Convenio de La Haya sobre sustracción internacional de menores: es hora de revisar los parámetros de aplicación

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Es hora de revisar los parámetros de aplicación de la Convención de La Haya sobre retorno de menores

Voces: DERECHOS DEL NIÑO - INTERÉS SUPERIOR DEL NIÑO - RESTITUCIÓN INTERNACIONAL DE MENORES -SUSTRACCIÓN INTERNACIONAL DE MENORES - CONVENCIÓN SOBRE LOS ASPECTOS CIVILES DE LA SUSTRACCIÓN INTERNACIONAL DE MENORES
Título: Es hora de revisar los parámetros de aplicación de la Convención de La Haya sobre retorno de menores Autor: Ruiz, Juan - Ver más Artículos del autor
Fecha: 27-may-2015
Cita: MJ-DOC-7232-AR 1 MJD7232
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Doctrina:
Por Juan Ruiz (*)
El 25 de octubre de 2014, se cumplieron 34 años de la celebración en La Haya de la Convención sobre aspectos civiles de la sustracción internacional de menores (CLH). Según algunos entendidos que miran desde un prisma estrictamente técnico jurídico y ultra positivista, el resultado de su aplicación en este lapso arroja un saldo alentador en cuanto al resultado de las acciones que buscan controlar el fenómeno del traslado o retención de niños de un país a otro unilateralmente por parte de alguno de los progenitores que, por lo general, es la madre.
Sin embargo esa favorable visión tecnicista se desluce ostensiblemente cuando se ingresa en el terreno del análisis casuístico de los aspectos humanos de la cuestión.
Respetables autores (1) -coincidimos con su posición- no concuerdan con esa visión extremadamente teórica sosteniendo que, si bien se ha logrado un relativo éxito desde el punto de vista del derecho internacional, en la práctica se han producido en no pocos casos -como los que recientemente tomaron estado público- evidentes contradicciones con el principio rector que inspiró el CLH al haberse ostensiblemente sacrificado el principio formulado en el punto 6 de la Declaración Universal de los Derechos del Niño en el altar del cumplimiento de los compromisos internacionales contraídos por el país (2).
La mayoría de las exposiciones de especialistas se enfocan en los aspectos instrumentales del tratado; es decir, en cuestiones de procedimiento, formales u adjetivas, sin precisar lo esencial. Así, evitan calar hasta el hueso la sustancia de este tema tan delicado desde un punto de vista humano, y queda sin considerar con sinceridad lo verdaderamente importante, que es preservar la salud emocional y psicológica de los niños involucrados en disputas y decisiones en las que resultan víctimas propiciatorias de progenitores y jueces. Algunos autores han estereotipado significantes muy ambiguos y por lo tanto difíciles de definir como el meneado «interés superior del niño», pretendiendo por ejemplo que se reduce simplemente al cumplimiento de los pactos internacionales y el regreso forzoso del niño a «su lugar de residencia habitual», tesis esta que ha sido adoptada estrictamente por la Suprema Corte de Justicia de la Nación porque, desde luego, le ahorra al juzgador el trabajo de ahondar en aspectos humanos de la cuestión que podrían incidir desde lo emocional en la solución supuestamente adecuada cuando el progenitor requerido es mujer: los jueces también tienen sentimientos y tuvieron una madre, y muchas juezas son madres, aunque a veces no lo parezca.
Tal criterio, en cierto sentido, lleva ínsita una contradicción con la directiva expresa que lucen varios de sus fallos, en los que enfatiza que «los jueces deben fallar atendiendo a las circunstancias existentes al momento de su decisión» (3).
Y ¡qué duda puede caber de que luego de cinco o seis años de residir en un determinado lugar los niños ya han echado raíces, conformado su centro de vida y estabilizado su plexo emocional!, todo lo que se ve repentinamente quebrado por decisiones que desatienden a esas circunstancias para ceñirse a la aplicación descarnada de temperamentos interpretativos que prescinden de toda consideración seria sobre el real impacto sobre la integridad psíquica del niño atándose a fórmulas estereotipadas como que «la perturbación producida por el impacto emocional debe ser superior al que le produce al niño la ruptura de la convivencia con uno de sus progenitores». Hablando con seriedad, ¿cómo se mide eso? ¿No es más serio presumir en esos casos que salvo prueba en contrario el niño ya ha cumplido el estándar del artículo 12 de la Convención? Estas son en esencia las cuestiones que determinan la necesidad de revisar los criterios empleados en la aplicación de los términos del tratado más allá de la famosa guía de las buenas prácticas que poco y nada aportó efectivamente a la solución de los profundos destrozos emocionales provocados en los niños víctimas de estas reglas que se han mostrado ineficaces para lograr el fin realmente buscado desde el punto de vista humano.
