Creación y redención. La filosofía \'renacentista\' y las \'buenas letras\' en el siglo XVI

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Descripción



Creación y redención: la filosofía 'renacentista' y las 'buenas letras' en el siglo XVI
G. G. Jolly
'Nada hay más necio, sin duda, que hablar en serio de lo que es pura necedad.'
Erasmo de Rótterdam

Una vez identificados —decir que han sido superados sería temerario— los prejuicios tardomodernos y decimonónicos sobre el Renacimiento, aquella 'época heroica' que supuestamente 'recompuso' la historia de la 'civilización', 'trágicamente rota' por 'la oscuridad bárbara' y 'la superstición cristiana' de la denostada Edad Media, se han podido reconocer las añejas raíces, la estricta dependencia de los siglos anteriores y su dilatación en los posteriores de la revolución espiritual de ese siglo bisagra que es el cinquecento. No en vano se habla ya del 'renacimiento carolingio' y el 'renacimiento del siglo XII'; ni es gratuito que el medievalista Jacques Le Goff haya llegado a sentenciar que la Edad Media sólo termina con la disolución del orden feudal y de la preponderancia cultural cristiana con las revoluciones industrial y liberal y con la Ilustración, las cuales acaecieron y se asentaron entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XX, dependiendo de los países. Según él, el Renacimiento del XVI no es sino la tercera, si bien la más luminosa, oleada de renacimientos medievales. El Renacimiento se estira, pues, hacia atrás en el tiempo para incluir el quattrocento y el trecento, se dilata hasta el barroco tardío o aun el rococó y reaparece con ropajes de Sturm und Drang. También se incluyen, junto a los grandes nombres de Lorenzo Valla y Gianbattista Alberti, Tomás Moro y Juan Luis Vives, a eminentes medievales: la tríada Dante-Bocaccio-Petrarca, Alberto y Tomás, Juan de Salisbury e incluso Alcuino de York…
No obstante, si ya de por sí es difícil tratar el 'Renacimiento' desde la pura historiografía, hablar de algo así como una filosofía distintivamente renacentista es garantía de desacuerdo y agria discusión. En efecto, a la complejidad y diversidad de la época, que repele las generalidades y las etiquetas, se suman concepciones encontradas sobre la definición misma de filosofía, ambivalente para nuestros estándares, ya que 'el compromiso fundamental de la moderna filosofía académica es con la metodología, con un cierto modo de argumentación que excluye premisas dependientes, para su validez, de dogmas religiosos, autoridad incuestionable, supuestos metafísicos sin examinar o ciencia obsoleta'. De tal manera que, aunque Descartes y Hobbes pasen la prueba de la filosofía contemporánea, pues comparten un cierto lenguaje y algunas preguntas comunes, Ficino o Pomponazzi reprueban sin remedio. Al contrario, la filosofía de esta época de renascentia o renovatio es que no está diferenciada del conocimiento en general, de un 'amor a la sabiduría' en un sentido amplio. Por ejemplo, la enciclopedia filosófica del célebre cartujo Gregor Reisch, llamada Margarita philosophica (1503), incluía doce libros de gramática, retórica, aritmética, música, astronomía, fisiología, física, geometría, historia natural, psicología y ética… Vaya, incluso un ilustrado en toda regla como David Hume, en las primeras páginas de su Enquiry Concerning Human Understanding (1748), dividía el vasto y ecléctico mundo de la filosofía de su tiempo en tres corrientes principales, vagamente definidas y de ningún modo impermeables la una con respecto de la otra: la primera, la muy 'árida', 'decadente' y metafísica 'Escolástica', de corte 'aristotélico'; la segunda, la filosofía moral y retórica de las bonæ litteræ que nosotros llamamos 'humanismo'; y, finalmente, la tercera, la filosofía naturalista, relativamente libre de constreñimientos teológicos, volcada a reinterpretar antiguas fuentes grecorromanas y resucitar corrientes tan disímiles como el epicureísmo, el estoicismo, el escepticismo, el neoplatonismo, el hermetismo, el zoroastrismo, el pitagorismo, el peripatetismo más empírico, etcétera. Y, por más que las primeras hayan producido un Vitoria, un Suárez o un Erasmo, como de esta última rama brotaron la nueva ciencia de Gassendi, Bacon o Galileo y la filosofía netamente moderna de Descartes, Leibniz o el propio Hume, es que los últimos son considerados filósofos de valía académica, mientras que los primeros son relegados, acusados de 'teólogos' o 'literatos'.
En resumen, nuestros prejuicios interpretativos a la hora de analizar los textos tienden a sobrevalorar y subrayar desproporcionadamente algunas tesis 'modernas' sobre otras, consideradas 'medievales', contraponen en exceso corrientes burdamente definidas como 'escolástica' y 'humanismo', imponen categorías anacrónicas retrospectivamente y aplican la distinción actual de las ciencias especializadas al saber del pasado o incluso compran el sesgo dieciochesco de la 'Edad oscura' en contraposición a la 'Edad de las Luces' de la cual somos hijos. Si ése es el caso, da la impresión de que en el Renacimiento existe un considerable vacío, donde faltan 'grandes' figuras o 'sistemas puros' —puesto que se mira con desdén el 'eclecticismo'—; parece un 'valle' entre las enormes cordilleras de alta especulación metafísica medievales y modernas, un mero terreno accidentado y pantanoso repleto de literatos, moralistas, escolásticos 'decadentes', filólogos, polemistas, artistas plásticos, compiladores, traductores, magos y filósofos de la naturaleza.
