“Contra el peligro: José Martí, la crítica modernista y las políticas liberales en el siglo XIX” Mondern Language Notes 124. 2 (2009): 424-437.

May 22, 2017 | Autor: Jorge Camacho | Categoría: Cuban literature, José Martí, Literary studies, Language Studies, Liberalismo, Literatura Cubana
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Contra el peligro: José Martí, la crítica modernista y la justificación de las políticas liberales en el siglo XIX ❦

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A pesar de que en Hispanoamérica la indagación racial comenzó con la Conquista, en el siglo XIX el análisis tomó un giro significativo con la llegada del liberalismo y la teoría de la evolución de Darwin. A partir de entonces, los científicos historiaron las ruinas, el lenguaje, y los diferentes grupos humanos. En este contexto, los gobiernos de América que adoptaron como guía esta doctrina, tuvieron que encontrar un “remedio” para la situación de haber heredado de la colonia una población heterogénea desde el punto de vista racial y cultural. Entre otras cosas, los liberales propusieron el cultivo intensivo de las tierras, el blanqueamiento de la población a través de la mezcla racial con los europeos, la unificación lingüística del país, y la educación laica. En lo que sigue me interesa explorar el discurso racial de los liberales latinoamericanos de fines del siglo XIX, y en especial de Martí, a partir de las políticas biológicas y económicas que estos gobiernos pusieron en marcha. El marco de interpretación al que hago referencia es el que definió Michel Foucault con el nombre de “biopolítica.”1

1.  En el Nacimiento de la biopolítica, Foucault pone la política económica liberal del siglo XIX como origen de esta forma de entender la gobernabilidad (60). Para más detalle véase las conferencias de Foucault recogidas allí. David Theo Goldberg en The Racial State, defiende un argumento similar: “as modernity’s definitive doctrine of self and society, of morality and politics, liberalism has served to make possible discursively,

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¿Qué significó ser indígena a finales del siglo XIX en Hispanoamérica y estar en contra de las políticas de gobernabilidad que impusieron estos estados? y ¿desde qué punto de vista José Martí enfoca su visión de lo que debían hacer los indígenas para que se conformaran a las leyes de los nuevos gobiernos? En sus crónicas mexicanas, en su folleto Guatemala y en los artículos que escribe desde los Estados Unidos,—especialmente aquellos que van hasta mediados de la década de 1880—Martí se identificó con esta ideología, criticó el “ocio” que impedía el desarrollo del país, y justificó la expropiación de las tierras de los indígenas que no estaban dedicadas a la labranza. En Guatemala Martí apoyó por estos motivos la revolución liberal de Barrios, que provocó el mayor auge económico de ese país durante el siglo XIX. Su llegada concuerda también con la época, como dice Martínez Peláez, de la “brusca reactivación del trabajo forzado colonial” de los indígenas, ya que el gobierno, al amparo del nacionalismo y las leyes contra la vagancia, los obligó a trabajar en contra de su voluntad en las tierras de los colonos, extranjeros y nacionales, dedicadas al cultivo del café (La patria 579–580).2 En México, el primer país adonde llega Martí a su regreso a Hispanoamérica, después que fue deportado a España, el cubano encontró un grupo de intelectuales que abogaban por medidas económicas similares, entre los que estaban Francisco Pimentel y García Cubas. También conoce allí a Rafael Serra, quien introdujo las teorías de Darwin en el sistema educacional de México. En lo referente a las ideas económicas, Martí parece coincidir con los dos primeros por su insistencia en hacer productiva la tierra inactiva y exigirles a los indígenas que la trabajaran. En una de sus crónicas, Martí fustiga a estos por su falta de aspiración en la vida, por su indolencia en el trabajo y por su poco interés en el dinero (OC VI: 283). Por esto, Martí los llama: “la raza imbécil: he aquí a nuestro juicio la explicación de la raza miserable” (OC VI: 283). El interés de estos intelectuales era que los indígenas abandonaran el modo de vida que tenían y se adaptaran a las formas capitalistas y occidentales de producción y desarrollo. El problema era, como afirmaba el propio Martí, que esa homogenización era imposible mientras gran parte de la población de México,

to legitimate ideologically, and to rationalize politico-economically prevailing sets of racially ordered conditions and racist exclusions” (5). 2.  Para un análisis más detallado de la relación de Martí con las propuestas de los gobiernos e intelectuales liberales en México y Guatemala véase mi artículo: “Liberalismo y etnicidad: las crónicas mexicanas y guatemaltecas de José Martí.”

