he emprendido tiene exactamente el mismo carácter, legitimidad y derecho a un lugar bajo el sol que la antropología de la ciencia que nos propone Bruno Latour (aunque sean ellos a los que les toque ahora estar en foco) los perspectivistas epigonales acabaron regalándome un tropel de materiales frescos que confirman las sospechas que yo albergaba, que me permiten ahondar en la autoimagen de su corporación y que acrecientan el número de pruebas de las que antes disponíamos muchos de quienes nos encontramos ahora en resistencia. Las más ricas y decisivas de estas pruebas reafirman este mismo texto abierto, al cual me he permitido aguzar e iluminar a la luz y al fragor de las contrarréplicas; de allí mi sincero agradecimiento por los nuevos elementos de juicio y mi confianza en que se generarán muchos más en tanto otros autores igual de ofendidos se sumen a la contienda y en la medida en que todos ellos reproduzcan los mismos lugares comunes en que han incurrido todas las ortodoxias ofendidas y corrientes dominantes contra las que las antropologías minimalistas que aspiran a ser un poco más genuinamente reflexivas y guerrilleras estamos bregando desde hace mucho tiempo. Aunque los perspectivistas nunca se han arriesgado a imponerse mayores exigencias en este rubro, estimo que lo primero en la crítica ha de ser la autocrítica y la vigilancia epistemológica. Invito entonces a los posibles lectores y en especial a los destinatarios de la crítica a identificar y registrar indeleblemente en la página pública arriba indicada, una a una, cualquier cláusula evaluativa que yo escriba sobre el perspectivismo que no suministre la demostración de su propia atinencia y que no esté acompañada de la analítica, de la demostración lógica y de los elementos testimoniales que cabe exigir. Volviendo a los signos de reenvío y a las citas textuales de los que hablaba, soy consciente que al reprimir la paráfrasis y al no ceder a la tentación del resumen interpretativo tendré que perturbar el flujo del discurso, sacrificar la homogeneidad del clima literario y brutalizar matices; pero por lo menos esta opción reduce la probabilidad de agregar todavía más equívocos a los muchos que han posibilitado que –incluso careciendo de una heurística metodológica de carácter público, de formas liberadoras de explicación, de instrumentos que engendren nuevas técnicas y de la capacidad deconstructiva que soñaba tener– el perspectivismo se haya erigido en la teoría antropológica del momento. 19

MITOS DE ORIGEN Y FICCIONES PERSUASIVAS Parecería que hemos alcanzando uno de esos momentos moliereanos demasiado familiares en la vida académica en los que un movimiento que parece radical dentro de los términos de un paradigma es equivalente a la prosa que todos los demás fuera del paradigma han estado hablando desde siempre (aunque ahora se hace con un acento francés). Steve Fuller (2000: 8 ).

El perspectivismo amerindio sobrevino y evolucionó tan rápido que muchos de mis colegas sienten que apenas se distrajeron un instante y que al volver a mirar en torno percibieron que toda la antropología latinoamericana había cambiado y que todo el mundo estaba en guerra por variancias interpretativas tan fútiles, por tópicos de saliencia tan exigua y por relecturas enésimas de autores tan gastados por los años que toda la circunstancia se tornaba hasta difícil de creer. Algunos colaboradores míos en la investigación y en la docencia, a quienes tal vez impulsé demasiado a que concentraran la mirada en cuestiones metodológicas muy demandantes, encuentran casi inconcebible que en tan poco tiempo (en menos de veinte años) haya llegado a coagular un máquina discursiva de semejante facundia, de fundamentación formal tan despareja, de actitud tan hostil al intercambio transdisciplinario y de tan exorbitante poder de persuación. Desentrañar el origen exacto del perspectivismo, sintetizar sus lineamientos y evaluar su aporte es un trabajo enredado porque (como habrá de verse) los autores se citan recíprocamente, copian y pegan, se realimentan, descontextualizan y filtran todo texto que tocan, reparten premios y castigos discordantes, sacralizan o domestican fuentes de inspiración que difieren cada vez que historizan sus propias trayectorias, cultivan las más hondas contradicciones, adoptan niveles de abstracción tan altos que todo lo que miran deviene indiferenciado, atribuyen etnocentrismo, modernismo o derechismo a quienes se mantienen en los carriles de la ciencia, invisibilizan todo lo que guarde relación con procesos de cambio o con el plano del acontecimiento, resucitan conceptos abandonados que se han demostrado problemáticos (shamanismo, animismo, participación, metafísica, ontología), vuelven a llamar o aceptan que se llame “primitivos”, “fósiles”, “bárbaros”, “salvajes” o “de la Edad de Piedra” a los pueblos originarios actuales, desatienden todo aspecto de la vida y la sociedad que no implique el mentís de dicotomías más presuntas que reales, agrupan prácticas diversas en categorías uniformes, aguijonean a sus discípulos para que adopten repertorios conceptuales rebuscados que no están asociados a ninguna metodología, importan conceptos de matemática cruda que ni remotamente significan lo que parece o sirven para lo que se requiere, atribuyen a la ciencia, a Occidente o a quien se ponga a tiro ideologías que nadie sustentó o que no han sido como se las describe, desconocen o desprecian campos enteros 20

del trabajo científico en general y de la antropología en particular, reducen la conciencia, la cognición y el pensamiento a la invención ontológica, se embarcan en ansiosas conspiraciones de silencio contra compañeros de ruta que sostienen pensamientos parecidos, trivializan o sobrevaloran los méritos que encuentran en los pocos antropólogos extrapartidarios de cuya imaginación y de cuyo respaldo dependen (Pierre Clastres, Roy Wagner, Marshall Sahlins, Marilyn Strathern y –en declive– Claude Lévi-Strauss) y les atribuyen una y otra vez ideas que no están textualmente ahí cuando se lo corrobora o que mutan de sentido o cambian de acento cuando se las contempla en su contexto original. Todo este revuelto bricolaje bien podría estar animado por un espíritu noble, saludable y bienintencionado; habida cuenta de cómo es que funcionan las ciencias y las prácticas más necesitadas de reflexividad y de prudencia epistemológica, sin embargo, el hecho de que ningún jornalero perspectivista haya encontrado nunca la más nimia objeción que formularle a los inspiradores filosóficos o a los líderes de cada una de sus líneas doctrinarias contribuye a que, en lo que a mí respecta, me resulte cada vez más difícil otorgar carta blanca a su proyecto. Si hay algo que el perspectivismo no me suena que sea ello es, decididamente, una teoría crítica. Lejos estamos de una teoría de excelencia; atribuyo al perspectivismo, como sus logros culminantes, la visión de conjunto más insustancial del estado de la teoría y el método en la disciplina (cf. pág. 60), la más fea definición que conozco del pensamiento indígena (cf. pág. 64), la concepción más bizarra e ingenua de la idea de objeto fractal (cf. pág. 182) y (al proponer una geometría diferencial de curvaturas y tensores como sustituto del contraste entre sociedades e individuos) la implementación más snob y descaminada jamás llevada a cabo del concepto riemanniano-deleuziano de multiplicidad (cf. págs. 248 y ss.). Mejor será que vayamos por partes. Según la narración clásica de Eduardo Viveiros de Castro, fundador indiscutido del movimiento, el perspectivismo se inspiró en la idea de “cualidad perspectiva” del sueco Kaj Århem (1990) o en la “relatividad perspectiva” del lamentado Andrew Gray (1996 ). Bastante más tarde, sin embargo, Viveiros asegurará que él tomó prestado el rótulo del vocabulario filosófico moderno; pero por más que la suma de pequeñas mutaciones e inexactitudes como éstas con el tiempo se torne sintomática y hasta congénita, dejemos por ahora de lado esta pillería menor (cf. Viveiros 2013a: 6, 84). Olvidemos también que en otro lado Viveiros (2012a: 84 ) afirma que los inspiradores articulos de Descola (1992; 1996 ) sobre el “animismo” amerindio fueron una de las causas próximas de su interés por el perspectivismo, mientras que Descola (2012 [2005]: 411) dice de un ensayo de Viveiros (1996b ) que sus propias “consideraciones sobre la epistemología animista deben mucho a los caminos abiertos por ese artículo”. Tanto anacronismo retrospectivo y tanta ansia de simetría en las fórmulas de agradecimiento suenan menos a gestos sinceros de gratitud o a convergencias estratégicas que a tácticas de coordinación de coartadas, tal como lo testifican las descarnadas críticas de Viveiros a Descola o el rechazo de Descola a las posturas de Viveiros y Latour en esos momentos en los que sostener la integridad de la teoría se comprueba perjudicial para los intereses pro21

pios de cada quien.7 Pero concentrémonos más bien en las definiciones fundamentales elaboradas por Århem: [E]l texto ilustra otro rasgo característico de la visión del mundo Makuna que, por la carencia de un mejor término, la llamo cualidad perspectiva. Por una visión del mundo “perspectiva” me refiero a aquella que ve el mundo en diferentes perspectivas y desde el punto de vista de diferentes “videntes”. En tal visión del mundo son típicas proposiciones como: “lo que para nosotros aparece como.... para ellos es...” y “lo que para ellos aparece.... para nosotros es...”. Son ejemplos del texto las afirmaciones acerca de los buitres y las dantas: para los buitres los cuerpos podridos y llenos de gusanos son ríos llenos de peces; lo que los buitres ven como peces, nosotros vemos como gusanos; para nosotros parece que las dantas beben agua, pero para ellos es chicha o jugos de frutos en cosecha; lo que para nosotros parecen salados lodosos, para las dantas es una hermosa y gran maloca pintada... Tal visión del mundo en la que, aparentemente, cada perspectiva es así mismo válida y verdadera, y donde existe la capacidad para ver el mundo desde el punto de vista de una clase de seres diferentes a la que uno pertenece, es, de hecho, fuente y manifestación de poder místico (como en el caso del chamán), de un hombre necesariamente “descentrado”; el punto de vista del hombre se convierte, simplemente, en uno de muchos puntos de vista. Una visión-delmundo perspectiva es aquella que no está hombre-centrada. La humanidad está situada al lado de una variedad de otras clases de seres vivientes igualmente importantes y valorados. Creo que este rasgo de la cosmología Makuna es característica de muchas de las eco-cosmologías de la región amazónica. La visión del mundo Makuna es transformacional y perspectiva. Es transformacional en cuanto el cosmos es visto como constituido por una serie de formas de mundo separadas, todas las cuales parecen ser transformaciones de uno a otro. Diferentes clases de seres vivientes son “gente” vestida con distintas “pieles”; su ser interno puede tomar variadas formas externas; una clase de ser, fácilmente se convierte en otro. Y es perspectiva en cuanto el mundo es percibido desde el punto de vista de diferentes clases de seres vivientes que lo habitan; no existe una única representación del mundo correcta o verdadera; hay varias. Una concepción humanamente centrada de la realidad es una entre muchas, todas las cuales son reconocidas por gente sabia. En esta cosmología la disyunción radical –tan característica del pensamiento occidental– entre naturaleza y cultura, hombres y animales, se disuelve. Hombres y animales están íntimamente relacionados por analogía, esencia ancestral y espiritual. Los hombres y los animales son miembros de una sociedad cósmica en la que su interacción está regulada por las mismas reglas y principios que regulan la interacción entre gente y sociedad humana. En últimas, todos los seres vivientes son “gente” porque comparten al interior de los poderes primordiales de la creación y la vida (Århem 1990: 120-121).

Raro razonamiento éste, cuya estructura el perspectivismo ulterior replicaría sin enmiendas hasta el momento mismo en que, bajo el hechizo del pensamiento rizomático y sin mayor comentario, hizo colapsar la distinción entre sujeto y sociedad atomizando a los “hombres” 7

Véase más abajo págs. 66, 91, 110, 112, 113, etc., y Descola y Viveiros (2009). 22

[sic] primero y desmaterializando la “sociedad humana” después, renunciando al fin a ambos conceptos en beneficio de una multiplicidad sin atributos y una colectividad sin individuos. Aparte del hecho de que su nomenclatura es etic y convencional de cabo a rabo, en su discurrir no hay tampoco ni mucha exactitud histórica ni una originalidad deslumbrante. Por un lado, Århem quiere parecer opuesto a una disyunción radical entre naturaleza y cultura “característica del pensamiento occidental”, una disyunción que recién se inaugura como tal en la escuela de Baden (Windelband, Rickert, Dilthey), que sólo se manifestó con alguna saliencia en contadas corrientes de la antropología ulterior, que el lector buscará mayormente en vano en los veinticinco siglos de ciencia y filosofía Occidental pero que el perspectivismo nombrará al menos una vez en cada ensayo publicado como si hubiera sido ubicua y dominante. Por el otro, hay muy poco en lo que el autor dice sobre la esencia compartida de hombres y animales y sobre las transformaciones de los unos en los otros que (como veremos de aquí a pocos párrafos) la mejor antropología y la historia de las religiones no documentaran desde hace tiempo sin sentirse obligadas a socavar las epistemes o a refundar sus marcos teóricos para poder hacerlo. Como sea, en esta tesitura no es mucho lo que hay en el primer perspectivismo de Viveiros y sus acólitos o en la ontología básica de Descola y sus seguidores que no se encuentre ya desarrollado en plenitud y con una terminología muy parecida en los estudios sobre la ontología y el perspectivismo Ojibwa del antropólogo Alfred Irving Hallowell [1892-1974], el mismo autor cuya trayectoria yo destacara desde los días de mi De Edipo a la Máquina Cognitiva: un antropólogo excepcional a quien Descola y Viveiros mencionan un par de veces sin concederle la debida estatura, apropiándose de alguno que otro de sus datos pero silenciando reflexiones teóricas mucho más sustanciales que se anticipan un largo medio siglo a las suyas propias.8 No ha sido otro que Hallowell el pensador a quien se remonta también la idea de la obsolescencia del concepto de mente como atributo del sujeto individual, otra razón de peso que me ha convencido de la necesidad de poner su texto cardinal a disposición del lector para que éste compruebe en tiempo real la preexistencia de algo más que un puñado de las mejores ideas que el perspectivismo y el giro ontológico han creído rega8

No bromeo cuando aseguro que Hallowell formuló con medio siglo de precedencia algunas de las tesis perspectivistas más fuertes, incluso las que Viveiros atribuye a la inspiración de Deleuze, Marilyn Strathern, Roy Wagner o Bruno Latour que investigaremos más adelante (ver pág. 203 y ss.). A propósito de las ideas pioneras de Hallowell y tres años antes de la aparición del perspectivismo yo había escrito: “Como lo hace notar el incisivo Hallowell (1953: 605), el concepto de ‘mente’ asociado a ‘personas’ como ‘unidades’ de una sociedad, pudo haber sido útil alguna vez, pero en algún momento se tornó evidente que esa conceptualización imponía serias limitaciones. Aunque la mente es, según se admite, el sustrato psicológico necesario de la existencia humana (e implícitamente, de la cultura), y aunque hace tiempo que Dewey puntualizó que la existencia social es la condición necesaria para el desarrollo de la mente individual, ya no resulta satisfactorio hablar de la sociedad como de algo constituido por individuos con mente, y dejar las cosas ahí” (cf. Reynoso 1993: 76 ). Hallowell extrajo de esos juicios los provechos teóricos que razonablemente cabía elaborar, sin reclamar para sí diplomas de originalidad o proclamar la puesta en descrédito de toda otra forma de antropología, dos enormidades en las que Viveiros no se privará de incurrir. El lector encontrará otras bellas y sorprendentes anticipaciones de Hallowell en las conclusiones de este estudio (cf. más adelante pág. 272 y ss.). 23

larnos (cf. Hallowell 1972 [1960] ; Reynoso 1993; 8, 16, 19, 55, 73, 76, 165-167 ; Descola 2012 [2005]: 202, 208, 254; Viveiros 2002a: 352, 353, 394; Århem 1981 ). Como fuere, casi todo lo esencial de la primera variante del nuevo evangelio está en los cuatro párrafos de Århem que cité más arriba. En los primeros años los perspectivistas ulteriores no harán mucho más que añadir bordaduras, murmuraciones sobre un dualismo estructuralista más o menos real y sobre un dualismo científico en gran medida imaginario, y una dosis de ilustraciones de casos que a ellos puede sonarle reveladora y reconfortante pero que a la escala de sus ambiciones teóricas (y de las seis mil o más culturas existentes) implica muy poco mientras no se consigne, valide y consensúe un buen número de ejemplares a los cuales se tipifique sin margen de duda y sin que los autores de quienes se arrancan los datos protesten por la grosería interpretativa de la que han sido objeto (como lo hicieron Pazos 2007: 376-377 ; Turner 2009 ; Brabec de Mori y Silvano de Brabec 2012 ; Halbmayer 2012 ; Karadimas 2012 ; Ramos 2012a ; 2012b ; Rival 2012 ; etcétera). Tal como lo había diseñado Århem, los grados de libertad del modelo definen un alcance corto y una diversidad acotada. De hecho, cuando Viveiros retoma estas ideas no le es posible modificarlas mucho. Componiendo una retórica de evasivas y coincidencias (y olvidándose de su familiaridad con un vocabulario filosófico “moderno” que abarcaría desde Leibniz hasta Nietzsche pero de la que no hay ningún testimonio palpable), Viveiros concede la precedencia a Århem admitiendo que “algunos trabajos, como por ejemplo los de Kaj Århem sobre la cosmología makuna, habían anticipado aspectos cruciales del concepto, algo que nos dimos cuenta [con Tânia Stolze Lima] recién cuando nuestra labor analítica estaba a medio camino” (Viveiros 2013: 89). El párrafo que sigue es probablemente lo más sustancial que agrega Viveiros a lo que proponía Århem: [S]e trata de una concepción, común a muchos pueblos del continente, según la cual el mundo está habitado por diferentes especies de sujetos o personas, humanas y no-humanas, que lo aprehenden desde puntos de vista distintos. Las premisas y conclusiones de esta idea son irreductibles (como mostró [Tânia Stolze] Lima 1995: 425-438) a nuestro concepto corriente de relativismo con el que a primera vista parece relacionarse, pues se disponen, justamente, de modo exactamente ortogonal a la oposición entre relativismo y universalismo. Esta resistencia del perspectivismo amerindio a los términos de nuestros debates epistemológicos pone en entredicho la solidez y posibilidad de extrapolación de las divisiones ontológicas que los sustentan. En particular, como muchos antropólogos ya han concluido (aunque por otros motivos), la distinción clásica entre Naturaleza y Cultura no puede emplearse para explicar aspectos o ámbitos de cosmologías no-occidentales sin someterla antes a una crítica rigurosa (Viveiros 2004 [1996]: 37 ).

Sólo un craso desinterés por la historia de la filosofía o un afán de confundir las cosas puede explicar que se haya escogido el nombre de perspectivismo para calificar una estrategia que no llega a ser ni un método ni un marco teórico y cuya denotación es tan inestable que 24

no siempre queda claro si define una postura propia “tomada en préstamo del vocabulario filosófico moderno” o cierta forma de “pensamiento salvaje”, “una teoría indígena” que milagrosamente prefigura o se sitúa paralelamente a aquélla y que es característica de la alteridad (Viveiros 2013a: 6, 39, 84 versus 1998: 470). Una alteridad que, dependiendo de las coerciones del momento, a veces coincide con lo Amazónico, otras con lo Amerindio contemporáneo, otras con “un antiguo fondo cultural” panamericano, otras con la Ecumene (Occidente por lo común excluido), otras con los Pueblos Originarios sumados a las alterCivilizaciones (o a los filósofos pos-estructurales, o a los perspectivistas mismos, exceptuando ontologistas) y otras con un despliegue combinatorio de cuatro ontologías y seis “modos relacionales” (don, predación e intercambio por allá; producción, protección y transmisión por aquí) cuyo cruzamiento engendra una tabla periódica –literalmente– de 24 permutaciones posibles, para algunos de cuyos casilleros nadie ha podido imaginar todavía las entidades culturales, los colectivos sociales o las tribus selváticas, filosóficas o urbanas que les corresponden:9 algo así como un estructuralismo en esteroides del que es muy poco lo que hoy subsiste y al cual casi nadie, comprensiblemente, se arriesgó a tomar al pie de la letra. Ni qué decir tiene que a la luz del progresismo softcore que se ha constituido en norma en la era posmoderna el nombre escogido de perspectivismo tampoco es el adecuado, puesto que (si la palabra significa lo que aparenta) una antropología cabalmente perspectivista debería pensar en formas de etnografía experimental que no sigan promoviendo el tratamiento monológico del objeto, que concedan la palabra al Otro, que se abran a la polifonía y a la heteroglosia, que en lugar de perpetuar terminologías coloniales, victorianas, (pre)modernas o décimo-nónicas que insisten con el “animismo”, el “shamanismo”, la “metafísica”, la “participación” y hasta (créanme) la “relación entre el cuerpo y el alma”10, introduzcan de una vez por todas las categorías conceptuales nativas que hagan falta y que también desactiven tácticas autoritarias que no son en absoluto rizomáticas y que reproducen la más aguda asimetría autoral en el proceso de la escritura etnográfica, la publicación de los resultados y el cobro de los derechos de autor. Lo que señalo puede sonar demasiado mid-western, prosaico y provinciano para los ideales europeizantes que alientan los viejos y los nuevos perspectivistas; pero nos gusten o no (y a mí no me deslumbran) estas premisas han constituido la columna vertebral de una de las corrientes antropológicas globales más poderosas y encumbradas de treinta años a esta parte, por lo que dista de ser sensato que se le siga respondiendo con la displicencia, las 9

Esta observación, inspirada en el gran fresco ontológico de Philippe Descola, me ha sido sugerida una vez más por Le petit Agathon (comunicación personal) (cf. http://carlosreynoso.com.ar/Perspectivismo). Curiosa falta de imaginación y pérdida de impulso ésta con la que mi comentarista se ha cruzado y que ahora les estoy re-enviando: es como si Descola sostuviera que o bien su tabla ampliada no sirve para gran cosa, o que somos nosotros quienes debemos recolectar los ejemplos posibles, puesto que él tiene cosas que hacer más urgentes que verificar la adecuación empírica de su propio modelo. 10

Carlos Fausto (2002: 8, 10, 32 ). 25

elipsis, las imputaciones de comicidad o los punzantes one-liners con que hasta hoy el perspectivismo la confronta. Por algo es que los perspectivistas nunca se expiden de lleno sobre la antropología crítica o dialéctica de los 60s, la etnografía experimental posmoderna o el poscolonialismo, en contraste con los cuales las prácticas unilaterales e irreflexivas que ellos consuman en el ámbito que va desde el trabajo de campo hasta la elaboración de la etnografía quedarían demasiado en evidencia. A pesar de su voluntad sin duda bienintencionada de igualitarismo rizomático, de su profesión de fe no-modernista y de su proyecto explícito de una antropología “simétrica”, “chata”, “reversa” y “horizontal”, es altamente improbable que los perspectivistas reconozcan la precedencia o que promuevan lecturas en la línea de Reinventing Anthropology de Dell Hymes (1969), “The analogical tradition and the emergence of a dialogical anthropology” de Dennis Tedlock (1979), “¿Puede el subalterno hablar?” de Gayatri Chakravorty Spivak (1988), “Las etnografías como textos” de George Marcus y Dick Cushman (1991) o “Sobre la autoridad etnográfica” de James Clifford (1991). Por estrecho de mente que haya sido el momento posmoderno de nuestra disciplina, me queda la impresión de que si los perspectivistas hubieran asimilado mejor la historia no tan reciente de nuestras prácticas habrían descubierto que su programa lucía comparativamente timorato y que les restaba todavía mucho margen para llevar la expiación de los pecados disciplinares y la radicalidad teorética de su nueva antropología hasta las últimas consecuencias. Por otro lado, los aspavientos de innovación profunda, los autorretratos en actitud revolucionaria y los furores de resentimiento anti-moderno en los que con frecuencia se entretiene el perspectivismo11 no han inspirado todavía el menor asomo de cambio en el modo de producción literaria de la etnografía producida en el interior del movimiento. Este modo continúa siendo individualista, monoglótico, jerárquicamente impuesto de arriba hacia abajo y de carácter estrictamente privado, sujeto a la inspiración nocturna de los genios líderes y de los Big-Time Thinkers que pueblan el círculo áureo de la disciplina. Sigue rindiendo tributo, en síntesis, a las formas literarias más acrisoladas y convencionales de la modernidad académica, free indirect speech y culto burgués al autor de genio inclusive.12 Algun@s antropólog@s crític@s, poc@s pero penetrantes, han percibido este carácter convencional y conservador de la escritura etnográfica, como si el perspectivismo y el neo-animismo hubieran sido las únicas corrientes teóricas sobre la faz de la tierra en no acusar los influjos de la (auto)crítica antropológica y de la machacante reflexividad que prosperaron entre los años 70s y los 90s (cf. Ramos 2012b: 24 ; Beattie 1976: 10; Laidlaw 2012 ).

11

Piénsese por ejemplo en Latour (1990; 1991; 2009 passim ), en Viveiros (2010a [2009]: 16, 21, 25, 28, 40, 41, 59, 95, 104 et passim ) y en Roy Wagner (2014: passim ). 12

Véase la consagración de Descola como (literalmente) uno de los pensadores disciplinares más grandes de todos los tiempos en el encendido prefacio de Marshall Sahlins a la traducción inglesa de Par-delà nature et culture (Descola 2013 [2005]: xi ). 26

En pleno auge de la crítica del realismo etnográfico y de la indagación reflexiva de la autoridad (o la autoría) etnográfica, escribe en efecto la antropóloga Lydia Nakashima Degarrod sobre la traducción inglesa de Las lanzas del crepúsculo de Philippe Descola: Descola escribió este texto a lo largo de un período de diez años, 16 años después de conducir la investigación, pero presentando su reseña en tiempo presente con la intención literaria dual de evocar la frescura de la experiencia para el lector y de recordar la experiencia él mismo. Este recurso literario, sin embargo, no oculta los fundamentos anacrónicos de este tipo de investigación etnográfica en la cual el observador objetivo mantiene completo control sobre la representación y la interpretación de los pueblos “exóticos”. En un libro densamente cargado de información etnológica, Descola se las ingenia hábilmente para tejer reflexiones etnológicas, situaciones etnográficas humorísticas y críticas implícitas de la antropología posmoderna (Nakashima Degarrod 1998: 63).

Por estas consecuencias del paso del tiempo y de los cambios de enfoque (y por la molécula de verdad que podría esconderse incluso en teorías que han hecho tanto daño y que recuerdo haber aborrecido en su momento más de lo que nadie lo ha hecho) es que a veces me asalta la idea –de ribetes pesadillescos, ciertamente– de que me hallo más en consonancia con los reclamos, las flagelaciones y las búsquedas experimentales de algunos viejos revoltosos posmodernos que con las certidumbres y veredictos de los nuevos perspectivistas posestructurales. A la hora del balance, advertimos que las dos antropologías, la pos-moderna yanki y la posestructuralista franco-brasilera, están partidas al medio mucho más hondamente de lo que jamás estuvieron (digamos) el materialismo cultural y la hermenéutica de Geertz, o las etnografías boasianas y la etnología transcultural de Yale. Estas alternativas teóricas, por lo menos, admitían la existencia de sus contrincantes y producían materiales hijos de la discordia harto más duraderos y fecundos que sus literaturas fundacionales, rutinariamente autorreferentes, individualistas y no confrontativas. Con mis disculpas por este inevitable wildcard, yo diría que con los dos pos-*ismos no pasa nada de eso: entre interpretaciones más mutuamente hostiles que teoréticamente discrepantes de una fuente de ideas no demasiado caudalosa, y por obra de chauvinismos, tacañerías y reyertas de cartel que otros querrán desenredar, ni ha habido antes discusión posible ni hay todavía conciliación imaginable. A otra escala de observación, sin embargo, las diferentes cofradías posmodernas/pos-estructuralistas (igual que las diversas corrientes de la izquierda política) se maltratan las unas a las otras con más saña que la que consagran a los que se diría que son sus enemigos naturales; pronto veremos también que en el interior de cada facción las cuchilladas por la espalda (como uno de sus cofrades las llama, con risueña simpatía) superarán en número y hendedura a los sablazos inferidos desde y hacia fuera de la corporación. En los niveles más altos de una jerarquía gerencial que no debería estar ahí, para un perspectivista, en definitiva, no hay nada peor que otro perspectivista, tanto más desagradable cuanto más próximo y 27

más encumbrado en la cadena de mandos se encuentre. Podría escribir un libro de crítica más grueso y sanguinario que el que se está leyendo simplemente calcando los garrotazos que cada perspectivista mayor ha propinado, deliberada o inadvertidamente, al perspectivista de la puerta de al lado. Cuando afirmé más arriba que el perspectivismo no llegaba a ser una teoría quise decir exactamente eso. Incluso en las formas más laxas de la antropología contemporánea, lo usual es que lo que hace las veces de teoría despliegue un operador específico que ocupa un lugar destacado en su caja de herramientas y en torno del cual gira una parte importante de una metodología orientada a producir algún educto más allá del registro selectivo de datos autoconfirmatorios, de la apropiación de ideas ajenas y de la multiplicación de nombres deleuzianos o wagnerianos para adosar a los encuadres, las conductas, las cosas y las ideas que a ciento cincuenta años de la fundación de la antropología podemos decir que ya conocíamos. El operador específico del estructuralismo lévistraussiano es el deslinde de estructuras basadas en oposiciones binarias, el de la antropología cognitiva de los 60s el análisis componencial de los dominios semánticos, el del geertzianismo la hermenéutica orientada a la descripción densa y la inferencia clínica, el de la antropología evolucionaria la selección natural como modelo y mecanismo de cambio, el de la teoría de la práctica las analíticas y las técnicas de ACM que fundamentan el habitus, el campo y otras categorías conceptuales. Esta formalidad, tan variada como puede serlo y a la cual el perspectivismo no se atiene, no será lo mejor del mundo pero es lo que bajo ciertas condiciones permite pasar de la metáfora al modelo (o de la doxa a la disciplina), producir resultados útiles para quienes no participen de la misma ideología y (en un plano meta-teórico) comparar un “-ismo” con otros para escoger el que mejor se acomoda a cada clase de problemas que uno encuentra. Ahora bien, no todo el mundo estará de acuerdo en llamar teoría a un conjunto politético de supuestos y consignas que sirven de heurística a una narrativa que ni siquiera procura coagular en una forma estable y que cada tanto amaga –sin que nadie la obligue– con renunciar a todo aquello que la idea de “teoría” acarrea (v. gr. Descola y Viveiros 2009; Latour 1998 ; 2009 ; Descola 2011b). Aunque hay un amplio rango de definiciones admisibles, no se espera de una teoría de alcance disciplinar que sea sólo un abanico más o menos estrecho de tópicos de conversación, un léxico de recambio (“rizoma”, “multiplicidad”, “fractal”) cuya semántica no se comprende con la precisión formal requerida, una nota al pie de una filosofía que conoció tiempos mejores o una manera de sesgar, uniformizar o acentuar descripciones atinentes a una región acotada del mundo y a un número pequeño de sociedades, que es lo que en el mejor de los casos el perspectivismo viveiriano del primer tipo (según lo cree el propio Descola [2005c: 202]) ha terminado siendo en los días que corren. A decir verdad, ni siquiera la Teoría latouriana del Actor-Red constituye o proyecta constituir una teoría en pleno sentido (cf. Latour 1998b: 15 ).13 Dándonos la pauta de las ter13

Escribe Latour: “I will start by saying that there are four things that do not work with actor-network theory; the word actor, the word network, the word theory and the hyphen! Four nails in the coffin” (1998b: 15 ). 28

minologías gelatinosas que nos esperan, Latour (siguiendo a Mike Lynch y en un momento en que se llevaba particularmente bien con Descola) preferiría que se la considere más bien una Ontología del Actante-Rizoma. Con un nombre u otro, sin embargo, si bien nominalmente se la integró al perspectivismo y se celebró su genialidad, nunca o rara vez alguien imaginó qué hacer con esta Ontología en el campo etnográfico.14 Cabe recordar que Viveiros (2013a: 138-139) aducía, en defensa de Latour, que “una de las características de la llamada antropología de las sociedades complejas siempre fue tomar conceptos considerados tradicionales en la antropología de otras sociedades y aplicarlos a la nuestra”, ocasionando “una banalización tanto del discurso antropológico como del objeto al que está siendo aplicado”. Lo que se nos propone ahora como la gran cosa (y sin un solo caso etnográfico de referencia) es usar un modelo procesual y una ontología actancial generados a propósito de eventos y enclaves específicos de nuestra propia sociedad (la pasteurización de Francia, la vida de laboratorio…) para dar cuenta de asuntos atinentes a otras sociedades. Aparte de basarse en un estado de cosas que no es exactamente como se lo cuenta, el primer problema con una postura semejante es que (de mantenerse esta disparidad implícita entre sociedades frías y calientes, o entre la una o las muchas culturas rudimentarias del Otro y una única cultura avanzada, que siempre resulta ser la nuestra) la banalización subsistiría en caso que se tomara una herramienta forjada expresamente para el estudio de sociedades reputadas complejas y se lo intentara aplicar a esas “otras sociedades”, ontológicamente diversas. El segundo problema, infinitamente más vejatorio, es que esa observación sobre las diferentes calidades objetivas del objeto se da de narices contra lo que los propios perspectivistas afirman acerca de la necesidad de una antropología “simétrica”, “chata” y “horizontal”. El tercer problema (y el que nos presenta la incongruencia mayor) es que al postular una técnica, un método, una teoría, una ciencia y una epistemología específica para cada clase de objeto, Viveiros traiciona el mandato de su admirado Bateson, “el más grande entre los grandes” de la antropología, quien se jugaba la vida tratando de aplicar los mismos principios conceptuales a cualesquiera clases de objeto de estudio, fueran éstos los procesos de cambio en el seno de la sociedad Iatmul del río Sepik en Nueva Guinea, las dinámicas propias de los homeostatos, termostatos y demás mecanismos cibernéticos de control, la crianza de los niños en Bali, la conducta lúdica o beligerante de las nutrias del zoológico de San Francisco o los procesos que generaban niños y adolescentes esquizofrénicos en las vecindades burguesas de Palo Alto (cf. Bateson 1958: 257-279 ). En contraste con esta disolución batesoniana del plano ontológico, anticipatoria de todas las lógicas transdisciplinarias de la complejidad, el sostenimiento de una diferencia ontológica y metodológicamente insalvable entre unas y otras sociedades suena como la simplista, etnocéntrica y gastada decisión estratégica que incurablemente es. 14

Salvo quizá Marilyn Strathern en su malogrado y prematuro “Cutting the network” (1996 ), un ensayo en el que aun no tenía motivos para callar el nombre de Bruno Latour. El texto de referencia, les comento, es un poco anterior al surgimiento del perspectivismo temprano, precediendo por una larga década a la canonización de Strathern como inspiradora de la fase pos-estructural del movimiento. 29

A quien sostenga que la Teoría/Ontología de Latour tipifica como teoría en sentido pleno aplicable a sociedades ontológicamente diferenciadas le pediría que revise la lectura de los fundamentos latourianos y que preste atención a los efectos colaterales de sus enunciados. Al cabo de esa revisión quedará también en claro que conforme a sus propias premisas (y aunque los perspectivistas se esfuerzan en escamotear el dato) no pueden haber normativas en general (ni por ende técnicas procedimentales de “reducción binaria”, “modelos de competencia”, “modos de agenciamiento autoritarios”, “sugerencias heurísticas” o, en suma, instrumentos conceptuales, preceptivas metodológicas y teorías) que engranen con una estrategia que se dice rizomática (cf. Latour 1991b ; 1997 ; 1998b  versus Deleuze y Guattari 2006 [1980]: 13, 18, 34-35, 185 et passim). Tampoco se concibe que una entidad que aspira a calificar como teoría no se preocupe por entregar aunque más no sea una semblanza sucinta de los métodos de los que dispone para modelar la realidad, elicitar sus datos, probar sus hipótesis y replicar sus hallazgos, y por ofrecer, al menos, un caso de uso no circunstancial, a fin de que el legado metodológico de la doctrina no se limite a la posibilidad de rendir culto a sus ídolos mediáticos o a reproducir un estilo de escritura y un vocabulario peculiar. Hasta Clifford Geertz (1987a), quien nunca fue un dechado de cientificismo, se abstuvo de presentar su teoría en sociedad hasta tener productizados su “Thick description” y su “Deep play”. A mi juicio el primer perspectivismo habría sido útil si se hubiera presentado como una invitación a formular hipótesis de trabajo en procura de una mejor organización de un determinado conjunto de fenómenos que se manifiestan en una región notoriamente extensa de América del Sur. El problema surge cuando a fines de la década pasada el perspectivismo comienza a soñarse como la estrategia opuesta por antonomasia a los paradigmas dominantes de Occidente, adoptando una pauta categorial que al principio no pasa de ser una nomenclatura de galicismos intelectualistas característicamente démodés, pero que poco a poco se envalentona y demanda la subordinación de todas las disciplinas socioculturales a una metafísica filosófica y –de puertas adentro– la rendición incondicional de toda otra alternativa antropológica. Al impulso de esa metamorfosis, puntuada por la incorporación gradual de un puñado de pioneros, genios incomprendidos y socios eméritos, el perspectivismo se deja caer en vanidades de Gran Teoría (si es que no de “un paradigma poderoso y específico”, de “un cambio radical en la trayectoria antropológica contemporánea”, de “una alternativa … al racionalismo y el naturalismo moderno” o de “un giro ontológico en las ciencias sociales”), sin que le inquiete mucho que haya quedado una plétora de requisitos formales sin cumplir y que el desarrollo de su fundamentación pretendidamente “teórica” no guarde proporción con estas pretensiones (cf. Costa y Fausto 2010: 94 ; Halbmayer 2012: 9-10 ; Sahlins 2013: xii ). Mucho más que todo esto me incomoda que el perspectivismo ni siquiera haya elaborado razonablemente la elección del nombre que escogió para su lanzamiento. Sea lo que fuere lo que él denomina, el caso es que el nombre del perspectivismo no estaba vacante; por el 30

contrario, rebautiza una postura que muchos filósofos modernos o contemporáneos han hecho suya, que siguen manteniendo todavía y en la que los autores del perspectivismo antropológico, casi siempre enclaustrados en un número bastante estrecho de disciplinas, no demuestran estar dispuestos a incursionar. Ni por un momento compraré la idea de que las nuevas celebridades de la antropología perpetraron ese desacierto a propósito, como ardid intencionado o con un dejo irónico. Recién al cabo de unos cuantos años después de instalada la moda del perspectivismo antropológico sus ideólogos y sus epígonos cayeron en la cuenta que el nombre de su corriente ya existía y que era moneda común en disciplinas que vivían a la vuelta de la esquina. Todavía hoy, si se busca esa palabra en diversas bibliotecas digitales (en EBSCO, por ejemplo) por cada ‘Viveiros’ que aparece se muestran siete u ocho punteros a Friedrich Nietzsche, quien ha sido el inventor de la palabra y del concepto de perspectivismo, al cual acuñó usando esta expresión: Soweit überhaupt das Wort «Erkenntniß» Sinn hat, ist die Welt erkennbar: aber sie ist anders deutbar, sie hat keinen Sinn hinter sich, sondern unzählige Sinne. – «Perspektivismus» [En la medida en que la palabra «conocimiento» tiene algún sentido, el mundo es algo cognoscible; pero, al ser susceptible de diversas interpretaciones, no tiene un sentido fundamental, sino muchísimos sentidos. – «Perspectivismo»] (La Voluntad de Poder § 476; Nietzsche 2000 [1883-1888]: 337 ).

No creo que necesite demostrarse que en el uso de un nombre ya existente (en tanto objeto de apropiación) nos hallamos frente a un indicador de desconocimiento y/o depreciación del campo filosófico y no ante un propósito deliberado de mímesis, continuidad u homenaje. Mi hipótesis es que en el momento en que surgió el primer perspectivismo antropológico Viveiros no sabía que el nombre que había puesto a su criatura no estaba vacante. La evidencia de lo que digo es abrumadora. Busque el lector en la bibliografía que suministro y comprobará que la expresión “perspectivismo” en esta antropología pos-estructuralista precede en unos cuantos años a la mención de los nombres de Gottfried Wilhelm Leibniz, Gustav Teichmüller, Friedrich Nietzsche, Fritz Krause, Gabriel Tarde, Jakob Johann von Uexküll, Alfred North Whitehead o José Ortega y Gasset,15 a quienes los nuevos cabecillas del perspectivismo antropológico aplaudirán comedidamente después, bien iniciado el siglo XXI, como precursores que los inspiraron desde la primera hora aunque las referencias tempranas a ese “linaje heteróclito” ni siquiera existan y aunque la correlación entre ambas 15

Con el tiempo, y con el objeto de acentuar sus afinidades, Viveiros (2010 a [2009]: 103, 107, 180, 193, 205 ) llegará a exponer una escueta pedagogía de dos renglones de largo sobre el filósofo, matemático y teólogo Gottfried Leibniz y otras aun más sorprendentes y breves sobre los matemáticos Bernhard Riemann y Albert Lautman. Pero no lo hará en base a la lectura directa sino en función de las paráfrasis de Deleuze y Guattari (a su vez también derivativas), cuyas inexactitudes, estratagemas retóricas y comicidades involuntarias hemos demostrado en otra parte y seguiremos re-explorando aquí (cf. Reynoso 2014a ; véase también más abajo, págs. 247 y ss.). 31

escuelas sea, a ojos vistas, ideológicamente embarazosa, ridículamente escueta, discursivamente vaga y estadísticamente no significante (cf. Descola 2012 [2005]: 118, 215, 264, 305; Viveiros 2002c: 127, 129 ; 2004: 68 ; 2010a [2009]: 33 ; 2013a: 36, 84-87; Calavia Sáez 2012: 15 ). Una vez más, podría escribir un libro más extenso que el que se lee ahora solamente enumerando las diferencias entre la concepción perspectivista de Nietzsche y el perspectivismo amerindio, comenzando por el hecho tangible de que si bien las perspectivas son proliferantes todas ellas convergen sobre un solo mundo (una sola “naturaleza”) que es para colmo existente, no “inventada” y susceptible de conocimiento [erkennbar]. El colmo del contrasentido se alcanza cuando Viveiros, casi quince años después de fundar el movimiento, pretende alinear “la poderosa estructura intelectual indígena, capaz, inter alia, de contra-describir su propia imagen dibujada por la antropología occidental” con “las tesis filosóficas asociadas con esa etiqueta [perspectivismo] según podemos encontrarlas en Leibniz o en Nietzsche, en Whitehead o en Deleuze” (Viveiros 2010a [2009]: 33 ). Curiosa noción ésta de alineamiento, reminiscente de las analogías que N. Srinivasan ha encontrado en los argumentos de Fritjof Capra.16 Salvo Deleuze (quien nunca escribió la palabra “perspectivismo”), ninguno de estos autores que nombra Viveiros ha sido merecedor de una cita directa ni en ése ni en ningún otro lugar. No hay tampoco una sola referencia que avale con alguna exactitud esa caracterización; los pensamientos que Viveiros adjudica a Leibniz y a Nietzsche provienen de lo que Deleuze y François Zourabichvili caprichosamente dicen de uno o del otro en obras que giran en torno de otras prioridades y que no pretenden demostrar nada que se parezca a lo que piensa Viveiros (op. cit.: 176 ) o a lo que la antropología necesita. Una idea atribuida a Whitehead, por último, proviene en realidad de una cita casual de Isabelle Stengers (sobreviviente rezagada del cientificismo constructivista que fue referencia favorita de una moda antropológica anterior) y tampoco armoniza con nada de esto: quien haya leído La ciencia y el mundo moderno, El Concepto de Naturaleza, Proceso y realidad, Symbolism, its meaning and effect u otras obras de Whitehead que (gracias a Losada y a J. Rovira Armengol) fueron mis libros de cabecera cuando yo era joven (y que aquí pongo a disposición del lector) sabrá que sus ideas son bastante distintas a las que Viveiros le atribuye y, por supuesto, a las que se impulsan en cualquiera de las variedades conocidas del pensamiento amerindio (Whitehead 1927; 1949 [1925] ; 1956 [1929] ; 1968 [1964] ; Kurtz 1972: 275-316). En cuanto a la presunta antropología reversa entrevista en un Nietzsche dudosamente leído o acaso mal recordado ¿de veras tiene noción Viveiros de la ideología férreamente jerárquica que imbuye una parte importante de la antropología filosófica nietzscheana? ¿Acaso desconoce Viveiros (autor de unas Metafísicas Caníbales y activo impulsor del retorno a una 16

N. Srinivasan (1998 ) ilustra la estructura de los razonamientos de Capra por medio de una analogía: “Pregunta: ¿Qué tienen en común Abraham Lincoln y Albert Einstein?. Respuesta: que ambos tienen barba, excepto Einstein”. 32

filosofía que rige por encima de las ciencias) que ha sido precisamente el perspectivista Nietzsche el más ferviente detractor de la metafísica? (cf. Houlgate 1986: esp. 38-95 ; Hill 2005; Blond 2010: cap. 5 ) ¿Qué relación guarda con el noble perspectivismo viveiriano la idea (plasmada en La Genealogía de la Moral) de que las personas de raza negra son remanentes del hombre primitivo y son por ello relativamente insensibles al dolor, casi tanto como lo son los animales (Nietzsche 1969: 68; s.f. [1877]: 39 ); o con el reproche que tronó Nietzsche contra Wilhelm II por querer liberar a los criados negros “por amor a los esclavos” (KGW VI § 3, p. 359 ); o con la convicción de que la impotencia sacerdotal y la moral de esclavos de los judíos penetró insidiosamente en las tradiciones occidentales y presagió los aspectos más despreciables del cristianismo (1969: 34 y ss.); o con el aserto que dice que “basta comparar con los judíos a pueblos parecidamente dotados, como los chinos o los alemanes, para notar qué es de primera categoría y qué es de quinta clase” (s.f. [1877]: 29 ); o con el que afirma (en Más allá del bien y del Mal) que “[c]uando una mujer tiene inclinaciones doctas hay de ordinario en su sexualidad algo que no marcha bien” (s.f. [1886]: secc. 144 )?.17 Así como Viveiros demoró casi quince años en sumar a Nietzsche a sus fuentes filosóficas perspectivistas, quizá debamos esperar otro tanto para que se aboque seriamente a su lectura y nos entregue las explicaciones que están faltando. Se me dirá que la filosofía de Nietzsche está colmada de inspiraciones más felices, hecho que no niego. Un filósofo bien puede descartar esa escoria y concentrarse en las ideas de Nietzsche que merezcan la inmortalidad; pero después de medio siglo de reinvenciones, repensamientos y purgación de culpas propias y ajenas, la antropología, creo yo, ya no puede dejar pasar estas cosas sin al menos comentar que algunos de los tricksters y héroes culturales que se han naturalizado en la disciplina y a cuyo legado ni debemos ni queremos renunciar acostumbran, con obstinada frecuencia, salirse del rumbo de lo que hoy es antropológicamente aceptable. Dadas las fechas implicadas no es difícil imaginar cómo fue que se gestó el proceso que obligó a cambiar retroactiva y presurosamente la historia oficial del movimiento y el perfil de sus cultores. La cosa debió ser así: hasta finales del siglo XX todos los científicos, perspectivistas incluidos, basábamos nuestras visiones de conjunto en archivos documentales y en fuentes en papel; afianzados Google y Wikipedia recién entrado el siglo XXI, algún ideólogo del movimiento (y en este punto sospecho de Viveiros) habrá buscado ‘perspectivismo’ en Google o en JSTOR para constatar si aparecían sus trabajos o curiosear qué se decía de él.18 Cuando los links apuntaron inesperadamente a Ortega, Nietzsche, la Voluntad 17

Aun cuando la discusión en torno del etnocentrismo y el antisemitismo nietzscheano se ha tornado más inconcluyente de lo que llegó a ser y no sea sencillo inferir racismo o sexismo a partir de párrafos fuera de contexto que pueden significar lo contrario de lo que a primera vista aparentan, estas mismas citas documentan, por lo menos, que no hay nada más ajeno a Nietzsche que una concepción igualitaria de las perspectivas o algo que se asemeje a una antropología “simétrica”, “chata” u “horizontal” (cf. además Nolte 1995 [1990] ). 18

Las experiencias de Viveiros con la tecnología informática y la Web comienzan a dejar rastro a partir de 2006 (diez años después de fundado el perspectivismo) con la Red Abaeté y el Proyecto AmaZone. Las poco 33

de Poder, Krause, Leibniz, el raciovitalismo, el multiperspectivalismo calvinista [sic] y otras ideas igual de ajenas y distantes, la única opción que restaba era tejer algún nexo a posteriori entre ambos perspectivismos sin importar lo forzado que resultase, pues en las estrategias que renuncian explícitamente a la reflexividad y a la epistemología cualquier idea suma, tal como cualquier libro reciente de Viveiros se afana en demostrar (Viveiros 2002a: 348; 2010a [2009]: 21 ; 2013: 39; Wagner 2012: 12 ). Subestimando el discernimiento de eventuales lectores un poco más solventes en filosofía y fogueados en la lectura profunda de lo que varios perspectivistas han demostrado serlo, eso fue exactamente lo que Viveiros hizo, pues independientemente de cómo han cambiado los valores académicos o del desprecio rizomático por las génesis, las raíces y las genealogías, la filosofía sigue siendo para la corriente de referencia la fuente primaria de legitimidad. Dado el estado de indigencia filosófica y erudición transgénica al que ha quedado reducido un segmento importante de la antropología después de perder a Lévi-Strauss, ninguno de los nuestros se percató hasta ahora de estas fealdades. Además, sinceramente, ¿qué oficina interdisciplinaria registra las quejas de los filósofos? Con tantos jaleos domésticos y después del desencanto y el gusto agridulce que dejó el posmodernismo ¿quién va a mover un dedo por lo que resta de lo que fue alguna vez la filosofía? A fin de cuentas, en otras modas, escuelas y disciplinas otros estudiosos han consumado astucias parecidas, como cuando la antropología posmoderna del Medio Oeste tuvo que fingir que estaba familiarizada desde el vamos con los estudios culturales ingleses (cf. Marcus 1986 versus Marcus 1998: 203-229; 1999: 358-359), cuando Howard Becker y Michal McCall (1990) infundieron actualidad a su libro Symbolic Interaction añadiendo “and Cultural Studies” en el título de tapa, o cuando Clifford Geertz (2002 ) (para taparle la boca al fastidioso de Paul Shankman y con treinta años de demora) agregó a Wilhelm Dilthey por primera vez a su genealogía filosófica como si hubiera frecuentado sus obras desde siempre. Hablando de otras epistemologías de fama fugitiva que ya hemos olvidado, el recordado y prematuramente ido Josep Llobera [1939-2010] llamaba “precursitis” a ese género de artificios continuistas y acomodos cosméticos (Llobera 1980: 42); y es que pese a su acendrada pretensión innovadora, en su búsqueda de legitimación el perspectivismo incurre en el mismo ceremonial de automatismos y mezquindades que cada una de las modas que le han precedido, aun cuando en sus días tempranos y en sus corrientes tributarias sus mismos practicantes las hayan satirizado como muy pocos han sabido hacerlo (v. gr. Latour 1992 [1987]: esp. 34-44). Leibniz, Whitehead, ¡Ortega!... Aunque fuese cierto (que no lo es) una vez más el bagaje experto con que se nos distrae sigue siendo en la gran escala diminuto y espurio: dando indicio del sesgo eurocéntrico de nuestros antropólogos, todavía ningún integrante de la esimpactantes páginas que testimonian ese trabajo todavía están vivas (a setiembre de 2014), pero los contenidos son harto escuetos o brillan por su ausencia (http://amazone.wikia.com/wiki/proyecto_amazone. Véase también http://nansi.abaetenet.net/abaet%C3%A9 – Visitado en setiembre de 2014). 34

cuela ha hecho justicia al Anekāntavāda [अनेकान्तवाद], el perspectivismo jaina de la India antigua que estudié alguna vez hace cuarenta años, que proclama más o menos las mismas ideas que todas las escuelas que se llaman parecido, que con los durísimos ajustes del caso se prolonga en la obra de antropólogos indios como Pankaj Jain o ingleses como James Laidlaw, que se ha esforzado también en repensar antropológica y filosóficamente lo humano y del que ni siquiera los filósofos del perspectivismo occidental originario encontraron útil registrar la existencia, aunque la parábola de “los seis ciegos y el elefante” que condensa a esta filosofía y motiva la tapa de la segunda edición de este libro sea bien conocida en todo el mundo (cf. Reynoso 1978 ; Jainism Global Resource Center ; Kamla Jain 2004; Feistner y Hall 2006; Laidlaw 2006; Pankaj Jain 2014 ). La situación es –para decir lo menos– paradójica. Los perspectivistas se la pasan reclamando al dualismo occidental una mayor amplitud de visión y una “antropología simétrica” y descolonizada, y hasta fincan en la estrechez modernista de los científicos convencionales gran parte de su propia legitimidad. Algunos simpatizantes del movimiento (sobreactuando algo más que un poco) han llegado a aseverar que la filosofía está sufriendo una especie de agotamiento metafísico porque el pensamiento ya no puede reposar sólo en materiales homologados por el canon occidental, cuyos recursos conceptuales han quedado exhaustos (Skafish 2014 ). Pero los perspectivistas mismos se creen exentos de satisfacer esos reclamos y no atinan a imaginar siquiera que existen formas de hacerlo culturalmente diversas, independientes tanto del pecado original de la inducción etnográfica como de la (anti)metafísica pos-estructuralista, y poseedoras (saṃsāra mediante) de una rica y genuina ontología de lo viviente más monista de lo que ellos han llegado a figurarse jamás.19 Dilapidan por ello una oportunidad de romper la camisa de fuerza eurocéntrica y asomarse a una sociedad y a una configuración cultural en las que el principio de perspectivismo ha sido claramente explícito en más órdenes de los que podríamos conjeturar y en la que el concepto de ‘cosas’, ‘animales’ o ‘dioses’ que han sido ‘humanos’, lo siguen siendo o lo serán más tarde (y todas las variantes del caso) aparece ya no como un rasgo pintoresco que distingue el pensamiento del Buen Salvaje del nuestro propio sino como uno de los motivos raíces de filosofías emparentadas con (y a muy pocos grados de separación de) nuestra propia ontología indoeuropea. No creo estar imponiendo un requisito arbitrario. Tratándose de una corriente antropológica que a cada rato pone en cuestión los sesgos simplificadores y colonialistas de la mirada occidentalizante, el perspectivismo debería ser especialmente sensitivo ante una problemática que atañe a la matriz histórica y cultural del nombre que ha escogido para constituirse como 19

Contrariamente a esta estrechez, Gottfried Leibniz, pionero reconocido del perspectivismo, mantenía una ávida curiosidad por los avances del conocimiento fuera de la órbita europea y en particular por la filosofía y las matemáticas de China y la India. Aunque Leibniz alimentaba también un sesgo etnocéntrico, el hecho documenta la pérdida de perspectiva que han experimentado los diversos perspectivismos desde entonces (Widmaier 1990 ; Leibniz 1994 ; Wenchao Li, 2000; Valverde en Leibniz 2001: 15; Batchelor 2004 ; véase también el artículo en Wikipedia sobre la serie de Madhava-Leibniz). Habrá más sobre esto más tarde. 35

corriente teórica. A fin de cuentas, Anekāntavāda quiere decir “pluralismo”, “variedad” o “multiplicidad de puntos de vista” (an- = ‘no’, eka- = ‘uno’, vada- = ‘punto de vista’), fundiendo en una palabra las ideas de perspectivismo y multiplicidad de un modo que a Viveiros (aunque él no duerme pensando en esas cosas) nunca se le ocurrió plantear. Como demostraré luego, es de aquí de donde pudo haber tomado un concepto más sano y ecuánime de multiplicidad, y no de los balbuceos fallidos, confusos y mutables de Deleuze y Guattari, quienes, a diferencia de lo que todo el mundo cree que ellos creen, siempre pensaron que algunas perspectivas (por ser rizomáticas, esquizoanalíticas, horizontales, anti-dialécticas, anti-representacionales, intelectualistas, inmanentistas, rive-gauchistes, enculeuses o lo que fuere) son filosófica, científica y moralmente superiores a otras (cf. más adelante, pág. 248 y ss; Reynoso 2014a ). La desatención hacia conceptos de perspectivismo más allá de la órbita de Occidente habría sido comprensible en un dominio de pensamiento y en un mercado de ideas que no presume de la amplitud de una mirada antropológica. Pero en lo que concierne a la corriente que nos ocupa no creo que debamos ser contemplativos: según su propia etiqueta de igualitarismo étnico, y embarcado ahora en un doble proyecto de “emancipación del pensamiento europeo” (Viveiros 2013a: 94) y de restauración de la majestad de la filosofía por encima de la ciencia y como modelo a seguir por todo pensamiento que se precie (metafísicas caníbales inclusive), nuestro perspectivismo habría debido tener en cuenta ese linaje no occidental o “alter-civilizatorio” de pensamiento ( pace Roy Wagner), aunque más no fuese porque ha sido en sus coordenadas de tiempo y lugar que la lógica de las perspectivas se pensó primero, más reflexiva, más bella y más sistemáticamente. Cuando hace pocos meses el antropólogo argenmex Miguel Bartolomé me preguntó entre un vino y un ron cuándo pensaba yo escribir una crítica del perspectivismo, creí por un brevísimo instante que se refería a esa escuela jaina de filosofía en la que se amasó el ideario que seguiré asociando con el término toda vez que se hable de perspectivismo a secas. En tiempos de la penúltima dictadura argentina, por cierto, me dió por cursar Sánskrito y Pensamiento de la India con el estudioso peruano Fernando Tola en mi misma universidad y se conoce que quedé con algún imprinting orientalista cableado en mi hipocampo. Tardé unos interminables nanosegundos en comprender que Miguel se refería a una moda antropológica que hasta hace pocos años yo creía insignificante, derivativa y circunstancial pero que aquí y ahora la veo haciendo estragos en la disciplina, como cada tanto se le permite hacer a la que demuestra ser la idea que mejor combina potencial retórico en su sintaxis, glamour en su semántica e inocuidad en su pragmática. Mi perplejidad se explica (quiero pensar) porque hasta hace relativamente poco para mí ‘perspectivismo’ significaba otras cosas. Es que en las ciencias que otros (y no yo) decidieron llamar humanas, todo tiempo sufre una plaga característica, una ideología cuyo éxito supera al de todas las doctrinas contemporáneas suyas por un margen que tal vez se aproxime al que se da en la cúspide de una distribución de Pareto, una cifra que es fruto de un algoritmo recurrente que en el análisis 36

de redes sociales se acostumbra llamar attachment preferencial, ventaja acumulativa o efecto de San Mateo: un juego adaptativo en el que (por poco que aletee una mariposa en el Amazonas) el rico se vuelve más rico [rich gets richer] y la mayoría manda [majority rules], alentando tácticas de menor esfuerzo consistentes en procurar que todo siga como está y que sin correr ningún albur todo el mundo pueda subirse a la caravana que mete más ruido. Si de verdad estaba en procura de una visión tan crítica y autoconsciente como aquéllas con que nos viene amenazando, Bruno Latour (2005; 2009 ), autoerigido en antropólogo de la ciencia y especialista presunto en dinámica de redes, debería haber leído la emergencia del movimiento en el marco de metáforas reticulares como ésas (que invito a investigar seriamente) en vez de sumarse a la fiesta, confesarse adicto al perspectivismo y re-producir sin retobarse lo que ya ha devenido clamor general mucho antes que él atinara a predecirlo. En lo que a mí respecta y aunque estudié fenómenos que pasan cerca de los que a él le interesan, nunca he comprado el arquetipo autorreferencial que él encarna y que lleva adelante de manera inexorable. Tampoco hubiera yo esperado que quien funda su expertise en la denuncia y en el desentrañamiento de los mecanismos que rigen las modas científicas, se sume alegremente y sin aviso previo a la primera que se le cruza. Lo anterior me lleva a creer que en las llamadas ciencias blandas (que por cosas como éstas, creo, casi merecerían llamarse así) cada década es gobernada por una sola idea que cuando supera cierto umbral de aplauso pedagogos, comités de arbitraje, jurados de tesis y concursos, congresistas y diseñadores de planes de estudio comienzan a estipular entre intocable y obligatoria: lo que fue el análisis componencial en los 60s, el interpretativismo en los 70s, el posmodernismo en los 80s, los estudios culturales en los 90s o el pensamiento complejo moriniano, constructivista y autopoiético en la primera década del siglo actual, eso mismo parece querer ser el perspectivismo en la década que corre, aunque el nombre que ha adoptado sea moneda corriente desde unos cuantos siglos antes de la era cristiana y aunque para quienes conocen algo del entramado y la deriva genética de las escuelas filosóficas la palabra guarde otros significados. Resumamos el punto antes de abordar asuntos más jugosos: el problema no es que un movimiento escoja llamarse como le viene en gana, sino que en el mero acto de ponerse un nombre tal como fue que se lo puso, de reclamar posiciones de privilegio en el tablero del pensamiento creativo, de morder el dedo que le señala ideas suyas susceptibles de refinarse un poco y de montar los pretextos inconvincentes que lo legitiman, el perspectivismo ha puesto a la vista otros aspectos mucho más serios concernientes a su rigor conceptual, a su autoimagen y a su ideología, aspectos que desde otras perspectivas ( por así decirlo) comenzamos a inspeccionar ahora.

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VIVEIROS DE CASTRO: FUNDACIONES Y MUTACIONES

E. L.: En tu discusión de la obra de Viveiros de Castro, tú señalas que él no se refiere a ninguna de los cambios políticos recientes en esa parte de Brasil. ¿Cómo respondes al argumento en su introducción que afirma que él sí ha señalado esos cambios? ¿Puede esta clase de disclaimer satisfacer el objetivo de situar a los pueblos indígenas (o a cualquier otro, para el caso) en un escenario moderno y cambiante? O. S.: No conozco todo el corpus de la obra de Viveiros de Castro, pero en el artículo tan circulado que discuto en mi ensayo no veo ninguna exploración real de las especificidades del contexto político, del cambio histórico o de los desafíos de la modernidad. Por el contrario, él utiliza la categoría extraordinariamente amplia y esencializada de “pensamiento Amerindio” como si la tremenda heterogeneidad de la experiencia y la cultura nativa en el hemisferio pudiera ser reducida a principios atemporales comunes. No tengo ninguna objeción a la forma de antropología que practica Viveiros de Castro; y sin embargo es sumamente curioso que algunos especialistas que se sitúan en lo que pasa por ser el filo de la vanguardia de la antropología amazonista no presten real atención a la historia y operen en términos de binarismos tales como nosotros/ellos, Occidente/lo Otro, nativo/ no-nativo, que yo pensaba se habían arrojado al cubo de basura de la teoría social ya en los años 80s. Orin Starn, “Here come the Anthros (Again)…” []

La verticalidad que impera en el micromundo de los antropólogos perspectivistas es tan severa que casi todo el mundo concurre en que aunque algunos hechos sugieran otras interpretaciones el brasilero Eduardo Batalha Viveiros de Castro es el fundador del movimiento y en que el prestigioso Philippe Descola, nombrado un par de veces en términos elogiosos por el propio Lévi-Strauss (1986: 24-25), no es más que su contacto en Francia, su cómplice de mayor calado, el cabecilla del bloque animista, el que escribe mejor de todos ellos, el gestor del primero y del último giro ontológico, el gran perspectivista de backup. Por una vez, la trayectoria inicial del movimiento no recorrió el camino de Francia a Brasil sino que contra todo pronóstico siguió la ruta inversa. Fuera de los directamente implicados, sin embargo, el perspectivismo no ha sido hasta hace poco ni bien conocido ni particularmente apreciado en la antropología de Francia, donde todavía prevalece un estructuralismo epigonal de corte más clásico y discurrir más monótono, al cual el propio Viveiros acusa de refugiarse “en una práctica etnográfica que tiende a lo burocrático, marcada por un 38

gran rigor descriptivo y una modesta imaginación teórica” (Viveiros 2011c: 327-328 ). Correlativamente, en ese círculo se considera al perspectivismo clásico como un desprendimiento derivativo o un comentario colonial de segundo orden sobre la antropología de Lévi-Strauss, uno más entre las docenas que se han desarrollado, uno que no acaba de definir el alcance exacto de sus premisas, que no ha logrado aun decir nada extraordinariamente nuevo, que hace unos seis o siete años agotó su envión y cambió de rumbo, y del cual casi nadie sabe en qué estado se encuentra, cuándo dará por acabada su infancia programática, si ha conseguido o no escapar de ser absorbido por el debate filosófico contemporáneo o cuál es la fuente mayor de inspiración que lo anima el día de hoy (v. gr. Viveiros 2012a: 46, n. 2 ; Turner 2009 ; Calavia Sáez 2014: 1, 13, 15 ).20 También se ignora cuál ha sido la fecha exacta de fundación del movimiento, aunque los indicios me inclinan a situarla hacia el último tercio de 1996. Los implicados quieren retroactivar su advenimiento hasta 1992, pero les está costando sangre. Todo sugiere que las ideas perspectivistas capitales surgieron repentina e imprevistamente, casi sobre la marcha. En un texto sobre las imágenes de la naturaleza y la sociedad en la etnología amazónica elaborado a fines de 1995 para el Annual Review, en el que la idea de perspectivismo no se mencionaba y en el que todavía se esperaba que estuviera próxima a materializarse una teoría que promulgase la unidad dialéctica entre sociedad y naturaleza, expresaba Viveiros: En cuanto a las esperanzas de una “nueva síntesis” teorética, creo que cualquier unificación todavía se encuentra un poco por delante [somewhat ahead ]. Aunque investigadores de tradiciones opuestas, unidos por el deseo unánime de trascender las clásicas antinomias entre naturaleza y cultura, historia y estructura, economía política del cambio y análisis de mónadas en equilibrio cosmológico, “mentalismo” y “materialismo”, etcétera, están por cierto –y auspiciosamente– acercando posiciones, es difícil no ver la persistencia de actitudes que fueron características de fases más tempranas de la disciplina. Por ejemplo, uno no puede sino sentir que las teorías de la “gestión de recursos” son ellas mismas adaptaciones del punto de vista adaptacionista a un ambiente intelectual que favorece los conceptos de historia y cultura; que la crítica de Roosevelt al “determinismo ecológico” de Meggers no hace más que transformar los factores ambientales de inhibiciones en estímulos; y que las tesis de Descola sobre los constreñimientos históricos del régimen “anímico” o sobre la homeostasis Jívaro pueden ser no muy diferentes del refraseo de Lévi-Strauss del contraste naturaleza/sociedad como un rasgo interno de las cosmologías Amerindias (totemismo aparte) o de las ideas de LéviStrauss y Clastres (metafísica aparte) de la limitación estructural que mantuvo a las sociedades amazónicas alejadas del productivismo y el despotismo (Viveiros 1996a: 195).

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Los posteriores giros pos-estructuralistas de Viveiros tampoco son de gran ayuda en esta mudanza trunca; a diferencia de lo que ha sido el caso en América Latina, lo último que se necesita en Francia es que alguien que acaba de asomarse a ese género literario, que no lo conoce con suficiente hondura y extensión y que no es un profesional de la filosofía, un conocedor de las discusiones en torno suyo, un lector paciente de obras integrales o un testigo presencial de los acontecimientos dilapide el tiempo del lector explicando por enésima vez lo que Deleuze, Guattari o Foucault verdaderamente quisieron decir. 39

Preso de una visión de túnel cuya estrechez hoy resulta inconcebible, Viveiros (como se dice) escupía despreocupadamente para arriba, rezongando contra las ideas de Clastres y Descola (futura figura de admiración el primero, futuro compañero de ruta el segundo) sin soñar todavía que él mismo estaría llamado a constituirse antes que ese año concluyera en el profeta indiscutido de esa “nueva síntesis” que estaba reclamando. Una síntesis dialéctica, expresaba asimismo entonces (p. 180), sin presentir tampoco que trece años más tarde, en Metafísicas caníbales (2010a [2009]: 78, 96, 105, 110, 114, 115 ), tras convertirse de lleno al credo deleuziano, se vería obligado a arremeter rabiosamente y sin dar explicaciones contra esa noción (la dialéctica), acaso el concepto más vilipendiado de todos en el seno de su nueva metafísica pos-estructuralista y rizomática en la que desde hace no mucho milita con el ceño fruncido, la asertividad y el esquematismo típico de los recién conversos. La talla intelectual y la maestría estilística de Viveiros (quien pasó en pocos meses de su período exploratorio a su fase barroca) distan de impresionarme y es útil que lo diga desde ahora. A mi juicio, incluso los críticos y comentaristas más mentados, como Alcida Ramos (2012a ) o Marshall Sahlins (2011b: 229, 237-238; 2014: 282 ), han sobrestimado los brillos de su virtuosismo verbal y la amplitud de su conocimiento antropológico. Pero algo pasa conmigo, imagino: entronizado él en estos tiempos como el antropólogo más influyente de Brasil, hasta el día de hoy no he podido dar con un libro, reportaje o artículo suyo en el que me impresione por su rigor analítico, por su conocimiento integral de la diversidad teórica de la disciplina, por su capacidad de asimilar con distancia crítica las venerables teorías que adopta y por una tersura literaria próxima (digamos) a la que prodigaba un LéviStrauss en su teoría o a la que desplegó hasta hace poco un Philippe Descola en su obra etnográfica. Por todo esto su triunfo me resulta no del todo inexplicable pero sí en extremo laborioso de explicar. Mientras su manifiesto más oscuro acaso sea el texto pos-estructuralista Metafísicas caníbales (2010a [2009] ) y el más luminoso el estructuralista Cosmological Perspectivism (2012a ), lo mejor de su producción es, pienso, Radical Dualism (2013b ), una especie de obituario sentido, un ejercicio ingenioso y por momentos no-perspectivista, si se quiere, pero que no pasa de ser un ensayo acotado, breve y tardío de lévistraussianismo puro, basado en una bibliografía acotada que conoce muy bien, la clase de elaboraciones ingeniosas pero de moderado alcance que el perspectivismo inicial (el pre-pos-estructuralista) parece estar en mejor capacidad de materializar. De lo estilístico no diré más palabra porque me tornaría subjetivo; traicionando a su estructuralismo todavía humeante es Viveiros (2013a: 27-28) y no yo quien aspira a una subjetividad envolvente. En cuanto a lo analítico, si bien no creo que su escritura llegue al extremo de la prevaricación intencionada, lo que el común de nosotros (él inclusive) acordaríamos en llamar verdad suele encontrarse en ella fuertemente retorcida, fragmentada, inestable, en tensión, cuando no blindada detrás de un océano de palabras en el que no to40

dos se interesarán en navegar con atención despierta por potente que sea el impulso de ratificar o rectificar lo que él afirma. Es importante retener la idea, porque en razón de esa discursividad mutante, escurridiza e intrincada que sólo irrita a los no-perspectivistas Viveiros no ha sido hasta ahora –y predigo que lo será cada vez menos– un pensador cuya refutación vaya a ser un paseo por el campo. La filigrana de su argumentación es tan densa y sinuosa que el mero comentario de sus aseveraciones discutibles insumiría varios libros tan espaciosos como el que se está leyendo, el cual acaso vaya a ser el texto crítico más extenso que escribiré jamás. Quien vaya a cuestionar a Viveiros estará tentado de buscar en su obra una columna vertebral argumentativa, un leit motiv, una pauta que conecta, cuando en rigor él es un bricoleur cuya teoría consiste en carecer de un macrodiseño teórico y en dar acogida, periódicamente, a fragmentos de otras elaboraciones discursivas: las que vienen del lado de la filosofía se ciñen a unos pocos conceptos de Deleuze, inorgánicos y sumamente diluidos; las que se originan en la antropología abrevan, no sin discordancias, en un puñado de ideas de Roy Wagner, Marilyn Strathern y Bruno Latour. En la configuración resultante de la adopción de ideas originadas en éstas y en otras influencias que probaré no siempre fieles al texto o bien asimiladas, la teoría queda sustituida por una constelación narrativa de aserciones hostiles a la teorización formal y refractarias a todo rudimento de anclaje fuera del culto a un puñado de genios y de la apología admirativa y en el fondo “moderna” de los argumentos más autoencomiásticos del pos-estructuralismo. Después del vaciamiento conceptual y el rigor mortis que acompañaron al posmodernismo, el hecho concreto es que Viveiros, Latour y otros como ellos pueden medrar tranquilos en el ambiente antropológico debido a la credulidad metódica en cuyos brazos se arrojan nuestros profesionales ante cualquiera que hable rápido y exponga las cosas de una manera suficientemente afirmativa. Lejos de haberse impuesto una actitud crítica (como la “deconstrucción” de Derrida y el “descrédito de los metarrelatos legitimantes” de Lyotard inducirían a creer) la evidencia más preciada en la era posmoderna es la plausibilidad inmediata, un efecto afín a lo que Marilyn Strathern (1991 [1987] ) había propuesto llamar ficción persuasiva. Todo se negocia por lo que parece ser, at face value: nadie irá corriendo entonces a corroborar si lo que dice Marcio Goldman que decía Viveiros que decía Wagner que decía Strathern que decía DeLanda que decía Deleuze que decían Riemann, Mandelbrot o Chomsky es verdadero o falso, o si es tan imprescindible, relevante o revelador para la teoría y la práctica como lo pintan algunos miembros de la serie. De hecho (y como documentaré a propósito de los enculages deleuzianos en el drill down al final de este libro [pág. 248 y ss.]), cada vez que me tomé el trabajo de verificar alguna afirmación importante de carácter técnico que Viveiros derivaba de las fuentes primarias (y antes que nada las relativas al rizoma, al fractal y a la multiplicidad) jamás encontré que al cabo de esas cadenas de exégesis colmadas de malentendidos acumulativos las cosas fueran remotamente parecidas

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a lo que él aducía o al menos conguentes en su formulación originaria con los insumos que la antropología de hoy podría demandar. El problema con este ejercicio es que la comprobación se torna más agotadora cada día que pasa. El valor de verdad de lo que afirmaba el primer Viveiros podía ser ponderado sin salirse de una pequeña parcela en el dominio de una antropología saturada de una etnografía intrincada y poco familiar pero relativamente acotada; pero en lo que atañe a la contrastación de lo que alega el Viveiros más reciente, el trámite ya no se resuelve con una lectura atenta sino que se impone poner en acción una transdisciplinariedad, una arqueología del saber, un repositorio de fuentes y hasta una tecnología de hipertexto. Los grados de separación entre Viveiros y (pongamos) Bernhard Riemann o Gottfried Leibniz pueden implicar (como habremos de ver) cinco, seis o más mediaciones entre vocabularios y universos de sentido muy disímiles, una cifra que en cualquier ciencia sería manifiestamente intratable. En estos términos, los criterios para establecer la verdad de los hechos y su armonía lógica puede que se encuentren expresados no ya en un dialecto teorético ligeramente distinto sino en una multitud de idiomas lingüística y conceptualmente diversos de los que son muy pocos los investigadores que conocen las claves, los protocolos y las interfaces. Soy el primero en defender la posibilidad de que una traducción o una adopción conceptual pueda preservar con cierta exactitud los núcleos de significación de conceptos científicos cuidadosamente definidos; admito incluso que el trasplante de nociones apenas comprendidas de una disciplina a otra pueda dar lugar a nuevas vislumbres y despertar sentidos latentes cuando se aplica a un objeto impensado en el lugar de origen. Pero tantas licencias interpretativas, tantos contextos fragmentados y tantos grados de distanciamiento idiomático, semántico y disciplinar como los que aquí se presentan me llevan a creer que en este escenario debe tornarse inevitable algún efecto de entropía, ruido o deterioro creciente, acaso un híbrido entre las transformaciones reveladas por el método de la reproducción repetida de Frederic Bartlett (1997 [1932]: 47-185), los equívocos causantes de “expresiones sistemáticamente engañosas” de las que hablaba Gilbert Ryle (1932 ) y el juego de teléfono descompuesto que en la mitología urbana de un mundo virtualizado y propenso a estos efectos de nomadismo conceptual se conoce como chinese whispers. Esto explica que no hayan sido muchos los que han contestado al último Viveiros, como si no todos los profesionales de la disciplina gobernaran los elementos de juicio básicos cuando la discusión atañe, por ejemplo, a las bases formales, matemáticas o lingüísticas del estructuralismo, al pos-estructuralismo, al pos-colonialismo o a otras doctrinas, pos- o de las otras, pero con justa fama de complicadas. A veces, no obstante, las fallas se muestran a simple vista y están al alcance de la antropología de grado. Observemos, por ejemplo, este juicio de Viveiros sobre el tratamiento de lo particular y de lo histórico en la obra de Claude Lévi-Strauss:

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Mi impresión es que el estructuralismo fue el último gran esfuerzo hecho por la antropología para encontrar, como ya habían probado varias corrientes antes, una mediación entre lo universal y lo particular, lo estructural y lo histórico (Viveiros 2013a: 23).

Si como se infiere del contexto, de la pretensión de rebajar a Lévi-Strauss a simple “fundador del pos-estructuralismo” y de las interpretaciones subjetivivistas de Viveiros que circundan la idea (v. gr. 2010a [2009]: 34, 38 n. 10 ; 2012b; 2013a: 25), “lo particular” designa, evoca o incluye también a lo singular, lo individual y lo subjetivo (o anticipa lo que más tarde serán el “dividuo”, la “persona fractal” o el significante de turno acabado de adquirir a través del cual Viveiros hará sus lecturas retrospectivas), la apostasía que esta frase inflige al espíritu lévistraussiano es múltiple. Lévi-Strauss fue, acaso, el antropólogo más distante del particularismo y el individualismo metodológico y el más fiero oponente a la mera idea del sujeto (o de sus sustitutos) en todas las ciencias sociales. Detestaba esa idea exponencialmente más de lo que he llegado a hacerlo yo, que ya es decir. No hay que andar mucho ni complicarse en una argumentación de gran calado para documentar el desprecio del maestro por conceptos particularizadores de esa índole, por demás público y notorio. Para mayor abundamiento, veamos lo que dice Lévi-Strauss acerca del sujeto en dos párrafos maestros que en un solo rapto anuncia el crepúsculo de tal sujeto y desmiente que el estructuralismo –como Viveiros y Descola quieren imputarle– oponga tontamente lo humano a la naturaleza. Se trata de un texto breve y taxativo que al sentar posición sobre el sujeto acaso alcance para impugnar una parte importante del programa perspectivista o, al menos, para poner de manifiesto la incongruencia de mantener al mismo tiempo un propósito de progresiva subjetivación y una analítica de corte lévistraussiano de la cual, incidentalmente, nunca se habla mucho ni se la muestra en acción. No extraña, por eso mismo, que Viveiros y Descola, con buen discernimiento, se abstuvieran siempre de citar expresiones de este género. Escribe Lévi-Strauss: Se advierte así por qué la desaparición del sujeto representa una necesidad de orden, podría decirse, metodológico. Obedece al escrúpulo de nada explicar del mito si no es por el mito, y de excluir, en consecuencia, el punto de vista del árbitro que inspecciona el mito por fuera y propende por ello a encontarle causas extrínsecas [...] El estructuralismo [...] reintegra el hombre a la naturaleza [...] y se permite prescindir del sujeto, insoportable niño mimado que ocupó demasiado tiempo el escenario filosófico, e impidió todo trabajo serio exigiendo atención exclusiva (Lévi Strauss 1983 [1971]: 567, 621).

Se compartan o no los juicios de valor vertidos allí, lo concreto es que Lévi-Strauss mismo hace suyo el proyecto de reintegración o fusión del hombre con la naturaleza en que se entretiene el primer perspectivismo y documenta que ha sido el subjetivismo (y no el objetivismo, sea ello que lo fuere) lo que califica como la estrategia que por desdicha prevalece en la escena filosófica. Rotunda y definitivamente, Lévi-Strauss excluye no sólo toda causa extrínseca (sumando a esa exclusión la ontología y hasta la perspectiva, debemos suponer) 43

sino que recusa al mismo sujeto al que más tarde Viveiros pondrá en escena sin renegar por ello del capital simbólico que el estructuralismo pudiera prestarle. Calando en esa recusación más hondo todavía y renegando de una metafísica que Viveiros exhorta a preservar, Lévi-Strauss había escrito en Tristes trópicos: En cuanto al movimiento del pensamiento que iba a encontrar su expansión en el existencialismo, me parecía lo contrario de una reflexión legítima a causa de la complacencia que manifiesta hacia las ilusiones de subjetividad. Esta promoción de las preocupaciones personales a la dignidad de problemas filosóficos corre el riesgo de desembocar en una metafísica para modistillas, excusable en cuanto procedimiento didáctico, pero muy peligrosa si permite tergivesar con ella la misión atribuida a la filosofía (hasta que la ciencia sea lo bastante fuerte para reemplazarla) y que es entender al ser con respecto a sí mismo y no con respecto al yo. En lugar de abolir la metafísica, la fenomenología y el existencialismo introducían dos métodos para encontrarle coartadas (Lévi-Strauss 1973 [1955]: 46).

En cuanto a la historia, Lévi-Strauss siempre estuvo muy lejos de concederle un sitial de primera magnitud o de buscar la forma de integrarla al modelo a través de algún procedimiento de “mediación”: De hecho, la historia no está ligada al hombre, ni a ningún objeto en particular: Consiste totalmente en su método, del que la experiencia demuestra que es indispensable para inventariar la integridad de los elementos de una estructura cualquiera, humana o no humana. Lejos, pues, de que la búsqueda de la inteligibilidad culmine en la historia como en su punto de llegada, es la historia la que sirve de punto de partida para toda búsqueda de inteligibilidad. […] Esa otra cosa a la que remite la historia que busca referencias, demuestra que el conocimiento histórico, cualquiera sea su valor (que no pensamos en discutir) no merece que se lo oponga a otras formas de conocimiento como una forma absolutamente privilegiada (LéviStrauss 1964: 380-381).

Y en una charla con el teórico del cine y la literatura Raymond Bellour agregaba LéviStrauss: [Y]o no tengo la actitud negativa que se me asigna frente a la historia. Entre los partidarios de esto que podría llamarse la “historia a cualquier precio”, temo solamente un misticismo y un antropocentrismo que ponga su problemática por encima de toda otra. A propósito de la historia es necesario preguntarse siempre si existe una sola, capaz de totalizar la integridad del devenir humano, o una multitud de evoluciones locales que no son justipreciables en un mismo intento. Que en un punto habitado de la Tierra, en una cierta época, la historia llegue a ser el motor interno del desarrollo económico y social es algo que acepto. Pero se trata de una categoría interior a ese desarrollo, no de una categoría coextensiva a la humanidad (LéviStrauss 1976: 101-102).

No obstante la fijación deleuziana por el devenir y sus conceptos acólitos, la historia rerum gestarum, de todos modos, tampoco es el fuerte conceptual del perspectivismo (cf. Starn 2011 ). El propio Viveiros llegó a conocer (bastante tarde, en una entrevista del año 2011) 44

las confrontaciones de Lévi-Strauss con la historia en el último capítulo de las Mitológicas, un texto que después reconocerá medular pero al que ni siquiera menciona en su búsqueda dialéctica de 1996, cuando Lévi-Strauss era sólo un autor más en medio de una comparsa amorfa de personajes secundarios, citado entre otros muchos sin reconocer su majestad y sin prever que en torno de las ideas suyas (y de las Mitológicas en especial) iba a girar el segundo y mejor tercio de su vida intelectual (cf. Viveiros 2013: 219; 1996a). En base a todo esto imagino que sería una buena hipótesis de trabajo constatar que aunque se ha jactado de haber leído “los cuatro volúmenes de las Mitológicas” cuando estudiaba bajo el ala del sociólogo y crítico literario Luiz Costa Lima en los tardíos sesenta o muy tempranos setenta,21 Viveiros recién profundizó en ciertas regiones acotadas de la antropología de Lévi-Strauss algo después que comenzara a oponerle reparos a principios y mediados de la década de 1990, sólo para volver al redil más tarde convertido en el inesperado talibán de una doctrina híbrida, fruto de un cross-over fastidiosamente mordaz, empalagosamente auto-referencial y genómicamente imposible entre estructuralismo y pos-estructuralismo (cf. Viveiros 2013a: 258-259 vs Viveiros 2010a [2009] ). Recién desde el 2009 y con más intensidad desde el 2011 (cuando comenzó a tomar notas para escribir un libro sobre el maestro que algún día tendremos que leer) Viveiros se avino a reconocer que Lévi-Strauss anticipó una proporción desmesurada de las mejores ideas perspectivistas y accedió a asomarse a ensayos crepusculares de engañoso bajo perfil que antes no había tratado en detalle o que tal vez consideraría seniles, tales como La vía de las máscaras (1979) y La historia de Lince (1991). Hasta hoy a la mañana Philippe Descola, su amigo y colega, aun no había avanzado hacia esos textos en los que Viveiros encontraba hasta hace poco los paralelismos más sólidos entre ambos corpora de teoría o (como diría yo en lugar de eso, respetando las reglas de precedencia y las notables diferencias de talla) las evidencias que hacen que el perspectivismo resulte bastante más mimético y mucho menos creativo de lo que sus mentores han procurado que se crea.

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Esto es, unos diez o quince años antes de leer (en 1981) el libro magno de Roy Wagner, un manifiesto que (puesto al lado de los textos de Lévi-Strauss) se percibe ajustado a un plan sumamente simple, sin profundidad y sin matices, pero del cual Viveiros admitiría que en aquel entonces se encontraba “encima de [su] capacidad de comprensión” (Viveiros 2002a: 348). Esta lectura del estudio más complejo de Lévi-Strauss que Viveiros realizó cuando era muy joven y sin supervisión experta no parece haberle resultado tan productiva como para recordar algo de ella en el mencionado trabajo en el Annual Review de 1996 o para citar “los cuatro volúmenes” en su tesis de maestría sobre los Yawalapíti (1977 ) o incluso en su disertación de doctorado sobre los Araweté (1986 ). Me intriga entonces pensar qué beneficio le aporta reportar ahora el hecho más que el de presumir larga familiaridad con un tema cuya asimilación (habida cuenta de sus tribulaciones con una escritura tan esquemática como la de Wagner) debió costarle gran esfuerzo. Recientemente me he cruzado con la reseña de Luiz Costa Lima sobre esa misma lectura grupal que realizó con Viveiros de Castro y Pablo Menezes y mi suposición se vió confirmada; Costa Lima admite que todos los que participaron tenían formación insuficiente, que la lectura de (ahí va de nuevo) “los cuatro volúmenes de las Mitológicas […] de poco [le] sirvió” en lo conceptual y que en última instancia él acabó renegando del pancientificismo lévistraussiano que los miembros del grupo dictaminaron sumariamente al cabo de esa experiencia fallida (Costa Lima 2009: 136, 139 ). 45

A fin de prestar soporte empírico a sus afirmaciones trascendentales, el perspectivismo termina construyendo un ambicioso esquema que le obliga a uniformizar culturas que se perciben muy distintas como si ellas no fueran sino piezas de una meta-cultura, “un fondo cultural común”, singularidades rizomáticamente intercambiables de una multiplicidad mayor. Pero lejos de ser una instancia que introduce una escala temporal de alta dimensionalidad y una dinámica procesual tangible, este fondo cultural deroga toda alternativa de diversidad radical y todo acontecimiento, homologando un abordaje que no puede ser sino sincrónico, ajeno a la historia e incapaz, formalmente, de imaginar algún nexo más allá de una yuxtaposición artificiosa entre aquel fondo paleolítico, la situación contemporánea y la vida real. Mi sensación es que el recurso a elementos que vienen desde tan antiguo y de tan lejos, constituyendo un fondo literalmente “arcaico” e indiferenciado “donde se encuentra el perspectivismo” [?], trae como consecuencia la activación una pesada hipoteca exotista, quitando prioridad a la investigación de problemáticas del presente insuficientemente “fascinantes” y desalentando el esfuerzo de coordinación de políticas culturales y de políticas en el amplio sentido que no guarden relaciones de filiación y afinidad con ese patrimonio inmemorial. Escribe Viveiros: La gran mayoría de los pueblos indígenas de las Américas desciende, casi con seguridad, de un contingente relativamente pequeño de pobladores provenientes de Asia septentrional, hace aproximadamente 20 ó 30 mil años, que permaneció bastante aislado del resto de la humanidad hasta el siglo XVI. Hoy viene ganando fuerza la tesis de que hay un estrato más arcaico de poblamiento de las Américas, de origen diferente al norte-asiático (es decir, no mongoloide), lo cual me parece altamente verosímil y antropológicamente fascinante. Pero la unidad cultural panamericana es un hecho etnográficamente comprobado, como queda claro en el fresco comparativo continental pintado por las Mitológicas de Lévi-Strauss. Todos los amerindios comparten un antiguo fondo cultural común, donde se encuentra, creo yo, lo que llamé perspectivismo (Viveiros 2013a: 39).

Cuando Ferdinand de Saussure fundó la lingüística científica a principios del siglo XX su primer gesto metodológico consistió en la adopción de una tesitura sincrónica y estática (“estructural” se diría más tarde), aun a sabiendas de que el lenguaje cambiaba todo el tiempo por obra de la parole. La antropología lévistraussiana está sujeta a la misma demarcación, por lo cual no resulta apta para abordar la historia, por decisivas que parezcan ser las huellas y las sugerencias diacrónicas en el análisis de un objeto congelado en el tiempo. Pero en uno y otro caso ese sincronismo es un recurso metodológico, un artefacto de descubrimiento. Aun si la cultura se redujese a un repositorio mitológico, ningún antropólogo con una visión comparativa de la mitología o de la cultura cree hoy en día que Lévi-Strauss haya demostrado algo tan tremendo como “la unidad cultural panamericana” como subproducto inductivo del análisis de lo que en el fondo no pasa de ser un número absurdamente pequeño de mitos cuya exactitud sintáctica y fidelidad semántica nadie garantizó nunca. Tal expresión ni siquiera tiene sentido con referencia al pensamiento de un autor que sostiene que todas las sociedades ágrafas (y ya no sólo las de Amerindia) comparten una sola y mo46

nolítica lógica, una lógica que sus análisis mitográficos sólo pueden corroborar en un plano de subyacencia que (por imposición del método) ni siquiera correlaciona aceptablemente con los cambios de estado del texto mítico a través del tiempo, o con las versiones de diferentes actores, o con los contenidos observables de una narración. Una narración que, para mayor abundamiento, se encuentra interferida por las contingencias de la traducción y el resumen, que no ha sido recogida de primera mano en el debido contexto y que ha sido vuelta a interferir por una conversión de sintagmas en piezas paradigmáticas que se desenvuelve a ojo de buen cubero, al azar de una lectura azarosa y a un altísimo nivel de abstracción. Por mucho menos que por esta clase de tesis de unidad a nivel continental derivada de un método que no es apto para deducirla Franz Boas despedazó al evolucionismo antropológico de su época y a sus métodos conjeturales de retrodicción.

Figura 1 – Particiones del mito Tupinambá (Lévi-Strauss 1992: 90)

Menos credibilidad aun tiene la idea de que los amerindios han mantenido inmutables los rasgos cruciales que obligan a postular la unidad cultural del continente, de modo tal que ni el efecto de las relaciones interétnicas, ni “las multiplicidades interminables”, ni “las contingencias históricas radicales”, ni las transformaciones que el tiempo acarrea, ni las sucesivas globalizaciones, ni la acción de los héroes y reyes foráneos que ellos mismos traen a cuento allí donde lo necesitan, nada de esto, digo, ha impulsado cambio alguno desde el día 47

en que la primera Originaria mitocondrial cruzó el estrecho de Bering hasta docientos o trecientos siglos más tarde. Algunos defensores del perspectivismo consideran que la puesta en duda de esta inmutabilidad (al igual que el señalamiento de la innegable estilización de las descripciones etnográficas producidas por ese estilo de análisis) vulnera el derecho a la generalización que al perspectivismo le asiste en su cruzada oficiosa contra la innecesaria proliferación de detalle etnográfico (cf. Calavia Saéz 2012: 11, 14  versus Alcida Ramos 2012a ). Pero a la tesis de uniformidad cultural le caben otras evaluaciones menos amigables. A la luz de las implicaciones de la idea, mi impresión –contrafáctica y subjetiva por cierto– es que el perspectivismo habría hecho bien en no tratarla; como decía Wittgenstein, Wovon man nicht sprechen kann, darüber muß man schweigen (Tractatus § 7.1), esto es: “Sobre lo que nada puede decirse, lo mejor es callar”. La cuestión no radica en que toda generalización sea de por sí innoble –que es lo que los perspectivistas quieren hacer decir a sus críticos– sino en cuáles son las ideologías a las que es funcional y (sobre todo, habida cuenta de las divergencias observables entre las culturas y del carácter resbaloso de los juicios taxonómicos y comparativos que el propio Viveiros admite) las evidencias que la sostienen y los propósitos que la impulsan. No tiene mucho sentido, al fin y al cabo, impugnar deleuzianamente toda lógica, toda génesis y todo mecanismo de inferencia y sostener al mismo tiempo que Lévi-Strauss demostró tal o cual tesis genética requerida para que la teoría no se venga abajo por vía de una inducción que ni siquiera se examina y de un método en el que ya nadie se encuentra en condiciones de creer. De todas formas, no es en el contenido manifiesto de los mitos sino en el plano de las estructuras subyacentes puestas a la luz por el análisis donde Lévi-Strauss ha planteado su hipótesis de uniformidad. Aceptar dicha hipótesis implica, por ende, admitir la consistencia, suficiencia y satisfacibilidad del método estructural de análisis, una exigencia que no es menor, que ni mis criticados ni mis críticos han planteado nunca, que tampoco estoy seguro que el perspectivismo homologue, pero a la que por cierto no se ha atrevido a encarar mediante una inspección seria y abierta al público de sus propias técnicas de escritorio en que se apoya la afirmación de la unidad cultural y de las que hasta ahora nadie que yo conozca ha podido averiguar cuáles son. A mi entender, una demostración de unidad de tal calibre requiere evidencias mucho más firmes y no puede desenvolverse mediante juicios contingentes de similitud y diferencia que, desde Nelson Goodman en más, se saben subjetivos, y que son subjetivos por definición, militantemente y con orgullo de serlo, en la propia especificación de la teoría perspectivista (cf. Goodman 1972 [1969] ; Descola 2011a: 19; Viveiros 2013a: 34, 38, 40-41, 53). Por lo demás, las hipótesis unitarias del perspectivismo desatienden una premisa básica de la epistemología, un axioma bien conocido por nuestra disciplina desde la mentada refutación boasiana de la (pre)historia conjetural del evolucionismo: por tentador que sea el canto de sirenas de la evidencia circunstancial, así como no se puede postular causalidad a 48

partir de correlaciones estadísticas, tampoco es posible derivar juicios genéticos y diacrónicos en base a descripciones sincrónicas y estructurales. Un batesoniano y latouriano confeso debería saber que una colección de inducciones, así sea abrumadora, no llega a componer una prueba deductiva; y debería saber también que esta premisa es pariente cercana de la que sostiene que el todo es diferente a la suma de sus partes (cf. Latour, Jensen y otros 2012 ): a menos que se quiera incurrir en el pecado de Laplace, ninguna elicitación meticulosa de singularidades, en ninguna ciencia o filosofía, constituye una estrategia adecuada para componer una teoría general en el debido nivel de abstracción. En las ciencias de la complejidad, por añadidura, hemos aprendido que ni siquiera en los sistemas cerrados deterministas es posible algún grado de retrodicción (Reynoso 2006: § 3.1). Lo más grave, sin embargo, es que todos estos escrúpulos se revelan vanos en el momento en que Viveiros cruza el Rubicón para abrazar una metafísica rizomática y una teoría actancial que instauran otros criterios de racionalidad y en las cuales toda suerte de pensamiento histórico, dialéctico, diacrónico, taxonómico, causal, explicativo, deductivo o genealógico que no sea una línea de fuga abstracta o un devenir liso y amorfo se encuentra lisa y llanamente interdicta (cf. Deleuze y Guattari 1980: cap. 1; Latour 2005: 5, 8-10, 16, 22, 45, 47, 49-50, etc; Descola 2014: 299 ). No encuentro sentido en querer capitalizar un argumento histórico, construir toda una teoría arriba de él y luego estipular que, en principio, todo juicio de carácter genético, evolutivo, episódico o fundacional es abominación. Más vale entonces interpelar con espíritu de duda metódica una teoría cuya resolución es de grano tan grueso que nos obliga a considerar como variaciones de un mismo juego de contrastes a todas las ontologías y visiones del mundo: una teoría que no tiene nada que ofrecer para abordar aspectos de la cultura de igual o mayor relevancia que los que han interesado hasta hoy a los perspectivistas, y que en pleno siglo XXI nos circunscribe a hablar de un fondo cultural no muy alejado del horizonte civilizatorio de los amautas templarios, del monoteísmo primordial y de otras criaturas de la más vieja imaginación folklórica y etnológica de la era moderna (cf. Viveiros 2013a: 39). Aun si no fuera el caso que al prestar obediencia al modelo rizomático de Mil Mesetas y a su literatura tributaria los razonamientos de carácter histórico, etiológico y genético quedan sin más vedados, sigue sin saberse para qué nos sirve insistir en elementos de juicio genealógicos de esta naturaleza cuarenta años después de que el estructuralismo los estipulara casi tal cual en el final de El Hombre Desnudo, en un momento más oportuno y en un grado de detalle más exacto, pero sin haber conseguido hasta hoy mayor consenso u obtenido un resultado verosímil. Sin ahondar mucho en las coerciones que se estaba imponiendo a sí mismo, en las lecciones que hubiera debido asimilar o en los matices que debió haber arbitrado, el modelo perspectivista clásico acabó autodefiniéndose en los términos que ahora veremos. El perspectivismo, dice Viveiros, […] es una teoría indígena de acuerdo con la cual la forma en que los humanos perciben animales y otras subjetividades que habitan el mundo –dioses, espíritus, los muertos, los habi49

tantes de otros niveles cósmicos, los fenómenos meteorológicos, las plantas, ocasionalmente incluso objetos y artefactos– difiere profundamente de la forma en que esos seres ven a los humanos y se ven a sí mismos (Viveiros 1998: 470).

Como configuración conceptual que alberga un notorio foco subjetivista, por momentos el perspectivismo de Viveiros parecería calificar como una forma de relativismo. Viveiros, sin embargo, rechaza esa tipificación sobre la base de que los Amazónicos (y por momentos, también los Amerindios) piensan que aunque los animales, desde una perspectiva idéntica como humanos, ven el mundo de una misma manera, ellos llegan a diferentes ideas sobre él debido a que ven mundos diferentes. Esto es estrictamente lo que se llama multinaturalismo, una pieza del discurso viveiriano que acaso sea el único concepto original que él ha regalado a la disciplina: un concepto que, como se verá luego (pág. 67), dicen algunos que ha sido la más revulsiva y potente de todas sus ideas: El relativismo (multi)cultural presupone una diversidad de representaciones subjetivas y parciales, cada una de las cuales procura captar una naturaleza externa y unificada, que permanece perfectamente indiferente a esas representaciones. El pensamiento amerindio propone lo contrario: una unidad representacional o fenomenológica que es puramente pronominal o deíctica, indiferentemente aplicada a una diversidad radicalmente objetiva. Una sola ‘cultura’, múltiples ‘naturalezas’: el perspectivismo es multinaturalista, porque una perspectiva no es una representación. Una perspectiva no es una representación porque las representaciones son una propiedad de la mente o espíritu, mientras que el punto de vista se localiza en el cuerpo (Viveiros 1998: 478).

Desde el principio se percibe que es dudoso que una postura que se define perspectivista pueda sostener coherentemente que exista algo que es “radicalmente objetivo”, aunque se trate de algo tan sacrosanto como últimamente ha llegado a ser la diversidad; es ésta una idea que no podría soportar una lectura por parte de Roy Wagner, su perspectivista honorario, o –menos aun– por parte del ya nombrado Nelson Goodman, mi relativista de cabecera (1972 [1969]: 443 ). Hay sin embargo un componente mucho más conflictivo en las frases de Viveiros. Como si su locuacidad y su obediencia a los dichos de sus próceres lo llevaran a contradecir su propio script, su modelo incurre en un lapsus de dualismo cartesiano que (por rara imposición de Leibniz vía Deleuze) exige distinguir y separar mente y cuerpo, una idea que hoy no goza de ningún crédito, a la que el anti-dualista Viveiros no se atrevió a interpelar y que no sería siquiera aceptable como reflejo de algunas de las formas del pensamiento amerindio tales como las que el propio perspectivismo ha puesto en circulación (cf. Damásio 1994 versus Viveiros 1998: 481, 485, n. 12; 2012a: 218, 220; Paleček y Risjord 2013 ). Pero esta fase temblequeante de la carrera de Viveiros (una fase estructuralista y dualista mal de su grado) no habría de durar mucho más de una década. En uno de sus últimos li50

bros mayores, Metafísicas caníbales: Líneas de antropología pos-estructural (2010a [2009] ) Viveiros elabora una sucinta rehabilitación del penúltimo Lévi-Strauss desde un peculiar cuadro de valores y redefine todo el edificio del perspectivismo en términos de un ramillete de conceptos de Capitalismo y Esquizofrenia de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1973; 2006 [1980]). De aquí en más primero el Anti-Edipo y más tarde Mil Mesetas (filtrados y sobreinterpretados por Bruno Latour y Manuel DeLanda y vistos a través de las lentes de Marilyn Strathern, quien admitió no estar calificada para leerlos) se convierten en sus textos de cabecera, junto a un par de libros y un paper del simbolista heterodoxo Roy Wagner, de quien puede apostarse que así como no los ha mencionado nunca, no los leerá jamás.22 El primer problema que se presenta aquí es que Viveiros procura encontrar una fundamentación monista en una filosofía que ha sido aguda e intensamente dualista, hasta tocar el extremo del maniqueísmo. Es por tal razón que debió elaborar un complicado y poco creíble subterfugio de justificación. Escribe Viveiros: Los textos deleuzianos parecen complacerse en la multiplicación de las díadas: diferencia y repetición, intensivo y extensivo, nómada y sedentario, virtual y actual, línea y segmento, flujo y quanta, código y axiomático, desterritorialización y reterritorialízación, menor y mayor, molecular y molar, liso y estriado... Por esa signatura estilística, Deleuze ya ha sido tachado de filósofo “dualista” (Jameson 1997 ), lo que es, por decir lo menos, una conclusión un poco apresurada. El curso de la exposición de los dos tomos de Capitalismo y esquizofrenia, en que pululan las dualidades, es interrumpido a cada momento por expresiones adversativas, por modalizadores, especificaciones, involuciones, subdivisiones y otros desplazamientos argumentativos de las distinciones duales (u otras) que los autores precisamente acababan de proponer. Este tipo de interrupciones metódicas es justamente eso, una cuestión de método y no una manifestación de arrepentimiento por el pecado binario: son momentos perfectamente distintos de la construcción conceptual. Ni principios, ni fines, las díadas deleuzianas son siempre medios para llegar a otro sitio (Viveiros 2010a [2009]: 110-111 ).

Desde el inicio se advierte que no es verdad que el término más valorado de cada díada deleuziana sea en algún sentido un “medio para llegar a otro sitio”. Ese es el papel que cumpliría, en cambio, la antítesis dialéctica, a la cual Viveiros se ve forzado a desestimar por mandato de la doctrina pos-estructural a la que ha jurado lealtad. Lo cierto es que en las contraposiciones pos-estructurales no hay tal “otro sitio” que constituya un tertium quid más allá del elemento favorito de la díada en torno del cual la imaginación pos-estructural se inmola y se extingue, como si no le quedara resto para pensar un poco más. El rizoma, por poner un caso, no es ni por asomo una línea de fuga para escapar de la estructura arbórea hacia otra parte o una máquina de guerra para superar al estructuralismo en pro de otra 22

Analizaré en detalle este giro pos-estructuralista en un capítulo específico (pág. 242 y ss). También ahondaré por separado en las antropologías de Roy Wagner (pág. 162 y ss.), de Marilyn Strathern (pág. 204 y ss.) y en la Teoría del Actor-Red de Bruno Latour (pág 222 y ss.). 51

idea; para el perspectivismo deleuziano el rizoma es más bien (igual que lo es el espacio liso por encima del espacio estriado, o la multiplicidad por encima de la pluralidad numérica) el punto de llegada, el término a encumbrar, la gema más preciada de la teoría, la antítesis promovida a síntesis, el objetivo culminante de las búsquedas emprendidas por el método. El doblez que asoma en la tramoya que teje Viveiros (réplica involuntaria de ese nudo hegeliano en que a veces degenera la mediación lévistraussiana, instauradora de otra sagrada trinidad que nunca fue muy útil) es, sin embargo, apenas la sombra de otro entimema todavía más insidioso que sale a la luz por poco que cambiemos de perspectiva. Cuando se apropiaban de otros territorios los califas y sultanes del Islām acostumbraban incendiar las bibliotecas paganas bajo el pretexto de que si sus libros contradecían al Qur’ān eran perniciosos y que si estaban de acuerdo con él eran superfluos. En lo que atañe al tratamiento que se brinda a los libros ajenos en contraste con el que se da al Qur’ān creo discernir una lógica parecida en las tácticas perspectivistas que condenan a los adversarios por ser dualistas incurables mientras que a los partidarios o predecesores que no hacen más que incurrir en dualismos parecidos se les atribuye el dominio de refinados principios de expresión adversativa, sutiles signos modalizadores, desplazamientos argumentativos, mediación virtuosa, transversalidad, simetría, ontología chata y otros recursos laudables y pleonásticos de los que pocas veces se proporcionan explicaciones precisas quizá porque unos cuantos de ellos se acaban de inventar o extrapolar pour la galerie y para la ocasión. Esta espesa hermenéutica, en el sentido religioso de la palabra, no puede ser más que un indicador de un problema latente. Si un tejido conceptual comienza a repetirse y a trabar alianzas de conveniencia mutua, a integrar jirones de teorías con las que en realidad no guarda mucha congruencia, a encontrar tesoros metodológicos perennes en palabras dichas al pasar o a conceder halagos e imponer condenas, eso puede querer decir que está en la disyuntiva entre petrificarse como ortodoxia o entrar en contradicción consigo misma. La misma retórica de salvatajes y cualificaciones ad hoc que Viveiros desplegó a propósito de Deleuze lo aplica también a la obra de Roy Wagner: un autor espinoso, un sesentista extemporáneo, divertido de a ratos pero confuso, inconsistente y casi tan sexista y consolidador de la Gran División como veremos que ha sido Descola (v. gr. Wagner 1981: 4; Dufresne 1995: 64 ). Una táctica idéntica usa Viveiros para rescatar de la miseria al exaltado, simplista e insulso panorama de la historia universal que Deleuze y Guattari pintan en el AntiEdipo “en un estilo deliberadamente arcaizante, que de entrada podría asustar a un lector antropológico”, y en el que no falta ni siquiera (como nuestro antropólogo bien lo sabe) la inadmisible secuencia de «salvajismo  barbarie  civilización» operando no como alusión irónica al propio simplismo conceptual sino como dispositivo vertebrador del metarrelato (Deleuze y Guattari 1973: cap. 3, 163-325; Viveiros 2010: 99 ). Estas tácticas ostensibles de disclaimer y perdón selectivo, quiero decir, son sintomáticas de que algo profundamente discordante se está gestando en el entramado teórico.