Sin embargo, la creatividad y diversidad de esta época de transición —por no decir imprescindible para los desarrollos posteriores— es evidente para quien quiera adentrarse en ella y sepa buscar, en la polifonía circundante, voces netamente originales y un sinnúmero de temas de genuino interés filosófico. Desde los primeros vanguardistas medievales (Dante, Petrarca, Boccaccio, Ockham, Marsilio, Cusa, Eckhart) hasta los desencantados tempranobarrocos (Montaigne, Shakespeare, Cervantes, Hobbes), hallamos una inmensidad de problemas filosóficos, añejos y nuevos, con sus respectivos intentos de respuesta, desde una explosión de fuentes, con auxilio de herramientas antiguas y modernas, en un contexto donde las certezas se disolvían rápidamente, revestidos con variopintos ropajes (poesía, artes plásticas, crítica literaria, epistolarios, teatro, sermones, disputas y diatribas...) y presa de las paradojas distintivas del periodo: incorporación la cultura clásica grecorromana y pagana en la cultura cristiana; rescate del griego y el latín y cimentación de las nacientes lenguas nacionales; promoción de la piedad cristiana a la vez que una severa crítica contra la Iglesia.
Me interesa, por tanto, evitar aquí este monólogo anacrónico en el que se ha encerrado la filosofía de nuestras academias, reacia a aprender lenguajes distintos y pasar por alto los compartimentos estancos donde ha confinado a otras disciplinas, como la teología o la literatura. Yo he de tomar, para estas líneas, el segundo tipo de filosofía descrito por Hume, es decir, el humanismo, que, más que una corriente, se trata de un movimiento a medio camino entre las artes prácticas (el Derecho, la medicina y la mecánica) y las ciencias puramente teóricas (lógica, filosofía natural, metafísica y teología), construida sobre una base de literatura, historia y filosofía moral. ¿El fin? Evidenciar la problemática relación entre la filosofía especulativa de altos vuelos y la filosofía moral crítica, burlona y esteticista, que no es sino una versión alternativa de aquel dilema que dividía el alma de Platón, sobre si había que admitir o expulsar a los poetas de la ciudad ideal.
Sobra decir que el fin de los studia humanitatis o studia humaniora era el mejoramiento y la humanización del Hombre: hacerlo virtuoso, sabio, elocuente, elegante, feliz, ciudadano responsable y óptimo gobernante. Su medio, las buenas letras de la cultura grecorromana y la paideia de la Antigüedad clásica (la humanitas o 'civilización' de Cicerón) para embellecer la vida, acarrear placer y fomentar la piedad; o sea, tornar las almas bellas para que más agraden a Dios.
Ya desde sus inicios, el humanismo, que navegó bajo la bandera de las bonæ litteræ y las bonæ artes, arremetió contra el establishment intelectual europeo desde dos frentes: el 'bárbaro' lenguaje de la Escolástica, por un lado, y lo arcano y fatuo de su método, por otro. Francesco Petrarca, el padre de estos studia honestum artium, la denunció por la trivialidad de sus investigaciones y su ignorancia acerca de las preocupaciones centrales de la vida, como la naturaleza y el fin del Hombre. Los escolásticos de las universidades siempre están muy dispuestos a decir cosas que, aun si fueran ciertas, ironiza en su De sui ipsius et multorum ignorantia (1368), tienen poco o ningún efecto positivo y palpable sobre la vida cotidiana de la gente: 'Me río de los estúpidos aristotélicos: se pasan el tiempo aprendiendo la virtud, en lugar de adquirirla'. No basta, para Petrarca, aprender qué es la virtud estudiando a Aristóteles, que puede ser un análisis harto 'profundo', pero carece de las palabras que muerden y encienden, no puede apremiar a sus lectores a amar la virtud y aborrecer el vicio y es incapaz de poner en contacto directo sus teorías con la vida práctica. Propone, en cambio, el ejemplo de Cicerón: sólo cuando se une la sabiduría con la elocuencia se puede 'marcar y meter profundamente en el corazón el aguijón más agudo y ardiente del discurso' y lograr el verdadero fin de la filosofía, que es instruir en la virtud e incitarla. Lorenzo Valla, un siglo después, iría aún más lejos, al blandir sus armas nada menos que contra el Doctor Angélico. En su irónico Encomium Sanctæ Thomæ Aquinatis (1457), luego de aceptar y alabar la santidad del dominico, le espeta: 'su conocimiento era, en su mayor parte, de minúsculas consecuencias, ya que se dedicó, casi por completo, a los mezquinos razonamientos de los dialécticos, sin ver que tales preocupaciones son simples obstáculos en el camino de los mejores tipos de conocimiento'. Crítica que, por cierto, no era nueva, pues ya en vida del Aquinate, su 'intelectualismo' y la altura especulativa de su teología habían sido duramente criticados: por franciscanos más cercanos al Aristóteles naturalista, como Rogerio Bacon y Juan Peckham, o incluso un correligionario suyo, Roberto Kilwardby. El primero no dejaba de deplorar, en su Opus maius, el abandono del estudio serio y concienzudo de la retórica y las matemáticas en las universidades, lo mismo que encomiar el aprendizaje de lenguas y el esfuerzo de traducción y edición crítica de humanistas avant la lettre como Roberto Grosseteste, Gerardo de Cremona o Everardo el Alemán.
Hoy, con una perspectiva global y numerosos estudios especializados, sabemos cuán injustas son estas críticas. En primer lugar, porque la 'barbarización' del latín en detrimento de la retórica clásica dio pie a la unidad lingüística en todas las universidades de la Cristiandad y, en segundo, flexibilizó esta misma lingua franca para acomodarse a la sofisticadísima nueva ciencia demostrativa y sistemática de Aristóteles y la tradición filosófica del mundo islámico. Además, podemos argüir, con Werner Jaeger, que Tomás de Aquino fue un humanista en toda la extensión de la palabra —¡y uno de talla excepcional!—, pues compartía con Petrarca, Valla o Erasmo la arraigada convicción de una naturaleza humana como racionalidad, dignísima creación divina con enorme potencial —incluso de alcanzar y contemplar a Dios mismo—, el sincero y profundo aprecio por la sabiduría antigua y los autores clásicos, así como la certeza de los viejos filósofos de que el espíritu humano no se limita —a diferencia de los sofistas o los 'humanismos' más recientes— a lo sensorial-temporal de la experiencia humana.