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entonces indígena, no creyera ni en el ahorro ni en el progreso. Tales preocupaciones, por consiguiente, se originaban desde la perspectiva nacionalista, y una visión etnocéntrica de la cultura. Por tanto, al igual que Francisco Pimentel, Martí ve en los indígenas una amenaza para el resto del país, una fuerza agazapada, lista a estallar, que podía echar abajo el andamiaje de la República. Ante la despreocupación de la nación por las condiciones en que estos vivían, afirma el cubano: Se tiene la amenaza sobre sí: ¿No es verdad que es bueno y prudente descuidar la amenaza? Se tiene en gran parte un pueblo de bestias: ¿no es verdad que es bueno, agradable y útil no pensar en que puede bajo el peso de estas bestias morirse súbitamente ahogado? La avalancha crece, y el valle está tranquilo. Los pastores prudentes deben huir del mal con que los amenaza la montaña. (OC VI: 328)

Con esta visión espacial de la “amenaza” indígena, a quienes Martí cataloga de “bestias,” la intención es llamar la atención del gobierno para evitar un mal supuestamente catastrófico en el futuro. Al comentar este fragmento, el intelectual mexicano Alfonso Herrera Franyutti decía que tal vez al decir esto, “Martí avizora la Revolución de 1910” en que habían sido tan importantes los indígenas (101). Sin embargo, no hay que ir tan lejos para hallarle una explicación. En la misma época en que Martí escribía estas notas se daban frecuentes enfrentamientos entre los soldados y los nativos en distintos puntos de México y seguirá siendo así por gran parte del siglo XIX. Según Beatriz Urías, por ejemplo, en Indígena y Criminal, las noticias que aparecieron en la prensa sobre las sublevaciones de Yucatán, Chiapas, Sonora, Chihuahua y la Huasteca en esta época, “el desorden social aparece generalmente vinculado a la naturaleza ‘bárbara’ y ‘salvaje’ del indio que se consideraba naturalmente orientado hacia la rebelión” (55). Se narraban casos de violencia indígena doméstica en los periódicos, se trataba de analizar su falta de inteligencia a través de las fotografías, y las rebeliones eran reprimidas por el ejército sin dejar rastro ni constancia de la suerte de los sublevados (Beatriz Urías 57). A lo que hay que atender, entonces, en las crónicas de Martí es el régimen político y económico que trataba de preservar, y a la contradicción entre el humanismo de muchos de sus escritos posteriores y la representación de los indígenas de una forma tan despectiva. Lo primero es un gesto consciente y reiterado por él a través de toda su obra, incluso en “Nuestra América,” un intento de previsión con el cual intentaba poner en guardia a la elite gobernante. Por otro lado, su tipificación del indígena como “perezoso” y “bestia”