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Aquí y allá los perspectivistas en general y Viveiros en particular aseguran ahora, con el entusiasmo de quien acaba de descubrir un artefacto nuevo (e insinuando que con este trámite la cosmovisión del Otro y la del buen antropólogo se armonizan sin que nadie tenga que hacer más nada), que hay algo de rizomático (antes que de jerárquico y arbóreo) en el pensamiento y en la organización política del perspectivismo amerindio. Escoja el lector un párrafo al azar de la obra reciente de Viveiros en el que verdaderamente se trabaje alguna idea de implicancia teórica y comprobará que el aparente discurso analítico apenas encubre una dialéctica polarizada y obsesiva de asignación de loas y escarmientos, y que cualquier virtud que se reconozca a un pensador precedente finca sólo en la medida en que presagie y refrende las ideas promovidas por la doctrina que él ha escogido. Por más que se pretenda que la confrontación entre árboles y rizomas es un medio para llegar a otra parte, lo concreto es que, igual que en Mil Mesetas, todos los árboles son abyectos y todos los rizomas llevan al cielo, y que más allá de esta esquemática rule of thumb ni el filósofo ni el antropólogo tienen mucho más que decir en materia de valores conceptuales, ni tampoco oportunidad o fuerza para ocuparse de lleno de un asunto empírico dejando por un momento la teoría al margen. En este sentido, el esbozo minucioso y saturado de analogías del objeto etnográfico que se tiene entre manos no presta más servicio que el de la propia descripción, en tanto que se usa a ésta sólo para exaltar una y otra vez los méritos de una perspectiva de la cual se alega que, al igual que el objeto en que se ve espejada, ella es tautegórica, deíctica, inmanente, desveladora de símbolos autorreferenciales y partícipe de una poderosa semiótica de la (auto)invención, sin que todo eso logre disimular el hecho de que la teoría en cuyo seno se está operando no es capaz ni de abandonar por un instante el primer plano ni de ocuparse en profundidad de algo que no sea ella misma. Con-fundiendo así el objeto y la teoría escribe Viveiros: Cualquier persona dispuesta a recorrer el periplo entre Lo crudo y lo cocido e Historia de Lince constatará que la mitología india cartografiada por la serie no tiene nada que ver con el árbol, sino con el rizoma: es una gigantesca tela sin centro ni origen, un megaagenciamiento colectivo e inmemorial de enunciación dispuesto en un “hiperespacio” (Lévi-Strauss 1997: 81) incesantemente atravesado por “flujos semióticos, flujos materiales y flujos sociales” (Deleuze y Guattari, 1980: 33-34); una red rizomática recorrida por diversas líneas de estructuración, pero que en su multiplicidad in-terminable y su contingencia histórica radical, es irreductible a una ley unificadora e imposible de representar por una estructura arborescente (Viveiros 2010a [2009]: 222 ).

En una entrevista de 1999 que ya hemos comentado y en abierto conflicto con esta última frase, Viveiros (2013a: 39) aseveraba que “la unidad cultural latinoamericana es un hecho etnográficamente comprobado” y que “todos los amerindios comparten un fondo cultural común”. Tenemos entonces que por un lado Viveiros subraya el desorden de la contingencia inherente a una enunciación a la que múltiples agentes imprimen su voz; por el otro, su argumento unitario depende de la invariancia de una estructura atemporal sin sujeto ni –por supuesto– agencia. El buen sentido dicta que una de las dos alternativas ha de ser descarta53

da; debido a que Viveiros nunca admitió la contradicción ni reconoció haber cambiado de idea, y dado que las referencias a un hiperespacio y a una multidimensionalidad “demasiado compleja para nuestros métodos empíricos tradicionales” no provienen como él cree de la tardía y supuestamente pos-estructural Historia de Lince (1991) ni tampoco de El origen de las maneras de mesa (1967), un cuarto de siglo anterior, sino de las últimas páginas de la archi-estructuralista “The structural study of myth” (¡de 1955!), la intuición nos dice más bien que –por la mera puerilidad del planteo, la intempestiva traición de la cronología y la inexactitud de los hechos invocados– quizá ambas opciones deban serlo (cf. Lévi-Strauss 1987 [1958]: 199-200). Lo único que se necesita leer para poner en duda la narrativa viveiriana de las transformaciones sufridas por Lévi-Strauss y de su propia epifanía esclarecedora es, a fin de cuentas, el calendario. Como fuere, las ideas vertidas en la cita de más arriba vuelven a confundir el mapa con el territorio –como diría Bateson– construyendo un mundo cuya naturaleza dependerá del procedimiento de inducción y de la imaginería de representación que incidentalmente se escojan. En mi crítica extendida del pensamiento rizomático he demostrado que (por el hecho de serlo) una misma colección de datos puede expresarse (con mayor o menor pérdida, aptitud o resolución) como una matriz, una red, una lista recursiva, un conjunto más o menos fractal, un árbol, una clave binaria o como a cada quien se le ocurra articularla (Reynoso 2014a ). No hay ciencia y no hay filosofía en donde esta clase de elementos de juicio no se conozca y no se explote desde siempre con naturalidad. Mal que le pese a Viveiros y a los suyos, un rizoma (que es por definición un mapa) no es menos representacional que un árbol. Paradójicamente, el rebuscado artificio dicotómico del perspectivismo le impide pensar algo tan simple como que una misma realidad pueda ser vista a través de múltiles formas de representación y que la que ellos más encarecen (precisamente el rizoma) no es más que una de esas formas: una “invención”, como se dirá más tarde, una más entre las muchas que pueden pensarse (Viveiros 1998: 478; Wagner 1981). Un efecto de lente, criterio y perspectiva, como la llamaría yo, una técnica de mapeado y proyección. Es en la obra de los predecesores que invoca (particularmente en la de Bateson y en la de Leibniz) donde se encuentra la mejor refutación de las ideas que Viveiros sostiene sobre este particular. Como bien sabía Bateson tras su experiencia con la tipificación lógica, la sintaxis y la semántica operan a diferentes niveles de abstracción. Una representación estructural binaria no binariza su objeto como tampoco una descripción escrita la alfabetiza; al ser binaria, adicionalmente, una forma tal posee la virtud de una máxima resolución y una razonable independencia de objeto. El método binario, creado en el Oriente por el lingüista hindú Piṅgala e introducido en Occidente (¡sorpresa!) por el perspectivista Gottfried Leibniz, es, como todos los métodos formales de esta clase, inherentemente abstracto y de propósito general (Piṅgala 1931 [siglo V-II aC] ; Leibniz 1703 ; Athreya y Ney 1972; Gusfield 1997; Wegener 2000). Una derivación del método conocido como el juego de las

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veinte preguntas, en el cual se recorre un árbol binario, no excluye ninguna clase de entidad, cualquiera sea su alteridad cultural o su naturaleza ontológica. Alguien que se dice perspectivista y que aspira a un vuelco filosófico, y que por ende debió haber leído la “Explication de l’arithmétic binaire…” de Leibniz, no debería seguir creyendo que exista un objeto susceptible de pensarse (no importa qué) cuya índole o identidad no pueda establecerse mediante un conjunto finito de decisiones binarias. Por extraño y distinto que el buen perspectivista crea que es el grupo étnico o el asunto cultural que le ha tocado en suerte, y por evidente que a otros niveles sea la polivalencia de sus elementos, en principio todo método abstracto de representación y análisis computable y decidible de bajo nivel (binario o de otro tipo) está en capacidad de aplicarse a los problemas que pueda plantear la imaginación del estudioso, en tanto éste sea capaz de formular el planteo, implementar un procedimiento y llevarlo adelante con una mínima congruencia.23 Eso ocurre no porque la forma binaria sea especialmente poderosa, sino porque casi todas las estrategias de representación formal de bajo nivel son conceptualmente similares y/o transformables las unas en las otras, como bien lo sabían (quiénes si no) talentos como Gregory Bateson, Claude Lévi-Strauss o incluso Giles Deleuze cuando en sus momentos de mayor lucidez hablaba (batesonianamente) de los mapas en oposición a los calcos. Formalmente hablando, de esto se trata el perspectivismo filosófico en sentido estricto, como sospecho que en su fuero íntimo Viveiros lo sabe: no es el observador el que define subjetivamente el problema como le viene en gana, sino el ojo del observador el que adopta la perspectiva que define el objeto, subjetiva y objetivamente a la vez, sin que esto implique, por cierto, que a partir de ahí cada quien puede hacer que su objeto se comporte según a él o ella le venga en gana (cf. Jiménez 2011 ). Del mismo modo que el descubrimiento viveiriano de los cambios experimentados en el pensamiento de Lévi-Strauss revelan que ha sido Viveiros quien más fue cambiando de punto de vista, el objeto dual y opositivo que resulta de la aplicación de distinciones binarias no es más que un artefacto y un epifenómeno del método que se aplica, una propiedad más epistemológica que ‘ontológica’, un atributo que (un wagneriano y perspectivista debería saberlo) sólo comienza a existir de una manera determinada, como todos han o hemos acordado, conforme a la perspectiva que adopte el observador. 23

Lo anterior no implica que el uso de “oposiciones binarias” por parte de Claude Lévi-Strauss haya sido formalmente correcto. De hecho no lo ha sido, y así lo he demostrado en multitud de artículos y textos desde “Crítica de la razón binaria: Cinco razones lógicas para desconfiar de Lévi-Strauss” (1986c ), pasando por “Seis nuevas razones lógicas para desconfiar de Lévi-Strauss” (1990 ), y en sendos capítulos sobre análisis estructural en Corrientes en Antropología Contemporánea (1998: cap. 4, 187-208 ) y Corrientes teóricas en Antropología: Perspectivas desde el siglo XXI (2008: 309-340) donde se encuentra el que es hasta hoy el desmontaje del método estructural que más me satisface. No es empero el logro o el fracaso del análisis estructuralista (ni su acuerdo o desacuerdo con Lévi-Strauss) lo que hace caer o triunfar al perspectivismo, de modo que salvo una breve referencia hacia el final del ensayo no ahondaré aquí en el asunto más peliagudo sobre el que los perspectivistas, refractarios a toda complicación “epistemológica”, unánime y preventivamente guardan silencio (cf. Viveiros 1999: S. 79). 55

No hay razón, entonces, para que los ideólogos de una doctrina en una ciencia empírica inflamen el campo a favor o en contra de una u otra configuración representacional, asegurando –como los ciegos de la parábola del elefante del Anekāntavāda– cosas tales como que una serie mitológica “es imposible de representar por una estructura arborescente” cuando los árboles binarios, por mal que los haya utilizado Lévi-Strauss, son simplemente una técnica de mapeado con probada capacidad de computación universal que (a un nivel puramente sintáctico o descriptivo y para quien acepte las reglas del juego analítico de asignación de mitemas sintagmáticos a clases paradigmáticas) puede dar cuenta trivialmente de cualquier configuración imaginable de mitos. A la luz de estas clarificaciones que ponen en evidencia los sesgos de una práctica que busca imponer una analítica única –metodológicamente subordinada, por añadidura, a los atributos de un objeto invariante– no se comprende en absoluto que Viveiros y también Descola a la zaga de él sigan pasando por (o haciéndose llamar) perspectivistas. En la época dorada de la antropología cognitiva, cuando muchos de nuestros profesionales rendían una pleitesía un poquitín inmerecida al análisis componencial, todos sabíamos que la enorme variedad de herramientas de representación de dominios semánticos entonces disponibles (árboles, redes, matrices, claves, taxonomías, congeries, redes, cladogramas y otros grafismos y signaturas) no eran más que formas diversas de expresar relaciones en general y relaciones semánticas en particular desde distintas perspectivas y según distintos criterios (cf. Tyler 1978; Reynoso 1986a: 101-105 ). Más contemporáneamente ha quedado claro que cuando vemos una red (o un árbol) simplemente estamos viendo otra versión de lo que bajo otras reglas de articulación se visualiza como una matriz ortogonal. Podría poblar estas páginas con árboles jerárquicos que denotan las taxonomías clasificatorias manejadas por pueblos y expresadas en lenguas de todos los lugares de la tierra, Amazonia inclusive (cf. Menezes Bastos 1978: 115, 133). La antropología cognitiva de aquel entonces no se ocupó de otra cosa y si bien la teoría pasó de moda y persiguió objetivos inviables, las técnicas siguen allí a disposición de quien las necesite y los problemas propuestos aun revisten interés. Pero al igual que le sucede con la mayor parte de la producción antropológica en lengua inglesa (con la mayor parte de la antropología, en definitiva) el problema con el perspectivismo viveiriano es que admitidamente nunca le interesó asomarse a ese mundo de temáticas “cognitivas” y a esa literatura, como si su francofilia ancestral, su apego a los mandatos inconstantes de Roy Wagner o su catecismo pos-estructuralista se lo impidieran (cf. Viveiros 2012a: 88-89 ). Por añadidura, el mito canadiense de Lince forma especie e integra el mismo conjunto en el que se encuentra el mito Tupínambá, el cual es, incidentalmente, el primer mito de los indios de Brasil del que se tuvo conocimiento en Europa, tan temprano como en 1575 (LéviStrauss 1992 [1991]: 80). Si hay una estructura más resaltante que otras en este mito (que, insisto, sus analistas reputan configuracionalmente idéntico a muchos de los que integran las Mitológicas) ella es la estructura de árbol binario que se muestra en la figura 1 (pág. 48, 56

más arriba), un dibujo autógrafo de Lévi-Strauss. De todos modos (como él mismo lo estipula en El origen de las maneras de mesa [Lévi-Strauss 1997 [1967]: 81]) “ningún análisis agota las propiedades” del hiperespacio de los grupos mitológicos. Por ello es que la metaestructura de la serie de mitos que propone Viveiros atravesando buena parte de la obra mitológica de Lévi-Strauss se presta para que “cualquier persona dispuesta a recorrer el periplo” encuentre en ella la configuración que desea, la figura en el tapiz que uno necesita para probar o intentar probar la idea que se le ocurra, cualquiera sea su filiación teórica o ideológica. Viveiros quiere encontrar un rizoma y puede hacerlo; yo quiero encontrar un árbol y allí lo ven. Eso fue siempre fue así, no hay muchos estudiosos que lo ignoren y no hay ninguna paradoja rara anidada en ese hecho, fructuosamente explotado desde el día que la antropología llegó al mundo. Como descuento que él nunca se avendrá a leer lo que yo escriba con la serenidad de espíritu necesaria ni aceptará encontrarse conmigo en una discusión pública, alguien que esté próximo a Viveiros debería decírselo antes que él siga fatigando esa dichosa tesitura de los-rizomas-buenos-y-los-árboles-malos, confundiendo mapas con territorios, futbolizando la teoría, renegando del principio de perspectiva que él mismo patrocina y haciendo llover bochorno sobre la imagen que otros tienen de la capacidad analítica de nuestros profesionales, él, yo, sus partidarios y los míos incluidos. En síntesis, con los vacíos teóricos y metateóricos que él exhibe no es en Viveiros en quien yo confiaría para armar una visión de conjunto de la antropología contemporánea. Aunque él devino gestor supremo de una tendencia dominante y debería mantener una visión más trabajada, tranquila y ecuánime, lo concreto es que se posiciona apasionadamente en contra de un conjunto indefinido pero en apariencia mayoritario de las teorías existentes, disparando invectivas irónicas en todas direcciones (cf. Viveiros 2012a; Latour 2009 ). Desde su vantage point, sin correr grandes riesgos ni aclarar los motivos, él alude de maneras oblicuas a las teorías con las que opta entrar en beligerancia, desplegando una sintaxis en la que faltan o sobran elementos y calculando el efecto, se diría, para que no todos entiendan a cuáles teorías se refiere, en qué son inferiores a la que él sustenta o cuál es el motivo científico que justifica invertir tanta energía en su excomunión y su descrédito. Sin que nos proporcione un solo nombre de teoría reconocible, el apellido de un solo sospechoso o una sola referencia bibliográfica, Viveiros apenas nos deja saber que el panorama teórico de la antropología se encuentra dominado por una suma de proyectos teóricos francamente retrógrados, como el seudoinmanentismo sentimental de los mundos vividos, de las moradas existenciales y de las prácticas incorporadas, por no hablar del macho-positivismo de las Teorías del Todo del género sociobiología (ortodoxa o reformada), la economía política del sistema mundial, el neodifusionismo de las “invenciones de la tradición”, etc (Viveiros 2010a [2009]: 93 ).

El párrafo está copiado y pegado casi tal cual de otra obra suya en la que admite que “la descripción en detalle de la constelación de fuerzas en la que la antropología social se ve 57

hoy implicada [es] algo que sobrepasa el ámbito de [su] competencia” (2007: 77) y en la que nos habla de proyectos teóricos francamente retrógrados, como el seudoinmanentismo sentimental de los mundos vividos, de las moradas existenciales y de las prácticas incorporadas, o la truculencia macho-positivista de las Teorías del Todo, tales como el sociologismo bourdivino, el cognitivismo high-tech o la psicolgía evolucionaria (Viveiros 2007: 94).

Con tales elecciones arbitrarias y puntos ciegos en su comprensión del campo teórico y metodológico, ignoro de dónde procede la autoridad que Viveiros se auto-confiere para dictaminar, contra toda evidencia y de la mano de Latour, que las lecturas que Deleuze hizo de la antropología (tan simplistas, erróneas, pocas, arcaicas, dudosas y acaso fraudulentas como las que dedicó a Noam Chomsky) son más que suficientes para alimentar ideas que superan lo que la antropología de hoy tiene para ofrecer en el estudio de las sociedades, tanto de las simples como de las complejas, y hasta para trascender el concepto mismo de sociedad (cf. Viveiros 2010: 99-100  y 2013: 30 versus Reynoso 2014a ). La misma línea argumentativa aflora cuando Viveiros comenta que él “vería el trabajo de Foucault como más representativo de una antropología de las sociedades complejas que, por ejemplo, el estudio de Raymond Firth sobre el parentesco en Londres” (Viveiros 2013: 30). Estas enunciaciones (des)calificadoras, basadas en una lógica de peras y manzanas y una vez más contrarias a todo concepto sano de perspectivismo, me recuerdan lo que afirmaba Georges Devereux (1975: 66-67) en su etnopsicoanálisis complementarista –una doctrina anticipadora del perspectivismo, muerta si las hay– cuando afirmaba que el psicoanálisis freudiano de unos cuantos pacientes vieneses configuraba (sin haberlo siquiera pretendido) una etnografía superior a la que jamás habían eloborado los antropólogos trabajando en otros pueblos (cf. Reynoso 1989 ). Pero ésa, claro, era una doctrina de los tempranos setenta, una época en la que una parte importante de la epistemología se agotaba en fogosas asignaciones de puntaje a las teorías favoritas de cada quien. Aunque la escritura trabajosa y vehemente de Viveiros haya deslumbrado a muchos, mi impresión es que lo que él desarrolla dista bastante de lo que medio siglo después de Devereux pasa por ser una buena antropología. Sus menguas se perciben incluso en las definiciones de los conceptos básicos, que son todas tan inconstantes como el alma salvaje, que se abandonan apenas se las pronuncia y que las raras veces que tienen algún sentido enjundioso distan de ser originales. Una de ellas se plasma, precisamente, en “El mármol y el mirto: Sobre la inconstancia del alma salvaje” casi de mala gana, como si el estudioso no hubiera tenido más remedio que atenerse a una definición innecesaria: Una cultura no es un sistema de creencias, antes bien –ya que debe ser algo– es un conjunto de estructuraciones potenciales de la experiencia, capaz de soportar contenidos tradicionales variados y de absorber nuevos: ella es un dispositivo culturante o constituyente del procesamiento de creencias (Viveiros 1993: 209 ). 58

Aunque en esa cultura como dispositivo culturante se adivine agazapada una inminente alusión al habitus de Pierre Bourdieu (acaso el autor menos perspectivista del espectro intelectual pero igualmente aficionado a las regresiones ryleanas) la definición, si es que de ello se trata, no difiere mucho de la vieja, antropomórfica y dormitiva concepción de Marshall Sahlins de la cultura como dispositivo o mecanismo de imposición de significados.24 Sahlins –lo digo de plano– no es tampoco mi ideal de escritor virtuoso y a veces su verborragia homuncular se sale de madre, como claramente éste ha sido el caso. Precisamente por arranques de esencialismo parecidos estaremos viendo cada vez más a Sahlins salir en defensa de los perspectivistas o aliarse con Roy Wagner o con Pierre Clastres, cuya convulsa simbiosis con el movimiento intentaré desentrañar después (cf. más abajo, pág. 146 y ss.). Pero la definición de Sahlins, cuando se la pone lado a lado con la de Viveiros, tiene al menos la virtud de una sencillez sintáctica y una transparencia semántica que el perspectivismo se ha esforzado en perder con el paso de los años. Cada vez que él se ve obligado a hablar de teoría(s), en efecto, la tensa escritura de Viveiros alcanza vorágines tan desordenadas de adjetivación y juicios de valor que a veces no se sabe a quién está cuestionando, si está a favor o en contra de los autores y modelos que nombra, o si se está expresando con ironía o a través de metáforas o se lo ha de interpretar deleuziana o esquizoanalíticamente al pie de la letra. Como fuere, ninguno de sus comentarios sobre teorías ajenas o diferentes a la suya se abstiene de condenarlas; él nunca procuró buscar diamantes entre sus cenizas o adoptar perspectivas que las favorecieran: tiene un martillo en la mano y todos los problemas le parecen clavos. En las ciencias de la complejidad existe un saludable teorema, conocido por el nombre de “No hay Almuerzo Gratis”, que demuestra que ninguna metaheurística puede comportarse mejor que ninguna otra (o que una operación al azar) en todos los escenarios de búsqueda, optimización y resolución de problemas (cf. Wolpert y Macready 1997 ). Las consecuencias de esta demostración, bien instalada hoy en las prácticas de modelado, es que por más que una algorítmica resuelva con absoluta perfección un problema al filo de lo intratable, puede apostarse no sólo que algún otro formalismo superará su eficiencia ante otro problema que acaso difiera muy poco sino que en ciertas ocasiones imposibles de acotar a priori

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Dado que incluso en las formulaciones más hostiles al cientificismo la explicación sigue siendo en el fondo del alma el modelo de inferencia más valorado, es inevitable que en estos esquemas teóricos o proto-teóricos los mecanismos, dispositivos, motores, máquinas, principios, aparatos y efectos florezcan por doquier. Cada vez que aparecen estos términos hay por lo común un razonamiento homuncular en marcha, cuando no una nítida regresión de Ryle o una ilusión causativa tanto o más tramposa que el PIE de Daniel Everett. No constituyen excepción a esta tendencia las “reglas y representaciones” de la gramática generativa, las que hace treinta años lucían aceptables pero que Chomsky mismo debió repudiar en algún momento al sospecharla inválida por estas mismas y exactas razones. Palabras maquinales parecidas inundan, por cierto, la epistemología y la ontología de Viveiros (cf. Viveiros 2012b: 45, 62, 77, 99, 152). Se trata siempre de elocuciones sintomáticas (expresamente no-metafóricas) que un batesoniano que persigue algo tan inteligente y radical como redefinir el concepto de concepto debería someter a una severa inspección. 59

el primer algoritmo funcionará tan pobremente que será preferible revolear una moneda o escoger al azar un procedimiento de resolución cualquiera. Mientras que en las ciencias de la complejidad (antropología de la complejidad incluida) este principio forma parte de los supuestos básicos, en la antropología de Viveiros el autor ni siquiera contempla la posibilidad de que alguna teoría pueda equiparar a la suya en algún renglón de la performance, por más que su especificación formal permanezca hasta el día de hoy pendiente de exposición al público. Viveiros jamás nos propone una concepción de su propia teoría como una que viene a agregarse a otras que ya existen, a resolver un problema acotado o a enriquecer otras perspectivas posibles; por el contrario, él está mucho más comprometido en tornar obsoletos los conceptos que hacen a la virtual totalidad de las orientaciones existentes en la disciplina (o a la ciencia Occidental en su conjunto) que en elaborar una heurística positiva con un alcance delimitado pero con un esquema epistemológico definido (cf. Viveiros 2010a [2009]: 104 ; Latour 2009 ; Viveiros, Pedersen y Holbraad 2014 ). Ya he mencionado su desacuerdo con la teoría de Bourdieu, pero Viveiros parece ir una pizca más lejos, como si desconfiara de toda teoría antropológica, distinta o parecida, en la certidumbre que él no está sujeto a ninguna o ha consumado un attachment preferencial (o establecido relaciones carnales) con la mejor, que al cabo resultará (como veremos) no ser antropológica en absoluto y no acreditar familiaridad con siquiera una etnografía, con la antropología de las sociedades complejas o (aunque más no fuese) con las etnografías experimentales posmodernas. Esto es al menos lo que yo interpreto de esta sinuosa tirada, antológicamente confusa, cuyo blanco conmuta dos o tres veces sin previo aviso: Toda teoría antropológica debe ser una teoría de la práctica. Y la práctica y sus precondiciones conductuales (que poseen diversos nombres –schemata, presupuestos, premisas, scripts, habitus, configuraciones relacionales, etc– siendo aquí el criterio primordial que el nombre no sea una palabra que se asemeje a “cultura” o “estructura”) son quintaesencialmente noproposicionales. Lo que “sigue sin decirse” (Bloch 1992) es de qué está hecha la vida social. Estudiamos lo opuesto que nuestro estudio; nada es más distinto de una teoría antropológica que la práctica de un nativo. […] Los constreñimientos de Bourdieu, por supuesto, no le impiden dar impulso a ese prodigioso oxímoron, la “teoría de la práctica”, cuya auto-ironía intencional –si en verdad ha sido intencional– se perdió por completo en la bandada subsiguiente de teóricos de la práctica. De manera parecida, Brunton (1980) y otras expostulaciones parecidas contra la “voluntad de orden” en el análisis cosmológico parece ser ligeramente deficiente en reflexividad. Aun cuando ellos [?] denuncian las presiones y recompensas socio-profesionales que llevan a los antropólogos a exagerar el orden conceptual de las cosmologías no-Occidentales, ellos olvidan mencionar los incentivos todavía más apremiantes y tentadores hacia la “originalidad” crítica, la deconstrucción de otros estilos analíticos mediante el uso de alguna versión del argumento del “etnocentrismo” –un argumento voluble, dado su intrínseco potencial de rebote– y el desvelamiento de motivaciones “políticas” (preferentemente inconscientes) (Viveiros 2012a: 65). 60

El metamensaje que se filtra por las grietas de este argumento prolífero en giros al borde de lo incomprensible es que este ataque contra teorías alternativas es en rigor una defensa ante acusaciones que se han hecho y se siguen haciendo al perspectivismo. El encomillado actúa aquí como un indicador puntual que nos insinúa cuáles han sido las fallas por las que cotidianamente se le culpa: que el perspectivismo no se ocupa de las prácticas, que fuerza el advenimiento de una apariencia particular de orden, que carece de originalidad, que implica un etnocentrismo irreductible y que en política sus motivaciones son non sanctas. La respuesta implícita de Viveiros a estas imputaciones en las páginas circundantes consiste en sugerir que las antropologías que no son la suya son todas tributarias de un pensamiento Occidental que las mantiene atrapadas en un dispositivo teorético que imprime a las culturas que aborda un orden que no es el que corresponde imprimirles o que no coincide con el desorden que desde su perspectiva él percibe. Éste es un vicio del cual su concepción de la teoría está exenta por cuanto él no adhiere a ninguna de las dos formas dominantes de la antropología contemporánea. Y aquí es donde se desvela la sorpresa que nos tenía reservada: con una base de lecturas tan magra que ni merece que él se entretenga en su detalle, Viveiros divide el campo entero de la teorización antropológica en una modalidad “fenomenológica-construccionista” y en otra “cognitiva-instruccionista” (Viveiros 2012a: 66). Si he entendido bien (y como se verá en la cita que sigue, por estos rumbos es improbable que se entienda mucho), la forma que encuentra Viveiros para no caer en ambas trampas es situándose al borde de negar que el pensamiento nativo sea constitutivamente “proposicional”. Escribiendo como si tuviera mejores cosas que hacer que revisar su sintaxis él nos dice: Lo que se trata de contestar es la idea implícita de que la proposición debe continuar funcionando como prototipo del enunciado racional y átomo del discurso teórico. Lo no proposicional es visto como esencialmente primitivo, como no conceptual e incluso anticonceptual. Naturalmente, eso se puede sostener “en favor” o “en contra” de esos Otros sin concepto. La ausencia de concepto racional puede ser vista positivamente como signo de la desalienación existencial de los pueblos en cuestión, manifestación de un estado de no-separabilidad del conocer y el actuar, del pensar y el sentir, etcétera. A favor o en contra y, sin embargo, todo eso concede demasiado a la proposición y reafirma un concepto totalmente arcaico de concepto, que continúa pensándolo como una operación de subsunción de lo particular bajo lo universal, como un movimiento esencialmente clasificatorio y abstractivo. Pero en lugar de rechazar el concepto, se trata ante todo de saber encontrar en el concepto lo infrafilosófico y, recíprocamente, la conceptualidad virtual en lo infrafilosófico. En otras palabras, es necesario llegar a un concepto antropológico de concepto, que asuma la extraproposicionalidad de todo pensamiento creador (¡“salvaje”!) en su positividad integral, y que se desarrolle en una dirección totalmente diferente de las nociones tradicionales de categoría (innata o transmitida), de representación (proposicional o semi-) o de creencia (simple o doble, como se dice de las flores) (Viveiros 2010a [2009]: 63 ).

Sin adjuntar las pruebas que por desmañada que sea impone semejante alegación, Viveiros agrega que “los oyentes amerindios a quienes he tenido ocasión de exponer estas ideas sobre sus ideas, percibieron rápidamente sus implicaciones para las relaciones de fuerza en 61

uso entre las ‘culturas’ indígenas y las ‘ciencias’ occidentales que las circunscriben y las administran” (loc. cit.). No hace falta leer entre líneas para comprobar que Viveiros contrapone la ciencia no sólo con el carácter extra-proposicional del pensamiento salvaje sino que implica que es la ciencia en persona (previsiblemente encomillada) la que administra por la fuerza a las culturas amerindias a las que él ha venido a concientizar como parte del capítulo etnográfico de su misión descolonizadora. Entre paréntesis, diré que yo pagaría buen dinero para averiguar mediante qué giros, paráfrasis y palabras concretas Viveiros persuadió a sus amigos amerindios de la importancia de buscar “la conceptualidad virtual en lo infrafilosófico” a fin de desalienarse existencialmente de una circunscripción de la cual no es seguro que él no sea también responsable al concebirlos como los concibe. Me intriga en particular la forma en que Viveiros pudo haber comunicado a dicho colectivo el sentido y la urgencia de semejante lluvia de abstracciones sin caer en las veleidades intelectualistas que inundan su anécdota; también me pregunto por qué si ha sido él mismo quien sacó el tema no supo expresar la idea de un pensamiento que se sale de lo filosófico escogiendo prefijos que no connotaran exclusión e inferioridad (como por desdicha es el caso de “extra-“ e “infra-”); y también se me escapa cómo fue que él verificó que sus actores procesaran aceptablemente tales proposiciones en las condiciones de no proposicionalidad en las que él mismo los ha enjaulado, pese a atribuirles la posesión de “teorías” (proposicionales, imagino) en otros textos suyos que aquí parece olvidar (cf. Viveiros 1998: 470; 2002a: 44 ). Quizá eso haya sido posible por cuanto los sumisos amerindios a los que él se refiere –en una antropología que es cualquier cosa excepto “horizontal” y en un palpable acto fallido– han sido más “oyentes” de sus monólogos que interlocutores en sus diálogos. Pero la cuestión, creo, es más grave de lo que aparenta: lo más lamentable de todo esto es que en la ornamentación que acompaña a este industrioso trámite de alcahuetería y evangelización anticientífica (digno del ILV) Viveiros no sólo niega a la ciencia la comprensión del genuino conocimiento amerindio del cual sólo los perspectivistas bautizados poseen la clave, sino que acaba negando a dicho pensamiento la comprensión no ya de la ciencia que lo oprime sino de cualquier posibilidad de entendimiento científico, ante el cual el “salvaje” (para quien a pesar de su encomillado sarcástico tampoco encuentra otro nombre) carece de las representaciones, de la capacidad de abstracción y de las categorías filosóficas que Viveiros mismo instituye como sus requisitos (cf. Latour 2008: 172 ; Viveiros 2010a [2009]: 63 ). Un par de párrafos antes de afirmar que es necesario asumir la extraproposicionalidad del pensamiento amerindio y dando quizá por descontada nuestra desmemoria, Viveiros completa el círculo de su enredo aduciendo que el discurso antropológico se ha consagrado a “la empresa paradójica que consiste en apilar proposiciones sobre proposiciones acerca de la esencia no proposicional de los discursos de los otros” (Ibid.: 61 ). Lo triste es que ésta es una verdad a medias, por cuanto efectivamente ha habido en las márgenes una antropolo62

gía que no supo reconocer estructuras, potenciales y capacidades de cientificidad o rigor lógico en los saberes salvajes. No otorgaré a esa antropología el beneficio de la referencia, por cuanto en estos tiempos de información en la punta de los dedos hay que tener cuidado de no promover a los actores equivocados. Pero por fortuna hay toda una nueva y extensa antropología del conocimiento que Viveiros bien podría frecuentar mejor y que está bregando desde hace décadas por poner las cosas en su lugar trabajando concentradamente sobre un hecho a la vez, cambiando de ideas, reconociendo errores, polemizando, abriendo el juego, haciendo públicos sus diseños experimentales, reinventándose (v. gr. D’Andrade 1994; 2000; Reynoso 1993: 228-267 ). La conclusión convergente de todo este campo de estudios es que el pensamiento indígena no admite tipificarse en una sola clase o en una clase separada y que, al igual que el que los perspectivistas llaman “el nuestro”, comprende una miríada de formas, algunas de ellas creativas, otras mitopoéticas, otras profundamente racionales y otras de una complejidad y un polimorfismo que recién estamos comenzando a comprender. Una de estas configuraciones complejas, incidentalmente, se presenta en lo que Edwin Hutchins llamó cognición distribuida, una configuración del conocimiento compuesta por múltiples agentes y por el mundo material: algo así como la prestigiosa Teoría del Actor-Red de Bruno Latour que adoptará Viveiros demasiado recientemente pero sin su pedantería y sus paradojas deliberadas, sin el constreñimiento de tener que actuar como ariete multipropósito contra la sociología durkheimiana o como ratificación del genio de Deleuze y con diez, veinte o más años de anticipación (cf. Hutchins 1980; 1996). Negar la multiplicidad de formas de pensamiento existentes en todos los contextos sociales y culturales, en suma, no es una opción aceptable en la antropología contemporánea. A propósito de algunas ideas de Descola parecidas a éstas de Viveiros escribe Miguel Bartolomé: Todo los tipos de pensamientos y las diversas formas cognitivas pueden coexistir en una misma conciencia social. Un indígena podrá creer que el arco y las flechas que usa fueron creados por sus antepasados en el tiempo originario, pero también sabe que para cazar debe apuntar bien su arma y calcular la trayectoria de la flecha, lo que requiere de un definido pensamiento causal y analítico. Lo que llamamos analógico y lo que llamamos lógico coexisten dentro de todo pensamiento humano, incluyendo el ahora llamado “amerindio” (Bartolomé 2014 ).

Las múltiples corrientes de la antropología del conocimiento, como dije, llevan ya medio siglo documentando esta coexistencia de saberes diversos. Cito aquí entonces, masivamente, algunos de los textos más relevantes a la cuestión que me han orientado desde hace décadas en la esperanza de que quien pueda ser tentado por el perspectivismo se informe de los hechos básicos y de los formatos conceptuales implicados en la problemática antes de dedicarse a pontificar sobre estas cuestiones sin el fundamento de una buena antropología, como la que sin duda abunda ahí afuera (cf. Cole y Gay 1967; Cole y otros 1971; Scribner y Cole 1981; Greenfield 2000; Atran, Medin y Ross 2005; Werner 1972; Schultes y 63

Hoffmann 1979; Broshenka, Warren y Werner 1980; Meehan 1980; C. Gladwin 1989; Crump 1990; Alvares 1991; Nelson 1993; Schultes y Siri von Reis 1995; Berlin y Berlin 1996; Zaslavsky 1999; Cajete 2000; Nates 2000 ; Lozoya-Gloria 2003; Ascher 2004; Lampman 2004 ; Eisen y Laderman 2007; Acharya y Srivastava 2008; Ascher 2008; Selin 2008; Tidemann y Gosler 2010). Una observación más viene a cuento: lejos de creer, como Viveiros lo hace, que sostener la extra-proposicionalidad, la no-racionalidad, la irracionalidad o incluso la racionalidad sui generis del Otro es una idea original y un signo de sagacidad antropológica que dará a luz un nuevo concepto del concepto, sostengo más bien que es una falla potencial y probadamente discriminatoria en la que la antropología (desde Lucien Lévy-Bruhl hasta Dan Everett, desde Marcelo Bórmida a Christopher Hallpike) ha incurrido demasiadas veces. Cuando los defensores contemporáneos de las doctrinas etnocéntricas de Lévy-Bruhl celebran que “sucesores y herederos intelectuales de Lévi-Strauss” como Philippe Descola (1992; 2006) o Viveiros de Castro (2011) estén replanteando “de modos novedosos y estimulantes una interrogación sumamente productiva respecto de epistemologías alternativas a las del racionalismo y el naturalismo modernos”, el carácter conservador de la teoría cognitiva que sustenta y el sesgo no precisamente igualitario de ciertos predicados del perspectivismo quedan algo más que ratificados (cf. Noel 2012: 30, 31, 37). A mi juicio no hay nada novedoso ni estimulante en presentar la inferioridad que el estudioso endilga ex post facto como si fuera una diferencia presente en los hechos observables; tampoco lo hay en esa frase de Gabriel Noel que a primera vista luce como si se refiriera a la filosofía de Lévi-Strauss o a algo mejor, pero cuando se la mira en una panorámica más amplia hiede como si desagraviara la ideología de Daniel Everett o alguna otra peor. Al trasmutar su desconocimiento sustancial del fondo de experiencia del campo cognitivo en principio metodológico y al limitar la esfera de acción del pensamiento a la elaboración de mitos, metáforas y ontologías, se explica ahora que cuando Viveiros se ve empujado a definir qué clase de pensamiento es el pensamiento indígena no tenga más alternativa que vaciarlo, volverlo sobre sí al modo tautegórico, tornarlo (literalmente) idiota: Ni una forma de doxa, ni una figura de la lógica (ni opinión ni proposición), el pensamiento indígena debe ser tomado –si se quiere tomarlo seriamente– como una práctica del sentido: como dispositivo autorreferencial de producción de conceptos, de ‘símbolos que se representan a sí mismos’ (Viveiros 2010a [2009]: 210 ).

Esta definición wagneriana de pensamiento, que se encuentra a mi entender entre las más deslucidas que existen en una disciplina que nunca fue muy hábil definiendo nociones mucho más simples, que sin ninguna justificación plausible condena al pensamiento indígena al empeño narcisista de pensarse a sí mismo, que desatiende el trabajo de disciplinas enteras y que amalgama y equipara desprolijamente prácticas y dispositivos, símbolos y conceptos, referencia y representación, no nos deja siquiera aquel consuelo condescendiente 64

que alguna vez fuera la lógica de lo concreto sobre la que Viveiros basa su etnografía de maestría sobre los Yawalapíti, cuando todavía creía en conceptos tales como “individuo” y “sociedad” y hasta en la distinción (con matices) entre la “naturaleza” y la “cultura” (cf. Lévi-Strauss 1964 [1962]; Viveiros 1977: 2, 48-49, etc. ). Sin una elaboración conceptual que se atenga a la seriedad que él mismo reclama, la terminología de tipo Semiology 101 que prevalece tampoco es de gran ayuda: los símbolos con que se puebla la tesis lucen como conceptos-fetiches de propósito general antes que como suministradores de respuestas relevantes a preguntas precisas. Para mayor abundamiento, ese dispositivo homuncular de producción de símbolos que son al mismo tiempo conceptos y que Viveiros toma de Roy Wagner degenerará en la obra de ambos y en la de la amplia comunidad de tesistas wagnerianos en “símbolos que representan [o se refieren a, o interactúan con, o están en lugar de] otros símbolos”. Lejos de ser un hallazgo perspectivista de primera magnitud éste no es más que un avatar invertebrado de la tesis canónica de la regresión infinita del signo propuesta un siglo y medio atrás por Charles Sanders Peirce [1839-1914] en su brillante teoría de las categorías, una idea que todos aprendimos el primer día de clases pero que muchos no acaban todavía de asimilar (cf. Wagner 1978: 21; Crook y Shaffner 2011 ; Rocha Benites 2007: 117 ; versus Peirce 1931, CP §1.339 ). Al igual que alegaba Clifford Geertz (1973: 208) en su protesta más filosa, bajo el marco perspectivista sigue sin saberse cómo es que los símbolos simbolizan. Sumando a esto su definición dormitiva e inoperante de cultura y la persistencia en primer plano de un “sentido”, una “referencia” y una “representación” que no deberían estar ahí y que poco más tarde se borrarían efectiva y ruidosamente del mapa, la pregunta que queda flotando es en qué academia y con qué maestros aprendió Viveiros a formular definiciones, siendo que en el estilo de razonamiento no-proposicional y de no-subsunción que él desarrolla no prestan más servicio que el de contradecir lo que se ha afirmado, débil y contenciosamente, en postulados que acompañan a otras búsquedas y que unas vez escritos no se pueden borrar. Por algo es, creo yo, que una vez estipuladas tales definiciones nunca las vuelve a usar con algún provecho. El problema quizá no finque tanto en una definición inservible como en la pretensión de haber elaborado una concepción que está a la altura de lo que (por más simplificado que se encuentre y por más circular que sea) no cabe sino llamar su objeto. Quien siga a Viveiros por ese camino autoelogioso (que nos recuerda a la etnología tautegórica y su “modo carente de supuestos” o al camino componencial para meterse “dentro de la cabeza del nativo” y adoptar sin mediaciones teóricas su punto de vista), a poco de empezar se verá o bien privado de toda heurística, o bien persuadido de que su teoría es la más lúcida de cuantas han habido simplemente por no tomar ningún riesgo de tipificación, por no plegarse a ningún “alegorismo” reductor o por delegar a otros, de preferencia nativos, el trabajo de teorizar (cf. Bórmida 1968-1970; 1968; 1976 y Reynoso 1986a  vs Silla 2014 ; Viveiros 1998: 470; 2010a [2009]: passim ). 65

A mi juicio, pretender que la argumentación que un o mismo elabora califique como “una teoría indígena” incurre además en la triple y transparente argucia de insinuar (a) que uno conoce los mecanismos íntimos de la alteridad mejor de lo que podría conocerlos cualquier antropólogo moderno por cuanto los contempla desde dentro de la cabeza del Otro que, en tanto nativo, es la máxima autoridad etnográfica concebible; (b) que esta cabeza del nativo encapsula por extraordinaria coincidencia toda la sustancia conceptual amasada al cabo de siglos por el perspectivismo filosófico, esquizoanálisis pos-estructuralista incluido; y (c) que este nativo cuyos ojos son nuestra perspectiva opera como un escudo humano y como una garantía de objetividad que autentican la teoría propia mucho más acabadamente de lo que cualquier antropología rival podría certificar la suya. Adoptando una jerga y una taxonomía de oposiciones por lo menos extraña, al final de día vemos que Viveiros prescinde –como imponiendo tabúes– hasta de las categorías más inofensivas y de dominio público que condimentan la literatura antropológica contemporánea (a excepción de un ‘shamanismo’ inexpugnable), refugiándose en un repertorio idiosincrásico de juegos del lenguaje cada vez más formulaicos y menos inteligibles. Una idea que quizá no era tan mala al principio se le ha ido de las manos: todo se le presenta ahora como si cualquier intento no perspectivistra de tipificar los modos de pensamiento indígena fuese una impostura porque siempre habrá algún adjetivo encomillado (“cognitivo”, “proposicional”, “fenomenológico”, “representacional”…) que le cabría como calificación despectiva a quien se arriesgue a interrogar su objeto aplicando un principio de mapeo o un modelo de subsunción. Esta heurística negativa, más fóbica que esquizo, es, acaso, aunque ajena a todo perspectivismo filosófico conocido, la principal contribución original de Viveiros. Un problema adicional con los razonamientos de Viveiros entre los muchos que dificultan su evaluación crítica es que él se desdice con frecuencia sin admitir que se está desdiciendo. Mientras que en “Perspectivismo y multinaturalismo en la América indígena” afirma sin ambages que la distinción clásica entre Naturaleza y Cultura no puede emplearse para explicar aspectos o ámbitos de cosmologías no-occidentales sin someterla antes a una crítica rigurosa (Viveiros 2004 [1996]: 37), en un texto posterior, Cosmological Perspectivism in Amazonia and elsewhere (copiado y pegado en “Cosmological deixis” [Viveiros 1998: 471]) asevera que la distinción entre naturaleza y cultura debe sujetarse a crítica, pero no con el objetivo de llegar a la conclusión de que no existe semejante cosa. Ya hay demasiadas cosas que no existen. La floreciente industria de la crítica del carácter occidentalizante de todos los dualismos ha proclamado el abandono de nuestro patrimonio conceptual dicotómico, pero hasta la fecha las alternativas no han ido más allá del estadio de wishful unthinking (Viveiros 2012a: 47).

En este escepticismo (que replica acaso la idea de Baudrillard respecto de que “ya hay demasiadas ideas”) y en la adopción de una estrategia que de algún modo admite su falta de sustancia (y demostrando que no debe ser tan fácil mantenerse a la cabeza de un movimiento tan expuesto a la mirada pública) se esconde uno entre los muchos cañonazos por 66

elevación que en los últimos diez años o cosa así Viveiros se ha dedicado a disparar contra Philippe Descola: tácticas del fuerte, mordidas nerviosas de un macho alfa, lecciones de escritura de un cacique urbano, escarnios y vapuleos con los que nos cruzaremos unas cuantas veces antes que este libro termine y a los que Descola, salvo una depreciación general de los alcances territoriales del método viveiriano, todavía no se atrevió a responder frontalmente (v. gr. más abajo, pág. 91, 110, 112, 113, etc.; cf. Gane 1993: 171 ). Como quiera que sea, el movimiento que más hizo por denunciar la naturaleza occidentalizante del pensamiento dualista no ha sido otro que el propio animismo perspectivista, tanto en sus formulaciones puras como en las temperadas (Viveiros 1998: 473-474; Descola 2012: 15-18, 63-64, 122-135, 420-421; Descola y Viveiros 2009). Más allá de las discrepancias y los acuerdos entre dos de sus pocos líderes, el perspectivismo de Viveiros ha sido considerado uno de sus conceptos más radicalmente revolucionarios. En un reporte que Terence Turner (2009: 29 ) ha tildado como “delirantemente entusiasta”, Bruno Latour ha sostenido que el perspectivismo y el multinaturalismo constituyen [una] bomba con el potencial de hacer explotar toda la filosofía implícita tan dominante en la mayor parte de la interpretación que los etnógrafos hacen de su material. […] [El multinaturalismo] es un concepto mucho más problemático [que el perspectivismo]. […] Mientras que los científicos duros y blandos están de acuerdo en la noción de que sólo hay una naturaleza y muchas culturas, Viveiros busca empujar todo el pensamiento amazónico […] para tratar de ver cómo parecería el mundo entero si todos sus habitantes tuvieran todos la misma cultura pero muchas naturalezas diferentes (Latour 2009: 2 ).

Terence Turner ha cuestionado esta argumentación en términos que no necesitan mayor comentario: “Empujar el pensamiento amazónico” hacia proposiciones patentemente ajenas a él (los pueblos amazónicos están perfectamente el tanto de, e interesados en, las diferencias entre sus propias culturas, para no hablar de las culturas de los pueblos no-indígenas con los que han estado en contacto, y serían los primeros en encontrar absurda la idea de un mundo uni-cultural) puede ser un ejercicio especulativo fascinante para intelectuales no-indígenas, pero ha dejado a la antropología en la puerta de tomar un lugar propio como “una curiosidad en el vasto gabinete de curiosidades” de la filosofía perspectivista (Turner 2009: 29 ).

Ha sido Sergio Morales Inga (2014 ), de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en Perú, quien en su intensa y creativa crítica interna de las ideas fundamentales que sostienen el movimiento me ha llamado la atención sobre la lógica trastrocada que atraviesa los razonamientos de Viveiros, sobre todo aquellos que asumen la forma de preguntas que demandan una suerte de explicación. Escribe Viveiros: ¿Por qué los animales (u otros seres no-humanos) se ven como humanos? Precisamente, sugiero, porque los humanos los ven como animales, viéndose a sí mismos como humanos. Los 67

pecaríes no se pueden ver como pecaríes (ni, quizás, especular que los humanos y otros seres son pecaríes bajo sus ropas específicas) porque así es como los ven los humanos (Viveiros 2004: 54).

Tanto en el animismo de Descola como en el perspectivismo de Viveiros este género de non sequitur patafísico –en el sentido de Alfred Jarry– florece con más frecuencia de la que se necesita. Aquí hay otro ejemplar levemente distinto: Los animales ven de la misma manera que nosotros cosas diferentes de las que nosotros vemos, porque sus cuerpos son diferentes de los nuestros (Viveiros 1996b: 128).

En estos y otros casos que algunos de nosotros hemos registrado se echa de menos un marcador formal, un frame, un enmarcamiento que establezca si los enunciados son propios de la mentalidad amerindia, o si son parte de la perspectiva etic del estudioso que comparte esa visión con el Otro, o si se los debe juzgar en términos de la lógica usual o de alguna otra de las múltiples y muy rigurosas formas lógicas que existen (modales, paraconsistentes, intuicionistas, deónticas, abductivas, libres, cuánticas, no monotónicas, por defecto, de la ambigüedad) de las que el estudioso que se lanza a hablar de lógicas alternas debería tener alguna idea si es que sus propios e irreflexivos movimientos abstractivos y expresiones de subsunción (“P sucede porque…”) aspiran a tener algún sentido y fundamentación (cf. Haack 1975; Reynoso 1991b ; Alferes y Leite 2005; Bremer 2005; Benthem y otros 2006; Gabbay y Woods 2006; 2007). Tampoco se encuentra en este corpus un criterio que proponga una escala para evaluar parecidos y diferencias, o que aporte elementos de juicio recabados por la etología cognitiva contemporánea, o que explique por qué los autores se empeñan en seguir hablando de animales si es que –como ellos aseveran– dicha categoría no aparece como tal, taxativamente separada de lo humano, en el universo del pensamiento amerindio que ellos han hecho suyo. Es por estos desaciertos de lesa epistemología que conjeturo insincera la admiración que profesa Viveiros hacia Gregory Bateson, “ese grande entre los grandes de la antropología”, quien nunca se habría permitido tal atropello a las ideas de tipificación lógica y al troquelado del contexto (Viveiros 2002a: 293; 2010a [2009]: 39, 114, 175 ; 2011b; Bateson 1979: 114 y ss.). En rigor, no hay necesidad de llegar a las distinciones batesonianas más sutiles para encontrar un mentís a esa lógica encrespada, puesto que según el propio Viveiros el pensamiento amerindio (coincidente con su propio perspectivismo) no es un pensamiento proposicional que aplique principios de inferencia, cognición y subsunción y que nos brinde (o que se brinde a sí mismo) una explicación de por qué suceden las cosas: una afirmación que se lleva muy mal con las explicaciones e inferencias deductivas en vulgar modus ponens en que su análisis sobreabunda mucho más que cualquier otro que usted o yo conozcamos: “porque así es como los ven los humanos”, “porque sus cuerpos son diferentes de los nuestros”, “porque [los objetos] son como acciones congeladas”, “porque la metamorfosis no es un proceso”, “porque al igual que nosotros comen tapires y pecaríes”, 68

“porque la diferencia entre los hombres y los dioses está puesta para ser superada”, “porque las representaciones son una propiedad de la mente”, “porque la ‘humanidad’ es el nombre de la forma general del sujeto”, “porque están definitivamente separados de sus cuerpos”, “porque la ‘cosmología’ Tupi-Guarani no es una sumatoria de constantes”, “porque la antidialéctica TG la pone como esencialmente no-idéntica a sí misma”… Y todo esto sucede pese a que el pensamiento rizomático y la ontología actancial de Latour (1988c ), a los que Viveiros adoptará luego sin restricciones, celebran las virtudes de la auto-contradicción y prohíben hablar de explicaciones, de proposicionalidad, de inferencia y de subsunción lógica sin más. Es en este rechazo perspectivista de la idea de explicación donde se encuentra acaso la traición más frontal y capciosa de Viveiros al proyecto de Bateson quien, ajeno al destino que medio siglo más tarde se daría a su epistemología bella, lacunar y acrisolada, escribía en el segundo epílogo de la segunda edición de Naven: El libro contiene desde ya detalles sobre la vida y la cultura Iatmul, pero no es primariamente un estudio etnográfico, un retailing de datos para la ulterior síntesis por otros científicos. […] Naven fue un estudio sobre la naturaleza de la explicación (Bateson 1958: 280-281 ).

Hasta James Frazer (1894: vi ) alegaba en uno de sus prefacios a La Rama Dorada que su ensayo “podía servir su propósito como un primer intento de resolver un problema difícil, y dar a un conjunto de hechos dispersos alguna clase de orden y sistema”. Volviendo atrás las páginas mucho más de un siglo, ni duda cabe que los valores y los objetivos de Viveiros son desde el vamos exactamente los contrarios. La simple verdad es que tampoco tengo constancia que Viveiros haya leído con detenimiento (o recuerde con vivacidad) los trabajos de su admirado Gregory Bateson, cuyo nombre muy pocas veces se muestra en sus listas bibliográficas antes que comiencen a aparecer los de Deleuze y Guattari, quienes lo leyeron y lo recordaron mal pero lo leyeron y lo recordaron ciertamente. Las referencias tempranas a Bateson son esporádicas y llamativamente inexactas, como cuando Viveiros (a propósito del Metálogo del Cisne de Hacia una ecología de la mente) le atribuye la idea de que cuando una expresión es un sacramento (y no una metáfora) contiene la esencia de la cosa, una aserción que Bateson, a pesar del subrayado, ni remotamente ha pronunciado ni en ese contexto ni en ningún otro. Tampoco es verdad que la performance, en sentido estricto, explore “la diferencia entre metáfora y sacramento a partir del arte” y nos permita así saber en qué consiste (cf. Viveiros 1986: 496 versus Bateson 1985 [1972]: 53-58; 1987 [1972]: §2.6 ). La lógica de Bateson fallaba con alarmante frecuencia, pero él nunca habría autorizado un despliegue tan recurrente de la falacia de antropomorfización. Lo que más me inquieta de esta confusión en particular es, sin embargo, que ella se origina no en una prueba teoremática expresada en una notación oscura (o en una pieza de dificultad comparable a la que exhibe la Tesis de Riemann) sino en una pieza mayéutica de un estilo peculiar (un metálogo para niñ@s) que se supone plantea un problema de un modo his69

triónica y condescendientemente pedagógico, lo más infantil posible, como para dar la idea de que incluso una criatura en plena niñez sin adiestramiento en epistemología podría entender el razonamiento que en él se trata sin mayor dificultad. Quiero creer que es la falta de ejercicio en la consulta directa de sus fuentes, o acaso el sesgo impuesto por un marco teórico que se anunciaba ingobernable, lo que perturbó y seguirá perturbando con tanta asiduidad las lecturas que nuestro especialista hace de algunos de los textos más simples y diáfanos jamás escritos en la historia de la antropología. Puede que haya una explicación para todo esto, pues cuando Viveiros comienza a mencionar a Bateson con mayor asiduidad, más tarde que temprano, sus lecturas tampoco son directas. De acuerdo con sus propias referencias, las ideas batesonianas mencionadas en Metafísicas caníbales (2010a [2009] ) vienen de Mil Mesetas, el caótico segundo volumen de Capitalismo y Esquizofrenia; las que se nombran en A inconstância da alma salvagem (2002a), por su parte, se originan en un libro de Michael Houseman y Carlo Severi (1994) titulado Naven ou le donner à voir sobre la legendaria y fallida etnografía batesoniana. De este volumen también se contrabandea sin que haga la menor falta una palabra conceptualmente retorcida y técnicamente absurda (‘anti-cismogénesis’) que no existe en el original de Naven ni en lugar alguno de la obra de Bateson y de la cual Viveiros, típicamente, primero se apropia como si le resultara indispensable, después se congratula tanto de la genialidad de la idea como de la iniciativa de apropiársela y finalmente no hace nada más con ella en ningún lugar de su producción científica.25 Viveiros debería saber, de todos modos, que Bateson sustituyó los procesos de cismogénesis por los circuitos de feedback después de tomar contacto con Norbert Wiener y con la cibernética, con la aplicación de la teoría de los tipos lógicos a la teoría de la comunicación y con el análisis formal de Ross Ashby en las célebres Conferencias Macy de los años 40s (Bateson 1958: 280-303 ; 1991: 55-56). La noción de amesetamiento, además, no se desarrolló en la etnografía de tesis Naven –como Viveiros sugiere en sus entradas bibliográficas– sino que se mencionó muy circunstancialmente en un artículo compilado en Pasos hacia una Ecología de la Mente, una colección batesoniana que nuestro autor estuvo casi treinta años sin visitar aunque en ella se origina la idea misma de las Mil Mesetas y se alberga mucho de lo más fructífero de las ideas batesonianas (cf. Viveiros 2010a [2009]: 243244 ; Bateson 1985 [1972]: 138, orig. 1949; 1987 [1972]: 121 ). 25

Odiaría parecer pedante, pero el hecho es que existe una cismogénesis opositiva y otra complementaria, igual que existe, correspondientemente, un feedback positivo y uno negativo; en un caso se trata de amplificación de las oscilaciones y en el otro de reducción o búsqueda de estasis. A menos que se sufra de un maniqueísmo irrefrenable, no hay por qué llamar anti-diferencia a la operación de suma. Por más apurado que uno se encuentre en la escritura de un libro, la mera idea de pensar que se requiere un concepto de anti-cismogénesis (o de anti-retroalimentación), que al cabo no se usa más que para complicar innecesariamente las ideas, pone de manifiesto una configuración impropia del esquema conceptual. Lo más desconcertante de todo esto, empero, es que sea en el preciso momento en el que habla de Bateson cuando Viveiros opte por irrespetar las preciosas observaciones batesonianas sobre la navaja de Occam y la conveniencia metodológica de prescindir de conceptos innecesarios (cf. Bateson 1981 [1979]: 25, 58; 1985 [1972]: 115, 345, 375; 1991: 176, 217). 70

Al lado de una floración de dualidades características, Bateson postuló varias instancias de monismo, defendiendo sobre todo la idea de la unidad de la mente y el cuerpo; pero a despecho del engañoso título del último libro que publicó [Mind and nature. A necessary unity], de las promesas hechas en sus páginas iniciales o en el capítulo sobre “Mente/Ambiente” en su libro póstumo A sacred unity, o de sus comentarios eventuales sobre la afinidad de los procesos informacionales subyacentes al aprendizaje y a la evolución, Bateson jamás elaboró la prueba de la unidad ontológica entre la mente y la naturaleza de un modo que pudiera avalar a “uma teoria cosmológica, que propõe uma redistribuição dos valores atribuídos pela metafísica ocidental às categorias da Natureza e da Cultura”, que es la fastuosa misión que Viveiros (2011b) aspira a conferirle. Fuera del título, consensuado a último momento con los editores casi en su lecho de muerte, Bateson ni siquiera exploró alguna vez en detalle, explícita y exactamente, la unidad de esas categorías (Bateson 1981 [1979]: 1; 1991: 291-293, 308 vs. Viveiros 2011b ). Menos aun sostuvo la idea de una coextensividad entre naturaleza y cultura; fuera de Naven, todas las veces que usó la palabra ‘cultura’ (como en “Culture contact and schismogenesis”) fue ya sea como una abstracción genérica o como una expresión metonímica equivalente al concepto usual de ‘sociedad’ (cf. Bateson 1972: 64-71 et passim; 1979: 31, 126, 132, 191; 2006 [1991]: 31, 72, etc.). Para terminar con esto, diré que en lo que a Bateson concierne él predicó aquí y allá la unidad de la mente y el ambiente; también dijo un par de cosas sobre la unidad de la mente y la naturaleza. Pero lejos de que la defensa batesoniana de dicha unidad haya sido objeto de censura por parte quienes le imputaban hacer “profissão de misticismo”, ésa suele ser, pensándolo bien, la concepción Occidental dominante de unas cuantas décadas a esta parte; que Bateson se haya pronunciado sobre la unidad de (o sobre la redefinición de los valores atribuidos a) naturaleza y cultura, eso fue categóricamente algo que nunca sucedió. Otro importante efecto emergente de la falta de familiaridad que Viveiros manifiesta hacia la antropología anglosajona en general y la norteamericana en particular es el carácter pleonástico que acaba afectando a gran parte de los marcos teóricos que ha construido. El hecho es que todos y cada uno de los argumentos que procuran cimentar su perspectivismo fueron pensados y se vienen trabajando desde hace décadas bajo formas que no difieren suficientemente de la que él propone. Observemos, por ejemplo, estos enunciados centrales a la búsqueda viveiriana de una antropología alternativa que refleje los juegos de sentido de la alteridad: Lo que estoy sugiriendo […] es la incompatibilidad entre dos concepciones de la antropología y la necesidad de escoger entre ellas. Por un lado, tenemos una imagen del conocimiento antropológico como resultado de conceptos extrínsecos al objeto: sabemos de antemano qué son las relaciones sociales, o la cognición, el parentesco, la religión, la política, etc., y vamos a ver cómo tales entidades se realizan en éste o aquel contexto etnográfico. […] Por el otro, y ese es el juego aquí propuesto, está una idea del conocimiento antropológico como involucrando una proposición fundamental de que los procedimientos que caracterizan la investigación son conceptualmente del mismo orden que los procedimientos investigados. Tal equiva71

lencia en el plano de los procedimientos, cabe señalar, supone y produce una no-investigación radical de todo lo demás. Pues, si la primera concepción de la antropología imagina cada cultura o sociedad como encarnando una solución específica de un problema genérico –o como pretendiendo una forma universal (o concepto antropológico) con un contenido particular– la segunda, al contrario, sospecha que los problemas mismos son radicalmente diversos; sobre todo, ella parte del principio de que el antropólogo no sabe de antemano cuáles son ellos. Lo que la antropología, en este caso, pone en relación son problemas diferentes, no un problema único (“natural”) y sus diferentes soluciones (“culturales”) (Viveiros 2002c: 116117 ).

Quien posea un mínimo conocimiento de la historia de la antropología en el siglo XX reconocerá de inmediato que la propuesta de Viveiros es casi idéntica al proyecto de una ciencia con perspectiva emic por el que es famoso el lingüista Kenneth Lee Pike [19122000], un programa de investigación que se formuló medio siglo antes usando palabras ligeramente distintas pero que poseen exactamente las mismas implicancias (Pike 1967 [1954]; Harris 1976; Lévi-Strauss 1984: 140-141; Reynoso 1986a: 24, 38 ; 1998: 6-13 ; Feleppa 1986; Headland, Pike y Harris 1990 ; Franklin 1996 ). La bibliografía sobre emic/etic llegaba a 276 títulos en los años 80s y supera el medio millar de ítems en la actualidad; hay varias docenas de implementaciones diferentes de esa dicotomía y en todas ellas pueden encontrarse numerosos elementos muy semejantes a los de esta variante de perspectivismo (cf. Hussey 1989 ). La dualidad entre esos puntos de vista o enfoques es, desde ya, familiar a los estudiantes y los profesionales de antropología y lingüística de todo el mundo a excepción –tal parece– de Francia y Brasil; incluso textos introductorios y de divulgación, de Wikipedia en más, acostumbran vincularla con la parábola del elefante del Anekāntavāda, con el perspectivismo filosófico, con la distinción batesoniana entre mapa y territorio, con el efecto Rashomón y con el mismo puñado de analogías y metábolas que vienen a la mente cada vez que en la vida real se tratan temas relacionados con la diversidad de perspectivas. En rigor la perspectiva emic no es más que una instancia de una clase genérica, algunos de cuyos componentes el perspectivismo incluirá en su caracterización de la retro-antropología o antropología reversa sin elaborar la metodología concomitante. La historia de la disciplina está poblada de variantes más o menos huidizas de las mismas ideas, desde la “antropología nativa”, nacida con Franz Boas y discutida clásicamente por Kirin Narayan (1993 ), hasta la “antropología dialógica” de Dennis Tedlock, Kevin Dwyer y Vincent Crapanzano, sin olvidar la “etnosociología” de McKim Marriott (Marriott 1976; Maranhão 1990; Clifford 1991; Mannheim y Tedlock 1995). Ya en los 60s Jacques Maquet (1964: 54) cuestionaba el carácter “perspectivista” (en el mal sentido) que había tenido la antropología africanista europea; y a fines de los 80s y en la primera mitad de la década de los 90s en los cuarteles antropológicos en los que se gestaban alternativas teoréticas apenas si se hablaba de otra cosa que de estos “conocimientos posicionados” y “perspectivas parciales”; en mi compilación sobre El Surgimiento de la Antropología Posmoderna, publicada cinco años 72

antes de la fecha de fundación oficial del movimiento, he traducido cuatro de los ensayos más representativos sobre el particular (cf. Reynoso 1991a ). Increíblemente, y al igual que tiempo antes había hecho a propósito de las ideas de Irving Hallowell (cf. más arriba, pág. 23), Viveiros no menciona en su manifiesto no-universalista del 2002 o en algún otro de sus textos ni la dicotomía emic/etic, ni la especie dialógica, ni la antropología nativa. La omisión de la dicotomía es la más inexplicable, creo. Dada la proximidad conceptual entre esas ideas y la suya y el potencial pedagógico que tendría el trazado de un paralelismo o de un contraste entre ellas, su silencio me lleva a pensar que o bien desconoce ese capítulo clave de la teorización disciplinar o tiene motivos para llamarse a silencio. Aun cuando Viveiros pueda llegar a argumentar que su propuesta y la de Pike no son calcos exactos, es incuestionable que ambas tienen tantos puntos en común que sería bienvenida alguna referencia a dicho marco, aunque más no sea por la precisión conceptual que ello aportaría a las polémicas en curso. Cada quien tiene derecho a callar sobre el fragmento de la historia antropológica que le plazca sin dar explicaciones, desde ya; pero no es razonable que un perspectivista reinvente de cabo a rabo una arquitectura conceptual y una dicotomía teorética tan bien conocidas, que funde en ellas buena parte de lo que tiene para decir, que reclame méritos por hacerlo y que no tenga nada que comentar respecto de quienes pensaron un perspectivismo tan parecido tanto tiempo antes. La franca debilidad de Viveiros en materia de lógica y aparato erudito se refleja también en sus frecuentes contradicciones, las cuales acompañan al hecho de que hay muy poco razonamiento original en el cuerpo de la literatura perspectivista. Lo que pasa por ser el principio cardinal de la presunta teoría del perspectivismo (“es la perspectiva lo que define el objeto”) se encuentra tan tempranamente como en el Curso de Lingüística General de Ferdinand de Saussure, quien noventa años antes de Viveiros había dicho que [o]tras ciencias operan con objetos dados de antemano y que se pueden considerar en seguida desde diferentes puntos de vista. No es así en la lingüística. […] Lejos de preceder el objeto al punto de vista, se diría que es el punto de vista el que crea el objeto, y, además, nada nos dice de antemano que una de esas maneras de considerar el hecho en cuestión sea anterior o superior a las otras (Saussure 1983 [1916]: 73; el subrayado es mío; versión inglesa: ).

Viveiros (2012a: 99 y n. 11 ) intuía claramente que ése es el caso y hasta acertó en atribuir la idea a Saussure, pero sin poder precisar la referencia ni derivar de ella la menor moraleja, como si sólo estuviera repitiendo lo que oyó comentar a Pierre Bourdieu o a algún otro intermediario a quien efectivamente leyó o tenía más a mano. Ni qué decir tiene que Viveiros recién descubrió que Saussure había inventado tempranamente una especie de perspectivismo más radical que el suyo una década y media después de que él mismo comenzó a explotar la idea, estropeándola con una inoportuna referencia a un sujeto individual “del cual el punto de vista emana” que no estaba en el ánimo de Saussure (ni en el de Lévi-Strauss), que no hacía la menor falta, que traiciona ante litteram el concepto latouriano de actante no-humano, que tampoco hace justicia a las ideas de Leibniz al respecto y que 73

arroja todo el aporte revolucionario del estructuralismo lingüístico por la borda. No quisiera sugerir que estas lagunas y dislocaciones en la percepción de la historia sean en sí un impedimento, pero con todo respeto al folklore académico franco-brasilero, éstas son las cosas que suceden cuando la antropología y las problemáticas de la cultura y el lenguaje sólo se aprenden en el desarrollo de las disertaciones de maestría y doctorado, salteándose los cinco o seis años de inmersión en la literatura disciplinar que sólo pueden experimentarse cursando los estudios de profesorado o licenciatura. Esa dependencia ingénita de los dichos de terceras partes ocasiona que Viveiros, tras quedar atrapado en las incontroladas cadenas de inferencia que pondré a la luz en los últimos capítulos del libro (pág. 248 y ss.), caiga preso de una concepción frontalmente opuesta a la de Saussure: después de haber supeditado el objeto al punto de vista y de identificar incluso una operación creadora (un momento de génesis que –si se piensa rizomáticamente– no debería estar ahí), Viveiros no tiene mejor idea que demostrar, en una nueva estampida de antropomorfismos y brincando latourianamente de un autor a otro en un patchwork de citas mutiladas de tesis imaginarias, que los objetos son puntos de vista y que no existe nada que se parezca a un punto de vista sobre las cosas: Una red es una perspectiva, un modo de inscripción y de descripción, el “movimiento registrado de una cosa a medida que se asocia con muchos otros elementos” [Jensen 2003: 227]. Pero esa perspectiva es interna o inmanente; las diferentes asociaciones de “cosas” la hacen diferir progresivamente de sí misma: “es la cosa misma lo que se ha comenzado a percibir como múltiple” [Latour 2005: 116]. En suma, y la tesis se remonta a Leibniz, no hay ningún punto de vista sobre las cosas; son las cosas y los seres las que “son” puntos de vista [Deleuze 1968: 79; 1969: 203] (Viveiros 2010[2009]: 103 ; el énfasis es mío).

No he logrado encontrar esta tesis en la obra de Gottfried Leibniz [1646-1716], quien por el contrario sostiene diversas ontologías, algunas de ellas claramente jerárquicas y diferenciadas (cf. Monadología, §29 y §82). En La logique du sens (Deleuze 1969), de donde procede la cita de Viveiros, no se menciona ninguna obra de Leibniz; en Différence et Répetition (Deleuze 1968) sí se nombran escritos filosóficos y piezas de correspondencia leibnizianas, pero no se trata nada que se parezca a dicha tesis. En Leibniz y el Barroco (Deleuze 1989 [1988]) hay multitud de citas a obras de Leibniz, incluyendo una frase que Deleuze atribuye a una carta a Lady Masham de junio de 1704. Viveiros usa esa frase en un epígrafe de “Os pronomes cosmologicos” con la debida referencia a Deleuze: “El punto de vista está en el cuerpo, dice Leibniz” (Viveiros 1996b ). Sin negar que en alguna parte escondida de su obra pueda encontrarse una expresión que signifique algo parecido, lo que Leibniz dice en su correspondencia es algo muy distinto y niega de plano aspectos centrales de la ontología perspectivista y, por supuesto, del perspectivismo amerindio. Escribe Leibniz: [A]s our own perceptions are sometimes accompanied by reflection and sometimes not, and as from reflection come abstractions and universal and necessary truths, no traces of which are to be seen in brutes and still less in the other bodies which surround us, there is reason for 74

believing that this simple being which is in us and which is called soul is distinguished by this from those of other known bodies (Leibniz 1890: 159 ; traducida del francés por George Martin Duncan; itálica en el original; el subrayado es mío).

Lo más parecido que puede encontrarse en la obra de Leibniz afirma más bien que aunque el alma está en el cuerpo, el punto de vista le pertenece a ella. La diferencia no es trivial. Como sea, las referencias bibliográficas a las cartas a Lady [Damaris Cudworth] Masham en Le Pli y en su traducción al inglés son imposibles de localizar. Indicadores deleuzianos tales como “GPh VI, pág. 368” no envían a las páginas adecuadas en la Philosophischen Schriften editada por Carl Immanuel Gerhardt ni pueden encontrarse en ninguna edición identificable (cf. v. gr. Leibniz 1885 ). Ningún traductor de Deleuze chequeó tampoco las referencias; muchas de ellas apuntan p. ej. a los Nouveaux Essais, II, cap. 8 §13 y cosas así, lo cual es también desconcertante pues tales capítulos y parágrafos ni siquiera existen (cf. Leibniz 1898b  versus Deleuze 1989 [1988]: 145 n. 26 ). Fiel a su hábito de credulidad mediada, y como si Deleuze fuera un intermediario confiable, Viveiros se abstiene de citar a Leibniz directamente. Por tal razón he puesto las obras leibnizianas fundamentales en línea para que tanto el lector imparcial como el perspectivista apasionado comprueben el parecido o la desemejanza de la tesis que Viveiros le atribuye en Metafísicas Caníbales si es que alguien tiene la suerte de dar con ella (cf. Leibniz 1890 ; 1898a ; 1989 ).26 Pero retornemos a la cita de Viveiros y reflexionemos sobre la contradicción emergente porque es de escala monumental: la tesis (a), o de SaussureViveiros, establece que existen los puntos de vista y que son ellos los que crean los objetos; la tesis (b), o de LeibnizDeleuzeLatourViveiros, alega que no existen los puntos de vista sobre las cosas, y que las cosas, los seres y hasta el sujeto mismo ya no son creados por los puntos de vista (que no existen), sino que “son” puntos de vista (que tampoco existen, obviamente) desde donde no se sabe quién contempla no se sabe qué, puesto que no hay nada que no sea un punto de vista. Dado que en un régimen de reificación tan denso y tan contrario al espíritu de la impugnación batesoniana de la falacia de concretez mal emplazada la tipificación lógica de tales enunciados deviene incierta, no es posible determinar tampoco si bajo estas premisas el perspectivismo (“un punto de vista sobre las cosas”) efectivamente existe o si no es más que –como hemos visto que lo admitió Viveiros (2012a: 47 )– una expresión de wishful unthinking. Quién sabe.27 Un último renglón de discrepancia entre la postura de Viveiros y la que me inclino a aceptar concierne a la contradicción que cada día se va revelando con mayor amplitud entre sus 26

Muchas de las obras de Leibniz disponibles en la Web se encuentran en el portal Online Books Page de la Universidad de Pennsylvania (cf. además Leibniz 2001: esp. 49, 59-60). Véanse también los materiales de y sobre Leibniz en la abarcativa Leibnitziana y en el colosal Echo Project. 27

Véase el artículo de Wikipedia sobre la falacia patética que palpita en la tesis viveiriana: una falacia denunciada por Bateson y que Deleuze, Latour y Viveiros –pese a la admiración que todos dicen profesar a este antropólogo– adoptan como su forma normal de expresión. Véase Whitehead (1949 [1925]: 68, 70 ). 75

generalizaciones y los datos empíricos recabados por los especialistas en la región (Turner 2009 ; Brabec de Mori y Silvano de Brabec 2012 ; Halbmayer 2012 ; Karadimas 2012 ; Rival 2012 ). Ernst Halbmayer (de la Universidad Philipps de Marburg) ha reunido muchos de los trabajos que se oponen a la visión unitaria del primer perspectivismo y ha llegado a conclusiones como éstas: Muchas de las contribuciones a este volumen plantean dudas sobre el supuesto de Viveiros de Castro de que, en contraste con el naturalismo, en el que los hombres son ex-animales, en el perspectivismo los animales son ex-humanos y que la humanidad es la condición originaria compartida de la cual los animales se diferenciaron. [Laura] Rival […] argumenta que “para los Huaorani, los seres iniciales de los cuales derivan tanto las especies humanas y animales no eran humanas; sólo los Huaorani contemporáneos son humanos”. Del mismo modo, [Ernst] Halbmayer afirma que, entre los Yukpa, los animales eran como los Yukpa pero no eran Yukpa. Él asegura que hay otras personas distintas-de-lo-humano que son parecidas a los humanos en grados diversos, pero no necesariamente humanos. Generalmente son protohumanos que alguna vez fabricaron o construyeron los primeros seres humanos, exhumanos (o sea animales que alguna vez fueron humanos) y no-humanos, mayormente monstruosos, seres “anti”-humanos que bien pueden aparecer en forma humana. […] Las investigaciones de [Bernd] Brabec [de Mori y Laida Mori Silvano de Brabec] también desafían la opinión de Viveiros de Castro. Brabec [y Mori] encuentran que los Shipibo (Konibo, gente real) diferencian los seres de acuerdo con su conciencia, su forma de agencia y su poder. Una fisicalidad humanoide o parecida a la humana es común a los seres conscientes, “en contraste con la fisicalidad humana como lo propone el perspectivismo ‘ortodoxo’”. […] [Dimitri] Karadimas discute la noción de “punto de vista” de Viveiros de Castro y las definiciones subjetivas y relacionales de los seres y su identidad. Mientras que Viveiros de Castro ha argumentado que los animales se ven a sí mismos como humanos y ven a los humanos como enemigos predadores, Karadimas argumenta que el principal problema con esta estrategia es que “no hay una manera absoluta de ganar acceso a la interioridad de otros seres: lo que ocurre siempre es una imputación de identidades”. […] Según Karadimas Viveiros confunde “el objeto con la categoría y piensa que las categorías crean el mundo aunque ellas sólo dan una visión específica de él” (Halbmayer 2012 ).

El cuestionamiento de base etnográfica y documental más importante que conozco de las afirmaciones de Viveiros respecto de que los animales se perciben ellos mismos como humanos y llegan a considerar su conducta como cultural es la extensa revisión del perspectivismo elaborada por Terence Turner, él mismo compañero de ruta del estructuralismo tardío y especialista en la región amazónica. Turner nos invita a considerar varios cuerpos de mitología, entre los que se cuentan los textos concretos de los mitos Gê análogos a aquellos en que se funda la visión de Viveiros. Para la visión perspectivista resulta esencial el supuesto de que los ancestros humanos nombrados en el mito, que cohabitaban como iguales con los animales, eran idénticos a todos los propósitos a los humanos actuales. Este supuesto es también central a la tesis de que los animales de la era mítica se identificaban ellos mismos como seres poseedores de una cultura, en el sentido contemporáneo de la pa76

labra (Viveiros 1996b: 119). Turner encuentra que, por el contrario, los rasgos principales de la narrativa mítica (al menos en sus variantes Gê y Bororo) contradicen esos supuestos. Acicateado por los recuerdos de mis ya distantes lecturas de las Mitológicas, que en general eran coincidentes con esta última convicción, he seguido con sumo cuidado el razonamiento de Turner, incluyendo la lectura de todos los mitos de la colección de Wilbert y la relectura de los mitos incluidos en los capítulos relevantes de Lo Crudo y lo Cocido; y al cabo de esa prolongada ordalía (a la que invito al lector a que se sume) encuentro que en el argumento de Turner hay un puñado de elementos que merecen pensarse mejor:28 El asunto fundamental de esos mitos no es la forma en que los animales llegaron a ser y continúan siendo identificados con los humanos, subvirtiendo así el contraste entre naturaleza y cultura, sino cómo fue que los animales y los humanos llegaron a diferenciarse por completo, dando lugar de este modo a la diferenciación contemporánea de naturaleza y cultura. Más que recontar la forma en que la comunidad mítica de humanos y animales resultó en la identificación perdurable de los últimos con los primeros, el mito narra la historia opuesta sobre cómo la diferenciación mutua de las especies, y con ella sus identidades subjetivas respectivas, surgieron de hecho como un corolario de la posesión unilateral de la cultura por los humanos. Eduardo Viveiros de Castro presupone que esos aspectos del carácter y la conducta animal debe ser el resultado de la identificación de los animales con los humanos, sobre la base de que el “espíritu” y la capacidad de relaciones sociales son esencialmente atributos humanos. Pero ni las culturas Amerindias en general ni las culturas Amazónicas en particular, ni los mitos en cuestión, sin embargo, ofrecen ningún soporte a este supuesto antropocéntrico. Por el contrario, los mitos indígenas Amazónicos, la cosmología y la práctica ritual proporcionan amplia evidencia de la premisa opuesta, a saber: que todas las entidades, no sólo los animales sino las plantas e incluso algunos objetos inanimados, poseen espíritus por derecho propio. […] A este respecto la evidencia etnográfica es consistente con una versión no-antropocéntrica del animismo [de Descola] más que con un perspectivismo antropocéntrico (Turner 2009: 21-22 ).

En contraste con las crónicas elaboradas por el propio Viveiros y que nos hablan de un inmenso consenso ganado por el perspectivismo (o por la Teoría del Actor-Red, o por la noción de multiplicidad a la que ahora se aferra) y a pesar que Viveiros (2014 ) en una acusación que no se entiende muy bien llega a llamar “tontas” [silly] ciertas apreciaciones de Turner acaso una pizca pasadas de esquemáticas, los antropólogos de la Amazonia que he mencionado y otros que se van agregando cada mes encuentran que no hay forma de embutir los datos en el molde de la teoría perspectivista clásica. Incluso en el plano meramente 28

Los mitos a los que se refiere Turner se encuentran compilados en el clásico Folk literature of the Gê indians editado por J. Wilbert y K. Simoneau (1978). Se trata de las narraciones cuyos números de mito y de páginas son los siguientes: 57 (160), 58 (164), 59 (166), 62 (177), 63 (181), 64 (184), 65 (190), 66 (191), 90 (242), 93 (247), 94 (248), 96 (251), 99 (257), 104 (263), 105 (265), 106 (266), 107 (266), 108 (268), 109 (269), 111 (274), 112 (276), 113 (279) y 114 (285). A ellos habría que sumar, naturalmente, los mitos Bororo y Gê referidos en la primera mitad de Lo Crudo y lo Cocido (Lévi-Strauss 1968 [1964]: 43-215, lo que es decir del M1 al M193). 77

descriptivo, un número creciente de los colegas cuyas palabras Viveiros supo utilizar para afianzar sus propios dichos se vio en el trance de tener que señalar que las cosas no eran cien por ciento como él decía. En los dos años que acaban de pasar no pocos perspectivistas encontraron que era preferible plegarse preventivamente al giro ontológico propuesto por Philippe Descola y bajar el tono y el número de las referencias a Viveiros, quien por otro lado casi dejó de hablar de perspectivismo para acentuar la problemática de la ontología apenas la moda ontológica llegó a Chicago (Descola 2014 ; Fischer 2014 ; Kelly 2014 ; Scott 2014b ; Viveiros, Pedersen y Holbraad 2014 ). Esta dinámica (que en memoria de lo que le sucedió al análisis componencial podríamos llamar “el efecto Schneider”) se ha manifestado demasiadas veces en todas las ciencias poco tiempo antes que los barcos comenzaran a hundirse y las modas revelaran su carácter de tales; por lo común éste es el preanuncio de que cualquiera sea su impacto mediático aparente o la imagen de lozanía y sex appeal que le devuelva el espejo, lo más probable es que la curva logística de la expansión de un giro teorético comience a atenuarse de aquí a poco y que el movimiento que lo impulsa se encuentre contando los años que le restan. Lo mismo sucedió en diferentes momentos cuando los boasianos y los fenomenólogos se pasaron al geertzianismo, cuando los geertzianos y los marxistas estructurales se hicieron posmodernos, cuando los antropólogos posmodernos sustituyeron la antropología por los estudios culturales, cuando los analistas componenciales se desbandaron en busca de otras estrategias, cuando los batesonianos y autopoiéticos se convirtieron en constructivistas radicales y cuando (exceptuando al incorruptible Jesús Jáuregui) los lévistraussianos residuales de América Latina se unieron a Viveiros o a Descola. La caída en las trayectorias de los modelos objeto de abandono desde el nivel de meseta hacia abajo introduce en la serie temporal propuesta en el modelo de difusión de Everett Rogers (1983 [1962]) una variante propia de las innovaciones que, hayan sido o no de adopción masiva, acaban manifestándose como las modas que son y cediendo posiciones a una moda nueva que adquiere masa crítica o a un turn suficientemente drástico ocurrido en su interior (cf. Abrahamson 1991; Abrahamson y Fairchild 1999 ).29  Todos estos factores y otros muchos han suscitado el surgimiento de una crítica que ya se atreve a tomar por blanco al perspectivismo, que debería ser mejor conocida y que aquí co29

He analizado las estadísticas acumulativas específicas de las corrientes nombradas y de otras más en los materiales preparatorios o de seguimiento de diversas publicaciones; las caídas pueden ser más o menos abruptas, pero todas las curvas logísticas exhiben el mismo perfil dinámico en que se suceden (1) una escalada en forma de función de Cantor o “escalera del diablo” fractal  (2) una meseta que marca su tranquilo apogeo una caída cuantitativa que acompaña a su decadencia cualitativa (Reynoso 1986a ; 1987 ; 1991a ; 1998; 2000 ; 2006; 2008a). Las cifras de la trayectoria perspectivista hasta la fecha alcanzan valores más altos que los de otras corrientes y los procesos de cambio son hoy en días más rápidos, pero la forma de la curva de crecimiento es virtualmente la misma. Aunque todavía es prematuro para hablar de decadencia o de procesos de diferenciación es dudoso que en el largo plazo el perspectivismo vaya a constituir un caso excepcional; como fuere, de acá a quince años les cuento. 78

menzamos a inspeccionar. Una de las críticas mejor fundadas es la de Silvia Citro y Marianela Gómez (2013) de mi misma Universidad de Buenos Aires: [D]esde mediados del siglo XX, la presencia y acción estatal reforzó las prácticas y lógicas “civilizatorias” conducidas por las misiones en las décadas anteriores (como la escolarización, higiene y medicina occidental) e introdujo nuevas prácticas legales-burocráticas (como los documentos de identidad, títulos de propiedad de la tierra, jubilaciones y planes asistenciales, etc.) y, ya con el retorno de la democracia a inicios de la década de 1980, la política partidaria y las elecciones. […] Todo ello nos lleva a otorgar una particular importancia a la relación entre estos procesos históricos y los cambios socio-culturales, a los vínculos con el estado y la economía política, incluso para aquellos que trabajamos en temáticas como el ritual, el arte y las prácticas y representaciones corporales, como es el caso de Citro, o las relaciones de género y los usos del territorio, como es el de Gómez. Sin embargo, si nos guiamos por los últimos escritos de Viveiros de Castro (2004; 2010), así como por los de algunos otros colegas que acompañaron y siguieron sus líneamientos, notamos la ausencia de referencias a estos procesos; por ello nos preguntamos si los grupos amazónicos fueron menos afectados por este tipo de dinámicas o éstas tuvieron un impacto menor en la transformación de las subjetividades y corporalidades indígenas. En este sentido, recientemente Alcida Ramos ha señalado que el perspectivismo reduce la complejidad etnográfica de “Amazonia” a un único modelo, llevando a que las etnografías locales arrojen resultados uniformes que tienden a tomar la forma de un dogma. La autora sostiene que “Amazonia” no es una región homogénea culturalmente y que el perspectivismo no toma en cuenta ni las problemáticas históricas ni las actuales que afectan “las vidas reales de los indígenas” (Ramos 2012a, p. 482) (Citro y Gómez 2013: 255 ).

Precisamente Alcida Ramos, una antropóloga brasilera a quien Citro menciona con una acertada percepción de su acuidad profesional y de su experiencia en Amazonia, ha descripto como pocos lo han hecho los riesgos del perspectivismo:30 El caso Yurupary en el contexto Makuna demuestra que no es antropología coherente asegurar que el multinaturalismo es universal en el mundo Amerindio. […] Cada texto nuevo lleva a Viveiros de Castro una pizca arriba en una escalada de aserciones extravagantes que devienen cada vez más indulgentes, rayando en la irreverencia. El siguiente esfuerzo de intento de traducción proporciona un ejemplo: “un modelo que podríamos rotular ‘cuasi-ergativo’ (o quizá ‘ergatividad partida’ [split ergativity], si supiéramos lo que es eso)” (Viveiros 2011b: 43 ). La facilidad con la que se hacen generalizaciones exageradas en nombre de una “cosmología perspectivista Amerindia” (Viveiros 2004: 11) puede sorprender a antropólogos experimentados familiares con la Amazonia indígena. Arrastrado por su propia elocuencia, Viveiros de Castro se ha tomado libertades infundadas con la etnografía indígena. Consideremos los siguientes pasajes: “El pensamiento Amerindio puede describirse como una ontología política 30

La mayor parte de la producción de Alcida Ramos y otr @s antropólog@s de su escuela se pueden encontrar en los más de cuatrocientos documentos de la Série Antropologia albergados en el sitio de la Universidade de Brasília, http://www.dan.unb.br/corpo-docente (visitado en agosto de 2014). 79

de los sentidos, un pan-psiquismo materialista radical”. Es un pensamiento que concibe “un universo denso, saturado con intenciones que están ávidas de diferencias” y en el cual todas las relaciones son sociales. Estas relaciones “se esquematizan mediante una imaginería oralcaníbal, un tópico obsesivamente trófico que inflexiona todos los casos y las voces concebibles del verbo comer: dime cómo, con quién y qué es lo que comes (y lo que tú comes con quién) y te diré quién eres. Uno predica a través de la boca” (Viveiros 2011b: 3 ). A despecho de numerosos análisis del uso ritual del cuerpo humano (Seeger 1975; Turner 2007), Viveiros de Castro se va por las ramas con tiradas gratuitas como ésas. Con extravagantes brochazos, tradiciones indígenas enteras, tales como las valoradas artes de la oratoria, los diálogos ceremoniales, las sesiones shamánicas, el canto ritual y otras poderosas expresiones verbales, meticulosamente construidas y diversificadas a través de innúmeras generaciones, se reducen a una glotona boca abierta (Ramos 2012a ).

Después de cincuenta años y de una docena de artículos que ya han comenzado a preguntarse “qué fue el posmodernismo”, las parrafadas disciplinadamente pos-estructuralistas y pos-lacanianas como las que ejemplifica Ramos, esmeradamente arracimadas a través de páginas enteras, constituyen uno de los rasgos más indefendibles que atraviesan las formas tardías de la escritura en el interior del movimiento perspectivista en general y de la obra de Viveiros en particular. En rondas cómplices de críticos teoréticamente afines nos hemos intercambiado fórmulas y mantras perspectivistas y pos-estructuralistas tanto o más retorcidas que las mencionadas más arriba. He llegado a reunir una rica antología de pleonasmos y sinsentidos de variadas especies que con frecuencia utilizo en clase para ilustrar los extremos a los que llega la retórica cuando se requiere connotar fidelidad doctrinaria o encubrir que un discurso debe aparentar sustancia y no encuentra la forma de escapar de su atolladero. En experimentos de discriminación entre escritura humana y mecánica que he desarrollado en talleres y clases en cinco o seis disciplinas distintas en otros tantos países, las frases de Viveiros ( junto a otras de Homi Bhabha, Jacques Lacan, Jean Baudrillard, Félix Guattari y Gilles Deleuze, en ese orden descendente) han sido votadas chomskyanamente por quienes saben de rutinas, artimañas y afasias de la imaginación como  “Probablemente escritas por un generador estocástico”,  “… por un autómata de almacén”,  “… por un autómata ligado linealmente” o  “… por una máquina de Turing”. La opción  “… por un ser humano” va quedando progresivamente abajo conforme el experimento se amplía y repite. A medida que publica textos cada vez más intranquilos, derivativos y presurosos, Viveiros no hace más que avanzar posiciones hacia el extremo maquinal de la tabla. Pueden encontrarse (y a veces generarse) más ejemplares del género en mi Portal de las Retóricas Cientificistas y Posmodernas, en los reportes que mis colegas y yo hemos compilado a lo largo de cuatro décadas y, por supuesto, en el impagable panfleto sobre las Imposturas Intelectuales de Sokal y Bricmont (1999: 14-15, 21, 26-27, 30-31, 101-106, 129-137, 157-169, 207-208 ), en el cual no se cuestiona al posmodernismo yanqui y necio del que 80

Viveiros reniega con buenos motivos, sino exactamente al pos-estructuralismo parisino del cual muy tardíamente se ha tornado partidario sin mencionar jamás que en muchos rincones del mundo (y hasta en el movimiento pos-colonialista) hay muchos estudiosos que con buena razón se le resisten. Con gusto enviaré la colección de frases estrambóticas, el código fuente y el protocolo experimental a quien los pida, pues ciertas antropologías se han tornado tiesas y solemnes y no todos los días puede uno divertirse tanto.31 La perogrullada opositiva que sigue, producto de lo que Viveiros imagina que han de ser las multiplicidades, es uno de mis ejemplares favoritos de la colección: [C]omparar multiplicidades quizás tampoco sea lo mismo que establecer invariantes correlacionales por medio de analogías formales entre diferencias extensivas, como en el caso de las comparaciones estructuralistas clásicas en las que “no son las semejanzas, sino las diferencias, las que se parecen” (Lévi-Strauss, 1965 [1962: 111]). Comparar multiplicidades –que son sistemas de comparaciones en sí mismas y por sí mismas– es determinar su modo característico de divergencia, su distancia, interna y externa; aquí el análisis comparativo iguala a la síntesis separativa. Por lo que se refiere a las multiplicidades, no son las relaciones lo que varía, sino que las relaciones son lo que une: son las diferencias las que difieren (Viveiros 2010a [2009]: 107 ).

Como veremos más adelante (pág. 248 y ss.), las multiplicidades riemannianas (que son las aquí implicadas) distan de ser en algún sentido formal “sistemas de comparaciones” o entidades en las que independientemente de su clase (discreta o continua) se pueda global y simultáneamente estimar su “distancia” interna y su “distancia” externa, cualquiera sea el objeto, la instancia o el espacio del que se distancien (cf. Riemann 1867 ). Pero, aunque lo fuesen, la descripción antedicha niega, como también se verá, el carácter que Deleuze y Viveiros (2010a [2009]: 22 ) atribuyen a su propia idea de multiplicidad tautegórica e inmanente, irreductible a todo sistema extrínseco de coordenadas y a toda noción de “divergencia” o “distancia externa”. Lo que busco subrayar aquí, sin embargo, es esa propensión incontenible al oscurecimiento retórico, al uso de jerga recargada y a las insinuaciones para cómplices de la que ya tuvimos algunas muestras. En este sentido la oración que sigue también es notable, sobre todo por la alusión a un término auto-referencial que excluye nada menos que al sujeto de la elocución: Una transformación del rechazo de la auto-objetivación onomástica se encuentra en los casos o los momentos en que, el colectivo-sujeto se considera como parte de una pluralidad de colectivos análogos, el término auto-referencial significa “los otros” y es utilizado sobre todo para identificar los colectivos en los que el sujeto se excluye. La alternativa a la subjetivación pronominal es una auto-objetivación igualmente relacional donde “yo” sólo puede significar “el otro del otro” (Viveiros 2002b: 185). 31

Véase http://carlosreynoso.com.ar/portal-de-la-retorica-posmoderna/. Visitado en enero de 2015. 81

Vale la pena citar uno de los ejemplares favoritos de Sergio Morales Inga, con quien no puedo sino estar de acuerdo en que el fragmento es reminiscente de los pasajes más rebuscados del ensayo deliberadamente fraudulento de Alan Sokal (1995 ): Esta torsión asimétrica del animismo perspectivista ofrece un contraste interesante con la simetría que muestra el totemismo. En el primer caso, una correlación de identidades reflexivas (un humano es para sí mismo como un determinado animal es para sí mismo) sirve de sustrato a la relación entre la serie humana y la serie animal; en el segundo, una correlación de diferencias (un humano difiere de otro humano como un animal de otro animal) articula estas dos series. Una correlación de diferencias produce una estructura simétrica y reversible, mientras que una correlación de identidades produce la estructura asimétrica y pseudoproyectiva del animismo. Esto ocurre, creo, porque lo que el animismo afirma, después de todo, no es tanto la idea de que los animales son semejantes a los humanos, sino la de que ellos –como nosotros– son diferentes de sí mismos: la diferencia es interna o intensiva, no externa o extensiva. Si todos tienen alma, nadie es idéntico a sí mismo. Si todo puede ser humano, nada es humano inequívocamente. La humanidad de fondo vuelve problemática la humanidad de forma (Viveiros 2004: 54 , citado por Morales Inga 2014 ).

Ahora que los académicos viven tantos años como han vivido Raymond Firth o LéviStrauss y que por ello ya no hay tantos Fetschriften de homenaje para los antropólogos sesentones (que ahora serían jóvenes a mitad de carrera), en los últimos años Viveiros –a quien imagino esperando ansiosamente su turno para publicar su panfleto consagratorio en Prickly Pear Press– está comenzando a ensayar, prematuramente, el estilo aforístico, sapiencial y socarrón que se espera de celebridades de edad un poco más avanzada que la suya o la mía. En “Zeno and the art of anthropology. Of Lies, Beliefs, Paradoxes, and Other Truths” (intencionalmente titulado –apuesto– a la manera del último Marshall Sahlins)32 escribe como si estuviera codificando la normativa de la futura epistemología comparativa para la disciplina: El problema es para mí cómo dar a la expresión relativismo comparativo un significado específico de la antropología social. Gran parte de mi obra –por lo menos desde que conmuté de la geofilosofía de campo a la especulación ontográfica– ha consistido en analizar el relativismo no como un enigma epistemológico sino como un tópico antropológico, susceptible de comparación traductiva (o equivocación controlada) más que de adjudicación crítica (Viveiros 2011a: 129).

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Títulos característicos del período Haiku de Marshall Sahlins son, por ejemplo, “Reports of the Deaths of Cultures Have Been Exaggerated” (2001), Waiting for Foucault, still. Being after-dinner entertainment by Marshall Sahlins (2002), “Anthropologies: From Leviathanology to Subjectology – And vice versa” (2003; 2004) y el rabeleisiano La Ilusión Occidental de la naturaleza humana. Con reflexiones sobre la larga historia de la jerarquía, la igualdad y la sublimación de la anarquía en Occidente, y notas comparativas sobre otras concepciones de la naturaleza humana (Sahlins 2011 [2008], original publicado en Prickly Paradigm Press ). Puede que desde lejos parezca una nimiedad o una coincidencia, pero la capacidad de mímesis de movidas intelectuales secundarias y efímeras por parte de Viveiros es, a mi modesto entender, admirable. 82

No es que no se entienda lo que intentan expresar las frases, pues sí se entiende. Nadie necesita la asistencia de Viveiros o de algún consultor externo para entender ideas que vuelan bastante más bajo de lo que sus cultores sueñan aun cuando las embrollen para que luzcan trascendentales. Lo que incomoda no radica en la dificultad del asunto, que es en sí muy módica, sino en que la modesta significancia de lo que se dice no amerita la afectación con que se lo enuncia, por más que esté de moda argumentar tamañas abstracciones pedagogizantes y hacerlo de ese modo. Pero esta línea de crítica es demasiado fácil y quizá en el fondo inútil para disuadir a los fundamentalistas, persuadir a los adversarios o recuperar a los indecisos. Las fallas pragmáticas y políticas del movimiento son tal vez más perturbadoras. Una vez más escribe Alcida Ramos: Uno no puede más que maravillarse sobre el mérito de las teorías grandiosas como la que encarna el perspectivismo. Aunque ha inspirado a los antropólogos más jóvenes –y continúa haciéndolo– entraña un número de riesgos, tal como V[ictor] Turner señalaba décadas atrás. Primero, el perspectivismo está abierto a la replicación vulgar, invitando a excesos interpretativos. Segundo, se replica con facilidad, conduciendo a una implausible uniformidad de resultados y asumiendo la inquietante forma de un dogma. Tercero y más importante, al reducir la complejidad etnográfica a un solo modelo, virtualmente rehúsa reconocer la creatividad indígena. Más aún, tal modelo reducido, interesante como pueda ser para los perspectivistas, no lo es para los indios. Al abdicar del rol central de la investigación etnográfica como medio de llegar a una comprensión más profunda de y de un respeto hacia los pueblos indígenas, el perspectivismo falla en la empresa de incitar a los etnógrafos a usar su imaginación antropológica para nuevos descubrimientos. Más todavía, en tanto teoría, el perspectivismo es, en el mejor de los casos, indiferente al predicamento histórico y político de la vida indígena en el mundo moderno (Ramos 2012a: 489 ).

Si el perspectivismo tiene un talón de Aquiles en el que los futuros contrincantes pueden hincar el diente, ése es todo el discurso que rodea a la especificación de su compromiso político efectivo. No me refiero a su narrativa sobre el pasado tenebroso, sobre un tiempo al que con algo de ingenio siempre se puede (como dirían Roy Wagner, Marilyn Strathern o Clifford Geertz) reinventar o ficcionalizar sin necesariamente mentir. No es el pasado lo que representa un problema, porque las sucesivas dictaduras latinoamericanas posibilitaron que muchos actores de nuestra generación puedan exhibir historias parecidas y más o menos creíbles y admirables de resistencia pasiva, militancia, libertad de espíritu e (incluso) clandestinidad armada, sin que importe mucho lo pequeñoburgués, neoliberal, posmo, antimarxista, yuppie o acomodaticio que uno se haya tornado después (cf. Viveiros 2013a: 258; Reynoso 1984 ). El problema comienza cuando se trata del presente y se hacen proyecciones a futuro. La pregunta es, a boca de jarro, cuál es el posicionamiento concreto y la propuesta política que el perspectivismo planea adoptar de aquí en más. Puede que las contradicciones y los eufemismos en que incurre el perspectivismo cuando procura justificar su perspectiva política suministren sólo evidencia circunstancial; pero, 83

como quiera que se los juzgue, los contrasentidos en que el movimiento se ve envuelto son imposibles de disimular. Por un lado, y en un párrafo atestado de guiños y alusiones irónicas a colegas en contienda, Viveiros admite: Elegí estudiar a los indios. Pero mi “compromiso” con estos pueblos que estudio no es un “compromiso político” sino un hecho biográfico, una consecuencia de mi vocación y carrera profesionales. No hago de mi “compromiso” con los indios ni la causa, ni el objeto, ni la justificación de mi investigación; no es ninguna de esas cosas: es la condición de mi trabajo, que acepto y que nunca me pesó. No me parece una cosa muy noble justificarse apelando, en general ostentosamente, a la importancia política de lo que se está haciendo. Los peligros de la autocomplacencia son enormes. […] He visto tantas veces eso del “compromiso político” usado como una especie de tranquilizante epistemológico… (Viveiros 2013a: 34).

Al igual que pasa con las indirectas y elipsis en que abunda Viveiros toda vez que tiene que hablar de teoría, uno se pregunta quiénes podrían ser los sujetos políticos y/o los adversarios académicos que son objeto de tanta ironía encomillada y por qué razón nunca se los llama por su nombre. Pero todo lo anterior cambia completamente de signo cuando en otro reportaje concedido en 2007 para Amazonia Peruana Viveiros proclama: [V]eo el perspectivismo como un concepto de la misma familia política y poética que la antropofagia de Oswald de Andrade, esto es, como un arma de combate –indios y no indios mezclados– contra la sujeción cultural de América Latina a los paradigmas europeos y cristianos (Viveiros 2013a: 94).