Ilustración renacentista del De nuptiis Mercurii et Philologiæ.
Mas no dejaban de tener un buen punto los autonombrados apóstoles de la eruditio legitima et ingenua, al menos en un tema que nos resultará por demás conocido: el divorcio entre las letras y la Academia, la poesía y la filosofía, la prosa bella y el pensamiento profundo. Ya antes del surgimiento de las universidades y la Escolástica medievales, Juan de Salisbury, de la protoclasicista Escuela de Chartres, había abordado la relación entre sapientia y eloquentia en su Metalogicon (1159), donde parafraseaba el De nuptiis Mercurii et Philologiæ de Marciano Capella (siglo V), y senteciaba: 'dulcis et fructuosa conjugatio rationis et verbi'. Al divorciarse Mercurio, la elocuencia, y Filología, el amor a la razón, se condenan a la esterilidad mutua, pues él ya no tiene nada que decir y ella no sabe más hablar. Se trata de lo que Giorgio Agamben, ligándolo a sus raíces primeras y sacando consecuencias últimas —es decir, teológicas—, ha llamado el problema de la creación y la redención:
En la cultura de la Edad Moderna, filosofía y crítica han heredado la obra profética de la salvación (que ya en la esfera sagrada había sido confiada a la exégesis); mientras que poesía, técnica y arte han heredado la obra angélica de la creación. En el proceso de secularización de la tradición religiosa, sin embargo, ambas obras han extraviado de forma progresiva toda memoria de la relación que en aquélla las ligaba tan íntimamente. De ahí el carácter complicado y casi esquizofrénico que parece signar la relación entre ellas. Allí donde en un tiempo el poeta sabía dar cuenta de su poesía ('Abrirla en prosa', decía Dante) y el crítico era también poeta, el crítico, que ha perdido la obra de la creación, se venga de ella pretendiendo juzgarla; el poeta, que ya no sabe salvar su obra, paga esa incapacidad entregándose ciegamente a la frivolidad del ángel.
Si la filosofía, al distanciarse de la poesía, era evocada como un 'hospital donde el poeta desgraciado puede refugiarse con honor', el omnisapiente italiano hace constar que:
Hoy, el hospital de la filosofía ha cerrado sus puertas, y los críticos, convertidos en 'curadores', toman incautamente el lugar de los artistas y simulan la obra de la creación que éstos han dejado caer, mientras que los artífices, que se han vuelto inoperantes, se dedican con celo a una obra de redención en la que ya no hay obra alguna que salvar. En ambos casos, creación y salvación no inscriben ya la una en la otra la signatura de su tenaz, amoroso conflicto. No signadas y divididas, se tienden mutuamente un espejo en el cual no pueden reconocerse.
Mas, lejos de nuestros propios divorcios y esquizofrenias, el humanismo tardomedieval y renacentista apunta ya a una crítica a la filosofía de Academia para la que theoría y práxis, lógica y retórica, sapiencia y elocuencia, verdad y belleza, inteligencia y voluntad se han separado irremediablemente. Ya me he referido en otra ocasión a la rebelión insolente de Diógenes contra una especulación demasiado complicada, imposible de traducir a la vida cotidiana, y al diálogo no-platónico de la tradición quínica, que quita con violencia los revestimientos de una argumentación abstracta y desvela la realidad, en su desnuda y pedestre verdad. Así, al igual que el quínico clásico y el frailecillo franciscano, el humanismo y, con él, el arte posterior, en vez de construir un argumento con silogismos, mostrará la verdad con la elocuencia de las imágenes, ya plásticas o ya construidas con la elegancia de un latín ciceroniano; o, en palabras de Erasmo: 'He aquí que voy a daros una prueba, aunque no valiéndome de crocodilites, sorites, ceratines, ni de ningún otro género de triquiñuelas dialécticas, sino a la pata la llana, según la frase vulgar, y mostrándolo como con el dedo'. Ante las dicotomías provocadas por una elevadísima, pretenciosa y exclusiva ciencia, se dice que más vale querer el bien que conocer la verdad, lo cual llevará a Erasmo, más tarde, a entronizar a la Estulticia como la verdadera sabiduría, pues:
El tonto lo que lleva en el pecho lo lleva en la cara y lo que le sale por la boca; pero los sabios tienen dos lenguas, una de las cuales dice la verdad, y la otra únicamente lo que según las circunstancias conviene que se diga; para ellos, es blanco lo que ayer era negro, o es frío ahora lo que antes era caliente, porque hay una gran distancia entre lo que esconden en su interior y lo que fingen con sus palabras.
Hacia el siglo XV, arrecian las críticas contra la esterilidad y ociosidad de la Escolástica (contra la típica caricatura de la discusión silogística sobre los ángeles en la cabeza del alfiler), ya no solamente desde el refinamiento de la dialéctica y las buenas letras, sino del viejo fideísmo agustinista que busca la pietas por encima de la sapientia o, como he sugerido antes, el quinismo franciscano; como prueba, el máximo bestseller de la nueva piedad tardomedieval, el De imitatione Christi (1418) de Tomás de Kempis:
¿De qué sirve cavilar tanto acerca de las cosas ocultas y oscuras por cuya ignorancia no se nos reprenderá en el Juicio? Gran tontería es el descuidar lo útil y necesario por atender a lo curioso y lo dañoso. De veras que tenemos ojos y no vemos. ¿Qué nos importan a nosotros los géneros y las especies? El Hombre a quien habla el Verbo Eterno de muchas opiniones se desenreda. Porque todo viene de Él […] y sin Él nada se entiende ni se juzga bien.