Veamos. ¿Cuál fue en principio la finalidad operativa perseguida por el tratado? Según sus mismos términos, establecer un mecanismo de carácter imperativo, automático y ágil que neutralizara la acción unilateral de uno de los progenitores de establecerse con sus hijos de modo permanente en un país distinto del que habían vivido hasta ese momento sin el consentimiento del otro o sin estar legalmente habilitado, cualesquiera fueran los motivos que lo llevaron a esa decisión.
Desde esa perspectiva es innegable que los fines de la Convención están en línea con la correcta solución jurídica que contempla tanto el derecho del niño a no ser sustraído de su lugar de origen como el derecho del padre que se quedó en el país de origen a que los diferendos matrimoniales se resuelvan según la legislación de esa jurisdicción.
Pero resulta que, como aseguran científicos de indubitable respetabilidad, la única unidad de medida que existe realmente en el mundo es el tiempo.
Y este es el punto donde falla por la base la aplicación del tratado, porque en la práctica se distorsionan completamente los fines tenidos en cuenta para su creación proyectándose sobre la operatividad de otros preceptos que quedan, así, de hecho, convertidos en letra muerta como fantasmagóricos colgajos conceptuales meramente formales sin encarnadura jurídica ni eficacia material alguna.
Ello es así porque, salvo casos excepcionales, no se cumplen los plazos establecidos en los arts.11 y 12 de la CLH, siendo que la perentoriedad del regreso es el nervio medular del tratado, generándose de esta manera una contradicción insuperable de ese postulado con lo que ocurre en la realidad. ¿Y cuál es la consecuencia? Que el nuevo desarraigo del niño sujeto de la Convención a resultas del «cumplimiento de la ley» es muchas veces peor que el primero en lo que respecta al daño emocional (4).
La Corte ha dicho que no se puede hacer de la extensión temporal una manera de burlar el espíritu del tratado, pero lo cierto es que esas demoras generalmente provienen de mecanismos judiciales que hacen al derecho a la defensa (5), por cuanto no son imputables a supuestas maniobras procesales de quien pretende la radicación del niño en su nuevo hábitat.
Este criterio en ciertos casos desnuda abiertamente la subordinación del derecho del niño más allá de huecas declaraciones sobre su «interés superior», como lo exhibe por ejemplo un fallo del Cuarto Tribunal Colegiado en materia Civil del Primer Circuito de México (6) que sostiene que «el posible retraso en la acción de las autoridades competentes, no debe perjudicar los intereses de las partes amparadas por la convención».
¿Cuáles son esas partes? No los niños, desde ya, sino los padres que protagonizan la controversia. Bien leído el fallo, significa que el interés del padre reclamante está por encima del derecho del niño, de sus emociones y sentimientos. Estos enfoques positivistas a ultranza convierten a los chicos en las víctimas propiciatorias de cuestiones que ellos no provocaron y en las que no participan en modo alguno generándoles un daño moral sin derecho a reclamo alguno que se produce porque está comprometido el derecho humano de un niño a que su opinión sea respetada y amparada (7).
La CDNNA reconoce al niño como sujeto de derecho, lo que implica atribuirle un derecho subjetivo «per se» que en el mundo jurídico se le debe reconocer en tanto haya un obligado jurídicamente; en otras palabras, un responsable en el cumplimiento y el respeto de ese derecho subjetivo que tiene el niño, es decir el Estado.
Por lo tanto, también el derecho a ser restituido de inmediato debe ser considerado «interés superior», como lo señala enfáticamente la Guía de las Buenas Prácticas (8).
Sobre este punto, reconocidos expertos en esta materia, como la Lic. Elisa Pérez Vera e Ignacio Goicochea, han advertido reiteradamente sobre el desfasaje entre la finalidad de la Convención y el tiempo que demanda su efectivización, lo que termina resultando en un notorio perjuicio de la salud psicológica y emocional de los menores, so color de la declarada protección formal del interés superior del niño, sin que esta cuestión haya sido hasta hoy abordada en profundidad y, mucho menos, solucionada por quienes deberían ocuparse de evitar las citadas distorsiones.
A pesar de lo patente de sus consecuencias, la doctrina judicial y académica tanto nacional como internacional en su gran mayoría continúa resistiéndose a admitir lo que es evidente: el retorno debe ser inmediato, caso contrario contradice su propio «ethos», contradicción esta que no ha podido ser superada pese a los esfuerzos doctrinarios realizados hasta el momento.