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concuerda con la tradición colonial, que veía en ellos solamente un medio para un fin. Poco después de llegar a Guatemala, Martí publica un folleto titulado Guatemala (1878), donde apoya la política liberal de Rufino Barrios. Esta consistió en la expropiación de los bienes de la iglesia, la abolición del diezmo, y el aumento de la producción del café. Para ello, el gobierno puso a la venta los terrenos baldíos, aun si estos eran propiedad de los indígenas. Martí apoya esta política con el pretexto de que se debía industrializar el país, y hacer producir las tierras que estaban ociosas (OC VII: 134). Poco después Martí sale de Guatemala para La Habana, y finalmente se residencia en los Estados Unidos por causas políticas. En Norteamérica, como se sabe, Martí critica en varias crónicas la forma en que el Estado mantenía a los indígenas en reservaciones. Encuentra la política del gobierno inhumana, pero ni siquiera entonces, en 1885, deja de considerar la expropiación de la tierra como una medida válida, ya que afirma: “el despojo de sus tierras, aun cuando racional y necesario, no deja de ser un hecho violento que todas las naciones civilizadas resisten con odios y guerras seculares, el cual no ha de agravarse con represiones y tráficos inhumanos” (OC X: 326) [énfasis nuestro]. ¿Acaso debemos considerar esta afirmación como algo raro en su obra? No. En 1883, tres años después de llegar a los EE.UU por primera vez, Martí escribe otra de sus crónicas para el periódico La América. Esta vez, apoyando la campaña militar del entonces presidente argentino Julio Roca (1843–1914). La campaña consistió en la ocupación militar de los territorios al sur de Buenos Aires donde vivían unos 30 mil indígenas. En aquella oportunidad, de nuevo, Martí afirma: “por donde corrían sobre fantásticos caballos, los indios invasores, corren hoy como voceros de los tiempos nuevos, los ferrocarriles” (OC VII: 320). Y agrega: “campañas haga iguales en la industria Buenos Aires, dignas de aquellas maravillosas y centáuricas que dieron apariencia de dioses a los hombres” (OC VII: 324). ¿Cuáles fueron los motivos de Roca al ocupar estas tierras? y ¿cómo procedió después de la ocupación? Como afirma David Rock en State Building and Political Movements in Argentina 1860–1916, después de su victoria, Julio A. Roca dispuso sin ningún inconveniente sentimental de los habitantes originarios que sobrevivieron a esta guerra. Entre las medidas que adoptó con ellos estuvo mandarlos a otros sitios, ya que no quería encerrarlos en un sistema de reservaciones similar al de los Estados Unidos, ni tampoco quería mantenerlos vigilados. De lo que

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se trataba, por el contrario, era de “civilizarlos y convertirlos en seres productivos” (State Building 94). Por estos motivos, según David Rock, Roca mandó a los indígenas a trabajar a Tucumán, donde había una industria azucarera floreciente, y a las niñas a servir en las casas de las familias adineradas (State Building 94). De este modo, la política de Roca continúa la de otros políticos argentinos liberales (Alberdi, Sarmiento) quienes planteaban la necesidad de desarrollar el país, incentivar la inmigración, y acabar con el “problema” indígena. Para estos políticos, Europa representaba la cúspide de la civilización, mientras que América era un continente atrasado e inhóspito. Estas ideas se manifiestan de forma clara en el discurso que dio Julio Roca ante el congreso, al asumir la presidencia el 12 de octubre de 1880. Afirma Roca: Debo, sin embargo, hacer especial mención de la necesidad que hay de poblar los territorios desiertos, ayer habitados por las tribus salvajes, y hoy asiento posible de numerosas poblaciones, como el medio más eficaz de asegurar su dominio. Continuaré las operaciones militares sobre el sur y el norte de las líneas actuales de frontera, hasta completar el sometimiento de los originarios de la Patagonia y del Chaco, para dejar borradas para siempre las fronteras militares, y a fin de que no haya un solo palmo de tierra argentina que no se halle bajo la jurisdicción de las leyes de la nación. Libremos totalmente esos vastos y fértiles territorios de sus enemigos tradicionales, que desde la conquista fueron un dique al desenvolvimiento de nuestra riqueza pastoril; ofrezcamos garantías ciertas a la vida y a la propiedad de los que vayan con su capital y con sus brazos a fecundarlos, y pronto veremos dirigirse a ellos multitudes de hombres de todos los países y razas, y surgir del fondo de esas regiones, hoy solitarias, nuevos estados que acrecentaran el poder y la grandeza de la República. (437)