En un camino que después seguirá Erasmo de Rótterdam, el de la philosophia Christi y una sapiens et eloquens pietas que se presenta como única filosofía verdadera, la Imitación deja en claro que 'la meditación acerca de Jesucristo' ha de ser 'el más profundo de nuestros estudios'. Y aun utiliza las armas aristotélicas para volverlas en su contra:
Todos tenemos por naturaleza el deseo de saber. Pero, ¿de qué sirve saber, si no se teme a Dios? No hay ninguna duda de que vale más el humilde campesino que sirve a Dios, que el orgulloso filósofo que se descuida a sí mismo por estar mirando el curso de las estrellas. El que se conoce bien, se tiene en poco, y le disgustan los elogios de los Hombres. Si yo supiera cuanto hay en el mundo, sin estar en gracia, ¿de qué me serviría ante Dios, que por mis obras me juzgará? Que se te enfríe ese ardor excesivo de saber, porque en esto hay gran distracción y grande ilusión. […] Muy tonto es quien se dedica a lo que no le ayuda a salvarse. […] Mientras más sepas, y con mayor perfección lo sepas, tanto más severo será tu juicio, si no vives con mayor santidad.
Ésta es, en el fondo, también la motivación de Petrarca, la del creyente que posee la verdad última del universo —que ha sido creado y es mantenido por un Dios todopoderoso— y la doctrina correcta sobre el Hombre y su destino —llamado y ayudado por Dios a una vida buena que se perpetúa en el Cielo—, cuando afirma que 'ser un verdadero filósofo no es sino ser un verdadero cristiano'. Por tanto, no es necesaria la filosofía, que por lo demás yerra y aporta verdades a medias en el mejor de los casos, como no sea para ayudarle a conseguir cierta virtud o felicidad terrenas —para lo cual, por cierto, prefiere la belleza y nobleza de los textos platónicos y ciceronianos que la estricta aridez aristotélica—. Y no se trata de una postura nueva, producto de fideísmos agustinistas reciclados o los de nuevo cuño franciscano y nominalista, sino de la vieja paradoja paulina de que 'la locura divina es más sabia que los Hombres' (I Co, I, 17ss), que hallamos aun en la obra de Tomás de Aquino, a quien puede tachársele más bien de intelectualista que de fideísta. El Doctor Angélico, sin embargo, jamás llama a ningún sabio cristiano 'filósofo' y, cuando habla del oficio filosófico, lo utiliza como ejemplo de arrogancia y vanidad. Por si fuera poco, tiene frases lapidarias como que 'Nuestro conocimiento es tan débil que ningún filósofo pudo jamás descubrir a la perfección la naturaleza de un solo insecto'. De esta manera, no sorprende que la Estulticia erasmiana se inscriba mejor en esta tradición filosófica alternativa, con énfasis práctico y con una idea bien distinta de sabiduría que la ciencia demostrativa de las universidades: 'La naturaleza de las cosas es tal que quien más estulto es lleva la mejor parte de la vida, que no sé cómo pueda llamarse vida cuando es triste; y así conviene huir de la tristeza'.

Albrecht Dürer, Philosophia, 1502.
Erasmo de Rótterdam, príncipe de los humanistas, recogió, hacia inicios del cinquecento, la tradición de la humanitas, con igual entusiasmo por las fuentes de la Antigüedad pagana que por las más prístinas raíces del cristianismo, la llevó a nuevas alturas y se montó con ella en el nuevo tren tecnológico: la imprenta, que le hizo universalmente famoso e incluso un hombre acaudalado. Aunque no fue un pensador sistemático, ni tampoco el más genial u original, Erasmo tuvo, en monopolio exclusivo, el 'micrófono' de Europa, y se convirtió en el máximo emblema de las letras y el más encumbrado intelectual en un continente cuyas élites, por poco tiempo y nunca más desde entonces, estuvieron unificadas por la lengua, la religión y la imprenta. Después, la sedición luterana y la reacción católica, más la enconada violencia desatada por ambas, socavó su optimismo, le hizo sospechoso a ojos de tirios y troyanos por igual y le relegó a los márgenes del debate intelectual europeo. De hecho, su sano escepticismo teológico, pioneros estudios bíblicos, pacifismo, conservadurismo práctico —'No me cambiaré de Iglesia hasta que no halle una mejor'—, moderación política, afán de tolerancia y ecumenismo parecen anacronismos posmodernos perdidos en pleno siglo XVI.
En Erasmo apreciamos, con nitidez, la resurrección de géneros literarios ampliamente usados por los filósofos de la Antigüedad clásica: los diálogos de estilo ciceroniano —distintos de los platónicos—, el intercambio epistolar, las diatribas, la poesía épica —tras las huellas de Virgilio, Ovidio y Catulo—, las tragedias… que desembocarán en otros nuevos, netamente modernos, como el ensayo, la novela o la utopía, y dejarán atrás los comentarios y las cuestiones escolásticas. Un gran ejemplo de este aire fresco humanista es la magna obra del holandés en honor a otro monstruo renacentista, Sir Thomas More, el Encomium Moriaæ o Laus Stultiæ (1511), donde sintetiza y expone varias de las tendencias que hemos mencionado aquí: la elegancia latina, el aprecio por la retórica, la crítica social, la comparación histórica, la preeminencia de los clásicos grecorromanos, la sátira quínica y, por supuesto, la piedad cristiana tardomedieval. En dicha obra, la Estulticia monologa en contra de lo que usualmente se entiende como 'sabiduría', para proponerse ella misma como camino, sobre todo, dado que, siguiendo a Pablo: 'parece evidente que la religión cristiana guarda cierta afinidad con la estulticia y que, en cambio, se aviene muy poco con la sabiduría' y que 'la perfección cristiana, que con vehemencia se desea y se adquiere a costa de tantos sacrificios, no es más que una especie de locura y de estulticia'. Ella se distancia de 'los filósofos, [esos] hombres de barba y capa reverendas, que dicen ser los únicos que saben, pues están persuadidos de que el resto de los mortales no son más que las sombras errantes de que habla Homero':
Yo, en cambio, devuelvo a los Hombres lo mejor y más feliz de su existencia misma, y si se abstuvieran absolutamente del trato con la sabiduría, y en todas las edades se guiaran por mis máximas, no se harían viejos y gozarían dichosos de una juventud perpetua. ¡Ah!, entonces, no veríamos esos seres tristes y sombríos, a los que el estudio de la filosofía y el constante cuidado de los serios y arduos negocios les hace, por lo general, envejecer antes de llegar a la plena juventud, porque el continuo y grave cavilar les agosta el espíritu y les seca el jugo vital, al revés de lo que les sucede a mis amados fatuos, que están regordetes, lucios, con una piel más tersa que los puercos de Acarnania si no es que, como a veces acontece, se inficionan con el contagio de la sabiduría; ¡tan cierto es que nada amarga tanto la vida del Hombre como no poder lograr la felicidad completa!
