Control y democracia: El poder de la música [borrador]

September 12, 2017 | Autor: Nacho Esteban | Categoría: Sociology of Music, Sociología De La Música
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Control y democracia: El poder de la música Nacho Esteban Fdez.

29/12/2013

Hace un par de semanas, me encontraba navegando por la Red y me topé casualmente con unos viejos amigos a los que conocí –también por casualidad– con su genial tema Jizz in my pants. Aunque en España no son tan conocidos, The Lonely Island han tenido un éxito notable en Estados Unidos a raíz de su participación en el programa Saturday Night Live, con grandes parodias acompañados por toda clase de artistas: Justin Timberlake, Lady GaGa, Nicki Minaj, Akon, Michael Bolton… Ciertamente, la finalidad del trío formado por Andy Samberg, Akiva Schaffer y Jorma Taccone es esencialmente humorística; no obstante, en mi reencuentro con los californianos tuve ocasión de conocer dos temas tan profundamente cargados de contenido que me he visto obligado a escribir el presente artículo con el fin de desgranar las importantes ideas señaladas –consciente o inconscientemente– por ellos, analizarlas y ponerlas en relación con las teorías sociológicas de la música de Attali, Deleuze, Tarde, Durkheim y Fubini, entre otros. En concreto, las dos canciones que me dispongo a analizar son Go kindergarten (con la participación de la cantante Robyn) y Boombox (en colaboración con Julian Casablancas), precisamente en ese orden por conveniencia con el discurso. Recomiendo encarecidamente escucharlas (preferentemente, viendo los videoclips y las letras) antes de seguir leyendo para una mejor comprensión de los aspectos que se vayan señalando a lo largo del texto. Mi único objetivo al descomponer ambas para estudiar sus elementos es compartir con los demás la fuerte impresión que me produjeron al escucharlas por primera (y por segunda, tercera…) vez, por lo que de ningún modo debe interpretarse este artículo como una pretensión seria. Dejemos que los profesionales se sigan ganando su pan. A modo de introducción, quisiera comenzar señalando al conocido origen ritual de la música. La música fue la primera expresión artística del ser humano, antes incluso que la pintura o la danza, artes también de importante raigambre sacra. Asimismo, el protocanto constituyó el primer medio de comunicación duradero en el tiempo, ya que permitía transmitir información y preservar de ese modo la memoria y los conocimientos adquiridos más allá de la propia generación. Pero, ante todo, la música siempre ha sido sentimiento, un puente entre instinto y razón que no requiere de conocimientos académicos para ser comprendido, pues apela directamente a nuestras emociones más básicas; incide en nuestro comportamiento influyendo en nuestros sentimientos, expresándolos mediante un lenguaje hipercodificado de carácter originario, primitivo. Esta naturaleza religiosa-ritual de la música, lejos de lo que pudiera parecer, sigue manifestándose en la actualidad. De hecho, no son pocos los autores que han señalado con gran acierto la patente similitud entre los ritos ancestrales (en concreto, las orgías griegas) y el ambiente de las actuales discotecas, donde la música, el sexo, las drogas y la violencia se mezclan y diluyen. Pero esta característica no es sólo propia de la música actual (muy 1