En su crónica para La América, tres años después, Martí alaba pues la labor del entonces presidente argentino, y afirma que por la lectura de su discurso, el lector saca la “impresión grata” de ser un hombre “fuerte y joven” (OC VII: 321). Y sigue afirmando que ahora el Chaco, que tenía ríos por donde “deslizan sus canoas de puntas dentadas las indias recias . . . ve llegar a sus regiones opulentas, cargados de sus aperos de abatir troncos y abrir la tierra, a los fornidos hombres blancos que vienen contentos a hacer su hogar tranquilo y libre con los maderos frescos de la selva” (OC VII: 323). Ahora, afirma Martí, la Patagonia tiene escuelas, y es un hervidero de trabajadores e inmigrantes que vienen a explotar la tierra. Por esta razón, Martí apoya la inmigración de campesinos italianos a la Argentina, que según creía venían a hacer progresar la nación.

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Según la prensa de Buenos Aires, la justificación para la “conquista del desierto” fueron las incursiones de los indígenas en la frontera, a quienes se les acusaba de robar el ganado, cosa por la cual podían ir a la cárcel. Pero como dice Milcíades Peña en De Mitre a Roca: consolidación de la Oligarquía Anglo-Criolla, la verdadera justificación fue el dinero. Poner aquellos terrenos a la disposición del capital extranjero, la oligarquía criolla, la producción de cereales y el pastoreo (78). Realmente, las poblaciones del sur de la ciudad estaban muy lejos de ser el enemigo medianamente formidable que decía el Estado y mucho menos para un ejército de seis mil hombres como era el de Roca, apertrechado con todos los adelantos de la era moderna (fusiles Rémington, telégrafos y ferrocarriles). En su crónica para La América de New York, Martí parece inclinarse por la versión que dan los periódicos de la época, y ve como un hecho positivo que el Estado se haya sacado de encima a los “indios invasores.” Pero Martí no se percata que ver el conflicto armado como una victoria deseada y necesaria para el gobierno, significaba reactivar la ideología colonial, la del conquistador español, que impuso por la fuerza su lengua y su cultura sobre los aborígenes. Ellos son, como dice Roca los “enemigos tradicionales, que desde la conquista fueron un dique al desenvolvimiento de nuestra riqueza pastoril” (437). ¿Cómo se explica entonces que un año después, en 1884, Martí critique al gobierno de Inglaterra por tratar de apropiarse de Egipto, con el pretexto indecoroso, como dice, de que “tiene derecho natural de apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la barbarie”? (OC VIII: 442). ¿Cambia Martí de opinión? La respuesta, sugiero, está en la forma de entender las diferencias, y nuevamente en su visión de progreso al estilo liberal. No es lo mismo que Inglaterra se apropie de Egipto, que un gobierno como el de Rufino Barrios o Avellaneda en Argentina les confisque las tierras a los indígenas. En el caso de Egipto, para Martí, ni la justificación de que eran bárbaros, ni el despojo, se autorizaban ya que este era otro país, con sus propias instituciones, y estas excusas eran las mismas que habían dado los españoles durante la época de la Conquista para apropiarse del continente americano y esclavizar a los nativos. Pero basta que el gobierno justificara dicha expropiación en base a la filosofía del progreso, de hacer producir las tierras, o luchar contra los “indios hostiles,” “invasores” o “salvajes” para que Martí lo respaldara. Esta simpatía por la campaña militar de Roca, sin embargo, no será la única coincidencia ideológica con los liberales argentinos de esta generación. Con respecto a la educación, ese mismo año, Martí apoya