Ignoro si la mutación tempestuosa de Viveiros es una respuesta a la crítica política que se le formuló, si se trata de una mera casualidad, o si en verdad el movimiento procura incorporar a su horizonte de intereses algo que no sea su propio triunfo en la academia. Alcanza con leer la crítica ya mencionada de Gayatri Chakravorty Spivak (1988 ) a la filosofía europeizante y burguesa en la que Viveiros hoy se apoltrona33 para comprobar que éste insiste en concederle la palabra a los forjadores pos-estructuralistas de una máquina de guerra a quienes la alteridad ni siquiera llegó a importarles lo suficiente para conducirlos al diseño de un programa que cediera protagonismo efectivo a la perspectiva del Otro y para que nos entregaran conocimientos cabalmente descentrados a los que no podríamos acceder por otras vías. Alcanza también con documentar la falta de sustancia innovadora y capacidad operativa del giro perspectivista (a lo que dedicaré algunas observaciones específicas [cf. pág. 273 y ss.]) para acreditar la sospecha de que este bullicio programático de alianza étnica, condescendencia intelectual y crítica de la cultura puede ser una maniobra distractiva orientada a encubrir que el movimiento ha identificado mal al adversario y que carece de instrumentos apropiados para librar por su cuenta (enemistado en vano con gran parte del espectro teórico) tan tremendo combate. 33

Pues sí, la de Gilles Deleuze y la de Michel Foucault. Trataré la cuestión con el detenimiento debido más adelante ( pág. 195 y subsiguientes). 84

Otra de las críticas que recientemente me han causado mejor impresión es la que James Laidlaw, el siempre estimulante antropólogo social de Cambridge, dedica a Not quite shamans, del viveiriano ortodoxo Morten Axel Pedersen (2011): La teoría en cuestión es variadamente etiquetada perspectivista, pos-plural, pos-humana, ontológica (i. e. pos-epistemológica) y unas pocas otras designaciones, las cuales por lo general anuncian con insistencia su nuevidad [newness]. Ciertamente, para una visión que se define a sí misma tan resueltamente contra “Euro-América”, esto parece traicionar una notable fe en la avant-garde. La teoría dice […] que la “alteridad radical” de ciertas sociedades (en “Melanesia, el Amazonas y el norte de Mongolia”) consiste no en que ellas tengan diferentes puntos de vista “socialmente construidos” sobre el mismo mundo (natural), sino en que ellas viven de hecho en mundos diferentes. Las diferencias entre ellas y Euro-América no son por tanto epistemológicas (diferentes formas de conocer la misma realidad) sino ontológicas (realidades fundamentalmente distintas). Con esta teoría, y debido a que ella asevera “la auto-determinación ontológica de los pueblos del mundo” (la frase es de Viveiros de Castro) se dice que los problemas del “relativismo” desaparecen; la imagen con la que debemos lidiar no es multi-cultural sino multi-natural, y el desafío teorético para la antropología es ahora desarrollar nuevos conceptos que nos permitan comprender esta realidades “naturales” alternativas: nuevas nociones de verdad, causa, relación, etc. Afortunadamente, por una asombrosa coincidencia histórica, muchos de los recursos conceptuales necesarios fueron prefabricados para nosotros por Gilles Deleuze, por más que el problema en esta forma no hubiera sido descubierto cuando él escribía, o aunque él viviera en una ontología Euro-Americana. Pero esa es por completo otra historia (Laidlaw 2012 ).

De todos los cuestionamientos hasta aquí recorridos –el mío inclusive– la crítica formulada por James Laidlaw en Inglaterra, por Alcida Ramos en Brasil, por Silvia Citro en Argentina, por Miguel Bartolomé en México, por Sergio Morales Inga en Perú y por el incógnito Le Petit Agathon en algún lugar del Tercer Planeta, acompañada por la lectura que hemos emprendido junto a un puñado de antropólogos, etnógrafos y estudiantes de antropología de diversos enclaves de América Latina y España ha sido tan pertinente y serena como arrolladora y resultó para mí motivo de celebración conocerla, sopesarla y hacerla conocer un poco mejor en este hipertexto abierto, un documento que pretendo sea más genuinamente perspectivista y cambiante que su objeto de crítica y cuyo trabajo de resistencia y reafirmación disciplinar recién se inicia. El único punto oscuro que subsiste es, como yo lo veo, establecer en qué estaban distraídos los combatientes alineados con el perspectivismo cuando Daniel Everett, mucho más torvo y tenebroso que cualquier otro estudioso del campo, salió al ruedo y opacó el esplendor de la antropología amazónica, orgullo del Brasil, promulgando a la vista de todos y sin una sola evidencia verosímil tanto la incompetencia intelectual de los actores y actantes de la tribu que le tocó en el reparto como la puerilidad de la antropología, la perspectivista inclusive.

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PHILIPPE DESCOLA: EL CONTACTO EN FRANCIA Nada sería más falso que oponer tipos de saber concebidos como irreductibles unos a otros a lo largo de los siglos y entre los cuales se realizaría el tránsito de manera brusca e inexplicada. Claude Lévi-Strauss (1986 [1971]: 576). Descola juega uno de los juegos del lenguaje de los Modernos latourianos, tipologizando, buscando esquemas esenciales, compuestos por identificaciones y relaciones, que son heurísticas en el mejor de los casos, y en el peor imposiciones de una caja lógica cuatripartita, seccionada en cruz con multiplicidad de tipologías de relaciones. Michael M. J. Fischer (2014: 332 )

Celebrado un par de veces por su director de tesis doctoral (el propio Claude Lévi-Strauss) en un empate técnico con Viveiros y en una época en que ambos eran todavía guardianes del templo estructuralista, el francés Philippe Descola, filósofo primero y luego antropólogo ligado a Maurice Godelier, supo regalarnos todavía a mediados de su carrera largas y detalladas narrativas, la mejor de las cuales quizá sea Las lanzas del crepúsculo. El libro es un compendio muy bello (aunque no particularmente memorable) que los editores del volumen o Descola mismo –a la manera de Clastres– se sintieron atávicamente compelidos a subtitular Relatos Jíbaros – Alta Amazonia, para sacar provecho, conjeturo, del valor agregado que en el imaginario popular y en la academia se concede a esos indios legendarios, reputados desde la época colonial como arquetipos perfectos de lo feroz, no precisamente pulcros, cazadores y reducidores de cabezas, dionisíacos y caníbales por antonomasia (Descola 2005a [1993]: 98, 144, 265-273, 331, 420-421; cf. Gnerre 1973). Desde esos materiales de trinchera –celebrados por la crítica, pero a mi juicio excedidos en minucia descriptiva, esmalte estilístico y vegetación verbal sin uso científico imaginable– Descola ha proporcionado complemento, realimentación y carnadura a los trabajos más abstractos y militantes de Viveiros, alejándose a veces un poco de él, aceptando con docilidad y resignación los ataques periódicos del líder y retornando cíclicamente al camino de lo que ha coagulado como la ortodoxia del alguna vez agonizante perspectivismo lévistraussiano del primer tipo o (como se lo ha llamado metonímicamente, malgré lui) de la ontografía comparada o neo-animismo, movimiento revitalizado hoy (por obra de la traducción de su manual teórico del original francés al inglés americano) y promovido como el giro ontológico de la antropología: un acontecimiento que ya había sucedido antes pero que ahora, con los textos canónicos ya vertidos a la imbatible lingua franca del inglés, parece que al fin está ocurriendo en serio (Turner 2009 ; Costa y Fausto 2010 ; Venkatesan 86

2010 ; Karadimas 2012 ; Paleček y Risjord 2013 ; Bartolomé 2014 ; Harvey 2014; Descola 2014 ; Fischer 2014 ; Kelly 2014 ; Sahlins 2014 ). En algún sentido, la trayectoria académica de Descola es una instancia estándar de una clase bien conocida. En la tradición francoparlante –como hemos visto– lo común es que los científicos sociales se licencien primero en una filosofía destinada a olvidarse sin dejar rastro y luego descubran su verdadera vocación cursando una maestría y doctorándose como antropólogos; en concordancia con los dos ritos de pasaje de esta segunda carrera inauguran su trayectoria pública confeccionando sendas etnografías relativamente libres de teorización apenas regresados de la selva; por último, los que se encuentran entre los elegidos coronan su vida profesional escribiendo un libro atrás de otro de teoría antropológica primero, de polémica intelectual más tarde y de aforismo sapiencial y tono emérito cuando la vejez les pisa los talones (cf. Descola 1986; 2005c; 2009; 2011b). Entre la etnografía y la antropología teorética habría un período etnológico que no está claro en qué obras encarna y que acaso no sea más que una expresión de deseos del propio Descola para que la secuencia luzca menos abrupta. Aquellos que llegan a los planos superiores puntúan buena parte de su vida profesional con prólogos, reportajes, distinguished lectures y conferencias magistrales sin escuchar jamás el veredicto de un referato, dado que ninguno de ellos accedería a admitir la existencia de peers. Quien fuera el cómplice más íntimo de Descola, Viveiros, pinta descolianamente los estadios finales de la fase antropológica de su propia carrera de una manera parecida a la que he esbozado pero con otros acentos: En los últimos años he alcanzado, según todo lo indica, lo que los científicos llaman filopausa (fin del período productivo, en el sentido empresarial del término, comienzo de una etapa de retrospección marcada por una cierta elocución sapiencial) y vengo buscando reflexionar sobre las implicancias filosóficas de la antropología como disciplina, explorando las transiciones y transacciones entre ella y ciertas ramas de la filosofía, en particular la metafísica, especulativa o experimental (Viveiros 2011b ).

Si bien este estilo de trayectoria profesional es de reconocida estirpe francesa (con un toque británico en el ápice aforístico), hoy en día existen en lo que antes se llamaba Tercer Mundo otras imposiciones políticas y burocráticas que hacen que para el común de los antropólogos sea muy complicado volver al campo después de unos años, quedarse allí todo el tiempo que se les antoje (o que su proyecto de investigación requiere) y retomar la elaboración de una etnografía a la vieja usanza. Haciendo quedar malparados los razonamientos de los que son capaces los Amerindios que militan en las federaciones indígenas (de las que a despecho de la mentalidad perspectivista y pos-estructural que se les atribuye se dice que no llegan a entendernos cabalmente) Descola lo expone de este modo: Hoy en día no se puede hacer trabajo de campo en Amazonia sin hacer alguna clase de arreglo formal con una federación indígena que pretende tener algún control sobre lo que uno 87

hace, lo que es perfectamente normal. Sin embargo, la mayor parte de las demandas que caen sobre los antropólogos se encuentran tan mal concebidas como las que hacían los burócratas europeos en otros contextos de la antropología aplicada. La naturaleza de nuestro trabajo no siempre es comprendida con claridad por esas organizaciones y se nos pide siempre hacer las mismas cosas: estudiar plantas medicinales, recolectar mitos, vieja literatura – Se nos percibe como museógrafos cuya tarea es salvar la “cultura tradicional” (Knight y Rival 1992: 12).

Instalado en el campo teórico de grado o por fuerza (y me inclino por lo segundo) la última teoría que elaboró Descola después de algunos ensayos preparatorios desarrolla una tipología que se precia de universal sobre los modos de identificación que han servido a los humanos para articular cuatro y sólo cuatro modos de ontología: naturalismo, animismo, totemismo y analogismo, que son como otras tantas maneras de definir las fronteras entre uno mismo y lo otro. De cada ontología, dice Descola, y como en los tiempos del Sturm und Drang, se derivan nada menos que las cosmovisiones de los pueblos, las cuales pueden diferir de un caso a otro; todas las ontologías, sin embargo, poseen en común una fuerte referencia antropocéntrica, lo cual, como habrá de verse, introduce un factor de igualación que menoscaba un poco la importancia de las distinciones y que ha estimulado la crítica de alguno que otro antropólogo importante (cf. Fischer 2014 ; Sahlins 2014: 281-282, 288-289 ; Descola 2008 [2007] ). El tratamiento de un tema tan rico requiere, igual que en la versión perspectivista de Viveiros, una antropología que sustituya la antigua distinción dualista entre naturaleza y cultura por lo que Descola propone llamar una ecología relacional. Pero apenas el tema amaga tornarse sistemático Descola retrocede y admite que algunas instituciones puede que tengan rasgos híbridos y que lo más probable es que se manifiesten excepciones a la regla. Igual que fue el caso del semiótico Charles Sanders Peirce o del antropólogo Victor Turner con algunas de sus inestables clasificaciones de signos y símbolos, Descola carece de la infrecuente habilidad de construir taxonomías que no postulen límites porosos y zonas de sombra, que se ajusten sin ambigüedad a los datos recabados etnográficamente, que sirvan para tipificar sin conflicto a la totalidad de las etnías, que no se rindan a las tentaciones demasiado fáciles del esencialismo y que no dejen multitud de casos anómalos fuera de consideración. O me parece a mí o el trámite de las ideas de Descola tiene un aire en común con el castigo de Sísifo; el hombre se desdice y relativiza tanto sus categorizaciones que es muy difícil pillarlo preso de una idea con capacidad predictiva y peso correlacional que se mantenga más allá de unas cuantas páginas. Aun si consentimos en creerle todo lo que dice nunca logramos alejarnos del punto de partida y hacernos de una visión de conjunto suficientemente contrastiva que sea útil para algo más sustancioso que la tipificación misma. Cuando critico su obra a veces echo de menos las destempladas disonancias de Viveiros de Castro, los simplismos en que a éste le hace incurrir su flamante militancia pos-estructural, la marginalidad, el carácter maldito, el autobombo, la vaguedad argumentativa, el tono estentóreo de 88

sus antecesores preferidos, su costumbre de reverenciar autores que no ha leído mucho o que ya no recuerda bien, su vulnerabilidad de kamikaze. Comparado con él se diría que Descola se regodea en la monotonía y en una especie de escritura un poco bipolar, tímidamente crítica, sí, pero siempre situada en el registro de lo seguro. Este juicio es sin embargo relativo. Dado que Descola nos atribuye a los occidentales una única ontología naturalista, acaba convirtiéndonos a todos en informantes calificados e instalándose él mismo en una posición riesgosa: el hecho es que por una atribución mucho más anodina que ésa a propósito de las relaciones ab-lineales en el sistema yanqui de parentesco, David Schneider (un yanqui nativo) sumió en el descrédito al análisis componencial, se llevó por delante a todo el movimiento de la Nueva Etnografía y, ya sin freno, propició el declive de los estudios de parentesco en la antropología norteamericana primero y en buena parte de la ecumene después, análisis parental de la Amazonia inclusive (cf. Reynoso 1986a ; 2012: 373-408). El hecho es también que al menos dos occidentales calificados (uno de ellos el propio Descola) han presentado evidencia que desmiente la tipificación o echa dudas sobre la especificidad de los atributos que definen las diferentes clases de ontología. Dado que en estos espacios disciplinares las diferencias de poder y el mayor prestigio cotizan más alto que la contundencia de las refutaciones o la falsación de los teoremas, acaso Sahlins se constituya para Descola, cuando aquél se decida a propinar el golpe de gracia, en la Nemesis impiadosa que David Schneider fue para el cognitivista Ward Goodenough en otro momento crítico de una antropología casi siempre situada al filo del caos (cf. Sahlins 2014: 288-289  versus Descola 2014: 299 ).

Tabla 1 – Las cuatro ontologías (Descola 2012:190)

Todo ponderado, la metáfora que mejor describe la configuración discursiva de Descola se diría que es (como se podría decir de las Mitológicas) la de la composición sinfónica, esta vez con un tono entre minimalista y posmoderno. Intercalando extensos motivos que se dirían lévistraussianos y de factura literaria prolija con modulaciones redundantes y desarrollos tan carentes de sustancia, pulido y novedad que ningún acólito ha considerado hasta hoy merecedores de ser citados, Descola compone una taxonomización ontológica que él mismo se encarga de desmontar, sin subrayarlo, a medida que la despliega. En la gran escala, el esquema madre de la ontología de Descola se parece al de nuestra Tabla 1, un grafismo que, aunque casi nadie ha caído en ello, es, como toda matriz, equivalente a (o transformable en) un árbol jerárquico. En el análisis de redes sociales los datos que 89

definen las redes y los árboles (que son a su vez redes) proceden en realidad de una matriz de incidencia o de una tabulación equivalente. Es ésta una obviedad bien conocida por la antropología cognitiva, redescubierta por nadie menos que Marshall Sahlins, pero contra la cual Descola se apresuró a protestar por temor (conjeturo) a despertar la ira de Viveiros y de sus colegas rizomáticos más intransigentes (cf. Sahlins 2014: 283, fig. 1 ; Descola 2014 ; Reynoso 1986a: 102-103 ; Reynoso 2014a ; ver más adelante pág. 117). Aunque resulte difícil de creer, el hecho es que las diversas variantes del perspectivismo se dejan caer muchas veces en una especie de lógica fast-food, un razonamiento basado en viñetas que es más pasionalmente axiológico que ontológico y que por momentos es reminiscente de las querellas entre Lilliput y Blefuscu sobre el lado correcto en el que se deben cascar los huevos. Mientras que en el interior del movimiento las matrices suelen ser objeto de tibia repulsa debido a su connotación taxonómica, los árboles son posiblemente la encarnación del horror en la epistemología de bolsillo que comparten no pocos perspectivistas de inclinación deleuziana (Deleuze y Guattari 2006 [1980]: cap. 1). Según Descola, el naturalismo caracteriza “nuestro” sistema por lo menos desde los comienzos de la “modernidad”, arrancando apenas un poco después del Renacimiento y estableciendo una continuidad de fisicalidades entre los humanos, los no-humanos y a la larga la totalidad de la naturaleza.34 Por el otro lado, existe una discontinuidad entre las “interioridades”, en la medida en que el naturalismo no reconoce ninguna manera de accesar a la interioridad de los no-humanos, tales como los animales, los objetos, los dioses, etc. De los 34

Sería aleccionador contrastar esta caracterización monolítica de “nuestro” sistema naturalista con la sucesión de las tres epistemes foucaultianas tal como se las describe, por ejemplo, en Las Palabras y las Cosas (Foucault 1984 [1966]). Mi primera impresión es que en el naturalismo de Descola aparecen principios que en realidad no son en absoluto modernos y que se corresponden con ideas de diferencia y semejanza más bien características de las epistemes clásica y renacentista según Foucault. Lo más lastimoso, sin embargo, es que cuando se coteja la sucesión epistémica foucaultiana con las ontologías sincrónicas de Descola se pone de manifiesto el carácter a-histórico que ambos autores atribuyen a todas las ontologías del mundo a excepción de la “nuestra”. También resulta evidente la exclusión de infinitas corrientes de pensamiento y de manifestaciones de diversidad intracultural en aras de la homogeneidad interna de la idea, así como la falta de consideración de las grandes civilizaciones africanas y orientales en el cuadro de las ontologías y epistemes posibles. En lo sucesivo no cuestionaré esos grandes esquemas más allá de esta nota al pie porque ello tornaría este libro tedioso e infinito. Dejo empero flotando la sugerencia, no sin antes recordar que en las inmediaciones del perspectivismo pululan otras matrices ecuménicas, y ante todo la de Bruno Latour (1991a) y la de Roy Wagner (1986: 123). Esas tabulaciones (y otras más de un género que podríamos llamar mindscape survey) son todas contradictorias e inconmensurables entre sí, excepto en lo que compete a su común superficialidad y a un silencio unánime respecto de los criterios selectivos que las orientaron. Es evidente además que estos criterios se basan en un repertorio muy pequeño de manuales que hoy en día, a la luz de la infinitud de la Web y de la accesibilidad global de la bibliografía, apenas califica como un muestrario breve y afable de literatura de divulgación. Comparto con no pocos colegas un cierto hartazgo por la didáctica implícita y la impostación erudita de estos intentos panópticos de compendiar las visiones del mundo; en el fondo del alma los siento carentes de la profundidad y amplitud que se estilaba –sin ir más lejos– en la antropología estructural y en la mejor filosofía europea de los años 60s. Mi percepción es que los autores que he nombrado (y sólo excluiría a Foucault de este dictamen) suministran respuestas monológicas a preguntas que nadie formuló y que no vienen mucho al caso, lanzándose a enseñar asuntos que carecen de una contextualización de amplio espectro y de toda capacidad explicativa, y sobre los que es mucho lo que a cada uno de los sistematizadores magistrales les resta aprender. 90

dos sistemas ontológicos siguientes, el totémico y el analógico, el primero involucra la continuidad de interioridades y fisicalidades (todo está conectado con todo, como en la “era del sueño” de los aborígenes australianos) mientras que el segundo implica una discontinuidad de interioridades y fisicalidades. El animismo, que es lo que se presenta en la Amazonia, es el opuesto de la forma en que el naturalismo percibe la manera en que los seres son, presuponiendo la continuidad de las interioridades y la discontinuidad de las fisicalidades; esto se parece bastante a lo que en dicho sentido sostiene Viveiros, ya que las fisicalidades de Descola corresponden más o menos a la “naturaleza” del primer Viveiros y las interioridades equivalen a lo que éste llama “cultura”. Aunque la utilidad concreta de semejante esquema para el antropólogo escéptico se avizore dudosa, hasta este punto el cuadro se organiza en función de un conjunto de analogías más o menos plausibles e inofensivas; pero cuando se lo mira más severamente lo que se percibe es bastante más incierto. El problema finca en que el simétrico cuadro de Descola, como dije, sólo se erige para ser desmantelado, en la medida en que la forma en que las diversas culturas articulan las relaciones de humanización o naturalización exige primero que se reconozca plena entidad ontológica o analítica a los términos que participan del juego y que son tan genéricos, inducidos desde fuera y occidentalizantes como los que estaban al principio (cf. Descola 2012: 190-195, 439). Naturaleza y cultura están siempre ahí, como lo han estado todo el tiempo que se mantuvo vigente la analítica lévistraussiana, y no hay forma de librarse de ellas si todavía se intenta formular la cuestión en términos que, se quiera o no, siguen siendo necesariamente exógenos, etic, propios de una especie de meta-antropología más formalista que sustantivista, munida de categorías pre-armadas lo más contrastantes posibles y más inclinada –como se dice en lingüística– a las manipulaciones del hocus pocus que al descubrimiento de la Verdad de Dios (cf. Householder 1952). El mismo Descola no tiene más salida que admitirlo (Ibid.: 193), pero en lugar de resolver el problema que planteó lo deja boyando, proclamando que habría de zanjarlo alguna vez, aseverando que este barullo ontológico es poco menos que el nuevo escándalo de la filosofía, pero a fin de cuentas escamoteando tras un océano de palabras no siempre atinentes el hecho concreto de que él no sólo no lo resuelve nunca, sino que tampoco demuestra que sea imperativo hacerlo. A veces se siente que toda esta ontología constituye un retroceso frente a (por ejemplo) lo que podría haberse logrado mediante un simple y tonto análisis componencial, el cual, malgrado sus defectos, siempre ha permitido escuchar microscópicamente, aunque fuese a jirones, la propia voz de los nativos (cf. Reynoso 1986a ). El propio Viveiros, quien pocas veces se complicó la vida con matrices de doble entrada o con árboles clasificatorios, se ha opuesto con firmeza a esta clase de exégesis. Su crítica no es meramente ruda; tampoco es el caso que se contente con proponer enmiendas paternales como las que cualquiera de nosotros se avendría a sugerir en uno de esos momentos conciliadores a los que cada tanto nos avenimos. Pues no: la crítica de Viveiros es taxativamente radical y no deja nada en pie. En el perspectivismo, dice, 91

[n]o estamos ante un sistema de la naturaleza, de una taxonomía o de una clasificación fijas, consignadas en listas oficiales. El perspectivismo amerindio no es un tipo de tipología (y por lo tanto no puede ser objeto de meta-tipologías, como aquella propuesta por mi amigo Philippe Descola en su reciente Par-delà nature et culture); no es una “forma de clasificación primitiva” (Viveiros 2013a: 83).

Sea su colega amigo o contendiente, la presión para mantener el control de la doctrina y el orden de picoteo dentro del movimiento se demuestra aquí imperiosa. Tal vez para homogeneizar la (in)coherencia discursiva en el interior del corpus perspectivista/ontológico Viveiros trazó hace poco un puñado de representaciones gráficas tachonando un homenaje al estructuralismo que no se esperaba de él y que por momentos luce atractivo, aunque que no acierto a determinar si ha sido escrito en serio o si es un hoax sokaliano al acecho de incautos. Pero a diferencia de Descola él no es la clase de estudioso reconocible por su iconología, por sus arrebatos taxonómicos o por la intención de sistematizar o acotar sus ideas aunque sea un poco (Viveiros 2013b); como hemos visto y continuaremos viendo, el objetivo de Viveiros tiene más que ver con cambiar continuamente de posicionamiento y con socavar la antropología constituida con un discurso-bomba que con ofrecer un sistema acabado para poner en lugar suyo. Con o sin un apoyo diagramático que acentúe la ilusión de una cierta estructura entre tanta glosa de vieja literatura totémica, el problema adicional que encuentro en la antropología de Descola es su tendencia a elaborar razonamientos que no son susceptibles de ejemplificarse sin contradecir aquello que pretende ilustrar o que nos dejan preguntándonos qué nos dicen ellos que no supiéramos desde siempre. Años luz por debajo de la cota de Bronisław Malinowski o de E. E. Evans-Pritchard, su estándar de descripción etnográfica es aceptable, quizá hasta muy bueno o incluso excelente para lectores que se entusiasmen más con el colorido de los pormenores o con la evocación atmosférica que con los cimientos de un sistema; pero su creatividad teórica, presiento, no llega a un nivel de excelencia comparable. Que nadie diga que este juicio es nada más que un efecto de sesgo o perspectiva de quien escribe estas líneas desde una postura distinta. Pues no: la teorización de Descola se ha probado tan sistemáticamente inconcluyente que algunos miembros de su propia escuela no ven la forma de sacársela de encima (p. ej. Stolze Lima 1996 ; Latour 2009 ; Wagner 2012: 4 ; Sahlins 2014 ). En ocasiones el propio Descola es su mejor impugnador. Un caso de uso servirá para comprobar mi diagnóstico. En el abstract de “Las cosmologías de los indios de la Amazonia” Descola nos cuenta que [e]l autor estudia las concepciones que las comunidades indígenas de la Amazonia tienen sobre su entorno, haciendo ver que el típico dualismo europeo naturaleza/cultura no es válido en la cognición indígena. Los achuar (Ecuador) y los makuna (Colombia) consideran la naturaleza como una prolongación de las relaciones humanas y sociales. Lo que nosotros llamamos naturaleza es, para ellos, parte integrante de un continuum en el que humanos y no humanos se integran en un mismo universo relacional (Descola 1997: 60 [1998: 219]). 92

Ante esta afirmación yo diría que no estoy del todo seguro de que la suma de naturaleza y cultura en nuestra ontología cubra exactamente el mismo espacio denotativo que el universo relacional total de los Achuar y los Makuna. Sería una especie de milagro metafísico que así fuese, que todas las ontologías estuvieran constreñidas al espacio de un Cosmos global y universal de la misma talla y la misma configuración, y que cada una de ellas difiriera de las otras en las dosis con que se mezclan unos pocos ingredientes que fueron, son y seguirán siendo más o menos de la misma índole en cada uno de los casilleros de la matriz. Sería también un portento inexplicable que en casi tres milenios de pensamiento filosófico sólo le regard éloigné de un único occidental despierto y omnisciente haya sido capaz de encontrar los elementos de juicio y el nivel de abstracción requerido para percibir la tabla periódica completa de la ontología pan-humana. En el siglo que corre ningún universalismo o enciclopedismo filosófico pretende una enormidad parecida a la que plantea, tan suelto de cuerpo, este sueño húmedo neo-lévistraussiano que el perspectivismo ontológico quiere que todos soñemos de aquí en más. Aunque el perspectivismo tal cual Descola lo contempla busca adoptar el punto de vista nativo como alternativa monista preferible al dualismo de Occidente, apenas comienza a tratar los datos el dualismo que él busca abolir se revela irreductible: expulsado por la puerta, vuelve a entrar por una ventana que es visible desde el inicio para cualquier lector imparcial pero que los neoanimistas o los perspectivistas nunca parecen advertir que se encuentra allí. Pocas páginas después de ridiculizar el dualismo propio de la ontología de Occidente Descola afirma: [L]a idea de que esta región sería la última y la más vasta selva tropical virgen existente sobre la faz de la Tierra ha sido, en gran medida, batida en brecha por los trabajos de ecología histórica. La abundancia de los suelos antropogénicos y su asociación con bosques de palmeras y de frutales silvestres sugieren que, en esta región, la distribución de los tipos de selva y de vegetación es, en parte, la resultante de varios milenios de ocupación por poblaciones cuya presencia recurrente en los mismos lugares ha modificado el paisaje vegetal. Estas concentraciones artificiales de ciertos recursos vegetales habrían influido en la distribución y la demografía de las especies animales que se alimentan de ellos, a pesar de que la naturaleza amazónica es realmente muy poco natural, ya que puede considerarse como el producto cultural de una manipulación muy antigua de la fauna y de la flora. Aunque invisibles para un observador no advertido, las consecuencias de esta antropización están lejos de ser despreciables, especialmente en lo que se refiere al índice de biodiversidad, más alto en los sectores de selva antropogénicos que en los de selva no modificada por el hombre (Ibid. 1998: 220).

No creo que nadie pueda plantear objeciones a la verdad empírica aquí vertida. Pero convendrá el lector en que la afirmación de que la actividad humana (vale decir, la acción de la cultura) ha modificado el paisaje vegetal (o sea, a la naturaleza) y que la naturaleza afectada por el hombre [sic] ha dejado por ello de ser verdaderamente natural, refrenda –y no refuta– la distinción entre naturaleza y cultura. 93

Como sea que se las conciba, ni la noción de naturaleza ni la de cultura han demostrado ser formalmente imprescindibles, particularmente populares o estadísticamente significativas en las prácticas conceptuales de la antropología que a falta de otro nombre me resigno a llamar tradicional; de hecho, hay multitud de científicos sociales que han podido hacer su trabajo sin ocuparse mucho de la una, de la otra o de la oposición entre ambas. Cuando Descola (2005b: 102) nos comunica sin mencionar un solo nombre que “la adhesión de numerosas corrientes de la antropología a una distinción entre la naturaleza y la cultura […] cuestiona la pertinencia de los análisis conducidos con una herramienta cuya universalidad no tiene nada de evidente” me queda la impresión de que esa observación podría ser válida para la antropología francesa de impronta lévistraussiana o para alguna que otra escuela culturalista de la metrópolis, pero no es en absoluto aplicable a lo que pasa en la antropología del resto del mundo. Por un lado, ninguna distinción teorética tiene que ser universal para poder aplicarse fructuosamente al estudio empírico de las culturas. Por el otro, la distinción entre naturaleza y cultura, si es que existe fuera de las corrientes nombradas, no juega en todas partes un papel de relevancia homogénea. Como ya he adelantado por ahí, en su obra teórica madura Gregory Bateson, por ejemplo, nunca mencionó siquiera el concepto de ‘cultura’ excepto en el sentido de ‘sociedad’ o ‘unidad cultural’ identificable y discreta; el psicólogo social George Herbert Mead, por su parte, tenía que salpicar sus textos con interminables paráfrasis porque tampoco conocía el sustantivo. Con la posible excepción de Lévi-Strauss (y aun en este caso sólo hasta cierto punto) ninguno de los antropólogos que Descola menciona en su principal libro teórico funda la totalidad de su metodología en la mera oposición entre naturaleza y cultura. No pocos autores de lengua inglesa encuentran extraño que se haga tanto énfasis en una distinción que nunca fue demasiado operativa en esas tradiciones. Michael M. J. Fischer del MIT, por dar otro nombre, señala que la distinción naturaleza/cultura es un binario lingüístico generativo o móvil, y no un binario sustantivo: “in-natural” [unnatural], y no “cultural”, es, dice, plausiblemente, el antónimo más natural de “natural” (Fischer 2013: 346 n. 8 ). Como cualquiera puede corroborarlo hoy en día barriendo los archivos digitales (y al igual que pasa con el ‘significante’ en lingüística) ‘naturaleza’ no es un tópico que pueda encontrarse en las corrientes principales de la antropología no-francesa y no-estructuralista reciente con excesiva asiduidad. La impropiedad de esa dualidad, de todos modos, ya fue suficientemente señalada por el transaccionalismo dos generaciones atrás y no tiene mucho sentido volver a discutir una idea que no tiene casi defensores (Barth 1975). Asimismo, no han sido pocos los antropólogos americanos que entre los años 70s y los 90s propusieron renunciar al propio concepto de cultura o los seguidores que apoyaron la moción (cf. Murdock 1972: 19; Abu-Lughod 1991; Brightman 1995; Bruman 1999). Corroborando este género de observaciones, Des Fitzgerald (del King’s College de Londres) nos dice que a propósito de la dualidad entre naturaleza y cultura, en el libro teorético mayor de Descola nunca se sabe con exactitud 94

[d]ónde se sitúa actualmente la antropología en relación con esta división. De hecho no tenemos en parte alguna de este texto una nómina que aclare cuáles son los antropólogos tan comprometidos a la división entre naturaleza y cultura. […] [E]n un sentido muy básico, no estoy seguro de reconocer la disciplina a la que Descola se está dirigiendo. Ciertamente, es digno de señalar que el grupo de interlocutores a los que Descola se dirige no se compone tanto de estudiosos como ésos [Strathern, Haraway, Franklin o Fortune] (aunque Strathern es mencionada un par de veces) sino que comprende más frecuentemente a los etnógrafos clásicos de otra era –Lévi-Strauss, por supuesto, más prominentemente, pero también [las Grandes Bestias del pasado antropológico:] Radcliffe-Brown, Evans-Pritchard, Meyer Fortes y así sucesivamente. De la antropología cultural contemporánea […] hay, de hecho, muy pocos rastros significativos (Fitzgerald 2014 ).

Pero es el propio Descola quien formula sus argumentos de modo tal que naturaleza y cultura devienen inevitables: una prueba más de la sujeción irreflexiva a una perspectiva implícita que ocupa todo el horizonte, que impide pasar al abordaje de nuevas problemáticas y que impone formes fixes, cauces y límites sobre los que no se ha meditado lo suficiente. A decir verdad, tampoco es el caso que Descola tome muy a pecho y se apegue férreamente a lo que dice. A medida que va consignando ejemplos etnográficos, por ejemplo, no es infrecuente que Descola confiese que tiene ciertas dudas sobre si el perspectivismo es (como lo afirmó él en Par-delà nature et culture) un caso particular de animismo que explota ingeniosamente las posibilidades abiertas por la diferencia en fisicalidades sobre el que se funda este régimen ontológico o si el caso es más bien otro. También se ve forzado a admitir que en algunas regiones culturalmente homogéneas una extraordinaria ontodiversidad (que no debería estar allí) se combina con casos en que las dimensiones de colectivos animistas, totemísticas y analogísticas parecen coexistir (2014: 297, 298 ). En otros trabajos suyos, sobre todo en los más antiguos, la oposición entre naturaleza y cultura, lejos de ser una degeneración puramente Occidental, es considerada como uno de los motivos recurrentes en los sueños de diversos pueblos amazónicos (Descola 1989: 442, 445, 446): un dato discordante que Descola nunca desmiente y que afea la pintura que desarrollará él mismo cuando describa alguna otra región donde esas cosas tampoco se supone que ocurran. Cosa notable, y al igual que veremos que sucede con lo que he llamado el “efecto colesterol” en las lecturas correctoras de Viveiros (cf. más abajo, págs. 181, 265, etc.), cuando la idea de la oposición entre ambos dominios ontológicos se desenvuelve en sus propias manos a Descola no le parece tan fuera de lugar. La elaboración que ha dado a Descola la mayor fama es la del contraste entre totemismo y animismo, término sobre el que reconoce su indefinición, perdonando que fuera excluido de (u olvidado por) la antropología actual porque le asistía en ello algún grado de justicia: En este sentido, el animismo puede ser visto no como un sistema de categorización de las plantas y de los animales sino como un sistema de categorización de los tipos de relaciones que los humanos mantienen con los no humanos. Los sistemas animísticos tienen, pues, una simetría inversa a las clasificaciones totémicas entendidas en el sentido de Lévi-Strauss, en 95

tanto que no utilizan las relaciones diferenciales entre los no humanos para ordenar conceptualmente la sociedad, sino que, por el contrario, se sirven de las categorías elementales que estructuran la vida social para ordenar conceptualmente las relación de los hombres con las especies vivas y, por derivación, las relaciones entre estas especies. En resumen, en los sistemas totémicos, los no humanos son tratados como signos, y en los sistemas animísticos, como el término de una relación (Descola 1998: 26).

En este caso el problema radica en que Descola no encuentra el modo de contraponer lévistraussianamente totemismo y animismo como dos racionalidades estrictamente opositivas. Ninguna de las entidades contrapuestas es un ejemplar puro de su clase: el carácter clasificatorio del totemismo también puede extenderse al animismo, en tanto que la naturaleza relacional del animismo también puede dar cuenta de las relaciones entre signos y referentes del sistema totémico. Los estudios modernos del totemismo (significativamente escasos) ya habían advertido de esta posibilidad (cf. Kessler 1971; Pedersen 2001; ver también Sahlins 2014: 282 ). En suma, el totemismo luce hoy en día como algo que ya ha sido resuelto por Lévi-Strauss quizá no de manera definitiva o plenamente categórica, pero sí como un asunto sobre el que no es seguro que valga la pena insistir con espíritu de urgencia y que nos sirva para algo más que para colocar unas sociedades en un casillero y otras sociedades en otro, o para arrojar luz sobre aspectos de las culturas cuya saliencia no está garantizada de antemano. Igual que sucede con el análisis estructural de los mitos, incidentalmente, no me consta que exista una sola prueba experimental que lleve a creer que todos los antropólogos colocarán las mismas culturas en los mismos compartimientos o que agotarán lo que de ellas puede decirse meramente siguiendo el lineamiento heurístico que el método o la tipificación define. Tal parece, además, que los perspectivistas, pese a haberse nutrido de oposiciones binarias desde la cuna, no tienen una habilidad suprema cuando de trata de articular una oposición estructural o semiológicamente correcta sin tomarla de alguna otra parte. Lo dicho es aplicable, por ejemplo, a la oposición que Viveiros encontraba entre el naturalismo occidental, construido sobre “la unidad de la naturaleza y la pluralidad de culturas” y el perspectivismo, fundado éste en “la unidad espiritual y la diversidad corporal” (Viveiros 1998: 470). La antítesis no encuentra su punto de clausura porque los términos que allá se afirman y acá se niegan no son los mismos términos, ni se corresponden con las mismas palabras, ni sobreviven tal cual a su traducción a otras lenguas, ni operan al mismo nivel de abstracción. Recordemos lo que remarcaba Michael M. J. Fischer un par de páginas atrás sobre los binarismos lingüísticos, o lo que los inspiradores del perspectivismo o del neo-animismo habitualmente manifiestan: para construir una buena antítesis o una oposición binaria como corresponde –habrían dicho Bateson y Latour (o antes que éste, Algirdas Greimas) se debe mantener el nivel de tipificación constante y los actantes quietos. También encuentro insuficientemente radical y hasta un poco hipócrita, si se me permite decirlo, cuestionar la dualidad y la oposición entre naturaleza y cultura y dejar incólumes otras antinomias parecidas (nosotros y los otros, árboles y rizomas…) sin preguntarse de qué ontología o meta-onto96

logía son tributarias, por qué no se las cree incursas en dualismo y a qué obedece el privilegio de su intocabilidad. Aunque todo ejercicio de antítesis, por imperfecto que sea, sugiere que se tiene dominio de la totalidad del campo y despliega cierta fuerza persuasiva, cierta eficacia simbólica suplementaria, el esquema de Descola en particular no logra ponerse en marcha porque es errónea en lo sustantivo y débil en el plano formal: ni el totemismo es una colección amorfa de entidades entre las que no median relaciones, ni el animismo es una congerie de relaciones entre entidades cuyos atributos materiales o inmateriales son irrelevantes. La antítesis es deslucida, no está muy bien pensada y hasta un profano en las artes epistemológicas percibe que (peirceanamente) los términos de una relación e incluso las relaciones mismas son siempre signos, al igual que cualquier otra “cosa” imaginable. Aunque referida a otros dominios (que no son los del totemismo y el pensamiento salvaje sino los del mito y la lógica matemática: ni siquiera importa) una sola frase de Lévi-Strauss, más sólidamente perspectivista que cualquiera que hayan amasado Descola o Viveiros, alcanza para desmembrar esta hermenéutica y revelar su equivocación irreparable, su confusión entre estructura y ontología, su falta paradójica de sentido de la perspectiva: Las dificultades con que tropieza el tratamiento lógico-matemático, cuya deseabilidad y probabilidad son sin embargo visibles, son de otra naturaleza. Conciernen sobre todo a lo embarazoso que es describir sin equívoco las unidades constitutivas de un mito, sea como términos, sea como relaciones; pues según las variantes consideradas y en diferentes etapas del análisis, cada término puede aparecer como una relación, y cada relación como un término (Lévi-Strauss 1983 [1971]: 573).

No tengo palabras para expresar mi admiración por la lucidez de un juicio como éste, treinta años anterior a las elucubraciones en ese sentido de Descola, Viveiros, Latour, Strathern, Wagner y por supuesto de las mías propias.35 Para colmo de males, en el pensamiento de Descola tanto la noción de signos (o de términos) como la idea de relación permanecen sin articular, aunque en ellas se base el contraste que debería dar carne al sistema y mantenerlo vivo. Descola menciona al siempre respetado Charles Sanders Peirce, es verdad, pero –como siempre pasa en estas doctrinas refractarias a la lectura directa e intensiva– sólo parece conocerlo a partir de alguna referencia de Claude Benveniste que tampoco viene mucho al caso (cf. Descola 2012: 184). En fin, toda vez que en un entramado conceptual aparecen en contigüidad Peirce y la idea de signo, no hay forma de contrastar signos con entidades o relaciones que no sean signos, pues sencillamente no pueden existir semejantes cosas. Esto suena a semiótica elemental y la verdad es que quizá lo sea, pero a fin de cuentas fue Descola quien trajo a colación las ideas de Peirce en primer lugar. 35

Véase a este respecto mi ensayo reciente sobre las confusiones ontológicas del Análisis de Redes Sociales convencional y de la más reciente Teoría del Actor-Red en http://carlosreynoso.com.ar/?p=5740. 97

Como bien me ha hecho notar una vez más la crítica de Sergio Morales Inga (2014 ), el perspectivismo de Viveiros y el giro ontológico de Descola se precian a cada momento de una percepción semiológica del juego de los símbolos (Wagner por allí, Peirce por acá), pero nunca se atienen a los términos y a las definiciones de una semiótica concreta codificada con claridad y distinción. Si algo he aprendido en cuarenta años de aprendizaje y enseñanza de la semiología es que sólo hay signos en un sistema de signos, sistema del cual sólo puede hablarse si se adopta un preciso nivel de abstracción al cual nunca se llega acumulando observaciones, datos, narrativas, registros de libreta y citas de sabios amazónicos y franceses. En esta etnografía no se sabe siquiera qué es lo que confiere su sistematicidad a las clases ontológicas o a otros sistemas concretos, a los cuales siempre se alude en el plano de un coleccionismo demasiado descriptivo, autobiográfico, selvático, libresco y anecdótico como para que el antropólogo que acepte prestar crédito a las ideas de Descola pueda levantar vuelo, merced a ellas, hacia otro género más riguroso de inducción. De todos modos no hay mucho de qué preocuparse, pues como siempre sucede con las propuestas de Descola, apenas planteado el esquema diferencial alrededor del cual orbitan sus ideas referidas a sistemas, dominios y clasificaciones empiezan a aparecer anomalías y casos excepcionales: Sería conveniente destacar que esos dos modos de identificación pueden estar combinados en una misma sociedad (véase lo que dice Århem sobre los makunas […]). Los sistemas totémicos están vinculados a una organización segmentaria y por lo tanto están conspicuamente ausentes en las sociedades que carecen de grupos de descendencia, mientras que los sistemas animistas tanto se encuentran en sociedades con grupos familiares como en las segmentarias. Sin embargo, en las sociedades en que están presentes ambos sistemas –caso común entre los indígenas americanos– con frecuencia hay una distinción clara entre dos dominios separados de no humanos, uno de los cuales se objetiva a través de la clasificación totémica y el otro a través de la animista (Descola 2001 [1996]: 108; el énfasis es mío).

Como investigador en varias antropologías sistemáticas, siento aquí que lejos están los tiempos en que las clases o los tipos que definía el estudioso se distribuían diferencialmente, permitían establecer correlaciones entre el valor de sus atributos y el de otros factores bien definidos y daban pie a posibilidades ciertas de diagnosis y predicción en el marco de construcciones conceptuales que aspiraban a definir sistemas y a ser sistemáticas ellas mismas. Algo muy serio está fallando en la metodología y en la conciliación de estilos de descripción y de escritura etnográfica cuando una pequeña región culturalmente homogénea (Nueva Guinea) presenta según el propio autor un carnaval de diversidades ontológicas mientras un territorio enorme de variedad ostensible (la Amazonia) se ciñe a una sola ontología primordial (cf. Descola 2014: 298 ). Para no hablar de un Saussure o incluso de un Edward Sapir, alcanza con comparar el cuadro de Descola con los criterios definicionales de la lingüística distribucional de Zellig Harris, con el método cantométrico de Alan Lomax o incluso con la teoría de los ciclos culturales o el análisis componencial para palpar el re98

troceso experimentado por estas ciencias humanas –cuantificación existencial mediante– en el ordenamiento conceptual de un dominio y en la generación de hipótesis de trabajo. Una proporción importante de las aseveraciones de Descola, sobre todo de aquéllas que lucen a primera vista más taxativas y seguras de sí mismas, encuentra su desmentida en el transcurso de una misma frase. Cito por ejemplo este caso, al que prefiero dejar en su idioma y sin énfasis interpuestos: There are no “human collectives” in totemism —even less a Scottish version of them— but hybrid multispecies groupings wherein humans strive, through complex rituals, to disentangle themselves from the mass of beings with whom they share an origin and an identity and to carve out some functional mechanisms for their specifically human life concerns (Descola 2014: 297 ).

Ignoro hasta dónde se extiende el campo semántico de los “colectivos humanos” en el marco conceptual de Descola, obedientemente alineado a un anti-sociologismo tributario de un Bruno Latour al que se da por sentado y al que ni siquiera hace falta que se nombre. También se percibe en la cita el influjo de Marilyn Strathern y hasta de Roy Wagner, a quienes pienso actuantes aunque omitidos para ahorrar neurona. Pero no encuentro la forma de considerar los “humanos” diferenciados dentro de los agrupamientos multiespecíficos, a los “ellos mismos” [themselves], a los “ellos” [they] y a las preocupaciones “específicamente humanas” sino como referencias que establecen y hasta definen, una y otra vez, una colectividad plural clara y pervasivamente presente en un discurso que de un modo u otro pretende negarla o sumirla en la indistinción. En mi vida profesional he escrito largamente en contra del particularismo extremo de la Nueva Etnografía de Goodenough y los suyos (cf. Reynoso 1986a ; 1998: 11-42 ); pero en este bullicio de taxonomías y ontologías cruzadas que el perspectivismo quiere organizar con el bricolaje de una perspectiva etic tachonada de unos pocos lexemas nativos arrancados de su contexto semántico y dosificados como para no aburrir mucho, me resulta más bien obvio que el tema está pidiendo a gritos, caso por caso, algo parecido a una visión desde dentro, a una dialógica mejor documentada o incluso (mal menor) a un análisis componencial. Metodológicamente hablando, ningún perspectivista se ocupó alguna vez de estipular las definiciones coordinativas entre los insumos categoriales venidos de fuera y los conceptos disciplinares, o de sistematizar el vocabulario básico; aunque las últimas manifestaciones de una doctrina a la que Descola no ha impugnado proponen incluso abandonar por inservible el concepto de sociedad y hasta redefinir el concepto de concepto, nada de lo que escribió Descola en materia metodológica se encuentra en paridad con (digamos) el método de las variaciones concomitantes de Émile Durkheim [1858-1917], por la sencilla razón de que en éste y en otros métodos de la vieja sociología el ordenamiento del dominio no es el punto de llegada sino el marco a partir del cual la investigación recién comienza. En el caso de las tipologías ontológicas de Descola el lector con inquietudes metodológicas que acaba la lectura del texto en que ellas se definen, exponen y ejemplifican se pregunta, al cabo de una 99

puntualización tan profusa, de qué manera es posible derivar una herramienta a partir de la teoría, y (una vez que se acomodan ejemplares etnográficos en cada casillero ontológico) cómo es que sigue la cosa de ahí en más. La respuesta es que la cosa no sigue: se queda simplemente allí. Castigadas por propios y extraños, hoy es difícil saber en qué estado se encuentra el cuadro de las ontologías descolianas y (sobre todo) la categoría de animismo. Examinemos por ejemplo otra versión descoliana del contraste entre animismo y totemismo que hace referencia a otra definición más. Escribe nuestro autor: Resucitando un término caído en desuso, yo había propuesto hace ya algunos años llamar animismo a un modelo semejante de objetivación de los seres de la naturaleza, y había sugerido ver en él un inverso simétrico de las clasificaciones totémicas en el sentido de Lévi-Strauss: en contraste con ellas, los sistemas anímicos no utilizan a las plantas y los animales para pensar el orden social, sino que se sirven, por el contrario, de categorías elementales de la práctica social para pensar las relaciones de los hombres con los seres naturales (Descola, 1992). Admito hoy de buena gana que la distinción propuesta era todavía tributaria de una oposición sustantiva entre la naturaleza y la sociedad de la cual, sin embargo, no se encontraba huella explícita alguna en las sociedades concernidas (Descola 2010: 88).

Callando casi toda mención a la literatura antropológica en lengua inglesa, Descola no cae en la cuenta de que sus nociones del totemismo y del animismo plantean prácticamente las mismas correspondencias entre el orden natural y el orden social que había establecido Mary Douglas, clásica y durkheimianamente, en las obras de su breve e intensa primera madurez, desde Pureza y Peligro (1973 [1966]) hasta Símbolos naturales (1978 [1970]) inclusive, pasando por los ensayos hoy clásicos compilados en Implicit meanings (1978). Lo notable del caso es que con los años Douglas desautorizó su propio modelo realizando una autocrítica magistral que aniquila tanto la metodología analógica de su propia obra temprana como a la virtual totalidad de los razonamientos de Descola. Escribe Douglas: Confieso francamente que en Natural symbols (1970) yo escribí considerando que la interpretación de la metáfora debía ser correcta si se podía mostrar que tal interpretación correspondía a la estructura social. Pero mi percepción de la estructura social como una estructura semejante a la del orden simbólico es una estructura que yo determiné. Y esto también necesita un sustento. [Nelson] Goodman [1972 (1969) ] dice que la correspondencia nunca conlleva su propia garantía; la coincidencia entre el sistema simbólico y el sistema social es una similitud que yo percibo, pero esa similitud no puede por sí misma confirmar la interpretación que los iguala.36 Lamentablemente, los reparos que hace Goodman al abuso de la similitud anulan 36

Las observaciones de Goodman que desvelan la problematicidad inherente a la similitud y la analogía no sólo afectan a las ideas previas de Mary Douglas o a las de Philippe Descola, sino que también ponen en duda las elaboraciones de Viveiros (2010a [2009]: 106-107 ) sobre el kawa y el pagekamine wagneriano, y las de Roy Wagner (1977b ) y el wagneriano Alberto Corsín Jiménez (2011 ) sobre el “parentesco analógico”, basadas todas ellas en una literalidad llevada al grado de lo esquizo, un analogismo sin precedentes y un régimen de razonamiento cuyo desempeño es a veces elegante pero que siempre resulta difícil de falsar. 100

esta complacencia interpretativa. Por empezar, dichos reparos se aplican a la práctica de reconocer cualquier configuración como semejante a alguna otra cosa, ya que la similitud no es una cualidad inherente a las cosas (Douglas 1998: 139).

Aunque pensado para otros fines (y no muy distante de la idea wagneriana de ‘invención’), este último razonamiento honesto y ejemplar desbarata buena parte del ejercicio descoliano de tipificación y de proyección de lo social en la naturaleza o viceversa. El razonamiento douglasiano que sigue (con las sustituciones del caso) destruye sin misericordia el resto, o sea a la parte que considera al animismo como “inverso simétrico” del totemismo: Otra estratagema interpretativa es un caso aun peor: me refiero a la promesa de mostrar que las formas simbólicas son imágenes invertidas de la realidad social. […] Primero está la cuestionable identificación de imágenes duraderas en el simbolismo; en segundo lugar está la recusable identificación de pautas duraderas en la conducta social; en tercer lugar está la dudosa supuesta semejanza entre la configuración simbólica y la configuración de la sociedad. En cuarto lugar está la aun más dificultosa identificación de la configuración inversa de una imagen; luego, la supuesta configuración inversa de la realidad social, y por último, queda el problema de la pretendida correspondencia entre dos imágenes invertidas (Douglas 1998: 140).

Lejos de permitirnos aspirar a una antropología sistemática que después de tanto esfuerzo de escritura y persuación realmente sirva para algo, el lento y repetitivo pronunciamiento de Descola se dilapida en juegos de contrastes inciertos entre configuraciones de sentido que no prestan ningún servicio, que no dialogan ni con la antropología ni con la crítica que se escribió fuera de Francia, que se sitúan en posiciones ambiguas e incómodas en la dialéctica entre universalismo y relativismo o entre estructura y contingencia, y que ni siquiera él puede lograr que se mantengan dignamente en pie. Pese a que en el modelo de Descola sólo se pueden encontrar razones que se parecen a otras que ya han sido pensadas, celebro que la antropología emprenda un esfuerzo de sistematización después de tantas décadas de improductividad metodológica; pero está visto que –sin que lo que digo implique certificar su vigencia– para construir un cuadro de oposiciones elegante, sin residuos, de talante epistémico, a la altura de su época y de alcance global la antropología necesitó en el pasado (aparte de una comunidad científica harto más crédula que la que hoy habita el mundo) un pensador de la talla de Lévi-Strauss. Dejo que el lector decida si en los tiempos que corren eso sigue haciendo falta, si las exigencias son las mismas y si un teórico renuente e indeciso como Descola está en condiciones de realizarlo. Tampoco me convence demasiado el juicio de Descola que nos dice que la antropología contemporánea ha corrido un velo púdico sobre el concepto de animismo quizá porque recuerda con demasiada crudeza los antiguos debates de esta disciplina sobre los enigmas del origen de las religiones y las supuestas diferencias entre el pensamiento primitivo y el pensamiento científico. Si bien Descola se guarda de prodigar especulaciones sobre el origen y evolución de las creencias, lo concreto es que tampoco se abstiene de establecer todos los contrastes cualitativos del mundo entre el pensamiento científico de Occidente (fundado en 101

las distinciones) y las formas de pensar de la alteridad (fundadas en la indiferenciación), un juicio que –con perdón por la rudeza– apesta una vez más a Lévy-Bruhl. Pero esta antinomia deja a Descola mal parado cuando le da por celebrar que tribus creídas antes misteriosas e inquietantes fueron reconocidas hace poco como sagaces sociedades botánicas y farmacólogas, lo que es decir como científic@s tan buen@s o mejores que nosotr@s: un acto de justicia que no puede ocultar, sin embargo, que pese a que en ciertos momentos de descuido el movimiento reconoce plena validez científica a los saberes que no pueden sino llamar ‘salvajes’, nosotros seguimos siendo todavía la humanidad de referencia, el arquetipo al que los Otros propenden, la justa medida de todas las cosas (cf. Descola 1998: 220). Por razones que no acabo de entender, muchos entre los codificadores del movimiento (y en ocasiones el propio Descola) niegan, con voces altisonantes, que los saberes tradicionales en general y amerindios en particular califiquen estrictamente como ciencia. Por un lado, Viveiros desconfía de todo cuanto suene a cognición, negándose incluso a abordar con algún detalle toda la antropología que pudiera estar incursa en tratar sistemas de conocimiento (Viveiros 2010a [2009]: 61, 89 ). Por el otro, Descola (que en su propia página de Wikipedia se define como antropólogo especializado en cognición) desconoce patentemente el campo de la antropología cognitiva y da fe de ello insinuando que “la mayoría de los etnobiólogos todavía limita sus ambiciones a estudiar las taxonomías y nomenclaturas folk de las especies vivientes que existen ‘naturalmente’” (2001 [1996]: 101-102). De más está decir que este dictamen, que no se basa ni siquiera en una consulta sumaria de una bibliografía que hoy supera el millar de estudios, tampoco puede sostenerse.37 Lejos de agotarse en la clasificación de las plantas o de los ingredientes, las etnociencias están estrechamente orientadas a destrezas y saberes de gran importancia estratégica a las que no sólo los antropólogos del conocimiento sino hasta la UNESCO, el Banco Mundial y las multinacionales de la salud, la tecnología y la alimentación ya le han echado el ojo y ya han comenzado a cooptar. Si ciertas antropologías no están al tanto de eso, pues entonces es esa 37

Frente a quienes niegan carácter científico a los saberes que se expresan oralmente, mi ejemplo favorito sigue siendo el sistema de posicionamiento geográfico ancestral de los Puluwat de Micronesia, el etak, cuyos principios de navegación egocéntrica se implementaron en el primer GPS de la era moderna, un aparato cuya marca registrada es, precisamente, Etak® (véase el documento de Stan Honey [2013 ] en la IEEE y el articulo de Sue McAllister [2012 ] sobre el profesor del MIT que dio un road test a un sistema de navegación prehistórico). Hay abundancia de documentación sobre infinidad de etnociencias en mis páginas de antropología del conocimiento y ciencia cognitiva  (ver también http://www.worldbank.org/afr/ik/key.htm). Descola aquí (y Viveiros en otras partes) están planteando impropiamente sus preguntas, pues el asunto no es tanto de sintaxis lógica (como diría Charles W. Morris) sino de pragmática: no se trata tanto de saber si los saberes animistas o de otros estilos distintos de los que rigen nuestra Weltanschauung dependen de una especificación proposicional que sólo puede ser fruto de una ontología diferenciadora, sino que se requiere más bien establecer si a la hora de la práctica ellos demuestran alcanzar (con independencia de su estilo de especificación) el grado suficiente de adecuación para afrontar la resolución de los problemas que se les presentan, sean éstos del orden de lo simbólico, lo imaginario o lo real. Es sumamente curioso, pero algo muy parecido a esto se planteó alguna vez nadie menos que Gilles Deleuze (2002 [1968]). 102

manifiesta indiferencia (y no el tonto positivismo de la etnobiología) lo que resulta en verdad preocupante, pues ya no es cuestión de determinar dónde estaban los perspectivistas en el momento de tal o cual contingencia oficinesca acaecida en Amazonia sino de preguntarles, políticamente hablando, por qué se esfuerzan tanto en desviar la atención hacia malabares filosofantes cuya resolución bien puede esperar y en los cuales no descuellan cuando están en juego asuntos que se saben tan urgentes. Los esfuerzos de Descola por justificar la Gran División entre nuestro pensamiento y el de la alteridad, en fin, llegan a ser conmovedores por sus idas, sus vueltas, sus profesiones de nobleza y sus eufemismos, así como por los conflictos de teorización, de ética y de conciencia que resultan de querer decir algo que él sabe que no está bien visto que se diga: Sé muy bien que la idea de la gran división tiene mala prensa, y la situación no data de nuestros días. Desde que la etnología se deshizo de los grandes esquemas evolucionistas del siglo XIX bajo la influencia conjugada del funcionalismo británico y el culturalismo norteamericano, no dejó de ver en la magia, los mitos y los rituales de los no-modernos algo semejante a prefiguraciones o tanteos del pensamiento científico; intentos, legítimos y plausibles en vista de las circunstancias, de explicar los fenómenos naturales y asegurarse su dominio; expresiones, extravagantes en la forma pero razonables en el fondo, de la universalidad de las restricciones fisiológicas y cognitivas de la humanidad. La intención era honorable: se trataba de disipar el velo de prejuicios que rodeaba a los “primitivos”, y mostrar que el sentido común, las cualidades de observación, la aptitud para inferir propiedades, el ingenio o el espíritu inventivo son un patrimonio equitativamente compartido. De manera tal, hoy es difícil evocar una diferencia cualquiera entre Nosotros y los Otros sin provocar una acusación de arrogancia imperialista, racismo larvado o pasatismo impenitente, resurgimientos de un pensamiento nefasto y retrógrado que es preciso despachar lo más pronto posible a las mazmorras de la historia, para que haga compañía a los espectros de Gustave Le Bon y Lucien Lévy-Bruhl. […] Empero, hoy tendríamos más que ganar si intentáramos situar nuestro propio exotismo como un caso particular dentro de una gramática general de las cosmologías, en vez de seguir dando a nuestra visión del mundo un valor de patrón a fin de juzgar la manera en que millares de civilizaciones pudieron formarse algo parecido a un oscuro presentimiento de ella (Descola 2012: 143-144)

Ni siquiera para el evolucionismo primitivo la unidad de la mente humana era un elemento susceptible de negociación; contradiciendo a Descola, igualmente, una buena parte de la antropología cognitiva contemporánea sabe que nada que no sea una estricta igualdad es una opción abierta hoy en día. El modelo de Edwin Hutchins (1980; 1996), por ejemplo, no se ha contentado con encontrar rudimentos de buena inferencia en (pongamos) Trobriand, sino que identifica allí exactamente las mismas formas lógicas que rigen entre nosotros y acaso en proporciones parecidas tanto en el acierto como en el error. Ya me he referido a esa orientación y ampliaré las referencias toda vez que sea preciso porque la diferenciación a toda costa alentada por el perspectivismo involucra una equivocación capital: no basta con postular que hay arcaísmos escondidos en nuestras propias ideas, que los veganos no son mejor gente que los caníbales o que compartimos (como decía el fascista Marcelo Bórmida) 103

una misma barbarie primordial. No es rebajando a unos y elevando a otros como se establece la simetría. Ninguna ganancia filosófica o discursiva, por exquisita que se la estime, justifica que un antropólogo se permita el atropello de no reconocer a los otros como estricta y constitutivamente iguales a nosotros, ni siquiera en nombre de la diversidad (v. gr. Calavia Sáez 2014 ). Por eso concuerdo plenamente con Miguel Bartolomé (2014 ) cuando afirma que hoy en día resulta éticamente inaceptable calificar a los miembros de culturas no occidentales o no industrializadas en los términos inferiorizantes de un “pensamiento mítico”, “un “pensamiento salvaje” e incluso un “pensamiento amerindio”. Nuestro propio exotismo no es un caso particular, como alega Descola con falsa humildad, sino meramente un caso más. Por eso es también que al inicio de este libro no me he referido a la filosofía del Anekāntavāda como una prefiguración exótica del perspectivismo actual sino como una elaboración filosófica en pie de igualdad con la de Viveiros y la de Descola, una construcción intelectual que incluye una refinada elaboración de un principio de multiplicidad de perspectivas, una visión unitaria de la humanidad y el resto de la naturaleza y una riqueza de fundamentación que a los perspectivismos estructuralistas y pos-estructuralistas –como lo estamos comprobando al ponerlas lado a lado– les ha sido imposible desarrollar con la misma inventiva y con parecida apertura de espíritu (cf. Singh 2001; Jain 2004; Reynoso 1974 ). Pero tanto o más insatisfactorio que el proyecto descoliano de Gran División a todo trance entre Nosotros y los pre-modernos me resulta el conocimiento que el autor revela poseer de la diversidad y la naturaleza de las teorías antropológicas contemporáneas. Igual que es el caso con Viveiros, cuando habla de movimientos teóricos Descola jamás menciona los nombres de l@s autor@s que tiene en mente. Guardé alguna esperanza que lo hiciera cuando tituló un capítulo “Antropologías materialistas, antropología simbólica”. Vana ilusión: Descola identifica la primera especie con la primatología; a la segunda la caracteriza así: [L]a antropología simbólica se sirvió de la oposición entre naturaleza y cultura como de un dispositivo analítico a fin de aclarar la significación de los mitos, los rituales, las taxonomías, las concepciones del cuerpo y de la persona y de muchos otros aspectos de la vida social donde interviene de manera explícita o implícita una discriminación entre las propiedades de las cosas, de los seres y de los fenómenos, según éstos dependieran o no de un efecto de la acción humana. Los resultados de este abordaje fueron muy ricos en el plano de las interpretaciones etnográficas, aunque no siempre estuvieron a salvo de los prejuicios etnocéntricos (Descola 2005: 102).

Debo decir, una vez más, que aunque he escrito un buen número de manuales, historias y libelos sobre y contra las antropologías simbólicas, no alcanzo a imaginar qué antropólog@s pueden estar incluid@s en la clase que Descola describe; a cierta altura de su tipificación el carácter vago e implícito de la discriminación de propiedades que él estipula hace que todo el mundo califique como simbolista; un poco más avanzado el tratamiento de la idea, ya no queda nadie dentro de la categoría (cf. Reynoso 1987 ; 1998: 209-276 ; 104

2008: caps. 1 & 2). Dada además la posibilidad de connivencia de la antropología simbólica con el etnocentrismo más perverso y atento a la gravedad de la acusación ¿no sería útil que Descola nos dé una pista que nos permita inferir de quiénes está hablando, cómo se han expresado esos prejuicios y qué podríamos hacer para contrarrestarlos? Uno de los rasgos definitorios de la escritura de Descola (y uno en los que él quizá deposita sus mayores esperanzas) concierne a una estilística elaborada hasta la exasperación, como si él estuviera más pendiente de la opinión del lector profano sobre lo bien que escribe que de la conformidad del profesional con los términos operativos de su antropología. En ningún lugar esto es más evidente que en las estilizaciones de sus notas de campo que hacen las veces de etnografía. En la más que correcta traducción castellana de Valeria Castelló-Jobert y Ricardo Ibarlucía para el Fondo de Cultura Económica de Las Lanzas del Crepúsculo (Descola 2005 [1993]) unos cuantos matices del original sin duda se han evaporado y muchos elementos de juicio han dejado de evocar lo que el autor había pretendido. Pero al contrario de lo que repiten los mitos urbanos de la ciencia, la lectura de un original no atenúa todos los excesos ni corrige todas las fallas que se descubren en una traducción. En la crítica en lengua francesa, de hecho, no pocos especialistas favorables al movimiento (cuando no avezados militantes) han documentado su descontento por las frecuentes incongruencias, abusos, singularidades y expresiones paternalistas en la escritura de Descola. Si la traducción es por momentos poco persuasiva, en algunos respectos el original puede sonar peor. Si bien ya es bastante infortunado que su escritura devenga objeto de discusión y que se haya formado una communitas de críticos interesados en discutirla, algunas de las objeciones que se han interpuesto al estilo de Descola son más bien endebles y superfluas. Otras, sin embargo, señalan trampas discursivas que bien podrían ser indicadoras de otra clase de limitaciones. Me interesa mostrar un fragmento (en su idioma original) de la recensión crítica de Philippe Erikson, él mismo un perspectivista intransigente, en la que se distinguen vicios del estilo descoliano que en la traducción castellana no serían siquiera perceptibles o que atribuiríamos equivocadamente al traductor: On peut relever quelques constructions incongrues (“se venger contre”, p. 299; “puer mal”, p. 94), quelques hispanismes (“à voir”, p. 118 & p. 316; “comment n’allais-je pas le tuer”, p. 245; “ainsi disant”, p. 338), une petite coquille (“draguet rouge”, p. 94), et sans doute une certaine propension à abuser des adjectifs. Était-il vraiment nécessaire, pour prendre un exemple au hasard, de décréter “savoureuse” une purée de patate douce servie aux chiens (p. 63)? Par ailleurs, les inconditionnels du “politiquement correct” frémiront sans doute de certaines des options terminologiques de Descola: l’emploi fréquent de “lunes” pour “mois” peut sembler condescendant, et le qualificatif “pré-moderne” n’est pas sans relents évolutionnistes. L’abondance de ce qu’on pourrait appeler des ana-topismes (parler, dans un contexte amazonien, de “pintes de bière”, de “cantilènes”, de “pancrace”, de “encre d’or”, de “dandy” ou de “pot-aufeu”, par exemple) fera certes sourire les connaisseurs, mais risque de conforter l’ethnocentrisme du grand public, de même que les évocations (entre autres) de la Joconde ou 105

de l’épiphanie! Enfin, et peut-être plus sérieusement, on regrettera que l’index onomastique n’inclue les auteurs d’ouvrages scientifiques que jusqu’à la p. 139, ne répertoriant plus par la suite que les noms des Achuar mentionnés dans le texte (Erikson 1994: 359-360 ).

Una crítica mucho más suculenta de la valorada etnografía de Descola es la de la artista visual y antropóloga cultural chilena Lydia Nakashima Degarrod, en ese entonces en la Universidad de Harvard: Descola defiende el poder aboluto del observador en la comprensión de una cultura y minimiza el papel del informante. A los ojos de Descola, el propósito esencial de la etnología es explicar lo que está implícito. Él afirma que es la habilidad del etnólogo para decodificar culturas lo que lo hace más apropiado para comprender esas culturas mejor que los “nativos” que no son “conscientes” de su propio sistema cultural. De este modo, en la visión de Descola, ni siquiera la información más metódica y sistemática proveniente de un informante puede sustituir la interpretación etnológica de un outsider. Estas ideas sobre la investigación etnológica, combinadas con la creencia de Descola en la naturaleza invariante del mito, permite a Descola al final de su sección etnológica afirmar sin hesitación que él posee un mejor conocimiento de los mitos Shuar que las mujeres Shuar que él observó escenificando un ritual de solidaridad. De acuerdo con él, las mujeres repetían cánticos protectores durante horas sin entender realmente sus contenidos. Él conocía esos cánticos porque los había estudiado antes en versiones escritas de los mitos que fueron colectados por un misionero salesiano en la primera parte del siglo [XX]. Finaliza esta sección elogiando el poder de la palabra escrita por encima del conocimiento oral (Nakashima Degarrod 1998: 64).

No son pocos los perspectivistas que han saltado a la yugular de Descola irritados por sus fatigosos contrastes conceptuales y su pulsión taxonómica, pero nadie ha advertido que hay no pocos instantes en la escritura del fundador del neo-animismo que ponen al desnudo modales tan etnocéntricos y sexistas como los de la vieja escuela, al lado de una concepción del trabajo etnológico que remite ya no a una ideología moderna sino a una antropología definitivamente pre-boasiana. La resonancia literaria, la riqueza de vocabulario, la incrustación cadenciosa de vocablos indígenas y la musicalidad frazeriana de una prosodia perfecta obnubila, creo yo, la plena captación de lo que él dice, pero el sesgo ideológico de su postura es inequívoco. En el relato que Nakashima estaba cuestionando (y al cual ella no cita) Descola se había celebrado a sí mismo diciendo: Vana victoria de la escritura sobre los caprichos de la memoria, sé probablemente más que Untsumak acerca del significado y del origen del ritual que ella conduce. En los cantos protectores que estas mujeres repiten desde hace horas sin manejar su contenido, reconozco los temas principales de las ujaj que puntúan entre los shuar el rito de la tsantsa, pacientemente recogidos por un misionero salesiano y de los que he tomado conocimiento hace poco (Descola 2005a [1993]: 384).

No niego la idoneidad de Descola en el conocimiento de esos textos: una aptitud vicaria, de todos modos, porque ese saber le viene del registro evangélico anotado por aquel misionero 106

más que de sus notas científicas de campo o de su capacidad de traducción en tiempo real.38 Pero su escena de autoencomio (una nueva e innecesaria leçon d’écriture) me suena indecorosa por cuanto viene de un líder de un movimiento que acompaña a quienes han hecho una causa de la “simetría” y de la “antropología reversa” y que –junto con Viveiros– se permite moralizar más de lo necesario sobre su noble paternalismo, su acuerdo perfecto con sus “oyentes” cómplices y su altruístico interés por el Otro en mayúsculas (cf. Viveiros 2010a [2009]: 63 ). Lástima que la anécdota no hacía la menor falta: un lector sensible podría haber comprendido la descripción de la cultura Shuar igual de bien aun cuando Descola hubiera escogido guardar silencio sobre lo bien que la conoce. A gran distancia de lo que fuera el caso del recordado ensayo de Victor Turner (1980 [1967]) que evoca a “Muchona el Abejorro, intérprete de la religión”, genuinamente igualitario y sin evasivas culposas, el otro perspectivista mayor, Viveiros de Castro, comparte con Descola una visión similar sobre la preminencia de la visión del antropólogo por encima de la del actor nativo en el juego de una antropología tratada monolíticamente y a la que él no suscribe pero cuyos resultados objetivos no se decide a recusar por completo porque –en términos de reglas del juego a las que él no renuncia– las cosas “necesitan ser” así: La matriz relacional del discurso antropológico es hileomórfica: el sentido del antropólogo es forma; el del nativo, materia. El discurso del nativo no detenta el sentido de su propio sentido. De hecho, como diría Geertz, todos somos nativos; pero en derecho, unos siempre son más nativos que otros. […] La ciencia del antropólogo es de otro orden que la ciencia del nativo, y necesita serlo: la condición de posibilidad de la primera es la deslegitimación de las pretensiones de la segunda, su “epistemicidio”, en el fuerte decir de Bob Scholte (1984: 964). El conocimiento por parte del sujeto exige el desconocimiento por parte del objeto (Viveiros 2002c: 115, 116).

Ante lo que fuera de contexto luce como una nueva apostasía a la mera idea del perspectivismo, no es de extrañar que la archi-rival de Viveiros, la indigenista Alcida Ramos, se pregunte: Pero, ¿por qué tiene que ser así? ¿Cuáles son las premisas que sustentan tales afirmaciones? ¿No serán ellas un terco reflejo de la creencia inquebrantable en la división del trabajo etnográfico entre aquel que conoce, el sujeto cognoscente (el etnógrafo) y aquel que se deja conocer, el objeto cognoscible (el nativo)? ¿El movimiento reciente de auto-crítica antropológica de los 80’s no habrá debilitado a esa creencia? (Ramos 2012b: 24 )

38

Como se comprobará más adelante (pág. 149), ese salesiano fue para Descola tan providencial como León Cadogan lo fue para Pierre Clastres. En cuanto a la “simetría generalizada” que ahora proclama Viveiros siguiendo a Latour y que Descola comparte, ella beneficia al “mundo material de relaciones causales”, equiparándolo a “la intencionalidad humana”. Pero mientras estas abstracciones neo-aristotélicas son objeto de su más profundo respeto, el autor no parece preocuparse mucho por reconocer los merecimientos intelectuales de ágrafos, mujeres e informantes de sociedades concretas (Latour 1991: 24, 27, 32-35, 103-104; Domènech y Tirado 1998; Descola 2006: 6; Viveiros 2010a [2009]: 90 ). 107

Todo ponderado, e instalada ya la cuestión en el plano sardónico, uno queda preguntándose si las filosofías neo-estructuralistas como la de Descola y las pos-estructuralistas como la de Viveiros no perpetran también, por mera “condición de posibilidad”, la misma deslegitimación y el mismo epistemicidio de los saberes amerindios, o si en la tierra encantada del perspectivismo algunos nativos (o antropólogos), favorecidos por alguna cláusula secreta, se las han ingeniado para devenir más nativos que otros. Otra expresión no muy afortunada sobre la imposibilidad de fundarse en la concepción del nativo es la que subyace a esta referencia sin claras coordenadas que articula Oscar Calavia Saéz, respaldándola en el trámite: Por otra parte, la relevancia y la adecuación de los interlocutores es una cuestión que no puede juzgarse de antemano. Un buen ejemplo es el que da Viveiros de Castro cuando explica que los shamanes no son buenos informantes respecto del shamanismo araweté, porque el estilo citacional que acostumbran usar para tratar el tema dificulta una enunciación de lo que ellos mismos hacen (Calavia Sáez 2013: 160).

Extraño concepto éste de la “apertura al otro” que se dice inaugurada por el Lévi-Strauss tardío de la Historia de Lince y que ha sido vehementemente impulsada por Viveiros como parte esencial de su marco teórico. O me equivoco por mucho o la apropiación y escamoteo del discurso del otro y del “punto de vista nativo” por parte del animistas y perspectivistas acaba derivando en una práctica de apología del autor omnisapiente, una especie de heteroglosia al revés, resultante de un efecto de sesgo y “perspectiva” que Jacques Maquet (1964: 54) supo cuestionar medio siglo atrás y que en otros espacios teóricos (en la dialógica posmoderna, sin ir más lejos) se ha aprendido a reprimir hace mucho. Así como encontramos coincidencias desafortunadas como todas éstas, entre las antropologías de los dos teóricos principales del movimiento median también diferencias importantes. Mientras Viveiros cree avanzar hacia el futuro trayendo a cuento a Foucault, a Deleuze y a otros intelectuales que estrictamente hablando sólo fueron novedosos cuando él era muy joven pero que todavía está en camino de asimilar, a Descola no parece afectarle mucho volver a discutir razones que ya se debatieron en los tiempos de Spencer & Gillen, Elkin, Bogoras, Freud, Rasmussen, Róheim y otros autores que ya habíamos comenzado a olvidar, no siempre sin razón. En ocasiones Descola es consciente de que está tratando con materiales extremadamente viejos que alimentan prejuicios sobre el “pensamiento salvaje” [sic] de los que la antropología se desprendió en buena hora; insensible a la aceleración del conocimiento en los últimos cuarenta años, Viveiros me suena que todavía no. Descola justifica sus arcaísmos en función de su prolongada vigencia y cada tanto dispara un nombre un poco más nuevo, usualmente Foucault o Latour, como una nota actualizadora (cf. Descola 2012: 119-120, 306307, 324); Viveiros, en cambio, rehabilita a sus sabios ancianos silenciando la crítica que se les ha hecho, aceptándolos monolíticamente, reputándolos menos añejos de lo que realmente son y negándoles el beneficio de una renovación correctiva, pues en el vértigo del panegírico perfecto que compone ardientemente, veinte o treinta años después de que han muer108

to ni se siente obligado a leer una porción más amplia de su obra ni tiene la más mínima objeción que interponerles. Con precursores de entendimiento tan empinado ni falta que hace pensar conceptos nuevos, ni siquiera como definiciones capaces de adaptar y coordinar los problemas que encontramos en el campo con las nociones filosofescas que (al igual que los niños) vienen de París, y que, portentosamente, se avienen a describir la ontología Yawalapíti mejor de lo que los Yawalapíti han podido hacerlo en cien años de encuesta antropológica. Excluida la posibilidad de que ella reaparezca milagrosamente idéntica y de cuerpo entero en el ideario de dos parisinos heterodoxos pensando al filo de la esquizofrenia, uno se pregunta, a todo esto, a dónde ha ido a parar la “teoría indígena” del perspectivismo amerindio de la cual se hablaba pocos meses antes y de la cual cada tanto se deja de hablar sin dar explicaciones, como cuando se dicen cosas tales que los shamanes no son buenos informantes, que las organizaciones indígenas no entienden a los antropólogos o que, en los ritos que cuentan, las mujeres Ashuar que los acompañan con su voz conocen un segmento clave de su propia cultura más pobremente que el europeo que las escucha cantar. En Descola por un continuismo que viene de tiempos pre-antropológicos y en Viveiros por desinterés, parasitismo filosófico o falta de imaginación, por una razón o por otra toda novedad conceptual brilla por su ausencia; en la producción de ambos autores, y con la única posible excepción del multinaturalismo, ni una sola categoría vigente, provechosa o esencial proviene de sus propias plumas o (mucho menos) de lo que a los subalternos se les permite hablar. Admito albergar la sospecha de que Viveiros se imagina a sí mismo como un pensador más sólido y vigente que Descola porque los dioses de su Olimpo son una generación y media más tardíos. Pero las diferencias que podría haber por este factor son sólo módicas y marginales. Los autores que iluminan a Viveiros el día de hoy no son tan nuevos después de todo. De hecho, el lapso temporal y conceptual que separa al Franz Boas maduro del primer Deleuze (1930-1972, pongamos) es exactamente el mismo que el que media entre el Deleuze de L’Anti-Œdipe y la antropología del día de hoy (1972-2014). Las ciencias sociales han cambiado mucho más aceleradamente en este último lapso pero también se han aligerado, tanto en el bueno como en el mal sentido. Dada la sustancia de uno y del otro apuesto que no es tampoco Franz Boas el autor que (antropológicamente hablando) luce más envejecido, ni el que se apega a fehacientes antiguallas del tipo «salvajismo  barbarie  civilización», ni el que se traga el cuento de que China y la India eran igualitarias o que el barroco con sus ritornellos era un género de provincias. Si es la vigencia de las ideas lo que está en juego, Viveiros, coetáneo mío, bien podría moderar un poco su entusiasmo, pues la bohemia trasnochada de los pos-estructuralistas ya tuvo su hora y a juzgar por sus arcaísmos, sus ingenuidades, su encierro en la pequeña provincia de la lengua francesa y su axiología compulsiva su hora francamente ya no es ésta. Puedo admitir la distintividad de Deleuze y la creatividad de su inspiración: su genio, si alguien insiste en llamarlo así; pero creerlo fres-

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co, pensador novedoso y anunciador del futuro, para hacerla corta, no hace más que revelar la edad que uno tiene. Todo ponderado, y en la aciaga circunstancia de afrontar una elección así, si tuviera que escoger entre prestar apoyo al ya venerable y conservador programa de Descola o al más inmaduro y experimental proyecto de Viveiros preferiría al primero, simplemente porque ha mantenido su deslumbramiento por lo más banal del pos-estructuralismo y las otras modas del día un poco más bajo el control de su inteligencia.  Igual que ha sido el caso con Viveiros, no es de extrañar que la antropología perspectivista de Descola haya inspirado una suma creciente de filosos trabajos críticos. Una crítica realmente inesperada proviene precisamente de Viveiros, quien ataca con un sarcasmo desbordado la que es acaso una de las tesis descolianas fundamentales y que es, a saber, el carácter “occidentalizante” de la distinción entre la mente y el cuerpo. Uno se siente un poco vil por usar uno de los dos autores perspectivistas magnos razonando destructivamente contra el otro, pero si la ironía que parece invadir al párrafo que sigue es intencional (cosa de la que no se puede estar seguro) la primera parte de la crítica de Viveiros luce de a ratos endemoniadamente brillante, excepto cuando se desvía hacía el tópico de los “animales posmodernos” en un giro rizomático que no acabo de entender y que parece deberle más a las animaciones de Chuck Jones que a la etología cognitiva: Si consideramos la cantidad de exorcismo ritual y de abuso dirigidos contra su nombre y sus ideas en las escrituras de los antropólogos y filósofos contemporáneos, debemos concluir que Descartes es lo más repulsivo que anda por ahí. Sus dualismos de mente/cuerpo y humano/animal son el ejemplo de elección de las así llamadas “dicotomías Occidentales persistentes” que cada quien en nuestra línea de negocios –para no hablar del negocio de la filosofía de la mente– ama deconstruir y se complace en mostrar lo que tales-y-cuales justamente “no tienen”. Los antropólogos que trabajan sobre la cuestión de naturaleza/sociedad, en particular, denuncian la terquedad de la divisón cartesiana entre humano/animal, mientras describen cómo es que los pueblos pre-modernos en todo el planeta conciben (o se comprometen en) un involucramiento práctico e intersubjetivo entre los humanos y los animales. Por medio de este terco dualismo de mente vs cuerpo, Descartes separó la humanidad de la animalidad, el hombre de la naturaleza: una prueba más de la ceguera de la civilización Occidental hacia esa socialidad universal intersubjetiva de las cosas vivientes que los salvajes correctamente afirman. Por tanto: contrariamente a los animales-máquinas modernos y cartesianos, los animales pos-modernos, igual que los pre-modernos, son sujetos. Son sujetos no porque posean capacidades cognitivas similares a las nuestras –nótese bien– sino porque todos compartimos la misma percepción corporal [embodied awareness] de ser-en-el-mundo (Viveiros 2012a: 118-119).39 39

Después de elaborada esta sección del ensayo encontré un artículo de Dimitri Karadimas (del Laboratorio de Antropología Social del Collège de France) en el que se establece –ilustrada con una viñeta de cartoon– 110

Otra crítica viveiriana que va al grano del dualismo radical oculto e inconfeso en la obra de Descola es el opúsculo provocativa e imaginativamente titulado Radical Dualism: A MetaFantasy on the Square Root of Dual Organizations, or a Savage Homage to Lévi-Strauss. Habrá quien esté tentado a considerar esta pieza, al lado de otra muy poco conocida de Mary Douglas (1998: 135-151), entre las mejores auto-refutaciones de toda la antropología, por cuanto lo que Viveiros escribe aquí aniquila sin posibilidad de componenda gran parte de las ideas con las que nos desafió cuando era más joven, que se le han adherido en algún momento o que se le atribuyen todavía hoy. Pero en realidad todo lo que se esconde aquí es otro nuevo juego de doble estándar en el que toda idea deviene admisible en tanto sea uno mismo o un amigo de uno quien la sostenga. Veamos lo que expresa Viveiros: El nombre de Claude Lévi-Strauss, quien falleció hace exactamente dos años en el día que escribo estas notas (30 de octubre de 2011), ha devenido emblemáticamente asociado con lo que algunos llaman, desdeñosamente, “pensamiento binario”. La antropología estructural evidenciaría una parcialidad reaccionaria por las oposiciones duales, simétricas, estáticas y reversibles, y por las analogías de proporcionalidad que uno puede construir con ellas, tales como los sistemas totémicos. El antropólogo francés sería sí una especie de campeón del sistema binario (o de la máquina binaria, como la llamarían Gilles Deleuze y Félix Guattari), concibiéndola al mismo tiempo como el esquematismo elemental de la semiosis humana y como la reducción final de cada sistema metafísico. Esta imagen, sin embargo, pertenece más a ciertas versiones simplistas del estructuralismo, dentro y fuera de la antropología, que al modus operandi de Lévi-Strauss mismo. Para él, muy al contrario, una oposición binaria es cualquier cosa excepto un objeto simple, o simplemente dual, o incluso simplemente un objeto; quizá no sea siquiera una oposición en absoluto. Es digno de señalarse que Lévi-Strauss finaliza las dos fases de su monumental estudio de la mitología en una época en la que el estructuralismo alcanzó la plena madurez teorética, con advertencias acerca de tanto los recursos (y el vocabulario) de la lógica extensional y la propia noción de oposición binaria para dar cuenta de las relaciones multidimensionales que impregnan y constituyen la materia mítica (Viveiros 2103b ).

El problema con el repentino dualismo de Viveiros, decía, es que desmiente su propia posición frente a ciertas inflexiones fundamentales de su teoría, recuperación de la metafísica inclusive. En un reportaje incluido en La Mirada del Jaguar, efectivamente, expresa: Una preocupación que me acompaña desde entonces es cómo describir una forma social que no tenga por esqueleto institucional un dispositivo dualista. […] Era una época en que las llamadas oposiciones binarias eran vistas como la gran clave de interpretación de cualquier

una inesperada relación entre la concepción subjetivista de Viveiros y la apercepción consciente de precipicios y caídas y el embodied awareness en los dibujos animados de Wile E. Coyote y el Correcaminos (Karadimas 2012: 28-29 ). Cuando niño nunca imaginé que iba a reencontrarme con estas cosas en el laberinto de la metateorización antropológica y que esas imágenes podrían devenir la clave de algo importante. Haberlo sabido. 111

sistema de pensamiento y acción indígenas. Para mí quedó claro que lo que sucedía en el Xingú no podía ser reducido a la oposición, tan durkheimiana (o para decirlo de una vez, tan metafísica) entre lo físico y lo moral, lo natural y lo cultural, lo biológico y lo sociológico (Viveiros 2013a: 11).

Esta dialéctica masoquista ha sido tal vez el precio a pagar para marcar diferencias con el matricero Philippe Descola, cuyo alejamiento transversal del líder más empinado del movimiento está comenzando a escalar. A diferencia de lo que es el caso en la impugnación douglasiana, sin embargo, Viveiros se cuida mucho de admitir que –según otro texto publicado ese mismo año y en el que cambia de idea sin decir agua va– bien podría ser él mismo uno de los binarizadores compulsivos antes sindicados como uno de los villanos de la historia (cf. Viveiros 2013b ). La crítica viveiriana que mejor encarna el alejamiento entre los dos fundadores del movimiento posiblemente sea ésta, en la que el perspectivista en jefe carga las tintas contra la mera idea del animismo: El principal problema con la inspiradora teoría de Descola, en mi opinión, es éste: ¿puede el animismo definirse como una proyección de diferencias y cualidades internas al mundo humano sobre mundos no-humanos, como un modelo “socio-céntrico” en el que las categorías y las relaciones sociales se usan para mapear el universo? Esta interpretación por analogía es explícita en ciertas glosas de la teoría, tal como la que proporciona Kaj Århem: “si los sistemas totémicos modelan la sociedad según la naturaleza, entonces los sistemas anímicos modelan la naturaleza según la sociedad (1996: 185). El problema aquí es la obvia proximidad con el sentido tradicional de animismo, o con la reducción de las “clasificaciones primitivas” a emanaciones de la morfología social; pero igualmente el problema es ir más allá de otras caracterizaciones clásicas de la relación entre sociedad y naturaleza (Viveiros 2012a: 89 ).

Viveiros no es el único perspectivista en cuestionar tangencial o frontalmente las ideas de Descola, como si las suyas fueran abismalmente distintas. Apoyándose en una tercera e innecesaria noción de animismo que no es ni la “tradicional” ni la descoliana, Tânia Stolze Lima, celebrada por Viveiros como una de las originadoras de las ideas capitales del movimiento, también había dicho en su lento y sinuoso paper “O dois e seu multiplo” que “nociones como metáfora y metonimia (o sus congéneres, como totemismo y animismo, en la conceptuación propuesta por Descola [1992]) nos atrapan en nuestro deseo de determinar la lógica subyacente de las llamadas proposiciones aparentemente irracionales. […] Quiero recordar que las reflexiones que presento en este ensayo”, sentencia Lima, “no se articulan sino muy indirectamente con las hipótesis sugeridas por Descola, y que cuando hablo de animismo, no me refiero al concepto que él bautizó así” (Stolze Lima 1996: 29, 44 n. 5 ). También Roy Wagner, en un prólogo en el que toma partido inequívoco por la versión del perspectivismo de Viveiros, ataca el apotegma descoliano (más bien periférico) que afirma que “el punto común de referencia para todos los seres de la naturaleza no son los humanos como especie sino la humanidad como condición”, contraponiendo a la humanidad un as112

pecto más sutil y subdeterminante como el zhac de los Athabascos del norte (Descola 1986: 120; Wagner 2012: 4 ). La observación de Wagner tiene más que ver, conjeturo, con la necesidad de marcar distancia con la figura de Descola en el tablero interno del perspectivismo que en documentar un matiz de significación que valga la pena. Nadie mejor que Bruno Latour, con su sensibilidad exacerbada frente a cualquier polémica latente, para destacar contrastes rara vez percibidos por propios y extraños entre las ideas de Descola y las de Viveiros: Lo último que quiere Viveiros es que la lucha Amerindia contra la filosofía Occidental devenga sólo otra curiosidad en el vasto gabinete de curiosidades que él acusa a Descola de querer construir. Descola, se queja Viveiros, es un “analogista”, esto es, alguien que está poseído por la cuidadosa y casi obsesiva acumulación de pequeñas diferencias con el objetivo de retener un sentido del orden cósmico a la vista de la invasión constante de amenazantes diferencias. […] Pero lo que Viveiros critica es que Descola se arriesga en tornar la conmutación de uno a otro pensamiento demasiado “fácil”, como si la bomba que él, Viveiros, pretendía colocar bajo la filosofía Occidental se hubiera desactivado. Si permitimos que nuestro pensamiento se enganche en la lógica Amerindia alternativa, toda la noción de ideales kantianos, tan pervasivos en la ciencia social, se tiene que ir. A lo que Descola replica que él no está interesado en el pensamiento Occidental sino en el pensamiento de los otros; a lo que Viveiros responde que es la forma de estar “interesado” lo que es el problema (Latour 2009: 2 ).

No todo el mundo ha caído en la cuenta de que Descola ha devuelto con creces esta evaluación deshonrosa en L’Écologie des autres (2011b), deponiendo la teoría favorita de Viveiros hasta ponerla por debajo de la fenomenología y del reduccionismo biológico, en términos que el filósofo de la tecnología Andrew Feenberg (de la Universidad Simon Fraser de Vancouver) ha sabido resumir mejor de lo que yo podría hacerlo o de lo que Descola mismo ha sabido expresar: La teoría del actor-red propone un escape alternativo al dilema de la naturaleza y la cultura. Intenta explicar la distinción como resultado de una actividad más fundamental que asocia objetos en redes híbridas y luego los distribuye conceptualmente entre los dos dominios de la naturaleza y la cultura. En esta visión, las sociedades modernas se distinguen de las premodernas sin referencia al dualismo de naturaleza y cultura en términos del tamaño de las redes que ellas son capaces de construir. Pero Descola objeta que esta teoría no ofrece forma de comprender las constancias que subyacen a los diferentes tipos de sociedades. Aunque el reduccionismo articula inadecuadamente estas constancias, el hecho es que por lo menos las reconoce (Feenberg 2013: 107  y ).

A lo largo de la última década Descola aumentó poco a poco el voltaje de su discrepancia con Viveiros, tratando incluso de subsumir o cooptar el perspectivismo como subproducto eventual de la analítica ontológica. En este sentido, para Descola el perspectivismo (la teoría a través de la cual diferentes cuerpos aprehenden la misma cosa diferentemente, de la 113

misma forma en que aprehenden diferentes cosas a través de una misma lógica cultural) es una elaboración epistemológica secundaria de una ontología animista más básica, y por tal motivo es sumamente restringida etnográficamente hablando (Descola 2005c: 196-202). Dado que requiere introducir “un nivel suplementario de complejidad en una ontología posicional […] en la cual ya es difícil desde el vamos, en todas las situaciones cotidianas en que uno se ve envuelto, atribuir identidades estables a los seres”, el perspectivismo queda limitado a ciertos pueblos y ciertos contextos y no puede ser generalizado ni siquiera a la totalidad de la Amazonia (Descola 2005c: 196-202; cf. Costa y Fausto 2010: 95). Más allá de las crecientes discrepancias y traiciones recíprocas, por momentos Viveiros y Descola tienen en común una misma actitud antidualista. Pero el inconveniente con su antidualismo, más allá de las diferentes maneras en que se plasma, es que ellos no advierten que las diversas dualidades que identifican en la dinámica discursiva de esta o aquella estrategia teórica suelen no ser más que juegos circunstanciales del lenguaje o ilusiones ópticas de la perspectiva desde la que se mira la cosa en un momento dado. Nadie es ni dualista ni monista todo el tiempo, ni se va al paraíso o al purgatorio por serlo, ni mataría por ello. Todos podemos dualizar un poco cuando hace falta; no es un recurso abominable ni es la panacea última; una dualización oportuna puede ser útil en alguna circunstancia, una no tan feliz puede estropear una buena intuición; todo depende del valor que la operación conceptual aporte y de la naturaleza de los problemas planteados. Por poco que se revise cualquier bibliografía, además, se encontrarán autores que son dualistas en muchos sentidos y monistas en otros. Gregory Bateson, a quien Descola nunca cita, a quien Latour puede que haya confundido con algún otro y a quien Viveiros debería haber conocido mejor, mantenía dualismos irreductibles en muchos respectos: creatura y pleroma, mapa y territorio, digital y analógico, metaforicidad y sentido literal, normal y esquizo, procesos primarios y secundarios, procesos convergentes y divergentes, cismogénesis opositiva y cismogénesis complementaria y muchas, muchísimas más. Y sin embargo era capaz de escribir: De vez en cuando recibo quejas de que mis escritos son densos y difíciles de comprender. Tal vez dé cierto consuelo a quienes encuentran la cuestión difícil de comprender, si les digo que al correr de los años me vi empujado a una posición desde la cual las convencionales enunciaciones dualistas sobre la relación mente/cuerpo –los dualismos convencionales del darwinismo, del psicoanálisis y de la teología– me resultan absolutamente ininteligibles. Para mí, comprender a los dualistas se está haciendo tan difícil como para ellos comprenderme a mí (Bateson 2006 [1991]: 285).

Ni duda cabe que es difícil comprenderse uno mismo cuando la propia obra no sabe mantener congruencia. Hubo una vez un autor, Murray Leaf (1979), antropólogo cultural de Chicago y Dallas, que intentó escribir una historia crítica de la disciplina separando a los teóricos dualistas de los 114

monistas, un intento parecido al que emprendieron dos profesores sucesivos de Introducción a la Filosofía que sufrí cuando joven (el platónico Adolfo Carpio y el perspectivista Néstor Cordero) quienes trataron de ordenar el curso de la historia filosófica distinguiendo entre los filósofos realistas y los nominalistas. De más está decir que el método de ordenamiento no funcionó, pues los pensadores que eran realistas para uno resultaban el colmo del nominalismo para el otro. Todavía hoy me causa mareo y me resulta tedioso determinar por qué. Aunque el intento de Leaf fue original tampoco llegó muy lejos: no se puede calar muy hondo en brechas opositivas como ésa sin acabar forzando los términos, trastornando los acentos del discurso, subordinando los hechos a las teorías, instaurando alguna de las categorías (usualmente el monismo) como imperativo moral y violando el tabú que los perspectivistas se autoimponen ante la tentación de la diagnosis retroactiva y otras formas de anacronismo (p. ej. Latour 1998a ; Tirado y Domènech 2008: 50): una observación concebida en el seno del propio movimiento que no ha convencido a todo el mundo pero que de sostenerse, sea por la razón o por la fuerza, alcanza para desbaratar todo cuanto Descola escribiera sobre los dualismos y monismos en la teoría antropológica.  Dado que no tiene que lidiar con el núcleo duro del deleuzianismo, con el ruido de una jerga cada día más lacaniana y con las ideas poco conocidas del rat pack antropológico en el que anidan Clastres, Strathern y Roy Wagner, la crítica externa de las posturas de Descola tiene acaso más cuerpo y soltura que la que ha impactado contra las ideas de Viveiros. De todos modos las críticas que provienen desde fuera del perspectivismo no siempre llegan a ser tan mortíferas como las que se ha visto que circulan incestuosamente en su interior. En este rubro uno de los reviews más incisivos que se han publicado a propósito del perspectivismo en general es el que escribió Dee Mack Williams de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill sobre Nature and Society de Descola y Pálsson (2001): El libro ofrece por cierto ricas discusiones etnográficas y teoréticas, pero falla como una crítica decisiva del dualismo. En primer lugar a lo largo del libro hay una elección intencionada [disingenuous] de palabras que exagera la evidencia o ignora las cuestiones problemáticas. Por ejemplo, la evidencia de intrincadas relaciones sociales con animales en una sociedad no prueba que las distinciones entre naturaleza y cultura sean “visceralmente carentes de sentido” [utterly meaningless]. […] Otra práctica engañosa es la “separación radical”, utilizada como florete para asegurar diferencia con el dualismo occidental (pp. 65, 72). ¿Mediante qué estándar se diferencian epistemologías que perciben la naturaleza con algún grado de alteridad de otras que perciben una alteridad radical? Tanto Ellen (p. 106) como Pálsson (p. 77) admiten con franqueza que individuos en cualquier sociedad pueden expresar alternativamente construcciones dualistas y monistas bajo circunstancias variables. Así y todo, el grado en que una lectura etnográfica selectiva pueda controvertir el caso permanece sin examinar. Una segunda limitación es la aparente falta de interés por alcanzar audiencias no-antropológicas. Los ambientalistas de la corriente principal buscan activamente modelos de biocentrismo 115

y conservación. Los editores reconocen esto y expresan preocupación para dar forma al debate público (p. 12), pero así y todo permiten a los autores una medida innecesaria de abstracción y digresión teorética. Los antropólogos deben hacer un esfuerzo para ser más accesibles, especialmente en las grandes cuestiones (Williams 1998: 138-139).

Si le parecía estilísticamente inaccesible y disciplinariamente claustrofílico el antropologismo de Descola, Williams debió esperar a conocer el estilo cien veces más hermético del perspectivismo pos-estructural de Viveiros, basado en nociones de las altas matemáticas cuyo fundamento formal y cuya anatomía exacta –como procuraré demostrar más adelante– ni él ni los filósofos de quienes las sustrajo se tomaron el trabajo de comprender (v. gr. Viveiros 2010a [2009] ; cf. pág. 248 más adelante). En su recensión de Tierra Adentro: Territorio indígena y percepción del entorno, otra compilación inequívocamente perspectivista en la que Alexandre Surrallés y Pedro García Hierro (2004) mezclan trabajos empíricos serios sobre territorialidad con las más abstractas elaboraciones teoréticas de Descola y Viveiros, el antropólogo Álvaro Pazos, de la Universidad Autónoma de Madrid, acaba formulando una crítica parecida a la de Williams, pero con mayor desarrollo del problema de la vinculación entre la teoría y la práctica que es ingénita a todas las versiones del perspectivismo. Los trabajos empíricos del libro, alega Pazos, [m]uestran el complicado entrelazamiento de demandas y urgencias cruzadas en las prácticas. Es decir, la complejidad específica de modos de vida que implican, sin duda, ontologías, pero no en tanto que teorías del ser sino como pautas de percepción, conceptualización y acción constitutivas de orden práctico. En este sentido, es en estos trabajos […] donde mejor se ilustra la “desnaturalización” de las formas de vida que inspira la aproximación de Descola o Viveiros de Castro. Independientemente del valor que en sí mismos tengan [los estudios territoriales] revelan la enorme brecha existente no ya entre teoría y práctica (como se suele decir), sino entre un trabajo teórico de corte abstracto y exoticista y las demandas de conocimiento y de herramientas teóricas que la práctica parece estar haciendo. […] Los análisis estructurales de las ontologías indígenas no pasan la prueba de la práctica. Quizás porque en este ámbito se vuelve a encontrar, aunque con matices específicos, el inconveniente mayor que el estructuralismo plantea en el dominio estrictamente teórico: la transformación de formas materiales de vida en modos de pensamiento. Los problemas que la práctica plantea tienen menos que ver con especulaciones culturales distintas del territorio, que con puntos de vista implicados sociales, políticos, económicos diversos y conflictivos. Lo que frente a los estados, intereses comerciales, académicos, etc., surge, del lado indígena, no es otro pensamiento sino las problemáticas de la producción y reproducción de las condiciones de vida (Pazos 2007: 376-377 ).

Otra de las críticas de aristas ásperas que se han hecho al movimiento es la de Paul Shankman, de la Universidad de Colorado-Boulder, recordado en la bohemia teórica de la antropología por su documentación minuciosa de las querellas en torno a Margaret Mead y la 116

adolescencia en Samoa y por sus cuestionamientos seminales al análisis mitológico de Lévi-Strauss y al interpretativismo de Clifford Geertz. Varios años después de esas odiseas memorables escribe Shankman, en vuelo de media altura pero concreto y sensato como siempre, a propósito del mismo libro que mereciera los comentarios de Williams: Este volumen deja cierto número de problemas sin resolver, en parte debido a que los hallazgos de los autores se presentan como instancias negativas. De este modo, varios de los autores reiteran que el dualismo naturaleza/cultura es un producto de la cultura occidental, y que muchas sociedades no lo comparten. Pero no se informa a los lectores sobre la variación transcultural de estas creencias ni se los alienta a preguntar por qué algunas sociedades sostienen un conjunto de creencias mientras que otras sostienen otros diferentes. En vez de eso, se dice a los lectores que el dualismo occidental de cultura/naturaleza no es un discurso privilegiado y que es sólo una entre muchas cosmologías. ¿Elimina esta instancia relativista las preguntas sobre variación y explicación? Un segundo problema es el desprecio a menudo categórico del “determinismo ecológico” acompañado por la afirmación de que prácticas culturales específicas están informadas por ideas y creencias (p. 130). Dado que hay muy poca discusión de lo que el “determinismo ecológico” pueda llegar a ser, y menos hay todavía una crítica directa de la ecología cultural tradicional, ese desprecio parece en el mejor de los casos poco claro. ¿Hay verdaderamente antropólogos que creen en un “determinismo ecológico” de un solo factor causal? ¿O este desprecio del determinismo ecológico es sólo otra forma de decir que el ambiente limita, pero no determina, la conducta, como C. Daryll Forde notó hace sesenta años? Finalmente, muchos de los autores parecen interesados en deconstruir el concepto de “naturaleza” en el preciso momento en que los problemas ambientales son de creciente significancia, sean ellos la deforestación en gran escala, el calentamiento global, la depleción de la capa de ozono o los efectos de El Niño, o una multitud de problemas más localizados. Aunque los editores perciben los desafíos que plantean esos problemas, ellos no son abordados, mayormente, por los autores de este volumen. La relevancia de la ecología simbólica, en alguna medida, será juzgada conforme a lo bien que afronte tales problemas. No hay duda que las concepciones locales son vitales para comprender los problemas ambientales. Pero tampoco hay duda en que las fuerzas de la naturaleza, como quiera que se las conciba, tienen el poder de actuar independientemente de nuestra comprensión de ellas. En conclusión, Nature and Society contiene un número de contribuciones meritorias que reflejan no sólo una visión de la ecología sino las tendencias epistemológicas más amplias dentro de la antropología cultural como disciplina. Como complemento de la ecología cultural tradicional la ecología simbólica podría resultar valiosa. Pero para sustituir la ecología cultural tradicional, como algunos contribuidores sugieren, serán necesarios argumentos más persuasivos (Shankman 1998: 1026).