Como consecuencia de todo esto, la doctrina judicial prevaleciente ha tornado inoperantes las cláusulas de excepción de los arts. 12 y 13 del Convenio aduciendo que no es un motivo autónomo de rechazo a la solicitud de regreso la integración del menor a su nuevo ambiente producto del paso del tiempo, o en otras palabras, que además deben existir otros elementos en el caso que lleven a la convicción de que no procede el retorno del niño.
Tampoco se toma en cuenta el tiempo en lo que respecta al «riesgo psíquico», que, según la Corte, debe ser en el niño una perturbación superior a la que «normalmente» le produciría el nuevo desarraigo: es casi como decir que el menor debe volverse un loco frenético ante la posibilidad del traslado para que sea un justificativo. Como es obvio, por lo común el niño ni sabe lo que está por pasar, así que se encierra en sí mismo y se resigna sin que sea posible medir la profundidad de su dolor fácilmente imaginable si se tiene en cuenta que la convivencia durante varios años en un lugar ha forjado vínculos profundos tanto con su progenitor como con su entorno, que se ven repentinamente aniquilados.
¿No habrá llegado el momento de reconocer que tal como está pensada y escrita la Convención es impracticable dados los mecanismos procesales de los distintos regímenes jurídicos de los países firmantes y de cambiar los parámetros de aplicación para evitar a los menores el daño moral, psicológico y emocional consecuente incrementando el respeto a su voluntad y dando mayor relevancia al hecho de la integración al nuevo medio?
Porque ¿es posible afirmar con razonabilidad que un niño que ha pasado cinco o seis años viviendo en un lugar no ha quedado integrado a su nuevo ambiente y soslayar el hecho de que trasladarlos otra vez necesariamente tiene un alto impacto en su estructura psíquica y emocional con graves consecuencias para su vida futura?
Desde luego que no. Por eso, la doctrina judicial -para sortear esta valla- recurre pretorianamente a la afirmación de que tal hecho no constituye una causa autónoma para negar el regreso -cuando no- a interpretaciones forzadas de la letra de la ley.
Las contradicciones se reflejan también en la legislación que baja a nuestro derecho las normas de la CDNNA como la Ley 26.061, la que construye un andamiaje conceptual realmente encomiable sobre los derechos del niño en relación con el concepto de «centro de vida», estableciendo taxativamente que es el lugar donde ha vivido mayor cantidad de tiempo, concepto que es de inmediato desdibujado por la reglamentación (Decr. 415/2006) que lo subordina a los términos de los tratados internacionales suscriptos por el país, cuya interpretación queda en manos de los jueces, lo cual es lo mismo que decir que lo que establece la ley sobre el niño, su arraigo, su centro de vida y sus derechos humanos en estos casos es pura retórica.
Resulta evidente entonces que la única manera de equilibrar la balanza y cumplir realmente con las reglas de la Convención es obtener el inmediato regreso del niño a su hábitat originario en un plazo razonable como puede ser el fijado por la CLH, pero que parece no serlo tanto para jueces que, después de cinco o seis años, resuelven el regreso del menor violentando así lo que Juan Francisco Linares denominó «el principio de razonabilidad de las leyes», citado en innumerables fallos de nuestra Corte de Justicia (9).
Como resulta claro, hay una marcada incongruencia entre la manda esencial del tratado y la decisión judicial que se escuda en el cumplimiento de compromisos internacionales sin importar el tiempo transcurrido o que no puede tratar las cuestiones de fondo que pertenecen a otra jurisdicción originariamente aceptada por las partes.
Transcurrido un tiempo de tres o más años, el criterio restrictivo acerca de las excepciones debería flexibilizarse en favor de la estabilidad emocional y psíquica del niño y no exigirse la acreditación de una perturbación extraordinaria para justificar el rechazo. Cuando se excede ese plazo, la supuesta defensa del «interés superior del niño» (ser regresado a su hogar original) suena claramente a excusa que disimula otros intereses.
Reiteramos que la norma en su genérico texto dispositivo es correcta, pero la aplicación particularizada de su contenido normativo al caso concreto debe superar el test de la razonabilidad que no solo se aplica a la ley, sino que obra en cualquier dimensión del mundo jurídico.
En tal sentido las directivas tanto del tratado como de las leyes en cuanto a la asistencia gubernamental para atenuar el trauma que inocultablemente provoca a los menores el nuevo traslado resultan en la práctica un rosario de buenas intenciones que, en modo alguno, cumplen el objetivo declarado como no sea el de tranquilizar la conciencia de los juzgadores.
Si se quiere hacer efectivo el trillado concepto de que los niños no son objetos, los derechos del padre o de la madre que reclaman su «restitución» o «reintegro» -términos estos que se aplican a las cosas no a las personas- no pueden ser el patrón de medida predominante y casi excluyente para decidir el regreso en demérito de la gravitación de las circunstancias en las que se encuentra el menor al momento de la decisión jurisdiccional y que pueden determinar su real interés superior cuando los tiempos de la CLH han sido largamente excedidos (10).
