Crisis del euro, democracia y socialdemocracia

September 11, 2017 | Autor: Ignacio Molina | Categoría: European Union, Social Democracy
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POLÍTICA

Crisis del euro, democracia y socialdemocracia La nueva forma de elegir al presidente de la Comisión puede politizar la UE y devolverle legitimidad pero obliga a repensar la fractura izquierda-derecha en países como España. ignacio molina

El 15 de julio de 2014 será recordado en los anales del proceso de integración europea. Ese día, la UE nombró por primera vez a su jefe de gobierno -el presidente de la Comisión- de forma homologable a como se hace en una democracia nacional. Es decir, los principales partidos habían designado a sus respectivos candidatos al inicio de la campaña y, tras las elecciones, el jefe de Estado consultó con los distintos grupos parlamentarios hasta confirmar que el cabeza de cartel del partido más votado tendría suficientes apoyos para ser propuesto y obtener la investidura de la cámara. Como corresponde con todo hito democrático de dimensiones históricas –y de forma parecida a lo ocurrido en el siglo XIX cuando los partidos políticos luchaban para que los reyes dejasen de nominar a sus favoritos como primeros ministros y optasen por los líderes que habían

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ganado las elecciones parlamentarias-, el avance no ha resultado fácil. Al fin y al cabo, el jefe de Estado europeo (un actor colectivo al que conocemos como Consejo Europeo) tiene un poder efectivo que le asemeja más a un soberano decimonónico que a un rey o presidente de república parlamentaria actual. Y ahora, como entonces, ha habido resistencias a dejar de controlar el proceso de conformación del poder ejecutivo. El británico David Cameron, que personifica la veintiochoava parte de ese jefe de estado colectivo y combate la idea de una unión política, fue el principal objetor al paso dado. Pero el incipiente espacio público europeo (conformado por partidos y opiniones públicas frágilmente confederadas) combinado con el marco institucional vigente (un Parlamento Europeo más fuerte tras el Tratado de Lisboa) impulsó a casi todos los demás miembros del Consejo Europeo a apostar por Jean Claude Juncker; candidato designado en su día por el Partido Popular Europeo. El potencial democratizador que tiene este cambio es enorme. Hasta 2014, la dirección política de la Comisión (la institución más determinante en el día a día de la gobernanza económica) se resolvía por un acuerdo intergubernamental, en donde algunos estados resultaban mucho más influyentes que otros, y luego se ratificaba en el Parlamento Europeo. Para captar las bondades del nuevo sistema se puede volver a evocar una vez más el tránsito desde las viejas oligarquías liberales (con división de poderes pero elevada desigualdad política) a las democracias contemporáneas donde los partidos compiten de verdad por el gobierno y existe sufragio universal. Pero no es necesario ampliar tanto el enfoque temporal para ponderar el avance. Basta con tener en cuenta que se ha producido tras cinco años de enorme erosión en la legitimidad del proceso de integración y cuando los ciudadanos –especialmente en los países de la Eurozona- habían experimentado su incapacidad para moldear el proyecto europeo de acuerdo a sus preferencias. Un deterioro democrático plasmado en la sensación de que daba igual el programa de quien hubiese ganado las elecciones nacionales. Al final, una UE determinada a mantener el Euro pasó a ser percibida como tecnocrática tanto en el Norte como en el Sur, si bien con un claro sesgo favorable al actor político con más recursos: el gobierno ordoliberal