Veintiun años después de haber sido entrevistado en Anthropology Today sin grandes consecuencias, Descola acaba de experimentar al fin su consagración mayor en la antropología norteamericana ocupando el centro del coloquio mayor del encuentro de la AAA en Chi117

cago convocado por John D. Kelly y Emiko Ohnuki-Tierney bajo el rubro “The ontological turn in French philosophical anthropology”: una consigna que incidentalmente ratifica que el movimiento se encuadra como una de esas modas, tendencias o giros que sobrevienen rutinariamente y que certifican la vitalidad de la disciplina, aunque en esta ocasión todo se remita disciplinadamente a algún rincón apartado de la Galia y a una rama filosófica alejada del flujo de la corriente principal, una sub-corriente de la que en los anales de la AAA hacía casi un siglo que nadie hablaba (Knight y Rival 1992; Descola 2014 ; Fischer 2014 ; Kelly 2014 ; Sahlins 2014 ). En ese evento, Bruno Latour mereció comentarios abundantes y complicados y metió también su bocadillo, aunque (según Kelly) despilfarró la oportunidad, se parapetó en un segundo plano, abusó de un lenguaje de name dropping recargado y enunciación inescrutable y no se dignó a contestar a los cuestionamientos servidos en bandeja que otros le hicieron; Marshall Sahlins habló nada más que de Descola, no muy favorablemente pero admitiendo su importancia en esa coyuntura; Descola mismo se defendió de Sahlins (prosigue Kelly) “en un modo durkheimiano y lévistraussiano”; y Viveiros, finalmente, aunque celebrado implícitamente por un Sahlins demasiado absorbido por un vuelco inesperadamente taxonómico y neo-estructuralista (y en el que ni Deleuze ni Strathern ni Wagner monopolizaron las referencias), casi no fue de la partida. Pero no todas fueron flores para Descola. Como en una perfecta inversión lévi-straussiana, y al igual que Lévi-Strauss contradijo legendariamente a su traductor de Les structures élémentaires de la parenté al inglés (Rodney Needham) en la querella que éste mantenía con David Schneider, en el coloquio de Chicago y pocos meses después de prologar elogiosamente la traducción de Par-delà Nature et Culture al inglés, Marshall Sahlins, antropólogo anfitrión e ídolo de los perspectivistas con quien me encontré poco después en México, despedazó la ontología cuatripartita de Descola con la dosis justa de claridad teórica y ejemplificación etnográfica, sin sobreactuaciones, como quien aporta un comentario constructivo o hace un guiño a Viveiros, y demostrando con ironía impar y más allá de toda sombra de duda que animismo, totemismo y analogismo no son sino tres formas de animismo, que son el comunal, el segmentario y el jerárquico. A menudo encontradas en diversos grados de saliencia en una misma sociedad, todas ellas son por añadidura versiones de un antropomorfismo bien conocido en nuestro esquema usual de las cosas (Sahlins 2014: 281 ).

Aunque él no lo diga ni lo sospeche, el valor de la crítica de Sahlins no finca tanto en la refutación de la tipificación descoliana o en el ofrecimiento de una taxonomía más exacta como en el hecho –mucho más radicalmente perspectivista– de que un mismo territorio (tanto en el sentido batesoniano como geográfico de la palabra) admite bastante más que un solo principio de mapeado. En otra parte, y coincidiendo con la crítica que yo mismo formulara más o menos por esos mismos meses, dice Sahlins de las ontologías:

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Mi lectura de la etnografía, sin embargo, es que ellas no son ontologías equipolentes, en la medida en que la humanidad es la base común del ser en el totemismo y el analogismo tanto como lo es en el animismo propiamente dicho. Sea que uno acompañe la definición que da Philippe del animismo como “la atribución por humanos a no humanos de una interioridad idéntica a la de uno mismo” (2013: 129), o la de Graham Harvey que dice que “los animistas son gente que reconoce que el mundo está lleno de personas, sólo algunas de las cuales son humanas, y la vida siempre se vive en relación con otras” (2006: xi), estas nociones de la personalidad subjetiva de los seres humanos se aplican también al totemismo arquetípico de los aborígenes australianos y al analogismo ejemplar de los Hawai’ianos nativos, así como al animismo paradigmático de Amazonia. Más que ontologías radicalmente distintas, tenemos aquí otras tantas organizaciones diferentes de los mismos principios animísticos (Ibid.: 281282 ).

En cuanto al naturalismo que presuntamente nos caracteriza a nosotros, los Occidentales, las palabras de Sahlins son más letales para las distinciones de su amigo Descola que las críticas de todos sus adversarios sumados: [N]o debemos dejar que el engreimiento del naturalismo oscurezca cuan fácilmente y cuán a menudo dotamos de “cuerpos” (¡ahí va eso!) sociales, así como a algunos animales y cosas inorgánicas, con rasgos de personalidad humana. Consideremos estos ítems de la primera página de una edición elegida al azar del New York Times del 7 de noviembre de 2013: “El rublo espera sumarse a las filas del $ y el €”; “El G.O.P [Grand Old Party] evalúa limitar la influencia del ala derecha”; “Mientras que los principales partidos políticos de Nepal están fieramente en desacuerdo [...] la adopción de la democracia es hoy ampliamente compartida”; “Las empresas de alimentos claman victoria”; “El voto de la ciudad de Iowa emite un reproche”; “Rwanda se ha expresado repetidamente contra el Consejo de Seguridad”; “[El gobierno turco] se debate entre sus simpatías musulmanas y su deseo de convertirse en miembro de la Unión Europea”. Suficiente con eso. El antropomorfismo, ciertamente, viene sin aviso. En tales respectos, somos uno más entre otros (Ibid.: 288-289 ).

En lugar de cuestionar su propia tipología, Descola respondió a esta observación balbuceando pretextos, echando la culpa a la inestabilidad de su objeto y afirmando que el recurso retórico de personificación señalado por Sahlins puede verse como un tropo inmoderado de antropomorfismo, una “forma degenerada” que luce desesperadamente trivial al lado de la metafísica alucinatoria del animismo propiamente dicho (Descola 2014: 299 ): una desvalorización culposa, presuntamente autocrítica de la ontología de Occidente, pero que no alcanza a disimular el hecho de que ésta no se comporta en modo alguno como Descola había deseado que se comportase. Como cuadra a las celebridades antropológicas que acaso creen ser, así como ninguno de ellos se dignó a nombrar los apellidos de los antropólogos con quienes no están de acuerdo, ni Viveiros ni mucho menos Descola dieron respuesta satisfactoria a las muy variadas impugnaciones que se les formularon. Las mejores de esas críticas pusieron en evidencia los efectos de una saludable multiplicidad de perspectivas, de un conjunto de saberes y de un 119

ánimo reflexivo que han formado parte de la antropología desde siempre y que los perspectivistas, acentuando una propensión a la soberbia y a la clausura autista que ya se adivinaba en sus textos iniciales, se han negado a inspeccionar con el detenimiento que todos merecíamos. Cabe aquí entonces que se formule una invitación a los elegidos que hoy celebran con un coro de acólitos y con los ojos clavados en el primer mundo los gozos de una gloria caída del cielo, a fin de que los antropólogos que se jactan del refinamiento del debate que el movimiento ha instaurado tomen nota de que el diálogo que habrá de ultimar la disputa todavía no ha tenido lugar. Y que es a través de protestas como las que aquí se recogen que, si alguien más acompaña y los imputados responden, tal vez se pueda materializar algún día.

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LA INCONTENIBLE REFLORACIÓN DE LOS CONCEPTOS MUERTOS

Lo siento por su vaca. No sabía que era sagrada. Anónimo del siglo XX

Sea que eso ocurra porque el conocimiento empírico se profundiza, el razonamiento formal se ilumina o el debate público se ahonda, con el correr de los años la antropología se ha enriquecido mucho al dejar de lado unos cuantos conceptos y teorías que deslumbraron a los estudiosos de otras épocas y proporcionaron una sensación momentánea de verdad, de innovación o de consuelo hermenéutico, pero que no pudieron superar la prueba del tiempo. Mal que le pese a unos cuantos pensadores que –contraviniendo las premisas de cualquier perspectivismo concebible– rehúsan admitir que sus propuestas teoréticas favoritas sólo pueden ser o bien modas destinadas al olvido o bien herramientas a ser superadas tarde o temprano, a nadie se le ocurriría hoy revindicar la hologénesis de Georges Montandon, o la teoría difusionista de los ciclos culturales de la Alemania ultracatólica, o la etnología tautegórica de los obradores académicos de las dictaduras argentinas, o la discriminatoria teoría evolucionista del animismo primitivo, o las encarnaciones más crudas de la sociobiología, o la Nueva Etnografía componencial que logró avergonzar a todos sus partidarios, o el etnopsicoanálisis complementarista de la retaguardia freudiana, o el dream team conformado por Marx+Freud+Lévi-Strauss que proponía Blas Alberti, o los Estudios del Carácter Nacional de la guerra fría, o las formas duras de lo que en ciencia cognitiva los nostálgicos aun llaman GOFAI [Good Old Fashioned Artificial Intelligence] o (¿por qué no?) las etnografías experienciales de los 60s, pródigas en hongos psicotrópicos, fosfenos fluorescentes, sabiduría New Age, imaginería psicodélica para los estudiantes de veinte años y tensegridad para los profesores de cuarenta. Aunque no siempre es fácil evaluar con certeza la vitalidad de lo que ya no está en primera plana y aquí y allá sobrevivan congelados en el tiempo enclaves de nostálgicos que se creían extintos (lewinianos, jungianos, guénonianos, reichianos, roheimianos, murdockianos…), no hay corriente que porte más de (digamos) veinte años que no luzca hoy como una pieza de época y que no nos pida que la tratemos con una pizca de indulgencia, con un ajuste de perspectiva o con un piadoso sentido del contexto histórico.40 Sea cual fuere la orientación del pasado que se impute como superada, en la antropología del último medio siglo forma parte de la justificación de la propia carrera profesional negar 40

Incluso en las prácticas más duras de la informática y la tecnología sucede lo mismo, o algo todavía más patético: ¿Alguien recuerda la era escolástica del UML, el proyecto de la Quinta Generación, las profecías leibnizianas de Ray Kurzweil, los lenguajes de Arquitectura de Software o los cálculos de Bill Gates en los 80s? 121

que uno mismo pueda errar tanto el camino: un buen número entre los personajes que en algún momento se embanderaron tras el posmodernismo norteamericano (Vincent Crapanzano, Paul Rabinow, George Marcus) hoy niega haber tenido algo que ver con una militancia de ese signo (cf. Fernández de Rota 2012: 165-166). Ni siquiera el más ultra de todos, Jean Baudrillard, acepta haber sido bastante más que un poco posmoderno alguna vez (Gane 1993: 21-22, 133, 157 ). Después de lo que a algunos nos pareció una eternidad y de que se corriera la voz de que la vieja antropología científica había hecho posible nada menos que la reinvención del análisis de las redes sociales, incluso los estudios culturales, tal parece, están comenzando a retroceder y a negar que alguna vez afirmaron lo que han llegado a afirmar o que hayan existido como se los pinta. El hecho es que sí existieron y que alcanza con leer cualquier crónica del perspectivismo o cualquier crítica perspectivista de las antropologías rivales contemporáneas para constatar el hueco que ha dejado su desaparición. Puede que sea impropio hablar del progreso de la ciencia en general o de ciertas ciencias en particular; pero es un hecho que aquí y allá las ideas que van dejando de ser útiles o las que peor responden al cambio, por multitudinarias que hayan sido, suelen hacerse humo y desvanecerse del genoma antropológico sin que nadie las llore y sin que muchos se enteren que ya no están. Por esa razón resulta desconcertante que una de las corrientes de mayor éxito mediático y de mayor despliegue de producción bibliográfica de la actualidad se empeñe en adherirse a un pesado conjunto de conceptos y teorías francamente convencionales que inhiben, creo yo, todo asomo de iniciativa metodológica y que impiden incorporar buena parte de lo que otros campos del conocimiento (y más en concreto la lingüística, los algoritmos de la complejidad y las ciencias cognitivas) han elaborado en los últimos veinte años. Ni siquiera los giros de entrecasa que los perspectivistas quieren hacer pasar como revolucionarios o la adopción de un sinnúmero de venerable neologismos venidos de otras partes han significado una superación real o un cambio profundo. A fines de la primera década del siglo, sin ir más lejos, algo fulminante pero previsible pareció ocurrir en el movimiento cuando su fundador tomó distancia de su fase estructuralista y experimentó (al igual que muchos de sus contemporáneos) una de esas epifanías súbitas que los antropólogos conocemos ya demasiado bien y a las que sus impulsores y epígonos adoran ornamentar con la palabra turn, concepto (auto)encomiástico si los hay; pero lo que a simple vista aparentó ser un gesto radical de alcance civilizatorio puede que no haya sido más que una tramoya gatopardista, una maniobra distractiva, un ardid que le permitió preservar buena parte de los arcaísmos que constituían su canon y que hasta ayudó a santificarlos. El caso es que en un brote de glosolalia deleuziana, quemando los puentes de la prudencia científica, sin saber que formaba parte de un clisé estereotipado y dejando casi sin tratar conceptos rizomáticos nativos que se requieren para mantener la coherencia de la matriz filosófica y que habrían sido de elección más razonable (la dupla deterritorialización-reterritorialización, la rostridad, el ritornello, el agenciamiento maquínico, los movimientos 122

inversos de lo virtual a lo actual [explication, développement, déroulement] o de lo actual a lo virtual [implication, enveloppement, enroulement], la complication, la perplication, el cuerpo sin órganos, el espacio liso, el nomadismo, el aiôn, el devenir-animal), en la primera década del siglo Viveiros se lanzó a evocar o a invocar asertivamente un puñado de los mismos keywords característicos de las matemáticas y los algoritmos de la complejidad que se habían propagado más allá del Hexágono a caballo del pos-estructuralismo diez o quince años antes: fractales, autosimilitud, emergencia, no linealidad, líneas, continuums, límites, planos, caos, atractores, autómatas finitos (cf. Viveiros 2010a [2009]): 92, 94, 100, 104, 105, 109, 139, 216, 235 ; cf. Lyotard 1986 [1979]: cap. 13; Balandier 1988; Guattari 1992; véase Cusset 2005 [2003]: esp. la Introducción, “L’effet Sokal”, y cap. 13, “La théorie-monde: Un héritage plánetaire”, pp. 301-322). Como si estuviera buscando riña con Alan Sokal, Rolando García o Mario Bunge, ninguna de sus caracterizaciones de esos formalismos fue a la vez enriquecedora, pertinente y correcta. Ninguna provino tampoco del espacio multidisciplinar en que se originó ni ha sido coordinada con marcos conceptuales consonantes con la antropología que han trabajado alguna vez en términos de modelado complejo. El antropólogo que lea a este Viveiros no encontrará referencias a Robert May, a John Holland, a Felix Hausdorff, a Edward Lorenz o a Stephen Wolfram, o a las elaboraciones antropológicas de Ron Eglash, Stephen Lansing, Michael Agar, George Gumerman o (mucho menos) a las mías propias. De la mera verba estetizante con que las circundó se advierte que Viveiros ha tomado esas ideas de fuentes de inspiración secundarias o terciarias cuya apropiación de esas nociones había sido y sigue siendo objeto de irrisión en todo el espectro de las ciencias, sociales inclusive. Nada de esto ha obstado, empero, para que nuestro autor las haya incorporado sin distanciamiento crítico y (creo yo) sin tener noción reflexiva de lo que se vió llevado a decir, de los abismos constructivistas a los cuales se aproximó, de la literatura de tecnolatría trash a la que se ha sumado y de los vapuleos científicos de la que ésta ha sido objeto desde que la impugnación de la hermenéutica pos-estructuralista de las matemáticas y la complejidad se convirtió, al lado de contrarréplicas antológicamente lamentables, en un próspero y regocijante género literario (cf. Guattari 1992; Wagner 1991: 162; Haraway 1991; 1996; Strathern 1995 ; Pierssens 1998 versus Ruelle 1990; 1992; Gross y Levitt 1994: 104-105; 266-267; Sokal 1994 ; Matheson y Kirchhoff 1997; Sullivan 1998: 79-80; Van Peer 1998; Sokal y Bricmont 1999: 147-149, 278-280; Spurrett 1999; Cusset 2005 [2003]; García 2005 ; Reynoso 2006; 2011; 2014a ; Sokal 2009; Bunge 2012 ). Mirando hacia un pasado no tan lejano uno se pregunta cómo fue que se llegó a ese encandilamiento con lo novedoso y a esa injustificada envidia que muchos en las ciencias que se quieren blandas sienten hacia lo que ellos piensan que son las ciencias duras, siendo que hasta hace pocos días el perspectivismo frecuentaba un folklorismo conservador de talante evolucionista que no se avergonzaba de hablarnos de animismo, de shamanismo, de un analogismo digno de Frazer, de la mentalidad primitiva, del pensamiento salvaje, de la abun123

dancia edénica de la Edad de Piedra y de otros residuos fósiles de la antropología temprana e intermedia que en la corriente principal de la disciplina son moneda devaluada pero que siguen latiendo intensamente en muchas vertientes de la teoría que nos ocupa y en la reivindicación viveiriana de Clastres y en la ontología de Descola más que en otros lugares. Si miramos bien, de hecho, veremos que ese estrato sigue ahí, incólume, y que si en algún momento pareció moderarse fue sólo por un instante fugaz. A veces me asalta una idea que algunas otras veces pienso implausible. A veces pienso, en efecto, que ese viejo folklore atesora la clave inconfesa de lo que el perspectivismo tiene para dar y que todo lo demás, tanto lo más rebosante de cientificidad o de matematismo como lo más ranciamente pos-estructuralista, no es más que un fulgor de superficie, presumido y alborotador, sí, pero no esencial. Una vez más las pruebas son pocas pero categóricas. El hecho es que algunos de los perspectivistas que respondieron a mis críticas por escrito o en persona han dejado pasar con resignación y sin abrir la boca todo lo que dije sobre las paupérrimas matemáticas deleuzianas, o sobre los desvaríos rizomáticos a propósito de la gramática generativa, los sistemas binarios o Benoît Mandelbrot; pero cualquier observación que yo haya asentado sobre su ambivalencia hacia el shamanismo, sobre la cordialidad del movimiento para con las más resecas teorías del déficit conceptual, sobre su incapacidad para percibir el pensamiento del Otro como pensamiento en plenitud, sobre la naturaleza pre-lévy-bruhliana de su presunto pos-lévi-straussianismo, sobre su rechazo poco batesoniano de los aportes de otras ciencias, sobre su confusión entre un antropólogo fundamental y un huaquero de nombre parecido, sobre su adopción de una idea de rizoma que depende por entero de la crítica de un Chomsky al que ninguno de ellos leyó, sobre su apego mórbido por lo raro y lo exótico o sobre su uso de apelativos que confunden lo diverso con lo arcaico o lo auténtico, no ha hecho más que gatillar la ira de los justos (v. gr. Calavia Sáez 2014 ). En otras palabras, sólo los aspectos de la teoría más regresivos, más domésticos y más recluidos en el claustro íntimo de la disciplina antropológica han sido feroz objeto de defensa, como si el resto de su propia doctrina no le importara mucho a nadie, o como si ningún miembro del grupo estuviera en condiciones de comprender lo que está en juego, de expresar un pensamiento autónomo, de poner en cuestión lo que dicen sus líderes a propósito de los matematismos pos-estructurales o de hacer algo útil con los saberes complejos que en la vida real sólo se pueden generar y negociar transdisciplinariamente. Por eso es que antes de abordar la crítica del último Viveiros y de los antropólogos y filósofos que lo han inspirado cuadra a partir de ahora interrogar los arcaísmos más preciados por el movimiento y las intrincadas razones de su sacralidad.

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Nuestra basura: Gloria y ocaso del shamanismo

La terminologie de la science des religions est encore si peu fixée, les notions dont elle traite sont tellement complexes et leur étude si peu débrouillée qu’il est nécessaire de n’employer chaque mot destiné à désigner un ensemble de coutumes et de croyances qu’en lui donnant le sens le plus exact possible. Du temps où la science des religions ne s’était point encore affranchie de l’histoire en général nous sont restés un certain nombre de ces termes fort vagues et qui s’appliquent à tout ce qu’on veut […] ou même à rien du tout; d’autres ont été créés par les voyageurs, adoptés ensuite sans réflexion par les dilettantes de l’ethnopsychologie et employés aussi à tort et à travers. Parmi ces mots vagues, l’un des plus dangereux est celui de Chamanisme. Arnold van Gennep (1903: 51) Ellos nos violaron sacándonos nuestra lengua. Ahora están robando nuestra religión al llamar shamanes a nuestros medicine men y al narrar historias sobre cómo te vuelves shamán tomando drogas. Nuestra lengua no conoce a los shamanes, y ese nombre sólo es usado por neo-shamanes, no por los nuestros. Inés M. Talamantez, Mescalero-Apache. Citada en Pentikäinen (1998: 44)

Desde su fundación hasta el día de hoy el perspectivismo ha hecho uso intenso de un concepto de shamanismo al cual, no sin cierta sagacidad, rara vez se arriesga a confrontar con dureza o a definir de manera categórica, como si el movimiento no fuera un player decisivo en la escena contemporánea, un momento en el que la antropología ha vuelto a frecuentar sin dar muchas explicaciones una idea que no hace tanto tiempo pareció estar al filo de la caducidad (cf. Viveiros 2002a: 177-185; Viveiros 2012a: 48, 50-52, 54, 59-60 ; Descola 2012: 33-34, 37-38). El tratamiento que se ha dado al concepto en el movimiento no es lo que se dice homogéneo. Al principio Descola impugna la concepción shamánica de Mircea Eliade en palabras que reproducen cuestionamientos bien conocidos en el último cuarto de siglo y que cautelosamense te entremezclan con ideas de Viveiros, pero sin aclarar quiénes son en cada caso los sujetos de la enunciación que conceden a los shamanes demasiada entidad o que se lanzan a afirmaciones que él mismo reputa aventuradas: Hacer del shamanismo una forma de religión arcaica definida por algunos rasgos típicos – presencia de individuos que dominan las técnicas arcaicas del éxtasis y se comunican con potencias sobrenaturales que les delegan poderes– supone otorgar a la persona de shamán un 125

papel desmesurado en la definición de la manera en que una sociedad se esfuerza por dar sentido al mundo. […] Ahora bien, el menos en la América india, el papel desempeñado por los shamanes en el manejo de las relaciones con las diferentes entidades que pueblan el cosmos puede soslayarse por completo. En la región subártica, así como en no pocas sociedades amazónicas, las relaciones entre humanos y no-humanos son, ante todo, relaciones de persona a persona. […] Esos lazos individuales de connivencia escapan a menudo al control de los especialistas rituales, cuya tarea, cuando la hay, se limita en muchos casos al mero tratamiento de los males del cuerpo. Es aventurado, entonces, afirmar que una concepción dominante del mundo pueda ser producto de un sistema religioso centrado en una institución, el shamanismo, cuyos efectos quedan a veces limitados a un sector reducido de la vida social (Descola 2012a [2005]: 50-51).

El problema con esta actitud de reticencia o prescindencia crítica es que es de corta vida. Una vez avanzado su estudio, Descola utiliza el concepto como si todo estuviera en orden y los shamanes van y vienen intermediando con toda las clases de entidades que pueblan el mundo y vertebrando de pies a cabeza esa dichosa “vida social”, hoy en día un concepto mucho más arrinconado al filo de la obsolescencia de lo que el propio shamanismo lo ha estado jamás (Ibid.: 49-52, 210, 229, 318-319, 365-366, 497-498, 536-537, etcétera). El mismo papel juegan los shamanes en el ensayo más descoliano de Viveiros, “A floresta de cristal: Notas sobre a ontologia dos espíritos amazônicos”, un trabajo tardío en el que insólitamente no se menciona ni a Roy Wagner ni a Bruno Latour, en el que se incluye Shamanism de Michael Taussig en la bibliografía sin que se lo use en el texto, en el que el shamán vuelve a ser un mediador que ejerce una especie de “diplomacia cósmica” entre entidades ontológicas, en el que la idea de lo social todavía está viva y en el que las multiplicidades deleuzianas (cuyas “fascinantes implicaciones sociológicas” el autor “no puede elaborar” en el espacio disponible ni se ha decidido a hacerlo en ninguna otra parte) simplemente designan colectivos, pluralidades, muchedumbres, legiones, enjambres, miríadas, metamorfosis, congeries y desdoblamientos de variada naturaleza iguales a los que la antropología estuvo tipificando y refiriendo desde que se fundó (Viveiros 2006 ; cf. Hallowell 1975 [1960]; Tyler 1978; Fobes Brown 1988; Pentikäinen 1998; Gow 2001: 148).41 Con avances, retrocesos y giros que mutan de un trabajo a otro, llama la atención el hecho de que los conductores del perspectivismo no se hayan puesto de acuerdo respecto de la importancia y la naturaleza exacta de la institución shamánica en Amerindia, ese lugar de lo arcaico con aroma a Gondwana que siempre está ahí, facilitando los elementos de juicio que se necesitan sin importar que contradigan al libro que se escribirá más tarde o a los que están escribiendo aliados, discípulos y correligionarios. A diferencia de Descola, Viveiros sostenía al menos a principios de los 90s que “el perspectivismo amerindio mantiene una relación esencial con el chamanismo del que es a la vez fundamento teórico y campo opera41

No guardo esperanzas tampoco de que Viveiros explore ni ésas ni otras implicaciones sociológicas, porque entretanto–y acompañando ideas de Tim Ingold y Marilyn Satrathern– ha optado por considerar obsoleto el concepto mismo de lo social (Viveiros 2010a [2009]: 104 ). 126

torio” (2002b: 179). Como en una inversión lévistraussiana de la argumentación de Descola citada más arriba y recuperando una dimensión de religiosidad que siempre fue incierta escribía Viveiros sobre el shamanismo entre los Tupinambá: Son bien conocidas las ceremonias de transfusión de poderes espirituales realizadas por los chamanes, las sanaciones, pronósticos y proezas sobrenaturales que se les acreditaban, sus funciones de mediación entre el mundo de los vivos y el de los muertos, para no hablar de las formidables migraciones desencadenadas y conducidas por los karaiba en busca de la Tierra sin Mal. No cabe duda, en suma, que los chamanes y profetas gozaban de un “inmenso prestigio” (H[élène] Clastres 1975: 42) entre los Tupinambá, desempeñando un destacado papel religioso (Viveiros 1993; repr. 2002a: 213).

A la luz de las variadas críticas que han surgido en torno suyo o de otras que podrían pensarse, el perspectivismo en la línea de Viveiros ocasionalmente relaja la exigencia de que todas las sociedades amazónicas reposen en el shamanismo como institución primordial y de que los shamanes sean los únicos capaces de administrar las relaciones entre los humanos y el componente espiritual de los extra-humanos, de asumir el punto de vista de esos seres y de viajar hacia ellos y de volver para contar el cuento. Pero esta sensibilidad a los matices tampoco llega a durar un párrafo completo y hasta las aparentes excepciones (“sin embargo…”) sólo sirven para seguir difiriendo la clarificación de las relaciones que existen entre (1) una institución shamánica invariante e independiente de perspectiva definida por un intelectual que se encuentra cada día bajo más fuerte acoso, (2) un término que sin haber pasado por la antropología está ganando mercado en la sociedad contemporánea (redes sociales incluidas) y (3) el marco teórico perspectivista y lo que éste puede aportar de original al respecto. Pese a que el perspectivismo suele ser insolentemente asertivo en casi todos los órdenes, no hay todavía una definición perspectivista canónica de la idea ni una cabal puesta en crisis del concepto, como si no se supiera bien qué actitud tomar. En un festival de oscilaciones de cuantificación existencial entre lo ‘poco’, lo ‘débil’ y lo ‘ninguno’ primero y entre lo ‘apenas’, lo ‘alguno’ y lo ‘mucho’ después, Viveiros, por ejemplo, escribe: Es importante señalar que en aquellas sociedades Amazónicas donde el shamanismo como institución (como opuesto a una instancia cosmológica general) se halla débilmente desarrollado, si es que no está presente en absoluto), el tema del perspectivismo se encuentra apenas desarrollado. Las sociedades de lenguas Gê de Brasil Central son un caso a cuento. La idea básica, sin embargo, está muy presente entre algunos Gê (Viveiros 2012a: 60 ).

El reajuste es por lo visto circunstancial y no resuelve nada, no incita a ninguna redefinición, no nos lleva más allá de donde estábamos; cuando uno espera que las nuevas vislumbres sirvan para profundizar en la comprensión del fenómeno, en el paper siguiente Viveiros (igual que Descola en los suyos) olvida los matices que ha traído a cuento, empieza de nuevo y sigue adelante como si supiera algo que no nos quiere decir o como si nos hubiéramos salteado por culpa nuestra la lectura de la ponencia exacta donde se aclara todo. 127

En toda esta literatura, y por coacción de una metafísica que es vigorosamente anti-aristotélica (pero que no ha sabido articular ninguna semiosis alternativa permanente), nunca se nos dice cuáles son rasgos discretos que componen la idea de shamán, ni cuáles de ellos son mandatorios y cuáles optativos, ni cómo se distribuyen las variantes puras o temperadas de shamán, especialista, intermediario, sanador, hechicero, guerrero del otro mundo o lo que fuere a través de las sociedades o los colectivos, ni con qué otros parámetros correlaciona la variancia de la intensidad del “shamanismo” perceptible en una sociedad dada, ni por encima o por debajo de qué umbral cualitativo o cuantificable se deviene shamán o se deja de serlo. Si hay algo de cierto en el predicado perspectivista de la unidad cultural de América, bueno sería saber si el campo de significación de la idea de shamanismo posee en todo el continente (o al menos en toda la Amazonia) la misma extensión y la misma valencia. No creo que la pregunta esté fuera de lugar. Lo que pretendo es que simplemente se esclarezca el significado de una idea que ellos mismos usan todo el tiempo y que tal como está es disonante con un marco teórico que se atiene a una ontología incompatible con la letra chica de las definiciones vigentes de shamanismo. Pero esa clarificación no se encuentra con facilidad, como si los militantes del movimiento se esforzaran por diferirla. Al cabo, el lector no alcanza a discernir con certidumbre lo que ser shamán significa en general y en Amerindia en particular, o si ser shamán en una cultura que sostiene determinada ontología es lo mismo o es algo distinto de ser shamán en cualquier otra parte, Occidente posmoderno incluido. Visiblemente, lo que está faltando en el perspectivismo es un modelo de semántica, un modelo que los mismos perspectivistas a veces han echado de menos y que bien podría ser de conjuntos difusos, de prototipos, de clasificación politética, transformacional, de campo o incluso (¿por qué no?) de análisis componencial, una técnica con destacados antecedentes en Brasil (cf. Menezes Bastos 1978). Es en esta inflexión de la vida teorética y en el silencio que la circunda dentro y fuera del movimiento donde se percibe lo poco que ha contribuido el perspectivismo a la comprensión antropológica de los significados culturales en general y al significado del shamanismo en particular. No hay más que comparar su aporte con los del vilipendiado Bronisław Malinowski sobre el significado en las lenguas “primitivas” (origen de la idea de función fática y piedra fundamental de la escuela pragmática inglesa) para tomar conciencia de las pérdidas conceptuales acaecidas en los últimos noventa años y desapercibidas por quienes hoy se precian de estar revolucionando el concepto de concepto sin haber hecho sus deberes (cf. Malinowski 1984 [1923] versus Viveiros 2010a [2009]: 21 ). Lo más cerca que estuvo el perspectivismo de elaborar una semántica fue cuando Viveiros, en una nota agregada un cuarto de siglo más tarde a su tesis de maestría de 1977 sobre la cosmovisión de los Yawalapíti, notó que los modificadores lingüísticos usados en esa lengua correspondían al modelo de la semántica de prototipos de Eleanor [Heider] Rosch (1972), uno de los más exquisitos aportes de la antropología y la lingüística del conocimiento del cual vengo dando cuenta desde De Edipo a la Máquina Cognitiva (Reynoso 128

1993: 238-246 ). Me tienta citar un fragmento de la descripción de los modificadores que Viveiros aplica a un dominio taxonómico que todavía no es el del shamanismo, pero que es igualmente útil para poner en relieve un aspecto importante del método perspectivista del primer tipo: la capacidad del autor para poner en foco, magistralmente, un rasgo lingüístico que podría haber sido la vía que condujera a una sistematización sugerente, malograda primero en el trabajo de campo por su dependencia de una traducción circunstancial “más o menos constante”, y agravada luego en la elaboración secundaria de escritorio por su negación a aplicar a palpables problemas de significado conceptos de la semántica lingüística o de la semiología constituida. Cito: Los Yawalapíti me traducían los modificadores de modo más o menos constante. La clase úi, por ejemplo, se dividía en: cobras “grandes, bravas, invisibles” (-kumã); cobras “de verdad” (-rúru); cobras “impresentables, ruines” (-malú); “bichos parecidos a las cobras” (-mina). Los modificadores, por tanto, designan respectivamente lo ‘excesivo’, lo ‘auténtico’, lo ‘inferior’ y lo ‘semejante’. Estas relaciones complejas involucran una oposición entre forma y esencia. Los sufijos constituyen, además, un sistema de oposiciones flexibles; en varios casos, un contraste diádico subsume otras relaciones residualmente: o bien -kumã se opone a -rúru como lo ‘monstruoso’ a lo ‘perfecto’, o bien -kumã es el ‘arquetipo’ en contraste con -mina como lo ‘existente’, y así lo demás. Un análisis de cada modificador requiere una consideración de todos los valores que él asume en el sistema total (Viveiros 2002a: 29)

Admitiendo desconocimiento de los avances en semántica cognitiva norteamericana de los años 70 como si tuviera asuntos más álgidos que atender en un tema que él mismo puso en la palestra, Viveiros reconoce (un cuarto de siglo más tarde) no haber leído ni antes ni ulteriormente los trabajos de Eleanor Rosch en forma directa, añadiendo que de haber conocido esos aportes habría sugerido que los Yawalapíti “habrían desarrollado una teoría de los prototipos mucho antes que Rosch” (Ibid.: 44). Ahí, en el decurso de esa frase insólita a la que Bruno Latour repudiaría por contrafáctica, subjuntiva y anacrónica (cf. abajo, pág. 232), es donde lo que Viveiros había armado en la primera mitad del estudio colapsa. Aunque el análisis de los modificadores (y su seguimiento en otros dominios lingüísticos y en otras lenguas) es a mi juicio una iniciativa destacable, la expresión de marras ilustra, en primer lugar, la imperfecta elaboración de las relaciones entre los datos y la teoría en la antropología de Viveiros. No se requiere mucha epistemología para advertir que su descripción no garantiza que los Yawalapíti hayan desarrollado metalingüísticamente “una teoría de los prototipos”; en perspectiva pragmática, lo que ella nos sugiere es simplemente que en sus actos de habla los hablantes de Yawalipíti estructuran algunos aspectos cruciales de su semántica de tal modo que el modelo lingüístico propuesto por Rosch podría dar cuenta de esa estructuración, la cual es muy probablemente universal. Si el modelo prototípico tiene algún valor –yo lo creo así y hasta Viveiros parece admitir que lo tiene– lo mismo que hacen los Yawalapíti lo hacemos todos los humanos que hablamos en prosa a propósito de muchos dominios, el de los parientes, las cobras y los shamanes incluidos. 129

Ante tales confusiones categoriales, lo que la expresión de Viveiros también trasunta es la precariedad conceptual que posiblemente afecte a otras alegaciones suyas que establecen que “no hay nada más diferente de una teoría antropológica que la práctica de un nativo”, que promueven el proyecto de una “antropología simétrica” o que buscan imponer una “antropología reversa” (Viveiros 2012a: 65 ). Para asegurar que los nativos poseen una teoría (ya sea sobre semántica de prototipos o sobre perspectivismo) no alcanza, sin embargo, con documentar una práctica de la cual dicha teoría oficiaría como causa, correlato, indicio, normativa o espejo: haría falta también dar cuenta de lo que Menezes Bastos (a propósito de la musicología Kamayurá) llamaba un metasistema verbal o conceptual de referencia; habría que instrumentar además un relevamiento hasta hoy faltante y documentar en ese trámite que los nativos tienen acceso conceptual explícito y metalingüístico a la racionalidad que rige esa práctica específica. No digo que los nativos en cuestión carezcan de esa teoría en acto y en potencia o que no puedan generarla al vuelo, mediante inducción mayéutica o de otras formas; lo que sí digo es que no es eso lo que Viveiros ha documentado y que para hablar de teoría es eso lo que le falta hacer. Dado el recelo que los perspectivistas experimentan a que se les endilgue cognitivismo, pulsión etnocientífica o proposicionalidad, no es de esperar que satisfagan este requisito en el futuro próximo. Cuatro años después de su trabajo sobre los Yawalapíti, Viveiros evocaría uno de los modificadores (-kumã) a propósito de los intensificadores-espiritualizadores que se asocian con los animales mitológicos shamánicos entre los Yanomami, pero sin aventurarse ya a emprender o a atribuir ninguna elaboración de carácter teórico (Viveiros 2006: 335 ). Aunque la lingüística no era en aquel entonces lo que es hoy, ningún trabajo de Viveiros en el campo del lenguaje, a todo esto, se encuentra a la altura del magistral artículo de Bronisław Malinowski sobre las partículas clasificatorias en la lengua Kiriwina, ochenta años anterior al de Viveiros, quien de haberlo leído habría quizá desbarrado un poco menos (cf. Malinowski 1920). El ensayo de Malinowski no es perfecto. Malinowski tampoco era lingüista, ciertamente, y no trasuntaba luces epistemológicas particularmente brillantes; pero ante las dudas técnicas que se le presentaron, que fueron muchas, nunca dudó en consultar a alguien que supiera del asunto un poco más que él. Todo esto ponderado, invito a que se reflexione sobre la falla conceptual y la confusión de tipos lógicos que implica atribuir a una sociedad manejo consciente de una cabal “teoría de prototipos” por el hecho de que en la lengua de cada uno de sus actores (niñ@s en proceso adquisitivo inclusive) el lingüista puede discernir la presencia de modificadores o hedges semánticos. Esto es lo mismo que atribuir dominio teórico de una axiomática de las funciones recursivas primitivas a quienes aprendieron a contar un poco, o maestría conceptual sobre una cibernética de los mecanismos de retroalimentación negativa a quienes andan en bicicleta sin caerse. Teoréticamente hablando, la elocución atributiva que formula Viveiros carece de lo que en las viejas gramáticas chomskyanas solía llamarse adecuación descriptiva, en tanto que no refleja satisfactoriamente la intuición lingüística del hablante nativo 130

(Chomsky 1964: 63). El desacierto es manifiesto y sus corolarios se perciben difíciles de mantener bajo control; habida cuenta de las pretensiones enunciativas en juego y de los engreimientos de superioridad teorética, todo esto contribuye a convencerme que acaso no sea la teoría ni la metateoría el punto fuerte de nuestro investigador y que bien podría ser que, en última instancia, la relación entre “las prácticas nativas y la teoría antropológica” esté tan negligentemente planteada en su perspectivismo como en cualquier otra estrategia conocida. Mi idea es, por ende, que antes de embarcarse en optimizaciones suntuarias de simetría, aplanamiento e inversión teorética, o de salir al choque por enésima vez contra la distinción entre sujeto y objeto, o de reclamar una reconceptualización del concepto, o de recapitular el enunciado de tópicos deconstruccionistas que ya se prodigaron suficientemente en la era posmoderna, Viveiros bien podría dar mejor testimonio de la solvencia que seguramente tiene en el manejo de alguno entre los tantos modelos semánticos y semiológicos disponibles si es que de lenguaje, simbología y significación se trata. Puede que por ser docente y examinador de Lingüística y Semiótica desde hace treinta años mi sesgo sea demasiado imperioso y que no corresponda que yo espere de los colegas experimentados la exactitud que cabe exigirle a los principiantes noveles que deben convencerme de que algo saben en materia de lo que Lévi-Strauss llamaba la ciencia piloto entre las disciplinas humanas; pero a la larga es el mismo Viveiros quien trae a colación tal género de cuestiones de un modo que no conduce siquiera a hipótesis de trabajo bien planteadas. En suma, tras haber estado a un paso de elaborar una semántica de una clase ya existente pero de todos modos valiosa, Viveiros no hace nada con esa intuición, que de haber sido trabajada transcultural y comparativamente (y con tanto antropólogo amazonista aportando datos) habría podido sacar la idea de shamanismo y otras concepciones análogas del limbo en el que se encuentran. Hasta donde he leído nadie en todo el perspectivismo desarrolló ni siquiera el diagrama de bloque de una investigación semejante. A pesar de la cantidad de referencias de Descola y de Viveiros a variadas cuestiones de simbolismo a lo largo de toda su obra, no hay, insisto –y a juzgar por estos bloqueos metódicos no me imagino que pueda haber algún día–, nada que se parezca a una semántica o a una semiología perspectivista; quien se interese en aspectos simbólicos y de significado relativos al shamanismo deberá buscar sus herramientas de sistematización en otra parte. No es que yo piense que una antropología simbólica o semiológica aporte una solución integral en esta encrucijada, pero una vez más son los perspectivistas quienes están definiendo el problema de ese modo al presumir maestría de una semiología que no está a la altura de lo que se requiere (la de Roy Wagner, que después disecaremos) y al echar mano de un concepto que nos viene del registro arcaico de la conceptualización sin emprolijarlo siquiera un poco: un concepto que después de medio siglo de semántica antropológica no se sabe muy bien qué denota, qué lastre connotativo acarrea, que universalidades o adherencias difusionistas involucra y qué configuración componencial, politética o prototípica posee. 131

En cuanto al concepto de shamanismo, tan acrítico es el uso de la palabra, tan inconstante, tan asertiva e irreflexivamente etic, tan apáticas, carentes de filo y excedidas en sarcasmo las referencias del perspectivismo a las discusiones que ha suscitado el término que uno se pregunta qué pasaría en caso que el concepto caiga, como han caído tantos otros y como ellos mismos, cada tanto, se divierten en hacer caer. El interrogante que viene a la cabeza es si en ese trance el perspectivismo seguiría tramitando su business as usual, o si con el descrédito del metarrelato legitimante que sostiene al shamanismo un segmento del perspectivismo caería también, aunque sea en parte, del mismo modo en que podría desintegrarse la ontología totemista de Descola, por ejemplo, si su velado principio de analogía entre el orden simbólico y el orden social (que Douglas ha puesto en duda) perdiera credibilidad. La falta de genuino tratamiento teórico del shamanismo amazónico se refleja en la parquedad de la contribución perspectivista a los nuevos estudios transversales de la práctica shamánica. En este sentido, los pos-humanistas Neil L. Whitehead y Robin Wright (2004), editores del exhaustivo In darkness and secrecy. The anthropology of assault, sorcery and witchcraft in Amazonia, donde se trata el tema del “shamanismo de ataque”, con énfasis en el lado oscuro y violento de la práctica en la región amazónica, han destacado lo siguiente: [E]l análisis antropológico de los shamanes oscuros en Amazonia es bastante menos extensivo que el de otras áreas etnográficas. La brujería y la hechicería en la Amazonia se han tratado mayormente de una manera azarosa, con algunas reseñas etnográficas excelentes pero sin comparaciones reales de alcance regional ni sugerencias más amplias en lo concerniente a los orígenes y los procesos históricos. Como consecuencia, no se ha abordado ninguna de las preguntas mayores sobre las diferencias etnológicas o los mecanismos de la variación local (Whitehead y Wright 2004: 10).

Whitehead y Wright llaman “economía simbólica de la alteridad” a la variedad teorética de aproximación al shamanismo favorecida entre los autores perspectivistas. Sintomáticamente, sin embargo, ni el perspectivismo ni la ontología descoliana son siquiera nombrados como tales en ninguno de los estudios que componen el volumen, aunque en el lugar y el tiempo cubiertos por el libro debió haber entonces más perspectivistas viveirianos y neoanimistas descolianos que shamanes practicantes. Tampoco es el caso de que los estudios transversales sean de cabo a rabo trigo limpio; si bien unos cuantos de sus practicantes conocen la cuestión desde cerca y desde hace mucho, en ocasiones es dificultoso deslindar entre la etnografía shamánica de primera agua, la glorificación gore de la violencia cultural y las modas globales que han llevado a la escritura de best sellers de la Nueva Era como Shamanism without borders (Albee y otros 2011), Shamanism for Dummies (Bommersbach 2011 ) y The Complete Idiot’s Guide to Shamanism (Scott 2002). En esta tesitura, llama la atención de que a pesar del relieve y la influencia que sin duda tiene el perspectivismo en el interior de la antropología, algunas facciones del shamanismo contemporáneo no parecen haber oído hablar de él y también viceversa (cf. Boekhoven 2011); en otros círculos, por el contrario, nuestro movimiento ha encontrado la 132

forma de abrirse camino, muchas veces en dupla con las ideas más esotéricas de Carlos Castaneda (cf. Harvey y Wallis 2007: 20, 25, 26, 61, 86, 115, 146, 166). En la literatura crítica y revisionista hay pocas trazas de teoría shamánica neo-animista o perspectivista; tal es el caso de la popular, masiva e irregular enciclopedia de shamanismo compilada por Mariko Namba Walter y Eva Jane Neumann Fridman (2004) o en las intensas discusiones de la Bibliotheca Shamanistica sobre el uso y abuso del concepto de shamanismo (cf. Francfort y Hamayon 2002).42 El silencio es en todo caso recíproco; el perspectivismo todavía nos adeuda una puesta de sus propias investigaciones sobre shamanismo en el contexto de la larga historia de la shamanología y en el espacio interdisciplinario de las discusiones teóricas del tema, el cual comprende la historia de las religiones, la psicología comparada, la psicopatología, el esoterismo antiguo y contemporáneo, la ciencia cognitiva, la neurociencia y por supuesto la antropología, la cual (mal que le pese a los perspectivistas) dista de ser mayoritaria o especialmente influyente en este territorio. Existiendo una bibliografía que ronda los tres o cuatro millares de títulos y dando testimonio del desinterés de la doctrina por todo lo que tenga que ver con los enfoques comparativos, la interdisciplinariedad y la clara determinación del estado del problema, lo más que llega a citar en cada unidad bibliográfica cada uno de los perspectivistas que aborda asuntos shamánicos es a los dos o tres referentes clásicos más previsibles (Taussig, Eliade, Reichel Dolmatoff) y –una vez más– a los dos o tres etnógrafos perspectivistas, amazonistas o sudamericanistas de la oficina colindante. A esta altura del desarrollo de la teoría antropológica y de la etnografía americana y asiática, cae de suyo que dentro y fuera de la antropología perspectivista el concepto de shamanismo no se encuentra en su mejor forma y que si se lo continúa utilizando sin diacríticos es para simplificar la gestión descriptiva o porque no se dispone de una categoría más adecuada (cf. Sidky 2010a). La idea quizá se sostiene una pizca más decorosamente que algunas otras (como el animismo, por nombrar una) pero no es de las que se pueden usar con la conciencia tranquila, las manos en el fuego y los ojos cerrados. Hoy se conoce asimismo que su promotor temprano más imaginativo, Mircea Eliade [1907-1986], a quien supe ad42

Incidentalmente, desde que en una vieja monografía yo estudiara la música shamánica ártica en general y paleosiberiana en particular, he tenido oportunidad de rastrear la prolongada historia antigua del concepto de shamanismo, cuyos hitos fundamentales son hoy en día accesibles a través de la Web (cf. Reynoso 1977). Los dilemas teoréticos del shamanismo no comienzan con Mircea Eliade sino un cuarto de milenio antes. La referencia más antigua que conozco a la palabra ‘shamán’ (de hecho, ‘schaman’) y de las confusiones que la rodean se encuentra en el reporte de Nicolaas Witsen [1640-1717], Noord en Oost Tartaryen (Witsen 1705 ) en el que los shamanes se retratan como fraudulentos sacerdotes del diablo. Los datos de la bitácora de Witsen fueron recabados y su denominación reutilizada por Evert Isbrant Ydes, embajador ruso en China, quien recogió datos en Siberia entre 1692 y 1694 (cf. Isbrant Ides 1706 ; Flaherty 1992: 23; Francfort y Hamayon 2002; Reynoso 1977). Con las diferencias del caso, en cada rincón de una bibliografía que ya es inabarcable se percibe que la discusión inicial sobre el shamanismo es inseparable tanto de la asignación de valores morales al concepto como del debate sobre la calidad del marco de referencia que lo usufructúa; a lo que voy es que, como quiera que se desenvuelva la historia, no creo que sea gracias al perspectivismo que esta segunda discusión vaya a zanjarse alguna vez. 133

mirar antes de saberlo y cuya autobiografía romántica es lo que más se parece a las Escenas de la vida bohemia, ha sido más allá de toda posibilidad de redención un fascista militante y un erudito de escritorio que no siempre supo mantener separados su formidable percepción de pautas y su prosa memorable de sus juicios de valor o de sus callados objetivos políticos. Este factor se manifestó, por ejemplo, en su sutil evitación de todo cuanto tuviera que ver con lo semítico, en la des-judeización de su pintura del cristianismo primitivo, en su desprecio de la historia reciente, en su aplauso juvenil a las políticas culturales de Salazar, Hitler y Mussolini y en su incapacidad para indignarse (por ejemplo) ante el sistema de castas, el colonialismo interno de los Arios, la des-humanización de la mujer en los códigos de leyes sagradas o el avasallamiento colonial. Hay quien dice que la ideología de Eliade ha logrado incidir en sus formulaciones teóricas, un asunto cuya investigación se ha convertido en un género superpoblado de opinadores, ratas de biblioteca, teóricos de la conspiración y refutadores de leyendas que fatigan una y otra vez el mismo puñado de indicios sin que los antropólogos en general o los perspectivistas en particular muestren interés en el asunto por más que haya sido uno de aquéllos (Edmund Leach, sin duda) el iniciador de la andanada crítica en su modalidad más feroz (cf. Leach 1966; Jesi 1989 [1979]; Ricketts 1988: 889, 901, 903, 914, 927; 1393; Berger 1991; 1994; Manea 1991; Ellwood 1999; Dubuisson 1995 ; 2005; Laignel-Lavastine 2002; McCutcheon 2002; Stigliano 2002; Dworschak 2004; Ţurcanu 2005; Rennie 2007 ; Wedemeyer y Doniger 2010; Boekhoven 2011: 136-138; Bordaș 2012; Gligor 2012 ). Pero aunque hoy en día Eliade haya sido excluido del canon de la historia comparada de las religiones sin que muchos lo lamenten y aunque nuestra disciplina lleva medio siglo deconstruyendo, reinventando y negando la realidad de todo, a nadie se le ha ocurrido buscar o crear otra idea que funcione mejor y que suplante a la noción de shamanismo de una buena vez. Como resultado de ello, se sigue haciendo pasar un problema (o por lo menos un instrumento incierto) como si fuera una solución. El perspectivismo, por la vía de Wagner, de Latour y de Strathern, ha arrojado munición gruesa contra la noción de sociedad, el concepto de individuo y hasta el concepto tradicional de concepto, pero ha dejado al shamanismo intacto sin elaborar la justificación que cabe esperar (cf. Viveiros 2010a [2009]: 63 ). No tengo objeciones devastadoras que hacer en contra del concepto de shamán, entiéndase bien, pero me incomoda su privilegio ético y ontológico, la anomalía de su excepcionalidad en el perspectivismo, una doctrina que se la pasa chillando contra la creencia en “la estabilidad transcultural de categorías y experiencias características de la modernidad occidental” (Viveiros 2002a: 405-406) y en la que Durkheim, la dialéctica y la sociedad son mal vistos pero en la que a Eliade y al shamanismo se los deja pasar. Hasta Roy Wagner, crítico irascible de nuestras terminologías desnaturalizadoras, llama eliadeanamente “shamanes” a quienes los Daribi llaman sogoyezibidi, mientras que Marilyn Strathern, quien nos prohíbe hablar de parientes, de individuos o de género y que encomilla “Amazonios” o “Melanesios”, 134

encuentra natural que haya shamanes por todas partes y que se los siga llamando así (Wagner 1967: 45-46, 48-50 ; 2010a: 161; Strathern 1999: 251, 253-254 ; 2005: 144; 2013: 213 n. 10 ). Perspectivismo no obstante, puede que los antropologos sustentemos una imagen demasiado optimista sobre nuestra importancia en el concierto de la ciencia y de la vida intelectual, y puede también que el shamanismo sea un bocado más grande que el que podemos masticar, un testimonio patético de lo inofensivos que hemos llegado a ser. Todavía hoy (22 de agosto de 2015) un rastreo de ‘Mircea Eliade’ en un buscador de Web retorna 844.000 resultados –muchos de ellos vinculados al shamanismo– mientras que ‘Claude Lévi-Strauss’ a duras penas araña la mitad y ‘Lévi-Strauss’ a secas da una cifra un poco más digna pero se refiere mayormente a pantalones. Ahora bien, es notable que ocupando un lugar tan central en el marco categorial y en las preocupaciones temáticas del perspectivismo el movimiento no haya casi tenido en cuenta las críticas a las que ha sido sometida la idea. Es decepcionante también que si el perspectivismo se funda en una etnografía de larga duración y en una profundización inédita en las visiones del Otro, en vez de dar lugar a una diferenciación más depurada del concepto de shamanismo (a una thick description, si a usted le place) se acabe concluyendo que lo mejor que puede hacerse es encontrar exactamente lo mismo (o una variación muy acotada) en todas las épocas y en todos los lugares, como si las culturas nativas fueran en verdad pueblos sin historia, sin creatividad y sin potencial adaptativo, o como si algo parecido a la teoría difusionista de los ciclos culturales fuese de pronto monolíticamente verdad. Para los bolches viejos como yo hay una resonancia como de imperialismo bananero en esta situación, como si se dijera “sí, es cierto, el concepto es una basura; pero es nuestra basura”.43 El hecho es que al no contemplar la búsqueda de otras opciones el perspectivismo acaba manteniendo una postura conservadora y legitimando esa impotencia, sin aprovechar la ocasión para tomar ventaja de la multiplicidad de investigaciones que se sitúan bajo su paraguas o para refinar el concepto aportando una valiosa y costosa experiencia de trabajo de campo y una variedad inédita de perspectivas como la que se disfruta en nuestros días. Espoleados por la crítica, no es inusual que los perspectivistas asimilen la uniformidad de resultados que se derivan de la rigidez de sus principios arquitectónicos con las regularidades transculturales a las que nos daría acceso una generalización bien articulada (cf. Calavia Sáez 2012: 8 ). En tanto permanezcan crispados ante las apostillas que les vienen de afuera y hostiles a la más mínima iniciativa de autoinspección, no es de esperarse que esta circunstancia varíe en el corto plazo. Buenos conocedores de la Amazonia se han quejado de que el perspectivismo tiende a encontrar lo mismo en todas partes y debo concurrir con ello: pero aun cuando protesta amargamente contra la tesis de la estabilidad transcultural de las categorías, la doctrina se ha consagrado al sostenimiento de universales probablemente

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Véase http://en.wikipedia.org/wiki/Anastasio_Somoza_Garc%C3%ADa#.22Our_Son_of_a_Bitch.22. El mito urbano asegura que algo peor que esto decía Franklin Delano Roosevelt de Anastasio Somoza. 135

espurios (como en este caso) sin ganar conciencia de las aporías y empobrecimientos que esa decisión puede llegar a instalar (cf. Ramos 2012a: 482 ). Yo también soy universalista, sustentador de una visión comparativa y amante de las grandes síntesis; a mí también me fascinan los paralelos entre el canto del Shōmyō en Japón y las doctrinas de Yavi en la Puna, o que las churingas sean parecidas en todo el mundo, o que en el espectro sonoro de los cantos de lamento de todas las culturas la tecnología acústica del análisis de recurrencia haya descubierto que se esconde la misma clase de “ícono del llanto”. Pero la simplificación irreflexiva que aquí se manifiesta (el cómodo sonsonete de shamanism everywhere o el de la Unidad Cultural Latinoamericana), sumada a la ontogenia dudosa y a las connotaciones contemporáneas del concepto, me impide –nos impide– distinguir entre una generalización inspiradora y una equivocación irreparable, capaz de hacer que la antropología, ensanguchada entre la vieja y ocasionalmente racista historia de las religiones y las fantasías indulgentes de la Nueva Era más oscurantista, vuelva a perder preminencia en un asunto sobre el que alguna vez ejerció un sano magisterio. Por mucho menos que esto Ward Goodenough (1956) refutó el concepto murdockiano de las “categorías culturales” (reglas de residencia, patrón de asentamiento, economía, integración política, ¡animismo!, ¡shamanismo!) y fundó la también fallida Nueva Etnografía del análisis componencial hace ya sesenta años (cf. Reynoso 1986a ). Por mucho menos que esto, igualmente, el perspectivismo se escandaliza de que la ciencia occidental siga oponiendo sujeto y objeto, humano y animal, naturaleza y cultura, imponiendo en todas partes nuestro régimen conceptual y perdiendo en el trámite sutiles matices de significación. Ahora bien, no todas las críticas hechas al shamanismo desde fuera del perspectivismo (o desde antes que éste se constituyese) han sido tan sólidas como el asunto requiere. Algunas obedecen a la premisa pos-estructuralista que manda deconstruirlo todo porque ningún concepto sospechoso de modernidad merece un lugar bajo el sol. De hecho, y como ya ha comentado un antropólogo especialista a este preciso respecto, cualquier categoría o palabra puede ser torpedeada de la misma manera y por razones parecidas a las que se esgrimieron para socavar los conceptos que integran el dominio shamánico (cf. Christopher Chippindale en Klein y otros 2002: 402). Hay sin embargo un puñado de críticas que vale la pena evocar. La más severa de todas es la que Edmund Leach dedicó no exactamente al shamanismo sino a la figura de Mircea Eliade de una forma que por momentos parece aludir a ciertas inflexiones de la literatura perspectivista. Escribía Leach: El diagnóstico de Eliade puede discutirse sobre muchos fundamentos distintos: mala historia (nunca ha habido una discordancia radical entre la cosmología cristiana y las nociones cíclicas del tiempo); mala etnografía (no es verdad que las cosmologías del hombre “arcaico” incorporen siempre nociones cíclicas del tiempo); mal método (la etnografía comparativa en el estilo que Eliade emplea sólo pueden ilustrar por el ejemplo, y nunca pueden usarse como base para la generalización); mala psicología (Eliade da por sentadas las formas del joven LévyBruhl que presuponían que la evidencia etnográfica refleja una mentalidad pre-lógica arcaica radicalmente distinta del pensamiento racional); […] confusión de términos (las partes más 136

interesantes de la escritura de Eliade devienen confusas por no distinguir con claridad entre el contenido de un conjunto de símbolos y su estructura) (Leach 1966: 18).

Una de las críticas que resultan más ríspidas contra el concepto usual de shamanismo se encuentra en el artículo clásico de Jane Monnig Atkinson del Lewis & Clark College de Portland, Oregon, para la inevitable recensión en formato de survey que se ha vuelto típica del Annual Review of Anthropology: Hasta hace unas pocas décadas, el shamanismo parecía ser un tópico muerto en la antropología. [Clifford] Geertz lo consideraba [junto a “animismo”, “animatismo”, “totemismo” y “culto a los antepasados”] una de esas categorías “desecadas” e “insípidas por medio de las cuales los etnógrafos de la religión desvitalizan sus datos” [Geertz 1987a: 115]. [R. F.] Spencer [1968] lo consigna al “cesto de basura” disciplinar. Más recientemente, [Michael] Taussig [1989] declaraba que “el shamanismo es […] una categoría amañada, moderna, occidental, una reificación artificiosa de prácticas dispares, trozos de folklore y folklorizaciones abarcativas, residuos de mitos hace tiempo establecidos entremezclados con la política de departamentos académicos, los curricula, las conferencias, los jurados de revistas y los artículos [y] agencias de financiación”. […] Mientras la categoría de shamanismo está siendo reconstituida y revitalizada por el interés académico y popular, está siendo deconstruida dentro del campo de la antropología. Entre los antropólogos culturales hay una desconfianza extendida hacia las teorías generales sobre shamanismo que pierden fundamentación en sus esfuerzos por generalizar. La categoría simplemente no existe bajo una forma unitaria y homogénea, incluso en el interior de Siberia y Asia Central, la madre patria putativa del “shamanismo clásico”. [D. H.] Holmberg (1989: 144) alega que “el shamanismo sigue siendo intratable como campo general de estudio, en parte porque prácticas dispares se han disociado de sus contextos culturales más amplios y se han vinculado a motivaciones universales”. […] Entre los antropólogos encontramos una resistencia extendida no necesariamente contra el uso de categorías transculturales para propósitos de análisis, sino a la reificación de tales categorías a expensas de la historia, la cultura y el contexto social (Atkinson 1992: 308).

Michael Taussig es un antropólogo posmoderno sui generis que en algún momento pareció afín al marxismo (por eso del “fetichismo de las mercancías”) pero que después prefirió acogerse a los placeres del texto y a la celebración estetizante de su ángel tutelar, el sin duda genial Walter Benjamin, uno de esos raros personajes que (para cierta gente, y un poco a la manera en que se percibe a Deleuze) siempre proporcionan ideas fructuosas cualquiera sea el tema sobre el que a uno se le ocurra hablar. Hay quien dice que Taussig ha prestado crédito acrítico a la noción de shamanismo por haber escrito un libro titulado con ese nombre, cuyo predicamento ocasionó que los perspectivistas nombraran ceremonialmente el texto un par de veces, sin mucho comentario, como si no hubiera mayores inconvenientes con el concepto o como si no estuvieran seguros si Taussig se sitúa en contra o a favor de él (cf. Taussig 1987; Viveiros 1996a; 2002a: 177). Pero en esta profesión nada es lo que parece ser. Apenas un par de años después de publicar Shamanism… y sin dignarse a explicar por 137

qué, Taussig la emprendió contra el mero concepto en un par de párrafos que se diseminaron epidemiológicamente por toda la antropología, que permanecen en la memoria colectiva desde entonces y que nadie se abstiene de citar. La crítica extendida de Taussig va un poco más lejos de lo que refiere Atkinson, aunque el wording es oscuro y las aliteraciones, el tono pontificial, el enjambre de adjetivos y el exceso de estilo y del número de blancos a los que dispara prevalecen sobre todo lo demás: El clásico de Mircea Eliade, Shamanism; Archaic techniques of ecstasy, epitomiza la forma en que la antropología y la sociología de la religión crearon el “shamán” como un Objeto de Estudio –primero como “tipo” real a encontrarse en el desierto de Siberia (entre los Tungús), ahora en todas partes desde la ciudad de Nueva York hasta la etnopoética. Crucial a lo que aquí interpreto como un retrato potencialmente fascista de curación en el tercer mundo es el tropo del vuelo mágico al Otro Mundo, de la vida a la muerte y al renacimiento trascendente, a través del puente o a través de la vía peligrosa por medio de “técnicas arcaicas del éxtasis”, generalmente y poderosamente misteriosamente varón. Aquí encontramos, en una de sus manifestaciones más potentes, no sólo la mistificación de la alteridad como una fuerza trascendental, sino la dependencia recíproca sobre la narrativa que entraña ese misterioso acento en lo misterioso. Pero si tratamos de interrogar la evidencia –tomando en cuenta cuan extraordinariamente escurridiza puede ser– concerniente al carácter narrativo de esos vuelos magníficos y peligrosos, surgen diversas precauciones, sugiriendo que la forma narrativa (un paso ligado al siguiente, comienzo, medio, final catártico) es la excepción, no la regla, y esa es una cierta clase de antropología y de ciencia social, orientada a nociones particulares de lo primitivo, de narración de historias, de límites, coherencia y heroísmo, que ha convertido de este modo la excepción en una regla ficticia (Taussig 1989: 41).

Una vez despachado este puñado de improperios de alcance incierto, Taussig recupera la calma, cambia de tema por unas páginas, retoma el concepto un poco después y nunca más vuelve a dudar de la palabra que usa. En las puertas del siglo XXI la antropóloga Alice [Beck] Kehoe (2000) de la Universidad jesuita de Marquette en Milwaukee (Wisconsin), alguna vez famosa por sostener inexplicablemente la autenticidad de las runas de Kensington, es, por las buenas y las malas razones, uno de los nombres que se invoca con más frecuencia a propósito del shamanismo a raíz de haber escrito Shamans and Religion: An anthropological exploration in critical thinking que (como puede imaginarse tras tal infidencia de titulado) es adverso al concepto desde el inicio. Igual que en el caso de Taussig, los dardos de Kehoe se orientan sobre todo contra el trabajo clásico de Mircea Eliade, al cual ella considera una invención sintetizada a partir de varias fuentes y no fundamentada en una investigación directa. A mi juicio la falta de experiencia de campo de Mircea Eliade no desmerece al estudioso sino que implica acaso un baldón para sus críticos; muchos de éstos pasaron años en la selva, la tundra o la taiga y pese a dejarse picar por cuanto insecto existe, a aprender lenguas imposiblemente difíciles y 138

a haber importunado a todo informante que se pusiera a mano, nunca pudieron pensar un concepto sustituto.

Figura 2 – Cremación de un brahmán en Selat, Bali, con compresor de última generación [“kompresor yang modern”, “insinerator model terbaru”]. El operador que está de espaldas, que se presentó como “Njoman X, shaman of Selat” [sic], fue quien me habló de la excelencia tecnológica de sus servicios shamánicos mientras el fuego ardía. Apenas estableció mi nacionalidad me brindó los comentarios de rigor sobre Maradona, Batistuta, Ariel Ortega y el Piojo López que he comentado en otra parte (cf. Reynoso 2008: 182-183). Fotografía de Carlos Reynoso, 1997. http://carlosreynoso.com.ar/?p=206

Kehoe cree que muchos de los rasgos que se estiman definitorios del shamanismo (toques de tambor, trance, canto, enteógenos y alucinógenos, comunicación con los espíritus y curación) son prácticas que existen fuera de lo que se define como shamanismo y juegan papeles similares en culturas no shamánicas, tal como es el caso del rol de la cantilación en los rituales judeo-cristianos o en el Islām. Kehoe también rechaza la tesis que nos habla de antiguos contactos entre Siberia y el Noroeste de América, argumentando sobre nutrida documentación que las similitudes entre las prácticas religiosas de los indígenas norteamericanos y los siberianos se debieron a la mezcla de pueblos ocurrida a fines del siglo XVIII y durante el siglo XIX a raíz del comercio ruso de pieles (Kehoe 2000: 48; cf. Sidky 2002b). Kehoe niega en consecuencia que el shamanismo pueda entenderse como una religión antigua e inmutable que subsiste más o menos en la misma forma que ya había adoptado en el período paleolítico. Críticas parecidas ha formulado más recientemente el húngaro Mihály Hoppál (2005a, 2005b , 2007), un estudioso aborrecido por los neoshamanes quien tam139

bién descree que más allá de similitudes asombrosas exista algo así como un shamanismo invariante de una cultura a la otra, equivalente ya sea a las prácticas religiosas en general o a las instituciones que sostienen cosas tales como las visiones del mundo. En lo que atañe a la adopción del concepto de shamanismo por parte de los perspectivistas, mi crítica personal apuntaría contra la tendencia del movimiento a tratar lo shamánico como un residuo que nos viene de la mañana de los tiempos, un concepto que merece por ello seguir conservando su nombre Tungús [ahora Evenki], en tanto y en cuanto sirve a los ideólogos de la ecología simbólica y el neoanimismo como un elemento de juicio que permite magnificar, una vez más, la naturaleza inmóvil de todos los aspectos definitorios de la cultura y hasta la posibilidad de prescindir –multinaturalismo mediante– de este último concepto. En mi modesta experiencia de campo en Bali he podido observar que más que un operador entre lo actual y lo arcaico, el llamado shamán es una fuerza activa en los procesos de cambio aparejados por la globalización. En Ubud o en Selat, tanto como en otros pueblos y países, los herederos del tocado shamánico publicitan sus servicios en la Web y se jactan de incorporar alta tecnología de cremación y técnicas ecológicamente sostenibles con mínima huella de carbono a los servicios fúnebres para brahmanes y otras figuras de alcurnia en un sistema de castas de muy dudosa estirpe paleolítica u horizontalidad (figura 2).44 Tanto las sesiones de gamelan gong kebyar o del kecak ramayánico para turistas como la ejecución de los rituales shamánicos o los crematorios de la gente importante se acomodaban en la agenda cotidiana de los años 90 de modo de no interferir con los horarios del campeonato mundial de fútbol o con las telenovelas (dobladas en un idioma y subtituladas en otro) protagonizadas por Andrea del Boca o María Conchita Alonso. Los rituales más importantes de la temporada se anunciaban en las gacetillas de los hoteles más importantes, los cuales suministraban guía y transporte. Sucedía, en fin, como si las performances que antes pensábamos que eran las más hondamente arraigadas en la tradición fuesen las variables dependientes y los elementos exógenos que llegaron ayer fueran los parámetros que en realidad regían la estructura, el significado y la ejecución del evento. Esto no es poco cambio. Como quiera que sea, la preservación de este concepto en el tejido del discurso perspectivista tiene muy poco que ver con la idea de una multiplicidad autocontenida e intrínseca o con la alardeada “antropología de la inmanencia” (Viveiros 2010a [2009]: 22 ), si es que estas expresiones ardientemente exotistas conservan todavía alguna vigencia y algún sentido. Lo que busco ilustrar mencionando este ejemplo y por la vía del contraste es que la función del concepto de shamanismo en la antropología perspectivista es la de subrayar la uniformidad pan-amerindia que se le imputa a Lévi-Strauss. El concepto actúa entonces como el atractor arcaico que vertebra todas las culturas incluidas en el paquete, sin que se aproveche 44

Véase en particular http://m.thejakartapost.com/news/2014/09/18/cleaning-bali-making-fuel-plastic.html y http://www.youtube.com/watch?v=lEWCqQJ5AB8. Visitado en febrero de 2015. 140

la oportunidad para constituirlo en un operador transcultural de la “antropología reversa” (o “simétrica”) que la facción viveiriana del movimiento promueve a futuro como una cláusula moral imperativa y como el objetivo metodológico más apremiante (cf. más abajo, pág. 166). Por el contrario, ésta es una meta a la que a fin de cuentas fui yo quien se acabó aproximando, tras la huella de Michael Taussig (1987: xiv-xv), sin duda, como efecto circunstancial de la observación y sin presumir excelencias metodológicas para lo que es apenas un epifenómeno del viaje de la mirada, el diálogo con la gente y los vuelos de la palabra. Un viaje, un diálogo y un vuelo que documentan un dato expresivo que encontró su lugar simplemente porque –como bien se sabía en las antropologías más viejas y menos tortuosas– los hechos culturales siempre muestran ese carácter híbrido, episódico y mutante aunque a algunas doctrinas que se jactan de ser una alternativa de cambio les produzca aprensión ocuparse de asuntos que no sean debidamente pintorescos o certificadamente primitivos: problemas “antropológicamente fascinantes”, tanto más valiosos cuanto más pretéritos y exóticos, como imprudentemente ha argumentado el perspectivista magno incurriendo en algo que no puede ser sino otro acto fallido o un feo traspié de lesa antropología (cf. Viveiros 2013: 39 versus Linton 1937 ).45 Sucede entonces como si por reposar en las prédicas demasiado imperiosas de sus predecesores difuntos al perspectivismo se le hiciera cada vez más difícil ponerse al día. No sólo los contextos están cambiando más rápidamente que la disciplina. Al lado de una globalización envolvente, la ciencia cognitiva en general y la neurociencia social cognitiva en particular han alborotado y expandido recientemente la comprensión del trance, el sueño, la embriaguez, la crisis bipolar, las alucinaciones hipnogógicas e hipnopómpicas y otros estados de la mente, aportando un caudal de saberes y conceptos que (desde nuestra perspectiva antropológica común) son inherentes a la comprensión dinámica de la conciencia en general y del viaje shamánico en especial. A esta luz, la uniformidad transcultural adjudicada a la tan socorrida “unidad cultural panamericana” o a la subsunción de varias sociedades en una sola ontología abarcativa puede que tenga una explicación mejor o –al menos– un conjunto de explicaciones alternativas (v.gr. Hobson 2002a ; 2002b). Nada de todo esto, que yo sepa (y ningún otro saber genuinamente abierto y exploratorio) ha sido incorporado al horizonte hermenéutico del perspectivismo, como si no existieran motivos para observar lo universal y lo singular de las “técnicas arcaicas del éxtasis” o de los estados alterados de conciencia desde otra mirada que no sea aquella congelada en el tiempo que dicta la propia doctrina, la cual ya había sido puesta en duda (por Van Gennep, les recuerdo) más de un siglo atrás.

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Al menos un artículo perspectivista, a decir verdad, ha señalado el impacto de las relaciones interétnicas en el shamanismo a ambos lados de la divisoria (Vilaça 2000). No hay en sus puntualizaciones, empero, nada que la antropología no conociera desde mucho antes. Véase Chaumeil (1983: 261), Crocker (1985: 329-331), Taussig (1987), Viveiros (1993 [1992: 33-34]), Arnaud (1996 ), Brunelli (1996: 256-260 ) y Hugh-Jones (1996 ). 141

No se trata de revivir la idea de que el shamanismo encarna la base misma de la religiosidad humana o ni de legitimar una especie de neuro-teología que busca explicarlo todo con prescindencia del contexto cultural, como desde dentro y fuera de la antropología ya se ha intentado hacer en demasiadas ocasiones, en algunas de ellas convincentemente y en otras no tanto (cf. Diószegi 1960: 8; Wallace 1966: 72; La Barre 1972a; 1972b ;1979; Furst 1977: 21; Hultkrantz 1998; Walsh 1990: 13, 141-150, 161; Hedges 1992: 70; Laughlin, McManus y d’Aquili 1992; Ripinsky-Naxon 1992; Siikala 1992: 2; d’Aquili y Newberg 1998, 1999, 2000; McClenon 1998; 2002: 6; Winkelman 2000: xiii; 2002: 1873, 1875; 2004a ; 2004b ; Sidky 2010b: 80 ). De lo que sí se trata es de entender mejor conceptos que tienen que ver con los constreñimientos universales y las variancias locales o históricas de la mediación ontológica, del trance, de los imaginarios, de las búsqueda de visiones deliberadamente inducidas, del control de (o de la comunicación con y la transformación en) animales, de la mímesis, del devenir-animal, de la aprehensión fenomenológica cotidiana y burguesa más allá del Yo y de los fenómenos autoperceptivos que los perspectivistas son los primeros en traer a colación y que podrían enriquecerse, redefinirse o hibridarse, según sea, sobre la base de la inédita comprensión de la conciencia, la experiencia, la percepción, la identidad y la memoria que se ha alcanzado en lo que va del siglo. Por muchas y muy diversas razones, la neurociencia ya no es la madre de todos los reduccionismos que acostumbraba ser en los viejos tiempos de Jerry Fodor. Al impulso de lo que ahora se llama neurociencia social cognitiva (una práctica cuya existencia Bruno Latour [2007 [1991]: 21 ] reputa imposible) y alternando resultados sorprendentes que merecen una explicación seria con especulaciones tentativas que claman por réplicas que no sean las consabidas, las hermenéuticas de la neuro-teología, nos gusten o no, están ganando estado público honda y rápidamente (cf. Bär 2014 ). Mientras tanto, la mejor etnografía shamánica se hunde en la indistinción y en el olvido, en tanto que la peor (Castaneda, Furst, Delgado, DeKorne, Harner, Myerhoff…) deviene literatura de culto, muchas veces con el pláceme contracorriente de autores celebrados en el campo perspectivista (Cacioppo y otros 2002 versus Wagner 2001: ; Wagner S/f: 2 ). La primera de estas tres prácticas, creo yo, es la que por el momento ofrece las mejores perspectivas por razones que me encuentro elaborando en otros estudios (Reynoso 2016). En la gran escala, los cambios en los hechos invocados y en la opinión académica han sido de tal escala que si hay algo que no se justifica por parte de la antropología es la ignorancia deliberada, el rechazo a priori de la explicación y la acusación mecánica de “naturalismo” con que los perspectivistas afrontan la amenaza de ciencias que no conocen suficientemente bien. Los antropólogos estuvimos haciendo eso durante décadas y no resultó; alcanza con leer libros del género de La Tabla Rasa de Steven Pinker (2003) para tomar noticia de que la disyunción entre naturaleza y cultura no sólo es un rasgo ontológico entre otros del pensamiento lévistraussiano sino un enclave epistemológico en torno del cual se ha desatado en este siglo uno de los capítulos principales de la guerra de las ciencias. Y son las corrientes 142

que conocemos peor de entre las ciencias que creemos más duras las que van imponiendo, con justicia o sin ella, sus ficciones persuasivas. En esta contienda, y aunque todos intuimos que la razón cultural posee un fragmento de verdad frente a los reduccionismos cerebrales o adaptativos que por cierto existen (y que son a veces brutalmente reduccionistas), el perspectivismo no ha entregado al resto de la disciplina nada que trascienda los truismos, las concreciones mal emplazadas y las máquinas homunculares en que acostumbraron degenerar nuestros intentos de explicación de esa irrepetible mixtura de singularidades y universalidades que es ingénita al shamanismo: ese discurso consabido que va de Róheim y Castaneda a Devereux y Reichel Dolmatoff, y cuya fuerza crítica no nos transporta mucho más allá del lugar donde nos dejara el centenario epígrafe con que se abrió este capítulo. Si a pesar de esto los perspectivistas insisten en comprender todo el aparato causal a la luz de la diferencia ontológica o del pensamiento diverso, no habrá más opción que recordarles que al día de hoy (tal como Taussig había predicho) existen más shamanes shu’em, neo-shamanes o shamanes a secas en una sesión del Eigenstijdsfestival en Holanda o en los alrededores de Esalen un domingo por la tarde (trance y teriomorfismo incluidos) que los que podían encontrarse en Siberia en los tiempos de Bogoras y Shirokogoroff o en la Amerindia de Viveiros y Descola (DeKorne 1994 ; Boekhoven 2011). La mera constatación de que el poder represivo de nuestra ontología Occidental no haya podido impedir la floración del shamanismo en el lado (pos)moderno del mundo deja al perspectivismo y a la antropología en general sin una explicación satisfactoria respecto de cuál es la consonancia secreta entre la ontología y el shamanismo que hace que éste se manifieste tanto en sociedades en las que según los libros no podría faltar, como en muchas más culturas de aquéllas en las que teoréticamente debería aparecer. Es, tal parece, el argumento perspectivista de la diferencia óntica entre los Otros y Nosotros el que está fallando una vez más. Siendo los perspectivistas acaso los trabajadores de la antropología que con mayor frecuencia se ven confrontados con la cosa shamánica, señalar estos elementos de juicio debería alcanzar para que nuestros estudiosos se asomen a la interdisciplinariedad con la hondura necesaria y a través del aprendizaje que se requiere; pero en este punto permanezco aprensivo. Por más que la ciencia avance (y vaya que lo hace) en las formas más conservadoras de nuestra disciplina ningún desafío o descubrimiento científico aplacará la soberbia, despertará a los dogmáticos, persuadirá a los escépticos o disuadirá a los partidarios. Cualquier idea consabida que hayan propuesto los pos-estructuralistas hace medio siglo revoluciona las cabezas de los perspectivistas y desencadena, al impulso de un giro ontológico globalizado, los consabidos e irreflexivamente progresistas aleluyas de celebración (‘groundbreaking’, ‘pathbreaker’, ‘pioneering’, ‘innovative’); pero los acontecimientos extradisciplinarios que se suceden todos los días no les mueven el tablero ni a los nuevos héroes culturales de la disciplina ni a quienes se la pasan celebrando su advenimiento, como si en la antropología sucedieran, todos los días, cosas de un interés comparable.

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Cualesquiera sean sus dilemas o las amenazas que le depare el futuro, para bien o para mal en la antropología el shamanismo vino para quedarse y hasta ha comprado dos vidas nuevas, una de ellas fuera de la órbita de la disciplina por obra del mercado global y otra dentro de sus confines, a expensas –precisamente– del perspectivismo y de otras corrientes del día. Para algunos éste habrá de ser un acto de reparación tardía que reinstaura por unas décadas más uno de los mejores descriptores que se hayan acuñado; para otros, no será más que el testimonio vivo de la futileza de todo proyecto que procure el progreso conceptual o el refinamiento del debate en éste y en otros escenarios. En lo que a mí respecta prefiero dejar las cosas ahí. Como suele decirse en otros contextos, la cruda verdad es que algunos de mis amigos son shamanistas, shamanólogos, shamanófilos, shamanes urbanos o shamanes selváticos tout court y tal parece que o bien les place serlo, o no tienen más remedio que aferrarse a las categorías que los teóricos les hemos brindado. Puede que en el fondo el uso de conceptos tan monolíticamente etic y universalistas no sea algo tan malo como se ha echado a rodar y que lo que habría que hacer más bien es poner coto al atropello de los deconstructores, los teóricos de la conspiración, los editores de The Skeptical Inquirer y los adictos al detalle, a quienes dejamos avanzar más de lo que merecían. Y hasta puede también que quienes mantengamos la duda seamos los necios y que uno mismo se torne un ferviente shamanista si hace suficiente trabajo de campo en los lugares exactos en que los perspectivistas estuvieron y se queda allí hasta sufrir la hierofanía que corresponde. Tal vez lo más cómodo sea dejar que todo siga como está. No tengo la receta, y si alguien tiene que emprolijar un poco el lío que se ha armado seguramente no soy yo. Pues ha habido mucho lío, con certeza, como el que resulta de conceder importancia a la crítica disolvente del posmoderno Michael Taussig y acto seguido usar el concepto moderno y tradicional de shamanismo como si tal cosa, o a lo sumo protestando un poco por la basura heredada pero no haciendo gran cosa para cambiar el rumbo. Todo ello se realiza siempre a pocas páginas de distancia sin que a ninguno le turbe la incongruencia y sin que nadie nos diga cómo fue que la idea de shamanismo (igual que otros artefactos de época como el totemismo, el animismo, el pensamiento salvaje, la jerga lacaniana o el esquizoanálisis) sobrevivió a su desgaste natural, a su asedio crítico y hasta a su transfiguración actual como trending topic del giro ontológico, mientras que a todo lo demás (‘sociedad’, ‘redes’, ‘ciencia’ y ‘cultura’ incluidas) se lo tragó el demonio (p. ej. Viveiros 2012a: 48, 60, etc. ). Las vicisitudes del complejo shamánico nos muestran que de la mano del perspectivismo y de sus mentores pos-estructuralistas la antropología del Cono Sur ha llegado a su preadolescencia, arrastrándonos hacia una misma frustración en común a los veteranos que todavía llamamos a la resistencia ante cada aluvión de modas fugaces que cuestionan lo que ya nadie defiende mientras que dan por sentado lo que lleva agua a su molino, sea shamanismo u otra cosa. Como alguna vez recomendó Stuart Hall a los sociólogos que se oponían al avance de los estudios culturales en la academia, lo que se espera que hagamos quienes esta144

mos en minoría ante éstas y otras marejadas es relajarnos y gozar. Pero de todos modos seguiré pensando que con tanto ruido mediático, recursos financieros, replicación de consignas y aspavientos que celebran la alianza entre los modos más flamantes del perspectivismo y el shamanismo más arcaico y “antropológicamente fascinante”, tanto entre ellos como entre nosotros las cosas se podrían haber hecho un poco mejor.

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La antropología apolítica de Clastres y Sahlins

Usted mencionó antes su propio interés en el marxismo. ¿Puede haber, hoy, una antropología marxista? Pienso que no, porque la mayor parte de los resultados ya se han incorporado. La antropología marxista acaba donde los problemas etnológicos reales comienzan. ¿Por qué, por ejemplo, las sociedades con similares relaciones de producción son tan diferentes? Éste es el problema que afrontamos como antropólogos: el origen de la variabilidad, y la antropología marxista fue incapaz de responder a esa pregunta. Lo que la antropología marxista hizo fue imponer orden sobre una misteriosa colección de sistemas de producción y consumo apuntando en ciertas direcciones. El antropólogo marxista que ha ido más lejos en esa dirección es Godelier, pero él llegó a un punto más allá del cual no pudo ir. J. Knight y L. Rival Entrevista con Philippe Descola (1992)

El anarquista francés Pierre Clastres [1934-1977], fallecido en un accidente de automóvil a una edad que nuestra memoria frágil pone apenas por encima de la edad de Cristo (o de la de James Dean), es, al igual que el inefable Roy Wagner, otro de los antropólogos heterodoxos y contraculturales que los perspectivistas han adoptado como fuente de inspiración por razones que no han sido objeto de una declaración formal unitaria, pero que los rumores de pasillo atribuyen al hecho de que Clastres suministró un puñado de citas citables de renovada vigencia, desarrolló una tónica entre gore y snuff que rima con temas de violencia, tortura y canibalismo que luego adquirieron estatus de culto, desenvolvió una exitosa mediación entre personajes y teorías que se reputaban incompatibles y se constituyó en una figura alternativa de autoridad etnográfica en un momento en que los indicadores de consenso fuera del círculo áureo de la congregación perspectivista necesitaban adquirir empuje (cf. Viveiros 2011c ; 2013: 145, 188, 205, 222).46 Otro punto alto de Clastres, menos conocido, tiene que ver con su influencia sobre el riñón del pensamiento rizomático, un factor que luego consideraremos, así como sobre el patriarca Marshall Sahlins, oráculo viviente y CEO de facto de la antropología de la corriente principal norteamericana ante quien las diversas vertientes del perspectivismo se encuentran todavía, el día de hoy, en pleno proceso de seducción. A diferencia de Wagner, cuya 46

Una pequeña parte de la obra de Pierre Clastres se encuentra hoy en línea en la imperdible base de datos Persée, http://www.persee.fr/web/revues/home/prescript/author/auteur_rfsp_2374 (visitado en julio de 2014). La mayor parte se encuentra redundantemente en Scribd y en otros portales, en forma no siempre documentadamente legal. 146

popularidad fuera de Brasil no logra levantar cabeza después de cuarenta años, la memoria de Clastres en el plano teórico (no tanto en el momento etnográfico) se encuentra hoy un poco más viva, pese a que no ha logrado penetrar en la antropología de habla inglesa y aunque en ocasiones se perciba –incluso en la escritura de los comentaristas mejor dispuestos– que nadie puede hablar de él sin que se filtre un dejo de condescendencia y una sensación de incompletitud (v. gr. Carvalho 1989-90; Abbink 1999; Moyn 2004 ; Gayubas 2010 ). La obra teórica de Clastres adopta una tesitura que es tanto opuesta a la antropología evolucionista como al marxismo. En La Sociedad contra el Estado (1978 [1974]) Clastres se concentra en refutar la idea de que todas las sociedades están destinadas a la organización estatal argumentando que, por el contrario, las mal llamadas sociedades sin estado se hallan estructuradas por una compleja red de costumbres que impide proactivamente el surgimiento del poder despótico. El estado –prosigue– no es más que una constelación específica de poder jerárquico que sólo es característica de sociedades que han fallado en el mantenimiento de los mecanismos que reprimen dicha emergencia. En esta tesitura, Clastres reniega sobre todo del determinismo económico de la antropología marxista, dando impulso a lo que durante unos años se desarrolló en Francia bajo el marbete de antropología política, un campo que, al compás simultáneo de un estructuralismo contestado pero dominante y de un posmodernismo que nos llegó diez años después que Clastres muriera, se fue a su vez degradando y disolviendo a cuarenta años de su estado de arte sin que nadie opusiera resistencia y sin que se tomara casi noticia del luctuoso suceso (Seaton y Claesse 1979; Li Causi 1993: 12; Luque Baena 1996: 33-35; Lewellen 2009 [2003]: 299). Uno de los capítulos más representativos de La sociedad contra el Estado se refiere a “La tortura en las sociedades primitivas”. En estas sociedades, dice Clastres, tiene lugar esa inscripción en la carne soberbiamente narrada por Franz Kafka que aquél no duda en calificar como tortura; en su Crónica de los Indios Guayaki hay un capítulo entero, el cuarto, que es una durísima narración de uno de esos eventos. Muchas sociedades, alega, preferían infligir estas marcaciones rituales con los métodos más dolorosos posibles como una prueba de coraje, tanto como un desafío para la moralidad burguesa de los visitantes y antropólogos que se encontraran husmeando por ahí. La cosa va en serio. Los iniciados deben permanecer silenciosos: el que no habla consiente, pero lo fundamental es aguantar. La tortura duele, y mucho. Por eso choca un poco la estilización que Clastres imprime a los hechos que refiere. En frases que trasuntan un preciosismo literario y un intervencionismo autoral una pizca fuera de lugar y de control, y en un exceso dionisíaco que desborda de un esencialismo semejante al que habremos de encontrar en la prosa apolínea de Marshall Sahlins, Clastres nos cuenta que la ley se inscribe así en el cuerpo y en la memoria: Ustedes son de los nuestros. Cada uno de ustedes es igual a nosotros, cada uno de ustedes es igual a los demás. Llevan el mismo nombre y no cambiarán. Cada uno de ustedes ocupa entre nosotros el mismo espacio y el mismo lugar: lo conservarán. Ninguno de ustedes es menos

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que nosotros, ninguno de ustedes es más que nosotros. Y no podrán olvidarlo. Incesantemente, las mismas marcas que hemos dejado en los cuerpos les recordarán. […] La ley que ellos aprenden a conocer en el dolor es la ley de la sociedad primitiva que le dice a cada uno: Tu no vales menos que otro, tu no vales más que otro. La ley inscripta en el cuerpo señala el rechazo de la sociedad primitiva a correr el riesgo de la división, el riesgo de un poder separado de ella misma, de un poder que se le escaparía. La ley primitiva, cruelmente enseñada, es una prohibición de la desigualdad, de la que cada uno guardará memoria (Clastres 1978: 162 ).

En una visible apología contrafáctica de la tortura primitiva, y tras conocer la distinción de Deleuze y Guattari hicieran en el tercer capítulo de El Anti-Edipo entre la “escritura” y la “marca”, Clastres sugería que esta marcación impidió de hecho el surgimiento del estado y, a fortiori, la posibilidad de una “marca” más moderna como la que Anatolii Marchenko y otros torturados célebres han sufrido en circunstancias totalitarias. “Es prueba de la admirable profundidad de su mente”, escribía Clastres, “que los salvajes supieran todo eso antes de tiempo, y tomaran recaudos, al costo de una terrible crueldad, para impedir el advenimiento de una crueldad todavía más aterradora” (Clastres 1978: 163-164 ). A la distancia, el argumento posee una estructura axiológica demasiado parecida a la de la idea de Ernst Nolte, líder de la historiografía ultraderechista alemana y defensor del holocausto, quien alegaba que el nazismo defendido por el cripto-perspectivista Heidegger no fue otra cosa que la única reacción posible frente a la expansión del comunismo y que el Holocausto fue un evento que en cierta forma truncó la instauración de un Gulag infinitamente peor (Nolte 1992; cf. 1995 [1990] ; Farías 1998 [1987]: 536; Steiner 2000 ; Leśniewski 2010). Por si me lo preguntan (y sin complicarme en condenar o en conferir etiqueta de admirabilidad a práctica cultural alguna), considero que las cuatro o cinco mil sociedades que supieron oponerse al advenimiento del estado despótico sin incurrir en tales extremos de horror demuestran que han habido otras alternativas de hondura mental tan meritorias como la que Clastres celebra. El tema (que prefigura visiblemente los reclamos de reformulación de la reciente antropología de la violencia del pos-humano Neil Whitehead), es sin embargo un tembladeral (cf. Whitehead 2004; 2009). Algunos autores, como Alfredo Margarido y Michel Panoff, cuestionaron la asimilación del ritual primitivo con la tortura desde un anarquismo un poco más congruente que el de Clastres y en palabras que suenan tan pulidas que me tienta citarlas en el original francés: Là où il n’y a ni État ni chefs, il semble que Clastres veuille à tout prix trouver la Loi, entité abstraite rendue perceptible par la torture, l’écriture ou l’inscription. Est-il donc nécessaire de postuler l’existence d'un principe de régulation externe aux acteurs du jeu social ? La leçon des rites d’initiation n’est-elle pas plutôt que l’égalité dans l’épreuve ou la souffrance égalise les membres du groupe et les prépare à l’exercice collectif du pouvoir ? Même si la loi est universelle, elle n’a pas besoin de l’écriture pour être reconnue ; l’accord entre les hommes y suffit sans que soit inscrite dans leur chair la soumission à une autorité extérieure (Margarido y Panoff 1974: 142 ). 148

Los perpectivistas, mientras tanto, al igual que Clastres, se concentraron más bien en destacar que Deleuze y Guattari escribieron sobre los salvajes y los bárbaros [sic] “lo que hasta entonces los etnólogos no habían escrito”, expresión cuyo carácter de clisé ya hemos comprobado a propósito de Devereux (cuando éste elogió la etnografía psicoanalítica en detrimento de la antropológica) y del propio Viveiros de Castro (cuando éste cotizó la antropología de Foucault por encima de la de Raymond Firth) (cf. Clastres en Guattari 2009 [1972]: 85; ver más arriba pág. 58). Las pocas veces que no se desaira a la antropología tout court, se nos dice que son los antropólogos los que peor hacen antropología. Hasta Deleuze y Guattari acostumbraban decir que ha sido Nietzsche, antes que Lévi-Strauss o Marcel Mauss, quien ha regalado al mundo intelectual –anticipándose en ello al propio Clastres y en palabras muy parecidas– la visión más importante de la antropología de las sociedades primitivas (cf. Buchanan 2008: 20-21 ): Toda la estupidez y la arbitrariedad de las leyes, todo el dolor de las iniciaciones, todo el aparato perverso de la represión y la educación, los hierros al rojo vivo y los procedimientos atroces sólo tienen este significado: disciplinar al hombre, marcarlo en su carne, tornarlo capaz de alianza, formarlo dentro de la relación acreedor-deudor, que en ambos casos es asunto de la memoria, una memoria tendida hacia el futuro (Deleuze y Guattari 1973 [1972]: 225).

No sé si es más ofensiva la estructura contrafáctica y teleológica del razonamiento o la insinuación de que cualquier declamación poetizante de un pensador en estado de gracia (o cualquier especulación plausible de doxa montaraz) es capaz de superar a la antropología en su propio terreno. Algo parecido a lo que había hecho sobre la tortura intentó hacer Clastres a propósito de la guerra primitiva sin poder completar su proyecto más allá de un artículo de publicación póstuma en el que plantea más preguntas que las que estaba en condiciones de responder (Clastres 1981 [1980]: 183-216). Pero aunque hubiera logrado coronar su proyecto no apremia aquí hablar de él porque de cara al perspectivismo hay otros asuntos de mayor relieve.47 47

Hay autores que sostienen que la Crónica de Clastres constituyó virtualmente el obituario de los Aché, de quienes se ha dicho que fueron masacrados a principios de los 70s en algún momento de la interminable presidencia de Alfredo Stroessner. Mark Münzel (1973: 6, 23, 32 ) y Richard Arens (1976) hablaron de genocidio, mientras David Maybury Lewis y James Howe (1980) fueron más escépticos al respecto, aduciendo que “[e]l cargo de que el gobierno de Paraguay ha tenido una política de genocidio hacia los Indios nos parece improbable, así como no probado” ( p. 40; véase Totten y Hitchcock [2010: 179-188]). Lo notable del caso es que unos cuantos entre los críticos y los partidarios de Clastres (Geertz y los perspectivistas entre ellos) nunca se han referido de lleno a la polémica que se desató en torno del genocidio Aché. El 8 de abril de 2014 una delegación Aché presentó una demanda por genocidio contra el gobierno de Stroessner en una corte argentina. No he podido seguir el trámite de la demanda, que, si prospera, probablemente se extienda más allá del término de mi carrera profesional. Al día de hoy, los perspectivistas continúan silenciosos a este respecto, como si les interesara más sumar la figura de Clastres a su panteón (y consolidar el cuadrángulo que él forma con Lévi-Strauss, Sahlins y Deleuze) que cualquier elemento de juicio referido a la situación de los pueblos que él estudió. Una decisión comprensible, aunque muy poco simétrica u horizontal. 149

Uno de los aspectos del breve periplo de Clastres por la disciplina que se han discutido con más ocultamientos y diplomacias, en efecto, es su desprecio incontenible, su asco (diríamos mejor) hacia el marxismo y en especial hacia la antropología marxista. Me tienta citar un documento suyo, el último que Clastres escribió o el primero que falsificaron en su nombre, un panfleto incendiario que los anarquistas (del ala derecha) se afanan por re-publicar todo el tiempo y al lado del cual el apenas políticamente correcto “Anti-anti relativism” de Clifford Geertz (1984) suena tan izquierdista como el Anti-Dühring: El marxismo contemporáneo se instituye como la visión científica de la historia y la sociedad, como una visión que define leyes del movimiento histórico, leyes para la transformación de las sociedades, una sociedad arrastrando a la otra. Por ende el marxismo puede tener algo que decir sobre cada tipo de sociedad porque está familiarizado de antemano con los principios operativos de cada una; más todavía, el marxismo debe tener algo que decir sobre cada tipo de sociedad posible o real, porque la universalidad de las leyes que el marxismo descubre no admitirá excepciones. De otro modo la doctrina, en su totalidad, se estrella contra el suelo. Consecuentemente y para mantener la coherencia y la existencia misma del marxismo, es imperativo para los marxistas formular la concepción marxista de la sociedad primitiva, establecer una antropología marxista. […] De este modo los marxistas quedan atrapados en una trampa puesta por su propio marxismo, y no hay realmente una vía de escape: los hechos sociales primitivos deben estar sometidos a las mismas reglas de operación y transformación que aquellas que gobiernan otras formaciones sociales. […] Meillasoux, Godelier y los de su clase son los Lysenko de las ciencias humanas. Su frenesí ideológico y su determinación de poner la etnología cabeza abajo será llevado a su conclusión lógica: la pura y simple supresión de la sociedad primitiva como una sociedad específica y como un ser social independiente (Clastres 1977 ).

Omito aquí las referencias a Stalin y a Hitler que tornarían la refutación de lo que Clastres declama en el plano político en una faena demasiado fácil. Paso por alto también el tratamiento contradictorio de la figura de Clastres por parte de Viveiros en el arco que va desde (1) la denuncia (en la tesis viveiriana sobre los Araweté) del “evolucionismo subyacente a la propia reacción anti-evolucionista de Clastres, su tendencia a hipostasiar Sociedad Primitiva y Estado”, su apego a una concepción de la guerra como una metafísica reducida a una intención exclusivamente política y su fallido intento por “sofisticar una Gestalt durkheimiana que, a decir verdad, nunca consiguió abandonar” hasta (2) la aceptación del burdo manifiesto anti-marxista de Clastres en esa joya del bricolage editorial en el que Viveiros, calcando lo que dijera Emilio de Ípola unos años antes intenta domesticar a Lévi-Strauss asignándole el papel de involuntario precursor o augur del pos-estructuralismo (cf. Viveiros 1986: 88, 105 versus Viveiros 2012b: 29; cf. de Ípola 2009: 170). Hasta donde conozco Viveiros nunca se desdijo de su crítica temprana a la figura de Clastres; simplemente prefirió olvidar lo que de él había dicho, dando por descontado que nosotros también lo olvidaríamos. Mucho más tarde, en el de a ratos bello y sensitivo Posfácio a la versión portuguesa de la Arqueología de la Violencia, Viveiros objetaría levemente otros 150

rasgos de la escritura de Clastres, “sua peremptoriedade tantas vezes excessiva, […] suas incômodas hipérboles, suas hesitações, suas impaciências e imprecisões” y su incapacidad para ver que el capitalismo constituía una amenaza mucho más ominosa y perdurable de lo que el estado en sí puede llegar a ser. No obstante ello, Viveiros acaba planteando una sulfurada defensa del ideario de Clastres contra “el izquierdismo intelectual y el universalismo autoritario de [los anti-deleuzianos Alain] Badiou y [Slavoj] Žižek”, así como contra quienes lo acusan de exotista e inspirador por antonomasia de la ideología neoliberal (Viveiros 2011c: 306, 307 n. 14 ). Aunque cuando llegó la hora de evaluar positivamente su legado se ha llegado a decir que Clastres “reflejó, y estimuló, la descomposición del marxismo entre los intelectuales franceses y la búsqueda de alternativas, mostrando qué formas creativas y preñadas de consecuencias podría tomar la ‘muerte de una ilusión’” (Moyn 2004: 57 ), resueltamente no es hacia una izquierda intelectual hacia donde él acabó orientando el rumbo. Si su pesimismo frente al estado (y a la estatización) inspiró alguna forma teórica sustituta, ella no es otra que la apología del neoliberalismo elaborada por el historiador, filósofo y sociólogo francés Marcel Gauchet, reconocido como uno de los más retrógrados entre los nouveaux réactionnaires en el retorcido pero influyente Le Rappel à l'ordre de Daniel Lindenberg (2002: 80; cf. Moyn 2005). Suele suceder en el campo ideológico que los extremos se encuentren, pues ¿qué postura de la política real es más congruente con la demanda de achicamiento incondicional del estado suscripta por no pocos anarquistas que el laissez faire del neoliberalismo? No es de extrañar entonces que tanto la izquierda política como la derecha anti-anarquista hayan encontrado razones para impugnar la obra de Clastres. En un ácido artículo de crítica publicado a fines del siglo pasado nadie menos que Clifford Geertz (ideólogo republicano, por cierto) lo hostigó sin golpearlo de lleno, pero con esa dosis cuidadosamente calculada de bilis y elegancia que inunda la lengua geertzianesa y que he tratado de preservar en mi traducción: Todas las ciencias humanas son promiscuas, inconstantes y mal definidas; pero la antropología cultural abusa del privilegio. Consideremos: Primero, Pierre Clastres. Un estudiante graduado en la cuna del estructuralismo, el laboratorio antropológico de Claude Lévi-Strauss, sale de París en los tempranos sesenta hacia un remoto rincón del Paraguay. Allí, en una región apenas poblada de selvas extrañas y extraños animales –jaguares, coatíes, pecaríes, serpientes de árbol, monos aulladores– vive por un año con un centenar o algo así de indios “salvajes” (como él los llama, aprobatoriamente y con algo de pavor) quienes abandonan a sus mayores, pintan sus cuerpos con bandas curvas y rectángulos curvos, practican la poliandria, comen a sus muertos y golpean a las niñas menstruantes con penes de tapir para tornarlas, como los tapires narigudos, insanamente ardientes. [Clastres] llama al libro que publica a su retorno, con chatura deliberada, casi anacrónica y pre-moderna, como si fuera un diario misionero recién descubierto de un jesuita del siglo 151

XVIII, Chronique des indiens Guayaki. Primorosamente traducido por el novelista americano Paul Auster (“Es casi imposible, creo, no adorar este libro”) y tardíamente publicado un cuarto de siglo más tarde, el libro es, en su forma al menos, etnográfico en el viejo estilo, hasta el límite. […] A despecho de lirismos ocasionales a lo Tristes tropiques sobre los sonidos de la selva o los colores del atardecer, el estilo de prosa es directo y concreto. Pasó esto y aquello. Ellos creen esto, y hacen esto otro. Sólo la voz meditativa y trenódica en primera persona, quebrándose cada tanto en ira moral, sugiere que puede haber más allí que el mero reporte de rarezas distantes (Geertz 1998 ).

Lo que Geertz y otros críticos están poniendo en cuestión es el hábito de Clastres de pintar a los nativos de un modo que los torna tan distintos a los civilizados que ni siquiera podrían ser decentemente descriptos sin recurrir a un vocabulario que mezclara convulsamente lo edénico y lo espantoso, prefigurando (agrego yo) las mismas técnicas retóricas de domesticación, astucia y bivalencia que los perspectivistas desplegarán después a propósito del lado fascinante de la depredación, la violencia y el canibalismo, temas a los que el movimiento episódicamente concede importancia pero en los que prefiero no incursionar ni hacer objeto de mención más allá de un par de referencias divergentes (Obeyesekere 2005 ; Chaparro Amaya 2013). Sea como fuere, no deja de haber también un toque de exageración de la diferencia a la manera de Roy Wagner en esta perspectiva: la justificación de la virtual imposibilidad descriptiva de aquello que por atroz que parezca luce tan distinto está preñada de contrasentidos y paradojas, anticipando una vez más los conflictos argumentativos tanto de algunos perspectivistas como de muchos de sus críticos. Escribe en efecto Clastres: Apenas tocados, apenas contaminados por las brisas de nuestra civilización –que fue fatal para ellos– los Atchei mantienen la frescura y tranquilidad de su vida en la selva intacta: esta libertad era temporaria y estaba condenada a no durar mucho, pero fue suficiente por el momento; no había sufrido daño, y de este modo la cultura Atchei no se descompondría insidiosa y rápidamente. La sociedad de los Atchei Ioiangi era tan saludable que no podía entrar en contacto conmigo, con otro mundo (Clastres 1972: 96-97).

No debe sorprendernos entonces que la crítica que Bartholomew Dean formula a la etnografía primitivista de Clastres anticipe con puntual exactitud, casi podríamos decir miembro a miembro, la crítica que hizo Alcida Ramos de la antropología de Viveiros. Escribe Dean: No sólo describe Clastres un inmenso golfo cultural, sino que del mismo modo percibe una gran distancia temporal que lo separa de los sujetos de su indagación etnológica. Mientras vivía entre los Guayaki, Clastres podía imaginar fácilmente que “vivía varios siglos antes, cuando América no había sido descubierta todavía” (p. 138). La comunicación rudimentaria que había establecido con un Guayaki a su arribo al campamento empuja al narrador a observar que “parado frente a mí, hablándome, había un hombre de la Edad de Piedra (una descripción que resultó ser más o menos adecuada)” (p. 77). La descripción de Clastres de los Guayaki como moralmente superiores, “fósiles vivientes, regresiones a un período anterior (p. 113) exhibe lo que Geertz (1998) adecuadamente señala como un “primitivismo rousseauniano”: la percepción nostálgica de que los “nobles salvajes” 152

libres e irrestrictos son radicalmente distintos a nosotros los modernos. Esto hace invariablemente una buena lectura, pero la fuerza acumulativa del a-historicismo de Clastres, su romanticismo retórico y su museomificación oscurece tristemente los desafíos actuales que afrontan los pueblos indígenas como los Guayaki. […] La crónica de Clastres parece ahora agudamente anacrónica un cuarto de siglo después de su primera aparición pública. Mientras que Clastres pinta a los Guayaki en una luz románticamente positiva, su Crónica esencializa sus identidades culturales de maneras que hacen virtualmente imposible imaginar su lugar en la sociedad nacional “moderna” de Paraguay. […] La defensa antropológica de los derechos de los pueblos indígenas presupone un redescubrimiento de las raíces de la disciplina, así como un re-examen de los medios de comunicación de masas, de la economía global […] y de las diversas motivaciones subyacentes a las representaciones del exótico Otro. Dado su desvergonzado pristinismo, la Crónica de Clastres es valiosa precisamente porque nos rememora el legado intelectual de primitivismo de la antropología, el cual necesita ser revisado antes que la disciplina siga cumpliendo su misión como una voz crítica en la conformación de las cuestiones locales y globales contemporáneas (Dean 1999 ).