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indirectamente en una de sus crónicas para La Nación, de Buenos Aires, lo que Atilio García Mellad llamaba el “rabioso laicismo” del entonces gobierno argentino. Lo hace cuando critica desde las páginas este periódico, el fanatismo de los religiosos norteamericanos Silvestre Knobb, Charles Freeman y los esposos Hicks. Como dice García Mellad, en 1878 se había establecido en Argentina, bajo la presidencia de Avellaneda, la libertad de enseñanza, pero le correspondió a Julio Roca implantar las medidas principales, primero destituyendo y procesando al obispo de Córdoba, Emilio Clará, y luego suprimiendo la enseñanza religiosa, para convertirla en laica, gratuita y obligatoria (Proceso al liberalismo argentino, 534). Vale señalar que ya a principios de la década del 1970, en medio del proceso de adaptación del ideario martiano a las políticas socialistas del gobierno de Cuba, el crítico francés, André Joucla-Ruau, señalaba la identificación de Martí con las ideas que sostenía la prensa argentina al momento de la “campaña del desierto.” Su opinión quedó registrada en la discusión que le siguió a la lectura de su ensayo en el famoso coloquio de Burdeos, celebrado en esa ciudad francesa en mayo de 1972, para homenajear al cubano. Entre los participantes del congreso estaban Cintio Vitier y Juan Marinello quienes criticaron a Joucla-Ruau por sugerir tal “identificación.” Decía Joucla-Ruau entonces: “hay una identificación con los tópicos posiblemente al uso en la prensa de Buenos Aires que Martí condensa” (200). A lo que respondió el intelectual cubano Cintio Vitier acto seguido: “No me inclino a esa posibilidad de la ‘identificación’ porque esas ideas serían muy raras por lo que Martí no tuvo evolución en su valoración del indio y en su amor al indio, su amor entrañable al indio en toda América” (200). A esto, Joucla-Ruau respondió nuevamente: “Yo creo que de todos modos convendría matizar mucho, con toda la honradez posible” (200). Después de este intercambio de opiniones, no aparece en las actas publicadas del congreso otra intervención del catedrático francés, quien muere antes de que se publicara el libro. Pero sí aparece la reacción de sus críticos: Mejía-Sánchez, P. Verdevoye, Juan Marinello, Nöel Salomón y de nuevo, Cintio Vitier, quien se lamenta, de que no estuviera con ellos en la reunión Fernández Retamar para argumentar en su contra. Vale copiar las palabras verbatim de Vitier en aquella ocasión para que se tenga una idea de la polémica y el giro que tomaron los estudios martianos a partir de ese momento. Decía Vitier:

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Yo lamento mucho que no esté aquí nuestro compañero Roberto Fernández Retamar, que acaba de publicar un trabajo en la revista Casa de las Américas, que en gran parte es un enfrentamiento realmente brutal entre el ideario de Sarmiento y el ideario de Martí y que se centra especialmente en este tema. No hay duda de que ese enfrentamiento se produjo tácitamente en el escrito “Nuestra América” de Martí donde él dice abiertamente: “No hay lucha entre la civilización y la barbarie sino entre la naturaleza y la falsa erudición.” Sin embargo, en otros escritos él elogió el Facundo, al cual llamó “libro prócer,” “libro fundador.” Estas contradicciones menores también se observan en Martí. (203)

Ha sido precisamente esta lectura de Fernández Retamar del ensayo “Nuestra América” la que ha ejercido desde entonces mayor influencia en la Academia norteamericana, y ha sido, como era de esperar, la versión oficial de la intelectualidad cubana cuando se trata del tema de los indígenas y Martí en Cuba. Cualquier otra lectura que hiciera énfasis en lo que Cintio Vitier llamaba entonces las “contradicciones menores” del cubano serían censuradas. Por eso, es tan importante la opinión de Joucla-Ruau, que ocupa solamente un par de líneas en su intervención en la conferencia de Burdeos, y que es tan rara en el corpus ensayístico martiano. ¿Por qué entonces esta misma crítica ha insistido tanto en ver en Martí un defensor de la causa indígena y un crítico de las políticas imperiales del Estado? Siguiendo la lectura de Fernández Retamar, Martí vendría a enfrentarse a los poderosos, y a las fuerzas capitalistas del mercado, en defensa del “tercermundismo.” Esta lectura, oculta o pasa por alto, sin embargo, las crónicas que he mencionado anteriormente, la forma en que el cubano textualiza de un modo tan agresivo a los indígenas, y apoya las políticas que le fueron adversas. Aun más, esta crítica se enfoca en sus últimos ensayos—en especial “Nuestra América”—, y prefiere hablar de “radicalización” o ruptura, en lugar de ver una continuidad del pensamiento liberal que emparentaría a Martí con sectores políticos cubanos del siglo XIX, que la misma crítica ha tachado de elementos antagónicos dentro del proceso de constitución de la nación cubana. Estos son los autonomistas. Pero sobretodo, esta crítica enfrenta a Martí de un modo visceral con Sarmiento y reduce a posturas irreconciliables uno y otro. En este enfrentamiento no hay puntos medios, ni ideas similares y los móviles que siguen ambos son excluyentes. Para llegar a este punto, lógicamente, tales críticos tiene que pasar por alto las justificaciones de las políticas liberales que Martí apoyó en la década de los 70 y 80, la “Conquista del desierto” de Roca, los estudios críticos que habían enfatizado hasta 1958 las similitudes