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alemán, capaz además de condicionar como ningún otro a la Comisión o al Banco Central Europeo. El desaparecido politólogo Peter Mair señaló en 2011 que no podía existir mejor ilustración del gran mal democrático actual que la ofrecida en este contexto: políticos demasiado responsables hacia compromisos externos y contraídos en el pasado a costa de ser muy poco responsivos hacia demandas internas y generadas en el presente. Una tensión que, además, no se producía de forma simétrica entre todos los europeos y sus gobernantes. Mientras holandeses, finlandeses o, sobre todo, alemanes aun tenían cierto margen para influir en la forma de gestionar la crisis, quienes vivían en los estados miembros deudores experimentaban una rígida subordinación a las directrices del triángulo Bruselas-Berlín-Frankfurt (en los países rescatados, esto se manifestaba abiertamente en forma de troika y memorando; unos instrumentos justo diseñados para blindar la política económica contra la responsividad electoral). Pero, es más, ni siquiera dentro de esa periferia endeudada el desapoderamiento era generalizado a todos los votantes, pues claramente afectaba mucho más a la izquierda que a la derecha. El perfil ideológico y sociológico de liberales y conservadores resistía mejor las políticas de austeridad y devaluación interna. Por eso no extraña que la izquierda, que al inicio de la crisis gobernaba en Grecia, Portugal, Chipre o España, fuera expulsada del poder tras sufrir enormes castigos electorales. El nuevo sistema de disciplina fiscal y presupuestaria generado durante la crisis y la responsabilidad de los miembros de la Eurozona hacia la moneda se han convertido en el constreñimiento político dominante. Aun existe cierto margen para la elección a nivel nacional pero el ámbito en el que se puede aún ser responsivo se ha reducido mucho. Y esta realidad ha venido para quedarse. Mientras se siga compartiendo el Euro, la única posibilidad de revertir el deterioro democrático experimentado en estos cinco años –especialmente en los países periféricos y, dentro de ellos, entre los votantes y partidos de izquierda- consistiría en recuperar en el nivel europeo la responsividad perdida a nivel nacional. O, lo que es lo mismo, conformar una autén-

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tica comunidad política en la UE, para el ámbito de sus competencias, donde las instituciones europeas respondan a las demandas mayoritarias de sus ciudadanos considerados como iguales. Así, si la elección del presidente de la Comisión deja de depender de un acuerdo entre gobiernos nacionales con poderes muy heterogéneos para pasar a derivar de un resultado electoral en el que valen lo mismo todos los votos, parece evidente que la UE se democratiza en un triple sentido: más responsividad, más rendición de cuentas y más igualdad. Las elecciones al Parlamento Europeo en mayo pasado se leyeron en un primer momento como el triste colofón a cinco años de deterioro del proceso de integración. El fuerte aumento del apoyo a las fuerzas populistas, radicales y nacionalistas parecía dejar herida de muerte a la UE, pero fue justo entonces cuando la nueva forma de elegir al presidente de la Comisión a partir de cabezas de cartel paneuropeos comenzó a desplegar su potencial. Pese a las comentadas presiones de los más escépticos, los jefes de gobierno nacionales no cayeron en la tentación de reiterar la vieja práctica de designaciones opacas. El Consejo Europeo, liderado por una Alemania más influida por su deseo de impulsar una unión política similar a su propio modelo federal que por el afán de aprovechar su hegemonía actual en las cumbres, decidió comportarse como el monarca constitucional que esbozaba el nuevo Tratado y sondear si el candidato del partido con más escaños podía alcanzar la mayoría absoluta. La aritmética parlamentaria impedía siquiera considerar una alternativa de izquierda mientras el abismo que separa a los populares de los eurófobos también descartaba una investidura apoyada solo por la derecha. En realidad, y teniendo en cuenta el funcionamiento institucional global de la UE, la única opción plausible era una gran coalición de populares y socialdemócratas (completada por liberales y verdes) que diera además expresión al auténtico eje que articula hoy la vida política en el Parlamento Europeo: más o menos integración. Si los socialdemócratas no hubieran querido pactar, el hito democratizador de esta elección se habría frustrado. Pero era mucho lo que estaba en juego. A largo plazo, un importante precedente para que la