Para Nicolás Ramiro Rico (1980: 45) y Enrique Luque Baena (1996: 33-35), Clastres forma parte de la especie de “pseudohobbesianos mistificantes”, prisioneros de la excesiva literalidad de su lectura de Hobbes y sólo capaces de ver la realidad otra a través de la realidad próxima. Escribe Luque Baena: Sus ejemplos etnográficos (cuando no son meras generalizaciones transculturales) sirven más para ilustrar malabarismos verbales que para dar solidez empírica a la argumentación. […] Los pueblos de la América indígena que él conoció carecen, sin duda, de un jefe equiparable a Cromwell, al Lord Protector; pero ¿puede uno darse por satisfecho si el elemento coactivo no aparece donde el hombre de la calle europeo esperaría encontrarlo? […] ¿[E]s que en el estado sólo hay poder coactivo y sólo poder no coactivo fuera del estado? ¿Es que lo político se reduce al poder o a la dominación? (Luque Baena 1996: 34)

En torno a Clastres ha surgido otra polémica que no se refiere ya al posible impacto político de su trabajo sobre los Guayaki sino a su compilación de mitos y cantos sagrados de los Guaraní (Clastres 1974a). Mientras Samuel Moyn (2004: 62, n. 17 ) nos dice que Clastres debió su introducción a los Guaraníes y su ayuda en la traducción de los materiales etnográficos al activista y antropólogo paraguayo León Cadogan [1889-1973], en su sustanciosa crítica al modelo de Descola Miguel Bartolomé va más lejos y afirma sin medias vueltas que Clastres sustrajo a Cadogan sus materiales (cf. Clastres 1974b ; Bartolomé 2014 ). Se podría emular a los perspectivistas filosóficos y decir que, en paridad de evidencias, ambos puntos de vista son atendibles por igual. Pero considerando que Clastres pone en caja a Cadogan con un paternalismo para nada simétrico u horizontal al encuadrarlo como un “modesto y tenaz autodidacta paraguayo” que dista de ser un antropólogo de verdad, y en la medida en que (excepto en su temprana tesis de maestría) Viveiros cita con reverencia y con asiduidad argumentos de Clastres que reposan en su material etnográfico no siempre 153

mencionando a Cadogan como forjador de una perspectiva esencial en ese contexto, la postura de Bartolomé en esta polémica es, a mi juicio, la que contiene la mayor dosis de justicia y verdad (cf. Clastres 1972: 69 ; Viveiros 2002a: 171, 219, 241, 256, 324, 333, 344, 460, 472, 476 ; 2010a [2009]: 145, 188, 205, 222 ; contrástese con Viveiros 1986: 35, 102-103, 105, 610, 636, 640, etc. ). Al final del día, lo que importa es que, por una razón o por otra, Clastres aparece siempre ligado a alguna forma de controversia. Mientras Geertz lo consideraba el sucesor de LéviStrauss y Clastres mismo hizo amplia profesión de fe estructuralista en sus días tempranos, admitiendo siempre la correción formal del análisis lévi-straussiano del mito, en algún momento maestro y discípulo empezaron a distanciarse. Si bien Clastres no llega a poner en duda el análisis estructural, el procedimiento para comprender el mito, dice, “es sólo operativo si separa los mitos de la sociedad, si los coge etéreos, flotando a buena distancia de su espacio de origen”. Por esta razón, continúa Clastres, los antropólogos tendrían razón en buscar un remedio para estas ausencias del estructuralismo, pues “su elegante discurso, a menudo muy rico, no habla de la sociedad. Es… como una teología sin dios: es una sociología sin sociedad” (Clastres 1977 ). Habida cuenta de que esa imputación de Clastres también podría caber al primer perspectivismo y de que en su última encarnación Viveiros (siguiendo perrunamente a Strathern y a Latour) apoya la idea de que la “sociedad” es un concepto obsoleto, la pregunta a formularse es por qué, entre tantos antropólogos que recorrieron la región, documentaron sus culturas, legitimaron las formas contrafácticas y homunculares de pensamiento y proveyeron precedentes al desinterés de Viveiros por el lugar de una tribu en la sociedad nacional, el perspectivismo seleccionó específicamente a Pierre Clastres, quien nunca pudo parar de hablar de un concepto que los perspectivistas, irreversiblemente, han decretado interdicto. Aquí es donde una vez más se me ocurre pensar en una explicación pragmática basada en principios de la teoría de juegos, en el dilema del prisionero y en el concepto reticular de attachment preferencial o “efecto de [San] Mateo” de Robert Merton: si bien la movida dificultaba desembarazarse del concepto de sociedad, respaldar a un descastado como Clastres bien podría hacer que condujera a la posibilidad de obtener el apoyo de nadie menos que Marshall Sahlins, gloria indiscutida de la antropología, funcionario al frente de la institución más poderosa de la disciplina que luego albergaría el ontological turn y figura capaz de proyectar exponencialmente la visibilidad y la influencia del movimiento. Decano absoluto de la primera línea antropológica tras la muerte de Eric Wolf [1923-1999], de Marvin Harris [1927-2001] y de Clifford Geertz [1926-2006] pero situado también en una posición hostigada por su culturalismo extremo, por su testaruda oposición al “síndrome de hipocondría epistemológica” del posmodernismo y por no haberse labrado un nicho de celebridad fuera de la antropología, Sahlins se ha mostrado cada vez más propenso a dejar que lo agasajen quienes presiden movimientos teóricos del tercer mundo en tanto accedan a celebrarlo como una figura rectora que les suministra inspiración y como un apasionado de154

fensor de causas justas, restituyéndole así algo del brillo farandulesco que había alcanzado por última vez en los 90s, a raíz de su soporífera e inconcluyente polémica con Gananath Obeyesekere sobre la muerte del Capitán Cook (cf. Sahlins 2005: 84; 2014 ; Viveiros 2011: 318 ). Pero Clastres no solamente fue de utilidad como el improbable gatekeeper que en vida vinculó a Sahlins con Lévi-Strauss, que póstumamente unió las redes disjuntas de perspectivistas y culturalistas y que celebró antes que ningún otro antropólogo de la galaxia el genio de Deleuze y Guattari, sino que además manifestó desde siempre una actitud crítica hacia las antropologías imputadas de modernidad y hacia la noción misma de economía, Goliats a los que hace rato que nadie defiende. Compartió también con Descola y con Viveiros la tendencia a aplanar la dimensión temporal de las sociedades, precondición para que ellas devengan “fósiles vivientes” y testimonios “de la edad de piedra […] antropológicamente fascinantes”, y pre-requisito a su vez de la posibilidad de abolir el concepto mismo de sociedad en la primera oportunidad que se presentara, no obstante considerarlo imprescindible en otros contextos. De todos modos creo que en este renglón el perspectivismo se arriesgó a la pérdida, pues la resistencia frente a Clastres fue notoria en su época y pudo haber sido abusiva en algunos respectos, pero no fue por completo inmotivada. Por una razón o por la contraria, y como habitualmente sucede, el movimiento no tuvo en cuenta el clamor crítico frente a Clastres y capitalizó su aporte, como si su etnografía y su ensayística no tuvieran también (como Viveiros dice del estructuralismo) un lado oscuro al cual convenga mirar con atención y del cual Viveiros mismo cuando joven estuvo perfectamente al tanto.  Una parte importante de las ideas de Clastres sobre la sociedad sin jerarquías ni estados depende del libro precursor de Marshall Sahlins sobre la Economía de la Edad de Piedra para el cual Clastres escribió el prefacio de la edición francesa antes que se tradujera a muchas más lenguas que los libros precedentes del autor (Clastres 1981: 133-152; Sahlins 1983 [1972]; 1976). En la Edad de Piedra (y esto debe leerse como “en las sociedades cazadoras-recolectoras contemporáneas”) la gente vive en la opulencia no porque tenga muchas cosas, sino porque no necesita nada. Sahlins había descripto ese escenario con encanto al borde del lirismo en estas palabras desde entonces famosas: Es que a la opulencia se puede llegar por dos caminos diferentes. Las necesidades pueden ser “fácilmente satisfechas” o bien produciendo mucho, o bien deseando poco. La concepción más difundida, al modo de Galbraith, se basa en supuestos particularmente apropiados a la economía de mercado: que las necesidades del hombre son grandes, por no decir infinitas, mientras que sus medios son limitados, aunque se pueden aumentar. [] Pero existe también un camino Zen hacia la opulencia que parte de premisas algo diferentes de las nuestras: que las necesidades materiales humanas son finitas y escasas y los medios técnicos inalterables, pero en general adecuados. Adoptando la estrategia Zen, un pueblo puede gozar de una abundancia material incomparable [] con un bajo nivel de vida (Sahlins 1983: 13-14). 155

Este camino Zen –el de la cultura, el de la acción simbólica– será en lo sucesivo el camino de Marshall Sahlins, el que transitará para demostrar que las necesidades no existen realmente, sino que tienen (como sugiriera un joven Baudrillard) una génesis ideológica. “No desear –dice Sahlins– es no carecer” (p. 24). Los cazadores y recolectores no han tenido que dominar sus impulsos materialistas, sino que nunca hicieron de esos impulsos una institución. La naturaleza no es determinante: el proyecto cultural siempre improvisa una dialéctica sobre su relación con ella. (Obsérvese, entre paréntesis, la presencia de esta otra palabra ofensiva para el perspectivismo, la dialéctica, otro relicto arcaico de su juventud criptomarxista). A la larga lo que importa es que, escapando a los constreñimientos ecológicos, esencializada y teleológica hasta la médula, la cultura como Sahlins la entiende suele negar esos impulsos, de modo tal que el sistema muestra en seguida la huella de condiciones naturales que motivan la originalidad de una respuesta social: en su pobreza, la abundancia (p. 47). La miseria, el hambre, el despojo, el arrinconamiento, el etnocidio, el apartheid incluso, no son factores que deban preocuparnos mayormente, pues con semejante lógica no hay forma de que una cultura que ha escogido la vía Zen experimente privación. Se me ocurre que el argumento puede servir para aliviar la conciencia de los amazonistas incluso de cara a la involución impuesta a los Pirahã, una nación de feroces guerreros con toques de nomadismo en la época de Henrique João Wilkens, una sociedad serena de mansos agricultores abstemios en la de Kurt Nimuendajú y una pequeña horda de cazadoresrecolectores anómicos y dados a la borrachera en la de Daniel Everett (Wilkens 1819 [1785]; Nimuendajú 1948: 267; Everett 2005: 626 ). Ninguna asimetría y ningún despojo importa, de todos modos, porque a diferencia de lo que es el caso con el proletariado, al cual se le puede privar de su metarrelato emancipatorio según al intelectual le venga en gana, no hay nada que se le pueda arrebatar a alguna tribu de alma paleolítica que ocasione que ella necesite algo. De grado o por fuerza, los Pirahã, avanzando hacia el pasado, han dejado atrás el nomadismo militar expansivo y la horticultura para devenir cazadores-recolectores de la selva lluviosa idénticos a los del desierto de Kalahari aunque en el otro extremo del arco de diversidad ecológica; y esto es lo mejor que les podía suceder, pues al arreglárselas con tan poco –reza ésta, la más panglossiana de las teorías– es imposible que lleguen a pasarla mal. Deberían aprender de ellos y de los Guayaki (falta que se diga) los africanos y asiáticos que por cualquier hambruna y al menor signo de amenaza física se abalanzan migratoriamente sobre Europa, ignorando que (como reza cierta antropología pos-humana de tinte viveiriano) la violencia en otras culturas ha dejado de ser la cosa terrible que los antropólogos burgueses creen que es y que (como alega el propio Marshall Sahlins) las “necesidades” (casi siempre encomilladas) son del orden del significado y por ende, como hemos visto, invento de la ideología (cf. Baudrillard 1976 [1969]; Whitehead 2004; 2009 ; Sahlins 1988 [1976]: 79, 104n, 150, 166-167, 176-177, 178n).

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El argumento de la frugalidad Zen es tan extremo que debería, por lo menos, estar basado en contundentes datos de campaña. Pero recién ahora se está tomando conciencia que Sahlins nunca había realizado trabajo de campo en el seno de sociedades cazadoras-recolectoras ni en parte alguna del mundo a excepción de una experiencia imprudentemente temparana en Fiji (1962) y un rastreo bibliográfico en las islas Hawai’i, acaso los destinos antropológicos favoritos del género AntropoCaco antes del descubrimiento de Dubai.48 En los últimos cincuenta años el suyo fue mayormente un trabajo de sillón digno de James Frazer o Mircea Eliade. De hecho, el modelo de Sahlins de la Edad de Oro primitiva se había originado en una famosa conferencia en Chicago, Man the Hunter, en 1966, para asistir a la cual Sahlins ni siquiera debió caminar mucho desde el sillón de su oficina en su querido Haskell Hall hasta la primera fila del centro de convenciones (cf. Sahlins 1968; 1972: 139). En sus primeras elaboraciones sobre la economía primitiva Sahlins (1968) tomaba sus datos de viejos estudios de Frederick David McCarthy [1905-1997] y Margaret McArthur Oliver [1919-2002] en la Tierra de Arnhem y de los trabajos del canadiense Richard Borshay Lee sobre los bosquimanos !Kung. En ambas líneas de investigación se argumentaba que los cazadores-recolectores dedicaban menos de veinte horas semanales a la subsistencia, mucho menos que los trabajadores en la sociedad industrial moderna. Era todavía la época en la cual se satisfacían los requisitos de un materialismo de sentido común y desprovisto de buenas técnicas de trabajo de campo midiendo el peso de lo que se comía y cronometrando todo, y esta fue tal vez una de las primeras veces en que todas esas mediciones parecieron servir para algo, aunque en el corto plazo (y por los motivos que estamos viendo) ello resultara deletéreo para la ecología cultural y el materialismo. Considerada plausible a lo largo de un cuarto de siglo, la hipótesis fue duramente impugnada en la Sexta Conferencia Internacional sobre Sociedades Cazadoras y Recolectoras de Fairbanks (Alaska) en 1990 y de ahí en más comenzó su declinación. Entretenido nuevamente con Polinesia y alejado una vez más tanto de la política como de la economía, Sahlins no fue a Fairbanks y es lástima que así haya sido. Pero tres de las críticas que mereció se pueden consultar en el volumen colectivo editado por Ernest Burch y Linda Ellana (1994) sobre los temas claves de la especialidad; también han sido demoledoras las objeciones de Erich Alden Smith (1991), Thomas Headland (1990; 1997), David Kaplan (2000 ) y Paul Sillitoe (2002). Pionero de este movimiento revisionista es el estudio de Kristen Hawkes y James O’Connell (1981) basado en el caso de los Alywara de Australia Central. También preceden a la Sexta Conferencia y son altamente críticos los trabajos de George 48

La etnografía fijiana de Sahlins, titulada curiosamente Moala: Culture and nature in a Fijian island casi no menciona a la naturaleza y ni siquiera nombra a Claude Lévi-Strauss. Correspondientemente, y en concordancia con el sentir general, los perspectivistas no han encontrado necesario citarla ni una sola vez. Sahlins mismo hace mucho que ha renunciado a hacerlo; cuando tiene que referirse a la cultura de Fiji, en general prefiere mencionar trabajos de otros autores u otros artículos breves de su autoría, pero nunca su etnografía iniciática oficial (v. gr. Sahlins 1983). 157

Silberbauer (1981), Jon Altman (1984), Nancy Howell (1986) y Michael Bollig (1988). Las críticas se han acumulado tanto que ya se puede pensar en hacer estratigrafía a través de ellas. Hoy se sabe que la mayor parte de los insumos que sostenían el razonamiento de Sahlins estaba equivocada: Lee debió admitir que los !Kung que había estudiado también trabajaban ocasionalmente en relación de dependencia y hasta cultivaban verduras (Bird-David 1992: 26); McCarthy reconoció que sus nativos consumían alimentos que les daban como caridad en una misión religiosa (Kaplan 2000: 305 ); Kaplan también observó que Lee no había incluido la preparación de las comidas en sus cálculos, y que si sólo se tomaba en cuenta el tiempo insumido para conseguir alimentos, los occidentales casi no dedicaban casi ningún esfuerzo a esa tarea (Ibid.: 313 ). También abundaban datos que hablaban de desnutrición y de una baja expectativa de vida en esas comunidades. No había en todo esto nada que pudiera llamarse opulencia, fuera ésta Zen o de otra clase. No sólo los datos circunstanciales estaban en riesgo de descrédito. Si bien la doctrina económica sustantivista basada en Karl Polanyi [1886-1964] a la que contribuía Sahlins fue dominante durante los sesenta y setenta, para la última década del siglo XX la escuela había perdido gran parte de su visibilidad (Isaac 2005: 40). Aunque en el campo de una antropología económica aferrada a un marxismo de caricatura y diezmada por una persistente decadencia teórica se han elaborado algunas objeciones blandas, derivativas y con paupérrimo respaldo bibliográfico a los argumentos sustantivistas de Sahlins, el sentido de casi todas las impugnaciones formuladas por especialistas en cazadores-recolectores es concordante, independiente de las posturas teóricas y tan decisivo como pocos lo han sido en antropología. En este caso, en particular, hay abundancia de datos contra los cuales estas teorías del perspectivismo leibniziano que nos quieren hacer creer que los más desposeídos viven (textualmente) en el mejor de los mundos posibles [die beste aller möglichen Welten] poco pueden hacer. La precariedad de la postura sustantivista de Sahlins también quedó patente desde la temprana crítica del neocelandés Cyril Belshaw (1973), quien demostró que los modos contrapuestos de hacer economía no eran excluyentes, y que los formalistas tal como los define Sahlins en parodias tan recurrentes que ya se han desgastado (una “perspectiva de negocios [...] un modelo listo para usar de economía ortodoxa universalmente aplicable”) no existen ni existieron jamás en antropología económica: El formalismo en antropología económica [...] se vincula con procurar descubrir relaciones generalizadas tal que se pueda ver que una o más variables ejercen influencia en el movimiento de otras variables, con vincular esas relaciones en modelos generalizados y con el uso de éstos para comprender los datos y hacer predicciones (Belshaw 1973: 959).

En este sentido el estudio de Sahlins, mal que le pese, no es más que un ejercicio profundamente formalista, estropeado por “la combinación de una traviesa vena humorística a veces 158

mal aplicada, una confesa pero inoportuna debilidad en la comprensión de la terminología económica y su obstinación en lidiar contra molinos de viento” (loc. cit.). Por otro lado, su análisis de la opulencia primitiva (igual que los indicadores en que se basa Descola) transgrede los principios que él mismo ha fijado para su modelo: “su argumento de que los ‘cazadores’ se desempeñan razonablemente bien debería sostenerse con referencia a conceptos de performance propios de las sociedades bajo estudio” y no en términos de “trabajo”, “ocio” o “abundancia” (p. 960). ¿De qué clase de sustantivismo (o de perspectivismo) se trata que no respeta este requerimiento definitorio? En ningún momento el perspectivismo de Viveiros o Descola ha admitido que los argumentos de sesgo sustantivista originados en los trabajos de Sahlins que ellos manejan (y que han sido reproducidos mecánicamente durante cuarenta años por Clastres, Wagner y Strathern) alternan entre los que merecen credibilidad, los que claman por que se los discuta seriamente y los que se encuentran desacreditados por completo. Como nunca ha sido costumbre de los perspectivistas establecer el estado de ninguna cuestión ni responder a la crítica con argumentaciones que realmente vayan al fondo del problema, la información que se toma en consideración no ha variado en décadas; por el contrario, desde Sahlins para aquí ha adquirido una especie de naturaleza patrimonial y –como gustan decir los perspectivistas de las ideas ajenas– simplemente se la juzga invariante y se la da por sentada. Consecuentemente, y dado que en general los lectores tienden a creer a quienes escriben con mayor convencimiento, en este campo que conoció días mejores y que supo estar abierto a la polémica podría decirse que al perspectivismo no le va tan mal. Sea cual fuere el valor de verdad de las ideas que quedan incorporadas al modelo, lo concreto es que la negación de la mera existencia de una economía primitiva, la metaforización de la producción, la necesidad, el consumo y el intercambio, el consuelo de que los cazadores-recolectores viven mejor de lo que podría pensarse, la separación de las problemáticas amerindias de los dilemas de la vida nacional y el aplanamiento de cualquier indicio de jerarquía en las sociedades que son objetos de estudio ya están instalados para siempre, lo mismo que la penetrante y a veces latosa estetización de una escritura que Marshall Sahlins aprendió de LéviStrauss en Francia, a la que este maestro no prestó ninguna atención y a la que los perspectivistas han sido prestos en adoptar en un pie de igualdad con la jerga posestructural como rasgo constitutivo de su lingua franca. No es casual por ende que Alcida Ramos (2012a ) sindique a Sahlins como una influencia nefasta en el esteticismo de Viveiros, ni que Sahlins haya sido y siga siendo defensor acérrimo tanto de Roy Wagner como de Pierre Clastres, ambos fervientes admiradores suyos, igual que Viveiros de repente ha confesado serlo a pesar (señalo) del “culturalismo” dualista, de la negación de la “naturaleza humana”, de la defensa de la distinción entre cultura y naturaleza, del rechazo a la idea (wagneriana) de la invención de la cultura, de la convicción sobre la existencia real de las estructuras, de la omnipresencia de una muy hegeliana “dialéctica de la mediación” y del paradójico “determinismo cultural” sui generis que im159

pregnan el discurso de Sahlins (cf. Viveiros 1998: 473-474; 2002a: 23, 162, 171-172, 219, 224, 305, 309, 314, 375; 2010a [2009]: 10, 74, 75 ; Descola 2012: 134, 460-461; Sahlins 1998; 2005; cf. Friedman 1987: 76-78). Lejos entonces de que el perspectivismo de Viveiros dibuje un nuevo tablero de intercambio generalizado en el campo de la antropología, sus argumentaciones se atienen a los mismos atractores y líneas de fuerza que modulan el tráfico de influencias y los juegos de poder de la disciplina desde que ella se fundó. Si hay a la vista algún polígono hiper-espacial de influencias y realimentaciones (y habida cuenta de la tardía condena de Sahlins [1996: 9, 12-13; 2002: 8, 15-16, 48, 61-62 ] al posestructuralismo y al posmodernismo en general y la falta de profundización de Viveiros en las ideas de Bateson), éste no vincula entonces tanto a Viveiros con Bateson, Wagner y Deleuze como sí vincula a nuestro autor con Clastres y Deleuze por un lado y con Sahlins y Wagner por el otro, definiendo dos líneas de clivaje que sólo Dios podría sincronizar. Wagner es tal vez el autor cuya presencia es la más difícil de explicar en el conjunto. De este último imaginador de imposibilidades, idealista incorregible y entusiasta negador de la realidad de lo real nos toca, justamente, hablar ahora.

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Hologramas y fractales: La inefable dialéctica de Roy Wagner Ahora bien, desde mi punto de vista hay muchos problemas potenciales con esta ontología holográfica, por lo menos como presuposición metodológica. Por un lado no hay, al presente, ninguna evidencia de que el universo sea comprensiblemente fractal, no digamos ya fractal al grado de una autosimilitud invariante a través de todas las escalas. Me preocupa que simplemente nos hallemos encandilados por unos pocos ejemplos de fractalidad invariante estéticamente poderosos, como los que describen los científicos y los matemáticos, así como por las familares correlaciones entre el microcosmos y el macrocosmos que se encuentran en muchas cosmologías antiguas, indígenas y alter-modernas. Michael W. Scott (2014a ). Habiendo escrito un libro llamado Una Antropología del Sujeto, ahora espero escribir un volumen complementario llamado Una Anti-Antropología del Predicado. Roy Wagner (2012: 26 )

Roy Wagner es un antropólogo americano discípulo del marxista-simbolista David M. Schneider que se hizo conocido por sostener durante décadas un programa de trabajo de idealismo extremo que su mentor había formulado mayormente en broma, por seguir empecinado hasta el día de hoy en la defensa de una antropología simbólica que es una agenda suprimida en gran parte de los centros antropológicos (perspectivistas incluidos), por convertirse ( junto a la pos-feminista inglesa Marilyn Strathern) en discutida figura de culto del perspectivismo viveiriano, por escribir o mandar a escribir su propia entrada en Wikipedia donde se describe como “uno de los antropólogos más influyentes del mundo”49 y (a esto voy) por no parar de hablar de dialéctica –ese vocablo proscripto para el rizomático ortodoxo– cada vez que se le concede la palabra (cf. Wagner 1981: 5-9, 44-45, 49-50, 52, 55, 58, 60-61, 72, 76, 83-110; 1986: x-xi, 24-26, 39, 51, 54, 57, 68, 73, 93, 127-129, 134). Inclinado hoy hacia una holografía post-New Age salpicada de un desconcertante surtido de chistes e incapaz de prescindir de clisés que remiten a la Era de Acuario, Wagner (o uno de sus fans incondicionales) ha escrito en la página pública de Wikipedia que ya mencioné (como si fuera su muro privado de Facebook) que “Wagner es conocido por su excéntrico estilo de enseñanza y es amado por muchos de sus discípulos”, agregando que “[e]ntre los antropólogos influenciados por Wagner se incluyen Marilyn Strathern, Jadran Mimica, Ja49

Véase http://en.wikipedia.org/wiki/Roy_Wagner (visitado el 24 de junio de 2014). 161

mes Weiner y Eduardo Viveiros de Castro”. Incluso en los asbtracts de sus artículos científicos Wagner (1991: 159; Wagner S/f ) siempre se refiere a sí mismo como “Wagner” y se las ingenia para hacerse destinatario de alabanzas tachonadas de adverbios que nunca son menos que superlativas: “Su exposición detallada, deliciosamente aguda y pertinente […] despliega esta idea brillantemente...”, y así todo (Wagner 1977: 493; 2012: passim ).50 Aunque no me place emular las rumias conspirativas en las que suele enredarse la antropología de la ciencia de Bruno Latour, debo decir que las wiki-referencias performativas de Wagner (cuyo carácter endogámico –si es que no autógrafo– puede comprobarse por poco que se inspeccione la metadata) pintan de cuerpo entero sus prioridades y explican por qué él es uno de los antropólogos de segunda o tercera fila sin pergaminos en estudios amazónicos, sin el más leve interés por la filosofía pos-estructuralista y sin una obra teórica ecuménicamente aclamada que ha visitado con más frecuencia Brasil en tren de celebridad. En ese país y en esta década se ha desatado en torno a la figura de Wagner una oleada incontenible de tesinas hagiográficas y reviews apologéticos inquietantemente parecidos, configurando lo que podríamos llamar una antropología doctoranda pos-plural con pocos precedentes en la literatura de la región. Este auténtico giro wagneriano consiste en una constelación de resúmenes comentados carentes de todo intento de lectura crítica y de sentido del pleonasmo; aunque a primera vista los textos del género lucen demasiado difusos y elementales para constituir una amenaza, su efecto acumulativo ha sido capaz de acentuar la idealización de la que había sido objeto nuestro personaje y hasta de impulsar un cambio de liderazgo en la facción wagneriana del perspectivismo carioca, la cual está pasando –creo percibir– de las manos de Viveiros de Castro a las de Marcio Goldman (cf. Kelly Luciani 2001 ; Benites 2007; Dulley y otros 2011 ; Goldman 2011 ; Santos da Costa 2011 ; Maluf 2011 ; Dulley 2012 ; Viveiros y Goldman 2012 ; Casagrande Cichowicz y de Medeiros Knabben 2013 ; Wagner S/f ). En el trámite se está desdibujando también el protagonismo de Bruno Latour, de quien Wagner –cabe subrayarlo– no se ha dignado todavía, sintomáticamente, a reconocer la existencia.51 El silencio no es inmotivado. Mientras 50

Contradiciendo este retrato, las evaluaciones del desempeño pedagógico de Wagner que se encuentran en línea trasuntan una apreciación por parte de sus discípulos uniformemente baja. El último cómputo de que dispongo le asigna 2.2 puntos sobre 5 contra (por ejemplo) 5.0 para Tim Ingold y Noam Chomsky, 4.7 para Steven Strogatz, 4.6 para Paul Shankman, 4.2 para Richard Handler y Dennis Tedlock, 4.0 para Alan Sokal, 3.8 para Stephen Lansing, 3.4 para Steven Pinker, 3.3 para Brad Shore y Mario Bunge, 3.2 para George Marcus, 3.1 para Edwin Hutchins, 3.0 para Kevin Dwyer, Christina Toren y Paul Rabinow, 2.1 para Bruce Knauft, 2.0 para Homi Bhabha y 1.5 para Scott Atran. No creo que éste sea un indicador cien por ciento confiable, pero de todas maneras ha sido el propio Wagner quien trajo el tema a colación. Para accesar a la evaluación puntual de cada docente y a los jugosos y a veces crueles comentarios del alumnado (genuino ejemplo de antropología de la ciencia chata, reversa y rizomática) recomiendo visitar http://www.ratemyprofessors.com antes que los más perjudicados aprendan técnicas de hacking y comiencen a subirse las notas. 51

La recíproca también es verdad. Se diría que estas prácticas son características de la marcación urinaria del campo jerárquico en esas communities que ha descripto Latour y en las que sus miembros están más pendientes de sus posicionamientos en el tablero del poder y del prestigio que de los méritos científicos propios o 162

que Wagner casi monopoliza la imaginación de los posgraduandos con una semiología fragmentada que sólo impresiona a quienes no frecuentan a Peirce, ningún codificador de primera línea del perspectivismo o del giro ontológico ha sabido explicar a las nuevas promociones cómo es que podría usarse la Teoría del Actor-Red o el anecdotario de La Pasteurización de Francia en el ejercicio de la etnografía. Wagner ha sabido retribuir las gentilezas del perspectivista en jefe y su fulminante consagración como stranger king alborotador de la antropología brasilera embarcándose en un circuito de trueque de prólogos celebratorios y procurando introducir el perspectivismo (y a uno de los tres perspectivistas principales) en los circuitos de intercambio académico de las universidades en las que trabajó y (por obra de sus colaboradores) en la Wikipedia del Primer Mundo, inextricablemente conexa, influyente y viral. Recientemente Wagner coronó su ceremonia de agradecimiento escribiendo un prefacio inundado de elogios para Cosmological perspectivism in Amazonia and elsewhere de Viveiros de Castro (2012 ) titulado “Facts force you to believe in them; perspectives encourage you to believe out of them. An introduction to Viveiros de Castro’s magisterial essay” (Wagner 2012 ). El pastiche de Wagner, incapaz de concentrarse en una tercera persona y en equilibrio dinámico entre el halago y la autoindulgencia, se halla tan enfrascado en la acentuación de su propia excentricidad que llega a tomar en serio las ideas más esotéricas de una “obra maestra” de Carlos Castaneda y a encontrar análogos etnográficos de auras y formas de éxtasis exhibidas en Star Trek Generations o en Avatar (pp. 30, 31, 41 ), fabulaciones de las que Viveiros no ha dicho palabra.52 El titulo ya anunciaba un texto lúdico y ajenos (cf. Latour y Woolgar 1979; 1986: 87, 194, 197, 200, 206, 210, 212 etc ). Por otro lado, si se revisan las fuentes se comprobará que Latour tampoco ha mencionado nunca a Marilyn Strathern, aun cuando ambos comparten una misma visión anti-durkheimiana de lo social y a pesar de que ella sí citó encomiásticamente los trabajos de aquél unas cuantas veces hasta que al fin advirtió la asimetría que se estaba gestando y decidió acabar con el bochorno (Strathern 1996: passim ; 1999: 22, 117-127, 131 ). Más adelante comprobaremos que Wagner tampoco mencionó nunca el nombre de Deleuze, lo cual suena un tanto retorcido si tomamos en cuenta los paralelismos entre ambos que señala Viveiros. Tratándose de un círculo tan pequeño en el que se mantienen ideas tan afines, y dados los aires de horizontalidad y reflexividad que se da esta gente, llama la atención que nadie haya percibido hasta hoy el carácter estereotipado de estos rituales académicos de evitación, réplica exacta de los silencios de Edgar Morin hacia Fritjof Capra o Jesús Ibáñez, de Ilya Prigogine hacia Edgar Morin o Varela y Maturana, o de Claude Lévi-Strauss hacia Marshall Sahlins, David Schneider o Clifford Geertz. Aunque el movimiento se precia de adherir a éticas superadoras y reflexivas, el juego de vanidades en el seno de su laboratory life sigue siendo tan crudo como siempre lo fue. 52

Respecto de Castaneda escribe Wagner en el Glosario de su Antropología del Sujeto: “Castaneda, Carlos (Arana): Cualesquiera sean sus fuentes últimas y por más sospechosos que puedan ser, los doce libros de Castaneda presentan el único ejemplo coherente de una técnica pragmática comprensiva en la literatura existente. Fuera de ella, y con la posible excepción del presente libro, la pragmática juega un papel incidental, como la ficción ‘hipotética’ que los hechos necesitan” (Wagner 2001: ). En el autotitulado Roy Wagner para Brasileros agrega: “De variadas formas los libros de Carlos Castaneda, un practicante muy perspicaz [shrewd] a quien se acusa a menudo de ser un fraude, sin estipular necesariamente cómo y por qué [...], son el locus classicus de la creación de seudo-eventos en el reportaje antropológico” (Wagner s/f: 2 ). Wagner alega, por lo visto, que la falsificación no es una práctica del todo condenable, que no se explica por qué se tilda de fraudulento a Castaneda y que la verdad no es un bien tan precioso como los antropólogos convencionales se muestran proclives a creer. Sobre las afinidades electivas entre Wagner y Castaneda véase la disertación de Iracema Dulley, tesista asesorada por el propio Wagner (Dulley 2012: 15, n. 5; 16-19, 72, 85-89, 122). 163

lisonjero, pero seguramente nadie esperaba algo tan nerd y tan acrítico de un autor que desde hace décadas pasa por adulto. A pesar del jugo que se le pueda sacar el día que se escriba el anecdotario del movimiento, el extenso prólogo no me merece más comentario que el de dejar sentado que (en lo personal) lo encuentro todavía más arrogante que el libro viveiriano al cual precede y que es ese microclima de optimismo y alborozo no siempre motivado, más que los contenidos que se desenvuelven en su interior, lo que permanece en la memoria una vez que el tiempo pasa. Por algo ha sido que Philippe Descola quiso tomar desquite de este encuentro de Big-Time Thinkers de la disciplina [sic] haciéndose prologar la versión inglesa de Par-delà nature et culture por nadie menos que por Marshall Sahlins. Éste escribió para la ocasión una andanada de aforismos encomiásticos que algún colega ha encontrado extravagante [“cranky”] para luego traicionar la confianza que le brindaba Descola lanzando en vivo y sin aviso previo uno de los rejoinders más hirientes que ha conocido la antropología en lo que va del siglo (cf. Fitzgerald 2014 ; Sahlins 2014 ; ver más arriba pág. 117). De pequeñeces ramificadas como ésta está adornado todo el esfuerzo de Viveiros de integrar a Wagner a las filas del perspectivismo en un rango más alto acaso que el del propio Descola. En cuanto a textos de Wagner marginalmente más serios que el prólogo a la obra de Viveiros, la crítica que su programa formula al conjunto de una antropología que él considera sumida en la necedad y el etnocentrismo se sintetiza en estas líneas preñadas de inculpaciones: Al usar nuestra propia realidad como un control en la invención de las culturas, inventando culturas que contrastan con parte de nuestro esquema conceptual, más que con su totalidad, la antropología ecológica paga el precio del etnocentrismo ideológico. Cualquier cosa que los nativos “piensen” que hacen, sus acciones, ideas e instituciones se miden contra el estándar de nuestra creatividad, y la esencia de su creatividad es desnaturalizada y desvaída. […] Si insistimos con objetivar otras culturas a través de nuestra realidad, tornamos su objetivación de la realidad en una ilusión subjetiva. […] Cada vez que imponemos nuestra concepción e invención de la realidad sobre otra cultura […] tornamos su creatividad indígena en algo arbitrario y cuestionable, un mero juego de palabras simbólico (Wagner 1975: 143-144).

Aparte del hecho de que la descripción wagneriana de una antropología ecológica unitaria no hace justicia a las valiosas investigaciones de (digamos) un Roy Rappaport o un Stephen Lansing, ni permite integrar proyectos experimentales como la culturelle Ökologie de Hubert Zapf o la evolutionäre Kulturökologie de Peter Finke, el lector atento habrá entrevisto que muchos de los clisés condenatorios desparramados en el párrafo citado incurren en hábitos de razonamiento cuestionados no por los bandos teóricos de la antropología o de la crítica literaria a los que tengo en alto aprecio sino por los mismos codificadores del perspectivismo, y sobre todo por la sombra negra de Wagner, su feindliche Bruder Bruno Latour: tachar de etnocéntrico a quien no se suma a su juego, atribuir “objetividad” como cualidad encomiable a la realidad construida por el Otro, equiparar lo subjetivo con lo arbitrario y controvertible, usar la “invención” como recurso explicativo, desvalorizar los juegos 164

de palabras, implicar que lo “natural”es un valor apetecible, invocar esencias, referirse a una realidad que ha sido cultural o socialmente construida o inventada pero que objetivamente se encuentra ahí y seguir creyendo que lo esencial del símbolo pasa por su significación (cf. Latour 2005: 213-214; Viveiros 2012a: 65  versus D-G 2006 [1980]: 27). Hay otros elementos en la propuesta de Wagner que contradicen al pensamiento de Viveiros, como cuando éste asevera que los Yawalapíti “habrían desarrollado una teoría [lingüística] de los prototipos” (Viveiros 2002a: 29), o que el perspectivismo “es una teoría indígena” (Viveiros 2002a: 29; 1998: 470) o que la antropología reversa califica como una instancia teorética, pese a que Wagner (1981: 31) había dejado en claro que “no tendremos derecho de esperar un esfuerzo teorético paralelo, porque la preocupación ideológica de estas gentes no las pone bajo la obligación de especializarse de este modo, o de proponer filosofías para la sala de lectura”. También hay que tomar con pinzas la afirmación de Viveiros que nos dice que Wagner creó “una vertiginosa semiótica”, toda vez que Wagner no se refiere nunca a la semiosis en su libro de cabecera o en su artículo sobre conceptualizaciones de lo innato más que como mero sinónimo eventual de lo “simbólico”, ajeno a todo “esfuerzo teorético” deliberado y persistente. Wagner no ha desarrollado más que contraposiciones eventuales entre los comportamientos de unos cuantos símbolos, ninguno de los cuales escenifica en rigor una estricta “referencia a sí mismo”; tampoco distingue adecuadamente entre las formas posibles de sentido, denotación, representación y referencia, ni advierte que él trata la idea de “referencia” o “sustitución” [stand for] en una muchedumbre de acepciones distintas, ni suministra un modelo semántico o una validación teorética de lo que él afirma desde el punto de vista “nativo”, ni se asoma ni por un instante a la bibliografía específica del género semiológico, ni aporta a ese espacio del conocimiento algo que no se hubiera expresado mejor mucho tiempo antes, las más de las veces en el Curso de Saussure, en las categorías de primeridad, segúndidad y terceridad de la semiótica pragmatista de Charles Peirce o de Le Symbolisme en Général de Dan Sperber, aportes que invito a comparar con los de Wagner para aquílatar cuánto es lo que se ha perdido a este respecto (cf. Wagner 1981 [1975]; 1977c ; 2010a [1981]; Sperber 1974; Saussure 1983 [1916]; Reynoso 1986a ; Viveiros 2010a [2009]: 21 ). En otras palabras y tal como seguiré mostrando, mucho de lo que escribe Wagner no armoniza con lo que promueven los perspectivistas que lo han entronizado, y menos que nada con lo que sostienen en el mismo sentido Viveiros, Latour y Strathern. La disonancia es muy básica, contribuye a la descomposición de la ya débil coherencia del marco teórico y está a flor de piel. Pero a ese nivel de abstracción enrarecida ¿quién podría percibirlo? En el frenesí de la aventura perspectivista ¿quién puede retener lo que dice alguien entre los muchos que se largan a expresar toda clase de sarcasmos y juicios valorativos sin llamar nunca a las cosas por su nombre, a las categorías por su nomenclatura aceptada o a los autores por su apellido? ¿No había olvidado el propio Viveiros lo que decía Wagner en el libro que re165

descubrió más tarde, maravillado por la comunión de sus espíritus, tal como se narra en la historia que sigue? La historia que sigue, precisamente, registra la forma en que las ideas de Wagner se fueron instalando poco a poco en el perspectivismo pos-estructural. En 2002, en una nota a un artículo basado en un diálogo con Tânia Stolze (Viveiros 1996b ) Viveiros reconoce por primera vez su deuda con él: Una convergencia ignorada en el artículo de 1996, entretanto, es con la teoría desenvuelta por Roy Wagner en The invention of culture, un libro que yo leyera quince años antes (1981, año de su segunda edición) pero que apagara totalmente de la memoria, ciertamente por estar encima de mi capacidad de comprensión. Al releerlo, en 1998, percibí que había asimilado algo, a fin de cuentas, en vista de haber reinventado ciertos pasos cruciales del argumento de Wagner (Viveiros 2002a: 348).

En Metafísicas caníbales la figura de Wagner ya se encuentra por completo encumbrada en el santuario de los héroes de Viveiros formando parte de un grupo de antropólogos que son responsables de la profunda renovación de la disciplina. Aun cuando se trata de autores conocidos, su obra todavía está lejos de tener el reconocimiento y la difusión que merece, incluso, para el caso de uno de ellos, en su propio país de origen. Nos referimos aquí al estadounidense Roy Wagner, quien tiene en su activo la muy rica noción de "retroantropología" (reverse antropology), o la elaboración de una vertiginosa semiótica de la "invención" y de la "convención", así como el esbozo visionario de un concepto antropológico del concepto (Viveiros 2010a [2009]: 21 ).

En el momento en que Viveiros desarrolla sus puntos de convergencia con Wagner advertimos que algo empieza a andar no muy bien. La idea de una antropología reversa no guarda una relación del todo fiel con la función que Viveiros quiere que cumpla, la cual (por otro lado) no está ni especificada con claridad ni ejemplificada en ninguna parte de la obra wagneriana, excepto en un puñado de anécdotas sin mayor desarrollo teórico incrustadas en tupidas etnografías melanesias que colecté y leí hace un tiempo para considerar su uso en mis cátedras, que ya no se consiguen, que nunca alcanzaron en ninguna métrica (ni aun en Brasil) un índice de referencia bibliográfica ni medio punto arriba de cero, y que a la hora de la verdad –regalándonos un buen indicio de la medida de su compromiso– ni Viveiros ni ningún perspectivista mayor a cuyas publicaciones tuve acceso documenta haber leído o mencionado jamás (cf. Wagner 1967 ; 1972a ; 1978; 1986c). Cuando pretendemos confirmar la referencia de Viveiros sucede lo que en otras ocasiones ha sucedido: en los textos wagnerianos esa antropología reversa aparece contingentemente para referirse a la interpretación que los Otros hacen de los elementos impuestos sobre ellos por nuestra cultura. Los cargo cults, por ejemplo, podrían considerarse como la contraparte interpretativa del estudio occidental de las otras culturas. Pero al igual que es el caso con el amesetamiento de Gregory Bateson en la obra de Deleuze y Guattari (2006 [1980]: 26 y 166

163), la antropología reversa no es en absoluto un desarrollo central en los razonamientos teoréticos tempranos de Wagner, al punto de que la expresión aparece una sola vez en la edición ampliada de The invention of culture y ni siquiera se la incluye en el índice temático; en las etnografías wagnerianas de los 60 y 70 no asoma todavía ni la sombra de una idea parecida, lo que lleva a dudar de su utilidad como heurística de campo (cf. Wagner 1981: 31; 1967 ; 1972a ). Deleuze y Guattari por allí y Viveiros por acá han debido exagerar los méritos pragmáticos y la sustancia semántica de las ideas que hicieron suyas, pues a decir verdad ni Bateson ni Wagner (respectivamente) han trabajado tanto esas materias como sus comentaristas necesitan que creamos. En una nueva apoteosis del malentendido, las imputaciones retrospectivas de nuestros autores incurren en uno de los patrones de hermenéutica bizarra más vapuleados por los censores de la Nueva Crítica, y que no es otro que ese vicio capcioso de la sobreinterpretación que algunos han llamado falacia intencional y que el propio Wagner impugna con persistente frecuencia en sus manuales de teoría (Wimsatt y Beardsley 1954  versus Wagner 1975: 143-144 et passim). Tampoco es el caso que la antropología reversa sea un concepto innovador que Wagner haya propuesto o del cual haya reclamado paternidad antes que los perspectivistas batieran el parche de la genialidad de la idea. Bajo otros nombres y cubriendo aproximadamente el mismo campo semántico (el cruce conceptual, la propagación de prácticas de un medio cultural a otro, la inversión de los puntos de vista, el juego de las asimetrías y las reciprocidades, la apercepción de las diferencias en el momento del choque de culturas), la idea denota un giro del conocimiento bien conocido y reportado en docenas de estudios de aculturación, etnicidad, contacto cultural, asimilación, hibridación y relaciones interétnicas que se han desarrollado en los últimos ochenta años, a los cuales ninguno de los perspectivistas conocidos (Wagner inclusive) se ha molestado en discutir con detenimiento (cf. Bateson 1935: 181-182 ; Herskovits 1938: 11 ; Linton 1940: 501; Beattie 1961; Worsley 1968; Teske y Nelson 1974: 353-354, 363-364; Francis 1976; Stephen 1997; Clark-Ibáñez y Felmlee 2004). Mirándolo bien, se diría que estos estudios que Wagner y Viveiros dejan al margen casi no se ocupan de otra cosa. Ni falta hace decir que ideas congéneres a las de la antropología reversa (aunque con sus actantes permutados) han sido prefiguradas más de una vez por Lévi-Strauss, que en el El Pensamiento Salvaje las describía así: [L]a mirada que echa Sartre sobre el mundo y sobre el hombre ofrece esa estrechez en virtud de la cual, tradicionalmente, nos hemos complacido en reconocer a las sociedades cerradas. Su insistencia en trazar una distinción entre el primitivo y el civilizado, con gran refuerzo de contrastes gratuitos, refleja, en una forma apenas más matizada, la oposición fundamental que postula entre el yo y el otro. Y, sin embargo, en la obra de Sartre, esta oposición no está formulada de manera muy diferente a como lo hubiese hecho un salvaje melanesio, en tanto que el análisis de lo práctico-inerte restaura buenamente el lenguaje del animismo. […] Para el etnógrafo, esta filosofía representa (como todas las demás) un documento etnográfico de pri167

mer orden, cuyo estudio es indispensable si se quiere comprender la mitología de nuestro tiempo (Lévi-Strauss 1964 [1962]: 361).

A fin de cuentas, ¿qué es “Una lección de escritura” de Tristes Trópicos sino el ejemplo canónico que documenta una retroantropología perfecta y acabada un cuarto de siglo antes que otros se arrogaran su invención? (cf. Lévi-Strauss 1973a [1955]: cap. xxviii). Cuando en A inconstância da alma selvagem (2002a) y en “Los pronombres cosmológicos” (2002b) Viveiros conmuta a un dialecto pos-estructuralista que preanuncia el de Metafísicas Caníbales (2010a [2009] ), el comentario de la influencia de Wagner en su antropología se aposenta en un plano metafísico y esencialista en el cual lo que se discute deviene cada vez más impenetrable y más hundido en un apretado sedimento de jerga. Esto (sumado a la costumbre de Viveiros de callar el nombre de sus adversarios) confiere a su escritura de tono conspirativo una ininteligibilidad particular: [L]a crítica del argumento construccionista que esbozo a continuación no debe confundirse con ciertos ataques recientes de los que ellos están siendo objeto, con referencia al parentesco, al género, a las emociones, a la persona, etc. Tales reacciones se reducen a una afirmación de la estabilidad transcultural de categorías y experiencias características de la modernidad occidental, afirmación que termina, por vía de regla, en la restauración de la vieja división del trabajo ontológico entre la naturaleza y la cultura. En otras palabras, lo dado del melanesio es imaginado como exactamente lo mismo que el nuestro, ‘dados’ ciertos universales – ya sea físico-materiales (la naturaleza), ya psico-cognitivos (la naturaleza humana), ya socio-fenomenológicos (la condición humana). Al contrario de esas reacciones, pienso, como Wagner, si lo comprendo bien, que lo que es pre-histórico y genérico es que un dado siempre es presupuesto, mas no su especificación; lo que es dado es que habrá siempre algo construido como dado (Viveiros 2002a: 405-406).

En Metafísicas Caníbales Viveiros logra la quíntuple hazaña de intensificar un esencialismo que parecía ya haber llegado al límite de saturación, deshonrar todas y cada una de las ideas batesonianas que él había profesado admirar, omitir todo caso de uso que pudiera arrojar un poco de luz, dar a la imprenta un texto necesitado de una honda revisión sintáctica y confundir las ideas todavía un poco más: La semiótica wagneriana es una teoría de la praxis (humana y verosímilmente no humana) que la concibe como consistiendo exhaustivamente en la operación recíproca y recurrente de dos modos de simbolización: 1) el simbolismo convencional o colectivizante, (también: literal), en que los signos se organizan en contextos estandarizados (dominios semánticos, lenguajes formales, etc.) en la medida en que se contraponen a un plano heterogéneo de “referentes”: es decir, en que son vistos como simbolizando algo distinto de ellos mismos; y 2) el simbolismo diferenciante o inventivo (también: figurativo), modo en el cual el mundo de los fenómenos representados por la simbolización convencional es aprehendido como constituido por “símbolos que se representan a sí mismos”; es decir, acontecimientos que se manifiestan simultáneamente como símbolos y como referentes, disolviendo el contraste convencional (Viveiros 2010a [2009]: 30-31 ). 168

Entre Wagner y Viveiros se acaba anudando uno de los líos magnos de la antropología, en el que en base a una atribución esencialista, a una perspectiva desembozadamente etic y al uso intercambiable de al menos cinco conceptos semióticos que nunca se definen (simbolización, referencia, representación, significado, sentido) se pretende construir una diferenciación ulterior que se autodestruye merced a la mera polisemia, al carácter exógeno y a la ambigüedad de los términos en que se expresa. Todo este lío de espesor literalmente wagneriano tiene por objeto salir al cruce de una dicotomía central en la teoría y la práctica del parentesco occidental, a saber, la distinción consagrada por el fundador de la antropología norteamericana Henry Morgan [1818-1881] entre consanguinidad y afinidad. Una distinción –sobreinterpreta Viveiros– que ha ocasionado que nosotros terminemos atribuyendo a la afinidad la función de lo dado en la matriz relacional cósmica, mientras que la consanguinidad irá a constituir la provincia de lo construido, de aquello que toca a la intención y a la acción humana actualizar (op. cit.: 120 & sic, por supuesto). No obstante la reformulación del problema de mil modos distintos, no queda claro cuál es la concomitancia que existe, si es que existe alguna, entre lo dado y lo construido por un lado y la referencia y la autorreferencia por el otro; tampoco queda claro cómo es que esa correspondencia se constituye social o cognitivamente, qué cuadro ontológico, qué excepciones y qué matices de grano fino pueden manifestarse a través de las sociedades aparte de la división del mundo en Ellos y Nosotros, qué acceso consciente y metalingüístico tienen los actores a la racionalidad que rige el fenómeno y qué posibilidad existe de validar con ellos la realidad psicológica y la saliencia cultural del esquema. Tampoco creo fácil justificar la áspera y singularly angular jargon 53 en que se encuentra expresada una descripción semejante, lo más distinto imaginable a la visión basada en “conceptos intrínsecos al objeto” que Viveiros mismo estaba buscando por esa época: una visión que no difiere en nada de una concepción emic, categoría ésta que tampoco Wagner ha demostrado conocer (cf. Viveiros 2002c: 116-117 ). No quisiera sonar como el profesor de semiología que soy, pero lo cierto es que también sigue sin especificarse en cuál de las muchas teorías semiológicas “convencionales” que existen se definen los principios de simbolicidad, referencia, autorreferencia y (presumo) recursividad cuyo contraste Wagner y Viveiros encuentran problemático, cuáles son los motivos concretos de esa problematicidad y por qué, en particular, nuestros autores omiten asomarse a la rica exploración lógica, lingüística, filosófica y antropológica de la deixis, la reflexividad y la auto-referencia (Gödel, Hofstadter, Smullyan, S. J. Bartlett, Duncan Jones, Handelman & Kapferer, Victor Turner, Bateson…) optando en cambio por pronunciarse en un registro de veleidosa ligereza sobre temas que ya se han tratado de maneras sugerentes y desde una infinidad de perspectivas en obras de fuste que un buen antropólogo que escoge hablar de esos asuntos en plan didáctico no debería tratar como si no existiesen o como si fueran todas partícipes de una necia, monolítica y atrozmente retratada “concepción occi53

Así calificaba Robert H. Barnes (1989 ) a los comentarios de Wagner (1988) al ensayo de Mimica (1988). 169

dental”. Invito entonces a que el lector se re(encuentre) con esos textos esenciales y que me comente luego, si cabe, cuál es la virtud que los perspectivistas poseen y que en aquéllos esté faltando (cf. Weissenborn y Klein 1982; Smullyan 1994 ; S. J. Bartlett 2006). Según apenas alcanzo a descifrar, en su apropiación perspectivista el problema que estábamos discutiendo involucra contrastar una afinidad intensiva o “potencial” cosmológica, mítico-ritual, que perfectamente se puede calificar de “ambigua, disyuntiva, nocturna y demoníaca” y una afinidad extensiva o “actual”, subordinada a la consanguinidad, así como dar cuenta de las continuas conmutaciones entre ambas (Viveiros 2010a [2009]: 184-185 ). Aparte de una locuacidad más oscurecedora que aclaratoria y de una pátina de terminología deleuziana que Viveiros cree que alcanza para trasladar toda la discusión al plano de la filosofía profunda (pp. 79, 80, 183), no hay aquí mucho más que lo que ya estaba latente sesenta y cinco años atrás en Las estructuras elementales del parentesco o en la disparidad entre parentesco descriptivo y parentesco clasificatorio, o en la distinción lévi-straussiana entre los modelos mecánicos y los modelos estadísticos que cada tanto los perspectivistas nombran sin comprender su alcance, sin advertir sus errores de fondo y sin saber muy bien qué partido tomar (cf. Reynoso 2006 §2.1). Autores que han tratado el tema independientemente (y sin referencia a Wagner o a Deleuze) han reconocido que el tratamiento que otorga Viveiros a las paradojas que se presentan en relación con afines reales y afines potenciales –y a la idea de “la inconstancia del alma salvaje” en general– ya había sido anticipado con casi setenta años de precedencia por Lévi-Strauss en un artículo pre-estructuralista de 1942/43. En ese ensayo semioculto, publicado tardíamente en portugués, mal conocido dentro y fuera de Brasil y al cual Viveiros o bien no leyó nunca u olvidó mencionar en dos ocasiones en que venía urgentemente al caso, Lévi-Strauss imagina un modelo de la reciprocidad que postula un universal abstracto que engloba las prácticas de la guerra y el comercio como manifestaciones concretas posibles. El maestro hace algo más que hablar de ello; lo que hace es tratar el tema de un modo tal que torna unas cuantas de las disquisiciones de Pierre Clastres, de Roy Wagner y de los perspectivistas a ese respecto en poco más que replicaciones redundantes de problemas hace mucho imaginativamente planteados, si es que no decididamente resueltos (cf. LéviStrauss 1976 [1942/43] ; Gow 2001: 306 ; Tremlett 2014: 35). Viveiros debió admitir en algún momento que Lévi-Strauss había observado la idea de la afinidad amerindia “en uno de sus primeros trabajos, unos años antes” de Las Estructuras Elementales (op. cit., p. 183); pero ese trabajo temprano al que Viveiros se refiere no es “Guerra e comércio…”, que es el que nuestros perspectivistas deberían haber consultado, sino otro (imprecisamente referenciado) en el que apenas se trata la cuestión. De hecho, en la recensión de Wagner-Viveiros las dicotomías lévistraussianas aparecen trasmutadas pero reconocibles en múltiples distinciones entre “lo real” y “lo virtual”, entre “lo extensional” y “lo intensional”, entre “lo dado” y “lo construido” y así hasta el Día del Juicio. Aunque cuando se las mira bien tales distinciones cargadas de valores son tan dualistas como (o son 170

intercambiables con) la que opone “naturaleza” y “cultura”, la idea de Wagner y de Viveiros parecería ser que cuando se llaman, sesgan, cualifican u ornamentan los términos de la dualidad del modo que ellos proponen, dicha redenominación permite conferir dignidad metafísica a la mirada antropológica, redescubrir una filosofía parecida y de estilo pos-estructural o tautegórico operando en la cabeza y en las prácticas del amerindio, fundir en una unidad indivisa lo que se piensa que piensa el Otro y lo que imagina el perspectivista, y resolver mediante innuendos y operaciones ni siquiera descriptas más allá de la enunciación programática un conjunto de dilemas vaga e inestablemente definidos que las metodologías usuales de Occidente no han sabido tratar. En distintos textos he probado que ni la distinción lévi-straussiana entre clases de modelos, ni las definiciones deleuzianas de lo extensional y lo intensional, ni la analítica para distinguir entre calidades positivas o negativas de afinidad pueden mantenerse, pero no es eso lo que importa en esta circunstancia (cf. Lévi-Strauss 1973b: 255-260; Reynoso 1991b ; 2006: 25-29; 2014a ). Lo que sí importa es que toda la argumentación se realiza al precio de mantener silenciada la famosa convicción de Lévi-Strauss respecto de que la filosofía debe estar subordinada a la ciencia, y no lo contrario, y de que el progreso que la ciencia ha experimentado ha hecho que ya no estén dadas las condiciones que antes justificaban el rol federativo de la filosofía (cf. Lévi-Strauss 1980: 17; 1983 [1971]: 575-578, 626; Bellour y Clément 1979: 186). Lo que también importa es que los desajustes y peculiaridades señalados por Viveiros no ponen en apuros a ningún modelo formal de parentesco contemporáneo, y mucho menos a los versátiles modelos reticulares de Thomas Schweizer, Douglas R. White y Ulla Johanssen que hubiera sido bueno que nuestros estudiosos inspeccionaran para constatar si las herramientas disponibles estaban o no en condiciones de afrontar el problema, si es que de eso se trata la cuestión (cf. White y Jorion 1992; Schweizer y White 1998; White y Johansen 2005). Por más que estas obsesiones fiscalizadoras encarnen las prácticas favoritas de un posmodernismo o un pos-estructuralismo que se agota en la enunciación de heurísticas negativas, no veo daño (entiéndase bien) en que se revise la adecuación de los conceptos tradicionales a las diferentes circunstancias. Lo que me resulta sospechoso es, en cambio, que por razones que distan de ser claras se pongan en cuarentena conceptos perfectibles y más bien inofensivos como lo son las categorías parentales o afinales referidas y que (por ejemplo) ideas tales como shamanismo, animismo, pensamiento salvaje, participación y hasta metafísica sigan usándose como si tal cosa; y lo que encuentro inaceptable es que se proponga como solución de todos los males de la ciencia antropológica en materia de análisis del parentesco una instancia filosofante rizomática henchida de anomalías que ni siquiera fue pensada para esta finalidad y que uno de los autores traídos a colación (precisamente Wagner) ni siquiera se ha preocupado por conocer. 171

Como fuere, es un poco obsceno que toda la discusión (en la que se desconocen de plano los nuevos avances formales en el estudio del parentesco y la superación de las categorías derivadas del viejo método genealógico de W. H. R. Rivers) se sitúe bajo la invocación de Roy Wagner, quien realizó sus levísimas investigaciones sobre parentesco en dependencia del pensamiento y la asistencia financiera de su mentor, David M. Schneider, de quien todo el mundo sabe que fue quien lideró el movimiento que arrasó con la analítica formal del parentesco en la curricula antropológica de casi todo el mundo, convirtiendo una capacidad técnica que antes fuera motivo de orgullo para nuestra disciplina en un tema de conversación compulsivamente repetitivo que insiste una y otra vez en los mismos argumentos redefinitorios, impregnados de esa heurística negativa que pasa por ser deconstrucción y que en ciertos círculos se está tornando más latosa cada día que pasa, aunque más no sea porque arremete con entusiasmo digno de mejor causa contra una ortodoxia que ya no existe (cf. Schneider 1965; 1968; 1984; Wagner 1972b; 1977b ; 2011 ; Strathern 1992a; Viveiros 2009b ; 2010a [2009]: 63 ; Bamford y Leach 2009 versus Reynoso 2012: cap. 17).54 Para aquellos a quienes la teoría antropológica nos importa resulta enojoso, entonces, que se siga manteniendo en sordina esa vieja reyerta sesentista de la antropología del primer mundo como si no hubiera pasado nada, como si tuviera sentido resucitar discusiones tóxicas pero inconcluyentes que casi nadie conoce y que pocos comprenden, como si no se sintiera todavía en los pelos de la nuca el escalofrío de ese inexplicado vaciamiento disciplinar, del que sin medir ninguna consecuencia los schneiderianos, con Roy Wagner metiendo bulla como el que más, fueron instigadores y partícipes feroces (cf. Wagner 1972b: 612; Sahlins 2011b: 230). Cualesquiera hayan sido las limitaciones y los excesos de la vieja analítica antropológica, el hecho es que las laboriosas operaciones de descomposición de las teorías del parentesco basadas en la filiación y la biología emprendidas por Viveiros, Wagner o Strathern sobre la huella de David Schneider (operaciones elogiadas hasta el éxtasis por Marshall Sahlins [2011b: 239]) pierden de vista el hecho de que los teóricos de la alianza en general y LéviStrauss en particular ya habían acabado con ellas en los tempranos cuarentas como parte de una crítica de las teorías ortodoxas de E. E. Evans Pritchard y de Meyer Fortes, una crítica 54

En casi toda la academia antropológica el análisis del parentesco se encuentra hoy agónico, muerto o desaparecido. La bibliografía que documenta el hecho es gigantesca y sólo puedo hacer constar aquí las referencias más imperiosas, algunas con títulos de hecatombe tan conmovedores que da pena no poder recorrer paso a paso el laberinto de sus alegatos: “whatever happened to kinship studies?”, “what really happened to kinship and kinship studies”, “critique of kinship”, “critique de la parenté”, “after kinship”, “beyond kinship”, “the fall of kinship”, “nails in the coffin of kinship”, “lineage reconsidered ”, “where have all the lineages gone?”, “critique of kinship”, “the deconstruction of kinship”, “what were kinship studies?”, “there never has been such a thing as a kin-based society” y así sucesivamente (cf. Holy 1979; Verdon 1982; 1983; Geffray 1990; Shimizu 1991; White y Jorion 1992; González Echevarría 1994; Peletz 1995; Barry 2000; Collard 2000 ; Joyce y Gillespie 2000; Fogelson 2001; Lamphere 2001 ; Ottenheimer 2001; Kuper 1982; 2003; Sousa 2003 ; Carsten 2004; Dousset 2007; Zenz 2009 ). Considerando esta avalancha de obituarios raya en lo sospechoso, para decir lo menos, que el perspectivismo legitime personajes que han sido cómplices y aplaudidores de esta carnicería conceptual y que hasta omita referirse a estos acontecimientos. 172

llevada a su culminación por Edmund Leach (1961: cap. 4) mucho antes que a Schneider se le ocurriera escribir sobre el asunto (cf. Kuper 1982; 1988: 163-200; 2003). En la misma tesitura, Lévi-Strauss había escrito alguna vez en el muy temprano y nunca bien leído “El análisis estructural en lingüística y en antropología”: Un sistema de parentesco no existe en los lazos objetivos de descendencia o consanguinidad entre individuos. Existe sólo en la conciencia humana; es un sistema arbitrario de representaciones, no el desarrollo espontáneo de una situación real (1972 [1958, orig. 1945]: 49).

En el mismo texto que estábamos tratando, Viveiros (2002a: 405) había aclarado que él se reservaba para otra oportunidad la especificación de sus puntos de divergencia con la semiótica wagneriana, los que a partir de esta señal cabe conjeturar que efectivamente existen, aunque en lo personal dudo que Viveiros los haya elaborado o que de veras proyecte embarcarse en esa empresa alguna vez. Pasado el tiempo, y hasta donde conozco, esa elaboración sigue en reserva. De hecho, ni una sola vez en su masiva apropiación de ideas inspiradoras de Wagner, de Deleuze, de Strathern y sobre todo de Latour, Viveiros se preocupó en deslindar los umbrales y los límites de su acatamiento, los factores y los motivos de una eventual discrepancia. Al único actor protagónico del grupo al que se esforzó en cuestionar es, como ya dije, a Philippe Descola, porque como éste no es un polemista innato (y sus argumentos no son tampoco ninguna maravilla) no se requiere mucha valentía para vapulearlo o para sumar jovialmente a otros colegas perspectivistas al bullying del que lo hace objeto. ¿Alguno de ustedes imagina a Viveiros interponiendo a Bruno Latour la más timida objeción? ¿Acaso Latour ( precisamente Latour) no ha pronunciado nunca el menor disparate? Entre todas sus temerarias proclamas ¿No hay ninguna que merezca matizarse un poco? Entre los cientos de críticas que se le han hecho ¿No hay una sola en la que valga la pena detenerse a pensar? Si las ideas latourianas sobre multiplicidad se reputan tan esenciales al propósito y si sus dos profetas se han cruzado tantas veces55 ¿por qué motivo ni Wagner menciona nunca a Latour ni Latour nombra tampoco a Wagner? ¿Por qué quienes lo defienden de mis críticas callan el hecho de que Latour lo ningunea más de lo que yo considero razonable, al punto de no dignarse a escribir su nombre siquiera una vez? Pero volvamos a colocar a Wagner en el mero centro, porque es él quien interesa ahora y porque el retrato que el personaje reclama no está acabado todavía, pues resta por tratar el núcleo dialéctico de su esquema teórico. Quien quiera experimentar un acercamiento de primera mano a la ultra-dialéctica de Wagner no debe asomarse a su paráfrasis recortada y espasmódica en las Metafísicas Caníbales de Viveiros sino a la alucinada máquina de Rube Goldberg mediante la cual, en medio de un mar de comillas que presumen sagacidad y en base a literatura anglosajona de bachillerato, Wagner, a quien seducen las grandes síntesis de los giros claves del pensamiento Oc-

55

V. gr. en Viveiros de Castro y Marcio Goldman (2012 ). 173

cidental casi tanto como a Latour o a Descola, se esfuerza en explicar la transición entre la “secuencia medieval” y la “secuencia moderna” del pensamiento dialéctico olvidándose, insólitamente, de las transformaciones que se manifestaron en el Renacimiento pan-europeo en general y en el Humanismo italiano en particular. Estos movimientos guardan con la (re)definición de lo Humano una relación mucho más estrecha que lo que es el caso de la Reforma con la que Wagner se entretiene (como buen [bajo]sajón que es), dejando fuera del cuadro los procesos y las ideas que ritmaron el pasaje del trivium escolástico a la studia humanitatis (Wagner 1986: 122-123; compárese con Latour 2007 [1997]: 83-133 y con Foucault 1984: passim; cf. Macfarlane 2008 ). Los tres cronotopos (de sur a norte: Humanismo  Renacimiento  Reforma) difieren claramente de (y preceden en el tiempo a) lo que un par de siglos más tarde se acordará en llamar modernidad. Lo lamentable de todo esto es que tanto Latour como Wagner, que han dedicado sus vidas a contrastar cosmovisiones y que se la pasan poniendo en jaque a la disciplina por su presunta miopía o sus brusquedades analíticas, ignoren acontecimientos de semejante atinencia y en el acto de

escribir no pongan debidamente en foco los sesgos provincianos con los que ellos mismos contemplan el devenir del mundo. Figura 3 – Dialéctica de mediaciones en la secuencia medieval y en la secuencia moderna. Nótese la ausencia del Humanismo y el Renacimiento. Basado en Wagner (1986: 123). 174

Dado que Wagner (exceptuando una amigable y anodina crítica-resumen de Writing Culture) nunca obtuvo permiso de su maestro Schneider para contraponer (o por lo menos nombrar) pre-modernismo, modernismo y pos-modernismo, y debido a que Latour desconfía de los bucles de la simbología dialéctica, las iconologías cronotópicas de ambos autores (por más que se refieran a categorías conceptuales parecidas y a las mismas transiciones epistémicas) no muestran tampoco una sola idea en común (cf. Wagner 1986b ; Latour 2007 [1991a]: 55, 57 y figs. 4.2, 4.3 y 4.4 ; Clifford y Marcus 1986). El esquema enciclopedista de Wagner, por añadidura, se observa típicamente escuálido y oscuro. En nuestra disciplina y en sus alrededores hemos conocido multitud de modelos clasificatorios al mismo tiempo retorcidos y superficiales, pero sólo la etnografía de la comunicación de Dell Hymes o el modelo funcional del lenguaje de M. A. K. Halliday han desencadenado una diagramación comparablemente abstracta, aunque órdenes de magnitud mejor fundada (cf. fig. 3). Más allá de las fallas de origen que hemos entrevisto, el primer gran problema que encuentro en la adopción perspectivista de las ideas de Wagner es que esa apropiación no añade nada nuevo. Consideremos, por ejemplo, esta expresión de Viveiros: Las culturas (los macrosistemas humanos de convenciones) se distinguen por lo que definen como perteneciente a la esfera de responsabilidad de los agentes –el mundo de lo “construido”– y por lo que pertenece (porque es contra-construido como perteneciente) al mundo de lo “dado”, es decir, de lo no-construido (Viveiros 2010a [2009]: 31 ).

El razonamiento viveiriano cierra el círculo de su clausura conceptual con la cita de The invention of culture que viene ahora, poblada de máquinas esencialistas, regresiones de Ryle (1949: 31 ), antropomorfismos y principios dormitivos: una cláusula en la que se perpetran con exactitud milimétrica, como si fuese adrede, todos los extravíos de abstracción, proyección, naturalización, recorte unitario de las “colectividades” y los “pueblos” e imputación de agencia e intencionalidad por los que el mismo Wagner había renegado de la antropología convencional y por los que nadie menos que Bateson había cuestionado a las corrientes más respetadas de la antropología. Escribe Wagner: El núcleo de todo tipo de convenciones culturales es una distinción simple entre dos tipos de contextos, los no-convencionalizados y los de la convención misma, que deben ser deliberadamente articulados en el curso de la acción humana, y los tipos de contextos que deben ser contra-inventados en cuanto “motivación”, bajo la máscara convencional de lo “dado” o de lo “innato”. Naturalmente, no hay más que dos posibilidades: un pueblo que practica deliberadamente una forma de acción diferenciante, contra-inventará invariablemente una colectividad motivante (la sociedad y sus convenciones) como lo “innato”, mientras que un pueblo que practica deliberadamente una forma de acción colectivizante contra-inventará una motivación diferenciante (Wagner 1981: 51).

Invito ahora al lector a considerar las dos citas últimas con detenimiento. Si mapeamos los términos de ambas sobre las oposiciones lévistraussianas de naturaleza y cultura (de las que 175

Wagner no dice palabra) y sobre el par contrastante de naturalismo/animismo de las primeras ontologías de Descola, podremos comprobar que si hacemos las sustituciones del caso, fuera de una vaga psicologización de la motivación como “compulsión interna” y de una matriz de relaciones mucho más intensamente homuncular, encontraremos que lo que se está planteando es básicamente lo mismo que se estuvo planteando todo el tiempo (cf. Pinker 2003). El contraste entre “naturaleza” y “cultura”, a todas luces, suministra sentido y alumbra la distinción entre “lo dado” y “lo construido”, pues, salvando las distancias, ambos pares de expresiones son isomorfas (u homeomorfas, o algo que se aproxima a eso), en tanto que denotan géneros similares de invención. Lo que la lectura de Wagner por Viveiros nos aporta, por ende, es menos una re-semantización de los elementos en juego que una re-lexicalización que los perspectivistas ansían aplicar como palimpsesto traslúcido a la misma dualidad que ya se estaba discutiendo desde hace mucho con acentos levemente distintos. Si la dualidad propuesta por Wagner se mantiene en pie, en fin, no se entiende por qué la que postula Lévi-Strauss –por decir una– despierta tanto desvelo. El segundo problema que advierto en la adopción de un pensador tan proclive a las dualidades esquemáticas sin matices de gris es que el perspectivismo parece ser ciego a la tendencia de Wagner a glosar formulaciones teoréticas intrincadas mediante viñetas más sintéticas que analíticas, impregnadas de un vocabulario que la crítica, incluso la que quiso ser más amistosa, ha encontrado enrarecido, grueso y destemplado, tanto o más, acaso, que el de una autora reconocidamente reaccionaria como Marilyn Strathern. Observemos, por ejemplo, esta simplificación de las teorías antropológicas antiguas y recientes en la que Wagner, lejos de hacer justicia a la diversidad de las estrategias a las que alude, privilegia la simetría de las antítesis que va encadenando por encima de lo que dicta la realidad histórica: Comenzando con Las estructuras elementales del parentesco (1949) y continuando con sus escritos más tardíos y los de los etnocientíficos, la cultura se explicaba como un sistema lógico y consistente (más que funcional y eficiente). Mientras que el funcionalismo y el configuracionismo tomaban el orden conceptual de las cosas por sentado y hacían problemática la integración, el estructuralismo y la etnociencia tomaban la integración por sentada (en la forma de "reciprocidad") y hacían la conceptualización problemática. […] Esta última época, la del "funcionalismo" Malinowskiano y Radcliffe-Browniano y del "estructuralismo" de Lévi-Strauss y de la antropología cognitiva dio lugar, a su vez, a una real bancarrota teórica moderna. […] ¿Qué es el corpus completo de la antropología social británica, o "teoría de la descendencia" y el "grupo corporativo", sino un intento de explicar la sociedad tribal como un "Establishment" juro-económico a expensas de la relatividad cultural? Tampoco es la antropología social británica la única culpable a este respecto. Tenemos un funcionalismo ecológico que sacrifica la relatividad de la invención a la realidad de la ley natural, una etnociencia que compra su certidumbre teorética y profesional a expensas del reconocimiento de la creatividad de sus sujetos. Incluso la muy promocionada síntesis de antropólogos de fines de los 60s y comienzos de los 70s hecha a partir de los insights de Mauss, Lévi-Strauss y los (otros) determi176

nistas lógicos, la dualidad "cartesiana" de la reciprocidad y la clasificación, es una resolución de la invención en dos polos artificiales que amenazan colapsar uno en el otro en cualquier momento. ¡Ciertamente, ellos deben colapsar para ser factuales en absoluto! (Wagner 1981: passim).

Doy fe que en lo que al análisis teorético concierne Wagner jamás avanza un paso más allá de estas agitadas operaciones de etiquetado simplificador, antropomorfización mecánica y atribución caprichosa. La imagen que él delinea de la teoría antropológica se basa en fórmulas que denotan poco análisis y fundamento para tanto sarcasmo y pretensión. Alegar que una teoría “da por sentados” aquellos dominios de los cuales ha decidido no ocuparse es un despropósito evidente, igual que lo es la exclamación con que culmina un párrafo atestado de vaguedades que no dejan de serlo por mucho que las dualidades colapsen, o la caracterización de un configuracionismo del cual no sabemos a qué personalidades antropológicas incluye, al cual ya nadie llama de ese modo y al que Wagner condena sólo porque (en apariencia) escogió un foco de atención que no logra concitar su interés. Aparte de ello, pocas de las imputaciones wagnerianas poseen la claridad y resolución que se requiere para justificar sentencias tan rudas; las pocas que son medianamente inteligibles alternan entre lo banal y lo inexacto, lo cual es, como veremos de inmediato, muy fácil de comprobar en tiempo real. A este respecto, y con la obra etnográfica de Malinowski a la mano de todos nosotros (empezando por las dos mil páginas de la trilogía trobriandesa), desafío a los lectores en general y a los perspectivistas en particular que señalen en ella un solo giro de lenguaje en el que asome la más leve sombra de un marco funcionalista basado en la ulterior “ley natural” de las necesidades biológicas (como el que sí se encuentra décadas más tarde acompañando la famosa tabla de Malinowski [1939: 942]) o una explicación de la que pueda decirse seriamente que se encuentra vertida en términos “juro-económicos”.56 O, a la inversa, los invito a que señalen en la obra de Wagner signos que sugieran que éste leyó con algún provecho las etnografías malinowskianas canónicas y que prueben que él recuerda con vividez, relevancia y riqueza de detalle sus lineamientos argumentativos exactos, especialmente los que se refieren a las problemáticas de la significación. Lo mismo se aplica, con los ajustes 56

Después del poco conocido “The group and the individual in functional analysis”, presentado a inicios de su estancia en los Estados Unidos, Malinowski publicó su obra teórica funcionalista más importante (Una teoría científica de la cultura) póstumamente, recién un cuarto de siglo después de realizar el trabajo de campo que originó su trilogía etnográfica clásica. Contrariamente a lo que muchos creen, en su etnografía no hay evidencia de que una teoría ecobiológica de las necesidades básicas y derivadas haya impuesto un sesgo a los datos descriptivos; casi todas las funciones reportadas en ella son “funciones del lenguaje”. Por el contrario, y aunque más tarde admitió que no puede haber descripción independiente de una teoría, en su obra estrictamente etnográfica Malinowski estimaba necesario prescindir de la teoría en el momento de la descripción. Tras cuarenta y cinco años de lectura intensa y constante –y con los textos a la mano y ante los ojos– certifico que (a despecho de sus confesiones más terribles y del simplismo innegable de sus teorías ulteriores) Malinowski cumplió su trabajo descriptivo (que de ello se está tratando ahora) de la manera menos constreñida por sesgos teoréticos que a los antropólogos nos ha sido dado hacerlo (Malinowski 1922: 9  ; 1935: x-xi  versus Malinowski 1939; 1944). 177

del caso, a la semblanza que realiza Wagner de la etnociencia como desconocedora de la creatividad de los sujetos, a la igualación de teorías tan dispares como las de los innombrados Max Gluckman, Edmund Leach, Fredrik Barth, Mary Douglas o Meyer Fortes, embutidos todos monolíticamente en “el corpus completo de la antropología social”, o a la críptica imputación del estructuralismo como uno de los originadores de una indefinida bancarrota teórica que no ha afectado a los perspectivistas amerindios y de la que él está también milagrosamente a salvo (cf. Malinowski 1922 ; 1929 ; 1935 ; Reynoso 1986a: passim ). La especialidad del último Wagner se concentra en la producción de aforismos de alto empaque filosófico empeñados en una búsqueda desesperada de paradojas que él parece identificar con el colmo de la sabiduría. Uno de ellos es éste que sigue, articulado en el estilo de los Prickly Pear Pamphlets, referido a rebuscadas alusiones de Viveiros a la relación entre sujeto y objeto, e inspirado en las especulaciones wagnerianas sobre la visión holográfica del mundo que impera en Nueva Guinea y “su potencial para iluminar la antropología de todo el mundo”: El principal error sobre sujeto y objeto es afirmar la diferencia entre ellos; el segundo mayor error es afirmar una similitud entre ellos. En contraste, las diferencias entre tiempo y espacio, o cuerpo y alma, son fáciles. Por ejemplo el tiempo es la diferencia entre él mismo y el espacio; el espacio es la similitud entre ellos (cf. Wagner 2001: xv) (Wagner 2012: 19 ; referencia bibliográfica en el original).

Ante esta galería de disparates presuntuosos cuya ejemplificación yo podría prolongar un largo rato, me asalta la idea de que para confundir estos refranes cientológicos con elementos útiles para articular una teoría operativa (que debería ser idéntica, por otra parte, al pensamiento amerindio) hay que encontrarse científica y metodológicamente en mala forma. Mientras Viveiros celebra la genialidad de Wagner (y viceversa) los libros y artículos teoréticos de Wagner en general (y The Invention of Culture en particular), que ya cargan con cuarenta años en su haber, que apenas conservan un discreto interés como testimonios de los excesos de una época y que sólo a Viveiros y a Strathern se les ha ocurrido resucitar, han sido invariable y homogénamente cuestionados muchas décadas atrás por los críticos e historiadores más sosegados de la antropología (cf. Young 1974; Beattie 1976; Blacking 1976; Ayers Count 1980; Gell 1987; Errington 1988; Rossi 1988). Los documentos pertinentes amarillean ya y apenas me hablo con algún colega que los recuerde; pero por lo que esas críticas nos enseñan sobre la calidad de los insumos teóricos y de los patrocinadores del perspectivismo tardío conviene observar algunas de ellas un poco más de cerca. Para decirlo en una palabra, y como insisto que bien lo saben Viveiros (2010a [2009]: 21 ) y sus abogados de oficio, la teorización antropológica de Wagner no ha gozado en sus días de un nivel razonable de aceptación; y como veremos de inmediato, no necesariamente son los críticos a quienes debe culparse por el trance. 178

Una de las críticas más serias proviene del historiador magno de la antropología, John Blacking, quien resalta los inusuales juegos del lenguaje en que se entretiene Wagner, pródigos en antítesis abstractas: Pero sus comparaciones de las sociedades Americana y Daribi no logran convencerme de que él esté haciendo algo más que “juego simbólico de palabras”. El texto, densamente escrito, abunda con afirmaciones tales como: “Nosotros ‘hacemos’ una cultura embatallada, acosada y motivada por el tiempo; ellos hacen ‘tiempo’ como su ‘cosa propia’, acosada y motivada por la cultura” (p. 74). “La cultura Yali y la cultura de los Daribi son innatas y motivantes. […] Pero la Cultura Americana [¡nótese la ‘C’ mayúscula de nuevo!] es artificial e impuesta” (p. 50), y “La alternativa es un universo de significados sin acción y de acciones sin significado” (p. 155). ¿Cuán seriamente puede tomar el lector los juicios del autor sobre la sociedad americana y sus comparaciones con los Daribi y otros “pueblos tribales”, si la antropología, a través de su “término mediativo” de cultura, es sólo “una forma de describir a los otros como si nos describiéramos a nosotros mismos” (p. 30), y “un antropólogo ‘inventa’ la cultura que él mismo cree estar estudiando” y “en el acto de inventar otra cultura […] inventa la suya propia” (p. 4). ¿Cómo puede el Profesor Wagner asegurar luego que el mundo de los Daribi es “un mundo de acción y motivación, que es en todos los respectos una completa inversión del nuestro” e ilustrar su punto con una larga reseña de lo que él piensa que son los conceptos y experiencias Daribi del “alma” (p. 93 y ss.)? […] ¿Cómo podrían ser los pueblos “tribales” tan diferentes de “nosotros” excepto como productos de nuestra propia invención? (Blacking 1976).

Una crítica relativamente equilibrada y ecuánime es la del antropólogo John Beattie, quien admite la originalidad de Wagner al mismo tiempo que reconoce sus desbordes. Con giros que se aplicarían a las estrategias de más de un perspectivista escribe Beattie:57 Aunque se puede simpatizar con el poco comprometedor rechazo del autor del realismo filosófico ingenuo, todo esto va un poco demasiado lejos. Por supuesto que el conocedor contribuye algo a lo que conoce, y que su cultura igual que su racionalidad humana determina lo que contribuye. Pero eso no significa que lo que conoce sólo sea su propia invención. El profesor Wagner no “inventó” ya sea a los Daribi o a su propia cultura; ambos estaban allí antes que él los visitara, y sugerir otra cosa es engañoso, por decir lo menos. Asimismo no siempre está claro quién o qué es lo que el autor supone que realiza toda esta “invención”. Algunas veces se dice que es el antropólogo, a veces los miembros de la cultura estudiada, otras veces, parece, la propia “Cultura” reificada. El Profesor Wagner tiene algunas cosas filosas, sensitivas e importantes que decir, y el impacto de "choque" de su estrategia puede provocar pensamiento (aunque su libro no es tan fá57

John Beattie, quien trabajó como pocos África oriental y fue interlocutor brillante de Audrey Richards, de Sir Edward Evan Evans-Pritchard y de otras eminencias de la vieja antropología, no tiene a la fecha su página de Wikipedia, como tampoco la tiene John Arundel Barnes, el creador del concepto de “redes sociales”. Cuando buscamos “John Beattie” en Wikipedia una página de desambiguación nos ofrece optar por un John Beattie jugador de fútbol escocés, otro Beattie político de Tasmania y otro Beattie más que es líder del Partido Nazi canadiense. Ninguno de ellos es el John Beattie a quien a un antropólogo le interesaría encontrar. 179

cil de leer). Pero después de toda esa paradoja y pirotecnia sus conclusiones (págs. 158-159) son sorprendentemente poco controversiales. Los antropólogos deberían ser más explícitos de lo que son respecto de sus valores, teorías y métodos, y de las diferencias entre ellos. Y deberían, en la medida de lo posible, dejar que los pueblos y las culturas que estudian hablen por ell@s mism@s. Algo razonablemente sensato, y también familiar (Beattie 1976: 10).

Un juicio muy parecido al que la primera edición de The invention of culture mereció de John Blacking elaboró Dorothy Ayers Count (1980) de la Universidad de Waterloo en Ontario a propósito de Lethal Speech: Daribi Myth as Symbolic Obviation (Wagner 1978). Escribe Ayers Count: Hay una afirmación que hace Wagner, una que es central a su teoría, que encuentro perturbadora. Él opone el modo simbólico de pensamiento de los europeos y norteamericanos que han sido inculcados con la “cultura de la ciencia” a los procesos cognitivos míticos de “una mayoría de los sujetos de investigación de la antropología” (p. 23). “Nosotros” aceptamos la responsabilidad cognitiva por el conocimiento y consideramos el orden convencional como el ámbito legítimo del conocimiento y la investigación. Los sujetos de la antropología, que incluyen a la gente tribal y a las “civilizaciones maduras de Asia y del Cercano Oriente” (p. 27) invierten este orden semiótico. Ellos consideran el orden convencional como innato, mientras que lo individual, lo único y lo particular son los asuntos propios del conocimiento y la acción humana. Ellos basan sus ideologías y acciones en la simbolización trópica. Wagner no ofrece evidencia en soporte de esta vetusta y contenciosa oposición, ni discute por qué él presupone que existe una clase homogénea de pensamiento moderno susceptible de oponerse a algún otro modo cognitivo congruente. Más bien, él presenta su presuposición como un hecho dado y autoevidente. Puede que haya validez en la presuposición de que todas estas clases de personas piensan del mismo modo simbólico y que su pensamiento difiera categóricamente del “nuestro”, pero eso no se demuestra en este libro y no estoy convencida que así sea (Ayers Count 1980: 791).

Al cabo, la recensión crítica más severa y concluyente sobre la obra de Wagner es la de Ino Rossi, lévistraussiano hasta el fondo de su alma alguna vez favorito de las traducciones de Anagrama y profesor de larga data en la St John’s University de Nueva York donde promueve desde hace tiempo un estructuralismo un poco demasiado ortodoxo, una pizca más papista que el de Lévi-Strauss. Aunque Rossi ha sido calificado por muchos de sus alumnos como uno de los profesores más aburridos del ambiente anglosajón, su crítica (idiomáticamente un tanto precaria) está entre las más circunspectas e informadas que se han escrito sobre un personaje tan elusivo.58 Dice Rossi: Sin embargo su concepción del significado como una invención dialéctica (a nivel individual) y la convención (a nivel colectivo) no suma como un aporte genuino. Wagner asegura que el tropo constituye su propio fundamentos: él es tanto la individualidad de la percepción y la 58

La puntuación asignada a Ino Rossi en las lapidarias tablas de RateMyProfessors es de 2.8 sobre 5, o sea 0.6 puntos por encima de Wagner. Véase http://www.ratemyprofessors.com/ShowRatings.jsp?tid=237958 – Visitado en febrero de 2015. 180

pluralidad de lo colectivo; él simultáneamente se postula (se auto-define) a sí mismo y propende hacia una resolución mediante transformaciones culturales progresivas y elusivas de tropos previamente elicitados. Sin embargo, él nunca explica cómo es esto posible, y por lo tanto logra establecer los términos del problema pero no resolverlo. Correctamente, Wagner inculca un disgusto por el determinismo cultural, pero uno no puede ver por qué su propio “determinismo del significado” sería preferible. Quizá la raíz de la limitación de Wagner finca en su desprecio taxativo del carácter abstracto del “sistema semiótico” estructuralista, debido a su preferencia por la naturaleza concreta de las cosas. Se puede estar de acuerdo en que la estructura no puede ser el determinante singular del significado, pero ¿no es posible que las tensiones entre lo abstracto y lo concreto y entre la estructura y la individualidad sean las fuerzas dialécticas que constituyen el significado? Sin esas tensiones constitutivas, el “flujo constante de la recreación continua [de significados y] el flujo coherente de imágenes y analogías” de Wagner sigan siendo expresiones retóricas sin poder teorético (explicativo) pese a lo interesantes que puedan parecer (Rossi 1988: 27).

Lo primero que advertirá el lector es que para Wagner el concepto de dialéctica es irrenunciable, mientras que para Deleuze, otro dios tutelar del movimiento, la dialéctica es la palabra a desterrar. Para salvar la cara Viveiros nos explica que en la metafísica wagneriana imperaría algo así como una dialéctica buena que no debe confundirse con la dialéctica mala de Hegel, Marx o incluso Lévi-Strauss; como hemos visto, lo mismo hizo Viveiros en otro contexto (siguiendo a Clastres y a Deleuze & Guattari) oponiendo la tortura buena de la escritura en el cuerpo a la tortura mala de la marca despótica. Esta dicotomía de las maldades malas y las maldades buenas guarda congruencia, ahora que lo pienso, con la que el imaginario popular de la era virtual predica que es el caso de la brujería, de los vampiros adolescentes, del canibalismo y del colesterol. Los esfuerzos que debe desplegar Viveiros para integrar en el Olimpo de su modelo a un escritor cuya antropología es estruendosamente disonante son titánicos, pero de algún modo nuestro autor se las arregla para armar una especie de triángulo virtuoso en cuyos vértices encontramos, como dije, a nadie menos que a Wagner, a Bateson y a Deleuze. En un estilo homuncular, esencialista y abarrotado de idola theatri reminiscente del name dropping de SCIgen, del inefable Postmodernism Generator o del Chomskybot, escribe Viveiros: Wagner sitúa la relación de producción recíproca entre el momento de la convención y el de la invención en la “dialéctica” cultural (1981: 52); el término dialéctica es ampliamente utilizado en Wagner (1986). Pero esa dialéctica, además de ser explícitamente definida como nohegeliana, recuerda inmediatamente la presuposición recíproca y la síntesis disyuntiva: “Una tensión o una alternación similar a un diálogo entre dos concepciones o puntos de vista que se contradicen y se refuerzan simultáneamente” (Wagner 1981: 52). En resumen, una dialéctica sin resolución ni conciliación: una cismogénesis batesoniana en lugar de una Aufhebung hegeliana. La obra de Bateson, ahora lo veo, es la conexión transversal entre las evoluciones conceptuales paralelas de Roy Wagner y Deleuze-Guattari (Viveiros 2010a [2009]: 114 ).59 59

Los tres programas mencionados y otros más se pueden ejecutar y poner a prueba en la página sobre retóricas posmodernas y cientificistas que he mencionado aquí y allá en el curso de este libro. Particularmente im181

Al igual que Bajtín, Deleuze es un autor que puede prestar apoyo a cualquier clase de enunciado, no importa lo contrapuesto que luzca respecto del pensamiento de quien lo invoca. Dejando de lado los hechos bien conocidos de que la dialéctica de Wagner puede que difiera un poco de la de Hegel pero nunca ha sido “explícitamente definida como no-hegeliana”, de que Viveiros no menciona (y en apariencia no conoce) la literatura donde se esclarecen las complejas relaciones y las semejanzas insospechadas entre las dialécticas de Hegel y de Deleuze (cf. Lautman 1939; Barot 2010: 112, 118, 121 & passim ), de que Wagner considera a un Bateson fragmentariamente leído como un configuracionista en la misma liga que Ruth Benedict y de que la cismogénesis batesoniana –en tanto mecanismo de control– es un proceso que sí es resolutivo (sea por escalada y estallido o por complementariedad y conciliación), refutar la apropiación que Viveiros hace de Deleuze y el maridaje entre éste y Wagner o Bateson es fácil pero tedioso (cf. Wagner 1986: 115, 122, 130). Enderezar sus disyunciones y afinidades patafísicas implicaría el fastidio de tener que insistir en la denuncia de los desaguisados conceptuales y prácticas de enculage que perpetra el filósofo en su interpretación de la idea de multiplicidad, cuestión de la que me ocupo en otros lugares de este libro ( págs. 248 y ss.) pero que ahora nos distanciaría del meollo del tema (cf. Reynoso 2014a ; Wagner 1981: 43. 52, 152). En cuanto a la integración de Wagner al lado de Bateson y Deleuze en la obra de Viveiros, conviene señalar que así como no frecuentó los estudios batesonianos con el detenimiento que cabría esperar y fuera de un presuroso review que ni siquiera es un buen resumen, Wagner nunca leyó (o citó) en forma directa las obras de ningún autor de la línea pos- (cf. Wagner 1986b). Sospecho que se lo impedía su compromiso inquebrantable con David M. Schneider, “un mentor cuyo aliento, preocupación y apoyo llegan al extremo de la devoción” y a quien jamás osaría contradecir ni aun después que éste falleciera (cf. Wagner 1986: xii). Schneider, efectivamente, aseguraba aborrecer tanto al posmodernismo antropológico anglosajón como al pos-estructuralismo de estirpe francesa que alimentaba a aquél. Veamos como botón de muestra este fragmento bizarro de reportaje fingido, escrito de puño y letra por Schneider [DMS], corchetes incluidos, en conversación imaginaria con el historiador de la antropología Richard Handler [RH]: RH: Sé que aunque usted está retirado, se mantiene al tanto de lo que sucede, de modo que le pregunto qué piensa de los así llamados posmodernos o pos-estructuralistas. DMS: ¿A quiénes tiene usted en mente? presionante es el aire de familia que se percibe entre las escrituras de Wagner o del último Viveiros y la del Postmodernism Generator (ex Dada Engine), sobre todo en la forma en que todos ellos resuelven las atribuciones autorales, prodigan una jerga rica en neologismos y paradojas e incurren en oxímora deliberadamente irritantes. Aunque no comparto las insinuaciones descalificadoras de ambos autores, sugiero tener en mente lo que el propio Wagner decía del posmodernismo y leer con la conciencia tranquila el ensayo del autor del programa, Andrew Bulhak (de la Monash University de Melbourne), titulado “On the simulation of Postmodernism and Mental Debility using Recursive Transition Networks” (Bulhak 1996 ). 182

RH: Oh, usted sabe, [James] Clifford, [George] Marcus y [Michael] Fischer, [Stephen] Tyler, [Vincent] Crapanzano, [Paul] Rabinow, [Bernard] Cohn, esa gente. DMS: Bien, ésa es una pregunta fácil. Son, para cualquiera, unos idiotas. RH: ¿Por qué dice eso? DMS: Porque son idiotas. Están en un estado vegetativo irreversible. RH: Quizá usted tenga una crítica más precisa que pueda compartir con nosotros. DMS: Son unos idiotas. ¿Qué más se puede decir? (cf. Handler 1995: 8).60

En un orden de cosas totalmente distinto, una de las últimas elaboraciones de Wagner que Viveiros incorpora tardíamente y a las apuradas tiene que ver con su descaminada elaboración de la “persona fractal”, una aventura teórica que por la entidad que está tomando en la comunidad perspectivista vale la pena desmontar en detalle. Callando una vez más el nombre del verdadero gestor de la idea (Bruno Latour) escribe Wagner: Esto implica desarrollar, en el curso de este ensayo, el concepto de Marilyn Strathern de la persona, que no es ni singular ni plural. Al introducir la idea, Strathern (1990) tomó de [Donna] Haraway (1985) una muy ingeniosa aplicación del ‘cyborg’ de la ciencia ficción clásica, el ser integral que es en parte humano y en parte máquina. Para mis propósitos, y por razones que se harán pronto evidentes, re-titularé el concepto como el de la persona fractal, siguiendo la noción matemática de dimensionalidad que no puede ser expresada en números enteros. No me preocuparé aquí de el grado de fractalidad, los términos de la razón o fracción, sino de simplemente definir el concepto de una persona fractal en contraste con la singularidad y la pluralidad (Wagner 1991: 162).

Ignorando que los autómatas celulares que según los propios Deleuze y Guattari fundamentan tecnológicamente y brindan una expresión instrumental a la idea de red rizomática pertenecen de lleno a las matemáticas discretas (antes que a las continuas o fraccionales) y se albergan en un espacio estriado (en oposición a los espacios lisos de la fractalidad según Deleuze), Viveiros acoge la idea wagneriana de persona fractal en sus últimos textos posestructuralistas sin desarrollar un caso aplicativo que demuestre la productividad del concepto con vistas al emprendimiento de una etnografía concreta, a la consumación de una teoría antropológica o al desarrollo de una episteme intelectual (Viveiros 2010a [2009]: 105  versus Reynoso 2014a ).

60

En el glosario aforístico de su Antropología del Sujeto Wagner define al posmodernismo de este modo: “Posmodernismo: El asesino real en la muerte es el rigor mortis, la inmovilidad congelada del cuerpo que con demasiada facilidad se convence a sí mismo de que ha perdido la capacidad de actuar, de modo tal que su constitución química comienza un proceso de autodisección. La muerte es el posmodernismo del cuerpo” (Wagner 2001: 254 ; el énfasis es mío; contrástese con las opiniones contrarias vertidas en Wagner 1986 b ). Su admirada Marilyn Strathern, a todo esto, es una posmoderna ortodoxa que nunca ha renegado de su militancia en ese movimiento (cf. Strathern 1991 [1987]; 1992 b: 149, 199 n. 6). 183

No puedo negar ni afirmar de antemano que concebir una totalidad social como singularidad y a los individuos humanos como plurales sea una idea fatídicamente inútil, pues en alguna medida y con mayor o menor autoconciencia eso es lo que se estuvo haciendo todo el tiempo; lo que sí niego, taxativamente, es que esa perspectiva tenga algún punto en común con la fractalidad, geométrica o matemáticamente hablando. Un objeto fractal o una dimensión fraccional, de hecho, no niega ni afirma el contraste entre singularidad y pluralidad; la idea simplemente se refiere a otra cosa. Por eso será que quien busque palabras que se refieran a nociones tales como ‘plural’ o ‘singular’ (o incluso el ‘todo’ y la ‘parte’) en la amplia literatura técnica sobre fractales o dimensión fractal jamás encontrará nada parecido. Por el contrario, en el manual canónico sobre La Geometría Fractal de la Naturaleza Benoît Mandelbrot (1983: 574), hablando de Leibniz, se refiere burlonamente a “la malhumorada minoría para quienes cero es singular” y no vuelve a ocuparse del asunto. En lo que hace a la antropología, por otra parte, un problema importante que se advierte en la adopción de la idea de persona fractal en el perspectivismo de Viveiros es que mientras éste (prisionero del hábito deleuziano de asignar méritos contrastivos a los términos polares de cualquier disyuntiva conceptual) exalta las relaciones de afinidad por encima de las relaciones de filiación, Wagner estropea toda esta epopeya axiológica haciendo exactamente lo contrario: Una persona fractal no es ni una unidad situada en relación con un agregado, ni un agregado situado en relación con una unidad, sino siempre una entidad con relacionamiento integralmente implicado [relationship integrally implied]. Quizá la ilustración más concreta del relacionamiento integral viene de la noción generalizada de reproducción y genealogía. La gente existe reproductivamente por ser “cargada” [carried] como parte de otras, y “carga” o engendra otras haciéndose ellas mismas “factores” genealógicos o reproductivos de esos otros. Una genealogía es por lo tanto un encadenamiento de gente, algo así como las personas que se verían “brotar” [bud] las unas de las otras en una visión en cámara rápida de la vida humana. La persona como ser humano y la persona como linaje o clan son escisiones o identificaciones igualmente arbitrarias de este encadenamiento, proyecciones diferentes de su fractalidad. Pero entonces el encadenamieno a través de la reproducción corporal es en sí mismo meramente uno entre un número de relacionamientos integrales, lo cual es también manifiesto, por ejemplo, en la comunalidad del lenguaje compartido (Wagner 1991: 163).

Dado que Viveiros todavía no ha especificado sus puntos de divergencia con un Wagner que prefiere callar el nombre de Deleuze (y que en general mantiene su régimen de frecuentación de textos técnicos y filosóficos en las cercanías del cero absoluto), ignoro de qué manera puede conciliar la repugnancia deleuziana hacia las ideas de filiación, reproducción, arboración y genealogía con una definición sui generis de fractalidad (desquiciada, como por cierto se verá en seguida) para las cuales esas ideas son constitutivas. Siempre estuve convencido de que cualquier metáfora, por inapropiada que sea, puede contribuir a aclarar un poco las cosas. Tal como está planteada y debido a la forma en que se traen a colación los ejemplos etnográficos que deberían sostenerla la metáfora de la persona 184

fractal, sin embargo, logra el milagro de oscurecerlo todo y de desnudar incongruencias que antes que se la acuñara no estaban a la vista. Lo que está fallando, sospecho, es la idea que primero Wagner y luego Viveiros sustentan de la fractalidad y su escasa experiencia de trabajo en la tecnología correspondiente: una experiencia sin la cual la teoría –arrastrada hacia las presunciones de linealidad y monotonía inherentes al pensamiento de sentido común, pos-estructuralismo inclusive– no nos permite volar muy alto. El tema merece descomponerse a lo largo de sus principales líneas de falla: 

Las igualaciones que establece Wagner entre los conceptos de cyborg y de fractal por un lado y entre la fractalidad y el holograma por el otro no pueden sostenerse en el plano técnico. Fractales, hologramas y órganos cibernéticos pertenecen a tres esferas y realizaciones tecnológicas por completo diversas entre las que median muchas más diferencias que similitudes. Una imagen hologramática de una esfera no logra fractalizar a un objeto euclideano, como tampoco un organismo deviene fractal u holográfico a causa de un implante biónico. No quisiera aguar la fiesta fractalista a la que el perspectivismo reciente se está sumando en masa, pero aunque se lo pueda definir de unas cuantas maneras (igual que a cualquier otro concepto) un fractal es claramente otra cosa y algo bastante más interesante que eso.



Los hologramas poseen propiedades que no guardan semejanza con los atributos de las figuras fractales y viceversa. Si se secciona un fractal por el medio se obtienen dos medios fractales y no dos fractales completos con su imagen levemente degradada, como sucedería con los hologramas. Por supuesto que es posible pensar un holograma que represente un fractal, pero también se puede hacer un holograma de una zanahoria, hortaliza euclideana si las hay. Un holograma, por su parte, no posee necesariamente una dimensión fractal característica ni se genera iterando una función recursiva. Debe tenerse en cuenta, a todo esto, que Wagner ha producido algunas de las definiciones de lo fractal más disparatadas que conozco, como cuando afirmó en tren pedagógico que “el conjunto de Mandelbrot es nada más y nada menos que LA REALIDAD DIVIDIDA POR ELLA MISMA” (Wagner 2012: 24 ). Es en su artículo en que se pregunta por la existencia de los grupos sociales en Nueva Guinea donde se confunden más incoherentemente las ideas de fractalidad, hologramaticidad y obviación, definiendo esto último, ya sin posibilidad de redención, como “un concepto que cancela la diferencia entre pasado y futuro en su fractalidad holográfica” (Dulley 2012: 91  ; Wagner 2010b: 109 ).



Tampoco suena coherente que en un mismo entramado conceptual conviva una epistemología como la de Marilyn Strathern (que reclama romper con la idea de sociedad como totalidad compuesta por elementos agregados) con una como la de Wagner, en la que se postula obediencia a un principio fractal. De hecho, una serie de números y un conjunto fractal (discreto o continuo) se generan de la misma manera, esto es, iterativa y recursivamente. Lo que varía es la forma en que está com185

puesta la función, pero no el proceso en que se desenvuelve el procedimiento: el conjunto de los números enteros, por ejemplo, se genera mediante la función n=n+1, un fractal común en el plano complejo resulta de z=z2+c y un biomorfo de Pickover mediante z=z3+c, siendo ‘c’ un número complejo; todas las funciones se iteran un número entero de veces; un atractor de Lorenz se construye mediante el despliegue de tres ecuaciones diferenciales ordinarias que siguen un principio parecido de (vaya paradoja) diferencia y repetición. La generación de la figura correspondiente a la mayoría de los conjuntos fractales no se logra de golpe sino un-punto-a-la-vez, serialmente, en un espacio bi-, tri-, tetra- o ultradimensional de coordenadas métricas usualmente euclideanas y dimensiones enteras: cinco expresiones a las que Deleuze fustiga pero a las que quien proyecte hablar de fractales se ve obligado a atenerse. Sumando más incongruencia todavía a la causa deleuziana, algunas figuras fractales, tales como los sistemas de Lindenmayer (o sistemas-L), pueden generarse mediante gramáticas recursivas, combinando serialidad y paralelismo. Contradiciendo a Deleuze y Guattari (2006 [1980]), que esperarían encontrar allí procedimientos rizomáticos, un número muy grande de mujeres de la región tamil de la India conoce el procedimiento para generar complejísimas figuras fractales conocidas como kōlaṁ utilizando gramáticas emic cuyas reglas generativas se atienen exactamente a la misma lógica anidada de sustitución que la que se encuentra en los sistemas-L; más aun, las mujeres saben comunicarse entre ellas en contados segundos las reglas que generan recursivamente un kōlaṁ complejo que jamás se dibujó con anterioridad a fin de repartirse entre varias el trazado de su dibujo. Idénticos patrones subyacentes se desenvuelven también en la generación de varios estilos de música de la misma región, en las cruces etíopes, los peinados, ornamentos y patrones de asentamiento africanos reportados por Ron Eglash y quién sabe en cuántas prácticas culturales más (Siromoney 1978 ; Siromoney y otros 1974 ; Prusinkiewicz y otros 1989; Eglash 1999: 109-146; Reynoso 2008b ; 2010: 159-206; 2014a ).61 Las definiciones de fractalidad adoptadas por Deleuze, Wagner, Viveiros y otros perspectivistas, recluidos en un extraño y dogmático sistema de valores en el que las reglas “chomskyanas” están prohibidas y la recursividad se desconoce, no pueden dar cuenta de esta clase de fenómenos generativos y transformacionales y de un número seguramente inmenso de otros que obedecen a pautas parecidas. 