específicamente, del reggaetón), sino que siempre ha existido de manera implícita ese carácter sexual-violento en la mayoría de géneros musicales y de danza (piénsese, por ejemplo, en el twist), ya que la música y el baile son, en definitiva, un ritual básico de apareamiento. La primera canción, Go kindergarten, da una magnífica idea de lo hasta aquí expuesto, pero tanto ésta como Boombox profundizan aún más en la cuestión al resaltar otra dimensión del ritual: el trance. E interesa aquí señalar que al principio de la segunda Julian Casablancas parece manifestar cierta sorpresa por que quienes se encuentran fuera de control sea precisamente «a bunch of old white people», dando a entender de ese modo que la música es más propia de jóvenes y de negros. Efectivamente, el origen de la música es tribal, se remonta a África, pero incluso en tiempos modernos la música occidental se ha basado siempre en la música negra (jazz, soul, blues…). De manera muy significativa, en Go kindergarten es también el personaje negro quien arrastra al blanco, renuente, a la discoteca con la promesa de pasarlo bien, a pesar de que el segundo no deja de sentirse incómodo y, más tarde, trata de imitar a la masa sin entender lo que hacen o por qué lo hacen. Por decirlo de una forma más cruda, sólo los jóvenes y los negros escuchan música para trascender y extasiarse (volvemos a los ritos y las discotecas), pero el arquetipo de maduro blanco jamás se rebajaría a escuchar música vulgar en la calle. El adulto blanco, elitista y pudoroso, debe encerrarse física y mentalmente (a través del silencio reflexivo o respetuoso) en la intimidad de su hogar, el salón de un teatro o la solemnidad de la iglesia (compárese en este punto la iglesia católica tipo, con sus ritos y salmos, y la iglesia protestante negra, rebosante de vida, exclamaciones y música en comunidad). A este poder sacro de la música se le debe añadir otra característica de gran importancia: la profecía. En cuanto medio para percibir el mundo, la música supone un útil de conocimiento, una fuente de información; por ende, equivale a poder. Toda organización de sonidos es un instrumento para crear o consolidar una comunidad: es un lazo de unión entre un poder y sus súbditos, un atributo de poder. Debido a eso, el poder siempre ha estado interesado en la escucha, el registro, la censura y la vigilancia; escuchar, memorizar, es poder interpretar y dominar la historia, manipular la cultura de un pueblo, canalizar su violencia y sus esperanzas. En términos nietzscheanos, la música es sublimadora, canalizadora de la violencia y el sexo y reguladora de la sociedad; es amenazante y, a la vez, una fuente necesaria de legitimidad y de predicción de cómo van a cambiar las relaciones sociales. Según Attali, no ocurre nada esencial donde el ruido no esté presente y, hoy en día, se encuentra presente en todos los aspectos y en todos los espacios de la vida cotidiana (casa, trabajo, cafetería, supermercado, calle, discoteca…). Si a ello se le suma la importante relación entre música y economía (donde hay música, hay dinero), resulta evidente el interés de cualquier poder institucionalizado por controlar la música y prohibir ruidos subversivos. Los ejemplos son incontables, desde la contratación de juglares y el mecenazgo en el Medievo (el músico como funcionario autorizado, como se pretende actualmente en las calles de Madrid) hasta la prohibición de la música negra en la Alemania nazi y la exaltación de la folklórica en la URSS. Este último ejemplo es especialmente representativo, por cuanto 2

adelanta lo que también presintieron enseguida los propagandistas alemanes, japoneses y estadounidenses: la música es una producción de signos y transmite valores. De hecho, a diferencia de otras artes, ha sabido trasvasar y trasponer con una gran dinámica los valores, estilos e invenciones del mundo de la música culta al de la música popular (y viceversa). De ahí el interés de los nacionalismos por el folklore en general y por el folk en particular: no sólo supone un manifiesto de identidad e individualidad, sino que expresa auténticos valores sobre el pueblo (piénsese en la letra de cualquier himno nacional). Tal es así que, como señala Raúl Minchinela en su programa Reflexiones de Repronto, el himno español ni siquiera precisa letra para transmitir esos valores; alineado con las últimas tendencias en publicidad (específicamente, en el ámbito automovilístico), en la actualidad ya no es siquiera necesario resaltar los valores de un producto o de un pueblo, sino que basta con transmitir sensaciones, vivencias artificiales, emociones (velocidad, éxito, felicidad…). En relación con el folklore, interesa sobre todo detenerse a reflexionar sobre los bailes regionales y las archiconocidas coreografías pop (pienso en canciones como la Macarena, la Danza kuduro, Aserejé o Saturday night), que tan bien entroncan con esa estandarización generalizada del producto musical: ya no sólo escuchamos en todas partes, como si de Un mundo feliz se tratase, el repetitivo monólogo de músicas homogéneas y estereotipadas (he ahí la génesis del pop, por cierto), sino que existe incluso una forma correcta de actuar en consecuencia. En Go kindergarten, haciendo alusión directa al twerking e indirecta al reggaetón, lo dejan bastante claro: «Shake that ass […]. Your butt look flat – make that shit flap: use the art of perspective or hide it in a hat». En otras palabras, baila sexy o no bailes. Desde un punto de vista musicológico, se puede decir que la estandarización de la música, consecuencia de la apropiación por el poder de la misma, ha generado una lógica clónica, replicante, mimética, una reprocultura o economía de la repetición, donde una matriz o un patrón pueden usarse un número considerable de veces, de modo que se gana en superficie y se pierde en profundidad, con la consiguiente degradación del código. Pero lo que realmente interesa al planteamiento aquí expuesto es que la música puede servir para controlar y convertir en masa. De las canciones analizadas, es en Go kindergarten donde aparece esta idea con mayor fuerza: los orwellianos DJs piden (en realidad, exigen) a su público que se dejen llevar sin preguntas, que simplemente hagan cuanto dicen, aunque sea ridículo, imposible o contradiga sus instintos (pegar a un amigo, autolesionarse, quedarse instantáneamente embarazada…). Hay una estrofa en concreto que es especialmente representativa: «Yeah, you know, some of it might seem strange, but don’t think, just obey. Let the music play, ’cause we put it in the song, so do everything that we say». Lo dice una canción, así que hazlo. Si se piensa detenidamente, es un mensaje brutal, pero es justo lo que ocurre con las anteriormente citadas coreografías pop («La mano arriba, cintura sola, da media vuelta…»; «Una mano en la cabeza […], una mano en la cintura, un movimiento sexy…»): se trata de órdenes directas y lo socialmente adecuado es acatarlas sin preguntas (a riesgo, en caso contrario, de convertirte en un aguafiestas). Exultantes, todos bailan al 3