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dirección política de la Comisión pase a depender de resultados electorales y, por tanto, permita mucha mayor igualdad política entre ciudadanos. En el medio plazo, la implementación de un programa de gobierno económico más equilibrado entre los objetivos de estabilidad y crecimiento con el consiguiente impacto positivo sobre su propia base electoral. A corto plazo, evitar una crisis institucional que tuviese como vencedores a las fuerzas euroescépticas de derecha. Por eso los eurodiputados socialistas decidieron apoyar a Juncker. ¿Todos? no; el PSOE y algunos otros prefirieron votar en contra. La socialdemocracia española ha actuado aquí guiada por un doble motivo electoral: en primer lugar, y considerando los pésimos resultados cosechados desde 2011, porque retrospectivamente quería rebelarse contra ese periodo infausto en el que Angela Merkel tenía como socio a Nicolas Sarkozy en vez de al SPD. Pero también, y haciendo un cálculo de futuro, por temor a que las ahora pujantes fuerzas ubicadas a su izquierda tengan éxito en proyectar la idea de que el PSOE y el Partido Popular son lo mismo. La reacción puede resultar tácticamente comprensible pero eso no la convierte en respetable desde una perspectiva estratégica socialdemócrata. El razonamiento coyuntural aplicado es equiparable a la célebre oposición de Victoria Kent al sufragio femenino por temor a favorecer una posterior victoria conservadora. Desde la perspectiva electoral, Kent no estaba equivocada pues en efecto la derecha llegó al poder en 1933 pero, con visión histórica, Clara Campoamor tenía la razón. De cara al futuro, la votación de Juncker podría incluso significar algo más que un error histórico del que arrepentirse, pues ilustra un escenario que obliga a ciertas socialdemocracias europeas, entre las que se encuentra la española, a repensar su propia identidad en relación con el eje izquierda-derecha. Y así, la correlación de fuerzas estructural a nivel europeo debería llevar a dejar de proclamar que las grandes coaliciones suponen una traición a la democracia y son por tanto inaceptables. En la UE, del mismo modo que ocurre en muchos estados miembros, lo que resulta inaceptable es precisamente un gobierno que no contenga ingredientes de ambas ideologías. Si democracias plurales como Suiza

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o Bélgica sólo pueden funcionar sobre bases expresamente consociacionales, esa lógica opera aún de forma más clara a nivel europeo donde el demos es aún más frágil y la complejidad mayor. Durante mucho tiempo, quizás de forma indefinida, la línea de fractura ideológica más importante en Bruselas-Estrasburgo no será izquierda-derecha sino la que divide a proeuropeos de escépticos. Eso no significa que izquierda y derecha no sigan constituyendo el principal eje de conflicto político en la mayor parte de los estados ni tampoco que no siga siendo relevante en la propia UE. Pero sí quiere decir que resulta indeseable, y tal vez imposible, una pauta de gobierno monocolor como la que, en cierto modo, se conformó desde la derecha entre 2009 y 2012 con pésimos resultados. En la gobernanza europea futura, la socialdemocracia está condenada a entenderse con el centro-derecha europeísta. Es una realidad que costará más aceptar en aquellos países donde domina la pauta de confrontación sobre el consenso. Los pocos casos en los que mayoría y oposición se articula siempre sobre gobiernos de signo conservador o progresista y no tienen experiencia de grandes coaliciones (básicamente España, Francia, Reino Unido y Suecia que son, significativamente, los únicos cuatro países cuyos partidos de centro-izquierda evitaron apoyar a Juncker). Tras cinco años de deterioro en la calidad democrática europea, la nueva forma de elegir al presidente de la Comisión constituye una oportunidad para que la UE recupere legitimidad y los ciudadanos responsividad. Pero este gran avance politizador obliga a repensar y matizar la profundidad de la fractura izquierdaderecha. La unión política ahora incipiente seguirá construyéndose sobre una gran coalición o simplemente no será viable. Hasta en eso el futuro europeo se alemaniza. Quien no quiera aceptarlo ni adaptarse por pretendida impecabilidad podría estar sólo perjudicando a la democracia europea y los intereses de sus votantes.

Ignacio Molina es profesor de ciencia política en la Universidad Autónoma de Madrid e investigador en el Real Instituto Elcano.

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