Y resume magistralmente los ataques que han sufrido académicos y escolásticos desde Protágoras, Aristófanes y Diógenes y se adelanta y supera, con toda desfachatez e irreverencia, a sus epígonos por venir, como Voltaire o Nietzsche:
¡Oh, cuán dulcemente deliran [los filósofos] cuando forjan los mundos a su antojo; cuando miden como por pulgadas y con cuerda el sol, la luna, las estrellas y los orbes; cuando, sin vacilar un punto, explican las causas del rayo, de los vientos, de los eclipses y de todos los demás fenómenos inexplicables, del mismo modo que si estuviesen en el secreto de la Naturaleza, artífice del Universo, o como si para ello sólo hubieran venido a la tierra procedentes del Consejo de los dioses! Inútil es decir que la Naturaleza se ríe en grande de ellos y de sus hipótesis, porque nada saben con certeza, como lo demuestran palmariamente las magnas polémicas que mantienen entre sí acerca de las cosas cuyo fundamento nos es desconocido; pero si bien es innegable que no saben absolutamente una palabra, esto no es obstáculo para que digan que lo saben todo; y el que no se conozcan a sí mismos, ni vean el precipicio en que pueden caer o la piedra con que pueden tropezar, sea porque de ordinario son casi ciegos, sea por tener pájaros en la cabeza, no les impide tampoco ufanarse de percibir las ideas, los universales, las formas abstractas, las quidditates, las ecceitates, las formalidades, los conceptos, en verdad, tan extremadamente sutiles que, a mi juicio, no alcanzaría a descubrirlos ni el mismo Linceo. Sienten por el profano vulgo un desdén olímpico, sólo porque han aprendido a trazar unos cuantos triángulos, cuadrados, círculos y demás figuras matemáticas, inscritas unas en otras e intrincadas a modo de laberinto, y, como si esto fuera poco, a escribir unas letras dispuestas en forma de ejército, cuya colocación, muchas veces repetida, ofusca a los ignorantes. No faltan entre ellos algunos que predicen el porvenir, consultando a los astros y prometiendo mayores prodigios que los de la magia, ni tampoco dejan de encontrar papanatas que se traguen sus embolismos.
Mas no se quedan atrás —al contrario: se llevan un rapapolvo peor— las disquisiciones teológicas de las universidades y las Summæ medievales:
Bien es verdad que esto no es otra cosa que tejer y destejer la tela de Penélope, y por eso, y a mi juicio, procederían cuerdamente los cristianos si en vez de enviar contra turcos y sarracenos esas falanges de soldados, con las que ha tantos años los combaten con varia fortuna, mandaran a los alborotadores escotistas, a los terquísimos occamistas, a los invictos albertistas y, en fin, a toda la turbamulta de los sofistas, pues creo que habrían de presenciar la más donosa batalla que nadie imaginó y una nunca vista victoria; porque, ¿quién sería de tan fría condición que no le despertaran sus aguijonazos?, ¿quién tan imbécil que no le animaran sus agudezas?, ¿quién tan clarividente que no le ofuscaran sus densísimas oscuridades?
El Elogio de la locura vio la luz durante una época heroica, en que individuos excepcionales cambiaban la Historia y forjaban el mundo moderno a base de golpes de voluntad y genio desnudo —Miguel Ángel y Leonardo, Colón y Magallanes, Julio II y Fernando el Católico, Lutero y Calvino, Cortés y Pizarro, Ignacio y Teresa—, cuando Erasmo presidía sobre la cultura y Pico della Mirandola cantaba, en su De hominis dignitate (1486), la oración humanista por excelencia:
El Hombre, llamado y considerado justamente un gran milagro y un ser animado maravilloso, es el más afortunado de todos los seres vivientes y digno, por cierto, de profunda admiración. La suerte que le ha correspondido en el orden universal despierta la envidia no sólo de las bestias, sino también de los astros y los espíritus ultraterrenos. Aunque sea parte de las familias de las criaturas superiores y soberano de las inferiores, el Hombre es el vínculo entre ellas; que por su sentidos tan agudos, por su razón de certero poder indagador y por la iluminación de su intelecto, es intérprete de la naturaleza; que, siendo intermediario entre el tiempo y la eternidad es, como solían decir los persas, cópula, y también enlace de todos los seres del mundo y, según los dichos de David, apenas inferior a los ángeles. […] ¡Oh, admirable destino el del Hombre, a quien le ha sido concedido el obtener lo que él desee, ser lo que él quiera!
Claro está que semejante optimismo no podía durar, y, de hecho, se resquebrajó bien pronto. La Reforma y las guerras de religión acabaron por envenenar la buena fe de renovadores sinceros de uno y otro bando, la filosofía moral humanista cedió paso al realismo maquiavélico y la jesuítica 'razón de Estado', mientras que el afán retórico humanista degeneró —y qué bien que lo hizo— en una literatura robusta y escéptica, como ya el propio Erasmo había vaticinado mediante una analogía de la vida como tragedia, en su doble sentido: 'La vida de los mortales, ¿qué es sino una comedia como otra cualquiera, en la que unos y otros salen cubiertos con las carátulas a representar sus papeles respectivos, hasta que el director de escena les manda retirarse de las tablas?' Veamos, si no, cómo contesta el príncipe Hamlet, hacia 1601, la oración de Pico:
¡Qué gran obra maestra es el Hombre! ¡Cuán noble en su razón, infinita facultad! ¡En su forma y movimiento, enormemente grácil y admirable! ¡Como un ángel en su actuar y como un Dios al conocer! ¡Es la belleza del mundo, el parangón de los animales! Y, no obstante, para mí, ¿qué es sino la quintaesencia del polvo? A mí no me complace el Hombre.