unísono, como un ejército (de hecho, tal es el uniforme de los cantantes), y se anima a los demás a participar, cual secta que se aprovecha de esa necesidad humana de pertenecer. El único requisito es obedecer («Go zombie, be brainless. […] Get stupid, go moron»), comer basura si es lo que te piden; de hecho, en la propia canción advierten de que van a comprobar dicha obediencia («We’ll come around and test you»). Pero quizá lo más significativo sea el ambiente (y la exigencia) de celebración de la obediencia y la estupidez, de ese falso sentimiento de comunidad que no hace sino simular el éxtasis del auténtico rito sacro. La consigna es clara: «Here we are, entertain us». He aquí la prueba del gran éxito del capitalismo musical: los propios dominados piden pan y circo… y, mientras uno se encuentra bailando, sin duda no supone un engorro para el poder. Con mano de hierro, la voz cantante dicta, permitiendo incluso pequeñas revoluciones que son inmediatamente sustituidas por la más absoluta sumisión (unos segundos de corte de mangas se pagan perdiendo el dedo). «The party’s here and you can’t escape». No obstante, no debe olvidarse otro aspecto central de la canción, reflejado con claridad en su propio título: la vuelta al jardín de infancia, es decir, la discoteca como la nueva escuela, como espacio de encierro (más desde la perspectiva del control que desde la antigua noción del espacio disciplinario). En este punto es también clara la letra: «Have a motherfuckin’ baby on the floor. Raise it in the club, homeschool it by the door» y, más adelante, «build a school, burn it down». Pero no todo son malas noticias. The Lonely Island parecen ser perfectamente conscientes de que el poder homogeneizador de la música tiene dos caras: la hasta ahora explicada de la música como medio de control y censura y una segunda concepción democratizadora, que iguala desde abajo («Everyone was wearing fingerless gloves»). En la segunda canción analizada, Boombox, es observable una noción del mundo como cárcel estamentada por clases sociales (ricos, pobres, ejecutivos, ancianos…), si bien esa cómica omnipresencia del ganso hervido viene a indicar precisamente que no somos tan diferentes, lo que queda más tarde de manifiesto gracias al estéreo portátil, sinécdoque de la música en general (una parte por el todo). El estéreo irrumpe en entornos en los que sería inicialmente inconcebible cualquier expresión de espontaneidad: el mundo protocolario de los ricos, las reuniones formales de ejecutivos, la calle (donde nadie se conoce y todos temen el ridículo público), un mortecino asilo de ancianos… Se trata de ámbitos donde la desinhibición –también la sexual– resulta tan improbable como fuera de lugar, a diferencia de lo que ocurriría en entornos antitéticos (a nadie extrañaría el baile desenfadado entre los humildes, los ociosos, los jóvenes o en privado). De ahí que antes de la irrupción del estéreo en cada escena exista ese ambiente comedido, formalista, forzado («The ties around their necks are like a hangman's noose»). En Boombox, la llegada de la música coincide necesariamente con la desaparición del ganso hervido, es decir, con el desenfreno, la alegría, el baile. La música sana, purga, se lleva el odio y permite que todos bailemos juntos (como sucede también, por cierto, en las discotecas). Gracias a la música, todo el mundo está representado y los estamentos pasan a ser cosa del pasado (visualmente, esto se explica mediante la dicotomía entre los cantantes: Samberg es un ciborg futurista y Casablancas, una especie de indio americano). La música une y democratiza, 4

nos hace a todos iguales, da igual lo distintos que seamos o a qué raza pertenezcamos, porque no entiende de clases sociales: en la pista de baile, todos somos iguales. Y eso es precisamente lo que hace avanzar a la sociedad: sólo cuando todos bailemos al unísono lograremos progresar. Ésa es la moraleja de la canción, que es a la vez una llamada de atención directa a quienes pretenden instrumentalizar la música en su beneficio: «A boombox can change the world […]. A boombox is not a toy». Estirando un poco el sentido original de otra canción, debemos abandonar los valores impuestos por el capitalismo y volver a la tierra, al origen, para encontrar una respuesta: Are we human or are we dancer?

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