El derecho, como ciencia que es, en estos casos pretende objetivar y eludir aquello que no puede ser captado por ningún recurso técnico, como son las emociones infantiles, así como la intensidad del vínculo sentimental con el progenitor con quien vive y con su entorno.
No es otra cosa lo que se extrae de la tesis que sostiene que lo que más atiende a su interés superior es ser repatriado forzosamente a su país de origen, aunque su derecho humano a expresar su legítima voluntad y que ella sea respetada resulte preterido. Hay entonces un divorcio evidente entre el artificial mundo jurídico y el ser humano que debe ser saldado a favor de este último revisando los parámetros de aplicación de las prescripciones de la Convención de La Haya porque, como se sabe -sobre todo cuando se trata de niños- el derecho debe ser para las personas; no las personas para el derecho.
JÁUREGUI, Rodolfo G.: «Un caso de restitución internacional de niños que invita a reflexionar», publicado en La Ley 2/8/2010, 6 - La Ley 2010-D, 567.
«B. D. P. c/ A. A. 5. s/ exhortos y oficios» , expte. PL4231-2011.
Fallos 308:1489; 312:555; 315:123, entre otros.
GOICOCHEA, Ignacio: «Aspectos prácticos de la sustracción internacional de menores», en Derecho de Familia, Revista Interdisciplinaria de Doctrina y Jurisprudencia, dirigida por Cecilia Grosman, sobre Familia y Derecho Internacional Privado. LexisNexis, marzo-abril 2005, pp. 68 y 69.
«Los tribunales están obligados a atender primordialmente al interés superior del niño, sobre todo cuando es doctrina de la Corte que "garantizar" implica el deber de tomar todas las medidas necesarias para remover los obstáculos que pudiesen existir para que los individuos puedan disfrutar de los derechos reconocidos en la convención (Fallos: 318:514), debiendo los jueces, en cada caso, velar por el respeto de los derechos de los que son titulares cada niña, niño o adolescente bajo su jurisdicción, que implica escucharlos con todas las garantías, a fin de hacer efectivos sus derechos (conf. arts. 12, inc. 2 , y 40.2.b de la Convención sobre los Derechos del
Niño)» (CSJN, «García Méndez, Emilio y Musa, María Laura», 2/12/2008, MJJ40256
Cuarto Tribunal Colegiado en Materia Civil del Primer Circuito de México. Amparo directo 766/2008.19 de marzo de 2009.
«El niño solo puede ser considerado sujeto y jamás objeto de derecho de otros, por lo que sus derechos también son derechos humanos» (CSJN, 21/12/2010, «R., M. A. c/ F., M. B s/ reintegro de hijo», MJJ60804 ).
Punto 1.5.3 de la Guía de Buenas Prácticas: «El interés del menor necesita una acción expedita. El Preámbulo del Convenio indica que el interés superior del menor es primordial y que el objetivo del Convenio es protegerlos contra los efectos perjudiciales de una sustracción. La experiencia muestra que las acciones rápidas, inmediatas y expeditas en aplicación del Convenio de La Haya son el medio más seguro para proteger el interés de los menores».
Toda actividad estatal, nos afirma el eminente constitucionalista Segundo V. LINARES QUINTANA, para ser constitucional debe ser razonable. Lo razonable es lo opuesto a lo arbitrario y significa: conforme a la razón, justo, moderado, prudente, todo lo cual puede ser resumido: con arreglo a lo que dice el sentido común. HARO, Ricardo: Nuevos perfiles del control de razonabilidad constitucional, p. 11.
«Por ende, es falsa de toda falsedad la vieja fórmula de crudo positivismo legalista según la cual el juez ha de juzgar "según la ley" y no ha de juzgar la justicia intrínseca de la ley. Todo al revés: para cumplir dentro de su más estricta función de impartir justicia con el deber constitucional de afianzar la justicia, el juez puede y "debe" juzgar si la ley que tiene bajo aplicación es justa o injusta, y cuando a tenor de las circunstancias del caso se convence objetivamente que aplicarla a él conduce a dictar una sentencia injusta, debe abstenerse de aplicarla, porque por encima de la ley se halla la Constitución y los tratados internacionales, tengan o no jerarquía constitucional». BIDART CAMPOS, Germán J.: «El interés superior del niño y la protección integral de la familia como principios constitucionales», publicado en La Ley, 1999-F, p. 623.
(*) Abogado, UNNE. Constitucionalista. Especialista en Derecho Público. Exasesor de comisiones en el Senado y la Cámara de Diputados de la Nación. Autor de trabajos de su especialidad.
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