Y ya que estamos tratando cuestiones de diferencia y repetición urge decir que Marilyn Strathern, al contrario de Wagner, es consciente de la diferencia que media entre su perspectiva de transformación/creación y la iteración de uno y lo mismo

61

Véase mi relevamiento fotográfico de kōlaṁ karnáticos en mi página sobre gramáticas culturales recursivas (http://carlosreynoso.com.ar/complejidad-gramatical-sistemas-l/). Si los antropólogos perspectivistas están en procura de manifestaciones culturales de fractalidad es por aquí y por la bibliografía citada en esta página por donde podrían comenzar a buscar. Véase asimismo la página de Ron Eglash sobre diseño de cruces etíopes con sistemas-L en http://csdt.rpi.edu/african/African_Fractals/culture11.html – Visitado en febrero de 2015. 186

que se manifiesta en la gestación de un fractal. En un paper que refuta a Wagner de mala manera –y que Viveiros no citará nunca– ella dice con un estilo enredado pero con una intención muy clara: “Tal conjunto [de Mandelbrot] emerge y re-emerge a patir de la realización fractal de los ‘mismos’ elementos. De la misma manera en que un texto deviene un texto (contexto) para otro, o la construcción del cuerpo se ve a través de lo que lo construye, o que la interpretación trabaja sobre lo que ya se ha transcripto, la colección de puntos que constituye un conjunto de Mandelbrot sigue siendo una colección de puntos. Hay una continuidad de ‘substancia’” (Strathern 2011: 251-252).62 Viveiros, como de costumbre, no se ha expedido sobre esta discordancia auto-destructiva que anida en el seno de su epistemología. Mi sospecha es que no le preocupa indagar cuáles son los procesos recursivos que generan un fractal, o –habida cuenta que Deleuze, Wagner e incluso Strathern también optan por no pronunciar jamás la palabra– averiguar aunque más no sea qué significa recursividad en primer lugar. Sospecho que se sorprendería al saberlo. 

A diferencia de lo que Wagner confusamente sostiene, un fractal no es más que una pluralidad de puntos singulares (o de líneas singulares en el caso de los sistemas-L) dispuesta en un sistema de coordenadas (x, y, z) que habita un espacio usualmente euclideano que posee de facto dimensiones enteras. Esto lo sabe cualquiera que haya trabajado cinco minutos modulando los parámetros de algún programa avanzado de generación fractal (Mandelbulb 3D , Mandelbulber , Incendia EX , UltraFractal , Visions of Chaos , Adobe Pixel Bender Toolkit , etc.).63 Al menos un fractal, el conjunto de Mandelbrot originario, posee una dimensión fractal que es un número entero (a saber, 2), esto es, una unidad más alta que su dimensión topológica. Una doctrina que se precia de constructivista no puede ignorar que un fractal es (al menos en una perspectiva posible) un objeto (y un conjunto) que se construye paso a paso, como dije, mediante un proceso serial recursivo, exactamente análogo al que define los conjuntos numéricos canónicos, tal como la función n=n+1 derivada de Peano para los números naturales o el método de cortaduras de Dedekind para los números reales. Nada hay en una función que define un fractal que tenga que ver con alguna clase de división de “la realidad” o con ideas wagnerianas o deleuzianas de dividualidad, reciprocidad, acumulación de entornos, devenir-molecular, debenir-molar o antagonismo.

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“That [Mandelbrot] set emerges and re-emerges from the fractal realization of the ‘same’ elements. In the same way as one text becomes a text (context) for another, or the construction of the body is seen through what constructs it, or interpretation works on what is already transcribed, the collection of points that constitutes a Mandelbrot set remains a collection of points. There is a continuity of ‘substance’”. 63

Véase mi repositorio de software de dominio público de complejidad, dinámica no lineal y análisis de redes sociales en http://carlosreynoso.com.ar/?p=477. 187



Aunque Viveiros toma la definición de fractal del artículo sobre la “persona fractal” de Wagner (y no de quien la acuñó verdaderamente, Benoît Mandelbrot), Deleuze y Guattari (2006: 494-495) han desarrollado –en esos capítulos de Mil Mesetas a los que casi ningún lector llega a leer– un par de páginas sobre fractalidad (que Wagner ciertamente no leyó) en donde se identifican los fractales con el espacio liso y la falta de métrica y los objetos no-fractales con los espacios estriados métricos de dimensión entera. Éste es uno más entre los muchos puntos en los que la hilación lógiza deleuziana se ahorca en su propio nudo. El razonamiento traiciona la esencia misma de la fractalidad cuando habla de “espacios lisos amorfos que se constituyen por acumulación de entornos” en los que “cada acumulación define una zona de indiscernibilidad propia del ‘devenir’ (más que una línea y menos que una superficie, menos que un volumen y más que una superficie)”.64 La inconsistencia principal en que incurren Deleuze y Guattari se debe a que son ellos quienes parecen renuentes a concebir métricas cuya base no sea entera y quienes siguen prisioneros de superficies y volúmenes enteros (“más que…”, “menos que…”) como criterios de referencia para establecer implícita pero siempre cuantitativa o métricamente cuánto es que un fractal se aproxima o se aparta de las formes fixes de la pauta euclideana. De todas maneras, Mandelbrot (1983: 32, 56, etc.) nunca habla de objetos que sean más o menos que líneas o más o menos que superficies, sino simplemente de polvos, líneas y superficies que poseen mayor dimensión que la que es propia de su dimensión topológica. Así como una línea recta es sólo una curva peculiar, lo no-fractal es solamente el grado cero, el caso base arbitrario y circunstancial de una variedad más amplia: si existe un devenir fractal, éste no invalida ni sustituye la ontología usual, sino que la matiza, la posiciona y la enriquece.



Desmintiendo lo que rezan las leyendas wagnerianas y los textos de divulgación, la auto-similitud (la semejanza entre el todo y las partes) no es un factor definitorio de la fractalidad. La autosimilitud, en efecto, sólo se refiere a un aspecto circunscripto de los objetos fractales; no es la clave necesaria de todo lo fractal y todo lo complejo, sino un elemento cuya importancia dependerá del diseño investigativo: un factor que puede estar o no presente según sea el recorte que se haga del objeto, la escala de la observación o la estructura del objeto mismo. En el conjunto fractal canónico, el conjunto de Mandelbrot, la autosimilitud es adventicia: a veces está como escondida y no se muestra ni en todas sus regiones, ni en todas las perspectivas, ni a todas

64

Un fractal es cualquier cosa excepto amorfo o indiscernible. La dimensión fractal de un objeto (que es a fin de cuentas lo que define su fractalidad) se puede calcular con suma exactitud (véase mi curso sobre cálculo de fractalidad y problemas de escala en la investigación antropológica en http://carlosreynoso.com.ar/dimensionfractal/). De ninguna manera un fractal se constituye por “acumulación de entornos”, sea lo que fuere lo que esta frase sin claro sentido matemático pretende expresar. Contrariamente a la afirmación de D-G, en mi libro de crítica al pensamiento rizomático he documentado abundantemente el carácter estriado y rugoso de la mayor parte de los objetos fractales canónicos y el consenso existente a este respecto (Mandelbrot 1977: 1; Falconer 2003: 17; Holme 2010: 435; Stewart 2010: 4; Reynoso 2014a ). 188

las escalas, ni a todos los valores de parámetro. Hay que buscar bastante para encontrar partes que se parezcan al todo y por poco que se alteren los parámetros el parecido se esfuma. Las partes cuya configuración se asemeja al todo tampoco son a ese todo lo que lo singular es a lo plural. Muchos fractales son tan repetitivos y monótonos como la mayor parte de las figuras euclideanas; otros se construyen en base a primitivas de formas arbitrarias que no guardan ninguna semejanza con la totalidad. Los objetos estrictamente autosimilares (curvas de Koch, triángulos y tapices de Sierpiński, conjuntos de Cantor y de Hata, simetrías de Lindstrøm, esponjas de Menger) son apenas una clase especial de los fractales, la más simple de todas; es patente que no existen en la naturaleza y apenas si existen en la cultura (Schroeder 1990: 17-20, 161-176; Eglash 1999: 12, 13, 18, 113, 147-148, 155, 218-219; Kigami 2001: 5; sobre ‘partes’, ‘todos’ y ontologías véase Varzi 2007). Estos objetos poseen una cierta belleza minimalista y están henchidos de paradojas y propiedades contrarias a la intuición, es verdad; pero ni por asomo son los objetos fractales por antonomasia o los que mejor satisfacen una posible definición de complejidad. 

Con las debidas disculpas por los inevitables tecnicismos que plagan este ítem, diré que cuando se aplican modelos gramaticales muy pocos fractales culturales reales o hipotéticos involucran infinitud o numerosidad en el sentido de que su generación requiera una gran cantidad de iteraciones de los procesos recursivos que los van construyendo. Malgrado las especulaciones de Deleuze a propósito de Leibniz, del barroco y del anidamiento indefinido de pli selon pli en el arte característico de ese estilo, los objetos culturales, por abigarrados que se presenten al observador, no suelen presentar más que cuatro o cinco niveles de anidamiento, una cifra más modesta de lo que nadie esperaba (cf. Deleuze 1989 [1988] versus Eglash 1999: passim; Reynoso 2008b ).65 La paradoja obedece al hecho de que partiendo de una raíz

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La inadecuación del modelo perspectivista en materia de (etno)matemáticas salta a la vista en varios puntos de la obra de Wagner (1991: 167), particularmente en su referencia al sistema de numeración de los Iqwaye de Papua Nueva Guinea según se lo describe en la disertación doctoral de su discípulo Jadran Mimica (1981). Para mayor abundamiento, Mimica (1988) publicó entretanto Intimations of Infinity: The Cultural Meanings of the Iqwaye Counting and Number Systems, un estudio cognitivo que podría haber hecho época pero que se malogró por la innecesaria intervención de Wagner (quien encontró en él una fractalidad que no es tal) y por la pretensión mesiánica de ambos autores de estar desarrollando “una poderosa crítica de los supuestos Occidentales sobre el desarrollo del pensamiento racional”. El libro de Mimica, escrito en un inglés rudimentario al grado de la comicidad, fue impugnado duramente por Thomas Crump, el reconocido autor de Anthropology of Numbers (1990; 1992). Aunque mi juicio crítico aspira a ser más misericordioso que el de Crump, mi impresión es que en el vértigo de su antropología conspirativa Mimica y Wagner se han equivocado de adversario. El hecho es que el sistema de numeración y conteo de los Iqwaye se asemeja al de los Pirahã en muchos respectos. Por eso es lamentable que Wagner, Mimica y Viveiros, con semejante precedente etnográfico, callaran sumisamente y perdieran la oportunidad de “iluminar a toda la antropología” el día que Daniel Everett (2005 ) dictaminó la ineptitud de esta sociedad amazónica en lo atinente a sus conceptos de número, cantidad, infinitud y demás categorías que se presentan de manera muy parecida en la matemática sin números de los Iqwaye. Los tres perspectivistas pudieron haber prestado a la antropología del conocimiento un servicio memorable y no lo hicieron; mi hipótesis más benigna es que callaron por descuido o por falta de oportunidad para elaborar su intervención; sobre mis otras hipótesis, por el momento, lo mejor es callar. 189

muy básica y de reglas muy simples al cabo de un número muy pequeño de iteraciones se pueden engendrar objetos de altísima complejidad. La clave de ello es una vez más la recursividad. Dado el carácter exponencial de su crecimiento, cuando se construye un kōlaṁ de raíz muy simple, como “Las Tobilleras de Kṛṣṇa” (),66 tras sólo seis iteraciones el dibujo puede consistir en unos 19.115 trazos y giros: algo así como ocho páginas de un libro como éste cubiertas de caracteres, tal que cada caracter representa un segmento de línea, una instrucción de giro o un símbolo a sustituir ulteriormente por otros. En el mundo fractal es falso, entonces, que una imagen valga más que mil palabras; lo inverso es más evidentemente verdad. Tampoco hay por aquí símbolos que se representen a sí mismos, puesto que si la definición tiene algún sentido deíctico –como le encanta decir a Viveiros– desde Peirce en más un signo es siempre algo que está para alguien y en ciertos respectos en lugar de otra cosa. En cuanto a los estudios que adoptan la concepción perspectivista de multiplicidad o fractalidad, no hay nada en ellos que sea tan preciso, que se encuentre mejor validado desde la perspectiva emic y que ilustre un proceso de tan estricta fractalidad como en el caso de este ejemplo y de otros análogos que podrían pensarse. La pregunta que me surje es que si el genio de Wagner gira en torno de la idea de “símbolos que están en lugar de ellos mismos” por qué fue que ni él, ni Deleuze, ni tampoco Viveiros se plantearon pensar la problemática desde la recursividad, una idea de resonancias batesonianas que está así de cerca de lo que ellos atinaron a pensar y que no es lo mismo que el concepto de fractal, pero sin la cual la idea de fractalidad queda inevitablemente empobrecida. 

Unos cuantos entre los fractales canónicos (los de Mandelbrot/Maldelbox/Mandelbulb, Julia, Hata, Cantor, Barnsley, Besicovich, Kakeya, etc.) son técnicamente conjuntos; en ellos, al igual que en los fractales autoafines, las configuraciones que se podrían consensuar semejantes al todo desde una perspectiva dada son exactamente tan enumerables y discretas como lo son los “unos” respecto de las totalidades numéricas o los individuos respecto del cuerpo social (cf. Falconer 1985 ).



Anticipándome a mi inspección del concepto deleuziano-viveiriano de multiplicidad (cf. más abajo, pág. 248 y ss.), diré por último que los objetos fractales no son susceptibles de tratamiento mediante métricas de Riemann de manera simple y directa. Sólo unas pocas especies de fractales auto-afines han demostrado ser relativamente tratables como aproximaciones más o menos groseras a manifolds riemannianos (Stricharts 1999 ; Barrat y Seuret 2005; cf. más adelante págs. 248 y ss.). En otras palabras, ni las mal llamadas “multiplicidades” son usualmente fractales, ni los fractales son necesariamente “multiplicidades”.

Generado por la raíz –X—X y la regla de sustitución X  XFX—XFX, donde el símbolo ‘–’ denota ‘girar una vez’, ‘F’ significa ‘trazar una línea’ y ‘X’ es un término a sustituir según lo que la regla estipule. 66

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Más aun, la concepción wagneriana de la fractalidad en la que hay “partes” que se asemejan o reproducen el “todo” (tal que “ese todo es menos que las partes, porque solamente hay uno” y que “la realidad se subdivide en holografías de sí misma”) contradice de lleno la noción riemanniano-deleuziana de multiplicidad, así como la definición deleuziana del rizoma como red de autómatas finitos, pues la clave de estas ideas radica en no existe ninguna relación lineal de semejanza, correspondencia, aditividad o encapsulamiento entre lo local y lo global (cf. Wagner 1991: 167 versus Deleuze y Guattari 2006: 22).

No deja de ser curioso que unos quince años antes que Viveiros descubriera la idea a través de Wagner, Claude Lévi-Strauss ya manejaba la noción de fractales en su poco conocido Mirar, escuchar, leer, un libro otoñal y periférico en el que los perspectivistas prefieren no ahondar. Refiriéndose a la música y la pintura Lévi-Strauss había escrito allí: Kant dio su forma definitiva a la noción de un “entredós” donde se situaría el juicio estético, subjetivo como el juicio de gusto, pero que, como el juicio de conocimiento, pretende ser válido universalmente. El descubrimiento de los fractales revela, a mi entender, otro aspecto de ese “entredós”, que no sólo concierne al juicio estético sino a los mismos objetos a los que este juicio reconoce la cualidad de obra de arte. Por poco que nos ejercitemos en descubrirlos, objetos extraordinariamente comunes en la naturaleza son fractales que, muy a menudo, despiertan en nosotros un sentimiento estético. Esos objetos, ¿acaso no están “entre dos” y eso en un doble sentido? Su realidad es intermedia entre la línea y el plano; y los algoritmos que los engendran –aplicación repetida de una función a sus productos sucesivos– requieren además una filtración que discrimine o elimine ciertos valores obtenidos mediante el cálculo (según entren o no dentro del campo, ya sean pares o impares, estén a la izquierda o a la derecha; o bien siguiendo otros criterios). […] Delacroix expresa con perfecta claridad la propiedad distintiva de los objetos fractales que, como sabemos, consiste en tener una manera que una parte, por muy grande o muy pequeña que la escojamos, posee la misma topología que el todo (Lévi-Strauss 1994 [1993]: 60-62).

Aunque los fractales se definieron en su origen en relación a una geometría de la naturaleza y aunque los aspectos y procesos de la sociedad y la cultura de los que se puede hablar estrictamente en términos de fractalidad no son multitud, hay de todos modos un cierto margen para el uso creativo de la idea de dimensión y geometría fractal en antropología y en las ciencias sociales (cf. Mandelbrot 1983; Batty y Longley 1994 ; Eglash 1999; Reynoso 2006: 329-370; 2010: 111-158). Pero ni Lévi-Strauss, ni Wagner, ni Strathern, ni los perspectivistas de la corriente pos-estructural han alcanzado a entreverlo; tampoco han sabido interrogar ese campo de maneras imaginativas, ni se han preocupado por familiarizarse con los rasgos que realmente definen esa geometría y que, al lado de las distribuciones de ley de potencia y de una suma de atributos inaccesibles al sentido común e invisibles a los ojos, se

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encuentran en un número seguramente generoso de otros objetos, actantes, redes y dinámicas socioculturales que habrá que investigar cuando los ánimos se tranquilicen.67 En cuanto a la noción lévi-straussiana de fractal como algo que está “en la naturaleza”, presente en objetos que habitan una región intermedia entre la línea y al plano, mi crítica no sabría por dónde empezar. Me limitaré a señalar que Lévi-Strauss también otorga demasiado peso a la auto-afinidad y confunde una vez más el mapa con el territorio, la curva de Koch con el copo de nieve, los sistemas de funciones iteradas con los helechos, el desplazamiento arquimedeano del punto medio con las nubes y las montañas. Al hacerlo, remite las claves de un juicio estético y algorítmico visiblemente cultural a una naturaleza fundante, como si de pronto necesitase un fundamento empirista, como si el único camino hacia el monismo fuera la naturalización y como si ignorara que hay “cosas” y objetos naturales que dentro de determinados rangos de escala poseen una configuración más o menos fractal mientras que hay una plétora de otros que no son fractales a ninguna escala, desde ninguna perspectiva y para el ojo de ningún observador. Por enigmático y atrapante que sea el fenómeno de la auto-similitud, por otro lado, si no se lo aprovecha para interrogar el objeto desde coordenadas a las cuales dicha pauta le sirva para alguna finalidad más importante que la mera constatación de su presunta fractalidad, el hecho acaba siendo, como ha dicho Terry Turner (2009: 29 ), una pieza más “en el vasto gabinete de curiosidades del perspectivismo”. Como ya lo he dicho tantas veces, Nelson Goodman (1972 [1969] ) nos enseñó que la similitud es un concepto resbaloso; la auto-similitud no constituye excepción. La idea de fractalidad puede ser iluminadora en muchos respectos pero dista de ser la clave que acabará con los dualismos o la llave mágica que abrirá las puertas de los laberintos en los que tantos estudiosos se han empeñado en extraviarse. Los juicios fractalistas de Wagner, en particular, que banalizan todavía más lo fractal confundiéndolo alternativamente con lo infinito, lo amorfo, lo indefinido, lo indeterminado, lo reversible, lo carente de métrica, lo seudo-real o lo autosimilar a todos los niveles, reposan sobre una fundamentación todavía más endeble que aquella en que se sustenta Lévi-Strauss. En tal sentido, ambos modelos no ofrecen más que entelequias conceptuales y callejones sin salida que en otras ciencias humanas, a fuerza de interdisciplinariedad y de un esforzado trabajo técnico, se están comenzando a diagnosticar y contrarrestar mejor. Dado que el perspectivismo no se ha inclinado ni hacia la distribución interdisciplinaria de tareas, ni hacia la consulta especializada ni hacia el modelado formal de primera mano, optando por permanecer en un re67

Estos atributos tienen que ver primordialmente con factores de auto-organización, invariancia de escala, optimización y complejidad. Sugiero al lector revisar los cursos sobre fractales en la naturaleza, la ciencia y la cultura disponibles en mis páginas académicas (http://carlosreynoso.com.ar/?p=2182). Allí se encontrarán también punteros a instituciones vinculadas con tales estudios, referencias bibliográficas exhaustivas y vínculos a la totalidad de las piezas de software de estado de arte que existen sobre el particular. Utilizo regularmente nociones de fractalidad y análisis de dimensión fractal en los cursos de Análisis y Diseño de la Ciudad Compleja en el posgrado en Tecnologías Urbanas Sostenibles de la Facultad de Ingeniería de la UBA y en los cursos de Las Escalas del Territorio del Doctorado en Estudios Territoriales en la Universidad de Caldas. 192

gistro más pasivo, superficial y acrítico, las hermenéuticas de la fractalidad cuyas impropiedades acabamos de constatar han impactado con fuerza desproporcionada en las elaboraciones más tardías de Viveiros y están ejerciendo influencia en la obra de una cifra creciente de perspectivistas que parecen creer a pies juntillas todas las leyendas de fractalidad hologramática que sus pedagogos les han contado (cf. Viveiros 2002a: 438, 440; 2010a [2009]: 92, 95, 104-105, 109, 216, 235 ; 2011b ; Carneiro da Cunha 1998; Kelly Luciani 2001 ; Calavia Sáez 2006: 359, 368; 2012: 14 ; Dulley 2012: 15, 22, 29, 59, 60 n. 51, 72, 73, 76, 83, 85, 88, 91, etc. ; Casagrande Cichowicz y de Medeiros Knabben 2013: 119-120, 122 ; Pereira 2013; Scott 2014a  versus Reynoso 2005 ; 2006: cap. 5, pp. 329-370). A algunos perspectivistas que han salido en su defensa les ha ofendido que yo considere a Wagner un antropólogo de segunda o tercera fila que está impactando en la literatura de disertación de Rio y de Brasilia tanto o más alto que figuras del calibre de Bateson, Sahlins o Lévi-Strauss. Con gusto admito que (aunque no he hecho más que glosar la calificación de Viveiros [2009: 21 ] y aunque he tratado a Wagner con más deferencia que la que le conceden Latour, Descola y otros compañeros de ruta que ni siquiera se dignan a nombrarlo) mi calificación suena bastante menos áspera que los dictámenes que los partidarios de Wagner, en vez de dar respuesta a las objeciones que sus ideas merecieron, dedican cada día a los antropólogos que permanecen escépticos a sus alegaciones o que no se sienten obligados a prestarle reverencia (cf. Calavia Sáez 2014 ; Viveiros 2014a ).68 No encuentro razón, de todos modos, para dulcificar mis dichos, tanto menos ahora que Wagner ha ganado en base a una obra dudosa y a un autobombo infatigable una sólida posición de poder, una potente presencia mediática y una posición de wandering hero en todo Brasil. Por el contrario, me comprometo a perseverar en esa línea pugnaz hasta el día en que Wagner escriba una obra teórica cuyos razonamientos sobre la semiología y las ciencias formales se fundamenten con la solidez que exijo a mis alumnos y doy por sentada en mis colegas, o hasta que su impacto fuera de Brasil mida un poco más de cero en el cómputo normalizado de tendencia frente a la obra de estudiosos de reconocida primera magnitud.69 O hasta el momento, alternativamente, en el que Wagner atenúe la pose de Dios Lono o celebridad-influyente-en-el-Tercer-Mundo que él mismo cultiva, se abstenga de tratar la influencia en el extranjero como un valor argumentativo más alto que (literalmente) la precisión conceptual y abandone la presunción de que los estudiosos “convencionales” que es68

No hay más que leer el review del wagneriano y viveiriano Jadran Mimica a Mangrove Man de David Lipset y sus furibundas descalificaciones personales hechas en nombre del psicoanálisis para tomar contacto con modos de crítica de veras agresivos que se han tornado moneda común en estas corrientes teóricas (cf. Mimica 2000; Lipset 2000). 69

Véase el gráfico normalizado del impacto comparativo de Wagner, Sahlins y Geertz en Estados Unidos en http://www.google.com/trends/explore#q=marshall%20sahlins%2C%20%2Fm%2F05wjygw%2C%20%2Fm %2F0303rh&geo=US&cmpt=q&tz= (visitado en marzo de 2015). Garantizo que en otros índices académicos (tales como Thomson Reuters / Web of Science, CiteSeerX o Scopus) fuera de Brasil y del área de influencia viveiriana a Wagner no le va mucho mejor. 193

taríamos experimentando una crisis irreversible conocemos la teoría antropológica, la filosofía, la semiótica, el arte y sobre todo la geometría fractal tan precariamente como él y sus feligreses han demostrado conocerlas. Es posible, en fin, que los trabajos de Wagner no aporten más que conceptos excesivamente abstractos e impregnados de una sintaxis demasiado enclenque y una matemática demasiado anómala para la fundamentación que el perspectivismo está necesitando con urgencia; pero cooptar a un antropólogo angloparlante inquieto y carismático que escribió un libro titulado La invención de la cultura se ve que ha sido para Viveiros una tentación demasiado fuerte. A la hora de las decisiones no importó mucho que en la región que Wagner estudió no es seguro que haya shamanes, ni que él nunca haya abordado de lleno una ontología vinculada a la Amerindia o mencionado la palabra “ontología” en un párrafo que no citara a otro autor, ni que en su filosofía maniquea rebosante de juicios de valor no apareciera ni la más diminuta señal de monismo, ni que sea el arquetipo perfecto de las “comicidades involuntarias […] del mundo de los Estados Unidos” que Viveiros supo cuestionar en tiempos mejores, ni que en el perspectivismo el concepto de cultura del que Wagner antes hablaba todo el tiempo esté condenado a ser sustituido por el de una antropología reversa que en su obra capital él mencionó una sola vez y que nunca elaboró metodológicamente, ni que su concepción de la fractalidad y la de Marilyn Strathern sean antagónicas, ni que su pensamiento despliegue una por una todas las plagas del entendimiento denunciadas por Bruno Latour, ni que toda dialéctica implique por definición una dualidad irrenunciable. Por precario que sea el aparato epistemológico, por excéntrica que sea la motivación, por exiguos que sean los datos y por embrollada y pontificante que sea la escritura etnográfica (y en contraste con la de –pongamos– Malinowski, Leenhard, Turner o incluso Descola la etnografía de Wagner lo es y mucho) todo puede llegar a servir al proyecto perspectivista, incluso lo que traslada la discusión hacia extremos a los que ninguna otra estrella de primera magnitud se avendría a llegar. Llevemos la cuenta: Clastres + Wagner, y pronto Strathern + Latour; todo suma, aunque algunos de los implicados ni se citen ni se hablen entre sí. En esta coyuntura lo que más me llama la atención es esa camarilla de cascarrabias al borde de un ataque de nervios con quienes Viveiros ha establecido su simbiosis vital al costo de tener que reinterpretar y glosar continuamente sus argumentos, a fin de hacerles decir algo un poco más afín a sus propias ideas que los enredados aforismos que pronunciaron y de conseguir que los elementos inconciliables y los egos conflictivos engranen en el conjunto: una operación de salvataje que no armoniza ninguna disonancia, pero que él está seguro que vale la pena emprender “aunque sea al precio […] de cierta imprecisión metódica y de una equivocidad intencional” (Viveiros 2010a [2009]: 26 ). En fin, en el juego de distinguir entre la maldad mala de los adversarios y la maldad buena de los adeptos no hay forma de perder. Convencida de la genialidad y la solvencia erudita de sus próceres y precursores, esta variante cada día más enrarecida del perspectivismo 194

demanda como prerrequisito declarar en bancarrota a toda la demás antropología, incluso a aquélla que ha alcanzado (parafraseando a Viveiros) cierta precisión metódica y una laboriosa inequivocidad intencional. Puesto en el brete de tener que escoger entre una vieja y certificadamente imperfecta antropología conocida y esta otra bienintencionada pero inhábil y coyuntural que se nos ofrece a cambio, y habiéndome encuadrado sin que nadie me empujara en el papel de crítico, la encrucijada en que me encuentro ahora es la de no saber cómo calificar esas tácticas: Gregory Bateson (¿quién si no?) las habría llamado doble bind; Joseph Heller, catch-22; Jack B. Soward, Kobayashi Maru; Emanuel Lasker, Zugzwang. Para acabar con la discusión sobre este nudo anómico el calificativo que mejor les cabe a sus lecturas, a su realización intelectual y a su escritura es, creo yo, lisa y gordianamente malentendimiento.

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DRILL-DOWN: VIVEIROS Y EL POS-ESTRUCTURALISMO RIZOMÁTICO Terrorismo posmoderno Uno de los aspectos más conmovedores del estado de ánimo del posmodernismo actual es la forma en que parece lobotomizar a algunos de nuestros mejores graduados, reprimir su creatividad por miedo de hacer alguna conexión estructural interesante, alguna relación entre prácticas culturales, o una generalización comparativa. Marshall Sahlins, Waiting for Foucault, still (2002: 48 )

Por más que el tenor, el registro y el modo del discurso de Viveiros trasunte que él se aposenta en una visión de conjunto del panorama intelectual contemporáneo, hay una cantidad inusitada de autores, corrientes y disciplinas que son invocados a gritos por los temas que trata pero que rara vez o nunca asoman en sus textos. Aparte del grueso de las antropologías anglosajonas antiguas y modernas –la que no es una pequeña exclusión para alguien que se supone se ocupa crecientemente de teoría antropológica– hay tres orientaciones que son objeto de evitación sistemática en el canon de sus referencias: 

En general los filósofos y antropólogos posmodernos ajenos al círculo íntimo posestructuralista de Deleuze/Guattari, Foucault y Derrida se mencionan rara vez, casi siempre en términos levemente despectivos, administrando la diatriba de tal manera que no queda del todo claro quiénes conforman el exogrupo y por qué razón se los excluye, dado que en el plano paradigmático pocos posmos han dicho o hecho nada a propósito de la antropología que los perspectivistas no se dediquen a decir o hacer la mayor parte del tiempo. Al menos una figura importante del posmodernismo (Marilyn Strathern) fue admitida en las filas perspectivistas, aunque siempre silenciando su carácter de tal.70 Pero en honor a la verdad, la oposición de Viveiros y Latour hacia el posmodernismo se me hace que es de la boca para afuera. Nunca se

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A excepción de François Lyotard, otrora miembro del pequeño círculo deleuziano, en la intelectualidad francoparlante ningún posmoderno ha admitido serlo en plenitud. La mayoría de los anti-modernos (desde Baudrillard a Deleuze y Guattari) actúa como si el posmodernismo les fuera distante, ajeno y antagónico. René Schérer (1998: 21) ha llegado a decir que “Deleuze nunca se tomó en serio la moda del ‘posmodernismo’, quizás por la simple razón de que su filosofía estaba más adelante y ya había respondido a aquello sobre lo cual el posmodernismo podía interrogarse”. François Dosse, coincidentemente, asevera que Deleuze no estaba de acuerdo con el relativismo radical de La Condición Posmoderna, libro que es apenas un año anterior a Mil Mesetas y forma parte próxima de su paisaje intelectual (Lyotard 1986 [1979]; véase Dosse 2009: 269-270, 452-454, 457-459). Daría la sensación que Dosse atribuye a Deleuze ideas que en realidad mantuvo Guattari (1996). Correspondientemente, los textos fundadores del posmodernismo antropológico virtualmente callan el nombre de Deleuze, quien fue canonizado algunos años más tarde, por otras razones y en otras regiones de la disciplina (cf. Clifford y Marcus 1986; Marcus y Fischer 1986; James, Hockey y Dawson 1997). 196

verá en sus textos que se desencadene contra los posmos una violencia verbal comparable a la que sólo despiertan los modernos; nunca los perspectivistas se atreverán tampoco a cuestionar a un posmo mencionando su apellido por insignificante y abstracta que sea la objeción que le interpongan (cf. Viveiros 2010: 87-88 ; Latour 1990; 2005: 58, 116; 2007: 95, 196-197). Lo mismo cabe decir de la actitud del movimiento frente al relativismo, al cual ambos autores (como diría Derrida) fingen que fingen cuestionar poniendo en escena un simulacro de equidistancia y distinguiendo, previsiblemente, un relativismo que es bastante bueno y otro que nunca llega a ser totalmente malo (Latour 2005: 24, 122, 175; Viveiros 2010: 40, 58 ). Quienes busquen argumentos sinceros, rigurosos y de alto voltaje sobre las falencias y oscuridades del posmodernismo y el relativismo no los hallarán, ni aun en ciernes, en el corpus de esta doctrina. La máscara de no-posmoderno que se pone Viveiros no cubre sus facciones: cuando él quiere hacer objeto de oprobio a una propuesta que le resulta ofensiva, el primer epíteto que le viene a la boca es, precisamente, el de “moderno”, como lo demostró en su crítica al neo-animismo de Nurit Bird-David (1999: S79-S80), la antropóloga social de la Universidad de Haifa que quiso forjar una epistemología relacional de inspiración animista sin solicitar el pláceme del perspectivismo oficial, el cual hoy repudia (insisto) la idea de sociedad. En cuanto al silencio en que se mantienen los nombres de posmodernos y relativistas hay dos explicaciones posibles: la primera, por supuesto, es la alianza subterránea que media entre todas estas teorías; la segunda (que no excluiría del todo) es que el conocimiento que éstos tienen del tema sea más sumario todavía que sus saberes sobre la antropología en general y que después de todos estos años todavía no estén perfectamente seguros de quién es y qué es lo que ha dicho cada uno. 

Los estudios culturales, históricamente centrados en los medios de comunicación de masas y en la cultura urbana, tampoco son siquiera mencionados en la literatura del movimiento, lo cual es llamativo si pensamos en el impacto que han tenido en la antropología de Brasil y en la afinidad existente entre culturistas y perspectivistas en lo que hace a mantener las disciplinas sociales fuera y lejos de las Naturwissenschaften no obstante las proclamas de éstos –olvidadas al cabo de unos años– en favor de un multinaturalismo. Entre los estudios culturales y el perspectivismo hay más de una analogía. En ambas corrientes los conceptos descriptivos son unos cuantos y cada tanto se agrega alguno, pero todos ellos son heterónomos. Ambos cuerpos de teoría comparten un mismo espíritu de proscripción de facto de ciertas nociones epistemológicas y acciones investigativas alguna vez incuestionadas (cuantificación, taxonomía, modelado, experimentación, sistematización, hipótesis, comparación e incluso hermenéutica, pero por encima de todo explicación): un rasgo definitivamente autoritario, uniformador y limitante, pero que se encuentra codificado como normativa no susceptible de discutirse en ambas regulaciones metodológicas 197

(cf. Reynoso 2000: 77-126 ; Latour 1988b: 252; Latour 2005: ix, 1, 8, 9, 16, 22 etc.; Bloor 1999a: 95 ; Amsterdamska 1990 ). 

Pero la escuela que realmente ha llegado a ser tabú en los libros sagrados del perspectivismo sin duda es el pos-colonialismo tal como se lo expresa en la obra de una de sus fundadoras, Gayatri Chakravorty Spivak. Esta exclusión es una vez más llamativa, pues Viveiros (2013: 94), como ya se vió, se ha juramentado a actuar “contra la sujeción cultural de América Latina a los paradigmas europeos y cristianos”, agregando que “la antropología hoy está ampliamente descolonizada, pero su teoría no está tan descolonizada todavía”: un programa que –diferencias geográficas y culturales aparte– suena bastante próximo a las proclamas fundacionales del poscolonialismo que nos vienen desde los tempranos ochenta y que en algunas latitudes y contextos siguen siendo los únicos evangelios políticamente correctos en los que los antropólogos depositan su confianza. En suma, la consigna parecería ser descolonización sí, poscolonialismo no. Respecto del posicionamiento perspectivista frente a las políticas en verdad colonizadoras y en la adopción de actitudes francamente colonizadas (v. gr. la subvaloración de la inteligencia Pirahã por parte del ILV y las querellas de entrecasa en pos de protagonismo en el giro ontológico de Chicago, respectivamente) los hechos no necesitan mayor comentario.

Excluidos entonces los posmodernos no pos-estructuralistas, los estudios culturales y los area-studies finiseculares del campo teórico homologado por el movimiento, mencionaré en este capítulo una formulación crítica de una intelectual pos-colonialista de primera agua contra dos de las figuras mayores del pos-estructuralismo que luego serían autores de referencia en el perspectivismo de Viveiros. Acabado este análisis y a fin de completar la interpelación de los fundamentos actuales del perspectivismo pos-estructural, examinaré los vínculos entre esta fase terminal de la teoría y el pensamiento de Marilyn Strathern, Bruno Latour y (last but not least) Deleuze & Guattari.

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Descolonización y poscolonialismo Después de sufrir su traducción de De la Gramatología de Jacques Derrida del francés a una especie de inglés desangelado y atestado de yerros idiomáticos, después de soportarle en la Universidad de Columbia una conferencia tan tensa como monocorde dictada con un levísimo acento Klingon, después de hacerle firmar una fotocopia de la traducción de un libro suyo que ella no recordaba haber escrito y tras enterarme que se confesaba deconstruccionista y que se llevaba muy bien con Homi Bhabha, durante años no tuve en alta estima ni a los trabajos de Gayatri Chakravorty Spivak ni a ella misma como miembro del cupo femenino del triunvirato poscolonialista:71 un organismo que supo gobernar una corriente que ha sido tan hostil hacia la antropología como desconocedora de todo lo que ella ha aportado, pero a la que cierta antropología escéptica e intelectualizada todavía celebra como una de las instancias magnas en materia de corrección política aunque en los últimos años su influjo se haya apagado casi por completo (cf. Reynoso 2000 ; sobre las deficiencias de la traducción chakravoriana de De la Grammatologie cf. Sheehan en Derrida y otros 1993 ). Todavía hoy leer a Chakravorty me cuesta un poco más que un poco. Su escritura siempre ha sido árida y no muy idiomática para quienes están habituados al francés de Francia y al inglés de Inglaterra. Cada tanto su sintaxis resbala, su semántica se nubla y su prosodia suena inarmónica, pero la pragmática de sus años iniciales se me hace por momentos irreprochable: su crítica al occidentalismo y al etnocentrismo latente en el pensamiento de Foucault y de Deleuze (y a su Orientalismo, diríamos hoy, siguiendo a Edward Saïd) toca a mi juicio el nervio de la cuestión y está libre casi por completo de la jerga pos-lacaniana que el líder de los estudios culturales Stuart Hall llamó franglés y que después afearía gran parte de la producción de los pos-colonialistas. El argumento de Chakravorty al que me refiero está plasmado en la primera versión de su ensayo más famoso, “¿Puede el subalterno hablar?”, acaso el último documento gramsciano y marxista del siglo XX que todavía vale la pena leer y un llamado de atención para lo que ahora se llama “antropologías del mundo”, un proyecto en apariencia laudable pero colonizado hasta el tuétano, angustiado más de la cuenta por lograr impacto en las metrópolis, por devenir diaspórico con rumbo norte y por conseguir invitaciones a dictar conferencias consagratorias en las aulas magnas de la Ivy League, instrumentando tácticas de lobby e intercambio de prólogos demasiado parecidas a las que el giro ontológico está desplegando precisamente ahora. Un movimiento, en fin, que uno esperaría que ayude a promover el pensamiento de la periferia pero que a la larga se encuentra demasiado presto a suscribir todo cuanto tenga el sello de los cultural studies americanos, del poscolonialismo canónico, del

71

Los miembros del triunvirato son, reconocidamente, la bengalí Gayatri Chakravorty Spivak, el indio de Mumbai Homi K. Bhabha y el palestino de Nueva York Edward Saïd [1935-2003]. 199

multiculturalismo o del inimputable pos-estructuralismo de París (Chakravorty 1988  versus Lins Ribeiro y Escobar 2008). He puesto el ensayo de Chakravorty intencionalmente en línea para que el lector ahonde en sus afirmaciones, de las que ahora cuesta apreciar su originalidad y a las que el perspectivismo deleuziano siempre procuró barrer bajo la alfombra. Aquí citaré apenas este párrafo, escogido más o menos al azar: La referencia de Deleuze a la lucha de clases es igualmente problemática; es obviamente una genuflexión: “Somos incapaces de tocar [el poder] en cualquier punto de su aplicación sin encontrarnos nosotros mismos confrontados por su masa difusa. Cada ataque o defensa revolucionaria parcial se vincula de este modo con la lucha de los trabajadores” (FD, p. 217). La aparente banalidad señala una desautorización. La afirmación ignora la división internacional del trabajo, un gesto que marca a menudo la teoría política pos-estructuralista. La invocación de la luchas de los trabajadores es funesta en su mera inocencia; es incapaz de tratar con el capitalismo global: la producción de sujetos trabajadores y desempleados dentro y en el centro de las ideologías de la nación-estado; la sustracción creciente de la realización de valor de plusvalía y del entrenamiento “humanístico” en el consumismo a la clase trabajadora en la Periferia; y la presencia en gran escala del trabajo paracapitalista tanto como el estatuto estructural heterogéneo de la agricultura en la Periferia. Ignorando la división internacional del trabajo; tornando “Asia” (y en ocasiones “África”) transparente (a menos que el tema sea ostensiblemente el “Tercer Mundo”); restableciendo el sujeto legal del capital socializado – estos son problemas comunes a la mayor parte de la teoría tanto estructuralista como pos-estructuralista. ¿Por qué han de ser sancionadas tales oclusiones precisamente en esos intelectuales que son los mejores profetas de la heterogeneidad y del Otro? (Chakravorty 1988: 67 ).

Más allá de esta admonición decisiva, avanzado el siglo XXI se evidencia que la teoría política quizá no sea el segmento más perdurable del legado deleuziano y que ha sido impugnada desde la izquierda y más todavía desde la periferia y la subalternidad con una contundencia demoledora. Peter Hallward (2006: 162-164), por ejemplo, ha escrito: Al plantear la cuestión de lo político en los términos crudamente dualistas de máquina de guerra o estado, al plantearla, a fin de cuentas, en los términos apocalípticos de una gente nueva y una nueva tierra, o incluso de no-gente y no-tierra, el aspecto político de la filosofía de Deleuze acaba siendo poco más que distracción utópica. […] Pocos filósofos han sido tan inspiradores como Deleuze. Pero aquéllos que todavían quieran cambiar nuestro mundo o empoderar a quienes lo habitan necesitarán buscar inspiración en otro lugar.72

También ha sido significativa la crítica que se desliza en el comentario que sobre la postura política de Deleuze y Guattari formulara Saïd (1993: 331-332), el menos estetizante y más 72

Véase también Engel (1994 ), Badiou (1997), Jameson (1997 ); Schérer (1998: 12, 18, 20, 75); Bar y Soderqvist (2002), Žižek (2006: 38, 50 et passim), Patton (2013), Habjan y Whyte (2014: 9-10, 12, 101-103, 105, 107-108, 121, 126). 200

combativo de los padres fundadores del poscolonialismo. En su punzante y descontracturado análisis de la adopción de la french theory en diversos países, Brasil incluido, François Cusset la resume de un modo que distorsionaríamos de querer traducirla: Moins explicite que continument sous-jacent, le dialogue qu’entretient Saïd avec la théorie française est resté crucial. Il peut par exemple confronter le fameux traité de nomadologie de Deleuze et Guattari, qu’il juge mystérieusement suggestif, à la carte politique du monde contemporain: s’il note bien le fossé qui sépare la “mobilité optimiste” de telles “pratiques nomades” des horreurs qu’a fait endurer notre siècle de migrations et de vies mutilées, Saïd tire de la perspective deleuzo-guattarienne l’idée capitale que résistance et libération “comme missions intellectuelles” ont glissé aujourd ‘hui d’une “dynamique culturelle installée, établie et apprivoisée” à “des énergies délogées, décentrées et exiliques” – qu’incarne désormais le migrant de la mondialisation, et dont “la conscience est l’intellectuel ou l’artiste en exil, figure politique d’entre les domaines, les formes, les foyers et les langues” (Cusset 2003: 221).

Las palabras claves de la reseña de Saïd, sin embargo, que Cusset omite, expresan que “sería una tremenda deshonestidad panglossiana decir que las performances de bravura del intelectual exiliado y las miserias de las personas desplazadas o de los refugiados son lo mismo” (Saïd 1993: 332), una expresión que no puede sino contrastar con la pretensión perspectivista que establece que “el giro ontológico […] es un fin político por derecho propio” (Viveiros, Pedersen y Holbraad 2014 ). Tres semanas después de morir Deleuze y a raíz de un reportaje que le hiciera Didier Eribon se propagó la leyenda urbana de que el siguiente libro del filósofo habría de titularse Le Grandeur de Marx. En dos ocasiones (que sus partidarios, a la manera de Pravda, han convertido diestramente en “en más de una ocasión”) Deleuze afirmó algo así como que él y Guattari “eran marxistas”, lo cual no se sabe muy bien qué significa pues, como decía Derrida y aunque hoy resulte difícil de creer, no había nadie que no fuera marxista en esos tiempos y menos todavía antes de –digamos– el mes de mayo de 1968 (Deleuze 1995: 151 ; 1990: 51; Thoburn 2002: 1-2; Derrida 1995: 231). Como fuere, y aunque la industria de la publicación de libros deleuzianos póstumos no guarda proporción con la productividad de la escritura post-mortem de Michel Foucault, a medida que los años pasan el izquierdismo que los intelectuales atribuyen a Deleuze se agiganta y se torna cada vez menos burgués y más batallador, al punto que algunos futuros ex-amigos míos afirman haber leído textos, escuchado palabras o presenciado vídeos confirmatorios de su compromiso militante, zapatista y piquetero con el subalterno y con los condenados de la tierra. Ni tanto ni tan poco, diría yo. Ha sido una vez más François Cusset quien ha expresado mejor la dimensión y la naturaleza política profundamente burguesa del pos-estructuralismo: Deleuze, Foucault, Lyotard et même l’«hypercritique» derridienne incarnent ainsi, partout sauf en France, la possibilité d’une critique sociale radicale continuée mais, par rapport à Marx, enfin détotalisée, affinée, ramifiée, ourverte aux enjeux du désir et de l’intensité, des 201

flux de signes et du sujet mutiple – les outils, en un mot, d’une critique sociale pour aujourd’hui (Cusset 2005 [2003]: 344).

Me consta que en esta región de la teoría la arrogancia de los profetas pos-estructuralistas y de sus hermeneutas del primer y el tercer mundo se impone con facilidad por encima de los hechos y que la reflexividad allá y aquí se encuentra un tanto floja de papeles. Me consta también que muchos pensadores de credo pos-estructuralista están convencidos que Deleuze ha formulado una durísima, mortífera y frontal crítica al capitalismo en términos de economía política y de política a secas. El propio Viveiros ha expresado no hace mucho que Deleuze y Guattari son “los autores de la obra más consistentemente radical, desde el punto de vista político, producido en la segunda mitad del siglo XX” (Viveiros 2007: 92 ). Pero ni quien escribe ni los mencionados Alain Badiou, Alexander Bar, François Cusset, Pascal Engel, Jernej Habjan, Peter Hallward, Fredric Jameson, Edward Saïd, Jan Soderqvist, Jessica Whyte y Slavoj Žižek (entre otros muchos ensayistas más o menos rigurosos que han trabajado el tema) hemos sido capaces de acordar consenso sobre la existencia, la significancia y el alcance preciso de tamaña radicalidad. No me incomoda que alguien sostenga ideas de ese género, pues en política siempre habrá más doxa que ciencia, más emoción que razonamiento, lo que puede ser bueno o malo según se mire. Pero el iniciado o el candidato a perspectivista que conozca éstos y otros puntos de mira y aun así se empeñe en seguir creyendo en el carácter emancipador y libertario del pensamiento rizomático hará bien en volver a pensar en ello un poco mejor antes de seguir contribuyendo a una propaganda tranquilizadora que después de treinta años sigue sin encontrar los hechos que la avalen.

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Marilyn Strathern: posmodernismo, pos-estructuralismo y complejidad

La antropología comparativa se encuentra en un impasse. Un impasse que deriva de nuestras matemáticas de números enteros, de la tendencia a contar en unos. ¡Una regla de casamiento en veinte sociedades deviene veinte instancias de la regla de casamiento! Sabíamos que había un problema cuando pensábamos en sociedades como unidades vinculadas, en que realmente no podíamos contarlas. Pero este segundo absurdo se combinaba con el primero. La sociedad es ya sea la mitad de un fenómeno (del cual la otra mitad es todo lo demás a estudiar sobre la vida humana); o bien es un fenómeno entero dividido en partes – sistemas, instituciones, conjuntos de reglas. Las partes aparecen como componentes individuales que también pueden ser enumerados. Marilyn Strathern (1996: 62 )

Apenas un escalón por debajo de Deleuze y Guattari, los tres ángeles guardianes de la antropología pos-estructuralista de Viveiros son, sin duda, Roy Wagner, Marilyn Strathern y Bruno Latour. A la crítica del pensamiento rizomático de aquellos filósofos he dedicado un ensayo completo disponible en mi sitio de Web, así como un capítulo especial de este libro en el que abordaré el tema otra vez aunque desde una perspectiva distinta, acotada a la sola problemática de la multiplicidad (cf. Reynoso 2014  y más abajo, págs. 242 y ss.). A Wagner ya le he consagrado casi un capítulo, lo cual me libera de tener que evaluarlo de nuevo. De Latour tratará el capítulo que sigue a éste. Toca aquí entonces discutir el aporte de Marilyn Strathern, Dame de la Corona Británica, (pos)feminista, abanderada de la antropología pos-plural, pos-relacional y pos-social y profesora de la Universidad de Cambridge (no de Cambridge/Harvard/Boston/Massachusetts/USA sino de la genuina Cambridge UK de Newton, Darwin, Marx, Rivers, Haddon, Bartlett…), la misma autora que se ha tornado paulatinamente, contra todo augurio por parte mía, en un@ de l@s antropólog@s de referencia de las últimas y más disolventes modalidades del perspectivismo. Comencé a tomar conocimiento de la obra teórica de Strathern hace más décadas de las que quiero confesar, y hasta traduje alguna vez, un cuarto de siglo atrás, uno de sus artículos más largos, renombrados y contumaces (“Fuera de contexto: Las ficciones persuasivas de la antropología”), muy poco apreciado por los críticos del Current, para mi compilación sobre El Surgimiento de la Antropología Posmoderna. Debí hacerlo entonces porque (aunque los perspectivistas se esfuercen por eludir el tema) Strathern califica como figura arquetípica de un posmodernismo by the book al cual tanto Viveiros como Latour aseguran no tener en la mejor estima, con el cual Roy Wagner se fue malquistando con el paso de los años y al cual Félix Guattari se opuso con una fiereza inusual (Viveiros 2010: 93 ; Latour 2005: 95; 203

Wagner 1986b  versus Wagner 2001: 254 ; Guattari 1996 [1986] ; cf. Reynoso 1991a ). En algún momento “Ficciones…” formó parte de la bibliografía de trabajos prácticos de mi versión de la materia de Teorías Antropológicas Contemporáneas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, de donde tuve que quitarla de prisa a los pocos meses porque ni el alumnado ni los experimentados auxiliares de cátedra, habituados a textos de un ritmo más ágil, de una fundamentación más seria, de un vocabulario más preciso y de una creatividad más intensa, veían mucha sustancia en su verbosidad. Amén de pertenecer a una orientación que conoció ideas mejores y que tampoco me despierta muchas simpatías, Strathern es, para decirlo en pocas palabras, una escritora que en un mundo ideal de genuina diversidad teorética pasaría tal vez inadvertida. Pero en este mundo real es su actitud agonística lo que la torna potencialmente deletérea, pues si se presta atención a sus argumentos se comprobará que aparte de un puñado de consignas posmo ancladas en el tiempo, de tipificaciones metafóricas característicamente equívocas, de viñetas de brocha gorda mil veces repetidas sobre las formas de pensar monolíticas y contrapuestas de los Occidentales y los Otros y de un puñado ideas tomadas en préstamo de la obra de pensadores idolatrados por el perspectivismo que evitan nombrarla o que la contradicen,73 ella no tiene para ofrecer ninguna alternativa original que se encuentre rigurosamente configurada y que compense los impasses de la antropología comparativa, los que han sido objeto de una descripción tan desmañada por parte suya que a la hora de los hechos tampoco queda claro cuáles podrían llegar a ser. No es de extrañar, a todo esto, que, como ya anticipé, nadie menos que Félix Guattari (1993; 1996 [1986]: 1, 59, 95, 110, 112, 173 ), fuente y pilar de la doctrina perspectivista, haya afirmado en un áspero manifiesto que el verdadero impasse de la filosofía se encarna en el pensamiento posmoderno, un “callejón sin salida” que “no merece el nombre de filosofía”, “una estrategia pasada de moda” prisionera de “desilusionadas indulgencias” y un 73

Quien más silencia su nombre es Bruno Latour, de quien Strathern sustrajo el argumento (deleuziano de origen) referido a los unos y las totalidades; quien la contradice más expeditivamente es su admirada Donna Haraway (1995 [1991]: 221) quien afirma que “[e]l valor de una categoría analítica no queda necesariamente anulado por la conciencia crítica de su especificidad histórica y sus límites culturales”. Sobre las letanías strathernianas a propósito de las categorías analíticas que ella atribuye a “los antropólogos de Occidente” o a “los Occidentales” sin más (y a las que no he podido reconocer como propias ni una sola vez) su grado de reiteración raya en lo obsesivo: véase p. ej. Strathern (1988: xi, xiv, 3-4, 7-8, 10, 12-13, 16, 18-21, 27, 29-35, 37, 39, 55, 57-59, 73, 75-77, 87-95, 102-104, 107-108, 119, 123, 127, 134-138, 140-141, 144, 151, 157-158, 162, 172, 177, 180, 184-185, 187, etc.; 1991: 41, 158, 202, 244; 1992b: 3, 5, 6, 16, 23-25, 28, 43-44, 51, 61, 69, 84, 119, 123, 132, 133, 135, 139, 145, 149, 189, 202 n. 8, 204 n. 17 y n. 21, 205 n. 22, n. 24 y n. 25, 216 n. 5; 1992c: 150, 151, 154, 156, 158; 1997: 7, 9, 13, 15, 17, 29, 44-46, 48 ; 2005: 20, 21, 23, 26, 27, 31, 33, 88, 161, 163 n. 1, 168 n. 36, 198 n. 39, 199 n. 46). Incluso un muestreo parcial practicado sobre media docena de sus obras nos deja entrever el despliegue de un discurso irreflexiva e involuntariamente comparativo, restringido al contraste mecánico entre un ‘Nosotros’ y un ‘los Otros’ estereotipados por igual: una fórmula iterada mil veces que ni dibuja de Nosotros una imagen en la que podríamos reconocernos, ni ofrece a los Otros la chance de ganar sentido por sí mismos. Amén de ello, los análisis de Strathern reposan en la atribución indicial de significado y simbolismo a la lexicalización de términos, a sus etimologías, asociaciones, paradojas, singularidades y asimetrías, ignorando la premisa del carácter azaroso, no-subjetivo y no-intencional de la lexicalización lingüística y los refinamientos de la mejor semántica lingüística y antropológica. 204

“paradigma de la sumisión absoluta […] al actual status quo […] de cuya arrogancia urge que tomemos distancia”: elementos de juicio sobre los que Strathern no ha formulado comentario y al que Viveiros, Descola y Latour inteligentemente prefieren silenciar, pero que aquí sugiero tener en cuenta por venir de quien se supone que es una de las figuras rectoras de la versión pos-estructural del perspectivismo. Con los años he aprendido que Strathern maneja tres clases de argumentos, a los que en orden de inteligibilidad decreciente podríamos llamar: (1) los que reproducen lo que la facción (auto)crítica de la antropología social inglesa (y en particular Edmund Leach y los transaccionalistas) ha estado sosteniendo la mayor parte del tiempo; (2) los enunciados originales pero confesamente provisionales o rudimentarios, “an accumulation of glimpses”; y (3) los razonamientos de articulación confusa, dominantes en los textos escritos en lo que va del siglo y basados en una literatura hermética en franglés lacaniano que ella misma admite ni haber leído mucho ni comprender muy bien: “This is beyond my expertise…”, “I’m quoting…”, etc. (cf. Strathern 1995: 21, 41-42 n. 69 ; 2013: 21 ). Respecto de los argumentos del primer tipo, muchos lectores se sorprenderán al saber que los principales conceptos que Strathern manipula como si fueran suyos proceden de la antropología que se respiraba en sus años formativos, a la sombra de la antropología de la comunicación, de las ramas diversas de la antropología crítica y de un posmodernismo incipiente que apenas comenzaba a asomar. Mientras que Viveiros la presenta como una pensadora que flota en un vacío platónico, proveedora de ideas creativas que no deben nada a ninguna teoría previa, Strathern toma una parte importante de su inspiración de los modelos transaccionales del último tercio del siglo XX, tales como los de Fredrick Barth, Bruce Kapferer y Arjun Appadurai (cf. Strathern 1980 ). Condenados al mismo destino que los análisis de redes de la Escuela de Manchester, y por más que los conceptos de identidad y etnicidad todavía se sigan manteniendo en boga y trasuntando un potencial que está lejos de agotarse, aquellos modelos pioneros comienzan hoy, poco a poco, a sumirse en el olvido. Así y todo, Models of Social Organization de Barth (1981 [1966]: 32-75 ) todavía es recordado como uno de los embates más radicales y más serios contra el concepto durkheimiano de sociedad, un género crítico que Strathern retomará más tarde, más blandamente, una vez que tome contacto con la obra de Bruno Latour (cf. Eriksen y Nielsen 2001: 92; Kapferer 2011 ; Strathern 2011 ). Éste es un autor a quien primero Strathern seguirá al pie de la letra para luego usar sus ideas sin mencionar su nombre; sucede como si a ella, después de décadas de fidelidad incondicional, le incomodara la ausencia en la obra latouriana de ese principio de reciprocidad, de simetría y de horizontalidad igualitaria del cual el movimiento perspectivista se enorgullece pero que sus cultores concretos rara vez se han molestado en llevar a la práctica. Siempre me preguntaré por qué razón Viveiros considera a Strathern una pensadora original. El hecho es que en un torbellino de puntos ciegos, olvidos orwellianos, bricolajes, tributos y clonaciones conceptuales, Strathern misma ha debido admitir, por ejemplo, que su 205

famosa idea de “dividuo” no es creación suya como todos los perspectivistas creen, sino que le viene literalmente de las teorías de la persona del sudeste asiático descriptas hace añares por el indólogo transaccionalista McKim Marriott, fundador de la muy poco conocida etnosociología. Strathern lo expresa, como siempre, en base a un contraste entre sus ideas y la forma en que se supone piensan los “Occidentales”: En el sur de Asia no se piensa que las personas-actores singulares sean “individuos”, esto es, unidades indivisibles, delimitadas [bounded], tal como lo son en gran parte de la teoría social y psicológica de Occidente. En vez de eso, parece que los sudasiáticos piensan generalmente que las personas son “dividuales” o divisibles (Marriott 1976: 111) (Strathern 1988: 348).

Otros neologismos polisintéticos (boundedness, enchainment, encompassment, indebtedness), son al mismo tiempo manierismos de un lenguaje proclive a la sustantivación esencialista y declinaciones peculiares de otras palabras prestadas. Cuando Strathern alega que no es su intención introducir términos de los que la conceptualización indígena carece, sino crear espacios que faltan en nuestro análisis exógeno, ella no hace sino explotar las implicancias de la crítica que Leach formulara a la etnografía de Malinowski treinta años antes. En párrafos agobiados de voces pasivas y muy duros de leer ella escribe: Cuando Leach (1957: 134) dijo de Malinowski que éste “debería mantener que, para los propios Trobriandeses, ‘la cultura Trobriandesa como un todo’ no existe”, ésto no es algo que pueda ser reportado por los Trobriandeses (sino que es algo que debe ser descubierto y construido por el etnógrafo), su sarcasmo apuntaba a la medida en que Malinowski subestimaba la significancia ideológica de lo que los Trobriandeses decían y reportaban. “Él parece haber pensado que el constructo ideal del informante nativo sólo como una ficción entretenida, que a lo sumo podría servir para proporcionar unas pocas pistas sobre la significancia de la conducta observada” ([Leach] 1957: 135) (Strathern 1988: 11).

Un indicio de los razonamientos de Strathern del segundo tipo lo tenemos en el epígrafe que he escogido para este capítulo: ella verdaderamente cree que el contar en base a unidades en el seno de colectivos discretos que son de hecho recursivamente enumerables, o el reconocimiento de cantidades continuas o discretas, u otras facultades humanas o no-humanas comparables, califican como los callejones sin salida o las taras congénitas de la antropología, de Occidente, del positivismo o de la modernidad. Ni siquiera se le cruza por la mente el carácter cuasi-universal de esa idea (Pirahã, Einstein, Riemann, moscas y loros grises incluidos), o el hecho de que el sistema decimal de numeración y conteo que nos paraliza, incluyendo los símbolos numéricos que lo acompañan, ni es europeo de origen, ni ocasiona la restricción de las aritméticas a los números enteros, ni depende de la disponibilidad de palabras para los números o de notación para los signos, ni define impedimento alguno a las reglas de casamiento o a las analíticas de parentesco existentes, posibles o imaginables, ni fuerza a las disciplinas que se ocupan de la cultura o la sociedad a cuantificar aun cuando sus teorías no se muestren inclinadas a hacerlo. Tampoco parece interesarle a Strathern asomarse a los variados sistemas de numeración, evaluación cuantitativa y conteo ex206

plorados por la etno-matemática y la antropología del número en el último medio siglo para capturar (si de comparación se trata) el patrón que rige la universalidad de la distinción entre ‘uno’, ‘algunos’, ‘muchos’ y ‘todos’, una pauta presente en una cifra cada vez mayor de sociedades, humanas o de las otras (Lean 1991; 1994 ; Gvozdanović 1999; Goddard y Wierzbicka 2002; Wierzbicka 1996: 44-47, 126-129 ; Reynoso 2014b: 372 ). Aquí estamos tocando un tema delicado. Por fuertes que hayan sido mi esfuerzo de voluntad y mis aspiraciones de permanecer ecuánime, y por empinada que sea su ubicación en el cuadro de honor de la antropología contemporánea, no me resulta fácil ser amigable con la postura de Strathern a este respecto; menos todavía con la lectura que Viveiros y Wagner han hecho de ella. Entiendo que mi postura se encuentra bien encaminada, en tanto que los sistemas de conteo y de numeración (y en último análisis las matemáticas en general y las etnomatemáticas en particular) pueblan un campo de estudios al cual la antropología ha hecho una contribución sustancial, merecedora de una consideración detenida como la que en estas páginas invito a emprender (cf. Hogben 1960: cap. 1-3; Lancy 1983; Ifrah 1985 [1981]; 1998 [1994] ; Lampkin 1987; Stillwell 1989; Crump 1990; Barton 1996; Eglash 1999; Netz 1999; Zaslavsky 1999; Ascher 2004; Fayol y Seron 2005; Campbell 2005 ; Zorzi, Stoianov y Umiltà 2005; Borovik 2007 ; Giaquinto 2007; Ruelle 2007; Spagnolo y Di Paola 2010; Rosa y Orey 2011 ; cf. además los repositorios de WALS, Ethnoloɠue, eHRAF, EDP y sobre todo GLEC). Aun cuando en general me esfuerzo en no pensar corporativamente, se me hace por ello inaceptable que los estudiosos en cognición espacial, etología cognitiva, ciencias de la educación o (pre)historia de los sistemas geométricos y matemáticos tengan hoy mejor noción del carácter multicultural de esos saberes (y de la necesidad de re-escribir su dinámica desde una perspectiva más ecuménica) que los propios antropólogos perspectivistas, mejor dispuestos a prestar aval a teorías del déficit de resonancias etnocéntricas que a tomar noticia de los hallazgos más sólidos en el terreno o a participar de las exploraciones inter-, multi- o transdisciplinarias de la antropología del conocimiento (cf. Gheverghese 2011  versus Gonçalves 2005 ; Surrallés 2005 ; Calavia Sáez 2014 ). Mucho más grave que la infundada afirmación de que existen sociedades que carecen de pauta o de sistema de conteo o ponderación de cantidad (actual o potencial, cualitativo o numérico, verbal o corporal) es la contraposición categórica entre los sistemas característicos de los “Otros” y los de “Nosotros”. En su obra, tan fugaz como luminosa, el recordado educador matemático Glendon Lean [1943-1995] documentó que solamente en Papua Nueva Guinea (PNG) existen cientos de sistemas de ese tipo; en las 883 lenguas que estudió allí y en Irian Jaya, en las islas Salomón, Nueva Caledonia, Polinesia y Micronesia Lean encontró que existen 250 que utilizan una base binaria, 335 que usan base 5, nada menos que 203 que se sirven de una base decimal muy parecida a los de algunas de Occidente (como los de las lenguas Kyaka, Enga y Lembena de PNG) y unas cuantas otras que instrumentan un raro tipo de base 4 (Lean 1986; 1988; 1990; 1991; 1994 ; Bishop s/f ; 1995 ; Owens 207

2001 ). Recientemente se han reportado sistemas senarios (de base 6) antes considerados inexistentes y hasta formalmente imposibles (Ifrah 1998: 91 ; Hammarström 2009 ; Plank 2009 ; Chan 2015 ). En cuanto a Occidente concierne la uniforme notación arábiga no debe llevar a engaño, pues en las culturas que llamamos nuestras han sido y siguen siendo moneda corriente los sistemas binarios, los octales (igual que el caso en el Yuki de California o el Pame de México o hasta en el idioma analítico de John Wilkins), los decimales (lo mismo que en 203 lenguas de PNG), los duodecimales (como en el sistema de medidas británico, los calendarios europeos o la lengua Elvish de Tolkien), los hexadecimales (igual que en el sistema de pesos de China, Brunei, Singapur y Viet Nam o en la notación de Yanagisawa y Nagata [2007 ] para los kambi kōlaṁ), los vigesimales (en francés desde el número 70 hasta el 99, en danés del 50 al 99, en vasco hasta el 100, en la versión inglesa de la Biblia y en las lenguas Maya, Azteca, Tlingit, Inuit, Dzongkha, Santali, Ainu, etc.) y los sexagesimales (en nuestras mediciones de ángulos y en los relojes analógicos). En contraste con estos elementos de juicio, Strathern no ha demostrado manejar ni los sistemas de conteo de la cultura Hagen que ella misma estudió (de base 4, igual que las curvas de Hilbert, la representación numérica del código genético, la numeración de las inscripciones Kharoṣṭhī de Gandhara o el código de línea 2B1Q) ni la nomenclatura relevante para dar cuenta de un sistema en general en su propia lengua y cultura (cf. Lean 1994: § 2.2.5 ). Para tipificar un sistema o una pauta de conteo de manera unívoca, a la especificación de las bases que todo el mundo conoce cabría agregar los términos definidos por el lingüista y antropólogo checo Zdenĕk Salzmann (1950: 80) –frame pattern, cyclic pattern, operative pattern– universalmente definibles en términos de morfología. Estos últimos patrones describen las formas en que se construyen las palabras para los números. Como sea, Lean y otros autores al lado suyo reconocen que hay muchas formas convergentes de postular la construcción de un sistema y muchas teorías alternativas de parecida adecuación. No por nada en todas partes, desde la cultura Pirahã hasta la codificación informática, entre la corporalidad del dedo y la conceptualidad del dígito existe una interimplicación al mismo tiempo digital y analógica (diría Bateson) que nuestros antropólogos strathernianos y wagnerianos olvidaron interrogar.74 Mientras tanto, los sistemas unarios sin estructuras cíclicas intermedias implicados o cuestionados a los empujones por Marilyn Strathern como si fueran la fons et origo de toda nuestra estupidez antropológica, ciertamente existen pero son por completo otra cosa.

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En mi página de Web he colocado un vídeo en que participa la ex-Señora Everett; en él se muestra a un Pirahã contando de uno a diez en base a unidades discretas, asignando la cantidad exacta de dedos a cada uno de los números sin nombres, y comenzando a usar ambas manos (sin haber recibido entrenamiento previo y sin concepto lexicalizado de ‘número entero’) cuando la gestora de este experimento de consecuencias catastróficas para su propia ideología coloca frente a su sujeto experimental exactamente seis naranjas. Véase http://carlosreynoso.com.ar/lenguaje-y-pensamiento/. 208

Aun si nos limitamos a leer las primeras páginas de Anthropology of Numbers de su connacional Tom Crump (1990), el clásico From One to Zero del marroquí Georges Ifrah (1985) o, naturalmente, los materiales de Lean (cuya tesis me he preocupado por poner en línea por si el sitio de GLEC se sigue deteriorando), queda asimismo de manifiesto que no existe una única noción Occidental de la cantidad, de la numeración o de la ontología del número, ni una sola clase de correspondencia entre número, lenguaje, cuerpo, cognición y sociedad, ni una concepción unitaria de la ecología cultural de la numeración, ni una única visión alternativa de la multiplicidad en PNG o en el mundo etnográfico susceptible de ser contrapuesta a la que prevalecería de manera uniforme en la antropología científica, en el positivismo o en Occidente. El número de sistemas de conteo conocidos es, valga la paradoja, incontable; ninguna de las culturas estudiadas o aludidas por Wagner o por Strathern (los Hagen, los Daribi, los Ikwaye, los Usen Barok), pese a lo mal documentadas que están en este rubro, deja de poseer alguna o posee una tan estrafalaria que invalide la coherencia del conjunto o que no pueda definirse en términos de (por ejemplo) semántica de prototipos o conjuntos difusos, formalismos bien conocidos por la antropología inglesa convencional (v. gr. Needham 1975). Sobre la base de una distinción universal entre lo uno y lo plural que ni siquiera los extremistas de la diversidad han puesto en duda, la cosa es harto más rica, cambiante, diversa y compleja (cf. Mimica 1988; Evans y Levinson 2009; Levinson y Evans 2010). En cuanto a los impasses de la antropología de cara a la cuantificación, si bien existe a lo largo de todas las disciplinas una nefasta propensión a favorecer las estadísticas paramétricas de la distribución normal en vez de aplicar métodos robustos más adecuados a cada clase de problema, este factor (sobre el cual he escrito un libro entero) nada tiene que ver ni con las matemáticas aquí implicadas ni con la denuncia oscura, pobremente escrita y técnicamente fallida que Strathern formula y que el perspectivismo viveiriano adopta sin chistar (cf. Reynoso 2011c ). Todo ponderado, la pregunta a hacerse aquí y ahora es cómo se concilian una epistemología de tan menguado calibre y el bloqueo conceptual que Strathern instaura con la búsqueda de fundamentación de una nueva antropología como la que el perspectivismo pretende encarnar. La respuesta es la que cabe presuponer: para insuflar a los argumentos de Strathern un sentido afín a las ideas que él tiene en mente, Viveiros vuelve a echar mano de la lectura proyectiva, atribuyendo a sus personajes favoritos conceptos que ellos han utilizado diferentemente, que no han manejado en absoluto o que no son independientes del contexto y la ocasión en que se los ha aplicado. Veamos, por ejemplo, la forma en que nuestro autor atribuye a Strathern (1996 ) un uso innovador del concepto deleuziano de multiplicidad: En realidad, la multiplicidad es el cuasi-objeto que viene a reemplazar a las totalidades orgánicas del romanticismo y a las asociaciones atómicas de la Ilustración que parecen agotar las posibilidades de que disponía la antropología. Por lo tanto, la multiplicidad invita a una interpretación completamente diferente de los megaconceptos emblemáticos de la disciplina, Cul209

tura y Sociedad, hasta el punto de volverlos "teóricamente obsoletos" (Strathern et al., 1996 [1989]) (Viveiros 2010a [2009]: 104 ).

Dejemos de lado el hecho de que ideas tales como las de obsolescencia, superación y sustitución excluyente sean tan característicamente modernas, tan afines a la Aufhebung hegeliana y tan ajenas a la catequesis rizomática que costaría horrores justificar su presencia en este lugar (cf. Huyssen 2002 [1986]: 27, 301-302; Laidlaw 2012 ). El argumento de Viveiros, empero, presenta signos de posible mala praxis que son mucho más turbadores que esa mera incongruencia. Mala praxis digo, y soy consciente de la dureza de mi imputación, pero las pruebas son abrumadoras: quien busque corroborar lo que la cita alega leyendo el estudio de Strathern que menciona Viveiros (cuya fecha suena demasiado temprana para ser tributaria de una idea deleuziana) hallará que el trabajo referido no es una publicación de “Strathern et al.” sino una de las sesiones del Grupo de Debates en Teoría Antropológica (GDAT) de la Universidad de Manchester presidida por Tim Ingold cuando faltaba un tiempo para que éste se convirtiera de lleno a la modalidad más escurridiza e inestable del perspectivismo (cf. Strathern y otros 1996 ).75 De hecho, la compilación de los primeros debates del GDAT se publicó en 1996 a pocas semanas de que Viveiros fundara el movimiento y también unos cuatro o cinco años antes de que Strathern tuviera motivos para leer Capitalismo y Esquizofrenia, un texto del que no sólo no hay constancia firme de que lo leyera alguna vez, sino que hay testimonios irrebatibles (incluso autógrafos) de que a pesar de la agobiante insistencia de Viveiros para que se convierta a un credo pos-estructural que hasta Nietzsche y los amerindios profesan, Strathern nunca lo ha leído ni ha demostrado que le interese hacerlo en las décadas por venir (Viveiros 2010a [2009]: 92 ). A lo que voy es a que ni en la ponencia de Strathern ni en parte alguna de los debates de Manchester de 1989 hay la menor referencia a Deleuze, al rizoma o a la multiplicidad. El único autor mencionado por Strathern, convencionalmente, es Edmund Leach [1910-1989], fallecido pocas semanas antes, reconocido cuestionador de conceptos abstractos y esencialistas de la clase exacta que la multiplicidad deleuziana encarna más manifiestamente que cualquier otra noción. Por eso es que quiero llamar atención sobre el truco que perpetra Viveiros cuando yuxtapone una opinión suya con una cita textual de terceros para dar la impresión que éstos originan, avalan y sustentan lo que él afirma.

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La moción promovida en esa sesión, “The concept of Society is theoretically obsolete” (impulsada por Strathern y Christina Thoren), se impuso por 45 votos a favor, 40 en contra y 10 abstenciones. La sesión de G DAT del año 2008, 19 años más tarde, giró sobre el tema “Ontology is just another word for Culture”. En el panel estuvieron a favor Michael Carrithers y Matei Candea, y en contra Karen Sykes y Martin Holbraad. Insólitamente, no participó ninguna figura de peso del perspectivismo amerindio, quizá porque la noción de ontología no concitaba tanto interés como lo haría seis años más tarde. La moción fue rechazada sin pena ni gloria por 39 votos en contra y 19 a favor, con un número desproporcionado de abstenciones (Venkatesan 2008 ). El significado de la primera votación desdichadamente está muy claro; el de la segunda se me escapa. Nadie estuvo nunca muy seguro sobre qué fue lo que estaba en juego. 210

Esta “labor de encomillado” es un artificio usual que he identificado hace años en la escritura de Deleuze y Guattari, de quienes Viveiros probablemente la aprendió, llevándola a su paroxismo a lo largo de la virtual totalidad de sus Metafísicas Caníbales (cf. Viveiros 2010a [2009]: 21, 70, 92, 94, 104, 105, 106, 107, etc.  y pág. 261 más adelante; Reynoso 2015 ). En uno de los capítulos más jugosos de Ciencia en Acción Bruno Latour (1992 [1987]: 32-49) ofrece un amplio muestrario de parecidas argucias de la referencia bibliográfica. Como si estuviera desarrollando un ejemplo ilustrativo de alto valor pedagógico sobre los embustes cientificistas posibles, Viveiros, en éste, su texto más desorganizado, no deja ningún ejemplar del conjunto sin ejecutar. Cuando llegue el momento, según veremos luego (pág. 229 y ss.), Latour tampoco se privará de hacer exactamente lo mismo. Volviendo a Strathern, también es curioso que aunque en su obra tardía Viveiros siempre la cita en contigüidad con Deleuze, ella nunca mencione ni a Viveiros ni a Deleuze (ni, por supuesto, a Descola) en uno de sus trabajos de survey exhaustivo sobre un tema tan conexo con el enfoque perspectivista como lo es el de la persona y el cuerpo; tampoco lo hace en sus elucubraciones tempranas sobre el ‘uno’ y la pluralidad que se inspiran casi por completo en observaciones de Bruno Latour, a quien Strathern discretamente dejará de mencionar cuando vuelva a ocuparse de las mismas cuestiones debido –insisto– al frío y descortés silencio que él se ha empeñado en mantener hacia ella (cf. Strathern 1999: 117-119, 123124, 180; 2004a; 2004b versus Latour 1991a). En artículos más recientes, Strathern comenta algunos intercambios de ideas que mantuvo con Viveiros en charlas de pasillo e intervenciones de congreso pero sin referirse a nada que cale hondo en las problemáticas teóricas del movimiento. Y aquí viene a cuento eso de que es la perspectiva lo que define el objeto y que allí afuera, en lo que algunos llaman realidad, no hay otra cosa que invención: en las relaciones asimétricas entre ambos (Strathern y Viveiros) una Strathern leída a la luz de un Deleuze que ella nunca se ha decidido a consultar es, increíblemente, la principal proveedora de ideas. Sea como fuere, tampoco menciona Strathern conceptos directamente inspirados en Deleuze y Guattari en otros textos de la misma época. Aunque en la conferencia ligeramente anterior titulada The Relation: Issues in complexity and scale hay por cierto una apología de la obra de los filósofos nunca vuelta a repetir en veinte años, la autora deja en claro que aun no había leído Mil Mesetas y que comenta esta obra que versa sobre temas que se encuentran “más allá de su competencia” a través de las citas que de ella hicieran Arturo Escobar, Liisa Malkki y David Harvey (Strathern 1995: 21, 41-42 ).76

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Strathern dictó esta conferencia en Oxford el 14 de octubre de 1994. Asistí a ella presentándome como su traductor, mostrándole un ejemplar de El Surgimiento de la Antropología Posmoderna (Reynoso 1991a ) que le arrebaté antes que atinara a quedárselo y huyendo de allí apenas la charla terminó, sin sumarme al aplauso que se desató cuando las luces invitaron a hacerlo. He agregado punteros a dicha conferencia, con todos los recaudos legales, disponible en la cuidada edición en forma de panfleto de la heterodoxa Prickly Pear Press (Strathern 1995 ). En algún momento de la charla, Strathern señaló las carcajadas que puntuaron una presentación de James Frazer, risas que se reprodujeron en su propia conferencia justo cuando mostraba esos 211

En otra discusión sobre los nuevos conocimientos y la crítica que habría venido de perillas para discutir temas característicamente pos-estructurales, Deleuze, una vez más, ni siquiera es mencionado por Strathern (2006). Lo mismo se aplica a “Cutting the network” (1996) donde se menciona a Derrida y a Latour pero no a Deleuze. Y lo mismo vuelve a suceder en el libro Partial Connections, al cual se refiere Viveiros (2010a [2009]: 107 ) reproduciendo esto que Strathern escribe: Los antropólogos en general han sido animados a pensar que lo múltiple es la alternativa al uno. En consecuencia, nos ocupamos ya sea de unos, es decir, de sociedades que tienen atributos singulares, o bien de una multiplicidad de unos. […] Un mundo obsesionado por los unos y las multiplicaciones y divisiones de unos tiene mucha dificultad para conceptualizar las relaciones ... (Strathern 2004b [1991]: 52-53).

Aunque en rigor es ella quien se afana en “dividir los unos”, Strathern aplica aquí algo vagamente semejante a la interpretación deleuziana del concepto de multiplicidad, la cual tiene muy poco que ver con la noción de Riemann (a la cual en unas pocas ocasiones –reconozco– Viveiros parece comprender un poco mejor que el propio Deleuze). En ninguna parte del libro, sin embargo, Strathern llama al concepto deleuziano por su nombre o se refiere a otra cosa que no sea a la idea vulgar, callejera, anumérica, lunfarda y coloquial de multiplicidad, un término comodín que en la literatura perspectivista (mucho más que la idea de ‘paradigma’ en la epistemología de Thomas Kuhn) adopta un sentido distinto, se carga y descarga de atributos y se mimetiza con los temas centrales de los libros colectivos, de los seminarios, obituarios o simposios en que se lo trae a colación, sin aportar hasta ahora un valor agregado perceptible a lo que la antropología tiene para ofrecer (véase p. ej. Viveiros 2006: 321, 322, 333, 335 ; 2010a [2009]: 20, 27, 32, 33, 35, 37, 38, 46, 52, 58, 73, etc. ). Cuando Strathern (2004b: 53) asevera (sin que las consecuencias se sigan de las causas) que “[u]n mundo obsesionado por los unos y las multiplicaciones y divisiones de unos [?] tiene mucha dificultad para conceptualizar las relaciones” me queda cristalinamente claro que no domina el vocabulario esencial, que reniega de todo rudimento de sistematización y que no ha tenido oportunidad de familiarizarse con las técnicas reticulares avanzadas y los desarrollos en la teoría de grafos que se han producido desde los años 90 (en antropología inclusive) y que se han multiplicado en lo que va de este siglo. Estas técnicas se han aplicado en un gran número de estudios de excelencia en los cuales se siguen refinando las semánticas de la relación más complejas que han habido en ciencia alguna, todo lo cual, a mi entender, torna esta instancia de discusiones en algo particularmente lamentable. párrafos y también un poco más tarde. Pero en lo que atañe a dichas carcajadas (“laughter”, pp. 6-7) no me agradaría quedar incluido en el colectivo que el sustantivo implica: los comentarios de Strathern sobre la holografía, la complejidad y la auto-organización (pp. 17-23) fueron tan predecibles y pueriles e hicieron tan poca justicia a las obras maestras antropológicas sobre el tema (cf. Lansing y Kremer 1993; Eglash 1999; Lansing 2006, etc) que juro no haber estado entre quienes tenían motivos para festejar. 212

Quien crea que las redes sociales antropológicas y los formalismos de representación del parentesco sólo vinculan nodos que representan unidades o individuos humanos mediante aristas que denotan relaciones observables está necesitando un drástico baño de actualización. En teoría de grafos hay un ejemplo clásico en el cual los nodos de una red denotan, por ejemplo, recorridos de camiones recolectores mientras que las aristas unen los nodos que satisfacen una condición lógica (p. ej. que los trayectos tengan parte del recorrido en común) (Roberts 1978: 49-50). No hace falta mucho entendimiento para darse cuenta de que esta clase de herramientas se adapta a la expresión de cualquier forma de predicación lógica o narrativa, predicación de “relaciones” y “propiedades” inclusive, y de que amén de eso nos abre las puertas (mediante las matrices relacionales que le subyacen) a una extensa familia de álgebras, incluyendo el álgebra de grupos esbozada alguna vez por Lévi-Strauss para dar cuenta de las transformaciones de los mitos en el interior de las mitologías. No es necesario, entonces, suponer que las redes ilustren necesariamente “cosas”, “personas” o “elementos singulares” que se “relacionan” de alguna manera rígida o estática. Un grafo es una instancia abstracta de una red y también es, en cierto modo, una instancia concreta, una representación icónica de relaciones de una complejidad tan grande como se quiera. Puede que no sea autoevidente, pero si se dispone de un grafo se tiene a disposición no sólo la potencia del cálculo, de la combinatoria y de la estadística “social” o pos-social (que es lo que Strathern y con ella Latour acaso entienden, sospechan o pretenden) sino la inmensa hermenéutica de las álgebras, de la topología y de la lógica, por lo que –por poco que se reflexione sobre lo que se requiere y existiendo las herramientas que existen– hay que hacer un denodado esfuerzo de parálisis para no obtener algún resultado, no encontrar alguna pauta, no proyectar algún futuro o no clarificar un poco las ideas (cf. Reynoso 2012: caps. 4 & 5). Quienes se lamentan del impasse de la antropología analítica y comparativa, en suma, deberían echar una mirada a la literatura transdisciplinaria y antropológica sobre los grafos-p, los conjuntos parcialmente ordenados, los enrejados de Galois, las redes espaciales del programa ORA, los modelos KAES, el álgebra a secas, el álgebra lineal, el análisis espectral, los grafos TIP y muchos otros modelos relacionales cuya mera descripción sumaria insumiría más páginas de las que dispongo (cf. Freeman, White y Romney 1991; White y Jorion 1996; Barrat, Barthélemy y Vespignani 2008; Reynoso 2009 ; Van Steen 2010; Holme y Saramaki 2011 ; Reynoso 2012).77 Lo que pretendo decir es que aunque esta literatura diste de ser mayoritaria, armónica o perfecta no hay, por cierto, ningún impasse a la vista; y lo que busco subrayar ante todo es que la parte más medular de la antropología estructural y de la filosofía pos-estructuralista 77

A quien le interese asomarse al estado de arte de las técnicas relacionales de la disciplina puede consultar las páginas de Douglas R. White y seguir de ahí en más (véase http://eclectic.ss.uci.edu/~drwhite/ – Visitado en julio de 2014). También hay materiales abundantes en mis cursos sobre redes complejas y sobre sintaxis espacial (cf. http://carlosreynoso.com.ar/?p=11580 y http://carlosreynoso.com.ar/?p=4003 – Idem). 213

que el perspectivismo reivindica se ha pasado buena parte del tiempo tratando de hallar un fundamento de esa misma exacta naturaleza sin saber que lo que reputa inexistente ya lleva décadas de existencia y es mucho más intenso y operativo de lo que nadie en todo el movimiento se atreve a imaginar (Lyotard 1986 [1979]: cap. 13; Balandier 1988; Guattari 1992; Plotnitsky 2003 ; 2006; 2009 ; Duffy 2009 ; 2013; Smith 2006; 2012: cap. 17 ; Bowden 2009 ; Viveiros 2010a [2009]): 92, 94, 100, 104, 105, 109, 139, 216, 235 ; 2011; DeLanda 2012; Zourabichvili 2012 ; De Freitas 2013 ). Distraída en el comentario de ficciones y representaciones narrativas que se remontan a Frazer y a Malinowski y en otros tópicos de la lejana antigüedad, y dedicada a pronunciar dictámenes sobre las tribulaciones de un “pensamiento moderno” cuya diversidad la excede y cuyos logros no reconoce, Strathern jamás ha mirado en torno para establecer el estado de avance de la disciplina y de la ciencia en general más allá de su territorio insular y de una parte muy pequeña de la literatura publicada en una sola lengua Occidental, la suya propia, incluyendo las referencias a textos de Marc Augé, Pierre Bourdieu, Philippe Descola, Maurice Godelier, Bruno Latour, Manuel DeLanda, Eduardo Viveiros de Castro y (en dosis mínimas) Claude Lévi-Strauss, si y sólo si han sido previamente traducidas al Queen’s English victoriano de Oxbridge, UK (cf. Strathern 1988; 2011 ). Ni siquiera la literatura antropológica publicada en inglés americano (sobre cognición distribuida o redes sociales, por ejemplo) es frecuentada por ella en una proporción acorde con su proliferación. El pensamiento más extremo y aventurado que ha formulado Strathern se encuentra hoy recluido en las páginas de “Cutting the network”. En él Strathern (1996) subraya que la palabra “relación” depende demasiado de entendimientos propios de Europa y Estados Unidos que tienen mucho que ver con el parentesco, y que tienden a enfatizar similitud y continuidad más que diferencia y discontinuidad. De más está decir que ni en ese artículo ni en parte alguna de su obra puede encontrarse un examen sistemático de la idea de “relación” a través de las disciplinas en general y de la teoría de grafos y el análisis de redes en particular. Ello no obstante, unos cuantos estudiosos embarcados en las formas tempranas de la Teoría del Actor-Red (de la que trataremos en el capítulo siguiente) recibieron esa sugerencia estrambótica con alborozo, como si de una revelación epistémica se tratase. Kevin Etherington y John Law (2000 ), por ejemplo, llegaron a escribir en un editorial de Environment and Planning imprudentemente titulado “After networks” que [s]i hemos de continuar con una estrategia relacional –y continuamos sosteniendo esa posición– estos diferentes comentarios sugieren que necesitamos una comprensión de la relacionalidad que tome en cuenta la posibilidad de la alteridad dentro de las relaciones que nos preocupan; una alteridad, por añadidura, que no se reinscriba como otra forma de la diferencia. También sugiere que evitemos aferrarnos demasiado estrechamente a ciertas metáforas particulares. Quizá, como Strathern lo implica, necesitamos ser cuidadosos con la noción misma de relación: buscar otras metáforas que eviten una fijeza ontológica y espacial. […] Necesitamos un imaginario espacial más topológicamente complejo y de menor certidumbre 214

para hacer justicia a la incertidumbre que la Alteridad trae consigo (Etherington y Law 2000: 128-129 ).

Si se observa bien, se comprobará que el artículo programático de Strathern en contra del concepto de relación es del año 1996 (anterior por tanto al estallido del perspectivismo), mientras que el de Etherington y Law en contra de la idea relacional de las redes es del 2000, por lo que resulta casi contemporáneo de la entrevista que Olaf Smedal (2001 ) hizo a Bruce Kapferer en la que este antropólogo manifestó que el análisis de redes sociales era para él un “caballo muerto”, indicador de una antropología pasada de moda. Amén de demostrar un insondable desconocimiento respecto del carácter topológico, algebraico y abstracto (antes que geométrico, cuantitativo y ontológicamente homogéneo) de las “relaciones” en el ARS y en la teoría de grafos, las tres líneas de razonamiento incurrieron en el anacronismo de pasar por alto la existencia de una espacialidad virtual tal como se la ha concebido, por ejemplo, en la etnografía multi-situada del antropólogo George Marcus y en otros modelos semejantes (Marcus 1995 ; véase Reynoso 2009: cap. 6 ). Ninguno de los empecinamientos teoréticos a priori de Strathern, de los latourianos y de los perspectivistas que les prestaron crédito, de todas maneras, pudo impedir la revolución que se avecinaba. En el 2004 se comenzó a escribir el código de lo que al principio se llamó The Facebook, el cual devino en los dos años subsiguientes, a impulsos de la Web, la red social que todos conocemos, cuya fuerza viral y potencialidad virtual y cuyo carácter dinámico, híbrido, múltiple, abierto, móvil, simétrico y horizontal (acorde con las predicciones empíricas y las capacidades analíticas de la teoría antropológica de redes) está a la vista de quien quiera ver. Desde entonces, y ante el riesgo de quedar atrapados en un nicho de ideas tan públicamente refutadas por los hechos, tanto Strathern como los partidarios de la Teoría del Actor-Red encontraron conveniente moderar sus alharacas pos-reticulares y anti-relacionales y cautamente nunca más volvieron a sacar el tema. Mientras que Viveiros (2010a [2009]: 21 ) calla toda mención del posmodernismo recalcitrante de Strathern y aplaude su contribución a la cuota feminista del perspectivismo, también la crítica proveniente del feminismo en general y de la antropología feminista en particular viene cuestionando la fluctuación teorética de la autora y su corrimiento hacia posturas reaccionarias que fueron escalando desde los días de “Dislodging a World View” (1985), pasando por “An Awkward Relationship: ‘The Case of Feminism/Anthropology’” (1987) hasta detonar cismogenética e irreparablemente en The Gender of the Gift (1988). No fue un debate valioso, de esos que se pueden presenciar con provecho, sin experimentar altas dosis de incomodidad propia y vergüenza ajena. Todos los que participaron en la disputa se pasaron un poco de la raya: las feministas con su pose de mayoría moral ofendida, Strathern con su conservadurismo. El fuerte contraste entre ambas posturas, sin embargo, arrojó algunas lecciones útiles. Margaret Jolly, antropóloga feminista de la Universidad Macquarie y la Universidad Nacional de Australia, ha formulado una crítica que nos permi215

te empezar a comprender los efectos ideológicos no del todo inesperados que acarrea la disolución de las “entidades unitarias” en el programa que impulsa Strathern, concomitante al perdón incondicional de las culpas, a la negación de la responsabilidad individual y –más centralmente– a una gastada recusación posmo de la idea de sujeto que no sólo se formula con ocho décadas de atraso respecto de Saussure (1916) y veinte años después de LéviStrauss (1983 [1971]: 567, 621), sino que se funda en las razones equivocadas. Escribe Jolly: Lamento la parálisis en su postura teorética final sobre género y poder. [Strathern] niega la existencia de dominación masculina en las Tierras Altas de Nueva Guinea (pp. 325-328). Ella argumenta que debido a que los hombres y las mujeres no son entidades sociológicas unitarias, dado que hay múltiples personas con partes masculinas y femeninas no podemos hablar el lenguaje de la dominación, porque la”[d]ominación es una consecuencia de emprender acción, y en este sentido he sugerido que todos los actos son excesivos” (p. 337). No estoy de acuerdo. Aunque es crucial ver que tanto los hombres como las mujeres son actores y no simplemente presentar las mujeres como víctimas de la libre voluntad masculina, pienso que también debemos reconocer cómo es que las mujeres en algunos contextos no son sólo eclipsadas por los hombres sino dominadas por ellos, a menudo por la persuasión y a veces por la violencia. […] La estética opresiva [de la violencia] no es sólo una creación masculina, sostiene Strathern. Pero ¿debemos estar de acuerdo en que debido a que la dominación es parcial, contextual y creada juntamente por lo tanto no existe? (Jolly 1992: 147-148)

El argumento de Strathern (y lo digo en serio) afirma poco más o menos, en sintonía con interpretaciones ficcionales, “estéticas” y en última instancia masoquistas de la dialéctica del amo y el esclavo, que no puede responsabilizarse cien por ciento a los varones si a las mujeres les place ser parte activa en escaladas que pueden conducir a su propia golpiza. Tampoco debe hablarse de violencia de género puesto que también hay, dice, niños victimizados y porque las personas son múltiples y todas ellas albergan rasgos de géneros diversos. Se me ha dicho que detrás de estas y otras tesis encrespadas, propias de un género bien conocido cuya consigna expresa algo así como “para-que-haya-violencia-de-género-se-necesitan-dos” (una teoría de los dos demonios que los viveirianos encubren o difieren hasta el día de hoy) hay una lúgubre historia personal; pero a pesar de que es ella quien se regodea en tender macabramente los anzuelos no pienso seguir la discusión hasta tales confines. Lo que sí me importa aquí y ahora, en todo caso, es asentar que pienso que no es capitalizando la figura de Strathern que el perspectivismo podrá satisfacer sin conflicto su cuota de corrección política en materia de género. Pasando a cuestiones bastante menos angustiantes, la revisión que hizo la antropóloga Nancy Munn de la Universidad de Chicago del libro Partial connections, mayormente en simpatía, señala sin embargo factores francamente negativos en la escritura de Strathern (2004b) que una población creciente de antropólogos percibe con claridad pero que por razones que habrá que deslindar resultan invisibles para sus aliados perspectivistas: 216

En conclusión, este libro contiene ideas interesantes y comentarios sutiles sobre variados aspectos de la comparación y la descripción, pero la lógica del argumento es a menudo frustrantemente poco clara incluso para el lector más dedicado. Esta dificultad deriva en parte de la exposición elíptica de Strathern en la cual las ideas y la etnografía entre a menudo en cortocircuito, y por ende sobresimplificada y (como en la estrategia a la que Strathern se opone) descontextualizada. También es perturbadora la exclusión de referencias históricas a lo que se podría considerar que son las contribuciones teoréticas clásicas a algunas de las ideas que Strathern presenta sólo mediante modelos analógicos: por ejemplo, en el caso de los “cyborgs melanesios” uno piensa de inmediato en el (no mencionado) [Marcel] Mauss (Munn 1994: 1013).

Particularmente útil y representativa del sentir general es la crítica de Paula Brown de la State University de Nueva York en Stony Brooke sobre The gender of the gift: El lector debe remontar dificultades de terminología especial (personas múltiples y dividuación, encadenamiento, extracción, encompasamiento y más) así como de uso especial de términos del análisis antropológico Occidental (metáfora, metonimia, relaciones o intercambios mediados y no mediados). El lenguaje estándar parece tomar significados nuevos o diferenciados; por ejemplo, “dar por sentado”, utilizado a menudo, se aplica tanto al pensamiento Melanesio como a los autores Occidentales. En este punto, estoy segura que la reacción de Marilyn debe ser “¡ella no me entiende en absoluto!” El único antropólogo a quien aprueba por completo es a Roy Wagner. Uno se pregunta sin embargo cómo es que ella acepta su concepto de invención-convención cultural; me parece a mí que esto depende del contraste entre individuo/sociedad que Strathern rechaza. La delicada revisión de conceptos convencionales requiere más o menos reorientación y, por ejemplo, cuando al final Strathern introduce la agencia (cap. 10) no se nos muestra cómo es que los individuos inventan algo; ellos pueden hacer que un evento suceda pero dudosamente lo originan. Para Strathern, la prueba está en el resultado, los eventos y las perspectivas que se siguen. No creo que esto explique adecuadamente la innovación. Mientras que en apariencia soporta y favorece a Wagner, sus personas no aparecen actuar como individuos, decisores, inventores, sino que son tipos ideales, ejecutantes en roles y relaciones fijas, a veces con una estrategia, pero siempre ligados a una cultura y a sus relaciones. La persona múltiple es, tal parece, un complejo de roles estereotipados, ejecutados vis-à-vis su rol de esposo, pariente, miembro del mismo o del otro sexo (Brown 1992: 127-128 ).

La oscuridad y el rebuscamiento en la escritura de Strathern es resaltada nuevamente en este review que Cris Shore, antropólogo del Goldsmith’s College de Londres, formuló a Reproducing the future (Strathern 1992): Parece haber una deuda no reconocida con Foucault. Igual que pasa con Foucault, también, su escritura es difícil de leer y aparenta ser conscientemente diseñada para frustrar el resumen o la traducción a una terminología crítica. Sin duda este estilo es deliberado, un intento de usar la ambigüedad para forzar continuamente al lector a cuestionar su propia interpretación del texto. Desafortunadamente, igual que el “discurso Euro-Americano” que Strathern trata 217

de desenredar, la propia escritura de Strathern ha de ser laboriosamente deconstruida y desenredada para revelar sus significados opacos (Shore 1993: 402).

Con una calidad que empeñece a muchas de las críticas procedentes del feminismo, la temprana revisión de Mary Douglas de The gender of the gift (Strathern 1988) se siente como un bienvenido soplo de inspiración, claridad conceptual y relevancia. Strathern contestó varios de los cuestionamientos que le formularon entre los ochenta y los noventa, incluyendo una indignada respuesta al feroz embate de la socióloga derridadaísta Vicki Kirby (1989) de la Universidad de New South Wales en Sydney (Strathern 1992: 64-90 ); pero nunca fue capaz de responder a éste: Esforzándose contra su hombre de paja, el pensamiento Occidental, la autora está haciendo menos de lo que podría haber hecho con su tema. […] Para llevar adelante este ejercicio [Strathern] necesitaría darse cuenta que –como la Occidental que ella es– posee opciones dentro de su propia cultura. No tiene que ser una relativista, y ciertamente no tiene que suscribir ni siquiera indirectamente a una imposible búsqueda de fundamentaciones del conocimiento. Las reglas del discurso que tornan el discurso imposible son absurdas: ella no debería tomarlas seriamente. Pero evidentemente lo hace, a juzgar por sus elaboradas construcciones defensivas. La simple solución para justificar la segunda parte del libro sería reconocer el valor de la teoría y aceptar su relación con la acción. La acción crea problemas, la teoría escoge entre problemas, y los problemas escogidos justifican las definiciones. Las estudiosas feministas están libres de los constreñimientos relativistas justamente porque tienen un problema y definen sus conceptos según el problema lo requiere. L@s otr@s estudios@s pueden hacer lo mismo. Pero los problemas, igual que las teorías y las definiciones, son altamente sospechosas para el posmodernismo. Su ausencia deja expuestos a l@s estudios@s que quieren trabajar sin ellas. Marilyn Strathern trata de rechazar la crítica de relativismo repudiando la teorización. Ella en apariencia está de acuerdo en que la teoría es una forma lamentable de dominación, e implícitamente desea que el análisis teorético pudiera hacerse sin distinguir, clasificar y jerarquizar (Douglas 1989).

A casi treinta años de haber sido escrito, el sereno cuestionamiento de Douglas al encrespado libro de Strathern permite apreciar, asimismo, la diferencia de estatura intelectual entre una y otra antropóloga. Dado que estas querellas se encuentran entre las contadas disputas entretenidas de la antropología inglesa de fines de los ochenta, muchas veces fieras, pocas veces sustanciosas, nunca acabaré de explicarme el motivo del silencio que el perspectivismo (que se precia de honda reflexividad, interés en la multiplicidad de perspectivas y visión de conjunto) mantuvo sobre estos y otros intercambios. Tanto o más sorprendente que la disolución del individuo en la antropología de Strathern y que el intento de conciliación entre su concepto de multiplicidad y el de Deleuze/Riemann que lleva a cabo Viveiros es que ambos perspectivistas nos imputan a “los antropólogos en general” estar embrutecidos por ideas tales como que “lo múltiple es la alternativa al uno”. 218

En este punto es donde me asalta una infinidad de preguntas sobre los fundamentos y los objetivos de estas aseveraciones. En base a una noción de multiplicidad que despiezaremos en breve (pág. 248 y ss.) y a una concepción de fractalidad que hemos demostrado insatisfactoria (pág. 183 y ss.), la corriente perspectivista ha alentado la adopción de estrategias que a la larga resultan funcionales a posturas que no pocos han encontrado “retrógradas”, “sobresimplificadoras”, “absurdas” y “paralizantes”, como las ha calificado una crítica disciplinaria que no cabe sospechar de cientificista y que representa un espectro que va desde la antropología simbólica clásica hasta el pos-estructuralismo derridadiano y el feminismo de izquierda (cf. Kirby 1989; Jolly 1992; Douglas 1989; Josephides 1991; Shore 1993; Munn 1994). Las preguntas que vienen a la mente ante una teoría que considera obsoleto el concepto de lo social, que renuncia a la búsqueda de explicaciones y que prioriza por encima de todo liberar a la antopología (o a lo que quede de ella) de una percepción equivocada de las relaciones entre lo uno y lo múltiple son innumerables: ¿Estamos en verdad presos de un pensamiento semejante, o más bien se trata de un dilema infundado que sólo se presenta cuando se ignoran las conquistas de corrientes enteras y se enquista uno en determinada perspectiva? ¿Cómo se concilia el cuestionamiento de la antropología convencional porque “experimenta dificultades para concebir las relaciones” con la propuesta de repudiar por completo el concepto de relación? (cf. Strathern 2004b [1991]: 52-53 vs. Strathern 1996: passim ). Situándose Strathern en una tesitura declaradamente anti- o a-teórica ¿existe algún enclave conceptual al cual le sirva para algún fin práctico tal género de abstracciones? En una analítica de la vida real, como por ejemplo en aquélla que Lévi-Strauss aplica al mito o al parentesco, o en las operaciones normalizadas del ARS y el álgebra de grafos, o en el diseño de modelos de auto-organización ¿qué operaciones concretas de diagnosis o predicción se descalabran debido a la obsesión del estudioso “por los unos y las multiplicaciones”? Si a lo único que se concede existencia en lo que antes se llamaba sociedad son esas enigmáticas, monolíticas e indefinibles multiplicidades cuya anatomía examinaremos pronto (cf. pág. 248 y ss.) y si en ninguna parte hay personas, individuos o elementos, o conjuntos, grupos y subgrupos, o clases, cliques, grupos, estratos, redes, conglomerados, motivos, isomorfismos, linajes, filiaciones, afinidades, poder, corporaciones, influencia, alianzas, parentesco, género, roles, responsabilidades o lo que fuere ¿qué relaciones cabe entonces conceptualizar? ¿Son los estudiosos que se emperran en sostener que lo social existe y se mantiene como espacio de problematicidad, o son en realidad los perspectivistas los que creen que esas categorías relacionales son cosas de las que ya no puede hablarse hasta tanto su filosofía cripto-posmoderna ahogada en metaforicidad no resuelva el enigma de la relación entre lo plural y lo singular según una lógica que ellos mismos no se deciden a especificar? A la luz de esto último ¿no queda más bien demostrado que son Strathern y Latour (y más tarde Viveiros) quienes desconocen la existencia de una conceptualización relacional desbordante en el corazón de la antropología, acaso el mayor logro de la disciplina en el curso 219

de su historia? ¿A cuento de qué se cuestionan metodologías cuyos fundamentos no se consideran y cuyos procedimientos no se analizan desde una doctrina que deja al margen los principios más básicos y batesonianos en este terreno, tales como la recursividad, la no-linealidad , la emergencia y la explicación? ¿Cómo puede una estrategia que se pretende excluyente de todas las demás consistir sólo en heurísticas negativas a excepción de un analogismo infalsable y de una multiplicidad que jamás se define? Si lo que tienen que decir estos teóricos es de veras operativo y revolucionario ¿no podrían escribir la media página de formulación teorética y especificación formal que se requiere con la claridad que corresponde, concediendo al pluralismo su debido lugar? Y en lo que a la realidad concierne ¿existen o no las redes (sean las de los mineros de Zambia o las de facebook y Twitter) como un tejido de relaciones en el seno de la sociedad susceptible de ser interpelado? ¿No existen ya acaso (como genialmente dijo Viveiros en su mejor momento) demasiadas cosas que no existen? La pregunta más significativa que corresponde formular, sin embargo, es que si es verdad que los antropólogos, obsesionados como se pretende que estábamos por algo tan impreciso como “los unos y las multiplicaciones y divisiones de unos”, experimentamos tales dificultades para conceptualizar relaciones, cómo es que fue posible que concibiéramos los flujos dinámicos de las redes complejas con sus álgebras subyacentes y que pudiéramos participar del proyecto de la sintaxis espacial, impulsando las que son acaso las conceptualizaciones relacionales de más amplias consecuencias metodológicas en la ciencia contemporánea y las prácticas más transformadoras de la vida política, social y cultural en el siglo que corre, un logro que nunca antes estuvimos en condiciones de materializar (cf. Reynoso 2012: cap. 16). En duro contraste con esta idea, y ya que el perspectivismo de las multiplicidades es lo que está en la mira y que todas las pruebas están ahora sobre la mesa, y dado que es apoyándose en las ideas de Strathern que Viveiros pudo llegar al extremo inédito de decretar obsoleta nada menos que la idea de lo social, en verdad digo que no conozco en todo el campo de la antropología contemporánea una estrategia que haya perdido tan evidentemente el norte, que haya probado no ser capaz siquiera de revisar para su propio coleto el estado de la cuestión, que reanime beligerancias metafísicas e interteóricas que se han prolongado más allá de su vida útil y que haga alarde, pese a todo ello, de ese provocativo e irritante aire de superioridad.