Por no mencionar la cordura 'filosófica' de que hacen gala el bufón y el diogénico idiota Tom O'Bedlam en El rey Lear. ¿Y qué duda cabe de la influencia de la sentencia erasmiana, que parece una perogrullada del siglo XXI: 'La estulticia es la que engendra las naciones, la que conserva los imperios, las magistraturas, la religión, los consejos y la justicia, porque la vida humana no es absolutamente nada más que un juego de locos'? Recordemos, pues, qué nos dice el tirano Macbeth, hacia principios del XVII, yendo un poco más lejos:
El mañana, mañana tras mañana, se arrastra con indolente ritmo en el día a día, hasta la última sílaba del tiempo escrito. Y todos nuestros ayeres han iluminado a los tontos hasta la polvosa tumba. Apágate, extínguete ya, breve llama, pues la vida no es más que una sombra andante: un mal actor que tropieza y sufre a su paso por el escenario; una historia contada por un idiota, repleta de ruido y furia, que no significa… nada.
La pregunta que resta es, entonces, ¿cuál fue la incidencia del humanismo y su crítica a la filosofía? Ciertamente, ni Moro ni Erasmo eran filósofos en sentido estricto —o sea, no sólo no abocados a la especulación puramente demostrativa, tampoco con una formación profesional ni pretensiones sistemáticas—, pero la influencia que ejercieron sobre el pensamiento de su época fue hondo y generalizado, aunque poco se note en los filósofos renacentistas que sí tienen carta de ciudadanía para la Academia de hoy. La verdad es que no sólo quedó Michel de Montaigne como el último gran humanista, culmen y final de la empresa de Petrarca e inicio de la literatura que filosofa, con los Ensayos (1595); también habría de venir la obra científica más importante de la época nada menos que en forma de un pulcro diálogo humanista, si bien en vernáculo y no en latín, el Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo (1632) de Galileo Galilei, que recoge influencia de la magia y el platonismo renacentistas —justo aquellos campos tenidos por los más esotéricos—. Y, la mayor ironía de todas: que las bonnæ litteræ humanistas insuflaron nueva vida a una segunda y vigorosa oleada de la Escolástica en Italia y España, que trasplantó imprentas y aulas universitarias allende del Atlántico. Con la sólida metodología de siempre, reforzada ahora por la crítica filológica e histórica, el estudio de la Patrística y el uso de nuevos géneros literarios y formas retóricas, el Derecho romano en Italia y la teología y filosofía políticas en España rindieron el ciento por uno para el desarrollo posterior de la Modernidad. Más aún, fue precisamente la Escolástica humanizada, con su acento retórico y moral, así como apertura a otras tradiciones aparte de la cristiana y a formas culturales distintas, la que abrió a Europa al mundo y tendió los cimientos de nuestro mundo global occidentalizado, de la mano de misioneros con bagaje y formación ciento por ciento humanistas. Insignes sabios, escolásticos-humanistas como fray Bernardino de Sahugún, OFM o Matteo Ricci, SJ pudieron, por ello mismo, apreciar, estudiar, traducir y difundir sabidurías —la mexicana y la china, respectivamente— que no encajaban en los estrechos moldes del escolasticismo universitario de ayer… o de hoy…
Por otra parte, el humanismo transmutó, plenamente, en la literatura moderna. ¿Cómo hubiera sido posible, sin la Estulticia de Erasmo, la sabiduría de Sancho Panza o Sir John Falstaff? ¿De dónde hubiera salido, si no, la locura cuerda de Don Quijote o Hamlet? ¿Cómo imaginar, de lo contrario, la erudición clásica de Hobbes, la crítica lacerante de Voltaire, la sátira inmisericorde de Swift, los afanes de omnisabio de Newton, el nacimiento de la estética con la Ilustración escocesa, la vía media en cuestiones religiosas de Kant, por no hablar del eclecticismo y amplitud de miras de la generación romántica, Hegel y Schelling incluidos?
Puede que, al final, Descartes, Spinoza, Leibniz, Wolff y Kant hayan sido admitidos como miembros de todo derecho en el gueto de la filosofía con carné, sin tener que lidiar con un impúdico Diógenes o un sonriente San Francisco en sus filas, burlándose a carcajadas uno o llenándoles de culpa el otro. Sin embargo, por más que las academias hayan relegado a su nuevo adversario a su propio campo —y me gustaría enterarme, algún día, cuál es—, los expertos en cadenas causales y non sequitur deberían saber que no por ignorar un problema, éste desaparece. Es así que la literatura juega el papel, si bien sofístico a ratos, de nuevo tábano frente a una filosofía muelle, echada demasiado cómodamente sobre sus laureles, quizás con más certezas sobre sí misma de lo que es posible y deseable. Considérese, si no soy digno de crédito, cuántos libros posthegelianos, manuales tomistas y deconstrucciones posmodernas han venido e ido ya, cuántas toneladas de tesis yacen empolvadas en las facultades universitarias, mientras que Lope en un soneto perenne o Shakespeare en un soliloquio vivo, por no hablar de magnas novelas como las de Hugo o Dostoievski, dicen más y mejores cosas sobre la Verdad de las cosas que todo aquello junto.