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entre ambos políticos (Santovenia, Ibarbourou, Franco) y los remedios que estos proponían para reformar y gobernar la nación. Según este modo de ver la cuestión, Martí se posicionaría siempre junto a un concepto global e indiferenciado de la otredad (subalterno, esclavo, exiliado, marginal), términos intercambiables con el “Calibán” de Fernández Retamar, quien usa la lengua europea para maldecir al colonizador, ya que como afirma Ivan Schulman, Retamar “modernizó” los estudios martianos convirtiendo a Martí en alguien “dinámico, un libertador en el terreno de las ideas, del estilo y del arte literario—en fin, un visionario, anticolonialista y antiimperialista” (629).3 En los ensayos de Ivan Schulman, Ángel Rama, Susana Rotker, y Julio Ramos, para mencionar solamente los críticos más importantes del modernismo, subyace la oposición: Martí versus la sociedad capitalista, las fuerzas del mercado, el Estado burgués o Sarmiento. Un ejemplo de esto es el ensayo de Rotker publicado en el volumen José Martí en los Estados Unidos: Periodismo de 1881 a 1892, editado por el propio Fernández Retamar. En este ensayo, Rotker interpreta las crónicas martianas a partir de una especie de “carencia del otro colonizado,” según las palabras de Homi Bhabha, en que el autor de “Nuestra América” construiría un “lugar propio,” dentro de la metrópoli imperial, un lugar donde el lenguaje se vuelve su casa, un sitio de “definición estética” desde donde ejerce su crítica (“Intérprete” 1863–64). Por ende, piensa Rotker, que en lugar de identificarse Martí con Norteamérica en sus crónicas, éste se “des-identifica,” lo cual abre la posibilidad a la transformación de las mismas estructuras que describe y con las cuales no estaba de acuerdo (“Intérprete” 1873). La propuesta de Rotker retoma, de esta forma, la oposición irreconciliable que ha visto parte de la crítica modernista entre tecnología y escritura, entre la sociedad capitalista y la poesía, entre el sujeto marginado de la modernidad y la ciudad letrada. Dota con esto la estética de un poder político antihegemónico, convirtiéndola en la “casa” donde el sujeto se refugia. John Beverley, en Against Literature es quien de forma más gráfica ha resumido esta tesis para los estudios culturales. Afirma Beverley: in general terms, the ideology of the modernista writers—and they were the founders of modern Latin American literature,—involved the opposition of the aesthetic as such—seen as the essence of Latin American identity itself— to the activities and scientific and pedagogic discourses (positivism, naturalism, utilitarianism, behaviorism, Taylorism, etc) of modernity. (10) 3.  Susan Gilman es de la misma opinión. Véase su artículo “Otra vez Caliban / Encore Caliban: Adaptation, Translation, American Studies.”