220

Bruno Latour y la Teoría del Actor-Red Hay que señalar que Latour casi no se refiere a los antropólogos profesionales. Habla de algunos, claro, pero destaca que lo que siempre le interesó de la antropología fue su método, no sus conceptos, ni, mucho menos, sus teorías. No es difícil comprender esta posición de Latour si recordamos que una de las características de la llamada antropología de las sociedades complejas siempre fue tomar conceptos considerados tradicionales en la antropología de otras sociedades y aplicarlos a la nuestra. El problema es que uno de los efectos de esa operación (que podríamos denominar falsa simetrización) suele ser un debilitamiento generalizado de lo que se está diciendo de nuestra propia sociedad, una banalización tanto del discurso antropológico como del objeto al que está siendo aplicado. Viveiros de Castro (2013a: 138-139).

Por más que su prosa rebose de un aire anticientífico, un sarcasmo y una soberbia que algunos creen que caracterizan las maneras y los guiños de un autor genial, y por más que su tópico de conversación tienda a girar últimamente en torno a una locuaz teoría de redes, admito que tampoco le creí nunca nada al prestigioso Bruno Latour, quien acaba de pronunciarse perspectivista sin renunciar, desde los meros títulos de su manifiesto, a los aguijonazos lúdicos de una retórica que siempre se jactó de autonomía y que tiene en el alarde carismático de su gestor su rasgo distintivo y su mérito más preciado. El lector acaso admire a Latour explicablemente, aunque más no sea porque él se dedicó a construir durante décadas (como sólo un Žižek o un Deleuze supieron hacerlo) una autoimagen de pensador heterodoxo, cool y deslumbrante. Pero aunque su esfuerzo ha sido más laborioso de lo que aparenta y que alguien se rompa así el alma siempre me parecerá meritorio, no me encuentro en sintonía con sus métodos de argumentación. Ello no ha sido óbice, desde ya, para que Latour se convirtiera en uno de los autores de referencia del perspectivismo y del último avatar pos-estructuralista de Viveiros en particular, ese Viveiros que ama citar sus frases más cáusticas, algunas de las cuales esconden ocasionalmente un átomo de verdad. Así las cosas, Latour supo ganarse la admiración de los perspectivistas en base a ideas plasmadas en al menos dos de sus libros, Nunca fuimos modernos (Latour 2007 [1991a]) y Reassembling the social: An introduction to Actor-Network Theory (Latour 2005), en los cuales no hay mención de Viveiros pero sí una intencionada referencia a Descola. Con el tiempo Latour respondió a los elogios que había ganado en una antropología a la que siempre fue hostil en “Perspectivism: ‘Type’ or ‘bomb’?”, publicado nada menos que como editorial invitado en Anthropology Today (Latour 2009 ), órgano de una organización profe221

sional de vocación auto-epistemicida que, históricamente, ha pujado por conceder la palabra tanto más a quienes más antipatizan con lo que ella representa. Lo concreto es que Latour nunca cursó grado en antropología, y vaya que se nota. Al día de hoy, la única antropología a la que Latour suscribe (y la única de la que demostraré que tiene una leve idea orgánica) no es otra que la antropología perspectivista de la variedad viveiriana, aun cuando nunca la mencionó como tal antes de ese día y aun cuando la positividad de su imagen en otras disciplinas depende de que se siga creyendo que lo que él hace está respaldado por (y es representativo de) la antropología sin más (cf. Latour 1993: 7, 14-15, 91-94, 100-103, 113-114, 127-129; Viveiros 2013a: 138-139). No soy yo quien lo acusa sino él quien lo confiesa. El retorno (o la llegada) de Latour a nuestra disciplina había ocurrido sólo unos meses antes de que nuestros editores elegidos por nuestros colegas colegiados le concedieran una visibilidad intradisciplinar que profesionales mucho más creativos en materia antropológica nunca pudieron conseguir. Dirigiéndose al antropólogo que ocupaba el trono ese día, y como si de veras estuviera hablando desde la periferia, escribe Latour: Quisiera pasar rápidamente sobre estos treinta últimos años, ya que este nuevo seminario está precisamente dedicado al examen del porvenir empírico de la antropología. Sin embargo, no resulta inútil hacer un breve retorno hacia atrás, puesto que la línea que llevo persiguiendo durante todo este tiempo sigue siendo, a pesar de todo, bastante marginal. Agradezco a Philippe Descola que me acepte, incluso de manera provisional, en la filas de esta disciplina con la que me visto a veces como el arrendajo que se adorna con las plumas de un pavo real (Latour 2008, vol 2: 169 ).

Aunque Descola se apartaría un poco de la antropología de Latour en L’Ecologie des Autres (2011b), la aceptación que se le brindó no fue para nada provisional. Cinco años después del artículo publicado en la revista en que se plasman vistazos del estado institucional de la disciplina, la antropología de Latour, junto con una muestra de otros aspectos del perspectivismo, experimentó al fin su consagración mayor en la antropología norteamericana ocupando el podio del coloquio mayor del encuentro de la AAA en Chicago convocado por John D. Kelly y Emiko Ohnuki-Tierney bajo el tema “The ontological turn in French philosophical anthropology”, aunque el astro de la jornada fue más bien Philippe Descola y las elaboraciones de los tres padres fundadores (Viveiros, Descola y Latour) quedaron a fin de cuentas arrinconadas –perspectivismo Amazónico inclusive– en el nicho de la antropología filosófica de la comarca francesa antes que formando parte de la corriente principal de la teorización disciplinar (Descola 2014 ; Fischer 2014 ; Kelly 2014 ; Sahlins 2014 ). Ésta sigue siendo tan provincianamente yanki y angloparlante como siempre lo fue. Como tantos otros profetas generalistas en este territorio, Latour es propenso a los grandes bosquejos, a las interpretaciones oblicuas y proyectivas y a las expresiones saturadas de adjetivación y metáfora, rehuyendo de la profundización técnica en los textos que usa, de la exactitud y de la cita literal cada vez que le es posible hacerlo. El siguiente ejemplo repre222

sentativo del grado de imprecisión con que se maneja (y en el que me entretendré un buen rato) revela una limitación vital que él comparte con todos los miembros del movimiento: Los críticos desarrollaron tres repertorios distintos para hablar de nuestro mundo: la naturalización, la socialización y la deconstrucción. Para no hablar con rodeos y con un poco de injusticia, digamos Changeux, Bourdieu, Derrida. […] Cada una de esas formas de crítica es poderosa en sí misma pero imposible de combinar con las otras (Latour 2007: 21).

Dando un mentís rotundo a esta afirmación (que denota una visión un tanto miope y galocéntrica del campo científico contemporáneo) existen abundantes y fructuosos intentos multidisciplinarios de “combinar los repertorios” de por lo menos dos de estas tres formas de “crítica”, incluyendo algunos en que participaron los autores mismos (cf. Bourdieu 1997 / 2000: 136; Hacking 2002/2003 ; Sébastianoff 2004 ; Changeux 2005 ; Adenzato y Garbarini 2006; Álvarez-Larrauri 2009 ; Michel 2009 ; Bronner 2010 ; Franks 2010; Evers 2011: 140; Wacquant 2014). Fallecido Bourdieu en el año 2002, el siglo XXI es testigo del auge de sociedades, colegios y disciplinas enteras consagradas al estudio de hibridaciones parecidas, con una larga docena de Journals y Handbooks que han ganado la calle (Neurosociology, Social Neuroscience, Cultural Neuroscience, Social Cognitive and Affective Neuroscience, etc.) y varios cientos o ya quizá miles de estudios en su haber, tantos o más –posiblemente– que los que forman el tronco de la teoría latouriana. Este desconocimiento del estado de la cuestión luce incomprensible en la obra de quien se ha afincado desde hace tanto tiempo en la sociología y la antropología de la ciencia; como una vez más tendremos oportunidad de comprobar, sin embargo, ésta es una constante ya consolidada e irreversible en el estilo argumentativo de este autor. Gracias a que Viveiros se ha consagrado a propagar esta especie de fórmulas sintéticas carentes de análisis previo, ya son unos cuantos los derviches ontológicos de la antropología que salmodian apreciaciones escépticas y mociones de censura sobre disciplinas que malconocen, tornando aun más crónica la clausura disciplinar y haciendo escalar una hostilidad hacia el trabajo interdisciplinario que el perspectivismo, contrariando una vez más los mandatos de su reverenciado Bateson, ha venido cultivando desde el primer día. Pero ésta no es en modo alguno la falla más grave que esconde la cita que estamos destripando. Amén de faltar a la verdad (como acabo de mostrarlo), la primera frase de la cita, refrendada por la segunda más allá de todo pretexto, alberga acaso el testimonio más palpable de estrecheces de lectura suplementarias que luego probaremos constitutivas. No es sin un dejo de asombro que verificamos que Latour, a pesar de sus humos de hermeneuta dado a la exactitud, cree (igual que muchos otros estudiosos de su círculo) que la deconstrucción es un método crítico y que –mucho más que eso– es una “forma de crítica” estupenda, cuantitativa y cualitativamente más recia, refinada, versátil, independiente de objeto, universal y destructiva que los cálculos de la lógica Occidental o que cualquier otro aparato inferencial más o menos característico de la modernidad. 223

Tenemos aquí entonces un precioso indicador de que en su examen del estado del conocimiento nuestro perspectivista bisoño se da por satisfecho con bastante menos que una lectura sumaria. Ni qué decir tiene que todos los perspectivistas, sin excepción, utilizan la deconstrucción en esta misma acepción monstrueuse (en el sentido deleuziano), creyendo y haciendo creer que dominan una herramienta que no sólo es incisivamente mortífera sino que está libre de lastres positivistas y es dueña de un poder superlativo de refutación, aunque nunca se explique la razón que hace que así sea, ni se describa la forma en que funciona, ni se tipifique el modus lógico al cual se atiene. Latour no está solo en esta idea. Imaginando además que todos los antropólogos ajenos al movimiento somos lectores igual de incautos o (peor todavía) ignorando la naturaleza íntima de sus propios conceptos, el grueso de la comunidad perspectivista insiste en esa fórmula una y otra vez, en la convicción de que ellos se destacan como los deconstructores más implacables de nuestra era, y que en el papel de tales han consumado una deconstrucción terminal de nuestras disciplinas (o del concepto de sociedad, o del de individuo, o de la realidad, o de la ciencia, o de lo humano, o de las redes mismas), o la habrán de ejecutar cuando se les antoje, o la están finiquitando justamente ahora, comenzando por la rutina laboriosa de encomillar cada uno de dichos conceptos cada vez que aparecen como si esa diacrisis fuese esencial para consumar el proyecto (Strathern 1987: 257; 1992b: 64-90; 1996: 532; 2011: 247 ; Wagner 1991: 166, 171; Descola y Pálsson 2001: 17, 19, 23, 125; Viveiros 2002a: 447; Latour 2005: 92; 2007: 197; Calavia Sáez 2007 ; 2013: 30  ; Harman 2009: 26, 71, 86 ; Viveiros 2010: 87, 112 ; 2012a: 65, 118; 2013a: 49; Rival 2012: 128 ; Chaparro Amaya 2013: 14, 288-292; cf. Dufresne 1995: 64 ). La deconstrucción (sueñan los perspectivistas, ya en caída libre) ha cambiado las reglas del juego de la discusión científica o filosófica y no guarda proporción con el pequeño jaleo que los modernos podrían armar en desquite por la hecatombe que están sufriendo. Latourianos y perspectivistas verdaderamente se la creen: yo –pos-estructuralista/posmoderno/no-moderno– te deconstruyo; tú, moderno, apenas si me puedes criticar un poco. Nadie, a todo esto, ha elaborado la herramienta o desplegado las “cadenas de sustituciones” y las determinaciones cruzadas que la formulación filosófica requiere para que semejante aserción sea verdad. No se espera tampoco que alguien lo haga: todas las ciencias anteriores, sin que importe su grado de dureza, simplemente se dan por deconstruidas. Llegados a este punto me tienta incurrir en una auto-cita de uno de mis artículos sobre la muerte de la antropología y sus sucesivas autopsias: Más allá de estos extremos, el fenómeno que delata de manera más estrepitosa el minimalismo neuronal de una parte no menguada de la antropología de la época tal vez sea el uso universal de la idea de “deconstrucción” como una forma de crítica pos-estructuralista particularmente severa, encaminada a aniquilar o a sumir en el descrédito lo que se le ponga por delante, sea ello una ideología odiosa merecedora del mayor desprecio o una ciencia difícil que se conoce poco. El propio Jacques Derrida, en su famosa “Carta a un amigo japonés” tuvo que salir al cruce de esa hermenéutica, originada en una lectura hecha en el seno de la antropolo224

gía posmoderna norteamericana, a la cual los profesionales autóctonos (no obstante su reclamo de una antropología combativa y latinoamericanista) han adoptado con una mansedumbre digna de mejor causa (Reynoso 2011b ).

Como todo el mundo sabe, fue Jacques Derrida (1971 [1967]: 79, 91, 95, 110, 206, etc.) quien introdujo el concepto de deconstrucción en De la Gramatología, abriendo la caja de Pandora y dando a luz una entidad que ni siquiera él pudo mantener bajo control. Pero aunque la deconstrucción vaya a ser por siempre un concepto equívoco, es de todos modos Derrida quien debe detentar prioridad sobre su interpretación aun si ella contradice lo que suele pensar, decir o hacer en otros lugares de su obra. Lo mejor, entonces, es dejar que sea él mismo quien se expida sobre las falacias vigentes en torno de la idea en las que acaso sean las líneas más cristalinas que jamás escribió: [P]ese a las apariencias, la deconstrucción no es ni un análisis ni una crítica. […] La deconstrucción no es un método y no puede ser transformada en método. Sobre todo si se acentúa, en aquella palabra, la significación sumarial o técnica. Cierto es que, en ciertos medios universitarios o culturales, pienso en particular en Estados Unidos), la «metáfora» técnica y metodológica, que parece necesariamente unida a la palabra misma de «deconstrucción», ha podido seducir o despistar. De ahí el debate que se ha desarrollado en estos mismos medios: ¿puede convertirse la deconstrucción en una metodología de la lectura y de la interpretación? ¿Puede, de este modo, dejarse reapropiar y domesticar por las instituciones académicas? […] La palabra «deconstrucción», al igual que cualquier otra, no posee más valor que el que le confiere su inscripción en una cadena de sustituciones posibles, en lo que tan tranquilamente se suele denominar un «contexto». Para mí, para lo que yo he tratado o trato todavía de escribir, dicha palabra no tiene interés más que dentro de un contexto en donde sustituye a y se deja determinar por tantas otras palabras, por ejemplo, «escritura», «huella», «différance», «suplemento», «himen», «fármaco», «margen», «encentadura», «parergon», etc. (Derrida 1997: 25-27 ).

No me consta, a todo esto, que los antropólogos perspectivistas y pos-estructurales que han adoptado el vocablo y que fingen aplicar un método que ni siquiera el inventor de la palabra avala como tal, hayan sido capaces de situarlo en el contexto que corresponde y de instrumentarlo con la probidad que todos merecemos, o con la lucidez a la que estoy seguro aspira su propia epistemología, por más que ellos detesten este último sustantivo casi tanto como recusan la palabra que nombra a la dialéctica (cf. Viveiros 1999: S79).78 No se trata tanto de que una lectura estricta de los textos de Derrida resulte definitorio para echar por tierra las ideas de Latour o las doctrinas del perspectivismo, pues el pensamiento de Derrida cuando él se mete en el terreno de la antropología es en promedio, a mi juicio al 78

Una búsqueda de los nomencladores “anthropology” y “deconstruction” en las bases de datos de J STOR retorna hoy (11 de julio de 2015) la friolera de 3.756 artículos; un rastreo conjunto de “anthropology”, “phármakon” o “parergon” (o de cualquier combinación parecida y en diversas grafías) no retorna ni uno solo. Hasta donde conozco, ni un solo antropólogo deconstruccionista (y menos que nadie Stephen Tyler) ha utilizado el concepto del modo que Derrida estipula. 225

menos, harto más débil que lo que se ha dado en llamar el pensamiento débil, tal como se transparentó, por ejemplo, en la inconvincente ¿deconstrucción? derridiana de “La lección de escritura” de Tristes Trópicos de Lévi-Strauss, principal capítulo antropológico de De la Gramatología (Derrida 1971 [1967]: 133-178 ; Lévi-Strauss 1973a [1955]: cap. XXVIII: 291-302; Vattimo y Rovatti 2006 [1988]). Lo que sí importa es que esta clase de yerros hermenéuticos en que incurren latourianos y perspectivistas arroja una sombra de duda sobre los ejercicios de lectura y exégesis desenvueltos por ambos cuerpos teóricos, operaciones en las que yace un porcentaje importante de su argumentación. Pero el título de gloria de la obra de Latour no es tanto su libelo sobre la pre-, la pos-, la a-, la no- y la modernidad stricto sensu sino su inefable Teoría del Actor-Red (TAR), la cual, sumida en el ridículo la mera idea de una crítica deconstruccionista por el propio Derrida, es por fuerza (aunque muy a la zaga de la multiplicidad y sin que exista ni sea concebible una sola aplicación etnográfica de referencia), la pieza nunca estrenada pero aun así predilecta del convulso arsenal metodológico de cierto perspectivismo. Dice un artículo introductorio al TAR: [El nombre de la Teoría del Actor-Red (TAR) de Bruno Latour] es reminiscente de las viejas y tradicionales tensiones que están en el corazón de las ciencias sociales, tales como las que se dan entre agencia y estructura, o entre el micro y el macroanálisis. […] Uno de los presupuestos centrales de la TAR es que lo que las ciencias sociales llaman usualmente “sociedad” es un logro que siempre se encuentra en marcha. La TAR constituye un intento de proporcionar herramientas analíticas para explicar el proceso mismo mediante el cual la red se reconfigura de manera constante. Lo que la distingue de otras estrategias constructivistas es su explicación de la sociedad en el proceso de hacerse (Callon 2001: 62).

La caracterización puede sonar impresionante, pero en rigor no hay un solo rasgo que el modelo del TAR pueda reclamar como su aporte inédito o que haya consumado metodológicamente. Contrástese esa descripción con esta semblanza del viejo análisis de redes sociales de la Escuela de Manchester de la antropología de los cincuentas: Lo que los antropólogos de Manchester demostraron, por encima de todo, fue que el cambio no era un objeto de estudio simple. No se podía, como a veces presuponían los estructuralfuncionalistas, comprender el cambio simplemente describiendo la estructura social tal como existía antes y después del cambio, y postular algunas reglas transformacionales simples que “explicarían” lo que había sucedido entretanto. Gluckman y sus colegas demostraron que cuando se investigan empíricamente los efectos locales de los procesos globales, ellos se disuelven en redes complejas de relaciones sociales que están en constante cambio y que se influencian mutuamente (Eriksen y Nielsen 2001: 87).

Atribuyendo a las redes propiedades que ni remotamente poseen e ignorando los atributos y parámetros contraintuitivos que se han descubierto hace poco (distribuciones de ley de potencia, robustez, resiliencia, clustering, efecto de los pequeños mundos, fractalidad, criticalidad auto-organizada, umbral de percolación, atractores extraños, sincronización, emergen226

cia, la fuerza de los lazos débiles, la sensitividad extrema a las condiciones iniciales, la nolinealidad, la renormalización, el scaling), imputando a teorías de grafos y redes a las que ni siquiera nombra impedimentos ontológicos y miserias relacionales que sólo existen en su imaginación, Latour ha dado a luz el que posiblemente sea el libro más fatuo de la literatura reticular de cara a sus implementaciones antropológicas. Un libro –por añadidura– condenado a desencadenar muchos más malentendidos que los que giran todavía en torno de la deconstrucción y cuya adopción nos obligaría no sólo a renunciar a todo intento de explicación sino a echar por la borda la noción de lo social en particular y la sociología en general, todo por razones que los mejores de entre sus críticos (y hasta algunos pocos perspectivistas honestos) han encontrado inconvincentes. Prueba de lo que afirmo es que la llamada Teoría disparó no una sino dos polémicas de antología: la “guerra de las ciencias” entre los latourianos y los matemáticos angloparlantes de izquierda, y la malhadada “guerra de las gallinas” entre ramas enfrentadas de los science studies, un campo irreversiblemente escindido y envenenado por esa confrontación. El principal problema con la concepción seudo-reticular de Latour es que, creyendo él que el análisis de redes es dominio exclusivo de la sociología, avivando el proyecto de redefinir o eliminar la noción durkheimiana de sociedad por otra concepción derivada de [la lectura deleuziana de] Gabriel Tarde [1843-1904] reinventado como poète maudit y tragándose hasta las heces el cuento de la interpretación también deleuziana de la “multiplicidad” de Riemann que despiezaré en breve (pág. 248 y ss.), Latour nunca documentó haber invertido una semana completa en consultar la literatura antropológica clásica y contemporánea sobre redes sociales o sobre teoría, métodos y técnicas antropológicas en el más amplio sentido. En consecuencia, en vez de reconocer la prioridad antropológica en el diseño de la herramienta más poderosa para el análisis de las dinámicas complejas, actúa como si el inventor del análisis de redes orientado a esos fines hubiera sido él y como si nuestra disciplina nunca hubiera ofrecido ningún instrumento para abordar otra cosa que las estructuras más estáticas, los procesos más elementales y las sociedades más rudimentarias. Lo más penoso de todo esto, empero, es que nadie menos que Viveiros de Castro (aportando un nuevo y contundente testimonio de su desinterés hacia fragmentos esenciales de la historia de la antropología) está persuadido de que el ARS antropológico –pensado por la Escuela de Manchester en el Africa de los años 50 para acometer el estudio de sociedades convincentemente reputadas complejas– es una extrapolación de herramientas concebidas para el estudio de sociedades simples y que por ello fue Latour, literalmente, quien “inventó” la noción de red (Viveiros 2013a: 133, 138-139  vs Reynoso 2012: 141-166). Al dejar al margen la literatura básica sobre redes egocéntricas, modelos de grupo y modelado en general, Latour replica con medio siglo de demora no pocos enunciados comunes del antiguo ARS antropológico como si fueran descubrimientos propios, fundados en las peculiaridades de la era posmoderna. El concepto levy-moreniano de actor, el postulado del carácter dinámico de lo social, la idea de la actancia distribuida en objetos y lugares, la teo227

ría del balance estructural, la teoría de los planes y la acción situada y la búsqueda de un vínculo entre lo local y lo global y entre la agencia y la estructura se cuentan entre las más notorias de esas réplicas invariablemente empobrecidas, feamente rebautizadas e inconfesadamente replicantes (cf. Latour y otros 2012  versus Suchman 1987; Hutchins 1996; Stark 2001; Harman 2009: 221 y ss. ; Dehmer y Emmert-Streib 2009; Sierksma y Ghosh 2010). Ni siquiera la excusa que brinda Latour para descreer de los principios explicativos es un aporte específico de la TAR. Latour piensa, en efecto, que las ideas de una posible sociología crítica acaban asemejándose a las narrativas de los teóricos de la conspiración, tales como el movimiento 9/11 Truth o los escépticos del calentamiento global y de la llegada del hombre a la luna: Puede que yo esté tomando las teorías de la conspiración demasiado en serio –afirma– pero me preocupa detectar, en esas alocadas mixturas de incredulidad instintiva [knee-jerk disbelief ], puntillosa demanda de pruebas y uso libre de poderosas explicaciones del Neverland sociológico, muchas de las armas de la crítica social (Latour 2004: 230 ).

A primera vista la expresión trasunta una crítica no del todo desatinada de las retóricas de cierto latoso y aburrido sociologismo que todos sufrimos alguna vez o seguimos padeciendo; pero convendrá el lector que si se sustituye “la crítica social” por “las tácticas ‘deconstructivas’ de la TAR” y se reajustan un poco los actantes la idea se torna más plausible todavía. Lo que trato de subrayar aquí, sin embargo, es el carácter inespecífico de la expresión latouriana y su estructura de clisé. El hecho es que en la literatura de la complejidad el profesor de Ciencias de la Incertidumbre Nassim Taleb (un pensador raro, dispar, a interpretar con infinitas precauciones) ha desarrollado argumentos parecidos a los de Latour en su invitación a considerar disciplinas enteras como si no fueran más que cuentos de viejas y en su llamamiento a evitar caer en la “trampa de la causación” o de la “falacia narrativa”. La idea viene desde mucho antes que escribiera su exitoso El Cisne Negro, que es donde Taleb nos dice: [L]a falacia narrativa es en realidad un fraude, pero para ser más cortés la llamaré una falacia. La falacia se asocia con nuestra vulnerabilidad a la sobreinterpretación y con nuestra predilección por las historias compactas por encima de las crudas verdades. [...] La falacia narrativa concierne a nuestra limitada capacidad para contemplar secuencias de hechos sin tejer una explicación entre ellos, o, equivalentemente, sin forjar entre ellos un vínculo lógico, una flecha que los relacione. [...] Pero esta propensión se torna errónea cuando incrementa nuestra impresión de haber comprendido (Taleb 2007: 63-64).

La principal diferencia entre las metáforas de Latour y las de Taleb es que en su evitación del uso de narrativas falaces este último no renuncia a las crudas verdades sino que invita a perfeccionar los instrumentos para aproximarse a ellas, distinguiendo con criterio más fino entre una propensión equivocada circunstancial y las posibilidades a las que está abierta 228

una disciplina, y proponiendo para salir de la trampa que se sustituyan las estadísticas de la distribución normal por las distribuciones de cola pesada de la fractalidad de las cuales los perspectivistas que se subieron al tren de la “persona fractal” (distraídos por el mito urbano de la exacta igualdad entre lo micro y lo macro y desorientados por la vieja y vaga obviedad de que las pluralidades pueden lucir más “simples” que sus componentes) no parecen tener todavía la menor idea (cf. Reynoso 2011c ). Quizá no sea éste el lugar ni el momento para ahondar en los desaguisados en que incurre Latour cuando habla de antropología a grandes brochazos como si fuera dueño de una visión de conjunto y estuviera en condición de sintetizarla con especial inteligencia; pero la tentación es tan grande y la anécdota tan bochornosa que no puedo resistirme a compartir un pequeño ejemplo que (sin necesidad de retornarle los lamentables calificativos que él manotea para desacreditar a sus críticos matemáticos como Alan Sokal, Jean Bricmont o John Huth [1998]) invito a considerar como un nuevo indicador de la calidad, cantidad e irreflexividad de sus lecturas antropológicas. El caso es que a Latour le encanta posar como un estudioso familiarizado con los personajes antropológicos más resonantes, citando un puñado de nombres aquí y allá vengan o no a cuento y asociando a ellos frases cómplices más o menos conexas que no contribuyen a ninguna argumentación importante pero que a su entender y ante la mirada de sus lectores más crédulos afianzan el conjunto. Dado que en los textos de aforismo telegráfico touch and go como los que él escribe sólo hay cabida para unos pocos nombres, su táctica requiere un máximo de atinencia y un pulso exacto. Pero cuando se lee Reassembling the social… queda en evidencia que Latour no sólo no está seguro de quién es ni cómo se escribe Pitt Rivers (¿no era Pitts-River entonces?) sino que confunde incuestionablemente al militar y coleccionista Augustus Henry Lane-Fox Pitt Rivers [1827-1900] con el antropólogo y psiquiatra William Halse Rivers Rivers [1864-1922], al Museo Pitt Rivers de Oxford (sin guión) con el Museo de Arqueología y Antropología de Cambridge, a la recolección de materiales con el desarrollo de la etnografía y a los paseos de coleccionismo étnico victoriano de Pitt Rivers por un puñado de destinos diplomáticos con la histórica expedición etnográfica de Rivers Rivers al estrecho de Torres entre Australia y Nueva Guinea cuarenta años más tarde.79 79

El primero del linaje de los autodenominados Pitt Rivers, el arqueólogo Augustus Pitt Rivers [1827-1900], se hizo llamar por su verdadero nombre Augustus Lane Fox durante buena parte de su vida profesional. En 1880 agregó a su apellido el apelativo Pitt Rivers, colocando un guión en el lugar que indico en el texto, o sea después de Lane, separando más a Lane de Fox que a Pitt de Rivers. El nieto de Augustus, George Henry Lane Fox [1890-1966], antropólogo eugenista y filonazi, fue el primero de la línea genealógica que cambió el lugar del guión poniéndolo entre Pitt y Rivers para enaltecer su estirpe ligándola a la de su primo Horace PittRivers [1814-1880], sexto barón Rivers. El biznieto de Augustus, Julian Alfred Lane Fox Pitt-Rivers [19192001] (a quien conocí bien y me contó esto, que es lo que después de corroborarlo volqué en Wikipedia), fue el primer antropólogo que omitió el apellido Lane Fox y usó Pitt-Rivers en forma parecida a la que utiliza Latour pero sin pluralizar equivocadamente el apelativo ‘Pitt’. Tras haber sido fundado por Augustus, el nombre que se ha impuesto al Museo Pitt Rivers de Oxford, como he dicho arriba, se escribe sin el guión que Latour le embute. Desde la entrada de diccionario de Edward B. Tylor (1901 ) es común escribir el apellido adopti229

Mientras que Rivers Rivers sí publicó ricos materiales etnográficos, el teniente general y aristócrata por adopción Pitt Rivers, con todo respeto, jamás hizo nada que tuviera que ver con “des-cribir, inscribir, narrar y escribir reportes finales” en el campo de la etnografía, como solemnemente proclama Latour (2005: 136, 175, 292 versus Haddon, Rivers y otros 1904 ). Aclaremos esto: los agregados militares sirven para saquear aldeas y yacimientos llevándose a casa materiales óptimos para armar museos, pero difícilmente se dediquen a esos menesteres académicos. Los etnógrafos como Rivers Rivers sí escriben reportes, como aquél en el que este autor inventó nada menos que el método genealógico, la primera técnica reticular de la antropología: una herramienta inherentemente relacional, que, contrastando con la reconocida y mil veces cuestionada inocuidad política de la TAR, supo ser instrumental en el reconocimiento de los derechos territoriales de los Meriam del Estrecho de Torres a los que Rivers Rivers había estudiado un siglo antes (cf. Reed 1997; Fuller 2000; Whittle y Spicer 2008; Reynoso 2013: 65-72 ). Puede que la teoría antropológica esté enfrentando desafíos extremos en los días que corren; pero si hay algo que todos los genuinos estudiantes y estudiosos de la antropología saben es que Pitt Rivers y Rivers Rivers han sido dos personas distintas y han ganado posiciones científicas muy diversas en la historia de la disciplina. Y que no hay en este campo nadie, pero verdaderamente nadie cuya obra Latour o yo hayamos leído alguna vez y que se llame Pitts. Todo indica, entonces, que Latour leyó extremadamente poco o nunca leyó nada de ninguno de los dos Rivers canónicos, sino que, enfrascado en su propio Neverland, se contentó con hojear a las apuradas los libros de George Stocking que mencionaban a uno y al otro a fin de capturar un apellido que sonara plausible y cumplir con el protocolo que brindara la ilusión de un aparato erudito que avalara a su vez la inclusión de “objetos” en las redes. Y digo a las apuradas porque al referirse a una “reseña materialista del quehacer de la antropología” en relación con Dios sabe cuál de los dos Rivers, en lugar de citar Objects and Others: Essays on Museums and Material Culture (Stocking 1985) Latour cita a Observers observed: Essays on ethnographic fieldwork (Stocking 1983), otro libro de la misma colección de historia de la antropología pero en el cual no se habla de objetos y museos sino del trabajo de campo etnográfico. En los dos volúmenes editados por George Stocking se mencionaba a ambos Rivers, por cierto, pero en el que Latour consigna equivocadamente no se dice gran cosa de los materiales de la antropología. En fin, éstas son las cosas que suceden cuando uno se pone pomposo y empieza a desparramar nombres de antropólogos que no hacen la menor falta para sugerir que uno pertenece al gremio, sabe lo que está diciendo y conoce la antropología mejor que sus practicantes. Si yo estuviera en un día bueno justificaría que Latour haya confundido los dos libros de vo de Augustus con el guión de los barones, pero eso no lo hace correcto; Augustus firmó todos sus reportes anteriores a 1890 como “A. Lane Fox” o como “Teniente General Pitt Rivers”, sin guión. La obra de Lane Fox-Pitt Rivers se encuentra en línea en The Internet Archive. Puede apreciarse allí que, en ocasiones, la escritura del apellido consignada en tapas y portadas difiere de la escritura autógrafa en cada uno de los textos. 230

Stocking, pues el título de ambos empieza con “Ob…” y su color de tapa y su diseño de portada son idénticos; además, como hemos visto, Oxford y Cambridge son destinos universitarios muy parecidos y hay demasiados Pitt Rivers, Pitts-River, Pitt-Rivers y Rivers Rivers dando vueltas. No hay derecho. A quién se le ocurre. A cualquiera le puede pasar. No estoy en un día bueno, sin embargo, y es por eso que me permito ahondar en el detalle. El hecho es que hay una enorme comunidad de practicantes de TAR y perspectivistas genéricos embriagados por la narrativa latouriana y persuadidos de que disponen de un método que ni siquiera ha sido aceptablemente descripto, que no está asociado a ninguna herramienta cuantitativa o cualitativa de modelado, que carece de parámetros comparativos y que ni siquiera se ha tomado la molestia de definir procedimientos inequívocos de prueba, diagnóstico, refinamiento y replicación. De los casi 700 libros y 5.000 ensayos que conforman la literatura científica de análisis de redes aplicable a la sociedad y a la cultura Latour sólo se ha avenido a citar (indirecta, tardía e inapropiadamente) apenas uno (cf. Reynoso 2012 versus Latour y otros 2012 ).80 En lo que a la antropología atañe él ha preferido, en lugar de eso, abismarse en el tejido de divagaciones microscópicas, confusas y atragantadas en acrimonia sobre alguno de los Rivers, Marc Augé, Pierre Bourdieu, Harold Conklin, Johannes Fabian, Derek Freeman, Jack Goody, Bruce Kapferer, Margaret Mead, Claude Lévi-Strauss, Edwin Hutchins81 y absolutamente nadie más, a todos los cuales malconoce, simplifica, equipara y distorsiona en un grado pocas veces visto en la obra adulta de un autor de prestigio (cf. Latour 1992: cap. 5, passim).

80

Es ése un texto fallido desde el vamos, en tanto que intenta demostrar algo así como que “el todo es más pequeño (o más simple) que sus partes”. Esta línea argumentativa no soporta, naturalmente, una lectura contrastada con lo que afirmaba Bateson a propósito de la diferencia de tipificación que entre las clases o los conjuntos y sus elementos. Escribía Bateson en la segunda edición de Naven: “La clase de los elefantes no tiene trompa y no es un elefante. […] La clase de los mandatos no es un mandato y no puede decirnos lo que debemos hacer” (Bateson 1958 [1936]: 293 ). La argumentación latouriana se monta en una falacia que compara frutas y manzanas embutida en una ontología de cosas y atributos, incurriendo así en un equívoco categorial inapelable. Llama la atención que alguien que decide soberanamente impartir lecciones sobre partes y totalidades ignore las nociones filosóficas y antropológicas más básicas y mejor conocidas a ese respecto. 81

No sorprende que Edwin Hutchins haya sido groseramente parodiado por Latour, quien, otra vez urgido por la prisa, lo ha rebautizado “Edward” (cf. Latour 1992: 264). Conjeturo que el estudio de Hutchins (1980), uno de los más imaginativos de la antropología, resulta ofensivo para Latour porque logra demostrar el carácter estrictamente lógico y proposicional de los razonamientos jurídicos trobriandeses (Latour 1992: 189, 197-198, 205, 210). Basado en la técnica de redes proposicionales de David Rumelhart y Donald Norman, Hutchins desarrolla además un elegante modelo formal de una clase que Latour necesita urgentemente (ibid., pág. 265) pero que no ha sido capaz ni de aprehender ni de implementar, dando por ridiculizada la obra del antropólogo a fuerza de pura antipatía y sin llevar adelante ningún análisis de los elementos de juicio implicados. El enojo de Latour, empero, no se debe sólo a que sus instrumentos conceptuales no hacen un buen papel al lado de las técnicas reticulares de Hutchins, precisas y replicables; se debe más bien a que los perspectivistas, no obstante su lévistraussianismo ancestral, han repudiado (ontologías mediante) la premisa de la unidad absoluta del pensamiento humano y hasta rechazan la idea de asomarse a ese pensamiento desde perspectivas potencialmente capaces de certificar factores universales del razonamiento lógico o de la cognición (cf. Viveiros 2012a: 61, 88, 89 n. 2, 181 ; Descola 2012: 143-144). 231

Desde Science in Action (1987) en adelante Latour se ha venido comportando como un predador cebado, sin frenos y sin comedimiento, como si confiara en que cualquier argumento destemplado y heterodoxo que se le ocurra proferir será sacramentado por sus seguidores históricos o perspectivistas, ninguno de los cuales parece estar nunca en condiciones de objetarle nada. Por ello es que se siente en capacidad de subir la apuesta y de violar los principios que él mismo estableció, encubriendo las inobservancias de su normativa por parte de sus adeptos (como Viveiros: cf. más arriba, pág. 210) y de sus precursores (como Deleuze: cf. más adelante pág. 261). En su lista negra inquisitorial y compendio canónico de la mala ciencia había escrito Latour: El adjetivo “científico” no se atribuye a textos aislados que se pueden oponer a la opinión de la mayoría, en virtud de una facultad misteriosa. Un documento deviene científico cuando sus afirmaciones dejan de estar aisladas y cuando el número de personas comprometidas en su publicación es grande, y están explícitamente indicadas en el texto. […] Lo que se llama el contexto de cita nos muestra cómo un texto actúa sobre otros, para hacerlos concordar más con sus afirmaciones. […] Puesto que cada artículo adapta la literatura previa para satisfacer sus necesidades, toda deformación es legítima (Latour 1992 [1987]: 32, 34, 39).

No obstante la “deformación ilegítima” que revela un episodio como el de los Rivers, o la mezquina protesta contra Hutchins, o el florecimiento imparable de ciencias cuya imposibilidad Latour había decretado, o la frivolidad de que hace gala frente a la deconstrucción, o la falta de discernimiento y ejercicio en analíticas reticulares que hoy todo escolar de pregrado conoce, algunos colegas míos se sienten intimidados por el carácter asertivo, la multiplicación exponencial del número de papers, la terminología desconcertante e incontable y la minucia de las discusiones internas en la ya gigantesca comunidad de la TAR (cf. Sánchez Criado 2008a ; 2008b; Harman 2009 ). A ellos les digo que no hay razones para ceder terreno, pues el discurrir lógico y discursivo de Latour y los suyos acaso no sea todo el tiempo tan gracioso pero, en lo que concierne a su brusco tratamiento de la teoría, los métodos y las técnicas de la antropología llega a ser con frecuencia del mismo jaez que el que acabamos de ver en acción. Habría que escribir un libro más extenso que éste para demostrarlo con el pormenor que corresponde; pese a que ya he anotado aquí adelantos que no dejan lugar ni a dudas ni a esperanzas, a la menor insinuación probablemente lo escriba. El problema más agudo con las ideas de Latour, empero, no finca tanto en que sus herramientas sean improductivas o sus ideaciones antojadizas, sino en que su epistemología nos hace perder terrenos laboriosamente ganados en una ciencia que no está en condiciones de darse estos lujos cuando se trata (por ejemplo) de justificar adecuadamente la financiación pública de sus proyectos de investigación y el trabajo del antropólogo como asesor experto. Así como Strathern estima obsoleto el concepto de sociedad (idea que Latour comparte sin nombrarla a ella) y así como Roy Wagner alega que cualquier cosa que estudiemos la estamos inventando en el proceso de estudiarla, y así como todo el mundo por aquí proclama que buscar explicaciones, infundir coherencia a los hechos, hablar de ciencia sin encomi232

llarla o intentar cambiar la realidad se pasó de moda, Latour cultiva razonamientos tales como que Ramsés II jamás pudo haber muerto de tuberculosis, pues “¿cómo pudo fallecer a causa de un bacilo que Robert Koch descubrió recién en 1882?” (Latour 1998a ). Dado que semejante género de enunciado raya mucho más allá de lo creíble y alguien puede verse tentado a culpar al mensajero por difamar al maestro, vale la pena citar la justificación de Latour en su plasmación original: La réponse la plus radicale – mais elle n'a, comme on va le voir, que les apparences de la radicalité – consiste à dire, au contraire, que Ramsès II est bien tombé malade «3.000 ans après sa mort». Il a fallu attendre 1976 pour donner une cause à sa mort et 1882 pour que le bacille de Koch puisse servir à cette attribution. Avant Koch, le bacille n'a pas de réelle existence. Avant Pasteur, la bière ne fermente pas encore grâce à Saccharomyces cerevisiae. Dans cette hypothèse, les chercheurs ne se contentent pas de «dé-couvrir»: ils produisent, ils fabriquent, ils construisent. L’histoire inscrit sa marque sur les objets des sciences, et pas sur les seules idées de ceux qui les découvrent. Affirmer, sans autre forme de procès, que Pharaon est mort de la tuberculose revient à commettre le péché cardinal de l’historien, celui de l'anachronisme (Latour 1998a ).

El lector bien puede festejar la ocurrencia, dejarla pasar y seguir adelante; lo triste del caso, sin embargo, es que Latour no está bromeando en lo más mínimo. Por el contrario, su pregunta ilustra las falsas certidumbres y los inconstantes valores argumentativos que su modelo es capaz de entregar. Leyendo sus libros se constata, asimismo, que la aparente broma no es sino una instancia más de su modo normal de razonamiento: a lo largo de su producción y a lo ancho de su caudalosa influencia esta clase de juicios que transgrede el límite entre lo involuntariamente cómico y lo científicamente irresponsable prolifera más de lo que sus acólitos perspectivistas están dispuestos a reconocer (cf. Latour 1987: 164 & passim; Latour 1988a: 6, 14, 22-24, 43 ; Latour 1995: 6). Si a otros espacios disciplinarios y a las mencionadas agencias de financiación de proyectos llegara la noticia de que los antropólogos homologamos esta clase de razonamientos, sospecho que nadie en sus cabales solicitará nuestro juicio en materia de antropología o arqueología forense, médica o jurídica o en otros campos de la antropología en las que la objetividad está en juego, o en cualquier dominio de estudios en los que otras especialidades nos demanden resultados tangibles, una explicación sustentable o una consultoría mínimamente juiciosa. Tampoco se podría buscar en el futuro inmediato una solución para un problema planteado con anterioridad porque, de hallarla, la historia nos juzgaría anacrónicos; y mucho menos se podría pensar en utilizar –pongamos– información genética o lingüística para reconstruir el poblamiento de América (elemento de juicio que para el primer perspectivismo podría resultar necesario) porque esta clase de razonamientos inductivos nos está vedada desde que a Deleuze, a Latour o a algún otro maestro Zen se le antojó estipularlo así. Como herramienta del perspectivismo, la TAR introduce un cuerpo extraño que lo auto-destruye: ni siquiera se podría hablar de ontologías amerindias, totemismo, animismo, multiplicidad, rizoma o lo que fuere sin incurrir exactamente en la misma clase de anacronismos, 233

racionalizaciones ex post facto e impropiedades que cuando diagnosticamos que el faraón murió por una causa que hoy tiene un nombre que antes no existía. Con estas coacciones, ni siquiera Deleuze y Guattari, en su sacrosanta eminencia, habrían podido encontrar “microfascismo” en la conducta de los grupos de “hombres” de milenarias culturas del sudeste asiático referidos por Leach (1961: v–vi, 114–23; cf. Laurie 2012 ). A menudo se me hace la pregunta de cómo es que este estado de cosas anómico y paralizante se hizo posible. A esta altura de la vida creo que ello ocurrió porque las teorías cada vez más disolventes que precedieron al perspectivismo (y que culminan en un constructivismo radical que se agota en la negación de la existencia objetiva de la realidad) habían preparado el terreno. Fue debido a un vaciamiento parecido de las capacidades específicas de la disciplina en el ejercicio de la comparación y la diagnosis, a la propaganda de los placeres del pensamiento débil, de las subjetividades de una hermenéutica subrepticiamente irreflexiva y de la folie de grandeur de la deconstrucción, y también a la indudable falta de imaginación, autocrítica y carisma de quienes condujeron la vertiente científica de la disciplina; fue también por la instalación de espacios alternativos declaradamente no-científicos como los estudios culturales, el poscolonialismo y los estudios de áreas en el momento de máxima debilidad disciplinar; fue por todo eso, digo, que sobrevino el declive de muchas de las prácticas transculturales y multidisciplinarias de las que aprendimos tanto en la década de los 70s y hasta mediados de los 80s, acaso la época de mayor convulsión interna pero la de mejor imagen de la antropología de cara a las otras prácticas (v. gr. Berry y Dasen 1975; Ember 1977; Eckensberger, Lonner y Poortinga 1979; Gardner 1987 [1985], etc.). También fue por todo eso que se llegó a este estado de cosas, a este “sindrome Ramsés”, por así llamarlo, que el perspectivismo percibe como formando parte invaluable de su ciencia normal o como prueba de su acceso al plano filosófico pero que quedará en la historia como testimonio de las trampas discursivas en las que es posible caer cuando no se atina a repensar las ideas que se han salido de quicio. Por eso es ofensivo que los innecesarios aduladores de Latour intenten hacer pasar por ineptos a quienes no se plieguen a esta clase de pretextaciones, a las que Mario Bunge (2012 ), a falta de un epíteto más contemporizador, llamó “una doble estupidez”. Observemos un despliegue de estas astucias aplicadas ya no a Koch y los bacilos sino a Pasteur y los microbios: ¿Existe el fermento de ácido láctico (o los microbios, hablando de un modo informal) antes de que Pasteur realice sus trabajos y lleve a cabo su acción definitoria de un objeto experimental? La respuesta es, paradójicamente, sí y no. Existían otros actores-red. Por ejemplo, cada enfermedad, trastorno o situación que ahora atribuimos a la acción de los microbios, antes de Pasteur, constituían otros tantos actores-red en los que la acción de los llamados microbios era una trayectoria que se estabilizaba con otras denominaciones: castigo divino, acción demoníaca, etc. Por tanto, existían cuasi-objetos y cuasi-sujetos (trayectorias) que implicados en determinados juegos de relaciones provocaban efectos, pero, insistimos, que no se estabilizaban en una trayectoria denominada microbio. Y, los microbios, tal y como los co234

nocemos ahora, con las propiedades que adquieren en las redes de la medicina y la farmacopea, no existían propiamente como tales (Tirado y Domènech 2008: 50 ).

La cita nos permite, en un solo golpe de ojo, ganar comprensión de las tácticas, los micrométodos, las terminologías y los alcances (menos que módicos) del llamado giro pos-social de la TAR en antropología. Ahora bien, ¿no sería más honesto, pregunto, que antes que esta discusión inconcluyente escale a un plano todavía más antipático los latourianos den un paso al costado y simplemente admitan que acaso incurrieron en un pequeño exceso? En una ciencia sana y plural debería ser posible pedir a los perspectivistas que incorporan doctrinas validadas por arrogantes apologías de dos renglones que antes de montar en cólera cuando se les dice que sus partidarios se comportan como seguidores de modas apliquen reflexivamente algún principio genuino de selectividad, objeción de conciencia y lectura crítica. Y que –ya que estamos– reconozcan que sus gestores se desviven simulando familiaridad con disciplinas que deberían conocer mejor, que su contraposición maniquea entre árboles y rizomas vuelve a confundir el mapa con el territorio, que su canon necesita un Copérnico que le aporte al menos una heurística positiva, que el reverenciado fundamento matemático de su concepto de multiplicidad ni siquiera existe y que (antes de pretender que prescindamos de valores laboriosamente adquiridos como la sociedad, la explicación, el modelado, la realidad, la política, la lógica o incluso la dialéctica) toda esta disquisición sobre el Faraón y los microbios debe repudiarse de manera ejemplar, en voz muy alta y clara, y desestimarse como la pésima idea que evidentemente es.  No es posible aquí analizar una por una de las incontables críticas que el modelo de Latour ha suscitado en su disciplina de origen. Algunas de ellas puede que sólo manifiesten sensibilidades heridas de practicantes de la ciencia que reposan demasiado en su sentido común o que prefieren la molicie y la rutina que a veces invaden a las formas convencionales de la investigación sociológica; otras, sin embargo, merecen ser singularizadas porque apuntan precisamente al corazón de la epistemología latouriana, nos permiten filtrar el ruido de fondo que acompaña a sus argumentos y dan en el blanco con alguna ganancia conceptual. Vale la pena mencionar, por ejemplo, este párrafo de una crítica del historiador y sociólogo Yves Gingras (de la Universidad de Québec en Montréal) subsiguiente a un epígrafe de Karl Marx cuya perfección y atinencia envidiaré por siempre: “Toda la ciencia sería superflua –decía Marx– si la apariencia externa y la esencia de las cosas coincidiera directamente”. En fin, escribe Gingras: [E]s importante notar que uno de los rasgos sorprendentes de la literatura constructivista […] ha sido la proliferación de palabras en código o buzzwords y “principios” supuestamente necesarios para comprender la práctica científica: “red indivisa” [seamless web], “ingeniería heterogénea”, “actor-network”, “actante”, “caja negra”, […] “investissement de forme”. En lo 235

que hace a los “principios” invocados, ellos se consideran auto-evidentes, y mencionar que han sido transgredidos en un análisis parece suficiente para descartar sus resultados sin mayor comentario. El mejor ejemplo conocido es el “principio de simetría”. Mientras que ha sido ampliamente discutido y es muy útil como dispositivo heurístico en la práctica sociológica (aunque su estatuto epistemológico es controversial), las “extensiones” del mismo (tales como la simetría entre animado e inanimado o entre naturaleza y sociedad) aparecen sin mucha discusión o justificación, igual que la curiosa idea de que “la explicación ha de ser al menos tan rica como el contenido” de lo que ha de ser explicado (Latour 1988b: 258). Francamente, no veo ninguna razón para limitar a priori la clase de explicación a ofrecerse y no me opondría a aceptar una explicación “simple” para un fenómeno “complejo” si ella fuera convincente. El caso de la teoría del caos es un ejemplo perfecto de la posibilidad de explicar el comportamiento complejo de sistemas usando ecuaciones dinámicas simples (ver, p. ej. May 1976 ). […] Finalmente, otras clases de aseveraciones en la literatura aparecen como principios pero son en realidad más como encantamientos, por ejemplo, el hábito de aseverar que “lo técnico y lo social no pueden ser distinguidos”. Estas afirmaciones se encuentran a menudo en las introducciones y conclusiones de papers que describen estudios de casos que realizan muchas de esas distinciones reputadas imposibles (Gingras 1995a: 123-124 ).

Aunque sus partidarios lo merecerían (en el sentido amigable de la palabra), no es mi intención compendiar la totalidad de las críticas formuladas o elaborar una crítica exhaustiva de la colección de elocuciones que conforman la arquitectura de la TAR. Sólo para dar una idea al lector menciono unas pocas de entre las objeciones de infrecuente lucidez que planteara el antropólogo Stephen Collier de The New School for Public Engagement de Nueva York a Reassembling the Social: Uno se pregunta cuál es el propósito del libro, más allá de una síntesis innegablemente hábil. No es un libro que convertirá nuevos adherentes a la T AR. No porque su material ilustrativo sea magro, o porque sus formulaciones son a menudo abstrusas, sino porque Latour ignora demasiadas objeciones obvias a las alegaciones del libro. Él no especifica con cuidado quién es exactamente el blanco de su crítica y se adivina que (correcta o incorrectamente) pocos sociólogos contemporáneos se identificarán con él. Socavando todavía más el poder persuasivo del libro para una audiencia disciplinar está el hecho de que Latour apenas menciona otras críticas a la “sociología de lo social” que pueden encontrarse en la tradición sociológica. A medida que el libro avanza y que esas herramientas se acumulan, uno no puede dejar de sentir que la guía de Latour deja algunas preguntas importantes sin contestar. Tal como él reconoce, no está claro cómo es que sabe uno qué asociaciones son dignas de ser seguidas. “¿Qué actores deben elegirse? ¿A cuáles hay que seguir y durante cuánto tiempo?” (p. 122). Latour parece consciente, además, de los peligros de un empirismo sin objetivos “que se precia de ser tan meticuloso… tan orientado al objeto” que se demuestra “totalmente impráctico” porque no sabe dónde comenzar o cuándo detenerse (p. 123). ¿Cuándo alcanza uno una conclusión significante? […]. Latour rehusa contestar tales preguntas en términos sustantivos. El “trabajo de definir y ordenar lo social”, argumenta, “debe dejarse a los actores mismos, y no ser tomado por el analista” (p. 23). Este punto es formulado más tarde con particular claridad cuando Latour escribe que la TAR es “una grilla negativa, vacía, relativista, que no nos permite sintetizar los ingredientes de lo social en el lugar del actor” (p. 221). Pero ¿dónde nos 236

deja un proyecto tal? ¿Puede entregar lo que se prometió, es decir, una estrategia mejor para comprender lo social? La única prueba que el libro ofrece yace en la premisa original: que la TAR puede explicar las “visiones de la sociedad ofrecidas por el sociólogo de lo social” (p. 16). Aquí Latour ofrece algunas aseveraciones sustantivas que son sorprendentes porque parecen reposar precisamente en la clase de endeble funcionalismo y reducción sociológica (¡de la sociología!) que Latour había estado criticando a lo largo de todo el libro (Collier 2009: 82-83).

Así como Latour se escuda detrás de una sociología convencional cuando necesita responder con rapidez a un planteo difícil, otros críticos han notado que, cuando los resultados amenazan ponerse decepcionantes o las obviedades se multiplican por encima de lo aconsejable, Latour y sus asociados recurren a una epistemología a la que se supone debían recusar. En el vórtice de una polémica que ha ganado los titulares afirman otros de sus críticos: Aunque en un sentido negativo y crítico, su ontología todavía usa la vara de Kant para estructurar la discusión; es una vara que en lo fundamental está epistemológicamente calibrada. A fin de evitar el reduccionismo epistemológico, paradójicamente, Callon y Latour reducen todas las cuestiones interesantes sobre la ciencia, la tecnología y la sociedad a esta vara kantiana: Naturaleza versus Cultura, Objeto versus Sujeto, Ciencia versus Sociedad, Hechos versus Valores, Conocimiento versus Política, No Humanos versus Humanos, Conducta versus Acción, Ciencias Naturales versus Ciencias Sociales: todas estas dicotomías están clavadas en esa única vara. No es de extrañar que quede tan sobrecargada que al fin se quiebre (Harbers y Koenis 2009 ).

Se reconocerá en esas dicotomías un dilema que ha sido constitutivo del perspectivismo desde el inicio, y que ahora, habiendo éste adoptado las ideas de Latour sin que mediara ninguna estimación de sus tribulaciones, explota en las manos de nuestros antropólogos como si fuera un escarmiento por haber confundido una herramienta indócil con una solución perfecta. La crítica contra los modelos de Latour ha sido masiva y devastadora, no faltando en ella un “Anti-Latour”, un “El 18 brumario de Bruno Latour” y un “Usted debe estar bromeando, Monsieur Latour” (cf. Knorr-Cetina 1985; Shapin 1988; Amsterdamska 1990; Schaffer 1991; Sturdy y Latour 1991; Lee y Brown 1994; Gingras 1995a ; 1995b ; Van den Belt 1995; Haraway 1996; Domènech y Tirado 1998; Huth 1998; Bloor 1999a ; Law y Hassard 1999; Sokal y Bricmont 1999: 101-106, 129-137; Stark 2001; Neyland 2006; Collier 2009; Sokal 2009: 202-203, 275-281; Reynoso 2012: cap. 7). Hasta donde yo sé esta constelación multitudinaria de crítica no ha sido hasta ahora contestada en tiempo y forma excepto en un puñado de artículos ofendidos en los que Latour no nos ahorra un solo lugar común del repertorio de injurias ad hominem “y otras tácticas distractivas” que las ciencias arrinconadas usan desde siempre y que el propio Latour supo controvertir con el mejor humor cuando necesitó hacerlo (cf. Bloor 1999b ; Callon y Latour 1992 ; Latour 1999 ).

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Entre las muchas que provienen de la sociología de la ciencia una última reseña merece recordarse por múltiples razones y es ésta que sigue. Alarmada por la degradación del método que patrocina el modelo latouriano, la recordada Olga Amsterdamska Moore [1953-2009] ha escrito una crítica sobre Science in Action (Latour 1987) que mencioné en el párrafo anterior y que es precisamente la que se titula “Surely you are joking, Monsieur Latour!”. Su parte culminante, que exhibe un aire de familia con el manifiesto de Gayatri Chakravorty que inauguró esta sección del libro (cf. pág. 200), reza así: Latour asegura que “el ideal de la explicación … no es un ideal deseable y que más que buscar explicaciones deberíamos procurar ‘contar historias’” (p. 164). Aparte del hecho de que de este modo podríamos abandonar imprudentemente toda responsabilidad por lo que decimos, me pregunto ¿qué clase de historias no-explicativas nos contaríamos a nosotros mismos si quisiéramos evitar que nos acusen de construir redes? ¿Existen historias tan “inocentes” que no puedan considerarse estratagemas en una lucha por el poder y el control? Primero, tales historias desempoderantes tendrían que ser inconsistentes e incoherentes, dado que hacerlas consistentes y coherentes haría imposible que otros “dañen los vínculos entre los elementos de una red”. Segundo, tendríamos que asegurarnos que nuestras historias no sean aceptables ni como adecuadas ni como verdaderas, porque tanto la verdad como la exactitud aumentarían el peligro de ejercer influencia involuntaria sobre algunos lectores bienintencionados. Tercero, nuestras historias deberían ser sobre nada en absoluto, porque si fueran sobre gente o cosas o ideas, devendríamos portavoces de otros actores y nos encontraríamos de nuevo construyendo una red. Cuarto, deberíamos abandonar todo intento de llegar a una audiencia, dado que a una audiencia le podrían encantar nuestras historias y podría comprometerse con ellas. Quinto, deberíamos no discutir más nuestras historias con otros ni estar en desacuerdo con las historias de otra gente, dado que las discusiones son sólo un medio de aumentar nuestro control y dominación. De todas maneras, el ideal de una ciencia social cuya única meta sea contar historias inconsistentes, falsas e incoherentes sobre nada en particular no me parece ni muy atrayente ni suficientemente ambiciosa (Amsterdamka 1990: 503 ).

Ahora bien, una línea de investigación científica está siempre en un estado y está inserta en un contexto, como los buenos perspectivistas y los seguidores de Foucault deberían ser los primeros en saber. Que los introductores de Latour en el perspectivismo no hayan tenido en cuenta las contraindicaciones, efectos secundarios y daños colaterales que acarrea la TAR y que de cara a sus colegas antropólogos hayan ignorado de plano o fingido ignorancia de toda la literatura crítica sigue siendo, para mí, una actitud difícil de justificar en esta era pos-posmoderna en la que la reflexividad y el diálogo entre perspectivas pasan por ser los valores más respetados.  No es necesario, por fortuna, que sigamos complicándonos aquí en terminar de armar una crítica detallada de la TAR, por cuanto la relación entre este campo teórico y las preocupaciones del perspectivismo ha sido apenas episódica. Pese a que su tasa de penetración en el 238

mundo intelectual antimoderno ha sido inaudita, ni Viveiros, ni Descola, ni Strathern, ni mucho menos Wagner han dado a la TAR mayor cabida operativa ni han demostrado dominarla con la soltura que se requiere. Los primeros de éstos reproducen aforismos de Latour a cada rato pero no parecen tener idea de cómo se usa la teoría en la que esas máximas se desempeñan como dispositivo de justificación. Ni siquiera han sabido resumir la teoría como Dios manda; mucho menos todavía han adaptado un marco explícitamente pensado para estudios de la ciencia Occidental al trabajo de campo y a la elaboración de etnografías en el sentido clásico de la palabra, que en antropología sigue siendo el enclave en el que la calidad de la teoría finalmente se dirime. Tampoco lo han aplicado a comunidades pertenecientes a otras clases ontológicas, ni han demostrado su adecuación al tratamiento de colectivos de actantes rizomáticos igualitarios, a sociedades sin estado o a contextos de tradición oral, ni han dicho sobre ellos algo que no se supiera desde antes. Aunque sus militantes reproducen con un gozo tangible las chispeantes fórmulas de oratoria con que Latour acompañó la apología de su modelo, el lector coincidirá conmigo en que en materia de estricta metodología (y fuera de apropiarse de un concepto de “colectivo” dudosamente original, de hablar de una “simetría” que nunca se realiza, de exaltar una “multiplicidad” que nunca se define y de profesar su común amor por el genio de Deleuze) los perspectivistas no han sido capaces de hacer con la TAR, antropológica y etnográficamente hablando, nada que valga la pena discutir (cf. Viveiros 2010a [2009]: 21, 97, 103 ; Descola 2006: n. 19; Descola 2012: 109, 142-143). La TAR, por otra parte, carga con casi treinta años a sus espaldas; carece de una especificación operacional homogénea; se ha codificado, enlatado y distribuido sin que nadie suministrara ningún ejemplo antropológico convincente y ningún caso de éxito fuera de alguna anécdota de la SSK, la STS, la SCOT, los SSS u otros círculos acrónimos de una especialidad que (en el modo latouriano al menos) se especializa en ridiculizar panópticamente las puerilidades perpetradas por sus actores y sujetos de una manera dudosamente extrapolable a la etnografía. Una corriente, en fin, que se encuentra bajo el pesado asedio de la crítica de propios y extraños y que se ha complicado en previsibles querellas de entrecasa con otros estudiosos de la ciencia, amenazando con coagular en una ortodoxia agonística que no difiere mucho de la que impregna a la corriente principal del ARS en no pocos rincones institucionales de la sociología.82 Hay veces en que parecería que, al menos en su fase pre- o extra-antropológica, a la TAR le hubiera interesado más ocupar el trono indiscutido de una 82

Me refiero a los plúmbeos debates explícitamente atrapados –desde los meros títulos– en los géneros de “el huevo y la gallina” y de “el bebé con el agua del baño”, viejos como la vida misma e inconcluyentes por definición (v. gr. Callon y Latour 1992 ; Collins y Yearley 1992; Pickering 1992; Fuller 1996; 1999; 2000). A quien necesite buenos materiales críticos referidos a la autodenominada antropología de la ciencia de Latour que derivaron en la TAR le recomiendo consultar los artículos de David Bloor (1999a ; 1999b ), a quien Latour primero y Viveiros un poco más tarde sustrajeron el concepto de “simetría”. Al antropólogo que no quiera amargarse el día atrapado en intercambios de berrinches y sarcasmos le recomiendo, en cambio, como diría Deleuze, identificar la línea de fuga más próxima y escapar de este campo de diatriba inútil tan rápido como sus piernas se lo permitan. 239

práctica parasitaria (una meta-práctica policial, sarcástica y ejemplificadora, sin sombra de simetría, tanto más valorada cuanto más inclemente para con los sujetos que estudia) que constituirse en una herramienta alternativa para un amplio conjunto de disciplinas empíricas y para la antropología en particular. La verba de Latour es refulgente y aunque él escriba mejor de lo que piensa y en su modelo la articulación metodológica falte por completo, en su dialéctica aparece muy cada tanto alguna chispa epistemológica de buena factura. Por más que entre la TAR y una posible implementación en la investigación concreta se perciba un hiato enorme, nada impide integrar lo más valioso de sus observaciones en el trabajo empírico, sea que éste se realice en términos de ARS o de alguna otra manera. Los lectores de larga experiencia encontrarán sin embargo que en materia de métodos y técnicas (e incluso de estrategias teóricas) no hay nada nuevo bajo el sol y que, avasallado por la percepción crispada de su propia e incontrolable genialidad, Latour no ha advertido todavía que el tiempo de las teorías excluyentes ya ha caducado y que aunque así no fuese él no ha hecho mucho más que alternar entre razonamientos fallidos, simulacros de método, bombazos que arrojan más calor que luz y rehechuras de medias verdades que se conocen desde siempre. Mucho más que cualquier otra falla, lo que más que inquieta de la obra latouriana son sus tardíos giros retóricos, circunstanciales por cierto, en los que (mal mezclado con un sarcasmo que roza lo perverso) trasunta algo parecido a un cierto arrepentimiento por los daños debidos a su constructivismo, por la munición que sin querer le ha dado a la derecha política ayudándola a negar el consenso científico sobre la evolución biológica, el calentamiento global y otras cuestiones que ahora reputa “objetivas”, “incontrovertibles” e “importantes”. Como si la culpa fuera de otros (y usando la idea de desconstrucción tan mal como siempre lo ha hecho) protesta Latour: ¿Es realmente tarea de las humanidades agregar deconstrucción a la destrucción? ¿Más iconoclasmo al iconoclasmo? ¿En qué se ha convertido el espíritu crítico? ¿Se ha quedado sin vapor? […] Tras haber pasado años tratando de detectar los prejuicios reales que se ocultan bajo la apariencia de afirmaciones objetivas ¿debemos revelar ahora los hechos reales, objetivos e incontrovertibles que hay detrás de la ilusión de los prejuicios? […] [T]odavía funcionan programas enteros de doctorado que se aseguran de que los buenos chicos americanos aprendan la dura consistencia de los hechos, […] mientras peligrosos extremistas utilizan los mismos argumentos de la construcción social para destruir certezas logradas con gran esfuerzo que podrían salvar nuestras vidas (Latour 2004: 225, 227 ).

Nunca nadie sabrá si lo que pretende decir Latour se aproxima a lo que en apariencia dice en un inédito arrebato de nobleza (como prefiere creerlo nuestro buen amigo Alan Sokal), o si más bien sólo busca ganar tiempo, tomándonos el pelo otra vez y concentrándose –con una socarronería transfigurada en una de las bellas artes– en lo único que realmente creo que le importa, y que es la construcción sistemática, umbilical y tautegórica de su propia imagen. Aquí es donde cuadra preguntarse sin retorcimientos ni eufemismos si las ideas de este Latour impacientado porque lo reconozcan como nuestro trickster supremo suman o 240

restan. Y es aquí donde se impone el hecho de que cualesquiera hayan sido o sigan siendo los vicios de la sociología clásica de raíz durkheimiana contra la que él ha arremetido (o las causas verdaderas de la muerte de Ramsés) y por admirable que sea el lustre de su oratoria, en ninguna de las teorías modernas que Latour toma como objeto de su ironía se encontrará, en lo que a la antropología compete, una propuesta tan resbaladiza y autoindulgente como la que él nos arrojó a la cara.

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Cientificismos y enculages en el perspectivismo rizomático

1.

Ce que Deleuze nomme «ensemble», et par contrapposition de quoi il identifié les multiplicités, ne fait que répéter les déterminations traditionnelles de la multiplicité extérieure, ou analytique, et ignore de fait l’extraordinaire dialectique immanente dont la mathématique a doté ce concept depuis la fin du siècle dernier. De ce point de vue, la construction expérimentale des multiplicités est anachronique, parce qu’elle est pré-cantorienne.

2.

Quant a la densité du concept de multiplicité, elle demeure inférieure, y compris par ses déterminations qualitatives, au concept du Multiple qui se tire de l’histoire contemporaine des ensembles.

3.

C’est à raison de ce décalage (dount une des composantes est une interprétation «pauvre» de Riemann) qu’il est impossible de sustraire les multiplicités à leur résorption équivoque dans l’Un, et de parvenir, comme nous en avons déplié la pensée, à une détermination univoque du multiple-sans-un. Alain Badiou, Un, Multiple, Multiplicité(s), p. 199

Cuando un cuarto de siglo después que el pensamiento deleuziano alcanzara su edad de oro Viveiros se consagró a adoptar los matematismos en que se funda una parte sustancial del discurso pos-estructuralista en procura de una legitimación formal más firme, nuestro antropólogo traspasó fronteras disciplinarias que todos sabemos que no tienen razón de ser, que son históricamente adventicias y que han sido y siguen siendo social o culturalmente construidas y moralmente injustas, pero que de todos modos generan efectos reales de insolvencia, transformando en profano (cuando no en simple incompetente) a quien se atreve a transgredirlas sin suficiente estudio por más premios editoriales, traducciones de su obra a otras lenguas y doctorados en ciencias humanas que consten en sus diplomas.83 A lo largo y a lo ancho del pos-estructuralismo filosófico y psicoanalítico el inventario de esas excursiones matematizantes nos revela una trama cuya envergadura e intensidad se encuentran al borde de lo insólito. Nada de esto puede en puridad reputarse como un fenóme83

Esta circunstancia nada tiene que ver con la dureza relativa de las ciencias: como bien lo sabe Latour, en el sentido inverso –vale decir, en el trayecto desde las ciencias mal llamadas duras hacia las peor llamadas blandas– el efecto de banalización es el mismo, si es que no más intenso todavía. Para una comprobación histórica de este fenómeno invito a conocer las intentonas socio y antropológicas de Ludwig von Bertalanffy, de Hermann Haken o de Isabelle Stengers e Illya Prigogine (cf. Reynoso 2006: 103-112). La experiencia ha demostrado una y otra vez que ni siquiera disponer de un Premio Nóbel o presidir institutos interdisciplinarios sirve de antídoto en ese trance. 242

no aislado o un malentendido circunstancial, porque los casos son innumerables y exceden el ámbito del perspectivismo. Ninguno de ellos nos presenta a los diversos autores operando en su mejor nivel. El corpus incluye el panegírico de Félix Guattari [1930-1992] sobre la dinámica no lineal, las interpretaciones literales y las conmovedoras igualaciones de Jacques Lacan [1901-1981] entre los números imaginarios y los irracionales, la hermenéutica surreal de Jean Baudrillard [1929-2007] y François Lyotard [1924-1998] sobre el caos determinista y la geometría fractal y, por supuesto, las digresiones de Gilles Deleuze [19251995] sobre los autómatas celulares rizomáticos y sobre el contraste entre los espacios lisos y los estriados (o entre los rizomas y las gramáticas), sólo igualadas por la postulación del ritornello como marcador territorial y por la beatificación del concepto riemanniano de multiplicidad, todo ello debido a las razones equivocadas. Este último concepto ha sido trasmutado hasta lo irreconocible, re-semantizado cada vez que se lo invoca, adherido a nociones de flujos y devenires y leído desde una perspectiva tan anti-dialéctica y anti-euclideana que Latour (1998a ) –quien procura no ahondar mucho en los detalles técnicos del asunto– debería desecharlo no sólo por ser anacrónico (tanto como el bacilo que mató a Ramsés) sino por resultar inauténtico y ajeno a cualquier idea que Riemann haya expresado en algún momento de su vida. Sostengo aquí que esta glorificación rizomática de las multiplicidades (que delata además una búsqueda de entronque y fundamentación contradictoria con el espíritu anti-fundacional del movimiento) se encuentra entre lo menos memorable que nos haya legado el pos-estructuralismo en general y el deleuzianismo en particular. Del carácter peculiar de las hermenéuticas de la complejidad de Guattari, Baudrillard y Lyotard y de su irrelevancia para cualquier concepción responsable de la antropología he tratado ampliamente en varios capítulos de mi libro Complejidad y Caos con el rigor y el detalle de los que fui capaz (Reynoso 2006: 144-148; 318-328). Aunque refrescar esas críticas sería oportuno en la medida en que esos galimatías (por la vía de Donna Haraway) alimentan ideas de Marilyn Strathern y de Roy Wagner que han encontrado su vía de acceso hacia el perspectivismo pos-estructuralista, dejaré aquí de lado este aspecto de la doctrina advirtiendo al lector que en general conviene poner preventivamente las referencias metafóricas a los tecnemas implicados (auto-organización, scaling, no-linealidad, fractalidad, complejidad y caos) bajo la más cautelosa sospecha, como corresponde hacer con cualesquiera conceptos en toda práctica científica, y en especial con aquellos que sean a tal extremo extradisciplinarios, pensados para fines dispares y duros de entender (cf. Strathern 1988; 1992; 1995 ; 2004b; Wagner 1991; Viveiros 2002a: 438, 440; 2010a [2009]: 92, 95, 100, 104-105, 109, 235 ; Schérer 1998: 28). No encuentro mucho sentido, después de todo, en cuestionar el concepto de sociedad, el de cultura, el de relación y el de concepto mismo, para terminar aceptando y reverenciando con la más mansa obediencia, sin ningún trabajo de ajuste, términos cuya significación puntual en los contextos matemáticos de origen los adquirentes no han captado con exactitud, cuya arquitectura sus propios promotores filosóficos no han sabido describir o enseñar con la compostura requerida y cuyo valor de uso para nuestra disciplina dista de estar rigurosamente probado. 243

Identificar las fallas conceptuales en la adopción de esos y otros matematismos desde la perspectiva de las ciencias sociales no es una labor trivial. Si me atrevo a hablar de ellas y a calificarlas como lo he hecho es porque por un raudal de motivos no siempre felices he debido aprender, enseñar, investigar e implementar durante casi medio siglo materias y proyectos de lingüística formal, computación científica, modelos de simulación, algoritmos de complejidad emergente, inteligencia artificial, redes neuronales y ciencia cognitiva, conversando con sus creadores, escribiendo, editando y traduciendo libros y papers relativos al asunto, a las implicancias epistemológicas y a la implementación de tales instrumentos en un cúmulo de ciencias, sociales inclusive (cf. Aspray 1993; Graubard 1993; Reynoso 1991b ; 1993; 2006). Más todavía, en tiempos en que la antropología no garantizaba un modo de vida sustentable en mi país y en áreas circundantes, el trabajo en esos territorios fue mi principal fuente de ingresos y mi campo preferido de investigación y desarrollo, y cuando la demanda se impone y la paga es justa eventualmente vuelve a serlo. También utilizo herramientas de complejidad desde hace décadas en mis proyectos antropológicos de investigación, en los posgrados que dicté en mi Facultad de Filosofía y Letras y en los que actualmente dicto en los cursos de Tecnologías Urbanas Sostenibles en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires y en el Doctorado y la Maestría en Estudios Territoriales de la Universidad de Caldas, así como en buen número de talleres sobre complejidad aplicada a las políticas públicas, la agroalimentación, la medicina, el arte, la música, la gestión y el diseño urbano y la antropología impartidos mayormente en América Latina y España. Todos esos cursos han incluido, desde ya, instrumentos “rizomáticos” de autómatas celulares al lado de otras algorítmicas, metaheurísticas y sistemas complejos adaptativos, integrando asimismo fractalidad, redes dinámicas, teoría del caos y modelos microscópicos de simulación (cf. Reynoso 2010; 2011; 2013 ). Este background ha probado ser útil no ya como la herramienta para tomar posesión de una única verdad como ésa que persigue la teoría que nos ocupa, sino como una heurística para alentar una conciencia autocrítica más viva de la multiplicidad de elecciones posibles y como fondo de experiencia para identificar mejor los alcances, los límites y los malentendidos recurrentes que se esconden detrás de conceptos de evidente complejidad de los que la tecnología actual nos permite disponer. Esta circunstancia proporciona, como acordarían hasta los codificadores del Anekāntavāda, un conjunto de perspectivas (literalmente) que la formación estándar de los antropólogos o de los licenciados en filosofía o literatura no suele contemplar. Algunas de esas perspectivas coinciden casi exactamente con los campos del saber a los que ha hecho alusión implícita Viveiros como el generoso profeta y name dropper histriónico que a él le fascina encarnar y poner en escena. Pero la diferencia entre nosotros es que él nunca se vio en la necesidad de ahondar en esos campos lejanos ni de pasar por la dura, prolongada y poco glamorosa ordalía del aprendizaje o por la consulta de los repositorios científicos originales (como por ejemplo la obra técnica de Bernhard Riemann, de John von Neumann, de Benoît Mandelbrot, de John Holland, de Stephen Wolfram…), cuya lectura nos presenta un mundo tan extraño extraño, contraintuitivo y ajeno como el de cualquier Weltanschauung que la 244

antropología haya confrontado jamás. Mucho más que en las experiencias ya mencionadas, mi visión del tema específico de las mal llamadas multiplicidades riemannianas (que es lo que en el presente capítulo está mayormente en juego) no se basa en los cuatro párrafos de jerga deleuziana setentista y en los mantras de hagiografía pos-estructural de Daniel W. Smith en que se funda Viveiros, sino en mi consulta permanente de las fuentes del siglo XIX cuyos vínculos de Web proporciono más adelante, así como de un amplio conjunto de la literatura contemporánea cuyos títulos más atinentes he puesto a disposición de quien lo requiera (Laugwitz 1965 ; 1999; Cartan 1983; Perdigão do Carmo 1992 ; Morgan 1993; Kleinberger 1995; Lee 1997 ; 2002; Postnikov 2000; Berger 2002 ; Bendito, Carmona y Encinas 2004 ; Chavel 2006 [1994] ; A. Lautman 2006; Gromov 2007 [1999] ; Jost 2008 [1995]; Windham 2008 ; Gudmundsson 2015 ; véase en especial Scholz 1999 ). Envidio a Viveiros, y lo digo de corazón. Como habré de demostrar escrupulosamente de aquí al fin del capítulo, todo lo que él debió hacer no ha sido más que leer un poco de literatura filosófica posmoderna y pos-estructural de exégesis, operar unos pocos renglones de copy & paste de literatura intermediaria, omitir cualquier rastro de definición cuidadosa, minimizar el aparato de formalización, reprimir toda confidencia de duda, frustración o dificultad, ignorar que la especificación filosófica en que se inspira es metódica y deliberadamente distorsiva (cf. pág. 263 más abajo), exagerar la importancia de la innovación implicada hasta el límite de lo verosímil, inventar semejanzas entre esos complicados formalismos de geometría diferencial y el pensamiento de un par de figuras de la antropología que no documentan experiencia de lectura en ese terreno, instaurar una normativa basada en expresiones sistemáticamente engañosas y a la que él mismo no se atiene, excluir todo asomo de ejemplificación convincente de caso de uso y dejar que los deslumbrados colegas se las arreglen. Y dejar también, más importantemente, que los antropólogos enganchados en el movimiento sigan alimentando la ilusión de que se pueden comprender esas ideas matemáticas o las elaboraciones que se desencadenaron alrededor de ellas sin “algún conocimiento de cálculo (multivariable) avanzado, un semestre de álgebra lineal y un poco de topología general [así como] hábito en el seguimiento de pruebas y razonamientos formales” (o capacidad equivalente), que es el perfil que los matemáticos suelen exigir a quienes ya están hace rato encaminados en ese campo para el mero abordaje de libros que se dicen introductorios (v. gr. Laugwitz 1965: xiii ). A fin de comprender mi planteamiento del problema (que aquí no es otro que el de la interpretación deleuziano-viveiriana de la ‘multiplicidad’) no hace falta, estimo, comprender todo eso; pero para trabajar en base a ese concepto en geometría diferencial y para exportarlo con provecho a la propia disciplina (o para decidirse a no hacerlo) doy fe que sin una base de ese tipo no se llega muy lejos ni se accede a una narrativa multiplicitaria con chances de aproximarse a un discurso científica o filosóficamente congruente. Desde las perspectivas en las que me he posicionado se advierte que los matematismos favoritos de los pos-estructuralistas, sobre todo los de origen deleuziano, no han sido gestio245

nados con un mínimo de adecuación ni en sus locaciones filosóficas de origen ni en su destino antropológico. El hecho es que Deleuze, amén de sus lecturas admitidamente monstrueuses, experimentaba dificultades técnicas de entidad desde mucho antes que nuestros antropólogos comenzaran a aplaudirlo. Cualquier estudiante primerizo de cada especialidad matemática involucrada podría dar testimonio del uso impreciso, ingenuo o absurdo de aquellos formalismos tanto en la especificación filosófica como en los relativamente pocos nichos de las ciencias sociales en los que se los ha querido implementar. El problema con esos desarrollos es que el valor de verdad de lo que alegan no es fácil de establecer porque los criterios veritativos a los que se atienen han dejado de ser explícitos. Conozco una larga docena de papers y libros publicados por deleuzianos fundamentalistas que buscan justificar el uso visiblemente sesgado, palabrero y discordante de los modelos matemáticos por parte del maestro, aduciendo que lo suyo entraña más bien una forma alternativa de formalización (una cuasi-matemática del pliegue, una matemática de la problematicidad, una matemática virtual, nómade, nueva y dinámica de los eventos) que debe juzgarse según otros parámetros, los que son tan permisivos que no se ha sabido de ningún estudioso que haya admitido tropezar con una aporía, afrontar dilemas de tratabilidad, escala o adecuación, o encontrar ya sea una idea que le hace ruido o un objeto que se le resiste. Todavía, empero, no he dado con ningún argumento de este género que haya logrado convencerme, dado que la coraza defensiva que se ha erigido para encubrir la discrepancia entre el pensamiento deleuziano y la razón matemática a la que los partidarios invocan retorcidamente (sin renunciar ni a nutridas referencias de autoridad ni a una cierta petulancia filológica) logra el efecto de que, en términos popperianos, todas las aserciones edificadas sobre esa filosofía matematizante resulten inverosímilmente perfectas y constitutivamente infalsables (cf. Plotnitsky 2003 ; 2006; 2009 ; D. Smith 2006; 2012: cap. 17 ; Bowden 2009 ; 2011; Duffy 2006; 2009 ; 2013; DeLanda 2012; Zourabichvili 2012 ; De Freitas 2013 ). Pero si fuese verdad que el juego de los matematismos al que se consagraron los pos-estructuralistas se atenía a regímenes peculiares de especulación creadora y a una epistemología distintiva, eso debería haberse anunciado y puesto en claro antes o durante la plasmación del discurso fundacional, y no veinte años después, cuando terceros en discordia desvelan que su desempeño lógico está plagado de aporías, que los enunciados fácticos son inciertos, que cada exégeta ha inventado una hermenéutica divergente, inconciliable, dada vuelta o extravagantemente subjetiva para cada concepto y que toda la matemática implicada oscila entre la que es irrelevante a los fines de los problemas empíricos que ellos mismos plantean y la que está sencillamente mal. A esa línea de alegaciones deleuzianas ad hoc le ronda, de todas maneras, un contrasentido incontrovertible: si estuviéramos en presencia de una matemática tan iconoclasta, no se entiende muy bien que los guardianes del templo dilapiden tantas energías para hacernos creer que lo que ellos aseveran se basa en la lectura atenta de la obra de Bernhard Riemann y en una cuidadosa elaboración coordinativa con un segmento clave de la conceptualización de 246

nuestras ciencias. Lo cierto es que en su transferencia hacia la antropología perspectivista la obra riemanniana ha devenido menos una fundamentación axiomática independiente que un calco anticipatorio de la lectura latouriana de Gabriel Tarde, de un fragmento no precisado de la monadología de Leibniz vista a través de los ojos de Deleuze, de la simbología autorreferencial de Roy Wagner, de la pos-pluralidad de Marilyn Strathern, de los párrafos claves de la filosofía rizomática y de toda filosofía con aroma a heterodoxia que a Viveiros y a los suyos se les haya ocurrido invocar. Que además de todo eso el pensamiento amerindio exhiba tal grado de homo- o isomorfismo y un destino de concordancia con la filosofía posestructural, con la fractalidad, con la técnica hologramática y con la geometría proyectiva riemanniana (para no hablar de la ulterior topología y de la teoría de conjuntos) y que a pesar de eso carezca de acceso consciente a su propia racionalidad no sólo constituye un grandioso milagro intelectual sino un enigma mucho más intrigante que cualquier dilema que toda esta maquinaria polimorfa estaría en condiciones de resolver y superar. En la primera parte de este apartado crítico no me referiré gran cosa a la comprensión de los matematismos de la multiplicidad por parte de Viveiros. Ella no raya demasiado por debajo, a decir verdad, de la comprensión de la lógica binaria, de la lingüística o de la complejidad organizada exhibida por (digamos) Claude Lévi-Strauss, Georges Balandier, Charles Newbold Adams o incluso Gregory Bateson cuando éste se permitía dormir sus desconcertantes siestas de Homero (cf. Reynoso 1990 ; 2006: 47-64; 2008a: cap. 4). Pero a pesar de que Viveiros ha acordonado su modelo con un dispositivo didáctico que trasunta un entendimiento menos que perfecto de casi todos los algoritmos involucrados, yo me permitiré desarrollar mi visión sobre la idoneidad de las apropiaciones por parte de los pos-estructuralistas filosóficos dejando a los perspectivistas antropológicos mayormente en paz excepto cuando sus atropellos se tornen insoportables, o cuando a una equivocación primaria rayana en lo incoherente ellos agreguen una hermenéutica peor. Resta decir que esta parte del ensayo me reconcilia con el núcleo duro de la antropología y me motiva particularmente, porque (a diferencia de lo que ha sido siempre el caso de mis choques con el estructuralismo, con la escuela de Edgar Morin, con la autopoiesis o con el giro posmoderno) ahora el asunto concierne menos a lo algebraico o a lo tecnológico que a lo epistemológico y a lo político. Si ha habido una provocación paródica a la ciencia y al trabajo de la mejor antropología por parte de los filósofos de París, de sus replicadores en la intelectualidad texana y de sus turiferarios latinos vueltos a la metafísica y hoy ansiosos por hacerse escuchar en Chicago –y haya sido intencional o involuntaria me consta que la hubo– los párrafos que siguen han de leerse como mi modesta y alegre retaliación. Debido a que hace poco he escrito un libro entero consagrado a sondear los conceptos deleuzianos de rizomas, gramáticas, ritornelli, jerarquías, espacios y árboles, y dado que he consignado el puntero correspondiente en la bibliografía, procuraré no caer en redundancia con lo que expuse en él y concentrarme aquí en el comentario crítico de un solo concepto deleuziano en el que reposa la casi totalidad del edificio pos-estructural de Viveiros. Me re247

fiero, naturalmente, al concepto de multiplicidad, abordado aquí más hondamente que en mi otro libro84 y con referencia puntual al tratamiento que se le ha dado en el perspectivismo. Para elaborar esta crítica será menester recurrir con frecuencia a las ideas y escritos de Deleuze y Guattari, a quienes de ahora en más aludiré mediante el acrónimo D-G.  El concepto de multiplicidad le viene a Viveiros de la lectura que Deleuze (ya desde antes de trabajar con Guattari) alegó haber hecho de elaboraciones de segunda mano de la versión francesa de un conjunto de ensayos inaugurales de las altas geometrías escritos por el portentoso matemático alemán Bernhard Riemann [1826-1886], autor cuya opera omnia he puesto a disposición del lector, tanto en su edición original como en sus diversas traducciones, a efectos de habilitar las comprobaciones a las que haya lugar (Riemann 1851 ; 1867 ; 1876 ; 1898 ; 2004 ; S/f [1876]  versus Deleuze 1966: 31-33, 79). Mi hipótesis inicial establece que en su apropiación antropológica la multiplicidad ha devenido un concepto-cajón apto para cualquier circunstancia, premeditadamente multiforme y asociado a una connotación de excelencia sólo comparable a la que goza la idea de deconstrucción: una connotación que en el fondo carece, sin embargo, de una denotación precisa, de la utilidad heurística que se le asigna y de la más modesta capacidad instrumental en antropología por cuanto la interpretación de la idea original y de sus exégesis por parte de DG es inatinente, contradictoria e inexacta, y lo es sin atenuantes. Como se verá, el sentido que pudo haber tenido el concepto en el campo de las matemáticas (y más en concreto, en las geometrías no euclideanas, en geometría diferencial y en topología) quedó, como se dice, lost in translation; y lo peor del caso es que aun cuando no se hubiera manifestado la distorsión que se manifestó, sigue siendo en extremo dudosa la utilidad del concepto para cualquier antropología imaginable. La multiplicidad no sólo no posee los atributos matemáticos que se le atribuyen, sino que aun en términos de pura antropología no se atiene a los requisitos de especificidad contextual, fractalidad, hologramaticidad, nosometimiento al pensamiento Occidental, carencia de valores constitutivos susceptibles de 84

El desmontaje que he practicado en ese mi libro predilecto se realiza prevalentemente desde la lingüística y la antropología. Algunos hallazgos de mi investigación me han llegado a sorprender más allá de mis expectativas: ninguna de las ideas que Deleuze atribuye a Chomsky, por ejemplo, puede probarse que haya sido sustentada por éste alguna vez. Ningún texto que Chomsky escribiera fue citado o siquiera mencionado indirectamente por Deleuze, lo que junto a otros elementos de juicio que allí desenvuelvo me lleva a dudar que los haya leído o (en caso que los leyera) que haya comprendido o que recuerde algo de lo que leyó. Todas las afirmaciones de Deleuze sobre fractalidad, sobre la implementación de los rizomas como redes de autómatas finitos, sobre los espacios lisos y estriados o sobre la naturaleza territorial/local del ritornello son fáctica, musicológica, antropológica y técnicamente insostenibles, y alcanza con la consulta de un puñado de estudios originales que allí integro y detallo para poner al desnudo la fatuidad de lo que él promueve. Ya no se trata de una limitación del conocimiento deleuziano en materia de altas matemáticas sino de una falencia de cultura general que el filósofo legará a los marcos conceptuales de quienes opten por prestarle crédito. Mi libro se encuentra en http://carlosreynoso.com.ar/?p=7901 (visitado en setiembre de 2015); la segunda edición ampliada se publicará en breve en esta misma colección. 248

medición, favorecimiento de los procesos que liberan el deseo y no-subsunción de casos concretos a principios abstractos que debería satisfacer en tanto ejemplar por antonomasia del nuevo concepto wagneriano y viveiriano de concepto (Viveiros 2010a [2009]: 21, 63, 115 ). La multiplicidad, en una palabra, dista de ser lo que que en el avispero deleuzianoperspectivista quiere creerse que es tanto en lo que respecta a las matemáticas académicas como en lo que concierne a su armonía con la misma teoría antropológica que la patrocina. Hasta su mero nombre se origina en una confusión. Veamos para empezar los múltiples sentidos que Viveiros atribuye al concepto de multiplicidad en Metafísicas Caníbales: El libro expone e ilustra una teoría de las multiplicidades, sin duda el tema deleuziano que ha tenido la mayor repercusión en la antropología contemporánea. La multiplicidad deleuziana es el concepto que parece describir mejor no sólo las nuevas prácticas de conocimiento propias de la antropología, sino también los fenómenos de las que éstas se ocupan. Su efecto es ante todo liberador. Consiste en hacer pasar una línea de fuga entre los dos dualismos que forman de alguna manera los muros de la prisión epistemológica en que está encerrada la antropología (para su propia protección, por supuesto) desde sus orígenes en las tinieblas de los siglos XVIII y XIX: Naturaleza y Cultura, por un lado, Individuo y Sociedad por el otro, los "marcos mentales últimos" de la disciplina, los que, como se acostumbra decir, no podemos considerar falsos porque es a través de ella que pensamos lo verdadero y lo falso. […] Es posible que el concepto de multiplicidad sólo haya llegado a ser antropológicamente pensable –y por lo tanto pensable por la antropología– porque nosotros estamos pasando a un mundo no numerológico y posplural, un mundo en el que jamás hemos sido modernos; un mundo que ha dejado atrás, por desinterés más que por cualquier Aufhebung la alternativa infernal entre el Uno y lo Múltiple, el gran dualismo que gobierna los dos dualismos mencionados más arriba así que muchos otros dualismos menores. La multiplicidad es así el metaconcepto que define cierto tipo de entidad cuya imagen concreta es el “rizoma” de la introducción de Mil Mesetas. Como ha observado Manuel DeLanda, la idea de multiplicidad es fruto de una decisión inaugural de naturaleza antiesencialista y antitaxonomista: con su creación, Deleuze destrona las nociones metafísicas clásicas de esencia y tipo (Viveiros 2010a [2009]: 100-101 ).

Lo más sorprendente es que en su presentación original el concepto que Deleuze adjudica a Riemann no tiene que ver con los atributos que aquél imagina y con las definiciones que los deleuzianos han reproducido. De hecho, el concepto riemanniano originario no guarda relación ni con colectivos, ni con totalidades, ni con una decisión contraria a la taxonomía, ni con la impugnación del dualismo, ni con las redes de autómatas finitos que D-G llaman rizomas y que, como bien se sabe, en su encarnación formal pertenecen de lleno a las matemáticas discretas (cf. Reynoso 2006: 193-234; 2010: 39-90; Abu-Taieh y El-Sheikh 2010: 33, 57). Si se nos da por conversar con un matemático sobre la paráfrasis deleuziana de la noción riemanniana de multiplicidad (con sus líneas de fuga entre los dualismos y el papel de éstos en los juicios sobre lo verdadero y lo falso) no es seguro que entienda qué es lo que estamos queriendo decir. El motivo de este malentendido no es la falta de comprensión por 249

parte de los matemáticos de los primores de una filosofía demasiado compleja, sino el hecho de que las multiplicidades riemannianas (en rigor, las variedades riemannianas) no tienen un ápice que ver con todo esto. A lo que Riemann se refería originariamente es a un concepto que haríamos bien en traducirlo al castellano como ‘diversidad’ o ‘variedad’, que hoy tiende a traducirse al inglés como manifold y que he ilustrado en nuestras figuras 4 (pág. 250) y 5 (pág. 251) en dos de sus encarnaciones imaginables.

Figura 4 – El disco es un manifold que mapea una parte de la esfera. Se necesita un atlas de 6 mapas (cada uno de ellos un manifold) para cubrir toda la esfera. © Jitse Nielsen - http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Sphere_with_chart.svg.

Ahora bien, un manifold [ lit. ‘variedad’] es un espacio topológico que a una escala suficientemente pequeña se parece al espacio euclideano de una dimensión específica; de este modo, una línea y un círculo son manifolds unidimensionales, un plano, un cilindro, una botella de Klein y una esfera son manifolds bidimensionales y así sucesivamente. Dicho de otro modo, un manifold es un espacio localmente euclideano, para lidiar con el cual existe un cálculo bien definido. En la geometría de Riemann, como ya hemos entrevisto, la cabal comprensión de la idea de manifold requiere, por lo menos, conocimientos amplios de cálculo diferencial y familiaridad con las nociones, teoremas y métricas de la geometría riemanniana.85 Todos los manifolds de Riemann conllevan una métrica. Ningún manifold es ‘múltiple’ en ninguna acepción de la denotación informal, literal o ‘silvestre’ (Über wilde) de multiplicidad, que es la idea que prevalece en la filosofía rizomática y en la antropología 85

Conexiones afines y riemannianas, flujo geodésico, vecindades convexas, curvatura de Ricci, tensores, campos y ecuaciones de Jacobi, teoremas de Hopf-Rinow, Liouville, Rauch y Hadamard, conexiones de LeviCivita, isomorfismos, homeomorfismos, difeomorfismos, etcétera. Niguna de estas palabras fue jamás pronunciada o escrita por Deleuze. Igual que sucede con las nociones derridianas que son concomitantes a la idea de deconstrucción (entame, parergon, farmacia, etc), no encuentro razonable que se hable de variedades riemannianas sin tener noción de los términos que conforman el espacio conceptual al que ellas pertenecen. 250

perspectivista pos-estructural: una idea ahogada en el más banal sentido común por rebuscada que sea la jerga que la recubre, por difusa que sea su semblanza y por fenomenales que sean las cualidades paradojales que se le atribuyen.

Figura 5 – Variedad (‘multiplicidad’) riemanniana bidimensional con sistema de coordenadas ortogonales y varias sub-variedades (sub-manifolds) curvas. Puesta en Dominio Público por StuRat.

El nombre de manifold con que habitualmente se nombra a las variedades es el equivalente inglés de Mannig faltigkeit, término que Riemann (1851: 33 ) usó por primera vez (junto a la noción de superficie) en la conferencia inaugural en Göttingen. El texto de lectura de esa conferencia fue lo que hoy llamaríamos su tesis de doctorado, escrita bajo la dirección de Carl Friedrich Gauss [1777-1855]. Más tarde, en su todavía más famoso discurso de habilitación para optar por el título de Privatdozent, Riemann –inesperada figura tutelar del panteón rizomático y perspectivista– definió las bases para distinguir entre manifolds discretos y continuos, puntos de partida de la ulterior teoría general de conjuntos y de la topología moderna respectivamente (Riemann S/f [1876 {1854}] ; Scholz 1999: 26 ). Como ya he dicho, y como nunca repetiré lo suficiente, Mannig faltigkeit (concomitante al adjetivo mannigfaltig, “variado”, “diverso”) no es sino el vocablo original que llega a D-G a través de una serie de traductores, hermeneutas y divulgadores bajo la forma no del todo incorrecta pero sí engañosa de multiplicité. Los efectos del sesgo connotativo y de la redefinición del campo de los valores semánticos implicados por la traducción imperfecta de términos técnicos se muestran aquí particularmente dañinos, nublando incluso el pensamiento de un crítico de Deleuze esporádicamente criterioso, tal como lo ha sido Alain Badiou (2000 ), quien tampoco ha cumplido con la 251

exigencia irrecusable de leer en forma directa la elaboración original y de comprender la conceptualización formal en plenitud. Alcanza con ver lo que D-G dicen de Riemann para constatar que la concepción que estos filósofos alientan sobre el pensamiento riemanniano se basa en elaboraciones terciarias no muy bien comprendidas, en una voluntad muy poco rizomática de legitimación a todo trance y en la confianza en la aceptación pasiva por parte de la comunidad intelectual antes que en la inspección honesta de la herramienta que creen haber adquirido y en el conocimiento íntimo de las fuentes en alemán que se le refieren, o de su traducción más o menos correcta a la lengua que ellos conocían mejor. Esa traducción ha sido al mismo tiempo problemática y reveladora y tal vez (mucho más que la admitida lectura imaginativa, filosofante e imaginaria de las matemáticas) deba cargar con parte de la culpa por la confusión que generó. La cuestión es que el ignoto L. Laugel tradujo Mannigfaltigkeit indistintamente como multiplicité y como ensemble, opción esta última que priva al término de la imaginería de horda o muchedumbre zoológica primordial –nómade, igualitaria, rizomática, salvaje, heterogénea, paleolítica y edénica– que D-G y quizá también Clastres en su breve periplo deleuziano habían creído encontrar en ella (Riemann 1898: 44, 195-197, 413-416 ).86 Multiplicité, mientras tanto, sugiere que las variedades mismas, por singular que sea el lexema que las denota, poseen un carácter colectivo, innumerable o altísimamente numeroso, una idea que no estaba en el ánimo de Riemann ni forma parte del sentido de la expresión en el uso técnico contemporáneo, el cual se restringe en última instancia a problemáticas de la curvatura que tampoco están orientadas en principio a la comparación. De hecho, algunos objetos matemáticos bien conocidos (el atractor de Rössler [1976 ], por ejemplo) poseen un solo manifold, mientras que muchísimos otros están compuestos por (o son coextensivos a) un número variable de elementos pero no se asocian a ningún colectivo de conjuntos que alguien se haya interesado en tipificar. Los términos alemanes para multiplicidad/multiplicity/multiplicité son Vielfachheit o Vielheit, expresiones que 86

El lector puede consultar los originales y la traducción francesa de L. Laugel y J. Hoüel de las obras completas de Riemann en el hipertexto bibliográfico al final de este documento. Los traductores al inglés han optado por expresar como adjetivo el sustantivo original, derivado del inglés antiguo maniġfeald, emparentado con el altogermánico medio manecvalt y el sueco mångfaldig. Para ser un sustantivo en plenitud, el término inglés debería ser manifoldness, que es lo que propuso originariamente el traductor de Riemann al inglés y genial matemático William Kingdon Clifford [1845-1879] cuya bella versión de la obra de Riemann también he puesto en línea (Riemann 1867 ). Pese a que fue él quien trajo a cuento el tema de la sustantividad, Deleuze nunca mencionó esta traducción. Recordemos que él, a diferencia de Marx, no hablaba ni escribía con fluidez en inglés y no leía ni siquiera a grandes brochazos en alemán, en griego o en latín (cf. Dosse 2009: 128, 598). Conviene recordar que Lévi-Strauss tampoco. Incluso cuando en Leibniz y el Barroco Deleuze remite con no poca petulancia a páginas de la monumental Philosophischen Schriften leibniziana publicada en Berlín por Carl Immanuel Gerhardt, lo hace con referencia a textos cuyos originales están en francés (cf. Deleuze 1989 [1988]: 15 n. 14, 16 n. 16, 18 n. 19, 23 n. 31, 25 n. 2, 32 n. 13, 34 n. 17, etc.; Leibniz 1885: 1-437, 529-555, 579-606, etc. ). Con la obra completa de Riemann y de Leibniz a la mano y a disposición del lector, insisto en que Deleuze jamás mencionó o citó un texto de la tradición filosófica o matemática anglosajona o alemana (o castellana, o rusa, o sánskrita o lo que fuere) que no estuviera traducido al francés. Nadie se ha hecho cargo, a todo esto, de las muchas y flagrantes traiciones de la traducción. 252

Riemann tampoco utilizó. Aunque multiplicité no está del todo mal en tanto no connote numerosidad, diferencia o repetición, la traducción más ajustada de Mannigfaltigkeit habría sido variété, opción escogida por J. Hoüel que aparece esporádicamente en la versión francesa de los textos póstumos de Riemann pero no en la traducción del Discurso de Habilitación al que D-G probablemente no leyeran más que a través de divulgadores y comentaristas celebérrimos pero de variado crédito e influencia: Albert Lautman, Jules Vuillemin, Henri Bergson, Gilles Chatelet, Hermann Weyl (cf. D-G 1980: 46, 178, 462, 604, 606; cf. Deleuze 1966:31). Desbaratando de un soplo la trama de la interpretación deleuziana, la traducción castellana aceptada por los matemáticos es, sencillamente, variedad. Viveiros parece intuir que “variedad” es una traducción equivalente a “multiplicidad”, por cuanto en una ocasión cita a “Albert Lautmann, el autor de referencia de Deleuze para todo lo relacionado con las matemáticas” a propósito de la eliminación de un centro de coordenadas privilegiado que Viveiros cree que se estipula en las geometrías riemannianas; Lautman usa, en efecto, más “variedad” que “multiplicidad”, excepto en las ediciones en las que sus traductores deleuzianos metieron mano, sustituyendo una y otra vez la palabra real por la que mejor concilia con su ideología (cf. Viveiros 2010a [2009]: 107 ; Lautman 1938b: 34, 35, 43-45, 51, 68 y 71-73 versus Lautman 2011 [2006]: 121-123, etc. ). Hay un número de inconvenientes con la cita de Viveiros, sin embargo, debido a que [1] el apellido de Albert Lautman [1908-1944] aparece invariable e irresponsablemente germanizado como “Lautmann” en varios de sus textos y en diversas ocasiones, sugiriendo que Viveiros o bien no tiene idea de quién se trata o no estima necesario mantener cuidado sobre referencias tan delicadas; [2] más allá de que sean inherentes o heterónomas, las métricas riemannianas permiten medir longitudes, ángulos, superficies (o volúmenes), curvaturas, gradientes de funciones y divergencias en campos vectoriales en cualquier variedad en función de un sistema local de coordenadas;87 y [3] según la documentación que está a mi alcance y su propio silencio bibliográfico, en la elaboración de su ensayo Viveiros nunca dejó constancia hasta hoy (26-10-2015) de haber leído una sola página de la obra de Lautman, pues sólo conoce al autor por mediación de un artículo del ultradeleuziano Daniel W. Smith, cuya referencia en la bibliografía referida por Viveiros tampoco es impecable en ninguna edición conocida del libro (cf. Viveiros 2009a: 84, 202 ; 2010a [2009]: 107, 254 ). Este Smith, aclaro, no debe confundirse con Paul Smith (1988) que es el escritor a través del cual su admirada Marilyn Strathern leyó a Derrida, pues en este ambiente sobrepoblado de glosas y facilitaciones –como bien lo mostró Sergio Morales Inga (2014 )– nadie lee en forma directa los trabajos de ningún estudioso de primer orden que se encuentren por encima de un módico umbral de dificultad mientras haya chances de evitarlo (cf. Strathern 2011: 245, 247-248 ).