Cuando, en efecto, la filosofía pierde su brillo, por estar ensimismada y encerrada en las aulas y journals, claudica de su razón de ser primigenia. En tanto que la madura introspección filosófica se halla fuera del alcance de la gente común, ya por su dificultad técnica, ora por su falta de atractivo, la educación afectiva y moral viene dada desde los púlpitos —religiosos o seculares— y en forma de mitos moralizantes. Particularmente en nuestra época, a la vez de hiperespecialización académica y de la desinformación causada por el exceso de información, la falta de discusiones serias que sean al mismo tiempo accesibles da pie a que las grandes preguntas las planteen, en el mejor de los casos, el cine, como atestiguan Amour (2012) de Michael Haneke —un espléndido tratado sobre la eutanasia y el valor del sufrimiento—, Melancholia (2011) de Lars von Trier —bellísima meditación sobre la insana cordura de nuestro mundo tecnologizado— o The Tree of Life (2011) de Terrence Malick —obra definitiva sobre el antiguo problema teológico-existencial sobre la naturaleza y la gracia—; o la televisión, en series que han ahondado en la naturaleza del mal tan profundamente como The Sopranos (1999-2007) de David Chase, The Wire (2002-2008) de David Simon o Breaking Bad (2008-2013) de Vince Gilligan.
Resta, por último, señalar el dictum agambeniano sobre una filosofía que, pese a sus correcciones posmodernas, arrastra tercamente la reticencia a redimirse: 'Una obra crítica o filosófica que no mantenga de algún modo una relación esencial con la creación está condenada al vacío, así como una obra de arte o de poesía que no contenga en sí una exigencia crítica está destinada al olvido'. La redención de la filosofía, no obstante, no supone irracionalismo ni implica renunciar al rigor argumentativo, las pretensiones sistemáticas ni la formación académica, sino apenas redefinir los temas, formas, alcances y la definición misma de la filosofía, pues, como nos recuerdan los variopintos filósofos del Renacimiento y resume inmejorablemente la famosa reprimenda de Hamlet a su amigo, casi paráfrasis del piadoso Comentario al Credo de Santo Tomás: 'Hay más cosas sobre el cielo y la tierra, Horatio, de las que pueden soñarse en tu filosofía'.










Erasmo de Rótterdam, Elogio de la locura, trad. Julio Puyol, México, Porrúa, 2010, pról.
La definición misma de 'Renacimiento', entendida como etapa de transición entre la Edad Media y la Edad Moderna y como el periodo que comprende los siglos XIV al XVI, ya es problemática en sí misma, pues fuertes oleadas de innovación cultural y renovación institucional se dieron en distintos momentos de la época medieval, en diferentes regiones y no siempre en las mismas disciplinas: como el renacimiento carolingio (s. IX), las revoluciones cluniacense, gregoriana y gótica (ss. XI-XII) y la explosión de las artes plásticas italianas o del humanismo noreuropeo (ss. XV-XVI). Para empezar, habría que tener claro qué define a la Edad Media y qué a la Edad Moderna, si es que se quiere hablar de una transición concreta entre una y otra. Ya la datación misma resulta arbitraria y polémica, puesto que la Edad Media termina, simbólicamente, no con uno, sino con varios sucesos, según las regiones: 1454 como final definitivo de la Antigüedad clásica, con la caída de Constantinopla, que podía trazar una línea directa de continuidad hasta Roma, si bien hoy se sabe que el Imperio Bizantino medieval era harto distinto del antiguo Imperio Romano de Oriente; 1494 para Francia e Italia, con el inicio de las guerras italianas; 1485 para Inglaterra con el fin de sus guerras civiles y la instauración de los Tudor; 1492 para España con la conquista del reino islámico de Granada, la expulsión de los judíos y el primer viaje de Colón; 1517 para la Cristiandad con las 95 tesis de Wittenberg; y 1519 para Alemania con el ascenso del proyecto imperial humanista de Carlos V.
Vid. Norman F. Cantor, The Civilization of the Middle Ages: A Completely Revised and Expanded Edition of Medieval History, the Life and Death of a Civilization, Nueva York, HarperCollins, 1993; & John G. Contreni, 'The Carolingian Renaissance', en Warren T. Treadgold [ed.], Renaissances before the Renaissance: Cultural Revivals of Late Antiquity and the Middle Ages, Stanford, Stanford University Press, 1984, pp. 59ss.
Vid. Charles H. Haskins, The Renaissance of the Twelfth Century, Cambridge, Harvard University Press, 1971; & Thomas N. Bisson, La crisis del siglo XII, trads. Beatriz Eguibar Barrena & Tomás Fernández Aúz, Barcelona, Crítica, 2010.
Cfr. Jacques LeGoff, 'Los lentos creadores de Europa', en id. [coord.], Hombres y mujeres de la Edad Media, México, FCE, 2013, pp. 9ss.
Para el fino hilo conductor que enlaza el Renacimiento, el Barroco y la Ilustración, véase la magna trilogía de Jonathan Israel: Radical Enlightenment: Philosophy and the Making of Modernity, 1650-1750, Óxford, Oxford University Press, 2002; Enlightenment Contested: Philosophy, Modernity, and the Emancipation of Man, 1670-1752, Óxford, Oxford University Press, 2006; & Democratic Enlightenment: Philosophy, Revolution, and Human Rights 1750-1790, Óxford, Oxford University Press, 2011.
James Hankins, 'The significance of Renaissance Philosophy', en James Hankins [ed.], The Cambridge Companion to Renaissance Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 2007, p. 340. La traducción es mía.
Cfr. 'Introduction', en Ibid. pp. 1ss; & David Hume, An Enquiry Concerning Human Understanding, ed. Peter Millican, Nueva York, Oxford University Press, 2007, sect. I.
Para un esbozo omnicomprensivo a la vez que detallado, véase el imprescindible tratado de Paul Oskar Kristeller, El Pensamiento renacentista y sus fuentes, trad. Federico Patán López, México, FCE, 1982.
Aun a pesar de que ha sido demostrado, con creces, cuán igualmente cuestionables y contingentes son la identidad y la metodología de la filosofía según cada época, incluyendo la actual: cfr. Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, trad. Elsa Cecilia Frost, México, Siglo XXI, 2007; Richard Rorty, Philosophy and the Mirror of Nature, Princeton, Princeton University Press, 1981; Alisdair MacIntyre, After Virtue: A Study in Moral Theory, Indiana, University of Notre Dame Press, 2007; & Stephen Toulmin, Cosmopolis: The Hidden Agenda of Modernity, Chicago, University of Chicago Press, 1992.