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Naturalmente, Beverley toma esta oposición como un hecho incontestable, como una definición para guiar la discusión en torno al modernismo y las políticas sociales de finales del siglo XIX. Sus argumentos, como antes los de Rotker, se basan en la interpretación de Julio Ramos en Desencuentros de la modernidad en América Latina (1989), quien justamente dedica gran parte de su tesis a hablar de Martí y su relación adversa con los discursos tecnológicos y la ortopedia social que propusieron en su siglo políticos como Sarmiento. Para Ramos, la estética y la autonomía del escritor, (siendo Martí el caso ejemplar) representaban ese otro “saber,” el de la literatura y lo metafórico, que se oponía a la prosa industrial, y educativa de estos políticos “civilizadores.” “La estilización,” dice Ramos, “es el reverso, en Martí y otros modernistas, de la universalidad que impone el valor de cambio y la nueva racionalidad estadística” (170). Esta crítica parte del supuesto que el modernismo es sobre todo un movimiento estético, (dentro del cual no se incluía a Martí, pero sí Rubén Darío, Julián del Casal y otros, a quien criticó por ello Juan Marinello) y en lugar de interpretarlo como un signo de desinterés o apoliticismo, ve en el estilo el arma para enfrentar las fuerzas del mercado y el lenguaje capitalista de las cifras. Pero de nuevo, estas lecturas, aun siendo fundamentales para entender la problemática del escritor y el mercado, descuidan el hecho de que ese mismo proceso de textualización de las diferencias en Martí encubre o hace uso de los discursos científicos del momento, de la idea del avance unidireccional de las civilizaciones, del concepto biológico de las razas, e incluso de una razón pragmática que ve en el otro, indígena o negro, un medio para los fines que se proponía el Estado. No presta atención a que Martí no solamente estetizó a los negros y los indígenas en sus crónicas como la del terremoto de Charleston, sino que también pidió en muchos de sus escritos una educación científico-técnica en Hispanoamérica que reemplazara la educación libresca y literaria del pasado. Todo esto es consustancial al mismo proyecto liberal de las élites latinoamericanas en el siglo XIX con su énfasis en el positivismo, el progreso económico y la búsqueda de un remedio para “reformar” las razas. Ya sea por la influencia del Krausismo o su experiencia en los gobiernos liberales de Guatemala, y México, Martí llega a los Estados Unidos con una visión favorable del progreso económico y el mundo industrial. Un momento crucial de esa voluntad de cambio parecería ser su proyecto de la “Revista Guatemalteca,” donde el cubano afirmaba que en ella hablaría de Europa y de América, trayendo a este país lo

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último sobre las investigaciones científicas que se publicaba en estos centros metropolitanos. Con tales fines, propone hacer un catálogo de los adelantos tecnológicos de los Estados Unidos y se pregunta: “¿Quién toma nota de tanta máquina asombrosa que en la América del Norte es gran ahorro de brazos, trabajo alado, maravilla de seguridad y de presteza?” (OC VII: 104–05). En el mismo ensayo, Martí incluso se pregunta, si se les había dicho a los viajeros e industriales “cuánto campo nuevo, a los agricultores, cuánta olvidada tierra pudieran explotar en Guatemala?” (OC VII: 104–05). ¿Hay que aclarar, sin embargo, que esa “olvidada tierra” era la que pertenecía a los indígenas, las que les fueron expropiadas para echar a andar el proyecto cafetalero de Barrios? ¿No parece que detrás de este interés del cubano por promocionar las bondades de “Guatemala,” estaba el deseo de hacer prosperar la nación e insertarse el intelectual de forma útil, práctica y oportuna dentro de su programa político-económico? Todavía en su revista La Edad de Oro (1889) Martí dedica varias páginas al mundo tecnológico de la modernidad, a las fábricas y la exposición de París donde los distintos gobiernos del orbe iban a exponer sus adelantos. Que Martí rechace las políticas monopolistas, la desigualdad social, y la injerencia financiera de los Estados Unidos en Latinoamérica, no significa que vaya en contra del desarrollo económico, ni deje de alabar las nuevas tecnologías, especialmente el descubrimiento de la luz eléctrica, en la medida que estos descubrimientos propician un mejoramiento de la calidad de vida de los seres humanos. Sin embargo, gran parte de la crítica modernista ha preferido pasar por alto las contradicciones en Martí, esos puntos ciegos que nos ayudarían a entender su obra dentro de su tiempo, y se ha enfocado por lo general, en sus últimos escritos, los más críticos de los EE.UU. y su contexto socio-cultural (“Nuestra América” [1891], “Mi raza” [1893], etcétera). Y a partir de ellos, analiza su labor de “visionario, anticolonialista y antiimperialista” (Schulman 629). Pero únicamente habría que ver en “Nuestra América” el lugar que ocupa el miedo o la preocupación, por parte de Martí, a que se desataran esas minorías ignoradas y reprimidas de las que venía hablando desde hacía tanto tiempo, para darse cuenta que la oposición no es tan simple ni tan tajante como lo expresa Retamar y el resto de esta crítica en sus ensayos. Como se sabe, en “Nuestra América” Martí pide que se incluyan a estas minorías en la república, ya que: “En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no