87

Véase la introducción a la curvatura de John M. Lee (1997) y el artículo sobre “Variedad de Riemann” en Wikipedia (http://es.wikipedia.org/wiki/Variedad_de_Riemann – Visitado en setiembre de 2014). 253

Lejos del retrato que de él pintan primero Deleuze y luego Viveiros, Lautman (1938a ) sostenía la universalidad y unidad de las matemáticas y es justamente famoso por ello. Pero en lo personal lo primero que me avergüenza de la cita de Viveiros es la arianización del apellido de un matemático judío bien conocido que fue asesinado a tiros por la espalda cuando intentaba escapar de un campo de concentración alemán en Toulouse.88 Predigo que alguno de mis críticos perspectivistas (Saul Millán, acaso Calavia Sáez) me acusará de agigantar meros errores ortográficos, como el primero de ellos ya intentó hacer –solemnizando el tono y blandiendo el dedo índice para que sonara más aleccionador– en una reciente conferencia mía en México a propósito de mi señalamiento de las candorosas confusiones de Latour entre Pitt Rivers y Rivers Rivers y entre la etnografía y la recolección de artefactos que reporté en el capítulo precedente.89 Aunque en un artículo anterior Viveiros (2007: 101 ) haya incurrido en la misma pedestre Arisierung del apellido Lautman y jamás lo haya nombrado como se debe, no puedo excluir que en su texto mayor (así como en sus traducciones al castellano, al francés y al inglés por parte de los fidelísimos perspectivistas Stella Mastrangelo, Oiara Bonilla y Peter Skafish) se hayan deslizado otros tantos oportunos errores de tipeo o de imprenta (cf. Viveiros 2009a: 84 ; 2010a [2009]: 107 ; 2014b). Pero me reservo el derecho a pensar que después de las sutiles tramoyas des-judaizantes de Mircea Eliade estas asignaciones de pertenencia étnica y las sugerencias de autenticidad y afinidad filológica que las acompañan, por más involuntarias que sean, deberían invitar a una cuidadosa revisión de lo que se publica y, si ya es tarde para ello, a una fe de erratas y a una explicación que estén a la altura de la magnitud del quíntuple descuido. Lo mejor sería, empero, por respeto a los alumnos, a los colegas y a los conocedores, que si quien tiene la palabra no sabe exactamente de quién está hablando y si la idea no viene estrictamente al caso, se abstenga al menos de hacer pedagogía al respecto: que aplique la navaja de Occam, digo, que era lo que nos mandaba hacer (una vez más) Gregory Bateson. No obstante la aparente disponibilidad del artículo de [Daniel] Smith, Viveiros sigue sin plantearse la posibilidad de que “variedad” signifique algo distinto a lo que él primordialmente imagina. Otro factor que me suena disonante, además, es que, dado que Viveiros nunca dio testimonio de haberse acercado a la obra de Lautman ni tuvo de ella una visión de conjunto, se perdió de saber que este autor fue un partidario ferviente de la concepción dialéctica de las matemáticas y amaba clarificar sus ideas usando diagramas arbolados, a los cuales en el microcosmos maniqueo de los deleuzianos sólo los déspotas son proclives (cf. Lautman 2006; Barot 2010 ; Larvor 2010b: 189 ). Pensando exactamente lo contrario de lo que convendría a D-G y a Viveiros, Lautman había desarrollado una imagen de las 88

Una versión más firme que contradice la anterior alega que Lautman fue miembro de la resistencia y fusilado como tal el 1° de agosto de 1944 en el campo de Souge en Martignas-sur-Jalle, cerca de Bordeaux, recibiendo póstumamente la Medalla de la Libertad. Cualquiera haya sido el caso, Lautman (de origen Lotman, en rigor, del mismo linaje que los bien conocidos Paul, Mihhail o el Yuri Lotman de la Escuela de Tartu) es un apellido judío ashkenazi casi tan característico como Cohen, Meyer o Shapiro. 89

Véase el vídeo de esta intervención en http://carlosreynoso.com.ar/Perspectivismo#Video. 254

matemáticas modernas como la expresión o realización de oposiciones conceptuales fundamentales (tales como continuo/discontinuo, global/local, definido/indefinido, simétrico/antisimétrico, todos y partes, dominios básicos y objetos definidos en esos dominios, sistemas formales y sus modelos). Cada término de esas dualidades era para Lautman una noción; en su sistema, las ideas dialécticas visualizan relaciones posibles entre tales pares de nociones (Lautman 2006: 242-243). Para Lautman “los pares dialécticos dominan lo físico-real de la misma manera en que dominan el funcionamiento de la mente, y las matemáticas son la modalidad más acabada del desarrollo de las posibilidades de conexiones operacionales entre opuestos” (J. Lautman 2006: xiv). Aunque nunca se llegó al extremo de leer de primera mano alguna pieza de su obra y sólo se valoró su trabajo de mediador involuntario entre genios de estatura muy despareja, el pensamiento de Lautman devino para el movimiento un apetecible objeto de deseo, simbiosis y apropiación; pero nada está más lejos del programa rizomático y del imaginario perspectivista que este esquema dialéctico, opositivo y relacional, virgen hasta el día de hoy de toda lectura perspectivista. Volviendo al concepto de “variedad”, diré que por ser manecvalt/Mannigfaltig una locución tan antigua, saliente y de nutrida frecuencia de uso, y siendo -keit el posfijo común para la sustantivación de cualidades, siempre pensé que no era posible probar que Riemann haya sido el primero en convertir el adjetivo en nombre, como veremos que alegaban D-G sin mencionar la fuente de sus datos (D-G 2006: 491). Probar semejante prioridad histórica no es la clase de logros que se pueda alcanzar sin una rigurosa disciplina de lectura, una práctica totalmente ajena a los inconstantes intereses de Deleuze, consagrado a demoler cualquier intento de fundamentación, el de su propio pensamiento inclusive. Ahora bien, con los recientes avances tecnológicos en materia de digitalización y búsqueda cualquiera puede (re)descubrir, en cambio, que el propio director de tesis de Riemann, Carl Friedrich Gauss, había utilizado en el mismo sentido la palabra Mannigfaltigkeit veinte años antes que él en su Theoria residuorum quadraticorum, Commentatio secunda de 1831 (Gauss 1876: 176, 178 ). Veinte años es, en este negocio, una era geológica, sobre todo en esos momentos en que se gestaban ideas tales como las geometrías no euclideanas o la teoría de grafos y los giros de pensamiento que llevarán a la topología. Si D-G hubieran leído al menos la traducción francesa canónica de las obras de Riemann en forma directa y con la atención despierta, habrían advertido que el uso de la palabra por parte de Gauss ya había sido reportado por el traductor J. Hoüel en una nota a las publicaciones póstumas de Riemann90 y no habrían atribuido a éste una revolución que no fue tal o que tuvo lugar de una manera muy distinta a la que ellos reportan. Más sorprendente todavía y más difícil de integrar al modelo deleuziano-viveiriano es el uso de la idea sustantivada de multiplicidad (bajo la forma latina de multitudo) en la obra de Gottfried Wilhelm Leibniz, reconocido predecesor del perspectivismo filosófico y del pen90

Textualmente: “Varietas, Mannigfaltigkeit. Voir Gauss, Theoria res. biquadr., t. II, et Anzeige zu derselben (Werke, t. II, p. 110, 116 et 118). — (J. Houel.)” (cf. Riemann 1898: 282, n. 1 ). 255

samiento rizomático (Deleuze 1989 [1988]; Latour 2005: 14, 95, 192). En el segundo volumen de las Philosophische Schriften, escritas unos ciento veinte años antes de Gauss, Leibniz (1875-1890) define una serie como “una multiplicidad dotada de una regla de orden” (p. 263 ), mientras que en los opúsculos y fragmentos inéditos leibnizianos recopilados por Louis Couturat (1903: 476 ) una multiplicidad es definida como un conjunto sin regla ni orden: “Multitudo est aggregatum unitatum”. De más está decir que ni Viveiros ni Deleuze han referido jamás estas fuentes y que la definición leibniziana de multiplicidad como agregado de unidades contradice de plano la concepción rizomática-perspectivista que aquéllos sustentan junto a otros autores tales como Bruno Latour, Roy Wagner y Marilyn Strathern (Viveiros 2010a [2009]: 103 ; Wagner 1991; Strathern 2004b [1991]: 52-53). Aunque no me he ocupado de seguirle el rastro en la literatura antigua, en lo personal también sospecho que en las lenguas indoeuropeas el sustantivo que denota un manifold (o más bien, la imagen acústica con que más tarde se designaría el concepto de variedad) existe desde épocas muy tempranas. Creo por ende que por más que el metarrelato heroico de DG suene tan apasionante, ni Gauss ni Riemann se vieron en la coyuntura de acuñar nombre alguno ni documentaron ser conscientes de haber logrado dicha hazaña; y por último creo también que el intento de atribuir una gran idea de gestación plural y dominio público a un gran pensador con nombre y apellido atestigua un lugar común propio de una historiografía insidiosa y caduca, un conato individualista y pequeñoburgués de privatización del conocimiento que al menos una discípula y guardiana celosa del patrimonio de Deleuze, Élisabeth Roudinesco, ha sabido cuestionar en su momento. La palabra que denota una noción como Mannigfaltigkeit, en fin, que designa una variante, un objeto diverso, más que ser una creación de un pensador talentoso existe en el uso común de un número muy grande de lenguas. En griego, sin ir más lejos, se han usado πολλαπλότης y πολλαπλότητα desde tiempos inmemoriales; en sánskrito he encontrado numerosos sustantivos para expresar multiplicidad (बहुलता = bahulatā; बहुता = bahutā; बहुल्य = bahulya) y también diversidad (वैश्वरूप्य = vaiśvarūpya = multiform, manifold, diverse; वैरूप्य = vairūpya, etc); el uso de estos vocablos en la mitología, la ciencia y la literatura se remonta a unos cuantos siglos antes de los comienzos de la era cristiana (Monier-Williams 1976 [1899]: 724, 1027 ). En resumidas cuentas, Riemann descubrió (o, diría Roy Wagner, inventó) la multiplicidad tanto como Colón fue el primer humano en llegar a América, lo cual no ha sido óbice para que D-G, totalmente ajenos a la genealogía etimológica, a la traza semántica, al sesgo insistentemente euro y etnocéntrico de su propia narrativa y al significado técnico de su propio vocabulario escribieran en Mil Mesetas: Volvamos a esa historia de multiplicidad, porque fue un momento muy importante la creación de ese sustantivo precisamente para escapar a la oposición abstracta de lo múltiple y lo uno, para escapar a la dialéctica, para llegar a pensar lo múltiple al estado puro, para dejar de considerarlo como el fragmento numérico de una Unidad o Totalidad perdidas, […] para distinguir más bien los tipos de multiplicidad. Así, por ejemplo, el físico-matemático Riemann establece una distinción entre multiplicidades discretas y multiplicidades continuas (estas úl256

timas sólo encuentran el principio de su métrica en las fuerzas que actúan en ellas). […] Nosotros hacemos más o menos lo mismo cuando distinguimos multiplicidades arborescentes y multiplicidades rizomáticas (D-G 2006: 39). […] Evidentemente, un acontecimiento decisivo se produjo cuando el matemático Riemann sacó lo múltiple de su estado de predicado para convertirlo en un sustantivo, “multiplicidad”. Era el final de la dialéctica, en beneficio de una tipología y una topología de las multiplicidades (D-G 2006: 491).

Esto es virtualmente todo lo que tienen que decir al respecto, al margen de un puñado de alusiones oscuras destinadas a dejar flotando la impresión de que el espacio riemanniano por antonomasia es lo opuesto al espacio métrico discreto, un espacio de cualidades antes que de números, poblado de multiplicidades refractarias a la métrica ( D-G 2006: 376, 492, 493). Pero al contrario de lo que luego insinúan D-G (y si bien hay, por cierto, una amplísima topología derivada de Riemann y elaborada por Felix Klein [1849-1925] y Adolf Hurwitz [1859-1919]), un manifold riemanniano se asocia típicamente a una estructura diferenciable que permite realizar los cálculos que sean menester en base a una idea de métrica y proporcionalidad que se encuentra entre las más refinadas, imaginativas y bellas que se han pensado en el mundo.91 Siempre me ha sorprendido menos la capacidad de D-G de incrustar tantas inexactitudes en tan poco espacio que la habilidad de sus partidarios de dar por axiomático lo que ni siquiera es plausible. Observemos, por ejemplo, que el concepto de Mannigfaltigkeit/manifold/variété (acuñado como palabra técnica entre 36 y 16 años antes de la publicación de El Capital ) nunca pretendió implicar nada tan expeditivo y cataclísmico como “el fin de la dialéctica”, una expresión que se refiere a una obsesión bergsoniana que Deleuze hizo suya y que Viveiros no tiene más remedio que llevar a su apoteosis, pero a la que el antropólogo a quien Hegel no lo desvele o Marx no le espante no tiene por qué acompañar. Lejos de eso, Riemann encontró en la filosofía dialéctica en general y sobre todo en la de Johann Friedrich Herbart [1776-1841] sus fundamentos filosóficos esenciales, la noción de manifold continuo y los conceptos básicos que subyacen a la comprensión de un espacio n-dimensional y a la idea misma de magnitud (Herbart 1851 ; Riemann 1898: 281-282 ; Sholz 1982; Laugwitz 1999: 220, 222, 232, 287-292).92 91

En su obra de tesis Riemann, entre paréntesis, jamás mencionó la palabra “topología”, que fue inventada por Johann Benedict Listing [1808-1882]; la noción de espacio topológico sólo se desarrolló a principios del siglo XX. Aspectos importantes de la teoría de la relatividad de Einstein se fundan en la geometría riemanniana y no en tanto en la topología que deriva de Riemann, importante por derecho propio. En este punto recomiendo al lector consultar el bellísimo y oportuno ensayo de Michael Windham (2008 ) que alumbra el camino que va de Gauss a Einstein pasando, naturalmente, por los manifolds de Riemann. 92

Con algunas reservas en lo tocante a la filosofía de la ciencia y la metafísica, Riemann se consideraba herbartiano –lo que es decir dialéctico– en psicología y epistemología: “Der Verfasser ist Herbartianer in Psychologie und Erkenntnistheorie (Methodologie und Eidolologie), Herbart’s Naturphilosophie und den darauf bezüglichen metaphysischen Disciplinen (Ontologie und Synechologie) kann er meistens nicht sich anschliessen” (Riemann 1876: 476 ). A través de los punteros de hipertexto que he definido en la bibliografía de 257

A esta altura del razonamiento queda en evidencia que el discurso deleuziano-viveiriano de la multiplicidad carece de todo rigor y hasta de un grado mínimo de verosimilitud. A fin de que la trama oculta de la forma en que se han construido las dicotomías y los sistemas de valores correspondientes quede un poco más en evidencia, cito la traducción francesa de una frase clave del ensayo de Riemann (de edición póstuma) Sobre las hipótesis que sirven de base a la geometría que D-G parafrasearán a partir de la interpretación exacerbadamente dualista del también dialéctico Albert Lautman (1938a) de maneras siempre entrecortadas y fragmentarias. Escribe Riemann: La question de la validité des hypothèses de la Géométrie dans l’infiniment petit est liée avec la question du principe intime des rapports métriques dans l’espace. Dans cette dernière question, que l’on peut bien encore regarder comme appartenant à la doctrine de l’espace, on trouve l’application de la remarque précédente, que, dans une variété discrète, le principe des rapports métriques est déjà contenu dans le concept de cette variété, tandis que, dans une variété continue, ce principe doit venir d’ailleurs. Il faut donc, ou que la réalité sur laquelle est fondé l’espace forme une variété discrète, ou que le fondement des rapports métriques soit cherché en dehors de lui, dans les forces de liaison qui agissent en lui (Riemann 1898: 297; traducción de J. Hoüel ).93

Esta es la traducción del original que propongo: La pregunta por la validez de la hipótesis de la geometría de lo infinitamente pequeño está ligada a la pregunta sobre la base de las relaciones métricas del espacio. En esta última pregunta, a la que todavía debemos considerar perteneciente a la doctrina del espacio, se encuentra la aplicación de lo señalado más arriba; que en una variedad discreta, el fundamento de sus relaciones métricas está dado en la noción de ella misma, mientras que en una variedad continua, el fundamento debe venir de fuera. La realidad que subyace al espacio debe formar ya sea una variedad discreta, o debemos buscar el fundamento de sus relaciones métricas fuera de ella, en las fuerzas vinculantes que actúan sobre ella (Riemann 1867 ; S/f [1876] ).

este ensayo, el lector podrá comprobar la presencia simultánea de la dialéctica y del concepto de Mannigfaltigkeit en la obra del autor que inspiró un fragmento crucial del trabajo de Riemann (Herbart 1851: xiii, 26, 39, 97, 112, 144, 179, 286, etc. ). 93

En Bergsonisme Deleuze (1966: 32), confundiendo al traductor con el editor, menciona la traducción francesa de la obra de Riemann, aunque sigo estimando dudoso que la conociera de primera mano, toda vez que en su versión de Über die Hypothesen, welche der Geometrie zu Grunde liegen (o sea, la Habilitationsschrift) el traductor J. Hoüel no utiliza la expresión multiplicités sino variétés, tal como lo he subrayado en la cita. Deleuze también confunde, sin la menor duda, la disertación inaugural de Göttingen de 1851 (Grundlagen für eine allgemeine Theorie der Functionen einer veränderlichen complexen Grösse) donde Riemann usa por primera vez en su obra la idea de Mannigfaltigkeit con el discurso de habilitación de 1854 en el cual el matemático caracteriza (como consta en el párrafo citado) la naturaleza endógena y exógena de las métricas correlativas a las variantes discretas y continuas, respectivamente. En ambos trabajos, como sea, Riemann se afinca en una terminología (Grundlagen en el primero, Grunde en el segundo, para no hablar de Hypothesen) que es por completo hostil al proyecto rizomático, el cual se supone abjura de las fundamentaciones, las subsunciones y los enraizamientos. 258

El carácter figurado y levemente antropomórfico de la expresión de Riemann y el desorden convulsivo de las cambiantes paráfrasis de D-G hacen inevitable que muchos interpreten esas correspondencias exactamente al revés de lo debido, como cuando Éric Alliez (2002: 107) (en un volumen al que Viveiros contribuyó con su artículo sobre los pronombres cosmológicos) contrasta las multiplicidades cualitativas internas con las multiplicidades cuantitativas de exterioridad. Igual que Deleuze, también Viveiros ha confundido la atribución de propiedades. Ambos celebran a las multiplicidades continuas y degradan las discretas contradiciendo la especificación de Riemann en el sentido de que el fundamento de aquéllas “debe venir de fuera” [ausserhalb gesucht werden]: toda una contrariedad para lo que pretende ser “una antropología de la inmanencia” (Riemann 1898: 268  versus Viveiros 2010a [2009]: 16 n. 1, 18, 22, 34, 45, 103, 146, 169, 191, 199, 220 ).94 Hasta donde sé, nadie parece advertir que en éste y otros casos la tipología ha quedado cabeza abajo y que por intrínsecas o extrínsecas que sean las relaciones, estructuras y configuraciones referidas para ambas clases de variedad éstas son siempre susceptibles de medición. Pero no hay que salirse de la obra deleuziana para chocar con un número incontrolable de contrasentidos. El colmo del esperpento se alcanza cuando en Le Bergsonisme, mucho antes de concebir Mil Mesetas, el propio Deleuze había escrito que hay […] dos tipos de multiplicidad. Uno está representado por el espacio. […] Es una multiplicidad de exterioridad, de simultaneidad, de yuxtaposición, de diferenciación cuantitativa, de diferencia en grado; es una multiplicidad numérica, discontinua y concreta. El otro tipo de multiplicidad aparece en la pura duración: es una multiplicidad interna de sucesión, de fusión, de organización, de heterogeneidad, de discriminación cualitativa, o de diferencia de clase; es una multiplicidad virtual y continua que no se puede reducir a números (Deleuze 1988: 38 [1966: 30-31]; los contrasentidos son de Deleuze, los énfasis son míos).

No sé cómo se presentará el caso para el lector antropólogo, pero que el espacio sea inherentemente discontinuo y el tiempo no sea susceptible de medirse en absoluto es toda una sorpresa para mí, como sin duda lo sería para el pensamiento que va de Euclides a Riemann y de Riemann a Einstein, inclusive, para no hablar del presocrático que pensó aquello de Aquiles y la tortuga, del perspectivista Leibniz y su cálculo infinitesimal, del matemático indio Bhāskara II (medio milenio anterior a Leibniz, por si no lo han pensado), de quienes conocen la distinción batesoniana entre mapa y territorio, de quienes vieron alguna vez un reloj digital o de quienes propusieron métricas de aceleración, crecimiento o velocidad o, sin ir más lejos, las métricas aplicables a las variedades continuas de la geometría. Contrariando frontalmente a Deleuze y a Viveiros, Riemann en realidad había escrito que “[l]as 94

Escribe Viveiros: “Toda multiplicidad esquiva la coordinación extrínseca impuesta por una dimensión suplementaria (n +1: n y su «principio», n y su «contexto», etc.); la inmanencia de la multiplicidad es autoposición, anterioridad al contexto mismo. las multiplicidades son tautegóricas, igual que los símbolos wagnerianos que, poseyendo su medida interna propia, ‘se representan a sí mismos’ (Wagner, 1986)” (Viveiros 2010a [2009]: 103 ). Contrástese con la definición de Riemann: ¿no cae de suyo que todo está dado vuelta? 259

cuestiones sobre las relaciones métricas del espacio en lo incomensurablemente pequeño no son, pues, cuestiones superfluas” (Riemann S/f ; 1876 [1854]: 267 ). Dejando de lado estas contradicciones y rudezas conceptuales, frutos previsibles de una locuacidad y una grandilocuencia que se han salido de madre y que ignoran la diferencia entre medir y contar o entre razonar y divagar a impulsos del capricho, resta decir que tampoco existe en la obra de Riemann nada que se asemeje a una tipología articulada, exhaustiva y explícita de las multiplicidades –o de las Mannigfaltigkeiten para el caso– lista para ser extrapolada a la comprensión geográfica, antropológica o política del territorio amerindio (cf. Riemann 1876: 36, 255-268, 448-449; 477, 482, 492 ; cf. Dieudonné 2009: 49-50). Lo concreto es que ni el tiempo ni el espacio tal cual vienen son cada uno de ellos manifolds en el sentido riemanniano. Que algo sea medible tampoco implica algo tan drástico como que sea “reducible a números” en algún sentido empobrecedor. El hecho es que diferentes conjuntos de atributos y operaciones matemáticas definen un número indefinido de clases de manifolds distintos, unas pocas de las cuales fueron intuidas por Riemann mientras que muchas otras no lo fueron; hay entonces manifolds compactos, diferenciables o continuos, cobordantes, de Poincaré, Finsler, Grassman, Kähler, Stiefel, Whitehead, Wiedersehen, isoespectrales, invariantes o separadores, algebraicos, abstractos, conectados o desconectados, con o sin bordes, estratificados, simplécticos... Pero ciento cincuenta años después de Riemann y un siglo después de Henri Poincaré la clasificación en sentido estricto de los manifolds por encima de las tres dimensiones ya no es sólo uno de los problemas abiertos de la topología, sino uno que se sabe indecidible (Markov 1958; Stillwell 1993: 45; Lee 2000: 7). Lo más bizarro de todo esto es que Viveiros celebra, siguiendo a DeLanda, que la idea de multiplicidad sea “fruto de una decisión inaugural de naturaleza antiesencialista y antitaxonomista” mientras que D-G honran el papel institutor de Riemann en la creación de una tipología de las multiplicidades (Viveiros 2010a [2009]: 100-101 ; D-G 2006: 491). Toca al lector decidir, una vez más, si aquí nos hallamos ante un caso de doble vínculo o de mala fe, o si estos ruidosos conflictos de sentido indican más bien que tanto D-G como Viveiros, en su dependencia de divulgadores, storytellers, hermeneutas y proteicos y mal leídos “autores de referencia”, han perdido el arte de interpretar correctamente textos que pueden ser prohibitivamente difíciles para el recién llegado, pero que han sido escritos con la claridad del cristal (cf. Viveiros 2010a [2009]: 107 ). Poco a poco vamos viendo que por fácil que sea su desmontaje desmentir las pretensiones del perspectivismo es un proyecto que es cualquier cosa excepto trivial. El perspectivismo pos-estructuralista está aferrado a la idea con uñas y dientes, pues (aunque contradiga a su prédica rizomática contra las raíces y las genealogías) en ella reside una parte importante de su propia legitimación. De otro modo no se entiende qué están buscando –literalmente– tan lejos de la antropología y tomando un desvío tan accidentado. Su doctrina requiere que las multiplicidades sean ajenas a las métricas y a los sistemas de coordenadas, que resulten e260

senciales para la comprensión de la ontología o la cultura y que por algún portento que no se explica sean idénticas a (o hayan sido prefiguradas por) el pensamiento amerindio aborigen. Todo este giro al borde del vértigo, todo este patente desvarío interpretativo indica que los perspectivistas piensan que se necesita esta coincidencia para dar una pizca de razón a Marilyn Strathern y a su discurso sobre los unos y las totalidades, para que tenga sentido su alianza con Roy Wagner y su persona fractal, para tornar obsoleto en complicidad con Latour el concepto de lo social como pluralidad compuesta por individuos, para reprimir y acabar de una vez por todas con cualquier intento de análisis y explicación de la cosa antropológica, para remitir la antropología conocida al arcón de los recuerdos y para conferir plausibilidad a una muchedumbre de argumentos rizomáticos sistemáticamente imprecisos y muy frecuentemente equivocados que cuelgan del hilo de esa idea. Pero en el modelo de D-G en el que Viveiros cree a machamartillo toda esa metafísica depende de una ingeniosa técnica de tergiversación que toca aquí desvelar cómo funciona. El truco es simple: al desarrollar el tema de lo liso y lo estriado (y dado que –recordemos– los autores jamás leyeron directamente y a conciencia la obra de Riemann), D-G citan largamente a Lautman detallando diversos aspectos del espacio riemanniano que no vienen directamente a ningún caso. En el medio de la argumentación cierran las comillas de repente y continúan diciendo que “es posible definir esta multiplicidad independientemente de una métrica…” y siguen en esa tesitura como si fuera Lautman (con referencia a Riemann) quien continúa describiendo espacios y multiplicidades, asignándoles las propiedades que convienen a los filósofos rizomáticos primero y convendrán a los antropólogos perspectivistas después, como si fuera posible no poder medir nada ni indagar la configuración de un objeto pero llegar de todos modos a su definición o a su esencia (D-G 2006: 492). Ésta es acaso la instancia canónica de la “labor de encomillado” en acción, la astucia que hemos visto a Viveiros usar con tanto ingenio (cf. más arriba, pág. 210). En este punto la retorsión se torna tan evidente como incontrolable: Por influencia del traductor L. Laugel Lautman siempre usó la palabra “multiplicidad” como sustituto obvio de manifold o variedad, pero jamás expresó algo tan errado como que una variedad fuera independiente de una métrica (Lautman 2011: 98, 105, 112–15, 118, 131, 132, 158, 163-4, 212, 257, 260-1, 280 ). Es lamentable tener que subrayarlo, pero como el mero nombre de geo-metría lo indica, cualquier texto de geometría riemanniana (y los hay por miles) no se refiere a ninguna otra cosa que a las “proporciones” (vale decir, a las métricas [Massverhältnisse]) de los espacios y manifolds de Riemann (cf. Cartan 1983: 57-84; Perdigão do Carmo 1992: 38, 79 ; Morgan 1993: 34, 41; Lee 1997 ; Gromov y otros 2007 [1999] ; Postnikov 2000). Al lector que todavía crea que la “multiplicidad” riemanniana tiene que ver con colectivos, conglomerados o amalgamas indescomponibles y no cuantificables le recomiendo asomarse a las piezas de software que realizan cálculo de tensores en geometría diferencial, en base a las nociones riemannianas de métricas y curvaturas. Como uno de los pioneros decanos de la raza hacker que algunos dicen que he sido, en mis años jóvenes he colaborado un poco 261

en el desarrollo de esas tecnologías escribiendo unas páginas de código en FORTRAN y Algol que más tarde migraron a otros ambientes (v. gr. Lee 2011 ), por lo que puedo dar fe que en todo este submundo lo que más hay es métrica y que no hay nada en él que refrende la idea de multiplicidad que se alienta desde Deleuze a Viveiros, pasando por Latour.95 A no ser que el empecinamiento de los candidatos a perspectivistas a adoptar una teoría tan adulterada sea verdaderamente irreprimible, una nueva mirada a las figuras 4 y 5 más arriba (págs. 250 y 251), sumada a lo que llevo dicho, puede ayudarnos a despejar las dudas, permitirnos mirar los manifolds a la cara y hacer que comprendamos mejor hasta qué punto los pos-estructuralistas y sus epígonos han pretendido que compráramos (no sé si por picardía o por impericia) su mágico, vacío e imposible concepto de multiplicidad. Sumado a tantos otros elementos de juicio, el feo truco del (des)encomillado, en fin, me lleva a creer que la caracterización de D-G ya no es fruto de una falta de competencia circunstancial o consecuencia de una cadena de intermediación más larga de lo prudente, sino que es producto de un algoritmo astuto susceptible de ser reproducido ad libitum, lo más parecido a una preceptiva metodológica que los precursores del perspectivismo nos han ofrecido hasta hoy. El procedimiento es así: se toma una obra de una autoridad respetada cuya literalidad nadie va a poner en duda, se la hace leer por un tercero (hermeneuta o pedagogo), se enmarca lo que éste dice de cierta manera mediante diacríticos, podas, glosas, catacresis, patáforas y puntuaciones, para de este modo hacerles decir al genio, a su exégeta experto y a los consultores que cuadren lo que uno necesita que cada uno de ellos diga. Si esto no es construir o inventar un metarrelato legitimante o una ficción persuasiva no conozco nada que lo sea. Ningún practicante de una ciencia formal que yo conozca ha hecho esfuerzos tan arduos para fundamentar su trabajo, un propósito moderno que en sí no tiene nada de escabroso pero al que un pos-estructuralista, un latouriano o un rizomático honesto y consecuente que desdeña esa metafísica de la precursitis nunca debería aspirar. Las tramoyas de D-G son empero sólo una parte de la cuestión; el problema mayor para la antropología no es que Viveiros no sea capaz de advertir estas jugarretas de intelectuales que se saben inclinados a la fantasía, sino que construya su edificio conceptual sobre un cimiento tan precario y que contribuya involuntariamente a la engañifa germanizando a un judío víctima del holocausto, desdialectizando las dialécticas de los dos matemáticos más esenciales involucrados, trastrocando los atributos de los objetos que contrapone, ignorando las manipulaciones de traductores y exégetas deleuzianos de Riemann y de Lautman que sustituyen veladamente cada Mannigfaltigkeit, cada manifold y cada variété que encuentran por la inexorable y engañosa multiplicité, y replicando viejas técnicas de argucia referencial que parecen calcadas de los párrafos más mordaces del manual de instrucciones de Latour para la mala ciencia (Latour 1992 [1987]: 32-49; Smith 2006; Duffy 2006; 2009; 2013; 95

Véase la rica página de Wikipedia sobre programas de cálculo de tensores (a la que también he contribuido hace unos meses); para operar con geometrías riemannianas los programas con los que estoy más familiarizado son Ricci (cf. Manual §7.2), TTC (cf. Tutorial sobre manifolds riemannianos), Tensorial, xAct y RGTC. 262

Lautman 2011 [2006] ). A fin de cuentas fue Viveiros quien insistió en apropiarse de ideas de Riemann y Lautman desde la perspectiva antropológica sin tomar la precaución de examinar con exactitud la correspondencia entre lo que la herramienta brinda y lo que los problemas disciplinares demandan y de chequear la concordancia de las fuentes implicadas en la gestación de lo que luego devendría su instrumento principal. No se me debe pedir que demuestre ahora que D-G son fantasiosos, pues al menos Deleuze lo ha confesado ya en Pourparlers (1990), un libro tardío pero anterior a la fundación del perspectivismo al que Viveiros casualmente nunca mencionó. Deleuze ha caracterizado su método favorito de desfigurar referencias como un “encule” (pues sí: enculage, buggery, содомия, thô tục, empome, ensarte ¿cómo debo decirlo?). Es éste un recurso que puso en acción, por ejemplo, cuando se atrevió a afirmar que el principio rector de la filosofía de Spinoza es la univocidad, una noción que a Spinoza nunca se le había ocurrido usar. Un encule deleuziano equivale a una re-escenificación de una idea ajena que destaca aspectos diferentes e inesperados (cf. Callen 2005 ; Sinnerbrink 2006: 62 ). Deleuze lo ilustra diciendo que es como tomar un autor por detrás y hacerle un hijo, reconociblemente suyo, pero monstruoso. Es importante entonces que esta criatura sea verdaderamente hijo del autor que él encula, en el sentido de que éste podría haber dicho lo que él le quiere hacer decir. “Pero el hijo está condenado a ser también monstruoso, porque resulta de todas clases de corrimientos, deslizamientos, dislocaciones y emisiones ocultas de las que yo disfruto” (Deleuze 1990: 6). Aunque Deleuze no lo admite directamente, hay indicios suficientes en las proximidades de la definición que nos ocupa de que su uso de los manifolds riemannianos sea uno de los encules canónicos y de que el concepto de encule mismo sea una justificación de sus descarríos interpretativos en ese terreno específico (Ibid.: 26, 29-30, 124). Puesto que el truco proporciona a quienes lo perpetran una diversión pantagruélica y alivia la presión sobre los valores de verdad de los dichos deleuzianos, y dado que en Mil Mesetas no hay una puntuación batesoniana del contexto o una marca formal que identifique la índole metafórica o literal del discurso, entiendo que Viveiros debería indicar cuáles son las instancias en las cuales Deleuze o él mismo están escenificando esta clase de enculages y en qué momentos se está hablando de ciencia más responsablemente. A menos, claro, que Viveiros desconozca una vez más la existencia de este juego rizomático de distorsiones transparentes y de evasivas opacas cuya fama se ha viralizado, que hasta los internautas y aficionados curiosos que frecuentan Wikipedia conocen y que la disciplina no puede seguir ignorando sin hacer el ridículo o sin que alguien ofrezca, una vez más, la explicación que se impone. Retornando de esta metáfora hardcore de sodomía filosófica explícita pero clandestina cuyo valor ético, estético y analítico dejo que el lector decida, debemos concluir que no existe nada que se parezca a un espacio riemanniano inherentemente no-métrico, monolítico, indivisible, refractario a todo conato de medición o categóricamente emancipado y hostil a la concepción euclideana del espacio que se maneja desde siempre en las ciencias sociales o 263

en los mapas cognitivos que rigen la visión de las cosas en la vida cotidiana de los Yawalapíti, de Viveiros, de usted y de mí (cf. Barkowsky y otros 2003: 219; Berger 2002: 243-322 ; Gromov 2007 ; Mast y Jäncke 2007; Freksa y otros 2008: 131, 299, 305, 336, 355, 404; Hölscher y otros 2010: 73). Descartados por completo conceptos tales como los propuestos por Roy Wagner y Marilyn Strathern (quienes siguen hasta hoy sin leer ni a Deleuze, ni a Lautman ni, por supuesto, a Riemann), hasta tanto alguien demuestre satisfactoriamente lo contrario no existe tampoco en toda la antropología, ni siquiera en la más afin a una estrategia perspectivista, o en la obra entera de Viveiros, un dato, un concepto, una práctica, un modelo o una metáfora que pueda beneficiarse seriamente del concepto riemanniano de manifold. No digo que encontrar provecho antropológico en esas matemáticas o en las filosofías que las elucidan y comentan sea categóricamente impracticable; lo que sí digo es que nadie se ha tomado hasta hoy el trabajo de construir los puentes y las definiciones coordinativas entre ambos juegos del lenguaje para que uno de ellos aporte mal o bien, literal o metafóricamente, los andamiajes, los procedimientos y las soluciones a los problemas que el otro plantea. Es un hecho entonces que no hay nada en los desarrollos riemannianos o en sus derivaciones matemáticas que justifique algo tan peregrino como el fin de la dialéctica, que refunde la relación entre los unos y las totalidades, que preste apoyo a la sustitución de “la sociedad” por “colectivos” indescomponibles, que sustente la idea de la “persona fractal” o de “dividuo”, que defina algo parecido a líneas de fuga, segmentariedad o desterritorialización, que sustente una ontología “chata”, que funde un sistema de minoración de n-1 dimensiones, que destrone a las metafísicas clásicas basadas en taxonomías, tipos y esencias, que contribuya a la comprensión de los agenciamientos colectivos, la re-territorialización, la segmentariedad flexible, la rostridad, el cuerpo sin órganos, la ciencia nómada, las series miméticas, los aparatos de captura o el devenir intenso, que tenga algo que decir contra el dualismo de Naturaleza/Cultura o que ponga en un brete a las multiplicidades arborescentes cuya naturaleza he discutido en otro lugar (Reynoso 2014a ). El lector atento habrá descubierto además un segundo factor de entropía que acompaña el tránsito desde las ideas matemáticas originales pasando por su traducción al francés, su adopción por parte de D-G a partir de las glosas de Lautman, Vuillemin, Chatelet, Duffy, Zourabichvili o Dios sabe quién, su reinterpretación filosófica de divulgación en manos de algún Smith y luego en la obra de Strathern o DeLanda hasta llegar a su apropiación por parte de Viveiros al cabo de cuatro, cinco o tal vez seis generaciones de intermediarios, en cada una de las cuales las ideas se retuercen y envilecen un poquito más. En la vida intelectual las cadenas de inspiración, influencia y mímesis se alargan y degradan más rápido de lo que cualquiera de nosotros quiere imaginar. Aunque más no sea por un mínimo escrúpulo de dignidad intelectual, me cuesta creer que en esta era de disponibilidad masiva de información alguien entre los que están leyendo este libro (sobre todo en el estamento de los estudiantes, candidatos de maestría, doctorandos y pos-doctorandos) se avenga a ser, sin 264

oponer alguna resistencia, igual que en el metálogo jaina del Anekāntavāda, el séptimo u octavo eslabón de una cadena de ciegos a los que otros ciegos llevan de las narices. Un problema adicional con el testimonio que estoy prestando en estas páginas es que (a despecho de las torsiones y las violencias semánticas ejercidas sobre las fuentes) en la obra deleuziana los errores y las astucias que se encuentran y que se han tratado de escamotear son tantos y de tal calibre que su mera enumeración quita credibilidad a una posible crítica: para el observador externo, tantos puntos de fractura en una doctrina que se presume revolucionaria y que proclama ser una bomba que hará volar en pedazos toda la epistemología de Occidente suenan demasiado embarazosos para ser verdad (cf. Latour 2009 ). Lo penoso es que esta obstinación en aferrarse a los más estridentes desatinos sí es verdad y para el observador imparcial esto genera, al lado de una frustración epistemológica, un ominoso conjunto de interrogantes. ¿Cómo es posible que tantos pos-estructuralistas elaboren narrativas cuya pervivencia depende en tal grado de la credulidad de las terceras partes (vale decir, de nosotros) y de la suspensión de nuestro juicio crítico?96 ¿Cuáles son las condiciones que tienen que darse en el mercado transdisciplinario para que eso suceda con tanta frecuencia? Excluida la posibilidad de que los gestores y usuarios implicados sean inherentemente malos entendedores o que estén todos poseídos por intenciones aviesas ¿cómo pudo ser que en las ciencias sociales la aceptación y el triunfo de esos metarrelatos legitimadores de futilidad tan palpable se hayan materializado con la mayor impunidad? ¿Cómo fue posible que en una literatura tan exigente como la perspectivista cree serlo se haya llegado al extremo de que no exista el menor conato de adopción selectiva de ideas cuando de posestructuralismo se trata? Y en cuanto a la filosofía de origen ¿Constituyen las vagas, etílicas, procaces y crepusculares justificaciones ex post facto de Deleuze en Pourparlers (1990: 3-12) una disculpa suficiente de las tergiversaciones que acabó admitiendo en un texto cuya existencia misma sus admiradores antropológicos acordaron mantener en silencio? Aun si esos matematismos poseyeran buen respaldo subsistiría una situación anómala suplementaria: mientras que el grueso de la antropología (perspectivismo incluido) se eriza y dispara cargos de cientificidad despótica apenas se aplican técnicas escolares que despliegan un grado muy modesto de formalización (el análisis estructural, la cantométrica, el método comparativo, las estadísticas paramétricas elementales, el análisis componencial, las gramáticas culturales, la taxonomía, las escalas de Guttman, el análisis de redes sociales, el álgebra del parentesco, las variaciones concomitantes, los estudios cognitivos) los matema96

Mientras que diversas ideas matemáticas deleuzianas fueron cuestionadas oportunamente por los especialistas en trabajos que nunca fueron satisfactoriamente respondidos, no existe ninguna elaboración crítica en profundidad de las aporías pos-estructuralistas en torno del concepto riemanniano de manifold anterior al libro que se está leyendo. La única referencia al tema es una frase en una nota al pie en un libro de Paul R. Gross y Norman Levitt (1994: 80, n. 17, p. 267); la frase dice: “Deleuze (‘Mediators’, 283): Gives an utterly incoherent, essentially meaningless account of the notion of ‘Riemannian manifold’ (Riemannian ‘space’ in the text) in an attempt to make ir relevant to film criticism”. 265

tismos de alta complejidad que han pasado por el tamiz de la pedagogía pos-estructuralista, en cambio, por abstrusos, crípticos e indescifrables que fuesen, por cientificista que sea su pretextación, nunca han sido sospechados de positivismo ni fueron objeto de la menor desconfianza. Una instancia más, acaso, de lo que he llamado el efecto colesterol (cf. pág. 95, 181, etc): una pauta conductual recurrente en el trabajo académico pos-estructuralista que el exuberante catálogo de embustes de la antropología de la ciencia de Bruno Latour (1992 [1987]: 32-49) olvidó considerar. La mejor prueba de la esterilidad de las apropiaciones originadas tanto en las matemáticas como en la filosofía se pone de manifiesto a la hora de la presunta aplicación de la idea de los respectivos conceptos de multiplicidad a la realidad etnográfica. En un artículo que está dejando de ser reciente expresa Viveiros: [S]i el concepto de espíritu designa esencialmente una población de afectos moleculares […], una multiplicidad intensiva, entonces lo mismo se aplica al concepto de shamán: “el shamán es un ser múltiple, una micropoblación de agencias shamánicas albergadas en un cuerpo” […]. Lejos de ser super-individuos, por lo tanto, los shamanes –por lo menos los shamanes “horizontales” […] más comunes en la región– son seres super-divididos: federación de agentes sobrenaturales como en los Ikpeng, muerto anticipado y víctima caníbal potencial como en los Araweté (Viveiros 1992), cuerpo repetidamente perforado como en los Ese Eja. […] “Cuando se dice el nombre de un xapiripë, no es un solo espíritu el que se evoca, es una multitud de espíritus semejantes” (Viveiros de Castro 2002a: 73). Los espíritus son cuantitativamente múltiples, infinitamente numerosos; ellos forman la estructura molecular última de las formas animales molares que vemos en la selva. Su pequeñez es una función de su infinitud y no lo contrario (Viveiros 2006: 322, 335).

A pesar de la abundancia de distinciones taxonómicas duales que nos invitan al juego infantil e inmotivado de tipificar la diferencia molar extensiva como cosa mala y la virtualidad molecular intensiva como cosa buena, y en inevitable contradicción con no pocos perspectivistas repetidores que han entendido unas cuantas de esas ideas al revés de lo que los más despiertos pretenden (p. ej. Pedersen 2007 ), ni en éste ni en ningún otro texto de Viveiros hay algo en esas pluralidades y multitudes shamánicas97 que justifique recurrir ya sea al Mannigfaltigkeit riemanniano (que es por completo otra cosa) o a la multiplicité deleuziana, cuyos atributos, reconocidos por ellos y hasta por nosotros como frutos de una ebullición intelectual formidable, aspiran, confusa, errónea pero laboriosamente, a ir más allá de 97

Multitudes éstas que deberían conceptuarse como múltiples en el sentido deleuziano, pero que en los hechos se describen como multitudinarias, plurales, poblacionales, aditivas, divisibles y divididas, repetidas y repetibles, discretas, cuantiosas, pequeñas, infinitesimales, incontables en última instancia pero enumerables en principio y estructuradas jerárquicamente de lo molecular a lo molar. Multitudes éstas, en suma, que después de tanta alharaca terminan describiéndose como conjuntos complejos numerosos, hiperplurales o infinitos de elementos o agencias individuales comunes y silvestres, unificados en clases y conjuntos compuestos a otros niveles de tipificación, sin traza de fractalidad e iguales a aquéllos con los que la vieja antropología, en simple prosa terrícola, estuvo tratando todo el tiempo. 266

esa trivialidad. Ni hablar, por supuesto, de las paráfrasis divergentes que han montado los defensores pos-estructuralistas de la geometría rizomática, la cual difiere tanto de las ideas de Riemann o de las de Lautman como de aquéllas que Viveiros alcanzó a imaginar (cf. Plotnitsky 2003 ; 2009 ; Bowden 2009 ; 2011; Duffy 2006; 2009 ; 2013; Jones y Roffe 2009 ; Smith 2012: 287-311 ; Zourabichvili 2012 ). En los devenires del perspectivismo reciente se han manifestado, además, otros factores de pérdida de sentido ocasionados por la falta de una lectura directa, fiable y reflexiva, así como por la avidez que tienen algunos de sus responsables por ponerse a enseñar lo que no han acabado de aprender. Algunos de esos factores decantan en discusiones bizantinas o, peor todavía, en contraposiciones latentes que nunca encuentran la vía de su resolución. Menciono una contradicción entre mil: mientras que Viveiros (2002b) considera que las palabras en que se plasma la cosmovisión amerindia ganan en significación y ascienden en el escalafón perspectivista cuando se interpretan como pronombres que expresan el punto de vista del sujeto y no como sustantivos, para D-G la idea riemanniana de multiplicidad adquiere un significado más esclarecedor y una entidad más meritoria cuando se emancipa de su rol en construcciones gramaticales de segunda categoría y se sustantiviza. A pesar de que la lingüística antropológica documenta por ejemplo que en algunas lenguas Sioux (como el Lakota) los colores son verbos (skaská = ‘ser blanco’; gigí = ‘ser marrón oxidado’) y nos enseña que el hecho de que un término pertenezca a una categoría gramatical (sustantivo, adjetivo, adverbio) es contingente y no particularmente significativo, Deleuze sostiene desde Diferencia y Repetición (doce años anterior a Mil Mesetas) que “[l]a única manera de hacer la crítica de lo Uno es por la multiplicidad, no por lo múltiple” y que “no se puede destruir lo Uno sin sustantivar lo múltiple (Deleuze 1968: 309; cf. Dosse 2009: 477). Antes habíamos visto que, según Deleuze, la conversión riemanniana de lo múltiple en multiplicidad, la sustantivación que lleva de lo variado [mannigfaltig] a la variedad [Mannigfaltigkeit], fue “un acontecimiento decisivo” (D-G 2006: 491).98 Como si no hubiéramos aprendido nada de la experiencia lévistraussiana, estas reificaciones radicales nos remiten a una epistemología pre-estructuralista que vuelve a privilegiar más los elementos que las relaciones y que entroniza una primacía del significante despótico que el propio Deleuze deploró a lo largo de los dos volúmenes de Capitalismo y Esquizofrenia (D-G 2006 [1980]: 70; D-G 1973 [1972]: 48, 63, 87, 88, 99, 131, 244, 246-247, 253, etc.). Sucede como si no obstante los dos milenios y medio transcurridos fuera todavía Aristóteles quien dicta las reglas y como si la promoción de ontologías y axiologías de esta índole siguieran siendo los 98

Las palabras en alemán reflejan, naturalmente, intervenciones mías. Como sea, me permito señalar que en materia de recategorización gramatical esta forma de crear un sustantivo en una lengua flexiva no sustantiviza el término más que de lástima, precariamente. El posfijo –keit lleva en sí demasiado la huella del carácter derivativo del afijo al cual se yuxtapone, el rastro del artificio de sustantivación al que se lo somete y del origen bastardo de una cualidad que aspira en vano a devenir cumplidamente cosa. Una analogía castellana aclarará la idea: ¿Qué clase de sustantivo emancipado y en plenitud sería, por ejemplo, amarillidad? 267

dilemas filosóficos de resolución primordial en un momento en que los saberes en esta región de las ciencias sociales están perdiendo aceleradamente credibilidad, instrumentalidad e influencia (cf. Viveiros 1996b  versus D-G 2006: 491). Ni Bruno Latour, con su rechazo a tratar los hechos sociales como “cosas” espejadas en “conceptos”, ni Marilyn Strathern, cada día más partidaria de una concepción relacional pura sin sustantividades singulares ni conjuntos plurales, accederían a avalar un logocentrismo semejante (cf. Strathern 1995: passim ; Latour 2005: 112, n. 52; Dosse 2009: 283-303). Un punto adicional de discrepancia entre el pensamiento amerindio y el original rizomático yace en la impropia concepción de subjetividad y subjetivismo sostenida por Viveiros, quien nos habla cada vez que puede de la referencias que se encuentran en la etnografía a una teoría cosmopolítica que describe “un universo habitado por distintos tipos de actuantes o de agentes subjetivos, humanos y no humanos”, de un shamanismo definido como “la habilidad que manifiestan algunos individuos para atravesar las barreras corporales entre las especies y para adoptar la perspectiva de subjetividades aloespecíficas”, de la traducción amerindia de la ‘cultura’ a los mundos de las subjetividades extrahumanas, de la idea de un mundo que comprende una multiplicidad de posiciones subjetivas (Viveiros 2010a [2009]: 34, 40, 43, 52 ) y de una epistemología shamánica que procede por atribuciones de subjetividad o “agencia” a las llamadas cosas, invitándonos a que “[s]eamos subjetivos, diría un chamán, o no vamos a entender nada” (Viveiros 2013a: 27, 28), Deleuze simplemente escribe (no sin antes asentar que “en ningún caso aspiramos al título de una ciencia”) que “sólo conocemos agenciamientos. [Que] sólo hay agenciamientos maquínicos de deseo [y] agenciamientos colectivos de enunciación”, pero que no hay “nada de significancia ni de subjetivación” (D-G 2006 [1980]: 27; el subrayado es nuestro). Para la curiosa epistemología de Deleuze (en la que lo significante y lo despótico son malos pero lo pos-significante y lo autoritario no están tan mal) significancia y subjetividad son puntos muertos, signos perversos de arborescencia y jerarquía (op. cit.: 14, 15, 17, 18, 19, 20, 21, 90, 124, 126); para Viveiros, en cambio, la significancia y la subjetivación son dos líneas de fuerza apenas soterradas de las que su agenda ha encontrado imposible liberarse. Encontramos una traición parecida al espíritu deleuziano en el contraste que media entre (a) el rechazo taxativo de la filosofía rizomática al signo y a la significancia y (b) la adhesión viveiriana a la semiología de Roy Wagner (1972a; 1977c; 1986; 2001), quien nunca podría mencionar el nombre de Deleuze sin que ésta, acaso la mayor de entre todas las incoherencias perspectivistas, se torne evidente (cf. D-G 2006 [1980]: 27). Una última contradicción entre las visiones de Deleuze y la de Viveiros-Descola concierne a la relación de antagonismo o identidad entre lo humano y lo animal o entre los puntos de vista o las conductas de lo uno y lo otro. Lejos de concebir la relación tal como lo mandaba el primer perspectivismo, que antropomorfizaba la forma en que los animales veían el mundo, Élisabeth Roudinesco nos garantiza que Deleuze

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[…] adoptó el punto de vista de que cualquier comparación entre la conducta humana y la conducta animal constituía un paso en dirección al fascismo. Y para subvertir la idea de semejante estrategia él prestamente declaró que este tipo de relación humana con lo animal lo horrorizaba, y que la única cosa importante a sus ojos ha sido el devenir animal del hombre, la idea de que el hombre debe probar su capacidad de pensar lo animal en términos de animalidad para de este modo exponerse él mismo a lo que lo excede (Roudinesco 2008: 135).

Cerrando el círculo que se había abierto en las primeras obras de Viveiros y Descola, encontramos que pensamientos de este género, prodigados por Deleuze en L’Abécédaire y en “Huit ans après: Entretien avec Catherine Clément”, están más cerca de incomodar o de contradecir las ontologías perspectivistas clásicas y sus derivaciones pos-estructurales que de prestarles afianzamiento filosófico (cf. Deleuze 2003: 165). Aun cuando las concepciones de D-G y de Viveiros están impregnadas de un esencialismo que trasmite la ilusión de estar haciendo buena ciencia en los niveles de abstracción más elevados, ambas –concurrirá el lector– son en gran medida ortogonales, contradictorias y de complicada orquestación conjunta. Cualquiera sea el valor de uso de esa filosofía, a la hora de concertar el encuentro entre la práctica de una antropología empobrecida y una teoría redentora inspirada por aquélla, el problema con el pos-estructuralismo de Viveiros no es tanto que sea deleuziano sino que no lo sea consecuentemente y que, persuadido de la inferioridad de nuestra disciplina en la gestión de esa amalgama asimétrica con una disciplina de tan rancio prestigio (un prejuicio moderno si los hay), ni recupere nada de lo que la mejor antropología ha sabido pensar, decir y hacer, ni integre productivamente las soluciones filosóficas que adopta. Si bien a los perspectivistas les queda argumentar que hay muchas interpretaciones posibles de una idea y que somos los críticos los que escupimos calificativos sin comprender lo más elemental, lo concreto es que son una vez más D-G, Leibniz, Riemann y Lautman (y ya no el positivismo, Chomsky, Sokal o Bunge) quienes están aguando su fiesta y sacando a la luz las flaquezas que conciertan, enculage no obstante, uno de los simulacros más insípidos jamás urdidos en la antropología de América Latina.

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POR LA ANTROPOLOGÍA: A MODO DE CONCLUSIÓN

En vez de “usar” conceptos derrideanos o deleuzianos para mostrar cómo nuestros “Otros” piensan dentro de ese horizonte ontológico (recientemente todos los nativos parecen haberse vuelto deleuzianos), los antropólogos bien podrían interesarse críticamente en las condiciones de posibilidad de la producción conceptual y evitar (o, con Bartleby) decidir que ellos simplemente “preferirían no” abrazar) la vanidad de los efectos rimbombantes que se lograrían desplegando términos, jergas y modas filosóficas. Deberíamos hacer que nuestros Mongolianistas muestren que las “máquinas nómades” no son de hecho aquéllas que Deleuze y Guattari pensaban que eran, y en vez de eso retornar al momento en que filósofos como los mismos Deleuze y Guattari se volvieron hacia la etnografía en procura de sus riquezas conceptuales (inspirándose en todo, desde la meseta de Bateson hasta las teorías clastreanas del estado). Da Col y Graeber (2011: xiii) Las mentiras no se cuidan entre ellas. El mentiroso es el encargado de esa faena. Pero a veces la memoria cancerbera falla y las mentiras se escapan. El Indio Solari, ex-Redonditos de Ricota, 13/7/2015

En estas conclusiones lo primero que cabe hacer, más que resumir lo que ya se lleva dicho, es examinar las implicaciones que ha tenido en el pasado, las consecuencias que se observan en el presente y los retos que se ciernen sobre el futuro de la antropología ante la perspectiva de que se continúen y se amplíen las tácticas de bricolaje sintético, vaguedad discursiva, adulteración de fundamentos y replicación desgastante que hasta aquí he procurado describir con la mejor equidad y demostrar con la mayor exactitud. Ya he interrogado los puntos esenciales que hacen a la validez y productividad del perspectivismo tal como se manifiesta en el presente o en lo que fue presente hasta hace poco. Cabría agregar antes que el libro acabe un puñado de observaciones sugerentes referidas a su pasado y un par de sospechas plausibles concernientes a su futuro. En lo que concierne a la modalidad clásica de la doctrina lo primero que se constata cuando se indaga cómo fueron las cosas antes y después que el perspectivismo se adueñara de la escena, es que su advenimiento no se manifestó bajo la forma de una revolución abrupta, de una escalada batesoniana análoga a esos fenómenos de morfogénesis descriptos en la teoría 270

de sistemas o de lo que en dinámica no lineal se llamaría una transición de fase de segundo orden, esto es, un cambio súbito con alcance a la totalidad del campo. A diferencia de lo que fuera el caso (por ejemplo) con la antropología interpretativa geertziana, que fracturó a la antropología en dos y que proyectó a su creador más allá de la provincia de su academia, o con el posmodernismo antropológico, tras cuyo paso no volvía a crecer la hierba, el primer perspectivismo generó no tanto una Gran División como una disyunción opcional, un desvío localizado, una inquietud de alcance regional, de interés teórico circunscripto y de tráfico más bien lento. Quienes no han estado pendientes de los avatares de la antropología estructuralista francesa o de las novedades en la etnografía de Amazonia, o quienes están concentrados en estudios de área alejados de la etnología general (antropología médica, jurídica, económica, política, cognitiva, lingüística, urbana, etc.), puede que tarden años en enterarse que algo peculiar está sucediendo en la disciplina. Conjeturo que el ciclo de la primera fase del movimiento, el perspectivismo propiamente dicho, se encuentra en vías de cerrarse, si es que no se ha cerrado ya, simbólicamente al menos, en una acerba polémica cismogenética en la que los dos líderes principales finalmente tomaron distancia, reafirmando su ontología estructuralista el uno, volcándose al fundamentalismo rizomático el otro (Descola y Viveiros 2009). La segunda fase, la llamada antropología posestructural de Viveiros (2010a [2009] ), no guarda casi relación con la anterior y recién se encuentra en fase programática, aunque es de esperar que herede un cierto caudal de los partidarios de la versión previa que están a la espera de una línea de fuga y que se vayan sumando en el camino (a causa del Efecto San Mateo) investigadores que se encuentran de momento huérfanos de un marco de referencia. Pero la trayectoria futura bien podría ser muy distinta a lo que parecía ayer. Pocos meses antes que este libro comenzara a escribirse se gestó explosivamente el llamado (segundo) giro ontológico, el cual coincide con el trasplante de las ideas de Descola a los Estados Unidos, con la traducción ridículamente tardía de su principal obra teórica al inglés y con un enroque de las jerarquías en el interior del movimiento antes que con la gestación de una nueva idea creadora (Bessire y Bond 2014 ; Bond y Bessire 2014 ; Descola 2014 ; Fischer 2014 ; Harvey 2014; Kelly 2014 ; Sahlins 2014 ). Hasta hace poco me parecía que –al menos según la impresión que dan sus propios devaneos a un observador externo y distante– Viveiros dominaba la escena de un presente en movimiento perpetuo, Descola se apegaba a un lastre que no se decidía a abandonar y Latour anticipaba un posible futuro expansivo en tanto él o algún otro acertara a imaginar el rol y el modo de implementación de la TAR en la etnografía. Pero ahora ya no estoy tan seguro, porque (en contradicción con los mandatos de horizontalidad rizomática) los alborotos internos, las ansiosas cacerías viveirianas de fundamentos y respaldos tácticos, la improbabilidad de que Latour se resigne por mucho tiempo al mero rol de árbitro y proveedor de aforismos que está jugando ahora y los sudorosos juegos de alianzas, evitaciones y zancadillas con los que se dirime el poder en el seno del movimiento no dan señales de serenarse o asentarse en un steady state; conse271

cuentemente, cualquier previsión que se haga hoy puede revelarse descaminada la semana que viene. El impacto del movimiento en la antropología, por otra parte, no se ha desarrollado linealmente ni es el mismo en cada una de sus academias. En sus orígenes, el primer perspectivismo (dominado por el animismo de Descola), generaba más reacciones de tedio que de rechazo, lo que más tarde se comprobó que lejos de comprometer a propios y ajenos en un choque frontal definitorio favoreció una especie de pausada penetración capilar del movimiento en el cuerpo de la disciplina. Consultada a propósito de aquel perspectivismo, todavía hoy (y aunque los escrutinios de los que dispongo son estadísticamente dispersos) una parte importante de la audiencia académica fuera de Brasil que no ha sido cooptada por la prédica opta por responder  No sabe/No contesta. El desafío que planteaba aquella fase de la doctrina no era tan perentorio como para que decantara o precipitara una facción refractaria que elevara el nivel de la alarma y se dedicara a la contienda con dedicación exclusiva. Muchos de nosotros dejamos hacer, todos ellos algo hicieron y la situación es hoy la que ellos y nosotros merecemos. Como sucedió otras veces con otras teorías nuevas, los conversos más tardíos a la ideología perspectivista se fueron tornando adictos a sus pronunciamientos, tanto más cuanto más vitriólicos y confrontativos empezaron a sonar; pero eso llevó algún tiempo. Los profesionales renuentes de más larga data, mientras tanto, encontraron que las teorías, los métodos y los hallazgos de los nuevos evangelios distaban de ser tan originales, suculentos e insurrectos como se había pensado. Por reciente que sea, lo que no rebosa de newness no intimida; a lo sumo desalienta, abruma, distrae, defrauda, deviene tan anodino como los entremeses del after-dinner entertainment con los que hoy se distrae y nos distrae Marshall Sahlins. En condiciones semejantes un giro tal no pudo ser ni un Génesis que alumbrara una nueva era ni un Apocalipsis que pregonara el fin de la historia. Quienes no se sumaron al movimiento optaron entonces por dejar las cosas ahí, como cuadra hacer con las amenazas que se agotan en ser más de lo mismo o que lucen como si nunca fueran a adquirir momento, como si no pudieran ganar ese spin que recién llegaría de golpe, aluvionalmente, casi veinte años después (cf. Bond y Bessire 2014 ). Lo que sucedió en la antesala de ese evento fue que una alta proporción de potenciales críticos había quedado atrapada en lo que daba la sensación de ser una resistencia conservadora, a la defensiva, adoptando una tesitura de doble coacción más previsible y (literalmente) reaccionaria que aquella contra la cual la crítica podría actuar, pese a que este adversario de engañosa apariencia minimalista hablaba de animismo, de totemismo, de shamanismo, de participación y de otros temas (incluyendo la ‘metafísica’ y el ‘alma’) que se dirían más propios del siglo XIX que del XXI, por no decir nada de su empeño en defender las peores ideas de Daniel Everett o de su silencio cómplice en el caso Ramsés. Pocos críticos, en fin, aceptaron el riesgo de parecer convencionales; en consecuencia, la mayoría optó por callarse la boca. Yo mismo estuve veinte años pensando que no valía la pena salir al cruce de una 272

idea tan volátil. A la larga ésta resultó ser una mala decisión, pues cuando quisimos darnos cuenta (hacia 2005, digamos) al menos en Brasil medio mundo se había tornado perspectivista. Esta vez, en cuestión de semanas, y si que me quede claro cómo fue que sucedió, su proclama se viralizó con la prestitud de un fenómeno virtual, convirtiéndose en un flujo de percolación más caudaloso que cualquiera que experimentara la antropología latinoamericana en ocasión del surgimiento de alguna teoría. Si se hubiera reaccionado a tiempo tal vez las cosas se habrían desenvuelto de otro modo, pero para repeler con firmeza hay que tener con qué. El primer inconveniente que percibo en el programa de lo que pudo haber sido un frente crítico ante el perspectivismo temprano es que las virtudes y defectos del movimiento recién se ponen en relieve si uno está de veras familiarizado con el estructuralismo, lo que nunca ha sido ni pasión de multitudes ni empresa fácil. El segundo factor que explica la reacción flaca y tardía en contra de las propuestas de Descola en América Latina es que en nuestra disciplina es altamente improbable que alguien esté de veras familiarizado con un marco teórico si no se encuentra en alguna medida comprometido con él. Quien haya desarrollado un umbral de credulidad suficientemente bajo como para aceptar alguna forma de lévistraussianismo se encuentra ya en condiciones de virar hacia alguna variedad del movimiento perspectivista. Cuando a fines de la primera década de este siglo Viveiros viró del estructuralismo al posestructuralismo el problema que se presentó para los potenciales escépticos fue de hecho el mismo pero con las distinciones del caso: si se hubiera querido formar un frente crítico contra la nueva mutación teórica habría sido de difícil consumación, ya que muy pocos antropólogos conocían suficientemente el pos-estructuralismo que no fueran ya pos-estructuralistas o estuvieran dispuestos a serlo. En consecuencia, casi nadie podía discernir tampoco si el ya añoso pos-estructuralismo filosófico respaldaba el nuevo proyecto o si éste era (como a mi juicio lo sigue siendo) un avatar empobrecido de una escuela que supo brillar en su época pero que hace tiempo se encuentra en una lenta pero perceptible retirada, ahogándose en una multiplicidad oceánica de hermeneutas a la caza de interpretaciones divergentes. Volviendo unos momentos al primer perspectivismo y a los motivos de nuestra falta inicial de reacción hacia él, lo primero que resalta es su resonante falta de originalidad. La impugnación de la dualidad de naturaleza y cultura, por empezar, es un bien conocido argumento del transaccionalismo que impactó incluso sobre las ideas de Marilyn Strathern varios años antes que la ontología descoliana llegara a existir (cf. Barth 1975: 194-195; Marriott 1976: 111). Pero ese préstamo no acaba toda la historia de los refritos y las deudas intelectuales. Cualesquiera hayan sido los mitos de origen y los héroes culturales que los promotores del perspectivismo pretendieron homologar para darse corte (Nietzsche, Whitehead, ¡Ortega!...), si no hubiera habido un Irving Hallowell con sus ideas emergentes de los datos de campo o (en el otro extremo) un Lévi-Strauss con su visión teórica de alto vuelo no tendríamos hoy un Viveiros y mucho menos un Descola. 273

Dejando de lado las silenciadas elaboraciones de Hallowell (1975 [1960] ) respecto de un “animismo” necesitado de redefinición, de “relaciones” sociales constituidas tanto por individuos como por objetos, de “personas” que no necesariamente son humanas ni unitarias, de “ontologías” diversamente estructuradas, de la problematicidad del concepto filosófico de “naturaleza”, de la necesidad de superar la antítesis entre lo “natural” y lo “sobrenatural” y de introducir “perspectivas” que superen las limitaciones de nuestra epistemología ancestral, diré que no he sido capaz de hallar ni una sola idea perspectivista del género clásico que no se encuentre prefigurada, próxima, semejante o idéntica en el estructuralismo lévistraussiano. Todas las veces que Descola o el primer Viveiros han tratado de ir más allá del maestro, pocas páginas más tarde o en obras apenas más tardías, ellos encontraron que Lévi-Strauss ya había expresado lo mismo y que lo había hecho (añado yo) con harto mayor soltura y más acabada elegancia (cf. Descola 2009: 103, 109, 114-115). Así ha resultado entonces que muchos de los conversos ulteriores al perspectivismo hayan creído citar a su prócer para construir sobre sus hombros cuando en realidad (y hasta Viveiros debió admitirlo) no hacían más que glosar a un Lévi-Strauss a quien conocían de a fragmentos. Ahora bien, persuadir al lector profano o al estudioso de memoria frágil ha sido hasta hoy fácil para los perspectivistas porque desde los años en que experimentábamos nuestro aprendizaje nos habíamos habituado a leer a Lévi-Strauss miserablemente traducido y a las zancadas, con el dedo húmedo y prestos a adelantar las páginas, un poco como hemos visto que Latour leyó a Stocking y a Hutchins, Viveiros a Deleuze y a uno de los Smith, Goldman y Deleuze a Riemann y a Lautman, y Strathern al Smith restante. Consecuentemente, cuando los perspectivistas afirman algo sobre Lévi-Strauss (no importa qué) el lector tiende a posicionar lo que ellos dicen en el marco de una reminiscencia agónica que ya casi no retiene lo que uno aprendió en la escuela en tan pobres condiciones y tanto tiempo antes. Percibir la visceral falta de originalidad de los principales predicados del neoanimismo y del perspectivismo temprano e intermedio toma entonces un tiempo, y lo usual es que no llegue a advertirse nunca. Ni siquiera las confesiones de Viveiros o de Descola sobre su deuda intelectual impaga han corregido los efectos de las atribuciones torcidas y las replicaciones involuntarias, pues habiendo tanta materia verbal por procesar ¿quién toma en cuenta esas mociones de forma? Pero quienes tienen los textos a la mano y los auscultan con la paciencia necesaria han de ser huesos más duros de roer, sobre todo ahora que el hipertexto, los reconocedores de patterns y los motores de búsqueda agigantan la memoria en varios órdenes de escala. Siempre se ha dicho que no es muy fácil engañar a muchos durante mucho tiempo. Como los tiempos se han acelerado tanto, ha de ser por eso es que ahora resulta tan difícil timar a suficientes incautos o embaucarse uno mismo más allá de un instante. Por eso es que ahora, recién ahora, el edificio perspectivista comienza a revelarse precario incluso en las que hasta hace poco parecían ser sus bazas más robustas.

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Lo dicho se aplica a ambas versiones del perspectivismo y a los híbridos que derivan de ellas. Hace unos meses ofrecí gratificación y reconocimiento público de su hallazgo a quien me mostrara una evidencia decente y sustancial de la originalidad, exactitud y fertilidad de la doctrina perspectivista en lo atinente a, por ejemplo, la presunta fijación de la antropología en general en la dicotomía entre naturaleza y cultura, o a quien certificara la admisibilidad de la hermenéutica viveiriana de la multiplicidad en conformidad con las definiciones de Riemann exaltadas por Deleuze y requeridas para sostener el modelo, o a quien señalara un solo gesto de auténtico pluralismo teorético en la obra de sus líderes que justifique el nombre que el movimiento se puso. Aunque hay quien dice que éstos son los puntos fuertes del programa, al cabo de unos breves minutos de lectura de libros en papel, Web, navegación, JSTOR y library querying en tiempo real, los pocos perspectivistas epigonales que reclamaron la recompensa debieron volver sobre sus pasos sin llevarse un penique, tras comprobarse que los argumentos relativos a la originalidad del movimiento son los de más fácil refutación y los de más estridente precariedad.99 En lo que hace estrictamente a la segunda variante del perspectivismo, mi libro Árboles y Redes: Crítica del Pensamiento Rizomático (Reynoso 2014b ), con foco en Deleuze, es el fruto que resume los resultados de las búsquedas que realicé con alumnos y colegas para dar sustancia al desafío, así como el presente libro lo es de las exploraciones que hemos visto desplegarse aquí y de otras que todavía prosiguen, siempre sobre la base de interrogar a fondo los textos invocados aquí y allá para corroborar qué es lo que ellos dicen verdaderamente. Dado que mi ofrecimiento todavía está abierto, sería bueno que quien se crea ejecutor del descubrimiento de la primera idea perspectivista simultáneamente interesante y original eche un vistazo a las confesiones de sus propios pontífices. En Cosmological perspectivism, por ejemplo, un libro reciente atormentado por idas, vueltas y cualificaciones, Viveiros demuestra como al pasar (pero de manera taxativa) el carácter derivativo y conservador de lo que pasa por ser el núcleo de la doctrina perspectivista en su modalidad animística inicial: 99

Husmeando en mi propia producción, a la que rara vez releo, encontré que en 1990, media década antes que Viveiros y unos cuantos meses antes que Descola, en mi “Seis nuevas razones lógicas para desconfiar de Lévi-Strauss”, yo ya había puesto en duda el carácter universal de la dualidad entre naturaleza y cultura cuya negación ha sido el acto fundante del perspectivismo. Perpetré dicha anticipación cuando señalé que en el cuadro de las oposiciones lévistraussianas “pueden observarse categorías [que son] contingentes de la historia intelectual y por lo tanto dudosamente activas en un contexto etnográfico: naturaleza/cultura, estricto/figurado, activo/pasivo, animal/humano” (Reynoso 1991: 6 ; el énfasis es mío). Todavía hay más, por cierto. En mi anterior “Cinco razones lógicas para desconfiar de Lévi-Strauss” (Reynoso 1986c: 9 ) –que el lector puede leer ya mismo siguiendo el enlace– impugno no sólo la atribución decidible de instancias a clases que Descola acepta sin crítica, sino la legitimidad de subsumir elementos sintagmáticos a nociones abstractas tales como “cultura” y “naturaleza” (cf. Descola 2009: 109-110 versus Bateson 1935: 179 ; 1987 [1972] § 3.1 ). Yo ya tenía conciencia de estar escribiendo en prosa, pero nunca imaginé haber incurrido en perspectivismo o experimentado un giro ontológico cuando joven. Tal vez yo haya hecho mal al dejar que todo muriera ahí sin darme un poco más de corte. La verdad, sin embargo, es que ni mis hallazgos ni los del perspectivismo son la gran cosa. Por un lado, no se requiere mucha sesera para probar que tales aserciones son ciertas, y hasta acaso obvias; por el otro, me sigue pareciendo una frivolidad tomar ese tipo de observaciones de bajo consumo neuronal como excusa para reclamar la inanidad de toda la teoría antropológica y exigir un nuevo concepto del concepto y el desensamblaje incondicional de la Epistemología de Occidente. 275

La teoría de Descola del animismo es otra manifestación de una disatisfacción generalizada por el énfasis unilateral en la metáfora, el totemismo y la lógica clasificatoria que caracteriza el concepto lévi-straussiano del pensamiento salvaje. Esta disatisfacción ha impulsado muchos esfuerzos por estudiar el lado oscuro de la luna estructuralista, rescatando el significado teorético radical de conceptos tales como participación y animismo que se vieron reprimidos por el intelectualismo de Lévi-Strauss. Sin embargo, está claro que muchos de los puntos de Descola ya estaban presentes en Lévi-Strauss (Viveiros 2012a: 85).

En la extensa compilación que lleva por título A insconstância da alma selvagem, Viveiros inesperadamente admite que la antropología estructural se muestra en su obra como un móvil que cambia siempre de lugar, un texto respecto del cual el suyo propio es apenas una humilde nota al pie y que al final del camino, cuando una obra se acaba, vuelve a aparecerse cuando se creía haber escapado de ella (Viveiros 2002a: 18). Incluso en Metafísicas caníbales, el libro que marca su salida clandestina del ontologismo descoliano y su adopción pública del pos-estructuralismo, Viveiros ensalza a Lévi-Strauss como no lo había hecho hasta entonces. Hablando de sus propias deudas intelectuales escribe: Pero mucho antes que todos ellos [Roy Wagner, Marilyn Strathern, Bruno Latour] estaba Claude Lévi-Strauss, cuya obra tiene una cara vuelta hacia el pasado de la disciplina, que ella corona, y otra hacia su futuro, que anticipa. Si Rousseau, según este autor, debe ser visto como el fundador de las ciencias humanas, entonces habría que decir del propio Lévi-Strauss que no sólo las refundó, con el estructuralismo, sino que las ha virtualmente “in-fundado”, indicando el camino hacia una antropología de la inmanencia (Viveiros 2010a [2009]: 22 ).

Es sorprendente que Viveiros no sólo reconozca esa deuda intelectual sino que dé por sentada la corrección del análisis estructural del mito, un simulacro de método en el que una porción importante de la comunidad antropológica nunca pudo creer verdaderamente y que a esta altura del siglo ya carece de toda credibilidad fuera de la corriente principal de la antropología francesa y del alumnado lévi-straussiano en Brasil, México y quién sabe dónde más (cf. Bartolomé 2014; Jáuregui y Gourio 1986: passim; Perrin 2012: 547-548). Una revisión apretada de la producción de Descola y de Viveiros nos revela que, en efecto, la crítica que la antropología anglosajona en pleno y estudiosos de otras latitudes ha formulado a la analítica estructuralista (desde Marvin Harris hasta Clifford Geertz, pasando por William L. Benzon, Margaret Blackman, Simon Clarke, Stanley Diamond, Morris Freilich, Jonathan Hill, J. Z. y D. B. Kronenfeld, Adam Kuper, Edmund Leach, David Maybury-Lewis, Raoul y Laura Makarius, Hugo Nutini, Joanna Overing, José Rubio Carracedo, James W. Ryder, David Schneider, Paul Shankman, Ivan Strenski, L. L. Thomas, Terence Turner [1990] y hasta –en un mar de contradicciones– Roy Wagner [1972b]) ni siquiera fue tomada en cuenta. Rara actitud ésta para lo que debería ser una antropología reflexiva y crítica, una postura teórica con conciencia de perspectiva. Lejos de mí sugerir que Viveiros y Descola deberían haber considerado las críticas internas del método estructural que vengo formulando desde hace tres décadas, aunque honestamen276

te creo que no hay en ellas fisuras comparables a las que sí se encuentran en sus exégesis (cf. Reynoso 1986c ; 1990 ; 1998 ; 2008: cap. 4). Pero más allá de los míos la literatura antropológica está colmada de cuestionamientos al método que son demoledores y de muy buena calidad. Uno de los mejores y acaso el más regocijante es el del notable aunque desparejo Dan Sperber. Éste observa que Lévi-Strauss asegura que todos los mitos pueden reducirse a esta fórmula: Fx(a) : Fy(b)  Fx(b) : Fa–1(y) Prosigue Sperber: En Antropología estructural [1973b: 208] él explica la fórmula en un breve párrafo. En De la miel a las cenizas la menciona una vez más y agrega: “Convenía citarla por lo menos una vez para que se convenzan de que desde entonces no ha dejado de guiarnos” [1971: 206]. Si un químico o un lingüista hicieran una aseveración semejante, esperaríamos que elaborara esa fórmula más allá de cualquier riesgo de imprecisión o ambigüedad. Lévi-Strauss no hace nada de eso. No da un solo ejemplo paso a paso. Ni siquiera menciona esa fórmula en alguna otra parte de su obra. La mayoría de los comentaristas sabiamente ha hecho de cuenta que la fórmula no existe (Sperber 1987: 65).100

Exactamente igual que yo lo hiciera en mi crítica más temprana (Reynoso 1986c ), unos meses anterior a la suya, Sperber encuentra más de un binarismo forzado: Una de sus figuras favoritas es una forma bastante rara de sustitución o sinécdoque de “lo abstracto por lo concreto”, en la cual una cualidad se usa como equivalente de la persona o cosa que la posee: una calabaza es referida como “un contenedor”, la bebida en ella como “lo contenido”. Un mocasín es un “objeto cultural”, la hierba un “objeto natural”. Menos trivialmente, el hueso es referido como “lo opuesto del alimento”, un matorral espinoso como “naturaleza hostil al hombre”, de nuevo un mocasín como “anti-tierra” y así sucesivamente (Sperber 1987: 67).

Clara y formalmente, un análisis fundado en la asignación de instancias a clases define un problema intratable no porque carezca de solución, sino porque sus soluciones son infinitas. Para quien tenga ojos para ver, el análisis estructural no es como se presume una subsun100

En su prólogo a una reciente obra de Viveiros (2012 ), quien presumiblemente lo avala, el simbolista Roy Wagner (2012: 18 ) se ha sumado a la fila de los pocos que ha prestado crédito a la fórmula canónica. Al contrario de lo que afirma Sperber, Lévi-Strauss sí mencionó la fórmula en algunas otras ocasiones; pero no hizo prácticamente nada con ella (Lévi Strauss 1983 [1971]: 486; 1987: 114). Mark Mosko (1991), autor del único seguimiento de la fórmula que se practicó en antropología, asevera que Lévi-Strauss ha hecho uso extensivo y explícito de ella en La alfarera celosa (Lévi-Strauss 1986 [1985]). Leo ese libro desde hace veinte años, pero no he podido encontrar la prueba de esa información. Lo que sí he encontrado es un alto número de autores de respetable alcurnia que toman en serio la fórmula canónica: Michael Carroll (1977), Algirdas Greimas (1971), Per Hage y F. Harary (1983: 123-131), Adam Kuper (1979), Edmund Leach (1965 [1961]; 1970: cap. 4), Elli Köngäs Maranda (1971), Pierre Maranda y E. Köngäs Maranda (1971a, 1971b), Bernard Mezzadri (1988) y Jean Petitot (1988). Ningún uso de la fórmula por parte de estos estudiosos excedidos en credulidad puede sobrevivir a las críticas ya señaladas o a la engañosamente simple y vieja pero estimulante parodia de Stanislav Andreski (1973: 161-166 ). 277

ción objetiva e inequívoca de elementos sintagmáticos en unos pocos paradigmas que pueden darse por sentados (‘carne’  | naturaleza |, ‘atuendo’  | cultura |) sino más bien una asignación inductiva subjetivamente accionada de instancias particulares arbitrariamente escogidas a un conjunto indefinido de clases que se van postulando ad hoc y que pueden variar de un contexto a otro. El problema del análisis es entonces un problema de decisión para el que nadie ha sabido imaginar heurísticas orientadoras o líneas de escape razonables, Lévi-Strauss menos que nadie. Más específicamente, es un problema de decisión taxonómico que se ha tornado indecidible pues, como decía Georg Cantor [1845-1918], hay más clases de cosas que cosas, aun cuando las cosas sean infinitas; o, más bellamente, “cada clase tiene más subclases que miembros”, o “para ningún conjunto hay una función que mapee sus miembros en todos sus sub-conjuntos” (cf. Quine 1937: 120-124; Raja 2009 ). No es un positivista repulsivo sino el pensador más riguroso del relativismo filosófico quien confirma esta circunstancia: “Dos cosas cualesquiera –escribía Nelson Goodman (1972 [1969]: 443 )– tienen exactamente tantas propiedades en común como cualesquiera otras dos”. La tesis de Goodman afecta tanto a los juicios de similitud como a los de diferencia, lo que incidentalmente hace caer, sin paliativos, buena parte de las afanosas elucubraciones neolévistraussianas de Descola y Viveiros a ese respecto (cf. Descola 2009: 109-110; Viveiros 2010a [2009]: 107 ; 2011b: passim ). A lo que voy (tomando ejemplos de las Mitológicas) es a que un método en el que dan lo mismo las diferencias de grado (‘flojo’ / ‘fuerte’; ‘sobrestimación’ / ‘subestimación’) que las diferencias de naturaleza (‘mortal’ / ‘no mortal’) o que las diferencias de fase o estado (‘luna llena’ / ‘luna nueva’; ‘día’ / ‘noche’) o que las diferencias taxonómicas (‘naturaleza’ / ‘cultura’; ‘vegetariano’ / ‘carnívoro’) y en el que todos esos pares opositivos se piensan equivalentes a las negaciones lógicas (‘mortal’ / ‘no mortal’; ‘fermentado’ / ‘no fermentado’) sin advertir que el ‘no X’ implica todas las demás denotaciones posibles (y sin recordar que Bateson nos enseñó que la negación es de un tipo lógico más alto que la afirmación) suena hoy en día tan chocante a la inteligencia de todos nosotros y al estado del conocimiento que no puedo considerarlo meramente como un método feo, tonto o falible, dejarlo ahí y dormir con la conciencia tranquila. Aceptar una analítica con tantas opciones alternativas implica homologar un método al mismo tiempo ilusorio e infalsable que puede operar como le venga en gana. El propio Lévi-Strauss debió conceder en L’Homme nu (pp. 549-550 [1983: 543]) que en el fondo de todo sistema mitológico yace “una secuencia absolutamente indecidible”, que se presenta en el primer par opositivo o “asimetría primera” desde la cual arranca el juego de las sucesivas transformaciones. Nada garantiza que éstas se encuentren. El método, en fin, funciona mejor los días de suerte o en manos de quien tenga la motivación más fuerte, la autocrítica más débil o la imaginación más encendida. Fue como consecuencia de este impedimento metodológico que en la época en que formalicé diversos hitos y aspectos de la analítica antropológica no pude ni siquiera comenzar a 278

formalizar el análisis estructural en términos de genuinas ontologías de representación del conocimiento, gramáticas recursivas o cálculo de predicados de primer orden (Reynoso 1991b ). Nadie ha podido hacerlo; nadie ha fingido siquiera haberlo hecho; nadie en pleno uso de sus facultades mentales se propone hacerlo alguna vez. Si el lector se obstina en seguir creyendo en la sistematicidad y solidez de la analítica estructural (y de sus derivaciones perspectivistas y pos-estructurales) no obstante su violación de las premisas básicas de la teoría elemental de conjuntos, de las ontologías formales y de todas las lógicas conocidas, me temo que no hay nada que yo pueda hacer al respecto más que dejarle vivir la misma ficción persuasiva que llevó al estructuralismo a su agotamiento y que nos hizo creer que esa rama de la antropología ayudaba a constituir una ciencia al mismo tiempo poderosa, fácil y replicable. Dado el esquema limitante del que se nutrió y a la falta de actitud autocrítica que hizo suya, en fin, no es de extrañar que el primer perspectivismo nunca pudiera levantar vuelo au-delà le structuralisme y que el segundo, a pesar de sus infatuaciones deconstructoras, adoptara para su uso interno una estrategia de credulidad metódica ante cualquier propuesta de talante heterodoxo y acabara dependiendo de insumos teóricos de cuarto, quinto o más alto orden de intermediación, masticados, digeridos y simplificados diligentemente por todos los participantes de la serie. Es por ello que el otro gran problema del perspectivismo a señalar aquí concierne a su futuro y a las formas en que su doctrina habrá de replicarse, alargando una cadena de mediación que ya ha ganado carácter institucional. A mi juicio, las coyunturas más preocupantes que aguardan a este movimiento teórico no son tanto los posibles efectos de la simbiosis entre el pensamiento pos-estructuralista más dominante y verboso venido de Europa y la práctica más pasiva y susceptible al contagio mantenida en Latinoamérica, sino la narrativa inevitablemente trivializada que tarde o temprano se tejerá en las cátedras y en los congresos de la antropología latinoamericana en torno a los pocos asuntos en los que al perspectivismo parece que le va un poco mejor. El mismo éxito que el perspectivismo puede haber gozado en el tratamiento de un puñado de sociedades que sus promotores conocen profunda y convenientemente bien, puede hacer que las premisas del movimiento (como sugería el propio Viveiros en un epígrafe un par de capítulos más arriba [pág. 221]) operen como una camisa de fuerza de un grado inédito de rigidez para el estudio de otras culturas algo distintas o para el abordaje de sociedades de un orden de complejidad o de una configuración política o material muy diferente. Mi sensación es que el perspectivismo recién está tomando impulso y que no se extinguirá mañana a la noche, pero que de un modo u otro ya no se encuentra en su etapa de experimentación creativa sino en fase de meseta, multiplicación mecánica y piloto automático, que bien puede ser esa fase tan bien conocida por los historiadores en que la popularidad de un movimiento crece mientras su creatividad se estanca, su calidad se corrompe y su utilidad decae: de allí que quienes no comulgamos con él sintamos que en lugar de hacerse cada 279

día más rico, firme y sólido se está tornando cada vez más consabido, discordante y difuso, como si se hinchara en lugar de crecer. Aunque es seguro que continuará expandiéndose, urge salirle al cruce antes que se torne todavía más incorregible y nos quedemos sin motivación, optando por aminorar la marcha, confiar en que se envenerará de su propia toxina, dejarlo hacer y afrontar en lugar suyo a la variante teórica que inevitablemente habrá de seguirle. Tal como van las cosas y a juzgar por los precedentes que ha de sentar el presente caso, no creo que la teoría que le siga traiga consigo una mejora apreciable: si hay una ley en el desarrollo de las ciencias autoindulgentes después del posmodernismo y de la teoría crítica, esta ley dice que a medida que ellas se suceden, su persuación decae y el tiempo pasa, cada moda acaba durando un poco menos y avergonzándonos un poco más que la anterior. Por lo que puede observarse hasta ahora, en el corto y en el mediano plazo cabe esperar más un empobrecimiento que un progreso significativo, tanto más cuanto que el movimiento continúe su expansión a un ritmo cada vez más febril. Mientras que el estilo florido y musical de Descola se ha mostrado más difícil de emular, la riqueza de vocabulario y de matices descriptivos y analíticos apenas modesta de la que hace gala Viveiros, su adopción de conceptos lógicos o matematizantes selectivamente oscuros y su magra cosecha de hallazgos no se ha visto que mejoren mucho en la obra de sus discípulos. Pero es en la aceptación callada de este régimen de declinación donde radica la clave de lo que sucede. A la luz de las comprobaciones que hemos hecho y de otras que podríamos seguir multiplicando, el triunfo del segundo perspectivismo en el mercado de ideas ahora al fin se explica, pues en base a los recursos de verbalización pura que el modelo proporciona el estudioso sólo tiene que aprender a recitar los axiomas y ajustar el léxico para volver a poner en marcha (como si hiciera falta) lo que la doctrina aparenta estar en condiciones de cumplir. Mientras que ha sido habitual que a Descola se lo sepultara en sarcasmos por su compulsión taxonómica, ni un solo converso reciente al movimiento ha osado jamás cuestionar alguna idea de Viveiros, de Latour o de Deleuze por colateral que fuese, reconocer que algunos proyectos que ell@s mism@s desarrollaron resultaron fallidos (como sí lo hicieron Bateson en su juventud o Douglas en su crepúsculo), o emprender la lectura crítica y responsable que toda teoría que no sea un vil fundamentalismo debe exigir de sí misma cuando adopta ideas que le vienen de lugares que no conoce muy bien. Como sucede en su período de gracia con todas las heterodoxias que devienen ortodoxas, el perspectivismo triunfante vive en el mejor de los mundos posibles. Ni siquiera es necesario fingir ahora que se lleva adelante un análisis estructural, se abstrae un patrón de red, se deduce una consecuencia, se induce una gramática, se descubre una pauta que conecta. Al lado del escamoteo de las detracciones de las que han sido objeto las filosofías que lo inspiran y de las renuncias conceptuales y metodológicas de las que el movimiento se siente orgulloso (la pérdida de un marco explicativo, del concepto de sociedad como conjunto de individuos, del postulado de la construcción social de las cosas, de la actitud vigilante ante 280

la posibilidad de incurrir en la falacia esencialista de la concretez mal emplazada [cf. Whitehead 1949 [1925]: 68, 70 ], de la distinción entre mapa y territorio, de un principio radical de reflexividad, del mantenimiento de la unidad de la antropología como tal), lo único que hay a la vista es un cambio de vocabulario, la clase de cambio máxima negociable que se necesita para que nada más cambie. Sobre el aggiornamento terminológico para desertar de la antropología moderna y pasarse a la epistème du jour el propio Latour nos dicta imprudentemente el procedimiento que podríamos emplear. Si el candidato a perspectivista viveiro-latouriano ha escrito un estudio sociológico o antropológico a la antigua usanza tanto mejor, pues sólo tendrá que usar un procesador de texto, cargar el documento que haya escrito y activar las operaciones de search/replace que aquí se sugieren: [Se deberá escribir] “actante” en vez de “actor”, “red de actores” en vez de “relaciones sociales”, “traducción” en vez de “interacción”, “negociación” en vez de “descubrimiento”, “móviles inmutables” e “inscripciones” en vez de “prueba” y “datos”, “delegación” en vez de “roles sociales”… (Callon y Latour 1992: 347 ).

La más importante entre todas las sustituciones recomendadas, creo yo, es la elisión total por parte de Latour de toda palabra que se refiera a lo “social” o a la “sociedad” al compás de la creencia compartida tres años más tarde por Strathern (1996 [1989] ) y otros veinte años después por Viveiros (2010a [2009]: 26, 104 ) de que la sociedad es un concepto obsoleto, mandato del cual los perspectivistas epigonales y los discípulos más combativos todavía no se hicieron cargo. A propósito de este giro y aportando nuevas sustituciones posibles Yves Gingras nos ha señalado que Después de haber estado entre los primeros en hablar de la construcción “social” de la ciencia en su libro ahora “clásico” Laboratory life: The social construction of scientific facts, publicado en 1979, B. Latour y S. Wolgar han borrado la palabra “social” del título de la edición de Princeton publicada en 1986 []; el nuevo subtítulo ahora es The construction of scientific facts. Las últimas movidas de Latour –para aquellos que gustan seguirlas– son el remplazo de “reflexividad” por “infra-reflexividad” (Latour 1988b) y el de “posmodernismo” […] por “amodernismo” (Gingras 1995a: 135 ) .

En “A gentle deconstruction”, su poderosa crítica a The gender of the gift de Marilyn Strathern (1988), Mary Douglas nos decía que la autora no ofrece ahora “análisis” sino “narrativas”, que en vez de “hipótesis” tiene “ficciones” y “metáforas”, y en vez de “argumentos”, “tramas” (Douglas 1989). Yo sustituiría también “individuo” por “dividuo” o “persona fractal”, “relaciones interétnicas” y “antropología nativa” por “antropología reversa”, “desarrollos” o “búsquedas” por “líneas de fuga”, “lógica”, “sistema de creencias” y “pensamiento” por “modo dialéctico de invención”, “autoría compartida” por “agenciamientos colectivos de enunciación” y “naturaleza/cultura” por “lo dado/lo construido”. Con estos aportes, sumados a los de Callon, Gingras, Latour y Douglas el lector ya tiene, creo, un aco-

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pio fresco de nomenclatura suficiente para abrir su propio local de antropología perspectivista. Que estos procedimientos de sustitución conduzcan a la multiplicación de expresiones sistemáticamente engañosas como las que he ejemplificado antes (pág. 81 y ss.) o como las que pueblan el corpus de mi Portal de las Retóricas Posmodernas y Cientificistas no importa demasiado;101 nadie parece percatarse del daño y –tal como la historia reciente lo demuestra– nadie coteja las lecturas de las que otros se jactan contra ninguna fuente que se encuentre a más de dos clicks de distancia, ni se interesa en averiguar si la progresiva indescifrabilidad de los textos se debe a los rigores con que se los ha escrito o a las blanduras de la forma en que se los lee y reproduce. Hasta es posible que en el campo de la antropología contemporánea la ininteligibilidad sea el mecanismo evolucionario de display más seductor, más exitoso y de mayor eficacia adaptativa que podría escogerse, como si la avidez por lo apenas comprensible (pese al descrédito de los hechos en la era posmoderna y a su estatuto incierto en el perspectivismo y en la Teoría del Actor-Red) fuera un hecho con el que siempre se puede contar. Casi al terminar de escribir este libro, y en el lugar más imprevisto, he encontrado esta caracterización de los antropólogos Giovanni Da Col y David Graeber: La profundidad etnográfica es sustituida cada vez más por el recurso al juego de el-conceptodel-mes […] cada uno de los cuales soporta una exégesis continua e implacable a fin de exhibirse orgullosamente en seminarios de escritura para el PhD, sólo para ser abandonado en beneficio de un nuevo término redescubierto en Spinoza, Heidegger, Rorty o Bataille. La reflexión sobre el brillo de un trabajo como Los Jardines de Coral y su Magia de Malinowski nunca parece tan “cool ” como citar un término nuevo y desconocido de un filósofo europeo, uno capaz de poner en escena un nuevo e interesante juego de luces y sombras en la caverna oscura en la que se supone que los antropólogos habitan todavía, jugando meticulosamente con sus figurinas etnográficas rococó y su parafernalia primitiva. En un mundo tal, el name dropping lo deviene todo. El hecho de que usualmente eso reduzca a los académicos a la embarazosa situación de creerse hip por haber reciclado teóricos franceses del período que va más o menos de 1968 a 1983 (de hecho, exactamente el mismo período de lo que ahora llamamos “Rock Clásico”, algo así como el equivalente intelectual de Fleetwood Mac y Led Zeppelin) parece pasar casi completamente inadvertido (2011: xii ).

Si hemos de comparar sus ambiciones con las de la vieja antropología, la nueva doctrina da la impresión de arreglarse con muy poco, pues al igual que ha hecho Viveiros con la multiplicidad, Descola con el animismo, Wagner con la invención o Latour con Hutchins y con Pitt Rivers, cualquier pequeñez se puede magnificar hasta donde haga falta, cualquier equivocación se puede redefinir como paradoja deliberada o como quisquillosidad estúpida de quien cuestiona. Cualquier idea envejecida pasa a ser estilización arcaizante y hasta de lo 101

Véase http://carlosreynoso.com.ar/?p=10248. 282

más abyecto, que es para muchos de ellos la dialéctica, se puede hacer que no signifique lo que todos creemos o que esconda un lado bueno. In extremis, la propia incapacidad para generar explicaciones se puede convertir teatralmente en el logro cardinal del método, como exitosamente ha hecho Latour, ya que resulta más fácil condenar la explicación como una aberración moderna que producir alguna con el método que se tiene. Como decía LéviStrauss en tiempos en que todos parecíamos pensar con mejor chispa, “una dialéctica que gana a todo trance siempre encuentra el modo de llegar a la significancia” (Lévi-Strauss 1995 [1955]: 130). Una vez más es Alcida Ramos quien mejor documenta estos renunciamientos e hipocresías: En contraste con la teoría de la fricción interétnica, que ha sido puesta en acto con aptitud similar por su creador y por muchos de sus seguidores, el perspectivismo sufre de lo mismo que ha atormentado, por ejemplo, al marxismo: es muy interesante en las manos de Marx, pero no tanto en las de muchos de sus discípulos. Un rasgo común en estos trabajos inspirados en el perspectivismo es la uniformidad de resultados. La mayoría pone el foco en la cosmología, el shamanismo, las categorías de la alteridad, la escatología, la mitología y los sistemas simbólicos asociados. Tal similitud de productos etnográficos refuerza la noción de que el perspectivismo es la estrategia teórica más apropiada para aplicar en la Amazonia indígena, creando de este modo un efecto de retroalimentación que empuja más todavía los proyectos de investigación en una misma dirección. Los indios retratados de este modo, independientemente de que estén en el Amazonas y cuál sea su filiación lingüística y los caminos históricos que recorrieron, difieren muy poco unos de otros. Quizá la excesiva generalidad del modelo y su carácter prêt-à-porter lo torna fácilmente aplicable aun cuando no es demasiado apropiado. Lamentablemente, se ha tornado en una receta fácil para producir copias sin la aptitud del original. La facilidad con la que se despliega el perspectivismo facilita su diseminación y su capacidad de viajar lejos y ampliamente (Ramos 2012a: 482 ).

Otra señal de alarma frente a la posibilidad de tomar el perspectivismo pos-estructuralista como modelo a replicar fue encendida hace unos años por Jonathan Benthall a propósito de la conferencia de Marilyn Strathern “The relation: Issues in complexity and scale”, que ha sido una de las tantas prédicas de evangelización posmoderna ultra-ortodoxa que me tocó presenciar. Escribe Benthall, desde dentro: Subsiste la duda en cuanto a qué sucede cuando tal estilo se copiado por otros. Cuando que quiebra un holograma, cada pieza puede reconstruir la imagen completa, pero cuanto más pequeños los fragmentos más pobre es la resolución (Benthall [1994], con referencia a Strathern [1995] ).

Si a alguien que no comulga de antemano con el perspectivismo le apetece comprender el oscuro concepto marxista de tasa de ganancia decreciente (o las nociones cibernéticas, informacionales o complejas de entropía, estructura disipativa, atractor de punto fijo o redundancia) le recomiendo leer cualquier ensayo de propaganda del perspectivismo y luego seguir leyendo otros hasta que el cuerpo diga basta. Esa sensación de que todo eso se ha leído 283

antes, o que el razonamiento no tiene progresión, o que es de mayor entidad el tiempo que se pierde que los saberes que se incorporan, o que las repeticiones agobian más de lo que profundizan, todo ese espectro de sensaciones, en fin, es lo que explica el triunfo del movimiento en algunos cuarteles y su fracaso en otros. Algunos encontrarán reafirmación en la invariancia y otros hallarán en ella la prueba de la infamia, como si la contradicción principal que es fruto natural de las miradas contrapuestas y que atraviesa la totalidad de las doctrinas científicas desde la Escuela de Baden precediera y sobreviviera a las estrategias concretas y ninguna de ellas pudiera hacer nada por atemperarla. Los profesionales que están a favor del perspectivismo encontrarán entonces sus ensayos fluidos, plausibles, oportunos y fáciles; los que están en contra, simplemente consabidos, redundantes, locuaces y tediosos. Habida cuenta de las perspectivas distintas de éstos y aquéllos, científicamente hablando no soy capaz de encontrar diferencias entre una y otra serie de calificaciones. Si la meta era encerrarnos a todos en una jaula de enfoque sesgado y campo estrecho acaso el movimiento ya logró su cometido. Otras experiencias, creo yo, son epistemológicamente tan aleccionadoras como el sentimiento de saturación que nos invade el alma, pues conciernen de lleno al pecado capital del perspectivismo, que –con un grano de sal– creo que es menos el del oportunismo y el simulacro metodológico que el de la monotonía discursiva, la cual en manos del discipulado se precipita periódicamente en el aburrimiento más abismal. Mientras los perspectivistas escriben un paper o un libro cada pocos meses que nadie recuerda cómo se llama, o si es de Viveiros, de Surrallés, de Wagner o de Descola, o cuáles son los conceptos que introduce, deconstruye, malinterpreta, encula, prohíbe o refrita, o si es nuevo o si es paráfrasis de algún otro, propio o ajeno, o si el estructuralismo es en él el bueno o el villano, Claude Lévi-Strauss se limitaba a producir uno o dos grandes estudios por década que en el imaginario colectivo están grabados a fuego y que se recordarán por siempre como piezas de un edificio conformado nada menos que por Las Estructuras Elementales del Parentesco (1949), Antropología Estructural (1958), El Pensamiento Salvaje (1962), El Totemismo en la actualidad (1962), las cuatro Mitológicas (1964-1971) y la trilogía hexa-anual de La Vía de las Máscaras (1979), La Alfarera Celosa (1985) y La historia de Lince (1991). Agreguemos, si les place, Tristes trópicos (1955), un divertimento precoz a cuya cota de legibilidad, maestría argumentativa, parquedad autorreferencial, plasmación del paisaje humano y cultura general nuestros perspectivistas (que suelen tomar a Deleuze o a Latour por eruditos) no podrán aspirar jamás. Lo mismo podríamos decir de los desordenados ensayos de Bateson y más todavía de sus diálogos mayéuticos, que sobre la base de la experiencia transdisciplinaria de las conferencias Macy y por la vía de Douglas Hofstadter, de Lewis Fry Richardson y de otros inspirados por él ayudaron a introducir en la vida científica contemporánea nada menos que la idea de agente y el modelado de simulación, el comportamiento emergente, la costumbre de pensar en términos de no linealidad, la recursividad como factor clave de los procesos diná284

micos, la dimensión fractal anticipada por Richardson en su lectura de Naven como alternativa a las lógicas específicas de escala, las leyes de potencia que desde Fibonacci y WeberFechner llevarán hasta Barabási y Piketty, las problemáticas de decisión que desde el doble vínculo introducen gentilmente a la teoría de juegos, los principios de auto-regulación de Ross Ashby primero y de auto-organización después que condujeron al manifiesto ágil y al modelado de abajo hacia arriba, la identificación temprana y el uso creativo de las paradojas, la búsqueda de pautas que conectan y las metáforas transversales que allanaron el campo para las metaheurísticas, la priorización de la autocrítica epistemológica por encima de la exaltación de las teorías propias, la noción nativamente batesoniana de la equivalencia de las estructuras de problematicidad a través de las disciplinas y el diálogo horizontal concomitante y, desde ya, la intuición de las álgebras, las lógicas de la relación y las dinámicas de las redes sociales latente en cada uno de los metálogos y miniaturas reflexivas de su madurez:102 ideas que desde que estalló este siglo están promoviendo nuevos insights en muchos espacios del conocimiento –no sólo en la antropología– mientras que los críticos y los defensores del perspectivismo ensarzados en la guerra de las gallinas, el bebé y el agua del baño no logran ponerse de acuerdo sobre qué quiere decir multiplicidad o sobre la forma correcta de expresar qué diablos le pasó a Ramsés. Como bien sabrá quien se haya tomado el trabajo de leer algún trabajo de mi autoría, yo he cuestionado impenitentemente muchas ideas de Bateson o de Lévi-Strauss a lo largo de mi vida académica y ni duda cabe que lo seguiré haciendo. Pero le pido a usted que lea una colección de alegatos perspectivistas, que sin solución de continuidad se abisme luego en la lectura de las obras maestras del estructuralismo o de la ecología de la mente y que reprima, si le es posible hacerlo, la sensación de que en el transcurso de esta prueba ácida se ha encendido la luz. Le pido también que en función de ese contraste refrene la certeza de que la antropología de Lévi-Strauss y la meta-antropología de Bateson, aun bajo el peso de sus monumentales errores, de sus parodias metodológicas y de su imperdonable nivel de abstracción, nos sugieren problemáticas en las que no habríamos reparado de otro modo: problemáticas que haríamos bien en repensar mejor y que se proyectan bastante más allá de los confines a los que el perspectivismo se ha mostrado capaz de llegar.

102

Las referencias bibliográficas serían innumerables. Véase, para empezar, Richardson ([sobre Bateson] 1988: [1946]: 1218-1219); Bateson ([sobre Richardson] 1985 [1949]: 135-136; 1991 [1958, 1976, 1977]: 90, 119, n. 4, 196, n. 5; [sobre series de Fibonacci] 1979: 12; [sobre ley logarítmica de Weber-Fechner] 1994 [1986]: 125-127; [sobre recursividad] 1991: 212, 215, 244, 256, 285, 290, 291, 293); Mandelbrot ([sobre Richardson] 1983 [1977]: 37, 51, 53-54, 59-60, 148-149, 558, 588; Mandelbrot y Hudson ([sobre Ron Eglash] 2008 [2004]: 144; 2006 [2004]: 158), etc. El estudio más amplio a la fecha sobre Bateson y los modelos de complejidad organizada desde el punto de vista antropológico se encuentra en Reynoso (2006: 47-64); sobre Bateson y la recursividad cf. Harries-Jones (1995), aceptable pero necesitado de actualización. 285

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