Cfr Pierre Destrée & Fritz-Gregor Herrmann [eds.], Plato and the Poets, Leiden, Brill, 2011.
Vid. Paul Oskar Kristeller, 'Petrarca', en id., Ocho filósofos del Renacimiento italiano, trad. María Martínez Peñalosa, México, FCE, 1970.
Francesco Petrarca, De sui ipsius et multorum ignorantia, citado en Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, vol. I, trad. Juan José Utrilla, México, FCE, 1985, pp. 110ss.
Cfr. Ibid.
Vid. Paul Oskar Kristeller, 'Valla', en id., Ocho filósofos del Renacimiento italiano, op. cit.
Lorenzo Valla, Encomium Sanctæ Thomæ Aquinatis, citado en Quentin Skinner, op. cit.
Cfr. Étienne Gilson, La filosofía en la Edad Media. Desde los orígenes patrísticos hasta el fin del siglo XIV, trads. Arsenio Pacios & Salvador Caballero, Madrid, Gredos, 2007, cap. VII, 3.
Vid. Everardo el Alemán, Laborintus, trad. Carolina Ponce Hernández, México, FFL-UNAM-Conacyt, 2011.
Cfr. Werner Jaeger, Humanismo y teología, trad. Antonio Fontán, Madrid, Rialp, 1964.
Cfr. Étienne Gilson, op. cit., p. 389.
Cfr. Giorgio Agamben, 'Creación y salvación', en Desnudez, trad. Mercedes Ruvituso & María Teresa D'Meza, Barcelona, Anagrama, 2011, pp. 7-16.
Ibid., p. 12.
Ibid., pp. 13-14.
Cfr. mi texto 'Auschwitz desde la Porciúncula. Diógenes de Sínope y Francisco de Asís, maestros de una razón alternativa', de 2012, en:
Vid. Peter Sloterdijk, Crítica de la razón cínica, trad. Miguel Ángel Vega Cernuda, Madrid, Ediciones Siruela, 2004.
Erasmo de Rótterdam, op. cit., XV.
Ibid., XXIX.
Tomás de Kempis, La imitación de Cristo, trad. Agustín Magaña Méndez, México, Jus, 2000. III, 1-2.
Ibid. I, 1.
Ibid. II, 1-3.
Francesco Petrarca, Epistolae rerum familiarum, libro XVII, no. 1, citado en Paul Oskar Kristeller, Ocho filósofos del Renacimiento italiano, pp. 24-25.
Cfr. Mark D. Jordan, 'Theology and Philosophy', en Norman Kretzmann & Eleonore Stump [eds.], The Cambridge Companion to Aquinas, Cambridge, Cambridge University Press, 1993, pp. 232ss.
Tomás de Aquino, OP, In Symbolum Apostolorum scilicet 'Credo in Deum' expositio, prol., no. 7.
Erasmo de Rótterdam, Op. cit. XIV.
Johann Huizinga se pregunta qué habría sido de Europa si una mente mucho más potente y audaz, como la de Nicolás de Cusa, hubiese ocupado el indiscutible trono de las letras en vez de Erasmo: cfr. Johann Huizinga, 'Erasmo de Rótterdam', en Erasmo de Rótterdam, op. cit., pp. VII-CLVII.
Vid. Charles Nauert, 'Desiderius Erasmus', en: http://plato.stanford.edu/entries/erasmus/; James Hankins [ed.], Op. cit.; & Jill Kraye [ed.], The Cambridge Companion to Renaissance Humanism, Cambridge, Cambridge University Press, 1996.
Erasmo de Rótterdam, op. cit., LVI.
Ibid., LVI.
Ibid., XLII.
Ibid., X.
Ibid., XLII.
Ibid., XLIII.
Giovanni Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del Hombre, trad. Julio Tulián, Buenos Aires, Longseller, 2003, pp. 7-8.
Vid. Salvador Cárdenas Gutiérrez & Alonso Rodríguez Moreno, 'Las vertientes éticas del poder político en el pensamiento moderno', en: Open Insight 4 (vol. III, julio 2012): pp. 5-42.
Cfr. Lord Kenneth Clark, Civilisation, Nueva York, Harper & Row, 1969.
Erasmo de Rótterdam, Op. cit. XXIII.
William Shakespeare, Hamlet, acto II, escena 2. La traducción es mía. Aquí el original: 'What a piece of work is a man! How noble in / reason, how infinite in faculty! In form and moving / how express and admirable! In action how like an Angel! / in apprehension how like a god! The beauty of the / world! The paragon of animals! And yet to me, what is / this quintessence of dust? Man delights not me…'
Erasmo de Rótterdam, op. cit., XXI.
William Shakespeare, Macbeth, acto V, escena 5. La traducción es mía. Aquí el original: 'Tomorrow, and tomorrow, and tomorrow, / Creeps in this petty pace from day to day, / To the last syllable of recorded time; / And all our yesterdays have lighted fools / The way to dusty death. Out, out, brief candle! / Life's but a walking shadow, a poor player / That struts and frets his hour upon the stage / And then is heard no more. It is a tale / Told by an idiot, full of sound and fury / Signifying nothing'.
Cfr. Paul Oskar Kristeller, El Pensamiento renacentista y sus fuentes, op. cit.
Cfr. Sandra Anchondo Pavón, La persuasión del bien y la palabra: retórica y filosofía moral en fray Bernardino de Sahagún, OFM, México, Porrúa, 2013.
Cfr. Jean Lacouture, Jesuitas I. Los conquistadores, trad. Carlos Gómez González, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 331-400.
Giorgio Agamben, op. cit. p. 13.
William Shakespeare, Hamlet, acto I, escena 5. La traducción es mía. Aquí el original: 'There are more things in heaven and earth, Horatio, / Than are dreamt of in your philosophy'.

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