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aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella” (OC VI; 17). Habría que preguntarse, primeramente, a quién les estaba hablando Martí en este ensayo, ¿a los políticos y la clase dirigente de México o a los negros, los indígenas y los pobres? Seguramente que a los políticos. Los otros eran el gran problema que había que evitar. Eran los “perezosos,” como describió tantas veces a los indígenas. Eran los poco inteligentes, “los de abajo,” en esa retórica elitista a la que frecuentemente recurre Martí para crear jerarquías que hay que preservar. A los “elementos incultos” hay que saber gobernarlos bien, ya que en cualquier momento estos podían “sacudirse” las instituciones. ¿Esta no es acaso la misma preocupación que expresa Martí en su crónica de México, más de diez años antes, cuando habla de la “amenaza” que se le podía venir arriba al gobierno, de “un pueblo de bestias”? (OC VI: 328). ¿Y acaso este elitismo no va de manos con su rechazo de la cultura de masas en los EE.UU. que tan bien ha observado el mismo Julio Ramos en su lectura de “Coney Island”? Es cierto que Martí alaba las civilizaciones precolombinas, y el legado que estas dejaron en el continente en términos culturales. Es cierto que Martí criticó fuertemente el sistema de reservaciones en los EE.UU. Pero también hay que aceptar, que Martí desaprobaba el modo de vida de los indígenas en el presente y que en casos como la “Conquista del desierto” o la redistribución de las tierras de los indígenas en Guatemala y los EE.UU. estuvo a favor de medidas que les fueron muy perjudiciales. En último caso, los artículos de Martí sobre este tema fluctúan entre el paternalismo que convertía a los indígenas en “niños” y su parecer de que algunos eran “buenos” pero “salvajes.” Seguir afirmando entonces que Martí se posiciona en contra de las política liberales de su época o incluso de Sarmiento, que le interesaba más el “saber” de la literatura, que las ciencias y los discursos sexuales y biológicos, es perder de vista la influencia que tuvieron en sus escritos tales discursos, que Martí utiliza una y otra vez para textualizar a los indígenas, negros, las mujeres y los obreros. Todos ellos son los sujetos preocupantes de la modernidad industrial a quienes los gobiernos debían mantener vigilados y en última instancia transformar a través de políticas sociales. Hay quien puede pensar que las medidas de los liberales de fines de siglo XIX, analizadas en su contexto, eran las más progresistas de la época. Esto tal vez sea cierto si la única otra opción que les dejaba era “exterminarlos.” Hoy en día, sin embargo, debe quedar claro

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que ninguna de las dos opciones era éticamente correcta, y que una relectura de Martí desde las premisas del liberalismo decimonónico y su estrecha relación con su política racial en todo el continente, arrojaría suficientes datos para repensar esa actitud antihegemónica que muchos críticos han hallado en sus escritos. University of South Carolina-Columbia

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